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Edward

Rod, policía en Londres, tras caer en la bancarrota moral y familiar,


decide aceptar un puesto de inspector jefe en una isla del Caribe. Su esposa
Margaret está a punto de abandonarle y regresar con su hija a Inglaterra,
pero unos crímenes inesperados les obligarán a permanecer en la isla
mientras se desata el huracán más virulento de los últimos veinte años.
Muna es una cristiana iraquí refugiada en la isla que sobrevive como
monitora de buceo, pero oculta un terrible secreto. Samia, una prostituta de
lujo, parecer ser el único testigo que puede identificar al asesino.
¿Quién está tras el asesinato de varios millonarios en uno de los paraísos
fiscales de El Caribe?
¿Por qué está desapareciendo dinero de sus cuentas? ¿Logrará Edward
salvar a su hija en pleno huracán?

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Mario Escobar

Caribbean Island
ePub r1.1
FLeCos 11.09.16

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Título original: Caribbean Island
Mario Escobar, 2014

Editor digital: FLeCos


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A todos los que creen en la justicia y no en la venganza

«Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no se hermanan
bien».
Lucano

«La absolución del culpable es la condena del juez».


Publio Siro

«Mejor que el hombre que sabe lo que es justo es el hombre que ama lo justo».
Confucio

«Desgraciada la generación cuyos jueces merecen ser juzgados».


El Talmud

«Nunca son tan peligrosos los hombres como cuando se vengan de los crímenes que
ellos han cometido».
Sándor Márai

«Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada».
Edmund Burke

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A los maravillosos caribeños, siempre con los brazos abiertos al forastero.
A los economistas y sociólogos que nos advirtieron, pero no hicimos caso.

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NOTA DEL AUTOR

Por desgracia, algunos de los crímenes que se narran en este libro son reales.
Únicamente la realidad puede superar a la ficción

Mario Escobar

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PRÓLOGO

En una isla del Caribe, en la actualidad.

Ana Sherman disfrutaba de las maravillosas vistas desde su villa. Llevaba apenas
cinco días en la isla, pero el ruido de Fráncfort y su estresante trabajo en la
Wertpapierbörse casi habían terminado con sus nervios. Afortunadamente vivía sola y
no tenía que contar con nadie para tomarse unos días de vacaciones y volar hacia
aquel lugar increíble. Aunque una experta en fondos bancarios nunca estaba
totalmente de vacaciones. En aquellas fechas del año el ritmo de trabajo,
normalmente se desaceleraba, pero los últimos conflictos bélicos parecían haber
vuelto locas a todas las bolsas europeas.
Los padres de Ana disfrutaban de una estupenda jubilación en Mallorca y muchas
veces ella acudía a su casa para descansar, pero en esta ocasión, trabajo y placer le
habían llevado a aquel lugar recóndito del Caribe. Era la primera vez que visitaba
aquella isla, aunque su aspecto era muy similar a otras en las que había estado. Sus
colegas siempre decían que a Alemania le faltaban aquellos cómodos
establecimientos en mitad de la nada para poder blanquear mejor sus inmensos
capitales, pero el imperio colonial alemán no había terminado de cuajar nunca y,
cuando parecía que estaba a punto de hacerlo, la Gran Guerra echó al traste los
sueños del Káiser.
La joven se levantó con desgana de la tumbona y se aproximó a la piscina privada
de su lujosa villa. No era muy grande, pero tenía el sofisticado sistema de piscina de
natación contracorriente. Ana poseía una piscina de aquel tipo instalada en el lujoso
ático alquilado de Fráncfort y no pasaba un día en el que no estuviera al menos una
hora nadando. De niña había sido algo regordeta y eso en Alemania era poco menos
que convertirse en un marginado social. Desde los años cincuenta la sociedad
alemana se había obsesionado con la salud y los buenos hábitos, casi tanto como con
el nacionalsocialismo y la superioridad de la raza en los años treinta.
La privacidad de su villa le permitía bañarse desnuda, por lo que se quitó el
bañador y después de conectar el motor se introdujo dentro de las agitadas aguas. No
tardó mucho en poner el ritmo adecuado de brazada. Toda aquella masa de agua no
podía detenerla, el mundo entero estaba bajo sus pies y, mientras sus músculos se
endurecían, la joven se sentía en la cima del mundo.

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PRIMERA PARTE

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1 CALMA

En un paraíso terrenal como aquel era muy común que sectas peligrosas se afincaran
con la intención de controlar mejor a sus adeptos. Las leyes del país eran menos
rigurosas con estos grupos que las que regían en Europa o los Estados Unidos, por
eso muchos líderes sectarios se instalaban en alguna de las minúsculas islas del
Caribe, mientras sus víctimas continuaban llegando de los países occidentales.
Normalmente apenas había adeptos nacionales, ya que no podían contribuir con su
dinero o el de sus familias para mantener el costoso nivel de vida del todopoderoso
líder. Además, esos grupos no querían líos con las autoridades locales. Las tres islas
eran demasiado pequeñas para pasar desapercibido si comenzabas a llamar la
atención. Aquel minúsculo archipiélago siempre había sido el destino de fugitivos y
todo tipo de individuos que por una causa u otra querían desaparecer para siempre. A
pesar de todo, en las tres islas no se cometían apenas delitos. La excepción era algún
borracho que ponía nerviosos a un grupo de turistas y unos pocos hurtos menores que
se resolvían antes de veinticuatro horas. Esa era al menos una de las razones por las
que Edward Rod adoraba todo aquello o al menos lo había hecho el primer año de
servicio. Después de servir en Scotland Yard durante más de dos décadas, aquel
trabajo le parecía un retiro anticipado. Su mujer Margaret y su hija Alice no estaban
tan contestas. Alice estaba a punto de cumplir los dieciocho años y se planteaba
regresar a Londres para estudiar derecho, mientras que su mujer, Margaret, se sentía
incapaz de vivir a varios miles de kilómetros de la «niña», como aún llamaba a la
adolescente de casi un metro setenta de estatura, cuerpo atlético y expediente
brillante. Edward había estado intentando durante todo el verano convencerles de que
era mejor que Alice fuera a la universidad de Jamaica, pero para ellas eso era poco
más o menos que enviarle al infierno.
La familia Rod era la primera generación de keniatas británicos que habían
nacido en las nublosas tierras de Inglaterra, pero a veces Edwar creía que su familia
llevaba sangre sajona en las venas. De hecho su madre lo era, aunque sólo fuera un
50%. Él adoraba aquel sol y calor, la playa y el poder trabajar con los ridículos
pantalones cortos de color verdoso de la policía de la isla. Ser inspector jefe de
homicidios le parecía el trabajo más sencillo del mundo. En aquella isla y sus dos
preciosas hermanas pequeñas no había homicidios o, para ser más exactos, no había
habido ningún homicidio en todo el tiempo en el que habían vivido en el
archipiélago.
Cuando Edward recibió la llamada urgente del vicegobernador Kelly a su teléfono
particular apenas podía creer lo que estaba escuchando. A los pocos minutos, el
inspector jefe tomó su jeep descapotable de color hueso y se dirigió a toda velocidad
al puerto, tenía que tomar un vuelo urgente a una de las islas menores.
En veinte minutos visualizaron la alargada isla, que era apenas una pequeña

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mancha verde en un inmenso desierto turquesa. Aterrizaron en uno de los
embarcaderos de emergencia y cuando Edward puso su bota en los listones de
madera, los dos oficiales de policía de la isla se le acercaron nerviosos. En aquel
lugar nunca sucedía nada memorable. La población residente era de poco más de dos
mil almas y en algunas épocas del año el turismo podía aumentar la tasa hasta los tres
mil, aunque las zonas residenciales estaban tan aisladas y dispersas, que nunca se
tenía la sensación de estar en un lugar muy habitado.
—¿Qué sucede? —preguntó Edward mientras los tres policías se dirigían al
vehículo en la vía principal que rodeaba completamente la isla.
—No lo sabemos. Intuimos que está sucediendo algo, pero no lo podemos
asegurar a ciencia cierta —comentó Mike, el oficial al mando. Los dos agentes
habituales eran reforzados con otros cuatro en algunas épocas del año, pero en ese
momento la isla estaba a la mitad de su capacidad.
—¿No saben lo que sucede? Han advertido al alcalde de un peligro en la isla, éste
ha llamado al vicegobernador y me han hecho perder mi partida de golf de media
mañana, para nada. Espero que tengan algo importante que enseñarme —dijo Edward
tan furioso, que sus dos grandes ojos marrones parecían salirse de las órbitas.
Mike y Fredy eran negros como Edward y el casi 90% de los isleños, pero en ese
momento parecieron palidecer por las advertencias de su jefe. Trabajar en la policía
de las islas era un trabajo cómodo, bien pagado y tranquilo, no quería volver a la
vigilancia privada para aguantar todos los caprichos de los millonarios.
Mientras el jeep se dirigía a la zona este de la isla, la menos poblada y exclusiva,
los dos agentes intentaron recomponerse y explicar a su jefe lo ocurrido.
—Hace dos semanas un turista, un multimillonario ruso, sufrió un accidente
mientras buceaba. Al parecer un fallo en las bombonas de oxígeno le hizo morir
asfixiado a pocos metros de la costa. Todo el mundo pensó que se trataba de un
accidente, pero una semana más tarde, un empleado de origen francés de la oficina
bancaria de la isla pareció suicidarse en su propia bañera después de abrirse las
venas… —dijo Mike con voz temblorosa.
—¿Eso es todo? Un accidente y un suicidio en dos semanas son perfectamente
factibles en una población de tres mil personas —comentó Edward impaciente.
—Esta mañana encontramos el cuerpo de una turista alemana en su piscina.
Llevaba al menos ocho horas muerta —dijo Mike.
El inspector jefe pasó sus dedos por el pelo corto y rizado para intentar
tranquilizarse. Normalmente estaba de buen humor, pero aquella mañana las cosas
habían comenzado torcidas. Mientras miraba su iPad había descubierto que su esposa,
sin decirle nada, había pagado la matrícula de su hija en la Universidad de Londres,
también había comprado dos billetes de ida a Inglaterra y pagado la señal para un
pequeño apartamento cerca del campus. Margaret no solía hacer esas cosas a sus
espaldas, pero sin duda, algo les estaba sucediendo. Dos proyectos distintos de vida
que parecía llevarles a sitios diferentes. Edward había sufrido mucho estrés en su

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anterior trabajo, había estado seis meses de baja por depresión y poco antes de
retirarse de la policía casi había matado a un traficante de drogas adolescente.
Londres para él era lo más parecido al infierno. Edward sabía que Margaret no
contaba con él para ese viaje. De alguna manera se estaban despidiendo, aunque fuera
lanzándole mensajes a su cuenta bancaria.
—¿Se han llevado el cuerpo? —preguntó al fin el inspector jefe intentando
recuperar la concentración. Lo último que le faltaba era que perdiera aquel trabajo en
las islas.
—No, está todo como lo encontramos hace un par de horas —dijo Mike.
—¿Qué les hace pensar que hay alguna conexión entre los tres incidentes? —
preguntó Edward, que no lograba encontrar sentido a lo que le decían sus ayudantes.
Los dos agentes se quedaron callados y después se miraron el uno al otro. Justo
en ese momento llegaron hasta la media docena de villas con vistas a una pequeña
playa de arena blanca. Unos segundos más tarde pararon frente a la recepción y el
restaurante. En el parking había un par de coches de policía. Caminaron entre las
palmeras y el cuidado jardín que daba absoluta intimidad y discreción a los
millonarios alojados en el pequeño complejo y cruzaron la puerta abierta, atravesaron
el amplio salón y se dirigieron directamente a la piscina, donde les esperaban otros
dos agentes. Los hombres se cuadraron al ver al inspector jefe, pero este apenas
prestó atención. En el borde de la piscina había una mujer joven, de cuerpo esbelto y
atlético. Tenía el pelo rubio y rizado, los ojos grandes y azules estaban abiertos con
una expresión de miedo. El cuerpo no parecía tener señales de violencia, pero las
horas pasadas en el agua comenzaban a darle un aspecto hinchado y amoratado.
—Cuando llegamos aún estaba conectado el SISTEMA FASTLANE.
—¿El SISTEMA FASTLANE? —preguntó Edward.
—Ya sabe el sistema contracorriente para nadar —dijo Mike.
—A lo mejor tuvo un calambre y por eso murió ahogada —dijo Edward.
—Encontramos junto al cuerpo el mismo amuleto que en las otras dos víctimas.
Un colgante con una piedra de jade azul —dijo Mike señalando el objeto del cuello
de la joven.
Cuando Edward tomó el collar para guardarlo en una de las bolsas de plástico de
las pruebas, supo que un maldito asesino se había instalado en esas paradisiacas islas
y que convertiría aquel verano en el Caribe en el mismo infierno que había vivido en
Londres.

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2 CASA

A Edward no le gustaba llevar los problemas del trabajo a casa. En su etapa de policía
en Londres su relación familiar se había deteriorado mucho. Su esposa Margaret
estuvo a punto de separarse de él, lo único que les había mantenido unidos había sido
su hija y el traslado al Caribe. Con el tiempo las dos cosas habían sido insuficientes
para que pudieran rehacer su matrimonio. La terapia parecía infructuosa. Ella había
acumulado mucha ira hacía él. Edward lo entendía. El trabajo se había convertido en
su obsesión. Pasando noches en vela para resolver sus crímenes, dejando a su mujer a
solas en la crianza de su única hija.
Cuando el inspector se enteró de que Margaret había tenido una relación secreta
con un compañero de su trabajo, no le culpó. ¿Cómo iba a hacerlo? Le había
desatendido totalmente. No le mostraba su afecto, tampoco parecía muy interesado en
su propia vida. Margaret buscó refugio en un tipo estupendo, mucho mejor que él.
Cuando salieron de Inglaterra, ella había dejado a su amante, pero Edward no pudo
simplemente perdonar y mirar hacia el futuro. Él había coqueteado con cientos de
mujeres, pero nunca le había sido infiel a Margaret. Durante una etapa también había
bebido más de la cuenta y llegado a casa muy tarde, pero eso había ocurrido más de
una década antes. La triste realidad era que los errores del pasado persiguen siempre a
las parejas en crisis. No podían perdonarse. Por eso para Margaret era tan importante
hacer feliz a su hija y dejarlo todo por seguirla de regreso a Londres. Ella ya había
elegido con quién quería pasar el resto de su vida.
Mientras la ducha fría despejaba en parte su mente, el inspector intentó poner sus
ideas en claro. Además de los tres amuletos nada parecía unir las vidas de un
millonario ruso, un empleado de banca y una joven alemana. Los amuletos eran muy
comunes en la isla. Decenas de tiendas los vendían. El complejo hotelero de las dos
víctimas turistas era el mismo, pero el empleado de banca había muerto en su propio
apartamento al otro lado de la isla. Naturalmente había otros elementos comunes. Los
tres parecían personas solitarias y tenían una cuenta de ahorros abultada. Nadie
parecía haberles robado, violado o simplemente acosado. No había una conexión
sólida, un modus operandi, ni podía asegurarse que fueran homicidios. El
vicegobernador le había pedido discreción, por lo que había decido llevar él
personalmente el caso. No usaría el uniforme y no se mostraría como inspector jefe.
Simplemente llevaría a su familia durante una semana a la isla más pequeña del
archipiélago e intentaría investigar. A Margaret le diría que se había tomado unas
vacaciones para poner las cosas en claro, su hija Alice estaría encantada de pasar sus
últimos días en la zona más exclusiva de las islas. Pero Edward no tardó en darse
cuenta de que estaba completamente equivocado.
—¡No entiendo por qué tenemos que irnos a una de las islas menores! Ya sabes
que Alice y yo nos marchamos en septiembre. Tú puedes hacer lo que quieras, pero

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no soporto ni un minuto más esta maldita isla —dijo Margaret totalmente ofuscada.
—Lo comprendo, pero creo que será una buena manera de buscar un momento
para reflexionar. Opino que es un error tomar decisiones precipitadas. Tú querías que
viniéramos aquí. Pensamos que los problemas se quedarían en Londres —dijo
Edward intentando calmarse. Sabía que su carácter explosivo no servía para nada más
que empeorar las cosas.
Margaret frunció el ceño y después continuó cenando, como si diera la
conversación por zanjada. Entonces Alice sonrió. No le gustaba ver discutir a sus
padres, pero de alguna manera creía que la idea de su padre no era tan mala. Él no
había dicho nada de que no pudieran irse a Inglaterra, simplemente quería que todos
pasaran unas semanas juntos antes de tomar una decisión definitiva.
—Creo que disfrutaré mucho en esas cortas vacaciones, Papá. No me apetece
despedirme de la gente de aquí. Ya tuve que hacerlo cuando nos marchamos de
Londres y no quiero volver a pasar por lo mismo —dijo Alice.
Su madre le miró sorprendida. A veces demostraba más madurez que ellos dos
juntos, pensó mientras continuaba comiendo en silencio.
—Prometo que no tocaré el tema del viaje. Simplemente deseo que seáis felices
—dijo Edward enternecido por las palabras de su hija. Sabía que su matrimonio
estaba muy tocado, pero de alguna manera conservar a Alice era prioritario para que
no se desmoronara todo en lo que creía.
Después de la cena el inspector salió al porche de madera. Las luces brillaban en
el apacible mar nocturno. Cada vez que observaba aquella calma, sentía que todo
estaba en orden.
—¿De verdad te comportarás como una persona civilizada? ¿Nada de romper
muebles, pegar gritos o perder los estribos? —preguntó Margaret.
—Sabes que eso forma parte del pasado. Esa persona no era yo. Simplemente
imitaba el patrón de mi familia. Ya conoces que mi padre era una personas
maravillosa, pero demasiado irascible —dijo Edward, intentando explicar a su esposa
lo que él había tardado décadas en comprender.
—Soy consciente de que no he sido la mejor esposa. Tal vez no te he apoyado en
los momentos importantes. Soy consciente de que tu trabajo ha sido siempre muy
difícil y estresante. Tenemos demasiadas heridas abiertas. ¿Crees que alguna vez
podremos perdonarnos? —preguntó Margaret sentándose en el banco de madera.
—No te gusta que hable de ello, pero sabes que me han ayudado mucho las
reuniones que hace el reverendo James en su parroquia.
Margaret era reacia a cualquier forma de religión organizada. Sus padres era
musulmanes, pero ella había renegado de su fe durante toda su vida. Lo último que
quería a aquellas alturas era hacerse cristiana. Edward siempre se había sentido ateo,
pero desde su llegada al Caribe había comenzado asistir a unos cursos para controlar
la ira en la parroquia metodista de El Redentor y ahora parecía muy interesado en las
creencias cristianas.

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—No es lo que imaginas. No te lavan el cerebro ni nada de eso. Simplemente
hablan de mejorar como personas, ser menos egoístas y poner delante de nuestro ego
a nuestra familia —dijo Edward. Después añadió—. Estoy seguro que has notado mi
cambio. Yo mismo siento que las cosas son diferentes. Tengo paz, Margaret.
—Me alegro por ti. Si eso te funciona, será mejor que continúes con ello, pero no
me pidas que asista. La religión no va conmigo —dijo Margaret intentando zanjar el
tema.
—He visto tantas cosas. Todos esos asesinatos. Aquellos psicópatas capaces de
hacer cualquier atrocidad. Esas experiencias me estaban machacando por dentro. Al
comenzar mi carrera, no podía creer que el ser humano fuera un animal salvaje capaz
de destruir a sus semejantes. Puede que lo que te diga te suene a chino, pero
observando el mal a su máxima potencia comprendí que tenía que existir el bien.
Aunque sólo fuera para contrarrestarle —dijo Edward en un verdadero esfuerzo por
hacerse entender. Llevaba todo eso dentro y en algunas ocasiones se sentía como si
fuera un montón de plutonio a punto de explotar.
Margaret contempló la bahía. Las luces a lo lejos del puerto recreativo. Aquel
lugar parecía el paraíso. Un sitio en el que pasar el resto de sus vidas. Ella lo había
intentado, Dios, si es que existía, sabía que lo había intentado, pero no había podido
olvidar a su amante. Durante todo ese tiempo habían mantenido contacto por
Facebook. Hacía unas semanas, los dos habían comenzado a recordar su pasado
juntos. Todo eso había removido los sentimientos y el rencor que guardaba hacia
Edward. Cuando se conocieron, él era un encantador estudiante de derecho que
soñaba con especializarse en criminología y entrar a la policía científica. Él siempre
quería deducirlo todo, como si de un nuevo Sherlock Holmes se tratara, pero de lo
que no era consciente, era de toda la basura que había en el subsuelo de Londres.
Policías corruptos, proxenetas, prostitutas, camellos y todo tipo de fauna salvaje que
parecía moverse a sus anchas en las noches londinenses, pero también pedófilos,
asesinos, sádicos de todo tipo que habían convertido el sufrimiento ajeno en su forma
de vida.
Edward fue perdiendo poco a poco toda sensibilidad, como si aquel tipo de
escoria le convirtiera en un tipo frío y distante. Apenas podía expresar algún afecto a
Alice, a la que amaba con toda su alma. Aunque lo peor, según creía Margaret era que
a ella ya no le importaba.
—Está bien iremos a esas malditas vacaciones. Necesito descansar un poco antes
de enfrentarme a una mudanza y un largo viaje a Europa, pero no creas que eso
cambiará nada de nada. He tomado la decisión de marcharme. No quiero obligarte a
que me sigas. Tal vez lo dejes todo para nada. Desde hace años, apenas albergo un
sentimiento de cariño por ti, pero no es amor. Te lo aseguro —dijo la mujer a punto
de comenzar a llorar. Era consciente de la dureza de sus palabras, pero durante
demasiado tiempo no había sido lo suficientemente sincera. Ya no quería engañarlo
por más tiempo, engañarle a él era mentirse a ella misma.

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—Mantendré una relativa distancia, pero quiero que Alice disfrute de este último
verano todos juntos. No he sido un buen padre, tampoco un buen marido y
posiblemente un pésimo policía, pero quiero hacer al menos esto bien —dijo el
hombre mirándola fijamente con sus grandes ojos negros.
Margaret admiró una vez más su belleza, parecía una obra de arte con sus
hombros anchos y musculosos, sus brazos fuertes y sus formas perfectas. Le había
deseado con toda su alma, le había amado hasta el dolor. Por él había experimentado
ese peso que a veces embarga el corazón y te corta la respiración, pero ya no sentía
nada por él. Ni siquiera el deseo egoísta de disfrutar de su cuerpo, ahora que ya no
podía percibir su alma. Ese era el problema, pensó Margaret, él no lo sabía, pero
Edward Rod no tenía alma.
—Prepararé el equipaje, podemos salir esta tarde si quieres —dijo la mujer.
—Sería perfecto. Un avión nos llevará a la isla a las seis, podremos cenar antes de
las siete. He programado varias excursiones. Sobre todo submarinismo, que sé que os
gusta. También tendremos un yate a nuestra disposición —dijo Edward con los ojos
brillantes. Aquello le parecía un último regalo, una última oportunidad, aunque le
hubiese dicho a su esposa que no intentaría reconquistarla.
Se separaron en silencio, sin hacer ningún gesto, como dos extraños. En cierto
sentido lo eran. Dos desconocidos que llevaban toda la vida juntos.

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3 MUNA

Aquella tarde Muna se sentía totalmente agotada. Parecía una paradoja que viviendo
en un lugar tan paradisiaco casi trabajara de sol a sol. Desde su ida de Irak, un año
antes, todo su tiempo consistía en ser instructora de submarinismo y animadora en
uno de los centro de lujo al este de la isla. Muna era de Faw, la única ciudad con
salida al mar de su país. Aunque llamar a Irak país era mucho decir. Desde la segunda
Guerra del Golfo y tras la caída del régimen de Sadam Husein, las cosas en Irak no
habían hecho sino empeorar, sobre todo para las minorías religiosas. Muna era hija de
cristianos caldeos, su padre Paulus Sako, era un comerciante de joyas muy apreciado
por la clase alta iraquí, su madre era la bella Miss Irak 1970, Patrice King. Su familia
había prosperado bajo el régimen de Sadam, cuyo partido laico había intentado que el
Islam perdiera peso en la vida pública del país. Sus padres eran amigos íntimos de
Tarik Aziz, el ministro de Asuntos Exteriores, y llevaban décadas viviendo en
Bagdad, pero Muna prefería pasar el mayor tiempo posible en Faw. La ciudad era la
suma de tradición y modernidad. En ella se mezclaba el gran puerto comercial que
permitía al país exportar inmensas cantidades de petróleo, con una reserva natural que
cubría buena parte de la pequeña península y uno de los palacios más fastuosos del
dictador.
La guerra de 1989 se había destruido buena parte del puerto y la antigua ciudad,
pero el dictador la había reconstruido piedra a piedra. Allí Muna se pasaba las horas
buceando, era lo único que realmente sabía hacer. Al fin y al cabo, su destino era
casarse con algún joven rico de su comunidad y convertirse en madre.
Los padres de Muna habían muerto un año antes, en un atentado en una de las
pocas iglesias cristianas que quedaban aún abiertas en Bagdad. El gobierno había
congelado las cuentas bancarias de la familia y ella únicamente pudo acceder a una
cuenta en un paraíso en aquella hermosa isla del Caribe. Gracias a ello, las
autoridades del archipiélago habían admitido su residencia, pero el dinero se acabó
rápidamente. Ella nunca había administrado la economía familiar y ahora tenía que
trabajar muy duro para salir adelante.
Cuando la joven miró las noticias en su iPad, se quedó sorprendida de nuevo del
caos en el que se había convertido su país. Ahora nadie parecía estar a salvo,
musulmanes incluidos, pero ya era tarde para escapar. Los únicos familiares que le
quedaban con vida eran unos tíos y dos primos en la parte kurda, una de las más
afectadas por la guerra contra el Estado Islámico.
Muna miró el reloj del iPad y comprobó que su tiempo de descanso había
terminado hacía un buen rato. Apuró el té helado y camino vestida con un pequeño
bañador hasta la piscina principal. Allí la esperaban media docena de millonarios
gordos y salidos, que parecían disfrutar con cada leve movimiento de su cuerpo. Las
normas le obligaban a ir vestida de aquel modo, pensó asqueada, antes de que le

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pasara de nuevo por la cabeza buscar otro empleo. Aunque no era una tarea sencilla,
en aquella pequeña isla no había muchos trabajos donde elegir.
Después dio un gran suspiro y se pidió a sí misma paciencia. Un año más y
tendría el dinero suficiente para viajar a Estados Unidos y pedir un visado de
refugiada, por la persecución religiosa en Irak.
—Vamos a empezar. Cuando estemos en el mar no podemos cometer errores. No
se olviden que en estas costas hay tiburones y otras especies peligrosas —dijo Muna
con una sonrisa impostada.
Robert Child, el rey de los perritos calientes en Estados Unidos, la radiografió con
la mirada durante unos minutos y después le dijo con su fuerte acento de Kentucky:
—Contigo iría al mismo infierno, preciosidad. ¿De veras que no quieres venirte
conmigo a Estados Unidos? Te convertiría en la reina de los perritos calientes.
La joven miró la cara babeante del millonario. En los pocos días que llevaba en la
isla había tomado un color granate que le hacía parecer un verdadero cerdo, las sienes
blancas y el pelo completamente rubio era lo único que destacaba en su gran cara
redonda.
—No gracias, Mr. Robert, prefiero seguir dando cursos de buceo. Esta es mi vida
—contestó Muna intentado aguantar las náuseas.
El millonario miró el cuerpo moreno y en forma de la joven. El pelo teñido de
rubio, con las raíces algo oscuras y sus grandes y hermosos ojos azules. Era una
preciosidad exótica, él nunca había conocido a una mujer árabe. Le faltaba acostarse
con una para añadir a su extensa colección de ex-esposas y amantes.
Robert era el típico hombre hecho a sí mismo; millonario a los treinta años,
nacido en un pequeño pueblo de Kentucky, comenzó a amasar su fortuna poniendo un
pequeño puesto de perritos calientes en el centro de la ciudad de Frankfort. Desde
allí, Robert había extendido su imperio por todo el Estado y después por todo el país.
A los cuarenta había dejado a su esposa y novia desde el instituto, Amanda, para
casarse con una de las chicas Play Boy de aquel año. Desde entonces, el viejo Robert
no había parado de gastar su fortuna, amargar la vida a sus seis hijos y acostarse con
todas las mujeres jóvenes que se le pusieran a tiro.
—Pónganse todos las máscaras —pidió Muna para terminar con la conversación.
La medida docena de hombres se colocó las máscaras. Todos estaban
perfectamente equipados a pesar de estar en una piscina que apenas cubría.
—Ahora nos sumergiremos todos a la vez —comentó Muna. Después se colocó
su máscara y se sumergió.
La joven hizo varias señas a sus alumnos, entenderse bajo el agua era casi tan
importante como saber bucear. Los peligros en el mar eran mucho mayores de lo que
la gente podía imaginar.
Entonces observó algo extraño. El cerdo de Mr. Robert no dejaba de hacer
movimientos ridículos, seguramente para llamar su atención. El millonario se agitaba
de un lado al otro y más tarde intentó salir a la superficie.

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Ese maldito hijo de puta, pensó Muna mientras con un gesto le indicaba que
permaneciera debajo del agua. El hombre intentó ponerse en pie, pero no podía.
Sacudía las manos espasmódicamente y sus ojos parecían salírseles de las órbitas.
Muna se dio cuenta que algo marchaba mal. Nadó rápidamente hacia su alumno y
lo sacó del agua. Afortunadamente sus más de cien kilos de peso parecían mucho más
ligeros en la piscina. Los otros alumnos emergieron y comenzaron a rodear a Mr.
Robert.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Muna mientras quitaba la máscara a su
alumno.
El hombre le miró con unos ojos desorbitados, parecía como si se estuviera
ahogando a pesar de llevar el respirador de buzo. La profesora le quito la máscara, el
hombre aspiró profundamente, pero no llegó a soltar la última bocanada de aire. Mr.
Robert acababa de morir en los brazos de Muna.

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4 VACACIONES

El hidroavión Icon A5 Amphibious Light Sport brillaba sobre las aguas cristalinas
mientras Edward Rod y su familia se acercaban por el embarcadero de madera.
Margaret bajó por unos momentos sus gafas de sol con el dedo para contemplar el
moderno aparato. Se asemejaba más a una nave espacial que a un avión
convencional. A diferencia de los hidroaviones normales, el Icon parecía flotar sobre
el agua como un pato de goma en una bañera. Las puntas de sus alas eran rojas y la
cabina de cristal hacía reflejos ante el sol del atardecer.
—¿Vamos a volar en ese aparato? —preguntó Alice incrédula.
—Sí, hija. El departamento quiere que pasemos unas vacaciones de lujo por todo
mi tiempo de servicio —contestó Edward sonriente. Olvidando por un momento la
causa de su viaje y que estaba a punto de perder a sus familia.
—Por una vez vamos a pasar unas vacaciones en condiciones —dijo Margaret,
sonriendo por primera vez en aquel día.
Les recibió un piloto debidamente uniformado de blanco, pero con pantalones
cortos. Los pasajeros se acomodaron en los amplios sillones de cuero gris.
—Espero que disfruten del viaje. Este aparato es único. Normalmente estos
aparatos son biplaza, pero el Icon Island está adaptado para trasportar cuatro personas
cómodamente —dijo el piloto. Después apretó un botón y apareció por la parte
delantera de los asientos una bandeja con varios tipos de refrescos y licores. Un
monitor bajó del techo, para que los pasajeros pudieran entretenerse navegando en
internet, jugando o viendo la televisión.
—¡Es alucinante! —gritó Alice eufórica—. Cuando se lo cuente a mis amigas no
se lo van a creer.
Edward se tumbó en el asiento y respiró hondo. Le habían informado de que su
familia y él vivirían como si de multimillonarios se tratara, para pasar desapercibidos
en la isla, pero no imaginaba todo aquel lujo. Al menos sería un feliz final de fiesta,
pensó mientras se servía un whisky con hielo. Aunque estaba de servicio debía
parecer que pasaban unas vacaciones en familia. Podía permitirse todos aquellos
pequeños lujos.
—Hay una cosa que se me ha olvidado comentaros. No tenéis que decir a nadie a
qué me dedico. Los jefes me han pedido que pase desapercibido. Tengo que
supervisar la seguridad de la isla, pero sin levantar sospechas —comentó Edward en
voz baja.
Margaret frunció el ceño. Ella sabía que su marido le ocultaba algo. Les había
llevado a la isla para poder seguir con su trabajo. Aquello le confirmaba que su vida
juntos no tenía sentido. La única cosa que realmente amaba Edward era su trabajo,
ellas eran simples estorbos en su camino.
—Sabía que se trataba de trabajo —refunfuñó Margaret, después se sirvió un

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vodka e intentó relajarse. Aunque sentía que acaban de estropearse sus últimas
vacaciones juntos.
—No es trabajo. Simplemente me tengo que pasear por la isla con vosotras y
disfrutar de unas vacaciones. Últimamente ha habido algunos accidentes y robos,
tengo que comprobar su hay fallos de seguridad. Eso es todo —dijo Edward
comenzando a alterarse.
—No quiero discutir. Estas falsas vacaciones tienen que ser perfectas por ella —
dijo Margaret señalando a su hija, que con los cascos puestos se entretenía con un
videojuego.
—Tienes razón. Te prometo que no notaréis nada. Serán unas vacaciones
normales y corrientes —comentó Edward.
Unos minutos más tarde, los tres pasajeros se encontraban inmersos en su mundo
interior, como si se tratase de unos desconocidos. Aquella sensación era demasiado
familiar para Edward, que llevaba años experimentando la soledad más absoluta en su
propia casa.
Alice era una bellísima joven de piel morena. Tenía dos enormes ojos verdes,
herencia de la madre de Edward, una bella mulata inglesa casada con su padre, guía
turístico en Kenia, aunque el apenas recordaba nada de aquella tierra salvaje y
hermosa. Él se había criado en las calles de Londres. Mejor dicho, en un barrio de
clase media al norte de la ciudad. Sus padres habían montado una academia de
idiomas para ejecutivos. Su situación económica siempre fue buena y querían dejarle
a él en herencia la academia, pero Edward no servía para encerrarse todo el día en
una oficina y amasar dinero. De alguna manera, desde niño había sentido la necesidad
de convertirse en uno de los «buenos». Perseguir a ladrones y asesinos para meterlos
entre rejas. Cuando conoció a Margaret todavía era un idealista, pero casi veinte años
sirviendo en la policía científica de la ciudad de Londres terminaba con los principios
y sueños de cualquiera.
Margaret miró de reojo a su esposo. Sentía enfadarse con él, pero su nivel de
tolerancia se encontraba a cero. Durante años le había pasado por alto sus reuniones
hasta altas horas de la madrugada, los casos que le quitaban el sueño, las drogas que
tomaba para no hundirse tras terminar cada caso. Incluso las prostitutas con las que
ella creía que su esposo se había acostado, pero eso era antes, cuando aún le amaba.
Después observó por unos instantes a su hija y sintió un escalofrío. Temía que Alice
no hubiera apreciado todos sus consejos. Siempre había sido una buena hija, pero en
un par de meses ingresaría en la universidad, en una ciudad grande y repleta de
peligros. Estaba perdiendo el control sobre ella y, aunque sabía que era necesario, no
podía negar que estaba asustada.
Nunca pensó que ser madre fuera un cúmulo constante de temores. Primero los
del embarazo y el parto, después el miedo a equivocarse durante el primer año de
crianza, con todos los nervios de una primeriza y sin una madre que le echase una
mano. Su madre había muerto cuando ella cumplió los diecisiete años. Justo a la

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misma edad que tenía ahora su hija. Lo que le producía muchas inseguridades. Hasta
la adolescencia Margaret había seguido casi a rajatabla el modelo de su madre, pero
ahora tenía la sensación de entrar en una etapa desconocida para ella. Por otro lado,
aunque siempre se había sentido sola en la crianza de su hija, dentro de unos meses
Alice perdería lo poco que le quedaba de la figura paterna que representaba Edward.
Lo que la mujer no era capaz de verbalizar, ni siquiera en sus pensamientos, era
que en Inglaterra estaría completamente sola. Nada le garantizaba que su antiguo
amante le estuviera esperando. Algunas conversaciones privadas en Facebook y un
par de encuentros rápidos en Skype no eran una base para reconstruir una relación.
Alice miró por la ventanilla del hidroavión y disfrutó del mar turquesa. Toda
aquella luz desaparecería en cuanto aterrizaran en el Reino Unido. Aún recordaba los
interminables días grises de Londres, la niebla y la humedad que te calaba hasta los
huesos, pero todo eso carecía de importancia. Entraría en la universidad y, después de
todo un año de sacrificio, podría comenzar su carrera de medicina. Esperaba resistir
las disecciones y aprobarlo todo, pero también conocer a nuevas amigas. En la isla,
las amistades y la diversión eran limitadas, sobre todo si tu padre era el jefe de la
policía. En Londres sería verdaderamente libre. Bueno, no del todo, su madre
intentaría seguir controlándola. En eso, Margaret era muy poco inglesa. Aunque su
familia llevaba casi tres generaciones en Gran Bretaña, el sentido de familia
continuaba muy arraigado en su madre.
El hidroavión comenzó a descender y pudieron contemplar perfectamente la isla.
Era mucho más pequeña que la principal y tenía una forma alargada, como la masa de
una pizza antes de redondear.
Los tres pasajeros observaron como el aparato se acercaba al agua hasta parecer
que se estrellaba contra el mar. Después, simplemente comenzó a navegar hasta el
embarcadero, donde otros tres aparatos flotaban sobre las aguas tranquilas de la
bahía.
Descendieron en el embarcadero privado de Tierra Blanca, una de las partes más
hermosas de la isla y que había conservado su nombre original en español. Apenas
habían pisado el embarcadero de madera recién barnizada, cuando tres botones se
hicieron cargo de su equipaje. Los tres pasajeros se quedaron mirando la playa
privada que había a su derecha. Inmensas tumbonas de madera, con pulcras
sombrillas blancas salpicaban la arena blanquísima de la playa. Un gran bar con techo
de palma surtía a los insaciables turistas de cualquier capricho que pudieran imaginar
y una legión de camareros vestidos con chaquetillas de mangas cortas rojas y
pantalones cortos blancos, pasaba constantemente entre las tumbonas para atender a
los clientes.
Mientras la familia Rod se dirigía hacia la recepción del hotel, un hombre
sudoroso caminó hasta ellos y se detuvo enfrente de Edward. Este le hinco la mirada,
pero el hombre no se dio por aludido. Simplemente se paró delante y dijo:
—Otro accidente. Un millonario norteamericano ha muerto en la piscina del

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hotel.
—No tendría que hablar conmigo en público, oficial Mike —dijo Edward
enfadado.
—Lo siento, pero creía que debía saberlo. El cuerpo aún está en la piscina.
—Ordene a todo el mundo que abandone el lugar. Dentro de cinco minutos nos
vemos allí —dijo Edward intentando aparentar normalidad delante de su familia.
Margaret se acercó a su marido. Su rostro reflejaba una mezcla de preocupación y
enfado. Él conocía perfectamente esa expresión, por eso intentó ser preciso y zanjar
el tema cuanto antes.
—¿Quién ha muerto? —preguntó su esposa con un gesto hosco.
—Un hombre mayor en la piscina. Esas cosas ocurren todos los días.
Simplemente iré a ver qué sucede —dijo Edward, intentando quitar importancia al
asunto.
—¿No nos habrás traído a un sitio inseguro? —preguntó la mujer. Era consciente
de que su esposo era capaz de ponerlas en peligro con tal de resolver un caso.
—Es un accidente. Ya te lo he dicho. Será mejor que vayáis a la pequeña villa, yo
no tardaré mucho —comentó Edward separándose del grupo.
Prefirió no darse la vuelta. Sabía perfectamente como su esposa le miraría con
enfado. A ella no le gustaba lo que él era ni lo que hacía. Ya no había nada que los
uniera, pero lo que era aún peor, Edward se estaba dando cuenta de que había sido un
error traerlas con él en aquella misión.
El jefe de policía pasó por los exuberantes jardines tropicales, escuchó los cantos
de los pájaros que habían anidado en aquel paraíso terrenal y se acercó hasta la
piscina. Afortunadamente las únicas personas que permanecían allí eran los dos
policías y una joven morena vestida con un mini bikini. Después miró hacia la piscina
y observó el cuerpo rosado de un varón. La víctima flotaba inerte sobre las aguas
impolutas de la piscina, su piel lisa y sin vello parecía la de un gran mamífero
marino, al menos eso es lo que pensó Edward mientras se acercaba hasta el cadáver,
para examinarlo.

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5 DIFERENCIAS

La villa era más bella e impresionante de lo que Margaret hubiera imaginado. Los
botones dejaron la ropa colocada en los armarios mientras ella y su hija se
aproximaron hasta el gran jardín privado, la piscina y la salida directa al mar.
Después recorrieron las tres habitaciones, una de ellas era una gran suite con jacuzzi,
una gigantesca cama con dosel, una mesa redonda con dos sillas y un sofá de piel
blanco. En el salón principal había una gran mesa redonda, dos sillones amplios y una
gigantesca televisión de plasma. El salón daba a una pequeña cocina en la que un
chef podía prepararte todo lo que desearas a cualquier hora del día y de la noche.
—Mamá. ¡Estoy alucinada! ¡Esto es un palacio! —gritó Alice abrazándose a su
madre.
—Espero que no nos cueste un disgusto —dijo la mujer cruzándose de brazos.
—No seas tan negativa. Si a mi padre le toca trabajar, al menos podremos
disfrutarlo nosotras. Llevo meses estudiando y estas son mis primeras vacaciones de
verdad en mucho tiempo.
Margaret abrazó a su hija. Por unos segundos permitió que las arrugas de sus
mejillas se estirasen y relajó el ceño. Tenía que disfrutar más de la vida y olvidar los
malos momentos. Estaba superando la década de los cuarenta y, a los cincuenta,
estaría demasiado próxima a la vejez como para no arrepentirse de haber vivido más.

__________________

—Esta es la señorita Muna, monitora de buceo del complejo —dijo el agente Mike a
su superior.
—¿Quién es usted? —preguntó Muna asustada. No entendía que tenía que ver
aquel hombre negro con el accidente de su alumno.
—Soy el doctor Rod —se presentó Edward. Era cierto que tenía un doctorado en
criminología, pero casi nunca se presentaba como tal.
—¿Un médico? —preguntó la joven.
Edward prefirió jugar con el equívoco y empezar a interrogar a la joven. La
monitora le contó en breves palabras lo que había sucedido.
—No es el primer accidente que ocurre en el complejo, ¿verdad? —preguntó
Edward.
—Es cierto. Una mujer murió en su piscina hace un unos días y un hombre
buceando —comentó Muna escuetamente.
—¿Qué piensa que ha sucedido? —preguntó Edward a la joven.
—No soy doctora.
—Eso ya lo sé, pero tendrá alguna hipótesis.

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—Lo único que se me ocurre es que el nitrógeno haya entrado en la sangre de Mr.
Robert convertido en burbujas, aunque eso suele suceder a grandes profundidades —
dijo Muna.
—¿En forma de burbujas? —preguntó Mike.
—Sí, de burbujas. Cuando estas se alojan bajo la piel o en las articulaciones son
menos peligrosas, el peligro está cuando van al cerebro, donde pueden producir
parálisis o muerte —comentó Muna. La joven le había dado muchas vueltas, pero
aquella le parecía la única razón plausible.
El oficial Fredy se adelantó unos pasos y después se introdujo en la piscina. El
cuerpo de la víctima parecía amoratarse por momentos. Aquello parecía indicar que
el cuerpo no tenía mucho oxígeno a la hora de la muerte.
—¿Alguien pudo manipular las bombonas de oxígeno? —preguntó Edward, al
que no convencía mucho la teoría de la joven.
—Las botellas están siempre bajo llave y yo soy la única persona que las
manipula. Las saqué esta tarde y las entregué a cada alumno. No tenía un orden
determinado, por lo que le pudo haber tocado a cualquiera —comentó Muna.
—Curioso detalle. ¿Cómo fue el accidente del turista ruso? —preguntó Edward,
intentando encontrar alguna conexión entre los dos casos.
La joven estuvo un minuto en silencio, con los ojos mirando a algún punto por
encima de sus cabezas. Después con un gesto dubitativo dijo:
—Al parecer sufrió un barotrauma pulmonar, creo que el médico del hotel dijo
que se había producido por la obesidad del sujeto.
—Me gustaría conocer a ese doctor —comentó Edward.
—No entiendo por qué tiene tanto interés en estos otros accidentes. ¿No es un
simple doctor? —preguntó la joven.
—Soy el especialista del seguro médico que tiene contratado el hotel. Antes de
dar la indemnización a las familias tenemos que comprobar que no ha habido
negligencia por parte de los gerentes del establecimiento —mintió Edward.
La chica pareció darse por satisfecha con la explicación. Tampoco tenía ninguna
razón para pensar que la estaban engañando.
—¿Conocía a la joven que sufrió el accidente en la piscina? —preguntó Mike.
—La había visto en un par de ocasiones, pero nunca hablé con ella.
—Gracias, puede irse —dijo Edward, terminando el interrogatorio.
Cuando los tres agentes se quedaron solos, Mike y Edward entraron en el agua.
Apenas sintieron ningún contraste, la temperatura de la piscina era ideal. Edward
examinó por unos instantes el cadáver. Tenían que esperar a las pruebas de la autopsia
para asegurarse de la causa real de la muerte.
—Cuatro casos en dos semanas. Creo que las cosas están comenzando a
desbordarse —dijo Edward.
—Algunas personas están anulando las reservas en los hoteles, parece que alguien
está informando de los accidentes —dijo Mike.

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—Pero ¿cómo puede ser? No ha saltado ninguna noticia a la prensa —dijo
Edward.
—La gente rica tiene contactos que ni usted ni yo sospechamos —dijo Mike.
—Tiene que tratarse de algún empleado del hotel. Quiero que adviertan a todo el
personal, que cualquiera que facilite información a la prensa o a clientes, puede
meterse en un grave problema. Necesito que coloquen dos agentes de refuerzo en los
dos hoteles en los que han sucedido los hechos. Tienen que trabajar de incógnito e
informarnos de cualquier cosa sospechosa —dijo Edward malhumorado. Aquel caso
le estaba ocasionando demasiados dolores de cabeza.
—No hemos encontrado el amuleto —dijo el agente Fredy.
Edward se aproximó al cadáver y registró su ropa, después miró en el interior de
la máscara y sacó un pequeño colgante. Los dos agentes le miraron sorprendidos. Sin
mediar palabra salió de la piscina y con su traje de lino blanco completamente
empapado se dirigió a la recepción del hotel.

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6 PERSONAL

El hombre miró de soslayo a su esposa. A pesar de haber sobrepasado los cuarenta


años era todavía una mujer muy atractiva. Su bañador rojo apenas ocultaba sus
pechos todavía firmes y sus caderas moldeadas, como si el paso de los años no
lograra destruir tanta belleza. Normalmente llevaba el pelo recogido en un moño y
vestía ropa formal que ocultaba en parte su exuberancia, pero en aquella villa parecía
toda sensualidad y pasión. Durante años habían disfrutado de sus cuerpos jóvenes.
Incluso después del nacimiento de Alice. No importaba que estuvieran enfadados a
veces, sus cuerpos se entendían a la perfección, como si hubieran sido creados el uno
para el otro. Ahora entendía las explicaciones del reverendo James sobre el
matrimonio. Se habían conocido por casualidad. Tras una de sus fuertes discusiones
con Margaret, después de que Edward hubiera estado bebiendo. El alcohol no parecía
amortiguar el dolor y la rabia que sentía, por eso decidió dar un paseo por la ciudad.
Era domingo por la tarde y casi todas las tiendas estaban cerradas. Pasó cerca de una
iglesia de estilo colonial, con su fachada de madera completamente blanca y su
hermoso campanario. Se detuvo a escuchar las canciones que parecían flotar en el
ambiente y atravesar el cuidado césped del jardín.
Sus padres no eran muy religiosos, aunque en su juventud su madre había sido
voluntaria de una misión durante un par de años. A él no le habían inscrito en ninguna
iglesia ni enseñado nada sobre el cristianismo. Para él, aquel tema era completamente
desconocido. Lo único que sabía era lo poco que había estudiado en clase y leído por
su cuenta. Pero algo le atrajo aquella tarde tranquila y desesperante de domingo.
Abrió la pequeña puerta de madera blanca y atravesó el sendero de gravilla hasta las
escaleras. Escuchó como sus pasos retumbaban en los escalones y miró dentro de la
capilla. Un centenar de personas cantaban fervientemente con unos libritos en las
manos. La mayoría eran personas mayores, pero también había algún matrimonio y
cuatro o cinco jóvenes que ayudaban a tocar los instrumentos.
Edward pisó con cuidado la alfombra roja que atravesaba todo el pasillo del
templo y se sentó en el último banco. Después escuchó como sonaban los últimos
acordes de la canción y todos se sentaban. Pensó en salirse en ese momento, lo último
que quería oír era un sermón, pero permaneció sentado. Su vida no había sido
precisamente modélica y, a pesar de ser consciente de ello, no veía ninguna necesidad
de cambiar. Entonces un hombre blanco, que debía rondar los sesenta años, subió al
púlpito. Llevaba un llamativo hábito color hueso y una especie de bufanda verde. El
reverendo sonrió a la congregación y dijo:
—«Venid a mí los que estáis cansados y trabajados y yo os haré descansar…».
Aquellas palabras le sujetaron al banco como si alguien le hubiera clavado en la
madera desgastada del asiento. Si algo se sentía Edward era cansado. Llevaba años
arrastrando su vida, como si de un saco viejo repleto de piedras se tratara. Ya no tenía

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fuerzas para continuar. La charla se alargó poco más de media hora.
Cuando el sermón terminó, él sintió una especie de alivio. No era una sensación
mental, más bien era algo físico, por lo menos podía percibir aquella sensación por
los sentidos. Una especie de alivio. Se dijo a sí mismo que se trataba de algún tipo de
sugestión, pero la realidad era que no, simplemente había descargado su mente y su
corazón en aquella sencilla capilla de la ciudad.
El hombre esperó a que se vaciara la iglesia con la esperanza de que el reverendo
no se parara a hablar con él, pero estaba equivocado. Cuando el último feligrés dejó
el templo, el reverendo se acercó hasta él y le extendió la mano.
—Bienvenido. Creo que nunca le he visto por aquí. Me llamo James —dijo el
reverendo.
Edward le miró directamente a los ojos. Estaba acostumbrado a tratar con
embaucadores y estafadores, sabía que podía reconocerlos a la legua. El reverendo
parecía un tipo corriente. Tenía el pelo casi completamente blanco, cortado al cepillo,
aunque bastante más largo en la parte del flequillo. Su piel era muy blanca, algo casi
milagroso en un cBeirut como el caribeño. Tenía bigote y perilla, algo de sobrepeso y
un ligero acento norteamericano.
—Gracias, padre. Pasaba por aquí y quise protegerme del calor de la tarde.
—Pues es usted un héroe. Llevamos semanas con el aire acondicionado
estropeado y la mayoría de los hermanos se quejan del calor. Por eso teníamos las
puertas abiertas —comentó James con una sonrisa.
—Bueno, será mejor que me marche. Imagino que tendrá que cerrar la iglesia.
—No hay prisa —comentó el hombre. Después se quedó pensativo y añadió—.
¿Le gustaría tomar un té frío?
El hombre sabía que se trataba de una trampa. Un reverendo nunca da un té de
forma desinteresada o al menos eso pensaba él. Pero le pudo la sed, la curiosidad y
sobre todo la necesidad de hablar con alguien.
Pasaron el resto de la tarde charlando en el jardín trasero de la iglesia. Aquel
lugar era tranquilo y verdaderamente hermoso. Flores tropicales y rosales en los
laterales y en el centro una pérgola de madera blanca, cubierta con hojas de palma.
James, en contra de lo que él pensaba, no le hizo ninguna pregunta personal. Pasó la
mayor parte del tiempo hablando de la vida en la isla y de su familia.
—¿Dónde está su familia? —preguntó Edward intrigado.
—Bueno, esa es una triste historia. No quiero amargarle la tarde con mis penas —
contestó James sin poder evitar que su rostro se transformara por unos instantes,
dejando traslucir el dolor que aún sentía al recordar.
—Perdóneme que le haya molestado —dijo el hombre contrariado.
—No me ha molestado, pero se trata de una historia triste. Llevaba cuarenta años
casado con Mary, mi querida esposa. Tuvimos cuatro hijos. Se llamaban Philip, John,
Rose y Felicity. Fue increíble verles crecer y convertirse en pequeñas personas con
todo un futuro por delante. La última vez que les vi fue subiendo a un vuelo que les

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llevaba a San Francisco, pero nunca llegaron a su destino. El avión fue secuestrado y
cayó cerca de Shanksville, en Pensilvania —explicó James con un nudo en la
garganta.
Edward le miró sorprendido. Aquel avión había sido el cuarto aparato secuestrado
por los terroristas islámicos en 11 de Septiembre del 2001.
—Lo siento —dijo Edward, sintiéndose de repente el más estúpido de los
hombres al comparar sus problemas con los de gente como James. A veces uno
únicamente necesita ver las cosas en perspectiva para darse cuenta lo falaces que son
algunas preocupaciones y angustias personales, pensó el hombre.
—Durante cinco años lo dejé todo. Bebía sin parar, no podía dejar de llorar. Mi
mundo se había hundido y preguntaba a Dios por qué lo había permitido. Mis amigos
y familiares intentaron consolarme, me animaron a que rehiciera mi vida, pero lo
único que realmente deseaba era morir. Desaparecer para siempre. No me suicidé por
pura cobardía. A veces no entendemos muchas cosas que suceden en nuestra vida,
pero un día lo comprendí todo —comento James, mientras dos lágrimas atravesaban
sus mejillas pálidas.
Edward se lamentó de haber despertado todo aquel dolor en el reverendo. Era lo
último que pretendía. Hizo un amago de interrumpir la conversación y levantarse,
pero no pudo.
—Lo siento…
—No se preocupe. No lloro por lástima o pena, lo hago por amor. Sigo amándoles
con todo el corazón. Esta no es una historia que suela contar a nadie, pero algo me
decía que usted necesitaba oírla. ¿Sabe por qué cambió mi vida? —preguntó James
después de secarse las lágrimas y recuperar en parte su sonrisa.
El hombre no sabía que decir. Por un lado necesitaba saber que había cambiado la
vida del reverendo. Aún abrigaba la esperanza de que las cosas pudieran cambiar
también en la suya.
—¿Qué descubrió? —preguntó Edward con apenas un hilo de voz, como si
hubiera intentado reprimir sus palabras.
—Descubrí que formamos parte de algo más grande, de una lucha eterna entre el
bien y el mal. Mi esposa e hijos murieron por esa lucha terrible entre lo bueno y lo
malo. No me refiero, como comprenderá a que el terrorismo islámico es el mal y
occidente es el bien, me refiero al mal que actúa dentro del ser humano. Un mal
personificado y que se mueve a sus anchas en la actualidad.
Edward sabía exactamente de lo que estaba hablando. Él lo había percibido en
algunas ocasiones. Una clase de mal inexplicable que llevaba a la gente a cometer los
crímenes más horrendos. Muchas veces le había tocado investigar los crímenes más
terribles. Abusos de padres contras sus hijos pequeños, abandonos, asesinatos y todo
tipo de hechos deleznables, que no parecían tener una lógica humana.
—¿Me está diciendo que el mal no es fruto de enfermedades mentales o
conflictos sociales? ¿Piensa que el mal es un ente en sí mismo? —preguntó Edward,

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intentando aclarar sus pensamientos.
—Sí, estimado amigo. Me temo que el mal es una entidad que opera en el mundo.
Mi misión y, por alguna razón intuyo que también la suya, es luchar contra él. Por eso
sufrimos una presión mayor que otros, que nos lleva a abandonarlo todo y
autodestruirnos. El mal sabe lo que podemos hacer en su contra y nos rodea de
sufrimiento para que tiremos la toalla. No lo haga, por favor —comentó el sacerdote
apretando fuertemente la mano del policía.
El hombre sintió una especie de descarga eléctrica al entrar en contacto con el
reverendo. No podía explicar con palabras lo que experimentó, pero algo había
sucedido aquella tarde. Comenzó a ver las cosas desde otra perspectiva. Intentó
rehacer su relación con Margaret y descubrir qué era aquella misión que debía
realizar en la vida. Las cosas en casa mejoraron un poco, pero notaba una fuerte
opresión en el pecho y a veces se despertaba en mitad de la noche aplastado por la
angustia y el temor. Sabía que se enfrentaba a algo más poderoso que él. Algo que
realmente podía destruir a toda su familia.
Por unos instantes se le pasó por la cabeza que de alguna manera podía haber
cometido un error al traer a su familia a la isla. El mal que tenía que enfrentar en ese
caso parecía mucho más fuerte y poderoso que cualquier otro que hubiera enfrentado
nunca. No sabía por qué percibía aquello. Por ahora, lo único que había sucedido era
la muerte de cuatro personas, pero todas ellas habían fallecido de manera accidental o
suicidándose. Nada parecía indicar que en la isla estuviera a punto de desatarse una
verdadera oleada de maldad.
Se giró de nuevo hacia su esposa. Esta dejó un libro sobre la tumbona y después
se lanzó a la pequeña piscina. Él tuvo la tentación de meterse en el agua con ella.
Conversar juntos mientras sentían que el tiempo pasaba sin apenas percibirlo,
después besarse y hacer el amor a la luz de aquella inmensa luna que parecía iluminar
el paraíso, pero se limitó a darse la vuelta y sacudirse el temor que sentía, con la
esperanza de estar equivocado y no haber puesto en peligro a su familia.

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7 SAMIA

Nunca pensó que terminaría como prostituta de lujo en una isla paradisiaca. Tampoco
imaginó que conseguir sus sueños estuviera tan próximo a vivir sus pesadillas. La
joven se apartó del cuerpo grasiento de su último cliente y salió al jardín
completamente desnuda para fumarse un cigarro. La increíble luna de aquella noche
iluminaba las calmadas aguas del Caribe, parecía como si su reflejo convirtiera en
etéreo todo aquello que le parecía tan real.
Samia sintió como si el corazón quisiera salírsele del pecho. Se había enterado de
la muerte del norteamericano, también del ruso. Sabía que la policía no tardaría en
dar con ella. Para la policía no era más que una prostituta y sería muy fácil acusarle
de todos aquellos crímenes. Por un instante pensó en tomar un avión a Beirut o
simplemente internarse en las mansas aguas del mar y nadar hasta que le fallaran las
fuerzas, pero todavía era demasiado joven para sentirse desesperada. Aún creía que al
final siempre el ser humano era capaz de encontrar una solución. Aquel optimismo
suicida le había llevada a cometer muchos errores. El primero, casarse con el estúpido
compañero del colegio que la había dejado preñada a los dieciocho años, después
soportar sus palizas e insultos durante casi una década y por último abandonar a su
hija a manos de ese sádico. Samia tenía la esperanza de que al final su marido, que lo
único que buscaba era estar todo el día drogado y acostarse con la primera que se le
pusiera a tiro, hubiera dejado a su hija con su madre o su suegra. Durante aquel año y
medio no se había atrevido a ponerse en contacto con ellas, tenía demasiado miedo de
que la localizaran.
Escuchó los ronquidos de aquel tipo a su espalda. Al parecer era un jeque o algo
así. No les había hecho falta hablar, aquellos tipos no la querían para charlar. Siempre
le pedían lo mismo, pero al menos pagaban muy bien. Con el dinero que llevaba
ahorrado en tres o cuatro años regresaría a por su hija y montaría un negocio. Aquella
etapa de su vida se convertiría en un recuerdo vago, una especie de pesadilla de la
que ya habría despertado.
El móvil comenzó a vibrar sobre la mesa y la joven corrió para cogerlo. Al otro
lado escuchó la voz de Sam, el recepcionista del hotel. Él era su facilitador. Aquellos
tipos eran imprescindibles para trabajar en la isla. Los recepcionistas abrían la puerta
a los clientes importantes, aunque para ello se llevaban una buena comisión en
billetes y en especias.
—¿Qué pasa? —preguntó la joven en voz baja.
—Tienes que largarte. Mañana la policía comenzará a hacer preguntas a los
clientes y puede que alguno cuente algo comprometido —comentó Sam.
—Tengo un último cliente. Es un millonario ucraniano, después de él estaré un
par de días de descanso hasta que las cosas se calmen —dijo la joven.
—Ok, pero que no te amanezca en el hotel. Hay dos agentes merodeando por aquí

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—dijo el recepcionista.
Samia colgó el teléfono y fue a por su ropa. El vestido de una pieza de color
negro estaba tirado a un lado de la cama, junto a su tanga y los zapatos de tacón. Se lo
puso rápidamente, pero antes de que consiguiera calzarse los zapatos, el jeque se
despertó.
—¿Dónde vas? He pagado por toda la noche. Aún no he terminado contigo —
comentó el obeso y peludo viejo.
—Tengo que irme —dijo escuetamente la joven e intentó escabullirse después de
tomar el bolso.
El hombre se levantó de la cama con una agilidad inesperada se puso enfrente de
la joven con los brazos estirados. Parecía un oso a medio depilar, pero su cara era
humana, espantosamente humana.
—Por favor, tengo que irme —dijo la joven suplicante.
—Te irás cuando yo lo decida —contestó el árabe, después se lanzó sobre ella y
tras atraparla con los brazos, la arrojó sobre la mesa redonda.
—No, por favor —dijo Samia, comenzando a angustiarse. Después simplemente
se relajó y se dejó hacer. Sabía que no tardaría mucho, después se dormiría y ella
podría salir a hurtadillas de la habitación.
Durante más de una hora el árabe estuvo atormentando a la joven. Cuando al final
logró dejar la habitación, dudó por unos instantes entre salir corriendo y refugiarse en
su apartamento o acudir a la última cita de la noche. Sabía que estará casi una semana
sin trabajar, hasta que las cosas se calmasen, por eso prefirió ir a pasar esas últimas
horas con el empresario ucraniano y llevarse algo más de dinero.

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8 HUIDA EN LA NOCHE

La habitación estaba en penumbra cuando la joven entró sin llamar. El recepcionista


le daba cada noche una tarjeta que podía abrir todas las puertas del hotel. Los clientes
preferían ese sistema mucho más discreto y rápido. Cuando la puerta cedió con un
ligero clic, Samia se arrepintió de haber acudido a la última cita. Por un lado porque
estaba toda magullada e irritada por las salvajes envestidas del anterior cliente, por
otro se había hecho demasiado tarde y apenas quedaban tres o cuatro horas para que
amaneciese.
Entró de puntillas y se aproximó a la habitación principal. Se decía a sí misma
que si el cliente se encontraba profundamente dormido, se daría la vuelta y regresaría
a casa. Aunque la palabra casa era más bien un eufemismo; desde que dejó la casa de
sus padres nunca había vivido en un verdadero hogar.
La luz de la mesilla de la habitación principal estaba encendida. Caminó despacio
hasta que estuvo a pocos metros de la cama. No encontró a nadie en ella. Pensó que
tal vez el ucraniano se había cansado de esperar y había salido a buscar la diversión
fuera del hotel. Por unos instantes pensó en qué se había convertido su vida. Había
pasado de ser una chica de buena familia con un futuro prometedor a transformarse
en una prostituta y le entraron ganas de llorar.
Se dirigió al baño, pero tampoco vio nada. Estaba a punto de irse cuando le
pareció escuchar un ruido en el jardín. A algunos clientes les gustaba hacerlo fuera de
la casa, tal vez por la excitación de ser pillados in fraganti, aunque las villas estaban
muy bien aisladas y era muy difícil que los clientes pudieran observarse unos a otros.
Cuando la joven observó desde el umbral la explanada oscura le sorprendió ver al
ucraniano en un chill out de madera con dosel blanco. Además no parecía estar solo.
Lo que menos le apetecía a ella en ese momento era tener que compartir el cliente y
alargar la sesión. No puso ni un pie en el césped, se calzó de nuevos los zapatos y se
dirigió a la salida. Entonces vio la sangre.
No se había percatado hasta ese momento. La media luz de la habitación, el sueño
y cansancio que sentía no le habían permitido observar el reguero de sangre por el
suelo de la habitación hasta el jardín.
La joven comenzó a correr instintivamente hacia la salida, pero antes de llegar a
la puerta se escurrió y rodó por el suelo hasta darse contra la puerta. Se levantó
rápidamente. Examinó su traje pringoso de sangre, se limpió las manos en él y abrió
el pomo de la puerta.
Antes de salir, miró a ambos lados de la arboleda. No se veía a nadie. Después
corrió hasta la entrada principal por el sendero y desapareció por la penumbra.
Cuando entró en el parking principal observó a lo lejos su viejo Toyota y suspiró
aliviada. Unos segundos más tarde, salió del aparcamiento a toda velocidad, mientras
tomaba la carretera principal y se perdía en las sombras.

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__________________

Edward no podía dormir. Su cabeza bullía con un millón de cosas que parecían
robarle el descanso que necesitaba. Estiró los brazos pero a su lado lo único que
encontró fue un gran vacío. Su mujer estaba en la habitación principal y él ocupaba
una de las pequeñas. Se sentó en la cama por unos instantes y después se frotó los
ojos. Se calzó las zapatillas y se dirigió al baño. Desde que había pasado los cuarenta
y cinco, todas las noches se levantaba para ir al servicio. Sin encender la luz caminó
hasta el baño y después regresó a la cama, pero apenas había comenzado a tumbarse
cuando escuchó el sonido de un coche derrapando. Miró la hora y se sorprendió que
un lugar tan tranquilo como aquel, a las cinco de la mañana, un coche circulara a toda
velocidad por el parking.
El hombre no se molestó en vestirse. Salió al sendero con su pantalón corto y su
camiseta sin mangas. Llevaba una pistola en la mano y la tarjeta maestra para abrir
las puertas. Se acercó hasta el parking, pero lo único que vio fueron unas luces rojas
que se alejaban por la carretera. No pudo distinguir ni el modelo ni el color del
vehículo. La carretera no estaba iluminada y las frondosas palmeras de los lados
absorbían la poca luz que reflejaban la luna.
Mientras regresaba a la villa notó como su zapatilla se escurría. Iluminó con la
linterna del móvil el suelo y vio manchas negras sobre la gravilla blanca. Se agachó y
tocó el líquido oscuro, después lo olfateó. Era sangre. Siguió el sendero, viendo de
cuando en cuando unas pocas gotas, hasta llegar a la villa justo al lado de la suya. La
puerta estaba entornada y una luz tenue salía por el resquicio. Empujó levemente la
hoja y esta se deslizó con suavidad. El rastro de sangre continuaba hasta el jardín.
Sobre las manchas había pisadas y manos. No sería muy difícil identificar las huellas
dactilares. Aunque por desgracia, el sistema informático de la policía en las islas era
tan obsoleto que tardarían un par de días en dar los resultados definitivos.
El hombre llegó hasta el jardín y pisó el césped fresco. En el chill out había dos
cuerpos tendidos. Uno era de un hombre de mediana edad algo grueso, de piel blanca
y cabellos castaños. Tenía una barba corta y se encontraba bocarriba, con los ojos
abiertos y expresión de terror. La mujer, mucho más joven, descansaba bocabajo, con
el pelo negro revuelto. Parecía mulata, aunque su piel era clara, de color aceitunado.
Los dos tenían el cuello cortado y la sangre les cubría el pecho.
El asesino se había cansado de simular asesinatos, pensó Edward mientras
marcaba el teléfono de sus ayudantes. Después de hablar con ellos, buscó los
amuletos. No tardó mucho en descubrirlos. Se trataba del mismo asesino.
Cuando Mike y Fredy llegaron, Edward les ordenó que se avisara únicamente al
recepcionista y al director del hotel. Debían mantener en secreto las dos muertes. De
otra manera, el pánico se desataría en toda la isla. Después se dirigió a su habitación e

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intentó descansar un poco.
Mientras intentaba dormir, su cabeza no dejaba de dar vueltas a dos asuntos. En
primer lugar, debía saber el significado del amuleto. Tal vez aquello le ayudara a
entender mejor lo que estaba sucediendo. En segundo lugar, estaba plenamente
convencido que la persona que había escapado a toda prisa del complejo había visto
los cadáveres, aunque él no creía que se tratara del asesino. Al examinar los cuerpos
había comprobado que llevaban al menos dos o tres horas muertos. Tenía que
encontrar a esa persona. Aunque no supiera nada, podría darle algunas pautas en
aquel galimatías en el que se estaba convirtiendo el caso.
Escuchó ruidos en el salón y se levantó sobresaltado. Se puso en pie y se dirigió
precipitadamente hacia allí. Se había cambiado de ropa, ya no llevaba la camiseta sin
mangas ni el pantalón corto. Vestía un pantalón largo de pijama y tenía el torso
desnudo. Cuando su esposa le vio entrar en el salón corriendo se sobresaltó.
—¡Que susto! —gritó la mujer.
—Lo siento. Estaba profundamente dormido y al escuchar ruidos…
—Son las nueve de la mañana. ¿Pensabas quedarte dormido todo el día? —
refunfuñó su mujer.
—No, creía que era mucho más pronto. Tengo que irme —dijo Edward
regresando a su habitación para vestirse.
—¿Dónde vas? Pensé que estas vacaciones eran para estar juntos antes de que
Alice se marche a Londres —dijo la mujer.
—Sí, pero… Quiero comprarle un regalo. Algo especial para que me recuerde
cuando esté lejos —dijo el hombre intentando parecer convincente.
La mujer le miró de arriba abajo. No creía ni una sola palabra de lo que su marido
decía. Llevaba años escuchando sus excusas y mentiras. Al final le dejó por
imposible y con su vistoso pareo amarillo se dirigió a la playa. Alicia todavía dormía
y ella no quería pasarse todas las vacaciones en la cama. En Londres no podría
disfrutar de ese mar cristalino y aquel sol.
Edward se vistió a toda prisa y pidió en recepción que uno de los coches del hotel
le llevara hasta la pequeña ciudad que hacía de capital de la isla. En veinte minutos se
encontraba en el centro. No había mucho para ver. Dos o tres calles atestadas de
bancos, que conservaban la hermosa arquitectura colonial inglesa. La mayoría de los
edificios eran de madera, pero el pequeño ayuntamiento y los juzgados estaban
construidos con ladrillos de color rojo. Toda una extravagancia en aquel lado del
mundo.
El coche se paró justo en el límite con el barrio negro. Edward sabía que las
videntes y adivinas de la zona eran las que mejor podían informarles sobre aquel
colgante de jade azul. La brujería se había introducido en la isla, como en el resto del
Caribe, por los esclavos que los colonos llevaron a las islas y el continente. Una de
las prácticas más utilizadas era el vudú. Edward desconocía completamente las
creencias del vudú, aunque había tenido que resolver un par de denuncias por

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manipulación y extorsión en la isla de supuestos practicantes de esa religión.
A medida que se aproximaba al antiguo barrio de los esclavos, las cuidadas y
hermosas calles de la capital se tornaban en un laberinto de callejas sucias de casas
con las paredes desconchadas y los cristales rotos. Allí se hacinaban algunas familias
de origen haitiano que habían llegado a la isla, treinta o cuarenta años antes. Muchos
conservaban el idioma francés y la práctica del vudú.
El hombre caminó por las calles hasta dar con la dirección que uno de sus
subordinados le había facilitado. Mamá Louis era una de las sacerdotisas más
conocidas y respetadas de la isla. Edward se detuvo frente a un pequeño porche de
madera medio derruido. Subió los escalones carcomidos y se aproximó a la
mosquitera agujereada por todas partes. Estaba a punto de llamar a la puerta cuando
escuchó una voz que le decía que pasara. El hombre hizo un gesto con los hombros y
abrió la puerta. La casa estaba en penumbra, lo que contrastaba con la luminosidad de
afuera. El ambiente cargado por el humo de puro, podía casi masticarse. Edward
había dejado el tabaco cinco años antes y aquel olor le molestaba especialmente.
Pasado un minuto su vista se adaptó y pudo percibir con cierta dificultad un gran
sofá de color azul. Sentado en él estaba una mujer gruesa, vestida con un traje blanco
de algodón muy amplio y un pañuelo en la cabeza. Tenía la cara picada de viruela, los
ojos amarronados y unos labios muy rojos. De su boca salía el humo que
contaminaba toda la estancia.
—Pasa y siéntate, no seas tímido —dijo la mujer con una voz ronca por el alcohol
y el tabaco.
El hombre se sentó en un sofá más pequeño que había enfrente. Nunca había
creído en la brujería, pero sus encuentros con el reverendo James habían cambiado en
parte su forma de pensar. Por lo que no pudo evitar que se le erizara todo el vello de
la nuca, después de sentarse.
—Te estaba esperando —dijo la mujer mirándole directamente a los ojos.
—¿Le informaron que vendría? —preguntó inocentemente el hombre.
—Sí, me informaron. En esta isla no se hace nada sin que ellos me informen —
dijo la mujer enigmática.
Edward se dio cuenta enseguida de que no se referían a la misma cosa. Imaginó
que el trabajo de Mamá Louis tenía que añadir un poco de misterio a las personas que
le visitaban.
—Estupendo, pues usted me dirá.
—Nunca te burles de lo que no entiendes, policía. Hay cosas que la gente
corriente no puede ver, pero eso no significa que no exista. Tú lo sabes mejor que
nadie. Durante años no has querido reconocer las fuerzas que manejan el mundo y
ahora estás empezando a verlo todo con más claridad —comentó la mujer.
Afuera se escuchaba a algunos niños jugando y el sonido de gallinas que
revoloteaban de un lado para el otro, como si algo les alterara.
—¿Quieres saber sobre los amuletos azules? He tenido una visión esta mañana.

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Debían ser las cinco de la mañana cuando ellos me despertaron. Te vi corriendo por
unos jardines en tinieblas y llevabas un amuleto de jade azul —dijo la mujer
esperando la reacción del policía.
Edward no hizo ni un movimiento. Se quedó quieto, esperando que la mujer
continuase, aunque no pudo evitar que la garganta se le secara y que todo su cuerpo
comenzara a sudar. Intentó controlarse. Odiaba toda aquella pantomima de
credulidad. Sus padres habían tratado de dejarla en África, un continente lleno de
superstición, pero lo que percibía en aquel momento era tan real como el olor a puro
y el sabor ácido que producía en su paladar.
—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó Edward mientras notaba que se le secaba la
boca.
—Ya te he comentado que me lo han dicho ellos. Desde hace un mes están muy
nerviosos, más activos. Algo se mueve en la isla, parece que está despertando el odio
y la rabia, el sufrimiento que hay bajo esa fina capa de barniz a progreso que hay
ahora en la isla. Aquí, como en todas partes, la riqueza se ha construido sobre el
dolor, la violencia y el poder. Ahora los espíritus vienen a reclamar su parte —
comentó la mujer. Su voz parecía cansada. Desgastada por millones de palabras
repetidas entre susurros.
Todas aquellas vaguedades tenían sentido, pero parecían responder más a un
intento de la mujer por impresionarle, que a la verdadera razón de su visita.
—¿Para qué sirven estos amuletos de jade?
—Las piedras tienen una energía que a nosotros nos cuesta entender. Los antiguos
se dieron cuenta y las usaron para curar, para maldecir o para proteger. El jade es una
piedra sagrada en muchas culturas. En China la gente venera el jade y lo usa para
hacer esos diosecillos sonrientes, los budas. Los chinos creen que esta piedra da
vitalidad a los muertos. Cuando la tallan en forma de mariposa es para regalar amor,
si su forma es de murciélago prolonga la vida. Los mayas creían que les protegía de
enfermedades…
—¿Qué simboliza esto? —preguntó Edward sacando el amuleto del bolsillo y
dejándolo encima de una mesita baja que estaba enfrente de la mujer.
La mujer lanzó un grito y comenzó a agitarse convulsivamente. El hombre dio un
respingón para atrás y la observó asustado. La mujer se revolvía con los ojos en
blanco, parecía poseída por alguna especie de espíritu. Edward estuvo a punto de
marcharse, sentía perfectamente las vibraciones que producía aquella mujer. Había
algo o alguien más que ellos en aquella cochambrosa habitación repleta de
diosecillos, santos y vírgenes.
Las velas de los altares comenzaron a apagarse y la casa parecía moverse, como si
se estuviera produciendo un pequeño terremoto.
Edward repetía en su cabeza que todo aquello era fruto de la sugestión. La mujer
estaba manipulando su mente de alguna manera.
La anciana comenzó a hablar en un idioma antiguo, por alguna razón Edward

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pensó que era un dialecto africano. Entonces todo se detuvo de repente y mirándole
directamente a los ojos la anciana comenzó a hablar con una voz áspera, que en nada
se parecía a la suya:
—No puedes pararlo. Es el precio de la venganza. El odio alimenta al odio y este
mueve el mundo. Muchos han muerto ya, pero muchos más morirán. Si no te alejas,
tu familia y tú también moriréis. Tu esposa no te es fiel, busca volver con el cerdo
que se revolcaba en la otra isla, la grande. Los dos se reían de ti. Eres patético con tus
miedos y viendo a ese viejo amargado, ese mentiroso que se llama reverendo. Yo
conozco también sus secretos. No podrás parar los sacrificios. Es necesario que todos
ellos paguen con precio de sangre.
Al terminar las últimas palabras la mujer se derrumbó a un lado del sofá como
muerta. Edward tardó unos segundos en reaccionar, aún se sentía paralizado por la
escena que terminaba de contemplar. Se aproximó a ella e intentó enderezarla.
—Señora, ¿se encuentra usted bien?
La mujer estaba pálida, el cuerpo aún le temblaba levemente y no parecía
reaccionar. El hombre le acercó un vaso de ron y poco a poco, la mujer recuperó el
aliento.
—A lo que se enfrenta es muy peligroso. Puede que lo hagan humanos, pero su
origen no es humano. Pretende hacer un gran daño. No se parará ante nada —dijo la
mujer con voz temblorosa.
—Pero, no lo entiendo. ¿Qué tienen que ver los collares de jade? ¿Por qué mata a
todas esas personas?
—Son los sacrificios necesarios. Todos ellos merecían morir para que se produzca
el cambio —dijo la mujer.
—¿Le ha visto? ¿Cómo es? ¿Se trata de un hombre o de una mujer? —preguntó
impaciente Edward.
La mujer parecía tener la mirada perdida, como si estuviera viendo muy lejos de
allí, en un mundo invisible para los ojos humanos.
—Se mueve con las sombras. Su forma ha cambiado pero es el mismo de siempre
—dijo la anciana.
El policía se incorporó e intentó ajustarse la ropa. El polo blanco estaba
empapado en sudor y sentía los pantalones totalmente pegados a su piel.
—Gracias por su ayuda —comentó antes de dirigirse a la salida.
Mientras caminaba despacio a la salida, escuchó las últimas palabras de la mujer.
—Tenga cuidado con su familia. No los arrastre. Dentro de poco llegará la gran
tormenta y será tarde para escapar.
Edward no se volvió. Simplemente abrió la puerta y salió de nuevo a la luz
exterior. Sus ojos se deslumbraron, pero agradeció sentir el calor en la piel y la
sensación de que estaba vivo. Ahora tenía que hacer dos viajes más antes de regresar
a casa: pasar por el Anatómico Forense e intentar descubrir quién había huido
precipitadamente del complejo aquella madrugada. Tenía que olvidar todas esas

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supersticiones y centrarse en los hechos. Las sombras no podían opacar en su alma
toda la luz que ahora inundaba sus pupilas.

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9 CERCA

Alice se acercó a la playa casi dos horas más tarde que su madre. Cuando se despertó
en la gigantesca y mullida cama del hotel apenas recordaba donde se encontraba. Las
últimas semanas habían sido muy estresantes, sobre todo por los exámenes, pero
también por la situación de sus padres. Ellos intentaban disimular, pero la falta de
relación era evidente. Nunca se tocaban, nunca se besaban, siempre evitaban estar
solos o hablar delante de ella. Alice sabía que estaban a punto de separarse, que su
madre iría con ella, pero más por perder de vista a su padre, que por acompañarle a
Londres. Aquella situación le exasperaba, pero no podía hacer mucho para evitarla.
Los abuelos paternos habían dejado un fondo económico para sus estudios, pero no
podía usarlo sin la autorización de sus padres hasta que cumpliese diecinueve años.
Tampoco se sentía con fuerzas para decir a su madre que le dejara en paz.
La joven salió por el jardín a la playa privada. Desde su casa también tenían
acceso directo al mar, pero no con aquella arena ni los lujos del complejo. Era una
buena despedida del Caribe, pensó mientras se acercaba a la tumbona cercana a la de
su madre.
—Ya ha pasado el mediodía. ¿Cómo puedes dormir tanto? —preguntó Margaret
bajando con un dedo las gafas de sol y observando a su hija.
—Soy una adolescente, mamá. Dormimos y comemos, eso forma parte de nuestro
ADN —dijo Alice fastidiada por su madre.
—¿Por qué te has puesto ese bañador? No deja nada a la imaginación. Es como ir
completamente desnuda —refunfuñó la madre.
—No nos conoce nadie aquí. Las tumbonas más cercanas están a cincuenta
metros. Por favor, déjame vivir —comentó la joven recostándose en la tumbona.
Un atractivo camarero se acercó hasta ella y le preguntó si deseaba tomar algo.
Pidió una Coca Cola Light y unas patatas mientras contemplaba el mar en calma y el
cielo azul con sus gafas de sol redondas.
Alice era una chica muy atractiva, aunque su cara aniñada le hacía parecer una
quinceañera. Su cuerpo se había desarrollado hasta parecer una copia mejorada del de
su madre. En el instituto tenía muchos pretendientes, pero el temor que tenía a su
padre y a la histeria de su madre le habían hecho huir de los chicos. Nunca había
tenido novio, aunque había tonteado con varios, sobre todo el último año.
La joven sonrió al camarero y después simplemente dejó que el sol comenzara
ejercer su efecto anestesiante sobre la piel. La sensación no le duró mucho, una
sombra alargada le hizo regresar a la realidad cuando estaba a punto de dormirse de
nuevo.
—¿Qué pasa? —dijo la chica enfadada. Después miró con las gafas de sol una
figura que hacía contraluz, tuvo que fijarse bien para distinguir la cara.
—Perdona que te moleste. Las vacaciones pueden ser algo aburridas en este sitio

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para una chica joven como tú, me llamo Muna y soy la profesora de buceo y la
animadora del complejo.
Alice se incorporó un poco. No tenía ganas de hacer nada. Prefería quedarse
tumbada, leer algún libro, chatear con la Tablet o dormir.
—Gracias, Muna. Hace unos días que he terminado los exámenes y necesito
descansar.
—Sé lo que es eso. En mí país tuve que estudiar mucho —dijo Muna.
—¿De Dónde eres? —preguntó curiosa la joven.
—Soy de Irak, tal vez no te suene —comentó la instructora.
—No tengo ni idea. ¿Está por África? —preguntó Alice.
—No, en Oriente Próximo. Aunque mucha gente en América no sabe nada de esa
región. Es normal.
—Gracias por el ofrecimiento. Si me aburro te llamaré. Ahora quiero descansar
un poco…
Margaret se incorporó de la tumbona, dejó a un lado su Kindle y le dijo a su hija:
—No estés todo el día tumbada sin hacer nada. Puedes aprender a bucear. Los
fondos marinos aquí son increíbles. Dentro de poco no podrás hacerlo, donde vamos
el agua está congelada durante todo el año.
Alice frunció el ceño. Su madre siempre estaba metiéndose en sus asuntos, pero
en cierto sentido tenía razón. Le quedaban muy pocos días para disfrutar en las islas.
Bucear era una pasada. No sabía muy bien, pero había ido un par de veces con sus
amigos.
—Vale, probaré un poco.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—Sí, un par de veces —contestó Alice.
—Estupendo. Entonces podemos saltarnos un par de lecciones. Vamos a por los
equipos y te enseño las cercanías de la playa. Esta zona es muy rica en corales y hay
cientos de peces diferentes.
Mientras las dos jóvenes se alejaban, Margaret miró al fondo de la playa. Después
comenzó a ojear de nuevo su libro. Era una aventura de intriga y misterio con unos
toques de terror. Aquellas cosas nunca le pasaban a ella, pensó mientras tomaba un
poco más de piña colada.

__________________

Tim Kelly miró de nuevo las fotos del satélite y las comparó con las de la semana
anterior. La perturbación parecía alejarse, pero lo hacía de la forma más extraña que
él nunca había visto.
El meteorólogo examinó el TSR (Tropical Strom Risk) de la University College
of London. La prestigiosa escuela había pronosticado que aquel año por un

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incremento ligero en los vientos alisios y un aumento de la temperatura del océano en
la región ciclogénica del Atlántico, los huracanes iban a ser más virulentos y rápidos
de nunca, por eso todas las agencias del Caribe estaban preocupadas queriendo
anticiparse lo antes posible a la formación de huracanes.
Tim miró más tarde el NOAA (Administración Oceánica y Atmosférica) que
parecía ser mucho menos alarmista en sus pronósticos. Según la agencia, aquel año
apenas habría un huracán categoría tres.
—Esto es un galimatías —comentó Tim a su compañero—, unos dicen que se
avecina una temporada de huracanes terrible y otros que será el año más tranquilo de
lo que llevamos de siglo.
—Bueno, algo parecido sucede todos los años —comentó el compañero, que
llevaba cuarenta años en el puesto y estaba a punto de jubilarse.
Realmente la agencia de meteorología de aquellas islas insignificantes tenía como
única misión alertar a las autoridades en función a lo que dijera la agencia de Estados
Unidos, pero Tim se empecinaba en hacer su trabajo. Llevaba seis meses en El
Caribe. Era el sueño de su vida. Había logrado un traslado desde Gales, donde las
tormentas podían ser especialmente virulentas, pero su sueño era vigilar huracanes.
—Ya lo sé, pero creo que hay algunas cosas que no concuerdan. Mira. Hace siete
días se comenzó a formar esta tormenta en las costas de África. Se dirigía
directamente a las Antillas Menores, pero en el último momento, contra todo
pronóstico ha cambiado de rumbo y ahora está a un día de aquí. La dirección que
tomó fue noroeste provocando lluvias torrenciales en La Española. En este momento
parece convertirse en huracán categoría 1, pero creo que está aumentando muy
rápidamente —explicó Tim a su compañero.
—Una tormentita de nada. No avisaremos al vice-gobierno. Ya sabes que si se le
califica con fuerza 2 tendrían que anular todos los vuelos de mañana. Mira bien esto
—dijo el hombre señalando el monitor—, la trayectoria lógica es que se aleje y suba
por la costa de los Estados Unidos convertido en tormenta tropical.
Tim se quedó pensativo. No le convencían las explicaciones de su compañero.
Era cierto que tenía mucha más experiencia que él, pero eso a veces era un problema
más que una virtud. Las falsas alarmas siempre eran más comunes que las verdaderas,
lo que creaba en la agencia un espíritu de escepticismo.
El famoso Huracán Hugo era una de esos ejemplos que le hacían dudar. Tim
recodaba perfectamente la historia. La había estudiado en la carrera. Él ni siquiera
había nacido cuando sucedió el desastre, era el año 1989 y todavía no existía la
tecnología que en la actualidad podía predecirlos con cierta facilidad. Aquel terrible
huracán se llevó la vida de 50 personas y fue el más costoso de la historia.
El problema con el Huracán Hugo fue la rapidez. El 9 de septiembre de 1989 el
huracán se formó en las costas de las Islas de Cabo Verde. El día 11 ya era una fuerte
tormenta tropical acercándose al Caribe y el día 13 era un huracán de escala 5, la más
alta de todas. Cuando llegó al Caribe bajó a categoría 4 y arraso Guadalupe, Saint

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Crox y Puerto Rico. Después se internó en Carolina del Sur, el pronóstico era que se
dirigiese a Savannah en Georgia, pero giró bruscamente y arrasó Charleston.
—No quitaré el ojo a ese huracán —dijo Tim.
—No es un huracán importante. Espero que no hagas ninguna tontería. Estas de
becario y te prometo que recomendaría tu cese inmediato si creas una falsa alarma —
dijo el hombre.
Se hizo un largo silencio. Tim era consciente de que prefería perder su trabajo a
que una persona muriera por su culpa, aunque también sabía que una falsa alarme
podía ser tan peligrosa como un descuido.

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10 LEJOS

Aquella mañana parecía que no iba a librarse fácilmente de entrar en lugares


lúgubres, aunque estaba acostumbrado a ir a centros como aquellos desde su época de
estudiante. La Morgue de la isla era muy pequeña. Un edificio de dos plantas y
sótano solapado al pequeño hospital de la misión jesuita de Santa María. Únicamente
había estado en el edificio en una ocasión. Al año y medio de llegar a su puesto en El
Caribe, una familia entera se ahogó al hundirse su yate a pocos kilómetros de la costa.
Hubo que hacer autopsias para determinar que no se tratase de algún tipo de suicidio
colectivo. Algunos locos iban al Caribe para terminar con sus vidas. Fue un triste
espectáculo ver a aquella familia de cinco miembros de origen alemán. Eran
realmente bellos, parecían verdaderos dioses arios, pensó mientras examinaba los
cadáveres uno por uno. Lo más extraño de aquel caso es que algunos testigos habían
afirmado que la familia viajaba con una institutriz inglesa, pero no se encontró su
cadáver y se le dio por desaparecida.
La doctora Holmes era una buena profesional, pero había elegido aquel destino
para alejarse de la Morgue de Nueva York. Después de quince años de servicio había
visto de todo y ahora anhelaba pasar el resto de su carrera disfrutando de una especie
de jubilación anticipada. Al menos aquello era lo que le había comentado cuando la
conoció. Ahora había examinado seis cadáveres en pocos días. A veces nuestros
demonios interiores nos siguen al fin del mundo, se dijo Edward mientras entraba en
el edificio.
El hombre saludó al guarda de seguridad y se dirigió directamente al sótano. Bajó
a la carrera las escaleras dejando que sus mocasines retumbaran en el metal. Recorrió
el pasillo iluminado con fluorescentes y empujó la puerta abatible. La sala tenía
cuatro camillas metálicas, dos lavamanos de aluminio y todo el equipo quirúrgico
necesario. La doctora Holmes tenía la sala impecable, pero la camilla número 2 y 3
estaban ocupadas por las dos últimas víctimas. El hombre ucraniano tenía el pecho y
el abdomen abierto. Las costillas a ambos lados parecían dos abanicos macabros,
podían perfectamente verse sus vísceras, los pulmones y el corazón. La joven mulata,
que en otro tiempo debió ser bellísima, estaba despellejada y con el hígado, bazo y
estómago sobre una bandeja plateada.
Edward pensó que nunca se acostumbraría a aquel espectáculo terrible. Los seres
humanos parecían meras cáscaras de huevo cuando un bisturí sacaba todo lo que
guardaban en su interior.
—El jefe entre nosotros. Eso significa que hay algo gordo —dijo la doctora. Dos
hoyuelos en las mejillas resaltaron aún más sus pómulos. La doctora era guapa,
aunque Edward sabía que en buena parte debía su belleza a los cirujanos estéticos. Su
exmarido había sido uno de los más famosos de Nueva York.
—Creo que seis fiambres son suficientes para que me dé un paseo por aquí.

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—Bueno, oficialmente los otros tres varones y la mujer han muerto a causa de
varios desgraciados accidentes —dijo la forense.
—Eso parecía. Por favor, ilumíname con tu sabiduría.
La doctora se quitó los guantes ensangrentados y tomó el iPad de la mesa.
—Déjame que recapitulemos: El primer cuerpo fue el del millonario ruso Yuri
Vinográdov. Varón cincuenta y cinco años. Caucásico, pesaba ciento cuarenta kilos,
no había tenido operaciones conocidas ni sufría enfermedades crónicas. No era la
primera vez que venía a la isla. Todos sabemos a qué vienen los millonarios a esta
isla… —dijo la doctora entornando los ojos.
—Además de a por sexo y playa, para dejar los fondos o recoger los fondos que
han defraudado o robado en sus países —dijo Edward.
A él aquello le parecía una paradoja. Su misión era proteger y cuidar a algunas de
las personas más tramposas, ladronas y abyectas del planeta. Mientras el mundo se
desangraba en crisis eternas, en aquel apartado archipiélago, como en otros puntos
distantes del planeta, se movían los miles de millones que faltaban en las cuentas de
los estados o de los sufridos ciudadanos de los cinco continentes. Hacía tiempo que la
gente ya no confiaba en Suiza, desde la City de Londres se gobernaban algunos de los
paraísos fiscales más importantes del sistema financiero internacional.
—¿Causa de la muerte? —preguntó el hombre.
—Ataque cardiaco debido al sobrepeso y la presión debajo del agua. Al parecer
estuvo casi una hora sumergido. Esa instructora parecía que más que enseñarle
esperaba matarlo —bromeó la doctora.
—Ok, continuemos…
—El director de la sucursal de la Société Générale, Pierre Vivien, varón blanco de
cuarenta y tres años. Soltero, llevaba en la isla trabajando dos años. Su estado de
salud era muy bueno, no se le había diagnosticado depresión o cualquier otra
enfermedad que pareciera presagiar su suicidio. Al parecer lo hizo en la bañera de su
domicilio, después de cortarse las venas. Todo un clásico —dijo la mujer.
—Sí, un aparente suicidio. ¿Quién más tenemos? La mujer alemana, el
norteamericano y estos dos. ¿Verdad? —preguntó Edward.
—Sí, termino rápido.
En ese momento sonó un pequeño pitido en el móvil del hombre y este lo sacó
rápidamente del bolsillo.
—Un momento por favor —dijo disculpándose.
Era un mensaje de Margaret. Le preguntaba si comerían juntos. Le gustó esa
deferencia de su mujer, que siempre hacía lo que se le antojaba sin contar con él.
Aunque lo que le puso un poco nervioso fue lo que leyó a continuación: «Alice está
con una simpática instructora aprendiendo a bucear y no me apetece comer el primer
día de vacaciones sola».
La doctora Holmes observó el gesto preocupado del hombre.
—¿Estás bien?

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—Sí, ya sabes. Un padre siempre está lleno de inquietudes —comentó Edward.
—No lo sé. Recuerda que no tengo hijos y no será porque no he practicado —
bromeó la mujer.
Edward no estaba para bromas. No le hacía gracia que la instructora que había
permitido que dos de sus alumnos muriesen estuviera enseñando a bucear a su hija.
—¿Te importaría enviarme todo eso en un PDF? Lo miraré esta tarde, tengo que
irme a comer con mi mujer —comentó Edward.
—Eso es que las cosas van mejor —dijo la doctora.
El hombre frunció el ceño y salió a grandes zancadas de la sala. No recordaba
haberle contado nada a la doctora Holmes de su matrimonio, pero al final lo recordó.
Fue antes de aquella tarde desesperada en la que entró en la iglesia. Había ido a la isla
por el caso de los alemanes. Después cenó con la doctora y tras dos botellas de vino
se fueron a pasear por la playa. A la mañana siguiente se levantó a su lado, no
recordaba nada, pero al parecer, además de acostarse con ella le había contado sus
problemas.
Edward sintió un fuerte dolor en el pecho mientras salía de la Morgue y tomaba
un taxi. Toda aquella tensión no le hacía bien. Sabía que su corazón no era tan fuerte
como veinte años atrás. Sus pulmones se habían quedado algo cascados por el tabaco
y el hígado le funcionaba a medio gas. Llevaba muchos meses cuidándose, pero un
cuerpo tan machacado tardaba mucho en regenerarse.
El corazón le latía a toda velocidad mientras el taxi recorría los pocos kilómetros
que les separaban del complejo hotelero. Edward recordó en ese momento las
palabras de la vidente: «Su familia estaría en peligro si él no dejaba el caso y se
marchaba de la isla».
Tal vez, eso era lo que realmente tenía que hacer. Que otro se encargara de atrapar
a ese maldito asesino en serie. Él había aprendido hace tiempo que no podía salvar al
mundo. Llevaba años intentándolo y lo único que había conseguido era destrozar a su
familia y a su salud.
Cuando el vehículo entró en el complejo hotelero, Edward se bajó
precipitadamente del taxi y corrió hacía la villa. Notaba el pecho cargado y el aire que
no parecía llegarle a los pulmones. Cuando llegó a la villa, buscó en los bolsillos la
tarjeta, pero no la encontraba. Cuando al fin dio con ella, se le escurrió de las manos
y tuvo que agacharse para recogerla del suelo. Sintió un mareo al erguirse de nuevo,
pero intentó superarlo y empujó la puerta con fuerza. Buscó a su mujer por todas
partes, pero no estaba allí. Corrió a uno de los restaurantes del complejo y la buscó
por las mesas. La mayoría estaban ocupadas, pero distinguió enseguida el pareo
amarillo. Le puso una mano en el hombro y le dijo casi sin resuello:
—¿Dónde está Alice?
La mujer se volvió asustada. Cuando vio que era su marido, puso su típico gesto
de disgusto y le pidió que se calmase.
—¿Qué pasa, Edward? No hacía falta que hicieras el numerito —hablo entre

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dientes mientras miraba a la otras mesas sonriendo.
—¿Dónde está la niña? —preguntó insistente Edward.
—Ya te lo puse en el mensaje. Está buceando con la monitora. ¿Por qué estás tan
alterado?
—No te lo conté todo. Puede que esté en peligro, será mejor que tú y ella toméis
el primer avión que salga mañana para la isla principal —dijo el hombre recuperando
un poco el aliento.
—¿Te has vuelto loco? —dijo Margaret, pero él ya no pudo escucharla. Se
desplomó sobre la mesa y cayó al suelo inconsciente.

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11 INDEFENSO

Las provisiones comenzaban a terminársele cuando Sam, el recepcionista del hotel, le


llevó algo de comida. Samia se sentía tan aterrorizada que no había salido de casa
desde el día anterior. No estaba acostumbrada a pasar tanto tiempo encerrada. Aquel
cuchitril en el que vivía le recordaba demasiado el fracaso en el que se había
convertido su vida. Además, entre aquellas cuatro paredes su mente no dejaba de dar
vueltas.
Sam dejó la bolsa de papel sobre la barra de la cocina. El apartamento se
componía de una sola pieza y el baño. Se encontraba en la zona más cutre de la
pequeña ciudad y le recordaba constantemente a la joven que a pesar de encontrarse
en un lugar paradisiaco, ella era escoria. Podía haberse permitido algo un poco mejor,
pero prefería ahorrar al máximo. Tenía una vida que recuperar y una hija que la
esperaba en Líbano.
—Te he llamado varias veces pero no has cogido el teléfono —dijo Sam.
—Estaba asustada. Fui la primera en ver el cadáver del ucraniano y la chica —
dijo Samia mientras fumaba nerviosa uno de sus últimos cigarrillos.
—Imagino que no fue una visión agradable, pero si te llamo haz el favor que
coger el teléfono. Somos socios y necesito localizarte. Tengo dos o tres clientes
deseando conocerte —comentó Sam enseñando con una sonrisa sus brillante dientes
blancos.
La joven aspiró con fuerza el cigarrillo y se tomó su tiempo en soltar el humo,
intentando dilatar la respuesta. Después comenzó a sacar las cosas de la bolsa. Estaba
hambrienta.
—¿No pretenderás que trabaje con todo lo que ha pasado? Cada minuto temo que
la policía aparezca por esa puerta y me lleve detenida —dijo Samia sin mirar a Sam.
El hombre se acercó a la joven y la aferró con tanta fuerza por el brazo que ella
pegó un grito. Después comenzó a zarandearle. Samia temblaba de miedo. No era la
primera vez que recibía una paliza. Aquella era una de las consecuencias de su
profesión. Desde su llegada a la isla, había recibido tres palizas, dos de ellas de
clientes demasiado exaltados y que disfrutaban humillando a las prostitutas y otra del
propio Sam.
—Te quiero en funcionamiento esta tarde. Estamos perdiendo mucho dinero. Yo
también me arriesgo. Estos capullos pueden enviarme de vuelta a Santo Domingo o
tenerme una buena temporada en la cárcel —dijo el hombre furioso.
—No puedo trabajar en éste estado de nervios —contestó la joven con el
cigarrillo de medio lado sobre sus labios carnosos.
El hombre la abofeteó con fuerza, aunque intentando no dejarle marcas en la cara.
Tenía que cuidar la mercancía, porque ella era simplemente eso para él. No era la
única prostituta con la que trabajaba, pero Samia era sin duda la mejor. Se notaba que

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venía de buena familia y eso los clientes lo apreciaban mucho. No había nada más
excitante para un multimillonario que la prostituta le pidiera por favor que la montase
de todas las formas posibles. Él mismo lo había probado y no había otra como Samia,
tan modosita y tan puta a la vez.
Por eso, el hombre no se limitó a pegar a su socia. La violó allí mismo, en la cama
de su apartamento, mientras ella se dejaba hacer resignada y miraba por la ventana de
cristales sucios que daba a los patios de aquel barrio cutre. Ella intentó pensar en otra
cosa, imaginar cómo sería el encuentro con su hija, pero no pudo abstraerse de los
jadeos del hombre.
Cuando Sam se derrumbó agotado en la cama, ella todavía estaba a cuatro patas,
dolorida y humillada. El hombre tenía los ojos cerrados y el antebrazo apoyado sobre
la cara, disfrutando de los últimos estertores de placer. La joven se levantó y caminó
desnuda de cintura para abajo hasta la cocina. Tomó el cuchillo más grande que había
en el cajón y después se acercó en silencio, con el cuchillo en la espalda hasta aquel
chulo.
Le miró por unos segundos. Su cuerpo delgado, pero musculoso, el pelo rizado
muy corto y la ropa de trabajo revuelta sobre su cintura. Samia levantó el brazo y
justo cuando él abría los ojos, comenzó a acuchillarle con todas sus fuerzas. Sam
intentó protegerse con los brazos, pero lo único que consiguió fue que ella se los
cortara, después el gran cuchillo se clavó directamente en su corazón o al menos en el
lugar que supuestamente estaba. El hombre sangró a borbotones. Parecía que su
fuerza vital se escapaba tan deprisa, que las palabras se ahogaban en su garganta. En
unos segundos y, tras veinte puñaladas, dejó de respirar.
Samia miró la cama empapada en sangre y el suelo manchado. Tenía que limpiar
todo aquello, su madre siempre decía que uno podía ser pobre, pero limpio. Comenzó
de nuevo el fuerte dolor de cabeza. A veces el dolor le impedía recordar con quién
había estado. Aquellas lagunas en la memoria le ayudaban a sobrevivir. Recordar era
un lujo que no se podía permitir una prostituta.

__________________

Estaba acostumbrado a dormir sin sueños, pero cuando se despertó en el hospital


recordaba perfectamente todo. Estaba en la playa corriendo hacia su hija Alice. No
había nadie en la arena, el cielo comenzaba a nublarse rápidamente y las olas
empezaban a cabalgar unas sobre otras como caballos desbocados. Después, miraba
por todos lados pero no la veía. Entonces se arrojaba al agua y comenzaba a
sumergirse una y otra vez, hasta que por fin veía dos bultos cerca del coral. Nadaba
con todas sus fuerzas hasta allí. Las dos figuras se transformaban rápidamente en su
hija y la instructora. Alice estaba bocarriba intentando parar las manos de Muna que
con un cuchillo de buceo amenazaba a su hija. La afilada punta estaba casi a la altura

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del ojo de la chica y se reflejaban en la máscara. Él aferraba por la espalda a la
instructora y comenzaba a forcejear con ella. La mujer era más fuerte de lo que
esperaba y entonces, comenzaba a sentir que le faltaba el aire, que se asfixiaba.
—¿Estás bien? —dijo una voz que parecía introducirse en su cabeza.
Edward abrió los ojos y observó el rostro de su esposa a pocos centímetros de su
cara. Sus gigantescas pupilas negras parecían abrirse y cerrarse sobre él.
—¿Dónde estoy? —preguntó el hombre aturdido.
Miró la habitación del hospital con colores salmón, después su brazo repleto de
tubos y el ridículo camisón azul que le llegaba hasta mitad de los muslos.
—Te desmayaste y una ambulancia te trajo hasta aquí. Al parecer ha sido un
ataque de ansiedad, creíamos que era algo peor. Una parada cardiaca o un derrame
cerebral —dijo Margaret con las facciones tensas, como si estuviera aguantando las
lágrimas.
—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente? —preguntó Edward inquieto.
—Casi dieciséis horas —dijo Margaret.
—Necesito levantarme. Quiero que Alice y tú os marchéis de la isla —dijo el
hombre incorporándose y comenzando a arrancar las agujas del brazo.
—No puedes irte hasta que el médico lo diga. Necesitas estar otras 24 horas en
observación —dijo la mujer mientras intentaba detenerlo.
—Estáis en peligro. Te mentí. No vine a la isla para revisar la seguridad. Se
estaban produciendo una serie de accidentes que parecían provocados y creíamos que
se trataba de algún tipo de loco o asesino en serie, pero ahora pienso que es mucho
peor. Tenéis que tomar el primer avión a la isla grande. Aquí no estáis seguras —dijo
el hombre sentándose en la cama.
En ese momento la doctora Holmes entró en la habitación y Edward se detuvo de
repente. Margaret la miró de arriba abajo, de esa manera que únicamente las mujeres
saben escrutar a una persona. De alguna manera intuía, pensó Edward, que la doctora
y él habían tenido una aventura.
—No puedes irte —dijo la doctora al ver a su amigo.
—Tengo que salir de aquí. No creo que un ataque de pánico o ansiedad vaya a
matarme —comentó el hombre poniéndose en pie y buscando su ropa en un pequeño
armarito blanco.
—Puede que se repita y si no lo cogemos a tiempo, tus problemas de corazón
empeoren —dijo la doctora Holmes.
—Tendré que correr ese riesgo, estoy seguro que después de este caso me retiraré.
Pero ahora debo sacar a mi familia de la isla. ¿Dónde está Alice? —preguntó el
hombre mirando a su esposa.
—Quería quedarse más tiempo, estuvo toda la noche conmigo, pero le dije que
regresara al hotel y se relajara. Me comentó que a lo mejor volvía a bucear un poco
esta tarde con la monitora —dijo Margaret.
Edward notó como de nuevo el pulso se le aceleraba. Comenzó a respirar con

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dificultad y sintió un ligero mareo.
—No puedes irte en estas condiciones… —dijo la doctora de nuevo.
El hombre tomó un guante de la mesa y se lo puso en la cara para controlar la
respiración. Pasados un par de minutos comenzó a sentirse bien de nuevo.
—Ya está. Vamos, Margaret, tenemos que encontrar a Alice, puede estar en
peligro.
Salieron corriendo de la habitación y tomaron un taxi en la puerta del hospital.
Cuando el hombre miró para arriba por la ventanilla del coche pudo observar el cielo
de un gris plomizo que parecía presagiar tormenta.
—Parece que está a punto de llover.
—Bueno, han dicho que una simple tormenta tropical —comentó Margaret.
El coche tardó media hora en llegar al complejo. Edward no paraba de mirar por
la ventanilla o repiquetear con los dedos en la puerta. Al final, Margaret tomó su
mano. Edward sintió un escalofrío y al instante se relajó. No recordaba la última vez
que habían estado en contacto.
—No te preocupes todo saldrá bien. No sirve de nada ponerse nervioso.
—No me perdonaría que os pudiera suceder algo. No sé en qué estaba pensando
cuando os dije que vinierais aquí.
Bajaron del vehículo rápidamente y se dirigieron a la villa.
—No, seguramente esté en la playa —dijo Margaret antes de que Edward sacara
la tarjeta.
Pasaron por el sendero que llevaba a los restaurantes y desde allí la preciosa cala
del hotel. Todo parecía tranquilo. El último crimen no parecía haber transcendido,
pero apenas había gente en la playa. Las nubes amenazaban una fuerte tormenta.
—Eso se parece a mi sueño —comentó nervioso el hombre, señalando el
horizonte.
—¿Qué sueño? —preguntó la mujer mientras caminaban rápidamente por la
arena.
Llegaron a un pequeño embarcadero y vieron a Muna guardando los equipos de
buceo. Edward se adelantó en dos zancadas y golpeó en el hombre de la joven.
—Hoy no hay más clases. ¿No ven cómo está el tiempo? —refunfuñó la joven
mientras se giraba.
Al ver que se trataba del médico levantó las palmas de las manos para
disculparse.
—¿Dónde está mi hija Alice?
—¿Alice? Hace media hora que dejamos de bucear por la tormenta. Se hizo
amiga de dos chicas norteamericanas que buceaban con nosotras. No sé dónde está —
dijo Muna encogiendo los hombros.
—¿Dijeron a dónde iban a ir? ¿Escuchó algo? —preguntó inquieta Margaret.
—No tengo ni idea, puede que a comer o a la ciudad. Hoy no es un buen día de
playa —dijo Muna extrañada por la actitud de los dos padres.

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—¿Cómo se llamaban las chicas? —preguntó el hombre.
—Rellenaron la ficha. Espere un momento que la busco.
La joven comenzó a ojear un pequeño archivo verde que guardaba en la sala.
Sacó dos tarjetas, pero antes de que pudiera leerlas, el hombre las arrebató de sus
manos.
—¡Eh! Esa información es confidencial —dijo Muna enfadada.
—Soy policía —contestó Edward mientras se alejaba con su esposa.
Corrieron por la arena hasta la zona de bungalós. Eran mucho más pequeños y
económicos que las villas, pero estaban muy cerca caminando.
Mientras andaban Edward recibió un mensaje en su móvil. Miró la pantalla y leyó
el texto nervioso: «Alice está jugando conmigo». Después apareció una foto con tres
chicas maniatadas en lo que parecía una buhardilla repleta de trastos. Su peor
pesadilla acaba de cumplirse, pensó Edward mientras su esposa le quitaba el teléfono
de las manos y comenzaba a gritar.

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SEGUNDA PARTE

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12 TORMENTA

Cuando la realidad se convierte en una pesadilla, nos damos cuenta de que vivíamos
en un sueño, pensó Edward mientras abrazaba a su esposa. Ahora no importaban las
pequeñas querellas familiares que destruían su cotidianidad. Alice estaba en manos
de un loco, un psicópata. Edward sabía que después de 48 horas la supervivencia de
una rehén a manos de un loco como aquel se reducía casi a cero. El hecho que tuviera
a tres chicas jóvenes secuestradas, le animaba a pensar que el proceso pudiera
ampliarse otras 24 horas más, aunque todo aquello eran simples conjeturas.
Ahora se encontraba ante la tesitura de hacer pública la existencia del psicópata,
para intentar encontrar a las chicas, pero por otra parte, no entendía para nada el
modus operandi de aquel sujeto. Mataba hombres y mujeres, ricos y pobres, de
maneras muy diferentes y ahora había secuestrado a tres chicas vivas. Lo único que
tenían en común todos los crímenes era el amuleto. Afortunadamente se encontraron
tres amuletos en el bungaló de las chicas lo que apuntaba al mismo hombre o mujer.
Los agentes estaban investigando el origen de los amuletos. Estaba claro que si no
habían sido fabricados en la isla debían haber entrado con alguien allí. También
habría una tienda que los vendiera. Nueve amuletos o más, eran una compra
considerable para que un vendedor recordase al comprador.
Edward descargó el archivo en PDF con los datos que le había enviado la doctora
Holmes. Leyó rápidamente el historial del banquero, la mujer alemana, el
norteamericano, el ucraniano y la joven prostituta. Menos los dos últimos, todos
parecían accidentes fortuitos. ¿Por qué ese cambio justo con las últimas víctimas? ¿El
asesino fue sorprendido por alguien? ¿Sus víctimas sospecharon algo? Era posible,
pero todas aquellas no eran más que conjeturas.
Margaret no dejaba de moverse por la terraza. Miraba el reloj, se mordía las uñas
o simplemente murmuraba cosas mientas caminaba de un lado para el otro.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —preguntó a su marido.
—Estoy haciendo un perfil del psicópata, aunque es muy difícil. La forma de
asesinar no nos da pistas sobre si es hombre o mujer.
—¿Por qué?
—Cuando son asesinatos que requieren gran fuerza física no hay duda, pero en
este caso.
—Tampoco sabrás si es de la isla o de fuera, ni de qué raza es… —dijo la mujer.
—Hay seis víctimas, además de tres chicas secuestradas —contestó el Edward.
—No lo sabía.
—De las seis víctimas cuatro eran hombres, tres de ellos superaban los cincuenta
años y eran millonarios. El otro era director de banco. Las mujeres eran una ejecutiva
y la otra prostituta. Una rubia de origen alemán y la otra una joven mulata del Caribe.
Cuatro murieron en elementos relacionados con el agua. Dos en piscinas, uno en el

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mar y otro en su bañera…
Margaret se quedó impresionada por el gran número de pistas. Era muy difícil
encontrar un elemento común entre todos los casos.
—Lo único que les une es el talismán que llevaban las víctimas, una piedra de
jade azul…
—Azul como el agua —comentó su mujer.
—Es algo, pero. ¿Por qué el resto de las personas no murieron en el agua? —
preguntó Edward, que comenzaba a preguntarse si era buena idea inmiscuir a su
esposa en la investigación. Margaret estaba demasiado conmocionada para pensar
con claridad. Aunque algo parecido podía decirse de él.
—Agua y jade azul. Estamos en una isla rodeado de agua —dijo Margaret.
—He estado leyendo sobre el jade. En Asia Occidental es un amuleto desde hace
más de 4000 años. En Egipto se creía que era una gema con propiedades creativas. En
los pueblos prehispanos se pensaba que era un símbolo de la vida y que concentraba
la fuerza de lo divino. Los mayas decían que era la piedra de la creación y los chinos
pensaban que el jade estaba relacionado con los ciclos de reposo y crecimiento de la
naturaleza, también de la prosperidad —dijo Edward de memoria.
Los dos se quedaron pensativos aquello parecía un laberinto sin salida. En ese
momento sonó el teléfono de Edward y los dos se sobresaltaron. El hombre miró la
pantalla.
—Es Mike. Dime, Mike.
—Las piedras de jade se venden en cuarenta tiendas en todas las islas, en esta isla
en diez establecimientos. Visitaremos una por una para descubrir dónde compró los
colgantes el asesino. Aunque es probable que lo hiciera por internet, lo que nos
dejaría otra vez sin un hilo del que tirar, señor —dijo Mike.
—Busquen en las tiendas y que el resto de la policía lo haga en el resto de las
islas —ordenó Edward.
—Las huellas que se encontraron en el escenario del último crimen no estaban
claras y no hemos podido identificar a la persona, por ahora. Lo único que nos han
asegurado es que se trate posiblemente de una mujer. Además llevaba zapatos de
tacón. Continuarán analizando las huellas —dijo Mike.
—Ok, por lo menos sabemos algo… ¿Habéis interrogado a algún familiar de la
prostituta?
—No tenía familia en la isla —contestó Mike.
—Todo parece ponerse difícil. Interrogaré ahora a Muna. Dos de los muertos
estaban bajo su responsabilidad cuando fallecieron y fue la última en ver a las tres
chicas con vida —dijo Edward, distanciándose emocionalmente del caso. Era la única
manera de mantener la cabeza fría.
Cuando colgó el teléfono evitó mirar directamente a Margaret, pero ésta no pudo
reprimirse y le preguntó inquieta si se sabía algo.
—No sabemos nada nuevo. Lo único que una de las posibles testigos era mujer,

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pero escapó sin dejar rastro.
—¿Mujer? ¿Qué hacía una mujer a las cinco de la madrugada en el hotel? ¿Por
qué entró en la habitación de un cliente? —preguntó Margaret a su esposo.
Edward no había pensado en ello. Todavía notaba la cabeza pesada y un poco de
opresión en el pecho. La verdad era que aquel detalle se le había escapado. Todo
había sucedido tan deprisa. Por otro lado no tenía claro que aquella testigo pudiera
aportar mucho.
—Estábamos antes hablando de los símbolos del jade. Puede que de alguna
manera esa persona busque quedarse con la suerte de las víctimas o…
—Su fortuna… —dijo la mujer terminándole la frase.
—Pediré que investiguen si ha habido movimientos importantes en sus cuentas
antes o después de la muerte de los millonarios —dijo Edward, que por primera vez
veía algo sólido donde agarrarse.
—El banquero sería su cómplice. Son crímenes de carácter económico no ritual ni
sádico —dijo la mujer entusiasmada.
—Pero eso no explica la muerte de la mujer ni el secuestro de las chicas —dijo
Edward.
—La mujer trabajaba en bolsa, puede que fuera otra cómplice o simplemente
estuviera investigando el asunto. Algún banco se dio cuenta y mandó a uno de los
suyos para que indagase —dijo Margaret. Durante años había trabajado en almacén
de pruebas de Scotland Yard, pero como él había estudiado criminología sin ejercerla
nunca.
—Lo de la prostituta fue fortuito y secuestró a las chicas para qué estuviéramos
preocupados por ellas. Realmente solo quería llevarse a Alice, pero tuvo que
secuestrar a las tres —comentó Edward, que por fin empezaba a comprender todo.
—La persona que buscamos es muy inteligente —dijo Margaret.
—Además conoce el mundo de las finanzas y sabe cómo sacar dinero de las
cuentas discretamente —comentó su marido.
—Lo que no entiendo ¿por qué los mató? ¿Tal vez para borrar pistas?
—Según tú, tenía alguna relación con ellos. La mujer que escapó, puede que fuera
ella o al menos una cómplice del asesino —dijo Edward.
—La principal sospechosa es Muna. Ella tiene acceso al hotel, sabe todos los
recovecos, conocía a los clientes…
—Será mejor que la interroguemos antes de que intente huir.
Cuando salieron de la villa hasta la recepción llovía con intensidad y el cielo
estaba tan negro que casi parecía de noche. El viento soplaba con fuerza zarandeando
la copa de las palmeras, pero lograron llegar al edificio sin mucha dificultad.
Esperaron unos diez minutos hasta que una joven rubia, de ojos marrones y una
sonrisa permanente les atendió.
—Disculpen las molestas, pero a estas horas llega un compañero para atender a
los clientes y hoy se ha retrasado. Puede que sea por la tormenta tropical, creo que la

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carretera principal ha sido cortada dos horas por desprendimientos de árboles.
—No importa. Queríamos hablar con la instructora de buceo, la señorita Muna —
dijo el hombre.
—Muna tampoco ha venido hoy. Pidió el día de permiso. Después del estrés de
estas semanas y con el tiempo así, solicitó al gerente un día de descanso —dijo la
recepcionista.
—¿Podemos hablar con el gerente? —preguntó Edward.
—Un momento, por favor —dijo la mujer levantando el dedo. Después marcó el
teléfono y cruzó unas pocas palabras con su jefe.
—Por favor, síganme —dijo la recepcionista.
Entraron en un elegante despacho estilo colonial de maderas de caoba. El gerente,
un hombre negro, con el pelo totalmente blanco se puso en pie al verles entrar. El
gerente apretó con fuerza la mano de Edward y les pidió que se sentasen. Llevaba el
traje formal de la isla, con chaqueta pero pantalones cortos estilo bermudas con
calcetines altos.
—Lamento todo lo que está sucediendo. Este hotel nunca había sufrido tal
cúmulo de desgracias y, ni mucho menos, el secuestro de tres jóvenes. Estamos
consternados y haremos cualquier cosa por ustedes —dijo el hombre con gesto serio.
—Gracias, señor… —dijo Edward.
—Preston —comentó el gerente.
—Preston. Necesitamos que nos informe de la dirección de una de sus empleadas
—dijo Edward.
Margaret frunció el ceño. Su marido solía ser demasiado directo y aquella forma
de actuar no solía darle buenos resultados.
—No podemos facilitar esa clase de información. Lo lamento —dijo el gerente
muy serio.
—Necesitamos saber la dirección de Muna, la monitora de buceo. Tenemos que
hacerle algunas preguntas —insistió Edward.
—Imagino su preocupación, pero hace un rato he hablado con el vicegobernador
y me ha comentado que le retiran del caso… Acabo de colgar el teléfono
precisamente.
El móvil de Edward sonó en ese mismo momento.
—Debe de ser él —dijo el gerente.
El hombre descolgó el teléfono y escuchó la voz de su jefe.
—Edward siento mucho lo que ha ocurrido con tu hija. No debí permitirte que
fueras con tu familia a la isla. No puedes continuar con el caso. Te implica demasiado
y no conseguirás pensar con claridad. He preparado un avión para que te saque de la
isla. Dentro de un par de horas, si la tormenta continúa, tendremos que suspender los
vuelos nacionales —dijo el vicegobernador.
—No puede hacerme eso. Es mi hija. ¿A dónde quiere que vaya?
—Hemos mandado unos negociadores. Preguntaremos al secuestrador qué quiere

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cuando se ponga en contacto —dijo el vicegobernador.
—¿En contacto? No es un secuestrador es un asesino y creemos saber por qué
está haciendo todo esto…
—No insistas. Si tienes alguna teoría pásale toda la información a Mike, él se
hará cargo del caso mientras llegan los negociadores —dijo el vicegobernador
secamente.
—¿Es una broma? Necesito quedarme y salvar a mi hija. Metete tu puesto por
donde quieras. ¡Dimito! —gritó Edward al teléfono y después colgó.
El gerente se le quedó mirando con sus ojos saltones, el hombre se acercó hasta él
y le dijo:
—Ya no soy el inspector jefe de la policía, pero soy un padre desesperado y le
aseguro que los padres desesperados son mucho más convincentes que los policías.
Quiero la dirección de esa señorita. Le prometo que no le haré ningún daño, pero no
aceptaré un no. ¿Entendido?
La cara de Edward era una mezcla de rabia y desesperación, pero debió ser
suficiente convincente, porque el hombre les facilitó la dirección.
—Otra cosa. ¿Quién pudo estar en las instalaciones a las 5 de la madrugada sin
levantar sospechas? —preguntó Edward.
—A esa hora únicamente está el recepcionista y una doncella de guardia. Nunca
se sabe qué puede suceder —contestó con voz temblorosa el gerente.
—Quiero hablar con ellos —dijo Edward.
—La doncella pidió la baja tras tener que limpiar la villa en la que se cometió el
crimen. El recepcionista no se ha presentado hoy, pero tampoco ha avisado.
—Necesito sus datos también.
El gerente apuntó en un papel las direcciones y los nombres, después se los
entregó al hombre y no respiró aliviado hasta que la pareja salió de su despacho.
Pidieron a la recepcionista uno de los coches de cortesía del hotel. Esta les
entregó las llaves después de que firmaron un recibo. Los dos salieron corriendo del
edificio. La lluvia caía con mucha fuerza, el viento soplaba con tal intensidad que
Margaret tuvo que aferrarse a su marido para no salir volando.
Cuando entraron en el coche se miraron. Estaban empapados, no habían
descansado en las últimas horas, pero después de mucho tiempo sentían que algo que
estaba muerto en su interior comenzaba a avivarse de nuevo.
—Siento haber estado tan ciego todo este tiempo. Alice y tú sois realmente lo
único que me importa en esta vida. Si al final regresáis a Inglaterra, yo también lo
haré. No hace falta que viva con vosotras, aunque quiero estar cerca. Creo que ya he
perdido suficientemente mi vida intentando salvar al mundo —dijo Edward con un
nudo en la garganta.
—Querido, no puedo prometerte nada. Estamos sometidos a una gran presión y
sería muy injusto que ahora te dijera que todo está bien. Pero te doy mi palabra que al
menos podremos charlar tranquilamente cuando todo esto acabe —contestó Margaret

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mientras secaba la cara de su marido con las manos.
Edward pisó el acelerador y el cuatro por cuatro salió a toda velocidad del
parking. El agua le llegaba a media rueda, pero él no aminoró la velocidad. Su hija
corría peligro y cada minuto que pasaba estaba más cerca de perderla para siempre.

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13 HURACÁN FUERZA 2

Tim sabía que estaba en lo cierto. Oficialmente se encontraban en fase de tormenta


tropical, aunque la fuerza del viento y la rapidez con la que se movía podía
clasificarla de huracán fuerza 1. El viento ya había superado los 118 kilómetros y
seguía en aumento. Aquella tarde estaba solo y su jefe no regresaría hasta las 7 de la
madrugada. Si las cosas empeoraban en la próxima hora pasaría directamente a
huracán fuerza 2, lo que obligaría suspender vuelos, viajes en barco y la
recomendación de no salir de las casas.
El meteorólogo dejó la silla y subió a la azotea. Se colocó el chubasquero
amarillo y salió a contemplar la tormenta. Para muchos aquel viento y lluvia eran
terroríficos, pero para él eran hermosos.
—Increíble —dijo mientras observaba el viento sacudiendo las palmeras y la
lluvia comenzando a inundar el parking de la estación—. Ya es categoría 1 y el ojo
del huracán está lejos. Estos son los coletazos, en unas horas vendrá el verdadero
huracán.
Con categoría 1 el huracán era capaz de arrancar árboles, casas flotantes, también
inundar zonas costeras y poco más. En la categoría 2 el huracán afectaba a las casas
móviles, produciendo graves daños en la vegetación, la inundación de puerto y de
pequeños amarres. Aunque la cosa se ponía realmente fea cuando el huracán era de
categoría 3. En esta categoría se producían daños estructurales en edificios pequeños,
la destrucción de casas móviles. Las inundaciones podían llevarse por delante casas
pequeñas cercanas a la costa y el nivel del agua subiría tierra adentro. Aunque los
más peligrosos eran las categorías 4 y 5. Con la primera, se destruían todo tipo de
estructuras protectoras, el desplome de tejados, la erosión en bancales y playas y
graves inundaciones. En el último caso, el más virulento, los tejados de los edificios
grandes podían ser destruidos por completo, el agua puede llegar a las plantas bajas
de los edificios próximos al mar y era aconsejable la evacuación masiva.
Las islas habían sufrido 13 huracanes de categoría 5, aunque el último databa del
año 2006, el año 2005 había sido de los más virulentos de los últimos años.
Mientras la lluvia comenzaba a recorrer su rostro, Tim sintió la fuerza de la
naturaleza que comenzaba a acercarse poderosa hacia ellos. Los hombres se creían
invencibles, pero un simple coletazo del planeta podía destruir todo en segundos.
El huracán aislaría todo el archipiélago y buena parte del Caribe durante 48 horas.
Antes de que llegara la noche sería peligroso estar fuera de las casas, puede que antes
del amanecer ni las casas fueran seguras.

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Samia tiró de la gran bolsa hasta colocarla en el maletero de su coche. Llovía con
fuerza, pero eso también mantendría a los curiosos alejados. El maldito Sam pesaba
mucho más de lo que parecía a simple vista. Entró en el coche completamente
empapada, pero aquella lluvia le relajaba como si con su agua purificara el mundo de
todas sus imperfecciones.
El coche tardó en arrancar, la joven temió que el agua hubiera entrado en el
motor, pero al final de un largo carraspeo se puso en marcha. El limpia parabrisas
apenas daba abasto a quitar la lluvia del cristal, pero afortunadamente muy pocos
coches se aventuraban a salir en una tarde como aquella.
La joven dirigió su coche hacia la parte norte. Allí la isla se elevaba levemente y
formaba acantilados profundos. Aquel lugar era un buen sitio para deshacerse del
cuerpo.
—No debiste joderme Sam. Sabías que no tenías que hacerlo. Éramos socios y las
cosas iban bien, pero creo que te excediste en tus atribuciones. Ahora servirás de
comida para los peces. No creo que nadie te eche de menos, a los cabrones como tú
no les quiere nadie. Seguro que dirás que tenías unos padres que te maltrataban o que
te criaron en un orfanato, pero eso no te da derecho a ser un cabrón. No se puede
tratar así a las personas. Me pasaré luego por tu casa. Ya no necesitarás tu dinero y vi
dónde lo escondías, aquella vez que me invitaste a subir y me hiciste lo mismo que
ayer, pero esta vez has tenido tu merecido —dijo Samia en aquel monólogo absurdo,
como si Sam pudiera oírla.
Las curvas eran cada vez más cerradas y bajaba tanta agua que la carretera
parecía un riachuelo. En tres ocasiones el vehículo se deslizó hasta el precipicio, pero
la joven logró recuperar el control.
—¡Mierda! Al final me mataré por tu culpa —dijo la mujer al muerto.
Apenas se distinguía la carretera. El cristal interior se estaba empañando y Samia
se acordó de todos los que estaban lejos. Si moría en un accidente en una isla perdida,
quizá nadie se enterase jamás.
Cuando el coche llegó a la cima el freno no respondía y terminó chocando con
una inmensa roca, que por lo menos evitó que se precipitara al vacío. Samia se golpeó
con el volante y cuando se tocó la herida noto que sangraba.
—¡Maldita sea!
Sentía un dolor muy fuerte en la cabeza, pero salió del coche y abrió el maletero.
El agua le llegaba por encima del tobillo y en un par de ocasiones estuvo a punto de
escurrirse.
El cuerpo dentro de las bolsas cayó sobre el barro. La joven lo arrastró con
dificultad hasta el borde del precipicio. Una pequeña valla de madera protegía a los
turistas del acantilado, pero suponía un gran esfuerzo para ella, que tenía que levantar
el cuerpo y tirarlo por encima. Logró poner en pie al muerto y lo volcó hacia la valla,
después lo inclinó y este cayó al otro lado, pero con tan mala suerte que el cuerpo se

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quedó en una pequeña plataforma de tierra.
—¡Hasta el final vas a estar jodiendo! —gritó furiosa la joven. Después pasó
primero una pierna sobre la valla de madera y después la otra. Estuvo a punto de
escurrirse y caer ella al vacío, pero se aferró a la madera empapada, hincándose una
astilla.
Logró ponerse en pie, estaba empapada y cubierta de barro. Cogió al cadáver por
los pies y lo arrojó al vacío. No pudo verle caer, la lluvia cubría con un tupido manto
el horizonte.
Le costó regresar al coche. El viento soplaba cada vez con más fuerza. Cuando
logró sentarse y cerrar la puerta se apoyó sobre el volante. Se encontraba agotada. No
sabía si lograría regresar a su apartamento. Bajar la montaña parecía aún más
peligroso que subirla.
El capó del coche estaba doblado, pero como no había apagado el motor no tardó
en mover el vehículo. Logró ponerse de nuevo sobre el asfalto o lo que quedaba de él.
Bajó lentamente la montaña, pero en ocasiones los torrentes que surgían a los lados
zarandeaban el vehículo, hasta ponerlo casi fuera de la carretera. Después de dos
horas de conducción, logró regresar a la carretera principal, aunque allí tampoco las
cosas marchaban muy bien.
Un gran atasco impedía avanzar a los coches. Algún árbol debía haber bloqueado
la vía. Se tumbó contra el respaldo e intentó relajarse. Ya había acabado con uno de
los problemas, ahora tenía que terminar con el resto, pensó mientras cerraba los ojos.

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Todo había sucedido muy rápido. Ella y sus nuevas amigas habían entrado en el
bungaló después de regresar de la playa. Helen y Joyce le habían comentado que le
prestarían algo de ropa. Eran dos primas de Providence que habían venido a pasar
unos días de vacaciones para celebrar su salida del instituto y la entrada en el
próximo otoño a la universidad. Sus padres eran un abogado bastante importante de
la ciudad y un empresario que tenía varias gasolineras. Alice pensó que era la mejor
manera de distraerse y olvidarse de todos sus problemas. Había pasado toda la noche
con su madre en el hospital. Parecía que lo que había sucedido a su padre no era muy
peligroso, pero ahora que le había visto tan débil en aquella cama de hospital, se
había dado cuenta de todo lo que le quería y le necesitaba. Incluso estaba
replanteándose el regresar a Londres.
Las chicas entraron en la habitación y empezaron a sacar vestidos. Después todo
sucedió muy rápido. Escucharon un ruido fuerte, pero creyeron que era el viento
huracanado que comenzaba a levantarse. Otro golpe alertó a las tres y Helen fue a ver
qué pasaba, pero no regresó. Su prima Joyce le dijo que terminara de probarme el
traje, pero pasados unos minutos, tampoco regresó. Extrañada, Alice con uno de los

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vestidos de sus amigas caminó hacia el salón. No vio a nadie. Llamó a las chicas pero
no respondieron. Entonces alguien le agarró por la espalda, le puso un pañuelo en la
cara y perdió el conocimiento.
No pudo ver la cara de la persona que le estaba secuestrando, pero sintió que tenía
unos brazos fuertes. También le vino un fuerte olor a barro, pero imaginaba que con
la lluvia del exterior todo tenía el mismo tufo.
Cuando se despertó estaba atada por la espalda junto a sus dos amigas. No había
mucha luz, únicamente la de una especie de claraboya sucia cubierta con un trapo
negro. Al principio, cuando abrió los ojos, no pudo ver nada. Después distinguió un
cuarto repleto de trastos con forma de buhardilla. La lluvia caía con fuerza sobre el
tejado metálico, pero su sonido al menos le hacía sentirse viva.
—Helen, Joyce. ¿Estáis bien? —preguntó Alice con la esperanza de que sus dos
nuevas amigas no estuvieran heridas o algo peor. Sus palabras apenas fueron
inteligibles a través de la mordaza.
Un largo silencio le hizo ponerse aún más nerviosa, pero intentó seguir los
consejos de su padre. Él siempre decía que la única manera de enfrentar una situación
así era con una mente fría. Intentó moverse y comprobar la fuerza de la cinta aislante
que atrapaba sus manos, después hizo lo mismo con los pies. No sería fácil romper
las ligaduras y tratar de escapar.
—¿Estáis bien? —insistió en preguntar la chica. Después se zarandeó con fuerza.
Sabía que ellas no podían entender lo que decía, pero al menos quería asegurarse de
que no estaban muertas.
Alice recordó las palabras de su padre. Una personas secuestrada por un asesino
tenía posibilidades de escapar en las primeras 24 horas, la mayoría de los rehenes de
psicópatas no aguantaban más de 48 horas con vida. Debía darse prisa en pensar un
plan. Prefería morir en el intento que a manos de algún loco.
Una de las chicas se movió. Alice giró la cabeza y la contempló por unos
momentos. Era Helen, tenía el pelo largo y rubio enmarañado. La frente parecía
manchada de sangre y el rímel corrido de los ojos los empequeñecía aún más. Pero al
menos estaba viva. La otra chica también se movió levemente. Si lograba que las tres
se unieran, sería mucho más fácil escapar.
Escucharon unos pasos que ascendían una escalera y una puerta que abría
lentamente. Una linterna les apuntó directamente a la cara y Alice comenzó a ponerse
muy nerviosa. Respiró hondo para recuperar los estribos y pensó en su padre. Él la
estaría buscando y no tardaría mucho en dar con ella.

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14 HURACÁN FUERZA 3

Estaban parados en un gran atasco. El viento soplaba con tanta fuerza que zarandeaba
los coches como si se tratara de hojas. Edward golpeaba el volante desesperado,
aunque sabía que si quería encontrar a su hija tenía que estar más calmado. Miró por
unos instantes a su esposa, se encontraba con la cabeza agachada como si orase. Le
extrañó aquella actitud en ella, que era prácticamente atea, pero imaginó que una
situación tan desesperada requería esfuerzos desesperados.
—¿Estás bien? —preguntó Edward a su mujer.
—Sí, simplemente quería…
—Ya…
—Perdona que durante todos estos meses me haya estado burlando de tus nuevas
creencias, pero me parecía increíble que alguien como tú estuviera a estas alturas de
la vida buscando la trascendencia. Aunque lo entiendo, cuando uno pasa los cuarenta
vuelve a cuestionarse todo. La realidad de la muerte parece mucho más cercana. Yo
he estado enfadada todo este tiempo. Sentía furia y rabia por haber perdido a mi
madre tan joven. Ahora puede perder a mi hija y creo que no podría soportarlo —dijo
Margaret rompiendo a llorar.
—Será mejor que confiemos en que Dios no permita que hagan daño a nuestra
Alice y al resto de chicas —comentó Edward, que poco a poco comenzaba a
calmarse.
—Yo he notado cómo ha cambiado. Eso que haces, que no sé cómo llamarlo, te
ha hecho mejor persona. Ojalá pueda hacerlo también conmigo. Durante mucho
tiempo he creído que tú eras el culpable de todo, pero no era cierto. Yo también he
tenido parte de culpa. Espero que salgamos de esta y podamos cambiar en algo las
cosas. No sé si tu Dios escucha las oraciones de una atea, pero le pido que cuide de
Alice hasta que lleguemos —dijo Margaret con la cara llena de lágrimas.
Edward metió la marcha atrás y golpeó al coche pegado a su espalda, después al
que estaba delante. La gente les miró desde sus vehículos asustados. Después con un
giro brusco salió de la carretera y comenzó a avanzar por la mediana. El agua pasaba
media rueda, a pesar de que estas eran de tamaño especial, pero continuó avanzando
mientras dejaba atrás a los cientos de coches atascados.
El vehículo avanzó a gran velocidad mientras parecía que todas las fuerzas del
infierno se desataban sobre ellos. El hombre recordó las palabras de la vidente, pero
se dijo que la última palabra no la tenía ella. Él era un hombre con fe y podría superar
las pruebas que parecía que el destino le ponía por delante.
Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, Edward torció el volante y regresó a la
carretera principal. Vieron a media docena de bomberos cortando un árbol de
enormes dimensiones que estaba sobre el asfalto. La lluvia y el viento los
zarandeaban, pero ellos se mantenían firmes en sus puestos. La vida de decenas de

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personas dependía de ellos. Al lado esperaba una gran grúa para levantar el tronco y
dejar libre la vía de acceso.
—¿Dónde está la dirección? —preguntó Edward—. No Conozco la ciudad.
—En el teléfono móvil dice que estamos a poco más de dos kilómetros. Muy
cerca. Tuerce a la derecha —le indicó su esposa.
—¿Qué casa es a la que vamos primero? —preguntó Edward.
—A la de Muna. La otra está mucho más lejos.
Atravesaron las calles esquivando ramas de árboles, contenedores de basura
derrumbados e intentando orientarse en el aguacero. Cuando llegaron a una de las
zonas cercanas a la calle principal, se detuvieron.
—Ahora tenemos que salir. Ese, ese edificio de enfrente —dijo Margaret.
—¿Crees que podrás con el viento o prefieres quedarte dentro del coche? —
preguntó Edward.
—No creo que permanecer en el coche sea más seguro —comentó Margaret
mientras observaba como poco a poco subía el nivel del agua. De continuar lloviendo
de aquel modo, la inundación podía llegar al medio metro de altura.
Se miraron antes de salir del coche. De alguna manera eran conscientes del
peligro que corrían, pero no podían quedarse de brazos cruzados. Alice les necesitaba
urgentemente.
La lluvia era muy fría. Parecía que se encontraban debajo de una catarata. En un
segundo estaban calados hasta los huesos y con las piernas metidas hasta las rodillas
en una mezcla de lodo, restos arrastrados por el agua y hojas de los árboles.
Edward aferró la mano de su esposa con fuerza. Sentía que desde hacía unas
horas eran verdaderamente una única persona. Cuando llegaron enfrente de la entrada
del edificio de cuatro plantas estaban agotados, como si hubieran corrido varios
kilómetros.
No encontraron a nadie por la calle. La electricidad no funcionaba y no había
manera de abrir la puerta. El hombre tomó una gran piedra del suelo y la lanzó contra
el cristal, después quitó el resto de cristales con su chaqueta enrollada en la mano
para no cortarse. Dentro del portal del edificio el agua había subido hasta el cuarto
peldaño, inundando parte de la planta baja. Subieron las escaleras a toda prisa. Por fin
estaban fuera del agua.
Margaret comenzó a tiritar de frío. El viento y la lluvia se colaban por los
ventanales del pasillo. Notaba la ropa pegada al cuerpo y la sensación de estar
embadurnada de barro y hojas. Se quitó algunas con las manos y siguió a su marido
hasta la entrada del apartamento. Llamaron insistentemente, pero no hubo respuesta.
—¿Qué hacemos? —preguntó Margaret.
—No hemos venido desde tan lejos para no entrar —comentó Edward. El hombre
intentó abrir la puerta con una tarjeta de crédito, pero como no pudo, comenzó a
golpear la puerta con el hombro.
Apenas había dado dos golpes fuertes, cuando escucharon una voz al otro lado de

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la puerta.
—¿Quién llama? —preguntaron desde el otro lado.
—Edward Rod y su esposa Margaret.
—¿Qué quieren? Hay un huracán azotando la isla.
—Por eso sería muy amable si nos abre. Mi esposa está agotada y tiene la ropa
empapada —dijo Edward intentando no perder la paciencia.
Escucharon como la chica quitaba varios cerrojos y después entornó la puerta.
Parecía medio adormilada, aunque Edward no podía entender como alguien era capaz
mientras se desataba un huracán fuera.
—Tengo todo hecho un desastre. He tomado unas pastillas para dormir y cuando
me han despertado he visto lo del huracán…
—¿Podemos pasar? —preguntó impaciente Edward con el ceño fruncido.
—Por favor —añadió Margaret con una sonrisa.
La chica abrió la puerta y entraron. Llevaba una bata corta de color rosa y un
pijama de pantalón del mismo tono. El apartamento estaba desordenado, pero como
cualquier habitación de adolescente, pensó Margaret mientras seguían a la chica.
—No hay luz, tampoco agua. No puedo ofrecerles nada —se disculpó la chica.
—No importa —dijo Margaret.
—¿Cómo está Alice? ¿Saben algo de ella? —preguntó Muna.
—Por ahora no. Queríamos hacerte algunas preguntas —dijo Edward.
—Bueno, ya les comenté todo lo que sabía. Las chicas se conocieron buceando, al
llegar la tormenta decidieron irse a la ciudad. No puedo decirles mucho más —dijo la
joven animándoles a que se sentaran en un sofá viejo, después de quitar alguna ropa
que le quedaba por planchar.
—Usted conoció al menos a tres de las victimas del hotel. El millonario ruso, el
hombre de negocios norteamericano y la chica alemana. ¿No es cierto? —preguntó
Edward.
La chica se sentó en una silla. Se cerró la bata como si se sintiera incomoda y
después les dijo:
—Realmente no les conocía. El millonario ruso fue a dos clases, en la segunda
falleció. A la mujer alemana la había visto en otra ocasión, pero no creo que
hubiéramos hablado nunca —dijo la joven.
—¿Conocía al hombre ucraniano y a la chica que le acompañaba? —preguntó de
nuevo Edward.
—No. Simplemente hago mi trabajo y vengo a casa. No tengo mucha relación con
los clientes. Algunos de ellos pueden ser muy desagradables. Al verte joven piensan
que pueden sobrepasarse contigo —dijo Muna, aunque al instante se arrepintió de
haber pronunciado aquellas palabras.
—¿Sabía que había chicas prostituyéndose en el hotel? —preguntó Margaret.
—Bueno, en todos los hoteles se mueve la prostitución, aunque de una manera
discreta —contestó Muna.

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—¿Entonces conocías a la chica? —preguntó Edward.
—Es posible que la haya visto. Aunque cuando yo llego al hotel esas chicas ya
han desaparecido —dijo la joven.
—¿Tú has ejercido la prostitución? —preguntó el hombre.
Aquellas palabras le sentaron como un mazazo en la cabeza a la joven. Siempre
había intentado sobrevivir haciendo lo correcto. Muna se puso en pie y busco entre
sus cosas un cigarrillo. Con las manos temblorosas se encendió el pitillo y respiro
hondo.
No sabía cómo actuar. Tenía que deshacerse de ellos, pero no sería fácil. Eran dos
padres buscando a su hija desaparecida. Tenía que contarles la verdad, al menos parte
de la verdad. No le gustaba enfrentarse a su verdadero pasado. Era demasiado
doloroso, pero en ocasiones era necesario. Tenía una misión que cumplir. Su vida no
podía pararse ahora, que estaba consiguiendo todo aquello que había deseado.
—Un par de veces me presté. Aunque nunca permití que me penetraran. Bueno,
los que provenimos del Medio Oriente tenemos algunas reservas con respecto al sexo.
Sam el recepcionista me lo propuso. Necesitaba el dinero y accedí. Uno de esos tipos
fue el americano. Él había estado aquí en otra ocasión, por eso esta vez me acosaba,
para que volviéramos a estar juntos. Tras el segundo cliente lo dejé. No podía hacer
eso con aquellos cerdos —dijo la joven. Sus manos temblaban, soportar la realidad no
era fácil, para alguien con una vida como la suya.
—¿Conocía a las otras chicas? —preguntó Margaret después de ponerse en pie.
—Bueno, no mucho. Únicamente a una chica libanesa, aunque no sé ni cómo se
llama ni dónde vive. Sam podría darles más información —dijo Muna, intentando
alejar a la pareja de su casa.
—Ok, iremos a verle, pero usted vendrá con nosotros —comentó Edward.
La chica abrió la boca, pero no dijo nada. Después se dio la vuelta y rebuscó en el
cajón de los cubiertos hasta encontrar un cuchillo grande. Lo blandió contra ellos y
les pidió que le dejaran en paz.
—¡No voy a salir en pleno huracán para ver a ese chulo! ¿Lo entienden? Ya les he
contado lo que sabía. Ahora les pido que se marchen. Han entrado en mi casa
avasallándome. Yo no tengo nada que ver con el secuestro de su hija —dijo Muna
con el rostro desencajado. Notaba que el efecto de las pastillas se le había pasado y
ahora recuperaba toda su fuerza.
—Suelta el cuchillo. No quiero que te hagas daño —dijo Edward levantando las
palmas de las manos.
—¡Fuera! ¡Ahora!
—Está bien —comentó Margaret—, únicamente queríamos que nos ayudara.
—Yo no tengo unos padres que me echen una mano. Mi vida ha sido muy dura.
Ya les he ayudado suficiente. Ahora, márchense y déjenme en paz —dijo Muna
intentando calmase un poco.
—Está bien —contestó Edward acercándose a la puerta sin dar la espalda a la

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joven. Su esposa estaba detrás de él.
Edward abrió la puerta, pero no llegó a atravesar el umbral. Con un rápido
movimiento se lanzó contra la joven y la desarmó torciéndole la muñeca. Ella soltó el
cuchillo, pero reaccionó girándose y derrumbándole al suelo. El policía no se
esperaba aquella agilidad ni fuerza, pero logró levantarse con rapidez, aunque apenas
se estaba enderezando cuando ella le pegó un rodillazo en la cara. El hombre se
quedó aturdido por unos instantes y la joven le golpeó en la nuca derrumbándole al
suelo.
Muna corrió hacia las escaleras descalza y con el pijama puesto. Bajó a toda
velocidad, mientras Margaret le seguía de cerca. Entonces notó que la agarraban del
pelo y tiraban de él con fuerza. La joven perdió el equilibrio cayó por las escaleras
rodando. Cuando llegó a la portería su cuerpo se derrumbó sobre el agua, que en parte
amortiguó el golpe.
Margaret se abalanzó sobre ella y se colocó a horcajadas sobre la joven. Sujetó las
manos a los lados y le pidió que se tranquilizase.
—¿Qué me tranquilice, zorra? ¡Suéltame ahora mismo! ¡No podéis llevarme a la
fuerza! ¿Quién os creéis que sois? Malditos…
La joven no terminó la frase. Margaret le pegó un puñetazo en plena cara.
Después le sumergió la cabeza en el agua.
—¡Vas ayudarnos a encontrar a ese hijo de puta! ¡La única zorra que hay aquí
eres tú! Hemos intentado ser razonables y educados, pero parece que no entiendes ese
lenguaje —dijo la mujer mientras la joven intentaba sacar la cabeza de debajo del
agua para respirar.
Edward bajó las escaleras y al ver lo que estaba sucediendo apartó a su mujer de
la joven.
—Margaret, tranquila —dijo mientras Muna sacaba la cabeza del agua y
comenzaba toser.
El hombre se inclinó hacia la joven y la sacó del agua. Después volvieron a subir
los tres al apartamento.
—Vístete. Nos marchamos en cinco minutos —dijo Edward.
La joven tenía el pelo enmarañado y los ojos rojos. Respiraba con dificultad y
parecía haber perdido todas sus ganas de luchar. Margaret le ayudó a vestirse y los
tres abandonaron el apartamento.
Cuando salieron a la calle, parecía que el huracán estaba remitiendo. La lluvia no
era tan fuerte. Caminaron hasta su coche, afortunadamente estaba en buen estado.
Edward sentó en la parte de atrás a la joven y decidió ponerle unas esposas. No quería
que comenzara a atacarles y perder el control del vehículo. Cuando arrancaron el
coche y salieron en dirección a la casa de Sam, al menos sintieron que estaban
avanzando algo. Aquello era más complicado de lo que habían pensado al principio.
La isla guardaba secretos que ellos no debían haber descubierto, pero Alice les
necesitaba y harían cualquier cosa para salvar su vida.

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Samia tardo varias horas en llegar de nuevo a su casa. En algunos momentos creyó
que no lo conseguiría, pero al final lograron desatascar la carretera y los coches
avanzaron lentamente hasta la ciudad. Cuando aparcó frente a su apartamento, el
barro se había secado sobre su piel. El olor a lodo y hierbas podridas casi le hizo
vomitar, pero al menos estaba viva. Salió del coche y con el agua casi hasta la rodilla
caminó los pocos pasos que la separaban de su casa. En ese momento la lluvia no era
tan intensa, como si lo peor del huracán ya hubiera pasado. Se encendieron las luces
de la calle y la joven rezó para que hubiera agua corriente.
Aprovechando la remisión del temporal, algunas personas habían salido a las
calles para recuperar sus enseres o simplemente para sentirse vivos de nuevo. La isla
era suficientemente rica, para que no se dieran los saqueos que se producían tras una
catástrofe en otras partes del mundo.
Samia entró en el cochambroso edificio, que parecía aún más deteriorada desde el
temporal y abrió la puerta con la llave. El agua no había penetrado dentro de la casa y
todo parecía seguir en orden. La sangre ya no cubría la cama y el suelo del
apartamento. De alguna forma sentía que nada de lo ocurrido en las últimas horas
había sucedido en realidad. Ya había experimentado eso en varias ocasiones.
Mientras se quitaba la ropa comenzó a pensar cómo sería su vida a partir de ese
momento. La muerte de Sam le dejaba fuera del negocio de los hoteles, aunque podía
intentarlo en otro, empezar de cero siempre era duro. La mayoría de los
recepcionistas se aprovechaban de ella, le prometían trabajo y luego le echaban a la
calle. En ese sentido Sam era un buen profesional. Tal vez era el momento de irse de
la isla. Siempre había soñado con viajar a Estados Unidos y buscar un futuro mejor.
Empezar de nuevo podía parecer muy duro, pero también era esperanzador. No se
sentía especialmente contenta de cómo había sido su vida en el último año, tampoco
de la gente que había conocido y de la soledad que parecía atenazarle poco a poco el
alma. Su mente tenía tantos compartimentos estancos en los que prefería no entrar,
que prácticamente no pensaba nunca.
Se acercó hasta el baño desnuda. Abrió el grifo y primero salió un chorro de agua
negruzca, pero después comenzó a salir clara y con más presión. Entró en la bañera y
dejó que el agua limpiara el lodo, las hojas pegadas a su cuerpo y el sudor. En un par
de minutos, la sensación de suciedad dejó paso a una reconfortante comodidad. Lo
había sentido muchas veces. Sobre todo cuando se quitaba las babas y restos de sus
clientes.
Después de la relajación sintió por varias partes de su cuerpo los moratones de la
pelea con Sam y su aventura en los acantilados. Tenía las piernas magulladas, varios
cardenales en los brazos y en la cara. Nada que no pudiera disimular algo de
maquillaje.

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Se colocó un albornoz y una toalla en el pelo. Después buscó su ordenador
portátil y lo conectó. Afortunadamente también había internet. Buscó los vuelos del
día siguiente. Todos estaban suspendidos por el huracán. Esa isla se había convertido
en una cárcel, al menos las próximas 24 horas.
Samia escuchó como sus tripas comenzaban a sonar. Se dirigió a la pequeña
nevera y sacó un par de yogures, después una pequeña rebanada de pan con
mermelada de arándanos y una Coca Cola. Desde hacía años, la comida era
simplemente una necesidad, no sentía ningún placer al ingerirla. Realmente no sentía
placer por nada. El sexo era un esfuerzo y un sacrificio, nunca se permitía un
capricho ni una ilusión. Aquella manera de anestesia permanente le había hecho
resistir todas las adversidades, pero le imposibilitaba a la hora de amar. Guardaba
tanto rencor en su alma, sentía que era imposible perdonar a todas las personas que le
habían hecho daño. Además, muchas de esas personas no le habían dañado
únicamente a ella, eran verdaderas pirañas de la dignidad de los otros. Devorando
siempre a las personas débiles que dependían de ellos.
—No les he dado de comer —dijo Samia en voz alta. Se puso unos vaqueros
recortados y una camiseta sin mangas descoloridas y preparó tres tostadas y un poco
de leche. Tampoco tenía mucho más que ofrecerles.

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15 HURACÁN FUERZA 4

Tenía las muñecas doloridas, pero pudo comer algo y sobre todo beber. Hacía horas
que tenía mucha sed. Después aquel desconocido volvió a colocarle la mordaza,
como al resto de sus amigas. Apagó la bombilla que colgaba del techo y salió de la
habitación. Durante algo más de cinco minutos se quedaron quietas y en silencio.
Alice intentó recordar los detalles de su secuestrador. Mediana estatura, delgado,
vestido con pantalones de pinzas usados y unas botas. Algo poco usual en una isla
tropical. Tenía la cara tapada, pero lo poco que había visto del cuello y de los brazos
le hizo pensar que era blanco, posiblemente europeo.
Helen se movió a su espalda. Les habían vuelto a colocar las manos por detrás.
Alice comenzó a intentar ponerse en pie, pero era inútil. Lo tenían que hacer las tres a
la vez. Les hizo gestos y sonidos para que la siguiesen, pero las dos norteamericanas
tenían demasiado miedo para reaccionar.
Alice comenzó a morder la cinta aislante que tenía en los labios. A veces fallaba y
se mordía la carne, pero pasados diez minutos había logrado abrir un agujero y
después agrandarlo, hasta que logró comunicarse en las dos norteamericanas.
—Tenemos que ponernos todas en pie a la vez. Puede que tengáis miedo, pero os
aseguro que es mucho peor quedarse paradas. Ese loco regresará. Fuera debe haber
un huracán y si no nos mata él, lo hará el viento derrumbando este tejado —dijo Alice
con tono firme. Quería transmitirles toda la seguridad posible.
Las dos amigas no reaccionaron, pero la joven continuó con su plan. Contó hasta
tres y se puso en pie bruscamente. Las dos norteamericanas se quedaron quietas y ella
terminó por derrumbarse al suelo de madera.
—Si no podéis poneros en pie, podemos llegar a esas cosas dando culetazos. No
será difícil. Ahora —dijo dando un pequeño salto.
Las tres chicas se movieron poco a poco para un lado, aunque Alice temía que
abajo escucharan el ruido.
—Un poco más suave —les advirtió a sus amigas.
Tardaron casi media hora en acercarse al cúmulo de trastos que había en la
buhardilla. Aquel pequeño esfuerzo las había dejado agotadas, pero afortunadamente
la adrenalina de la situación les mantenía firmes.
Alice se inclinó a un lado y quedaron tumbadas. Miró a los cacharros, no parecía
que hubiera nada cortante. La luz era demasiado débil para distinguir algunos objetos,
pero después de un rato, la joven logró ver lo que parecía un avión de hojalata.
Aquellos juguetes hacía décadas que no se fabricaban, pero la casa debía ser muy
antigua. Lo que significaba que se encontraban en alguna parte del casco antiguo de
la capital o en alguna villa a las afueras. Tenía que recordar todo aquello, para
decírselo a su padre en cuanto encontrar un teléfono.
Alice puso la cara en el suelo y cogió con los dientes el pequeño avión de

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hojalata. Tenía que arrojarlo hasta su espalda y esperar que cayera a la altura de las
manos. Lo intentó la primera vez, pero rebotó en el hombro y repiqueteó en el suelo.
—Mierda, espero que la lluvia amortigüe el ruido —dijo en un murmullo.
Después se tumbó de nuevo en el suelo intentando agarrar el avión.
La joven tuvo que repetir la operación hasta cinco veces hasta que consiguió
aferrar el avión de hojalata con las manos. Aprovechó la parte de las alas para cortar
la cinta aislante. Tuvo que emplear más de veinte minutos para conseguirlo, pero al
final logró liberarse. Después cortó rápidamente las ataduras de los pies y liberó a sus
amigas.
—Tenemos que andar con cuidado. No sabemos de qué es capaz ese tipo —dijo
Alicia mientras caminaba despacio por el suelo de madera.
—Sería mejor que nos quedáramos aquí y que la ataquemos cuando entre de
nuevo —sugirió Helen.
—No podemos arriesgarnos tanto. Ayudadme a subir allí —dijo Alicia señalando
la ventana de la buhardilla.
Las dos amigas le ayudaron a auparse y la chica se aferró a la ventana. Después
retiró la cortina. Lo único que se veían eras las gotas golpeando sobre el cristal.
Decidió abrir la ventana y, en contra de lo que ella esperaba, esta cedió rápidamente,
golpeando el techo.
Alice sacó la cabeza y miró las nubes grises, después notó el agua fresca de la
tormenta. Fue un placer sentirse de nuevo viva, como si lo ocurrido en las últimas
horas hubiera sido simplemente una pesadilla.
—Alice —escuchó a sus pies.
Cuando la chica miró, pudo ver la cara de terror de sus amigas. El secuestrador
había entrado en la buhardilla alertado por el ruido. Vio a las dos americanas aupando
a su amiga, que tenía medio cuerpo fuera. Su reacción fue inmediata. Sacó el cuchillo
que colgaba en el lateral de su cinturón y se aferró al cuello de Joyce. La chica soltó
instintivamente a Alice e intentó liberarse, pero a los pocos segundos, notó un corte
en la garganta. Se le nubló la vista y cayó al suelo sin respiración.
Helen al ver lo que sucedía a su prima soltó a Alice. La joven quedó colgando del
techo, confusa y nerviosa. Apenas podía ver lo que sucedía dentro y por unos
segundos dudó entre lanzarse de nuevo en el interior de la buhardilla e intentar
ayudar a su amiga o salir corriendo por el tejado.
El secuestrador corrió detrás de Helen hasta que le arrinconó en una de las
esquinas. La joven miró a su alrededor para buscar algo con lo que defenderse. Ahora
entraba algo de luz por la ventana y un aire fresco, que pareció despejarle un poco.
Unos patines brillaron en la oscuridad y Helen se agachó para cogerlos. Los aferró
con fuerza, como si trataran de dos escudos. El secuestrador blandió el cuchillo, pero
la joven paró los golpes con los patines. El hombre comenzó a desesperarse. Cada
vez atacaba con más furia a la joven norteamericana, hasta que le pegó la primera
cuchillada en la mano, dejando el pulgar colgando, unido al resto de los dedos por

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una pequeña franja de piel y músculo.
La joven gritó aterrorizada. El hombre sonrió bajó la máscara y se aproximó a la
norteamericana, para completar su trabajo. En ese momento Alicia atrapó con las
piernas el cuello del secuestrador y Helen aprovechó para darle una fuerte patada en
los testículos. El hombre se agachó por el dolor y Alice se descolgó del techo sobre
él. La cabeza del secuestrador impactó contra el suelo y las dos jóvenes corrieron
hacia la salida. Bajaron las escaleras de dos en dos. Llegaron a una especie de pasillo.
Vieron luz al fondo y llegaron hasta una barandilla que les conducía a las escaleras
principales.
Alice escuchó las pisadas del secuestrador a su espalda. Las dos chicas estaban
completamente aterrorizadas, pero Alice intentó mantener la calma. Su padre le había
dicho un millón de veces, que la única manera de salvar la vida en una situación
peligrosa era tener la mente fría.
—Escóndete en esa habitación —ordenó Alice a su amiga.
Cuando el hombre llegó a la altura de la joven comenzó a correr. Alice saltó
desde la parte alta de la escalera hasta el recibidor. Mientras el secuestrador descendía
pesadamente por las escaleras. La joven había llegado a la puerta. El pomo estaba
duro y no logró abrirlo. Cuando al final lo giró, el hombre ya estaba encima de ella.
—Creo que quieres jugar un poco —dijo el hombre mientras movía el cuchillo de
manera amenazante.
Ella intentó darle una patada en el estómago, pero él fue más rápido y tiró de su
pierna. La joven perdió el equilibrio y el secuestrador se sentó sobre su espalda. Alice
apenas podía respirar. Intentó moverse, pero fue inútil. Entonces sintió el cuchillo
metálico sobre la garganta y supo que había llegado el final.

__________________

El teléfono móvil de Edward sonó en su bolsillo. Al parecer las comunicaciones


habían vuelto o al menos eso parecía. Sin dejar de conducir miró la pantalla y leyó el
nombre de la doctora Holmes.
—Hola —dijo Edward cogiendo el móvil con la mano izquierda.
—Hola Edward. Ya han llegado los análisis del laboratorio. No quise decirte
nada, pero sospechaba que todas las víctimas habían sido adormiladas con algún tipo
de droga. Al parecer el asesino utilizó escopolamina, esta sustancia aletarga al que la
consume. La víctima no puede defenderse ni recordar nada —dijo la doctora Holmes.
—Eso explica la muerte de la alemana en la piscina y las del millonario ruso,
ucraniano y norteamericano —dijo Edward.
—Es una droga muy común que sale del beleño, la mandrágora o la brugmansia.
El asesino puede haberla fabricado el mismo. Por eso es imposible seguirle el rastro
—dijo la doctora.

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—Que le vamos a hacer. Tendremos que seguir investigando —comentó el
policía.
—Otro dato curioso que hemos descubierto en las victimas es que todas tenían en
la piel restos de unos líquidos especiales anti vaho, que se usan en las máscaras de
buceo —dijo la doctora.
—¿En todos los cuerpos o únicamente en los que murieron buceando? —preguntó
Edward.
—Los restos los hemos encontrado en todos los cuerpos —contestó la doctora.
—Gracias por todo —dijo el policía despidiéndose de la mujer.
Edward se quedó durante unos momentos pensativo. Muna había tenido relación
con casi todas las víctimas y había intentado escapar cuando el pidieron que fuera con
ellos para interrogar a Sam, el recepcionista. Ella tenía que saber dónde estaba Alice.
Cuando el coche se detuvo enfrente de una casa pintada de gris claro, Muna
comenzó a ponerse nerviosa. Sabía que Sam era capaz de contar cosas sobre ella, que
prefería que nadie supiera.
Edward salió del vehículo justo cuando comenzaba a llover con fuerza. La casa
estaba en un pequeño alto rodeada de un jardín salvaje. Se accedía por una corta
rampa de tierra de color rojizo, que por las lluvias estaba enlodada. Margaret salió
por el otro lado y ayudó a Muna a apearse del vehículo. Apenas había puesto la chica
el pie en el suelo, cuando comenzó a correr en dirección contraria. A medida que se
alejaba, el agua parecía cubrirle un poco más. Edward tardó un segundo en
reaccionar, pero después del ataque de ansiedad del día anterior y sus problemas de
corazón, no quería forzar demasiado su cuerpo. Margaret le adelantó y llegó casi a la
altura de la chica. Esta logró escabullirse en el último segundo, pero Margaret se
lanzó sobre ella y la derrumbó.
—¿Dónde crees que vas? —preguntó la mujer a Muna. Esta intentó zafarse, pero
Margaret la agarró con más fuerza.
Edward llegó exhausto hasta ellas. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos
sobre sus piernas, para recuperar el aliento.
—¿Por qué has huido? —preguntó el policía.
—Escuché la conversación por teléfono y estoy casi convencida que piensa que
fui yo la que secuestré a su hija, pero no es cierto. Yo no sé nada de su hija. Me están
reteniendo contra mi voluntad. Me llevan esposada como si fuera una delincuente —
dijo Muna entre sollozos.
Los tres estaban totalmente calados por la lluvia. Margaret miró a la joven y le
dijo:
—No me vas a convencer con tus lágrimas de cocodrilo. Una mujer sabe cuándo
otra está mintiendo. Puede que esa táctica te sirva con los hombres pero no conmigo.
¡En pie! —ordenó la mujer.
Caminaron de nuevo hacia la casa. El viento era tan fuerte y la lluvia tan intensa
que les costó regresar. Cuando comenzaron a ascender el pequeño sendero de tierra,

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el lodo se les pegaba a los zapatos. Al final llegaron al porche y subieron por la
escalera. Una vez arriba, Edward llamó con fuerza sobre el cristal de la puerta de
madera, pero nadie respondió. Después miró a través de una de las ventanas, pero no
logró ver a nadie.
—Será mejor que entremos —comentó el policía. Después forzó la puerta y los
tres se introdujeron en la casa.
La casa estaba en completo silencio. Lo único que se escuchaba era la intensa
lluvia que rugía en el exterior y la madera de las paredes que crujía por la fuerza del
viento. En el interior apenas había muebles. Únicamente un sofá viejo y raído, una
mesa vieja de madera con dos sillas redondas y un aparador con los cristales rotos.
Caminaron hasta la cocina. Aquello parecía una verdadera pocilga. El fregadero
repleto de cacharros, la encimera renegrida y pegajosa, restos de comida por todas
partes y un olor desagradable a podrido.
—Creo que tu amigo es tan desagradable como tú —dijo Margaret, que empezaba
a cansarse de la actitud de víctima de la joven.
Edward se fue a la habitación, pero no encontró nada importante. Registró la
pequeña casa de arriba abajo, aunque fue inútil. Cuando regresó al comedor, la joven
estaba sentada en el sofá mientras su esposa le vigilaba.
—No he encontrado nada —dijo el hombre.
—Tiene que haber algo. Papeles, dinero… —dijo Margaret.
—Lo tendrá escondido en otra parte —comentó Edward.
—Ella sabe más de lo que nos ha contado —dijo Margaret señalando a la chica.
Después se agachó y le dio un puñetazo en toda la cara. La joven intentó protegerse
con las manos, pero la señora comenzó a darle en las costillas con todas sus fuerzas.
—¡Para! No puedes hacer eso, ni siquiera sabemos si ella tiene algo que ver —
dijo Edward, apartando a su mujer de la joven.
Margaret tenía el pelo enmarañado y la cara cubierta de lágrimas. Se sentía
rabiosa y desesperada, no podía quedarse de brazos cruzados y dejar que su hija
muriese.
—Y han pasado casi ocho horas de la desaparición. Cada vez nos queda menos
tiempo para encontrar con vida a nuestra hija. Alice lo es todo para mí. No podría
vivir sin ella y menos sabiendo que estos sádicos la han torturado —dijo la mujer.
—Tranquila, la encontraremos, pero debemos mantener la calma dijo Edward
abrazando a su esposa.
La joven se incorporó. Tenía moratones por todo el cuerpo, pero sabía que debía
intentar ser razonable. Dos padres desesperados podían ser más peligrosos que un
asesino a sueldo.
—No conozco mucho de Sam, pero quiero que sepan que yo no tengo nada que
ver con la desaparición de su hija. Es cierto que les mentí al principio al decir que no
le había tratado y que no sabía nada de las chicas que se prostituían, pero no quería
que nadie supiera lo que hice. Fue un error prostituirse, pero necesitaba el dinero.

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Todos cometemos errores, pero eso no significa que sea una asesina —dijo Muna
entre lágrimas.
Margaret frunció el ceño y se aguantó las ganas de volver a pegarle un puñetazo.
—Yo he perdido a mis padres en Irak, ellos eran todo lo que tenía. Como su
Alice, yo era hija única. Entiendo por lo que están atravesando —dijo poniendo una
expresión de tristeza.
—¿Conoces a otras chicas que se prostituyeron? —preguntó Edward.
—De vista, pero no sé sus nombres —dijo la chica.
—¡Maldita zorra! —gritó Margaret perdiendo los estribos. Tiró de los pelos de la
joven con fuerza y esta se retorció de dolor.
—¡No sé nada! —gritó entre gemidos.
El hombre apartó a la mujer, pero justo en ese momento escuchó algo.
—Silencio —dijo poniéndose un dedo sobre los labios.
—¿Qué sucede? —preguntó su mujer intrigada.
—¿No lo has escuchado?
—¿El qué? —preguntó de nuevo Margaret.
—Al pisar aquí se ha escuchado como si el suelo estuviera hueco —contestó
Edward.
—Fuera brama el viento y esta casa de madera cruje como una nuez a punto de
partirse, claro que no he escuchado nada —dijo la mujer.
Edward pisó de nuevo en la tabla y noto como esta se movía ligeramente.
—Ayúdame a mover el sofá —dijo Edward, después empujaron a la vez, con
Muna sentada encima.
El hombre se agachó y comenzó a golpear con la mano el suelo. Después estiró
del extremo de una lámina de madera y esta salió con facilidad, no estaba clavada.
Arrancó otras dos y miró en el hueco que había en el suelo.
Envuelto en una bolsa de plástico había una caja grande de puros. La sacó con
cuidado y la colocó sobre la mesa. Quitó la bolsa y contempló por unos segundos la
caja con ribetes dorados y un dibujo de plantadores de tabaco en el centro. La abrió
lentamente mientras las dos mujeres le miraban por encima del hombro. En su
interior había un gran fajo de billetes de 100 dólares, otro de billetes de 50 euros y
algunas libras. Al lado, un cuaderno pequeño y desgastado de tapas azules. El hombre
sacó el cuaderno y comenzó a ojearlo.
—¿Qué es eso? —preguntó impaciente Margaret.
—Es una especie de cuadrante de horarios y días. Pone unas iniciales, horas y
pagos. Aunque es difícil saber que significan las iniciales —comentó Edward.
El hombre continuó hojeando y después abrió el libro por el final. En él había una
lista de nombres y teléfonos. La mayoría era de mujeres.
—Son teléfonos de las chicas y algunos clientes —dijo el hombre.
—¿No hay direcciones? —preguntó la mujer.
—No, pero con los teléfonos y nombres podremos encontrar las direcciones —

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dijo Edward.
—Pero eso llevará mucho tiempo —contestó su esposa.
—No tenemos otra pista —dijo el hombre—. Voy a llamar a Mike.
Edward llamó al agente. Cuando al fin este cogió el teléfono, la cobertura era
muy mala.
—Te mando por mensaje varios teléfonos. Necesito que encuentres la dirección
de estas chicas cuanto antes. Creemos que alguna de ellas puede saber más sobre el
asesino o la persona que ha secuestrado a nuestra hija —comentó el hombre.
—Pero, nos han dicho que ya no está llevando el caso —contestó Mike.
—No llevo el caso, simplemente estoy intentando encontrar a mi hija antes de que
algún loco psicópata le mate. ¿Entiende? —preguntó enfadado el hombre.
—Perdone, señor —contestó Mike.
—En cuanto tenga las direcciones, mándemelas al móvil —dijo Edward.
—Espero que la cobertura se mantenga. Las previsiones del tiempo es que el
huracán tome fuerza 4, si es que no la tiene ya —dijo el agente.
—Aunque se desate todo el fuego del infierno, no dejaré de buscar a mi hija —
contestó el hombre y después colgó.
Los tres se quedaron en silencio. Edward intentaba aclarar su ideas y pensar el
próximo paso a seguir, Margaret se encontraba completamente bloqueada, la
desesperación comenzaba a hacer mella en su estado de ánimo. En la cabeza de Muna
había una única idea, escapar cuanto antes de aquellos dos padres desesperados.

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16 HURACÁN FUERZA 5

Samia subió una planta con la comida y abrió la puerta con su llave. La estaban
esperando hambrientas. Dejó los platos en el suelo y las tres gatas no tardaron mucho
en comerse todo. Su vecina Michel pasaba varios días a la semana de viaje, por eso
ella siempre se encargaba de cuidar de los animales. En muchos sentidos, le gustaban
más los gatos y los perros que las personas. La joven se paseó por el apartamento. Era
mucho mayor que el suyo y estaba mejor decorado. Michel era azafata de vuelos
internacionales, aunque estaba a punto de retirarse. Qué diferente había sido la vida
de ambas, pensó Samia mientras fisgoneaba en sus cosas.
Después de dar de comer a los gatos bajó de nuevo a su apartamento. Intentó
acceder de nuevo a Internet. Buscó una página de venta de billetes de avión y logró
sacar uno para Miami desde la isla principal, después buscó un vuelo a la otra isla.
Debido al temporal, los vuelos en dos días estaban cerrados o agotados, pero logró
reservar un billete de barco. Antes se le había desconectado internet en plena
operación. En unas horas estaría fuera de aquel maldito infierno.
Samia siempre tendía a pensar que la vida le negaba la felicidad, aunque ella
hacía lo correcto, muy pocas veces se cuestionaba a sí misma. Después de sacar los
billetes se tumbó en la cama. Estaba agotada. Después del estrés de las últimas horas,
ahora podía dormir un poco y esperar a que el huracán pasase. El viento del exterior
cada vez era más fuerte, pero ella había colocado las contraventanas y esperaba que
estas resistieran toda la noche.
La oscuridad que comenzaba a invadirlo todo cada vez hacía más difícil distinguir
entre el día y la noche. Por eso decidió ponerse los cascos con música y tumbarse. A
medida que el sueño iba adormeciéndola poco a poco, a su mente acudió la cara de
Sam justo antes de morir. Sonrió levemente al pensar que aquel cerdo se había
llevado su merecido, no era el primero. A veces era necesario tomarte la justicia por
tu mano. Desde niña había experimentado el acoso de los hombres. Compañeros de
clase, profesores en el colegio, después colegas del trabajo y por último su ex. Todos
ellos eran unos cerdos que no merecían vivir. A veces la sociedad era demasiado
mojigata para darles a todos esos acosadores y violadores su merecido.
El sonido del viento era cada vez más intenso, las contraventanas vibraban con
fuerza, pero Samia parecía ajena al huracán que la rodeaba, como si con ignorarlo
pudiera salvarse de él, pero nunca sirve de nada esconder la cabeza cuando todo a tu
alrededor está a punto de sucumbir.

__________________

La alarma había llegado demasiado tarde. Tim había llamado a su superior, pero

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cuando este había permitido que se diera alarma de Huracán Fuerza 3, el huracán ya
había superado la fuerza 5. Ahora era imposible evacuar la costa de la isla, casi 3000
personas podían estar en peligro.
Tim se sentía culpable. Había intuido que aquella tormenta era mucho más que un
poco de lluvia pasajera, cuando el ojo del huracán entrara por el noreste de la isla, no
dejaría nada en pie a su paso. Un huracán de aquellas características era capaz de
destruir casi todo lo que encontrara a su paso.
El viento comenzó a sacudir los cristales del edificio y el joven decidió entrar en
la sala de seguridad, un verdadero bunker de hormigón capaz de resistir cualquier
terremoto o huracán. Encendió la luz, aquel era uno de pocos sitios que tendría
corriente eléctrica y teléfono dentro de unas horas. Después miró las provisiones.
Había comida para más de dos meses, aunque el huracán se alejaría en menos de 12
horas.
Tim conectó la radio, la forma más fiable de comunicarse cuando los móviles
fallaban.
—Ya he mandado el aviso de huracán fuerza 5. Todo el mundo tiene prohibido
abandonar sus casas en las próximas 16 horas —dijo el joven por la radio.
—Ok, esperemos que el huracán cambie en parte su trayectoria —contestó al otro
lado el supervisor de seguridad civil.
—No creo, aunque siempre puede producirse un milagro —dijo Tim.
—Veremos cómo responde la isla al huracán, es el más fuerte que se ha producido
en décadas —dijo el supervisor.
—Los edificios nuevos están mejor construidos, pero el huracán arrasará la costa
y todas las casas de madera. Espero que la gente se esconda donde pueda —dijo Tim.
Después cortó la comunicación.
Nunca había vivido una situación como aquella y aunque era un amante de los
huracanes, no podía olvidar las terribles consecuencias que traían consigo. Conectó
las cámaras exteriores. Una impresionante columna de nubes parecía engullir poco a
poco la isla. Lo único que podía salvarla es que el viento cambiara y aumentara su
velocidad, una leve sacudida del huracán terminaría con docenas de víctimas, pero si
éste entraba de lleno en la isla, morían centenares de personas.

__________________

—No es seguro salir de la casa —dijo Edward cuando se acercó a la puerta.


La madera crujía y el tejado parecía desprenderse poco a poco del resto de la
casa.
—Podemos refugiarnos en el sótano y esperar que todo pase —dijo Muna
asustada.
En ese momento el teléfono de Edward vibró en su bolsillo. Cuando el policía

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miró la pantalla, había recibido un mensaje con tres direcciones; dos de ellas a
nombre de mujeres originarias de la isla y una residente de origen libanés.
—Me han llegado las direcciones, pero la única de origen libanés es Samia Sekul.
Está muy cerca de aquí, apenas a dos manzanas —comentó Edward.
—Pero no podemos salir de la casa —insistió Muna.
—Tenemos que ir —dijo Margaret, que parecía dispuesta a todo para recuperar a
su hija.
La mujer se dirigió a la puerta e intentó salir, pero el viento era tan intenso que la
derrumbó. Muna y Edward tardaron un buen rato en cerrar la puerta. Apenas había
logrado hacerlo, cuando los cristales de las ventanas comenzaron a estallar.
—¡Rápido, al sótano! —gritó Edward.
Se dirigieron a la cocina e intentaron abrir la puerta, pero parecía atrancada. El
hombre forzó el pomo, pero éste no respondía. Miró por la cocina y encontró un cazo.
Hizo palanca con el mango hasta que la cerradura cedió.
Entraron en la oscuridad del sótano. Edward iluminó el suelo con el teléfono.
Había unas escaleras que llevaban a una sala diáfana. Había muchas estanterías
repletas de latas de aceite, herramientas y otros cachivaches. Al fondo se encontraba
una lavadora vieja y una secadora oxidada.
—Parece la casa de los horrores —comentó Margaret.
Aquel ambiente tétrico, mientras fuera un huracán estaba a punto de llevarse la
casa, le hizo olvidar por unos segundos la situación de su hija y pensar en su propia
supervivencia.
Escucharon unos fuertes crujidos, después golpes fuertes, como si toda la casa se
estuviera derrumbando sobre sus cabezas. El techo comenzó a resquebrajarse y
Margaret se abrazó a su esposo. Nunca imaginó que moriría en un sótano mugriento
en una isla perdida del Caribe. Tampoco que su hija desaparecería sin dejar rastro,
muriendo antes de comenzar su verdadera vida. Intentó dejar de pensar en todo eso,
no quería volverse loca, pero aquel estruendo se introdujo en su cabeza,
destrozándole los tímpanos.
Edward sintió el cuerpo de su esposa sobre la piel. Todavía estaba empapada.
Tiritaba de frío y temor, mientras él intentaba mantener la calma. No podía hacer
nada para salvarla. La furia del huracán parecía estar sobre ellos. El edificio comenzó
a zarandearse y escucharon un fuerte crujido. Ahora lo único que les separaba de una
muerte segura era la base de la casa.
Muna se acurrucó a un lado del sótano. Nunca había vivido un huracán como
aquel. Aunque tenía la sensación de que su hora no había llegado aún, pero a veces la
mente era capaz de engañar a cualquiera. Ella lo sabía muy bien. No podías fiarte de
tus pensamientos ni de tu intuición. Colocó una puerta de madera de algún armario de
cocina viejo sobre su cabeza, cerró los ojos y esperó a que amainase el temporal. Con
suerte, pensó, el huracán se encargaría de los Rod y ella podría escapar. Un segundo
más tarde, el techo del sótano comenzó a desprenderse, mientras el polvo se

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levantaba por todo la gran habitación. Edward miró hacia arriba e intentó buscar una
salida. Tenían que hacer algo, antes de que el huracán arrancara el techo del sótano.
Otro fuerte crujido levantó la mitad del suelo y el hombre cogió la mano de su
esposa. Lo único que les podía salvar de una muerte segura era un milagro. Él creía
en milagros, pero no estaba seguro de que mereciera uno.

__________________

El hombre estaba sentado sobre su espalda y a ella le comenzaba a faltar el aire. Alice
intentó moverse de nuevo, pero no pudo. El cuchillo del secuestrado comenzó a
cortar levemente su cuello. Parecía que aquel sádico estaba disfrutando con todo
aquello, pensó la joven.
—No, por favor —suplicó Alice.
—Era cuestión de tiempo. No puedo arriesgarme a que escapes —dijo el hombre.
—Haré lo que me pida —dijo Alice intentando ganar tiempo.
—Es una oferta tentadora, pero no se puede mezclar el deber con el placer —dijo
el hombre. Después apretó el puño y se dispuso a rebanar el pescuezo a la chica.
En ese momento el secuestrador se sintió excitado. Le parecía algo increíble,
nunca había pensado que la muerte le estimulara. Aunque era más bien la sensación
de poder sobre sus víctimas. De todos los crímenes, el que más le había gustado había
sido el del ucraniano y la prostituta. En el resto había tenido que emplear métodos
más civilizados, pero con ellos había sido distinto. El ucraniano estaba en el jardín
retozando con la chica cuando él entró. Caminó despacio hasta el césped. Pensaba
que ya había hecho efecto la droga, pero comprobó que el champan estaba casi sin
tocar. La pareja se había dedicado a meterse rayas de cocaína y no habían tomado el
alcohol.
El ucraniano intentó levantarse cuando el colocó su cuchillo sobre el cuello. Le
miró del revés con sus grandes ojos grises, intentó quitarle el cuchillo, pero no lo
consiguió. No tardó mucho en degollarlo. Era más sencillo de lo que creía.
Simplemente hundió el cuchillo y lo pasó rápidamente por el cuello. Un gran chorro
de sangre salió por la carne abierta y comenzó a mancharlo todo. La prostituta estaba
paralizada por el miedo. No se atrevió a gritar ni moverse, lo que él aprovechó para
hincarle el cuchillo en el cuello y abrir hacia un lado. Por alguna extraña razón la
mujer le miró confusa, como si en el fondo no esperare su muerte. Después se
derrumbó sobre el ucraniano y él se quedó unos segundos contemplando su obra.
Ahora experimentaba exactamente lo mismo. Una mezcla de excitación y miedo.
Nunca pensó que su anodina vida pudiera convertirse en aquella emocionante carrera
de sensaciones. Hasta aquel año nunca se había saltado las reglas y no porque no lo
desease, simplemente por una mezcla de temor e inseguridad.
—Bueno guapa, creo que ya es hora de que nos dejes. Descansa en paz —

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comentó sarcásticamente. Para él la vida y la muerte no era más que una herramienta
para infundir el terror en sus víctimas, pero cuando estas ya no le proporcionaban
placer, no tenía ningún sentido mantenerlas con vida.
Empezó a cortar despacio, mientras Alice comenzaba a patalear y gritar. Él
prefería que las víctimas lucharan hasta el último momento, de esa forma sentía
mayor placer.
El hombre escuchó unos pasos a la espalda, pero se encontraba tan absortó
degollando a la chica, que no se molestó en girarse. Helen levantó los brazos y golpeó
la cabeza del secuestrador con todas sus fuerzas. Le había costado mucho llenarse de
valor, pero Alice le había salvado la vida, unos minutos antes, en lugar de escapar por
el tejado.
El secuestrador se quedó parado, sintió un fuerte dolor en la cabeza, pero no
pareció reaccionar. La joven le golpeó varias veces hasta que comenzó a sangrar y se
derrumbó sobre su amiga.
Helen tiró de la chica para sacarla de debajo del cuerpo del secuestrador. Alice
sangraba por el cuello, aunque la herida no era muy profunda. Parecía conmocionada
por la situación. Su entereza y sobriedad se habían disipado, parecía moverse como
una autómata.
Helen levantó a su amiga y ambas se dirigieron a la puerta, pero al abrirla un
vendaval las derrumbó en el suelo. La norteamericana volvió a cerrar la puerta con
dificultad. El huracán estaba en todo su apogeo. Decidió llevar a Alice a un lugar
seguro. Ambas se refugiaron en el baño a la espera de que amainara la tormenta.
—Gracias —dijo Alice, después de recuperar un poco las fuerzas.
—Era lo mínimo que podía hacer por ti —contestó Helen.
El aspecto de las dos chicas era horrible, cubiertas de sangre, con el cuerpo lleno
de moratones y la sensación de que aquella experiencia las marcaría de por vida. Ya
nunca más serían unas chicas despreocupadas intentando disfrutar de su juventud.
—¿Crees que vendrán a por nosotras? —preguntó Helen.
—Mis padres no pararán hasta encontrarme. Puede que a veces sean demasiado
protectores, pero me aman con toda su alma. Darían su vida por la mía. Qué triste es
tener que aprender las cosas de esta manera —dijo Alice, al mismo tiempo que se
echaba a llorar. La única cosa que deseaba en ese momento era ver a sus padres y
fundirse con ellos en un interminable abrazo.

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17 NOCHE

El huracán derrumbó el techo sobre ellos. Su furia había sido tan destructiva, que
cuando Muna levantó la cabeza, lo único que vio fueron los restos del sótano con
cientos de objetos desfigurados por su bestial fuerza. Levantó la puerta del armario de
la cocina. Estaba totalmente astillada por los impactos de piedras y fragmentos de la
casa, pero ella apenas tenía un rasguño. Estaba completamente blanca por el polvo y
los escombros, pero una fina lluvia comenzó a limpiarle suavemente, como si
después de su devastador paso, el huracán quisiera reconciliarse con los
supervivientes. Caminó entre los escombros y se dirigió a lo que quedaba de la
escalera, aunque era realmente poco. Apenas un par de peldaños cubiertos de restos
de estanterías, latas y maderas.
Muna miró a ambos lados, el cielo ya no estaba tan negro, pero la noche
comenzaba a llegar lentamente. La joven respiró aliviada y comenzó salir del hueco
del sótano. Cuando llegó a la superficie se quedó sorprendida por la desolación que
había a su alrededor. Las calles estaban encharcadas y todo tipo de objetos flotaban
en un agua sucia y pestilente. A lo lejos vio varios cuerpos muertos flotando sobre las
agua, entre ellos lo de algunos animales. Coches volcados, casas arrasadas y postes
de la luz caídos. Un espectáculo dantesco, que casi hacía irreconocible la ciudad.
Tenía la mente algo confusa, las últimas horas habían sido demasiado intensas y
ahora parecía que su cerebro estuviera simplemente sobrepasado por las
circunstancias. Comenzó a descender hasta el agua. Su confusión comenzó a
desvanecerse cuando sintió el frío de la turbia corriente. Tenía que salir de aquella
isla cuanto antes, aunque primero solucionaría un par de cabos sueltos.
El agua le llegaba a la cintura y caminaba con dificultad. Temía coger alguna
enfermedad, pero no le quedaba más remedio que continuar andando y confiar en su
fortaleza física. Llevaba mucho tiempo cuidando su cuerpo y preparándose para
cualquier eventualidad. Su vida era la de una persona acostumbrada a no echar raíces,
lo único que le quedaba era el horizonte. No había un lugar al que regresar, pero
podía comenzar de nuevo en otra parte, con una nueva identidad. Ya lo había hecho
antes y, aunque era duro olvidar quien eras, también era gratificante convertirte en
otra persona.

__________________

Mike estaba tumbado dentro de su coche, el vehículo se encontraba panza arriba en


mitad de la avenida principal de la ciudad. Su ayudante Fredy, parecía mal herido.
Mike intentó incorporarse, pero el cinturón aún le sujetaba fuertemente al asiento.
Cuando logró desatarse, cayó sobre el techo del coche.

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—¡Ah, mierda! —gritó el agente. Después se acercó a su compañero.
Fredy estaba tumbado, con los ojos cerrados y expresión de dolor. Tenía la cabeza
cubierta de sangre y una pierna atrapada entre el amasijo de hierro.
—¿Estás bien? —preguntó Mike mientras intentaba llamar por radio para que
enviaran una ambulancia. No tenía mucha fe en que los servicios de emergencia le
atendieran. En ese momento deberían estar recibiendo cientos de llamadas de toda la
isla.
—Me duelo todo, pero al menos respiro —dijo Fredy.
—Y yo que cogí este trabajo porque me parecía tranquilo —bromeó Mike, para
intentar animar a su compañero.
El agente tomó la mano de su amigo. Este la apretaba con fuerza, pero poco a
poco comenzó a aflojar, hasta que pareció completamente inerte. Mike cerró los ojos
de su compañero e intentó salir del coche. Se sentía destrozado. Por su culpa habían
estado investigando de un lado para el otro, en lugar de refugiarse del huracán.
Sabían que estaba en peligro la hija del jefe, pero había sido una estupidez arriesgar
sus vidas de ese modo. Ya no había marcha atrás, pero eso no le hacía sentir mejor.
Al final logró abrir la puerta y arrastrase hasta el suelo enfangado. Cuando pudo
enderezarse y comprobar que no tenía nada roto, miró el teléfono. Otra vez había
regresado la cobertura, por eso decidió enviar de nuevo el mensaje a Edward con el
nombre de la mujer que había comprado los amuletos de jade. Después levantó la
vista y observó la desolación que había a su alrededor.
A unos cincuenta metros un niño de seis años lloraba desconsolado junto a su
madre inerte. Mike se dirigió hasta él. Por un instante se le pasó por la cabeza pensar
cómo estaría su mujer y su hijo. Aunque él les había pedido que no salieran de casa,
nunca se sabía lo que podía suceder.
Cuando el agente llegó a la altura del niño, lo tomó en brazos y se dirigió al
centro de emergencias de la ciudad. Antes de que llegara a la esquina de la calle
contempló la larga fila con cientos de personas. Algunos tenían vendas en la cabeza o
en los brazos, pero la mayoría tenían sus heridas abiertas. Mike entregó al niño a una
voluntaria y comenzó a caminar hacia la dirección que le había enviado Edward antes
de que se quedaran sin cobertura.

__________________

El meteorólogo salió de la zona de seguridad y bajó las escaleras hasta la calle.


Cuando miró al exterior experimento un sentimiento de impotencia y tristeza. En
alguna manera, pensaba que era culpable de lo sucedido. Puso un pie sobre el agua
encharcada y comenzó a caminar por las calles de la ciudad. Lo hacía sin rumbo,
mirándolo todo, hipnotizado por toda aquella destrucción.
Cuando llegó al centro de la ciudad, contempló la aglomeración de gente frente al

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hospital, también en la policía y el centro de emergencias. Se dirigió al centro de
emergencias y se ofreció como voluntario.
Aquellas horas auxiliando a los damnificados le ayudaron a olvidar, prefería
mantenerse ocupado o sabía que se volvería loco. Apoyando a una enfermera atendió
a medio centenar de heridos, colocando vendas o desinfectando heridas. Mientras
curaba a la gente pensó que lo mejor sería regresar a su país en cuanto pudiera.
Después de aquel desastre, había perdido su afición por los huracanes. Nunca había
visto sus efectos directamente. Los muertos flotando en el agua, las casas
destrozadas, los coches volcados y el caos apoderándose de toda una isla. El olor a
muerte podía respirarse por todas partes.
Después de varias horas de trabajo salió al exterior para fumarse un cigarrillo. La
luna había salido, iluminando aquella noche estrellada. Las autoridades habían
habilitado un centro deportivo para que durmieran los afectados y la marea humana
había decrecido al final de la tarde. El agua comenzaba a retirarse, dejando a la vista
más cadáveres de animales y personas. Los bomberos y grupos de voluntarios los
habían amontonado a cientos en un campo de futbol cercano. Debían identificarlos y
quemarlos para evitar epidemias. Todavía no había un balance de víctimas y estaba
cortado el suministro de agua y luz en un 80% de la isla. Lo único que parecía
funcionar era el teléfono.
Tim estaba apurando la última calada cuando su compañero se acercó hasta él. Le
miró con el ceño fruncido y le dijo:
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en tu puesto?
El joven tiró tranquilamente el cigarrillo al agua y sin mediar palabra le dio un
puñetazo en los morros al hombre. Este cayó redondo al agua. Tim le señaló con el
dedo y le dijo:
—Estoy harto de ti y el maldito protocolo de emergencia. Mira lo que hemos
hecho, no sé si podré perdonarme esto alguna vez. Dimito, maldito cabrón.
El joven galés entró de nuevo al centro de emergencias. Pretendía estar toda la
noche atendiendo a heridos. Era lo mínimo que podía hacer en una situación como
aquella. Aunque no dejaba de decirse que poco se hubiera podido hacer para evitar
ese desastre y que la intensidad de un huracán no se podía predecir con exactitud, se
sentía totalmente hundido. Aquel lugar paradisiaco estaba completamente arrasado,
estaba convencido que reconstruirían la ciudad y repararían la costa, pero nadie podía
devolver a la vida las cientos de personas fallecidas. Mientras la noche ya cubría
completamente la ciudad, Tim lloró amargamente en un rincón del pasillo. El peso de
todas esas almas rotas siempre estaría sobre su conciencia. Sabía que ya no volvería a
ser el mismo, aquel terrible huracán había arrasado su vida para siempre.

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18 INCERTIDUMBRE

Escuchó el teléfono y despertó de un profundo sueño. Estaba cubierto de escombros y


el polvo le resecaba la garganta. Intentó moverse pero estaba literalmente aplastado.
Hizo el esfuerzo de sacar el teléfono del bolsillo y acercarlo hasta la cabeza. Le costó
un buen rato, pero al final lo consiguió.
—Jefe. ¿Dónde están? La casa del recepcionista está completamente hundida —
dijo Mike.
Tras enviar varios mensajes a Edward sin recibir respuesta se había asustado.
Sabía que algo andaba mal. Al llegar a la dirección indicada lo único que vio fue un
socavón lleno de escombros. Miró con su linterna por los restos de la casa, pero no
localizó a nadie.
—Estoy en algún lugar en la parte izquierda del sótano —dijo Edward. Notaba un
dolor agudo en hombro derecho, sentía el sabor de la sangre en su labio partido. Le
dolía tremendamente la cabeza y sentía que todos aquellos escombros le aplastaban el
pecho, pero al menos estaba vivo.
Mike comenzó a mover escombros en la zona que le había indicado su jefe y no
tardó en ver lo que parecía una pierna. Cuando retiró todo el escombro, pudo ver la
cara demacrada de Edward.
La luz de la linterna le hizo cerrar los ojos. Mike le ayudó a incorporarse, a pesar
del dolor en el brazo, no parecía tener ningún hueso roto.
—¿Has visto a Margaret? Ella estaba conmigo —dijo Edward al sentirse por fin
liberado.
—No —contestó Mike.
Los dos hombres comenzaron a mover maderas y piedras lo más rápido posible.
Después de veinte minutos continuaban sin encontrar a nadie. Edward comenzó a
desesperarse. Quitaba escombros como un autómata. Temía perder a su mujer y a su
hija. Todo lo que realmente merecía la pena en la vida.
—No está, Edward —dijo Mike frenando a su jefe.
—¡Tiene que estar! —dijo el hombre fuera de sí.
—Puede que no la encontremos, que se la llevara el agua o simplemente que
lograra salir y estuviera perdida en alguna parte.
El hecho de que no hubiera aparecido al menos le tranquilizaba, pero no llegaba a
consolarle. Ahora se encontraba en la tesitura de buscar a su esposa, que
probablemente estaba muerta, o a su hija.
—¡Vámonos! —dijo Edward, dejando los escombros a un lado.
—Tenemos que llevarle a un hospital —comentó Mike.
—Mi hija continúa secuestrada. ¿Cree que me importa tener un rasguño en el
brazo o en la pierna? Muévase, cada minuto que pasa es crucial.
Los dos hombres salieron del agujero y comenzaron a caminar. Edward parecía

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saber adónde se dirigía, pero su ayudante estaba confundido. Le sorprendía la sangre
fría de su jefe.
—Leyó mi mensaje —dijo Mike.
—No.
—Le decía que al parecer los amuletos de jade los compró una joven llamada
Samia.
—¿Samia? Es una de las chicas que aparecía en la libreta de Sam. Yo pensaba que
esa chica era una testigo, pero no podía imaginar que se tratara de una cómplice o la
asesina —dijo Edward sorprendido.
El agua había remitido en las zonas altas, pero en algunas partes de la ciudad
seguían inundadas. El camino hasta la casa de Samia no era muy largo. Apenas diez
minutos de camino, pero dado el deplorable estado de Edward, tardaron casi veinte
minutos en recorrerlo. El edificio era bastante viejo y cochambroso. El huracán había
arrancado algunas ventanas y postigos, pero al menos parecía mantenerse en pie.
La puerta del portal estaba destrozada, con todos los cristales rotos y una de las
hojas medio caída. Lo atravesaron pisando los cristales y entraron en la escalera a
oscuras. Aquella zona no tenía luz y tuvieron que utilizar la linterna para subir. La
oscuridad había invadido el cielo nocturno de la isla y parecía que se estaban
introduciendo en la misma casa del infierno.
Cuando llegaron a la segunda planta, la puerta estaba entornada. Entraron en el
apartamento. Tenía puestas contraventanas de madera y la oscuridad era total. Mike
alumbró la cocina, después la mesa y la cama. Ni rastro de la mujer.
De repente escucharon un fuerte golpe en el piso de arriba. Como si alguien
forcejease. Mike subió corriendo las escaleras y Edward le siguió con dificultad.
Cuando llegaron a la otra planta, escucharon las voces de dos mujeres.
Al abrir la puerta del apartamento, tres gatos salieron corriendo y maullando.
Mike dio un salto del susto, pero en un segundo se sobrepuso y sacó su pistola.
Empujó la puerta con fuerza y apuntó a las dos mujeres. Edward llegó un par de
segundos más tarde y también apuntó con el arma a las mujeres.
—Estense quietas —dijo Mike.
La linterna alumbró los rostros de Samia y Muna. Las dos estaban aferrándose
por el cuello, pero al ver a los agentes frenaron en seco.
—Está viva —dijo sorprendido Edward, que con la confusión había pensado que
Muna estaba muerta.
—¿Usted es Samia? —preguntó Mike a la otra joven.
—Sí, soy Samia —contestó la joven.
—¿Usted compró unos collares de jade? —preguntó de nuevo Mike.
La joven se quedó un momento pensativa. Después midiendo muy bien sus
palabras contestó:
—Sí, pero fue ella le que me pidió que lo hiciera —dijo señalando a Muna.
—¿Qué? Eso es mentira. Yo no tengo nada que ver. Samia y su compinche son

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los que organizaron todos. Yo los descubrí y me amenazaron con matarme si los
denunciaba. Estaba planeando huir. Abajo tiene los billetes, me imagino que con su
hombre —dijo Muna.
Los dos agentes se encontraban confusos. No sabían a quién creer.
—Yo vi los cadáveres del millonario ruso y la chica negra. Llegue a la habitación
para hacer un trabajo, pero llegue tarde. Una hora antes y estaría muerta. Salí
corriendo de la villa y me escondí en mi apartamento —dijo Samia.
—Pero ¿Compraste los amuletos? —preguntó de nuevo Mike.
—Me lo pidieron ellos… —dijo señalando a Muna.
—¿Quiénes? —preguntó Edward impaciente.
—Muna y su novio. Me dijeron que no podían ir a la ciudad para comprarlos. Me
pagaron muy bien por los collares. No entendía nada, pero acepté el dinero —
comentó la joven.
—¿Cuantos collares eran? —preguntó Mike.
—Eran diez amuletos iguales —dijo Samia.
—¿Diez amuletos? Pensaban matar a diez personas, afortunadamente solo les dio
tiempo a asesinar a seis —dijo Mike.
—Eres una zorra mentirosa. Fuiste tú la que organizaste todo y me amenazaste
con matarme si lo descubría. Sam te dejaba entrar en todas las villas, él tenía la llave
maestra. Seguro que lo has matado, para escapar con el francés.
Los dos agentes seguían el cruce de acusaciones entre las dos mujeres, pero sin
llegar a entender nada.
—Me da igual quién sea de las dos. Quiero que me digáis ahora mismo dónde
está mi hija Alice o comenzaré a disparar primero a una y luego a otra hasta que
contestéis —dijo Edward apuntando a Samia.
—El francés y ella tenían una casa al norte de la isla. Rodeada de una gran finca
con bananos —dijo Muna.
—Es mentira, es ella la que tiene esa casa con el francés. Lo de su apartamento es
otra más de sus mentiras. Les ha contado que es iraquí y huérfana. Lo único que hace
es mentir. ¿No lo entienden? —dijo Samia desesperada.
—Quiero que me lleven a esa casa ahora mismo. Ya descubriremos cuál de las
dos miente —dijo Edward. Después con un gesto les indicó que salieran de la casa.
Los agentes caminaron por las escaleras con las dos mujeres delante. Bajaron las
escaleras despacio hasta el portal.
—¿Cuál es su coche? —preguntó Mike a Samia.
—Es aquel —contestó señalando con el dedo.
Los cuatro entraron en el vehículo. Samia al volante y a su lado Muna, los dos
agentes estaban sentados en la parte trasera y no dejaban de apuntarles con sus armas.
Tardaron casi una hora en recorrer la isla. Las carreteras principales estaban
colapsadas y las secundarias cubiertas por troncos de árboles o coches volcados.
—No sé cuál es el resto del camino. Imagino que será siguiendo el sendero. La

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única vez que vine fue en su coche —comentó Samia señalando a la chica.
—Otra mentira más. Yo no tengo coche. Utilizo una pequeña moto para
desplazarme —dijo Muna.
—Para ir al trabajo sí, pero tenéis un coche. Me imagino que será del francés —
comentó Samia.
—Zorra mentirosa. Siempre va de víctima, pero es una prostituta vulgar, aunque a
todos les cuenta que es de buena familia y que su marido la maltrataba y por eso dejó
el Líbano —dijo Muna.
—¿Por qué nos dijo a nosotros que no conocía a ninguna de las chicas que
trabajan para Sam? —preguntó Edward que no sabía a quién creer.
—Tenía miedo, ya se lo he dicho. Pregunte a Samia que ha hecho con Sam —dijo
Muna.
La joven dio un volantazo y se salió de la carretera. Aprovechó que los dos
hombres se habían caído a un lado, para salir corriendo.
—Yo iré a por ella —dijo Mike.
—Ten cuidado —contestó Edward.
El agente salió del coche corriendo y se adentró en el bosque tras la mujer. Se
tropezó un par de veces con algunas raíces, pero mantuvo el equilibrio. Alumbró el
camino con la linterna y logró enfocarla un segundo.
—¡Como corre la muy…! —resopló el agente.
Llevaba casi diez minutos corriendo detrás de ella, cuando de repente la pista de
la joven se esfumó. Parecía que se la hubiera tragado la tierra. Mike ya no tenía
dudas, Samia era la culpable de todos esos asesinatos, aunque al parecer tenía un
cómplice. Debería capturarla, hacer que confesara y obligarla a que devolviera sanas
y salvas a las tres chicas secuestradas.
El hombre paró unos segundos para reponer fuerzas. Después se decidió a
regresar al coche, pero en ese momento escuchó una voz a su espalda.
—No entiende que esa mujer les está mintiendo. Soy inocente y puedo
demostrarlo —dijo Samia.
—Sí es verdad lo que dice, no tiene nada de qué preocuparse —dijo el agente.
—¿Puede prometerme eso? —preguntó Samia algo asustada.
—Sí —comentó el agente bajando el arma.
—Esa mujer es muy peligrosa. Mucho más de lo que imagina, está loca. Ha
tenido varias identidades, aunque no sé cuál es la verdadera. No estoy segura de que
me puedan proteger de ella —dijo la joven.
—Se lo prometo. No permitiremos que le haga ningún daño —dijo Mike.
La mujer salió de entre los árboles y se abrazó al hombre. Este no supo cómo
reaccionar, al final levantó los brazos e intentó consolarla.
—No le va a suceder nada…
Apenas le dio tiempo de terminar la frase. Sintió un pinchazo en el pecho, cuando
miró, una mancha de sangre cubría su camisa blanca sucia. El agente levantó la vista

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y ella removió el cuchillo en el pecho.
—No es nada personal. No me fio de la policía. Siempre me han causado
problemas. Será mejor que me ocupe de mis asuntos —después sacó el puñal y lo
hincó en el corazón.
El agente comenzó a expulsar sangre por la boca. Notaba que la vida se le
escapaba por momentos. Un segundo más tarde se derrumbó.
Samia limpió el cuchillo en la ropa del hombre y tomó su arma. Mientras se
alejaba, Mike sacó el móvil del bolsillo e intentó escribir algo. Se quedó a medias,
pero logró enviar el mensaje. Su último pensamiento fue que Edward llegara a verlo
antes de enfrentarse a aquella mujer.

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19 ALICE

Sentirse a salvo fue el peor error que cometieron. Después de golpear al secuestrador
se escondieron en un baño. Parecía que el hombre no reaccionaba y eso les hizo
confiarse un poco. Alice fue a la cocina, tomó un cuchillo y un bolso del pan. Metió
dentro un poco de comida, una linterna y agua. No sabían dónde estaban y era
sencillo que se perdieran entre los árboles. Helen estaba a su espalda, muda y con el
rostro demudado por el temor y la angustia.
—¿Crees que saldremos vivas de esta? —preguntó la norteamericana.
—Lo peor ya ha pasado —contestó Alice para tranquilizarle.
—Joyce está muerta en la buhardilla —dijo la joven echándose a llorar—, era mi
prima. ¿Qué diré a sus padres? Hace unas horas estábamos disfrutando en la playa de
las vacaciones antes de comenzar la universidad, pero ella ya no volverá a casa.
Alice la abrazó. No sabía qué se sentía al perder alguien tan querido, pero
entendía el estado de nervios de la chica. Ella misma se encontraba muy ansiosa,
aunque por ahora había logrado bloquear en parte sus sentimientos, para poder pensar
con claridad.
—Será mejor que nos marchemos. Puede que ese tipo tenga un cómplice —dijo
Alice.
—Pero, Joyce está arriba —dijo Helen con el rostro empapado de lágrimas.
—Ya no podemos hacer nada por ella —comentó Alice.
—No la podemos dejar arriba. Está sola —dijo Helen y se dirigió hacia la
escalera.
Cuando la norteamericana corrió escaleras arriba Alice la siguió para detenerla.
Al llegar a la parte alta, la joven se giró por instinto. Un escalofrío recorrió su
espalda. No estaba el cuerpo del hombre. Alice comenzó a temblar, sacó el cuchillo
de la bolsa e intentó parar a la norteamericana.
—El secuestrador está por la casa —dijo a Helen en voz baja.
La chica no le escuchó, subió a la buhardilla y abrió la puerta. El cuerpo de su
amiga estaba en la misma posición que le habían dejado. El cuello colgaba de un lado
en medio de un gran charco de sangre. Helen comenzó a gritar histérica. Alice le puso
una mano en la boca, pero ésta le mordió en la mano.
—¿Te has vuelto loca? El secuestrador está vivo. Tenemos que salir de la casa
cuanto antes —dijo furiosa, mientras se tocaba la mano herida.
—¡No! —gritó la norteamericana.
Alice la abofeteó para que entrase en razón. Helen se quedó callada de repente y
pareció recuperar la cordura.
—El secuestrador está vivo y no tardará en dar con nosotras.
Apenas había terminado la frase, cuando escucharon pasos. Alguien estaba
subiendo hacia la buhardilla. Alice se estremeció. Blandió el cuchillo e intentó pensar

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cómo escapar de nuevo.
El frío continuaba entrando por la ventana abierta del techo. Alice miró para
arriba y pegó un salto hasta aferrarse de la ventana. Se quedó colgando, sin logar
sacar el cuerpo por completo.
—¡Empújame! —gritó a su amiga.
Helen aferró los pies de su amiga y le dio un fuerte empujón. Alice se apoyó en
las manos y salió al tejado. Las planchas estaban empapadas y rodó por el techó. A un
par de metros tenía el vacío, tres pisos de altura. Su cuerpo continuó rodando, pero en
el último momento logró aferrarse a uno de los canalones. El tubo empezó a
desprenderse, pero ella logró subir de nuevo al tejado y gatear hasta la ventana.
Cuando llegó hasta ella y se asomó, vio el rostro aterrorizado de Helen pidiéndole
ayuda.
Alice extendió la mano. La norteamericana se aferró a ella con fuerza. No era
fácil levantar a la chica a pulso, pero Alice apoyó las piernas en el marco de la
ventana y tiró con todas sus fuerzas. Logró sacar medio cuerpo de la norteamericana.
Esta le sonrió, pero de repente su rostro se demudó.
—¡Alice! —exclamó con los ojos fuera de las orbitas.
Notó que algo tiraba con fuerza hacia abajo el cuerpo de su amiga. Se esforzó
todo lo que pudo, pero era imposible.
—¡Sálvame! —gritó desesperada Helen.
Alice tiraba con más fuerza, pero la norteamericana comenzó a aflojar las manos,
después miró fijamente a la joven y una bocanada de sangré le inundó la boca. Soltó
las manos y su cuerpo comenzó a hundirse en la ventana, como si un monstruo
estuviera devorándole.
—¡No! —gritó Alice tapándose la boca.
Ahora estaba completamente sola y aquel loco era capaz de cualquier cosa. Su
única esperanza era salir de aquella casa y no parar de correr hasta llegar a un lugar
seguro.

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20 BOSQUE

La cabeza del secuestrador apareció por la ventana y Alice supo que Helen estaba
muerta. Ahora su única esperanza era lanzarse desde el tejado, intentar no partirse la
crisma y esconderse en el bosque. La joven miró el abismo que había delante de sus
pies, después vio como el hombre se aproximaba y se decidió a saltar. Justo a un par
de metros de la fachada de la casa había una montaña de hojas y hierba cortada. Si se
lanzaba con el suficiente impulso sería capaz de alcanzar el montículo y amortiguar
en parte la caída.
Mientras volaba por los aires sintió que el estómago se le revolvía. Aterrizó en
mitad de las hojas, pero se machacó las rodillas que comenzaron a sangrar
copiosamente. Se puso en pie y observó el tejado, el hombre ya no se encontraba allí.
Comenzó a correr en dirección a los árboles, pero antes de que dejara la pequeña
explanada, vio al hombre salir por la puerta principal. No se podía explicar cómo
había tardado tan poco en bajar por las escaleras. Alice corrió hacia los árboles. Las
plantas habían crecido descontroladamente durante décadas, convirtiendo la antigua
plantación en una especie de selva. Era fácil esconderse allí, aunque no sabía lo que
podía encontrar entre la maleza. Tal vez serpientes o alacranes, tarántulas o cualquier
bicho viviente que se reprodujera en aquella isla, pensó mientras comenzaba a correr
entre la espesura.
Las ramas golpeaban sus piernas desnudas. Las lluvias producidas por el huracán
hacían que algunas zonas estuvieran anegadas. Cruzó grandes charcos que le llegaban
por encima de la rodilla y en un lugar estuvo a punto de quedarse atrapada en una
especie de tierras movedizas. Después de quince minutos corriendo, parecía que
había dado esquinazo a su perseguidor.
Escuchó el ruido de un motor e intentó encontrar el coche. Imaginó que tal vez
hubiera alguna carretera cerca. Durante un segundo le pareció ver una luz y corrió
para dirigirse a ella. Apenas había comenzado a caminar, cuando escuchó unas voces.
Venían del otro lado. Dudó un rato, pero al final corrió hacia ellas.
Las voces parecían discutir. Se asomó por unas ramas y vio un hombre con una
pistola y una linterna y una mujer que se abalanzaba sobre él. Después, el hombre
parecía tambalearse, para caer muerto al suelo. La mujer le quitó el arma y salió en
dirección contraria.
Alice se quedó petrificada. Aquel hombre parecía policía. Sin duda una de las
personas que le estaban buscando. Pero ¿quién era es mujer? ¿Dónde estaba su
padre? No se creía que él no anduviera cerca. Si alguien había averiguado dónde
estaba secuestrada, su padre no tardaría en hacer su aparición.
Escuchó de nuevo un motor y un coche que se alejaba. Corrió hacia el sendero,
pero cuando salió de entre los árboles, el coche ya había salido en dirección a la casa.
Mientras veía al vehículo alejarse intentó pensar qué era mejor hacer. Por un lado

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si corría por el sendero llegaría a alguna carretera principal, pero si regresaba a su
casa, vería a su padre y podría advertirle sobre lo que acababa de ver. Titubeó unos
instantes, pero al final comenzó a correr hacia la casa. No se consideraba alguien muy
valiente, pero deseaba con todas sus fuerzas abrazar a su padre. Nunca se hubiera
perdonado que le sucediera algo por su culpa.
Cuando se aproximó a la casa vio el coche aparcado, con los faros encendidos y
dos personas cruzando el umbral. Una de esas personas parecía su padre, aunque
antes de llamarle intentó acercarse para cerciorarse. La puerta se cerró y ella comenzó
a andar hacia la casa. Apenas había salido de la espesura, cuando la sombra del
secuestrador apareció por un lateral. Llevaba una pala en la mano. Sin duda quería
deshacerse del cuerpo de sus amigas. Los asesinos estaban borrando pistas. No
tardarían en desaparecer sin dejar rastro.
El secuestrador caminó hacia la puerta y la abrió. Alice aprovechó para correr
hacia la parte trasera de la casa. Temía que el asesino le viera antes que su padre y
pudiera hacerle algo. En la parte de atrás descubrió un cobertizo muy cuidado, que
parecía un gran despacho. También la entrada de la cocina. Subió los peldaños de
madera con cuidado y fisgoneó entre los visillos. Todo estaba oscuro. Tenía que
volver a entrar en esa casa de los horrores con pinta de albergar a una familia
perfecta, pero que ocultaba a un psicópata. Respiró hondo y abrió la puerta despacio.
Alice oró para que todo saliera bien. Lo único que quería era ver a su padre y regresar
a casa.

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TERCERA PARTE

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21 REGISTRO

Edward se temió lo peor. No podía seguir esperando. Pidió a Muna que se pusiera al
volante y continuara por el sendero. Estaba preocupado por el agente, pero a esas
horas se había perdido en el bosque o estaba muerto. Ahora tenía que pensar en su
hija. El coche circuló diez minutos por un camino estrecho de tierra. La vegetación a
veces tapaba parte del camino. A medida que se aproximaban a la casa, la ansiedad
del hombre aumentaba. Temía encontrarse a Alice muerta o herida. Durante las
últimas horas había intentado no pensar en Margaret, retrasar el duelo para
mantenerse sereno y enfrentar la situación, pero notaba que podía derrumbarse de un
momento a otro.
El final del sendero llevaba hasta un claro. Allí una casa de madera muy bien
construida y pintada de blanco, brillaba en la oscuridad. No se veían luces en las
ventanas ni ningún otro signo externo de vida. El coche se detuvo enfrente de la
puerta y Muna apagó el motor, pero dejó los faros encendidos. Se hizo un silencio
casi insoportable. El huracán había espantado a los pájaros y la isla parecía
completamente muerta.
—Espero que no intentes ningún truco, ya ha muerto demasiada gente —dijo
Edward a la joven.
Muna asintió con la cabeza. Ella también estaba agotada y quería que acabase
todo aquello.
Descendieron del coche y alumbrando con una linterna llegaron al porche de la
casa. La escalera recién pintada y labrada, contrastaba con las otras viviendas en las
que él había estado ese día. Por alguna razón, se había imaginado una casa tétrica, en
la que vivían un psicópata peligroso, pero a veces lo que pensamos está muy lejos de
la realidad.
Muna se paró enfrente de la puerta y Edward hizo un gesto para que la abriera. La
joven giró el pomo y empujó hacia dentro. La puerta se abrió con un leve chirrido. El
hombre iluminó el recibidor. Estaba despejado. Un aparador blanco con unas flores se
encontraba al fondo, tenía un jarrón chino encima de cierto valor.
—¿Esta es vuestra guarida? —preguntó Edward a la mujer.
—Ya le he dicho que no tengo nada que ver con todo lo sucedido. Soy una
víctima más —contestó Muna desesperada.
—¿Dónde están las chicas?
—No lo sé, nunca había estado antes aquí.
El hombre enfocó al suelo y vio algunas manchas de sangre. Podían ser de algún
animal o una herida superficial, pero a él le sirvieron para confirmar que las chicas
estaban en la casa. No era buena señal que encontrara sangre en la entrada, pero
esperaba Edward tenía la esperanzad de encontrar a las tres chicas aún con vida.
Entraron lentamente, mientras Edward no dejaba de mirar de un lado para el otro,

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utilizando a Muna de escudo.
Primero pasaron al salón. Todo estaba en orden, impoluto y sin signos externos de
lucha o violencia. El gran salón daba a un solárium con plantas y flores.
Edward probó con un interruptor y la luz se encendió.
—Deben tener un generador —dijo en alto—. Esta casa es un lujo, creo que les
marchaba muy bien el negocio del asesinato o ¿es mejor que diga que os marchaba?
—Lo único que he hecho es encubrirles, pero por miedo. Quería largarme de aquí
en cuanto pudiese. Hace tiempo que comprendí que esto no era el paraíso que
vendían las agencias de viaje. Estas islas, como otras muchas del Caribe están
podridas por la corrupción, la violencia y la prostitución. Este no es el destino de
inocentes turistas, aquí vienen millonarios que ocultan su fortuna del fisco, ya sea
porque esta es ilegal o para no pagar tantos impuestos. Mientras el mundo se
asfixiaba en una grave crisis, ellos vivían a cuerpo de rey —comentó la joven.
—No me importan tus alegatos clasistas. Únicamente me interesa encontrar a
Alice y sus amigas —contestó Edward.
Caminaron hasta la cocina, pero tampoco encontraron a las chicas. Registraron un
aseo, un despacho y otro salón pequeño, pero no había ni rastro de ellas. Estaban a
punto de subir a la segunda planta cuando escucharon ruidos fuera. Edward apagó la
linterna y se ocultó con la joven en una esquina de la entrada, bajo la gran escalinata.
Un hombre entró en la casa. Su silueta se reflejó en la luz de la luna. Llevaba una
pala en la mano y desprendía un agradable olor a tierra mojada.

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22 SOMBRAS

El hombre se quedó parado en el umbral. Después caminó despacio por el recibidor


mirando a un lado y al otro. Entró en la cocina y al otro salón, pero no vio nada
extraño. Se paró enfrente de la mesa del recibidor y encendió un pitillo. Su cara se
iluminó levemente en medio de la oscuridad. Apoyó la pala sobre el aparador y pensó
que ella nunca le dejaría entrar en la casa con los zapatos tan sucios y una pala
manchada de tierra. En ese momento todo aquello le daba exactamente igual. Le dolía
la cabeza y tenía cortes en las manos. Las chicas se habían empleado a fondo, sobre
todo esa putita mulata, la hija del policía. Tenía una media hora para largarse sin dejar
rastro, pero ella le había asegurado que estaría muy pronto en la casa.
Por unos instantes se le pasó por la cabeza largarse él solo con el dinero. Con
aquella fortuna podía vivir holgadamente el resto de sus días. Después de toda una
vida dedicada a proteger y aumentar el dinero de los demás, aquel era un cambio
sustancial.
Aspiró con fuerza el cigarrillo y le vino una tos fuerte, que le hizo agachar la
cabeza. Apenas estaba incorporándose, cuando sintió un fuerte golpe en la nuca. Notó
como la vista se le nublaba y perdió el conocimiento.
Edward miro al tipo sobre el suelo de la casa. Le había dado un buen golpe, pero
sabía que estaba vivo, aun debía decirle dónde estaban las chicas. Aprovechó que
estaba inconsciente en el suelo para propinarle un par de patadas. Sabía que aquello
estaba mal, pero aquel cerdo se lo merecía con creces.
—Ayúdeme a levantarlo y llevarlo al salón —ordenó el hombre a Muna.
La joven le ayudó a transportar al secuestrador. No era muy alto ni fornido, pero
pesaba lo suficiente para que a los dos les costara moverlo hasta la otra habitación. Le
sentaron en una silla y Edward utilizó las cuerdas de las cortinas para atarle a la silla.
Edward miró a la joven y le dijo:
—Registraremos el resto de la casa mientras este cerdo vuelve en sí.
Se dirigieron a la planta primera. En la parte derecha estaba la habitación
principal, tenía una gran cama con dosel, dos mesillas, un pequeño sillón y un
armario. Pasaron al baño anejo a la habitación, no vieron nada extraño. Recorrieron
las otras dos habitaciones más pequeñas sin encontrar ni rastro de las chicas.
El hombre comenzó a ponerse nervioso. Podría tratarse todo de un error. Aquella
casa perdida en medio de la nada, alejada de la ciudad, no parecía el mejor sitio para
llevar a las chicas. El secuestrador las expuso durante demasiado tiempo a la vista de
la gente. Mike seguía sin aparecer, por lo que se temía lo peor. Tampoco Samia, la
prostituta. Esperaba que su agente se encontrase bien. Demasiada gente había muerto
en las últimas horas.
Recordó de nuevo las palabras de la curandera que había ido a ver para
informarse de los amuletos. Ella le había dicho que toda su familia estaba en peligro.

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Tenía que haberse alejado de aquel lugar. Aquellas islas parecían el paraíso, pero en
su interior albergaban una gran maldad. Pensó en Margaret y su deseo de regresar a
Londres. También se acordó del reverendo James. ¿Qué haría él en un momento así?
¿Cómo se enfrentaría al mal? Supuestamente, como policía, toda su vida la había
dedicado a luchar contra el mal, pero nunca había sido consciente de la entidad que
este tenía. El mal era algo más fuerte que los deseos funestos de los hombres.
—Subamos a la buhardilla. Usted primero —dijo Edward a la joven.
—No hay nadie en la casa —comentó Muna.
—Las chicas tienen que estar en alguna parte —dijo Edward.
—Pues no lo están.
—Ese tipo llevaba una pala con tierra, si no las encontramos significará algo
mucho peor. Le aseguro que usted también pagará por esto —le advirtió Edward.
—¿Yo? Soy inocente, ya se lo he dicho —se defendió Muna.
—¿Inocente? Nos mintió. Conocía a las prostitutas y sabía que estaban robando a
los clientes. ¿Por qué debería creerle ahora?
—Esa puta mentía. ¿Qué ha sucedido con su compañero? Seguro que esa zorra lo
ha matado. Ella es una asesina. ¿Cómo está tan ciego? Es capaz de matar a una
inocente por su sed de venganza —dijo Muna fuera de sí.
Edward le empujó para que subiese las escaleras. La joven se tropezó pero se
puso rápidamente en pie. La puerta de la buhardilla estaba abierta. Entraron y vieron
un montón de trastos revueltos, pero ni rastro de las chicas. Al encender la luz
Edward vio abierta la ventana del techo, el suelo repleto de trozos de cinta aislante,
también había manchas de sangre en varios sitios.
—¡Dios mío! —gritó al ver el reloj de su hija en el suelo.
El hombre cayó de rodillas delante de la joven y comenzó a llorar. Muna pensó en
golpearle o salir corriendo, pero se contuvo. A pesar de superar los cuarenta y estar
herido, Edward era un hombre fuerte y no dudaría en matarla. Aquel hombre había
llegado al límite y ella comprendía muy bien que era estar absolutamente
desesperada. Era mejor persuadirle de que la dejara marcharse.
—¡Ese maldito cerdo! —gritó el hombre levantándose del suelo. Después, sin
prestar atención a la joven. Bajó de dos en dos las escaleras. Ya no sentía el dolor en
el brazo ni en la pierna. Lo único que quería era venganza.
Cuando llegó al salón, el hombre aún continuaba inconsciente. Tomó una de los
floreros de la mesa y lanzó el agua fría sobre su cara. Las flores se desparramaron por
el suelo, mientras el secuestrador parecía recuperar el conocimiento.
—Ahora vas a probar tu propia medicina —dijo el policía colocando su pistola en
la sien del secuestrador.
—¡No, por favor! —suplicó el hombre.
Edward le golpeó en la cara con el arma y el secuestrador comenzó a sangrar por
la nariz.
—¿Qué has hecho con las chicas? ¿Dónde está mi hija? —preguntó estirando del

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pelo del hombre para atrás.
—No sé nada —contestó el hombre.
—¿Dónde están? ¿Las has matado, verdad? —preguntó Edward totalmente
enajenado.
El policía apuntó a la rodilla del hombre y disparó. El estruendo se escuchó por
toda la casa. El secuestrador comenzó a gritar de dolor, mientras se retorcía en la
silla.
—Ahora quiero toda la verdad —dijo Edward apuntando a la cara del hombre.
—Ella me obligó. La conocía hace años, cuando llegó a la isla vino a verme y me
propuso un negocio. Pensé que era robar algo de dinero a los ricos, a los mismos que
habían provocado esta crisis. Con mi trabajo en el banco era fácil saber las cantidades
de la cuentas. Pero no pensé que íbamos a matarlos, tampoco que me pediría
secuestrar a las chicas…
—Pero lo hiciste, maldito cabrón y estoy seguro que disfrutaste con ello. Eres un
maldito sádico. Ahora te toca sufrir a ti —dijo Edward apuntado a la otra pierna.
En ese momento sonó el teléfono. Edward dudó en cogerlo, pero pensó que podía
ser Margaret. Todavía quería creer que estaba viva en alguna parte. Miró la pantalla
del teléfono y apreció el número de la doctora Holmes. Dudo en cogerlo, pero al final
pasó el dedo por la pantalla y contestó.
—¿Edward? Han llegado los análisis de las huellas que encontramos en la
habitación. Había de cinco personas. Las más abundantes eran las de las dos víctimas,
pero también había de un hombre y dos mujeres. No hemos logrado identificar la de
una de las mujeres y el hombre, pero al cotejar con la base de datos de la policía ha
aparecido un dato curioso.
—Venga, Doctora, no estoy para acertijos.
—Perdona, Edward. ¿No has encontrado a Alice?
—No, por eso cada segundo es importante —dijo impaciente el hombre.
—Las huellas que hemos encontrado pertenecen a Maryam Batool es una mujer
de origen pakistaní. Maryam está buscada desde hace meses por la Interpol por
asesinato. Al parecer mató a su psiquiatra y a la familia de este. Se esfumó sin dejar
rastro, pero sin duda las huellas son suyas —comentó la doctora.
—¿La ficha tiene una foto? —preguntó el policía.
—Sí, claro. Te la mando por correo —dijo la mujer.
—Gracias, me será de gran ayuda.
—Suerte, espero que encuentres a tu hija. Un abrazo —dijo la doctora antes de
colgar.
El hombre miró el móvil e intentó buscar en el correo, cuando escuchó una puerta
que se abría a sus espaldas. Se giró y apuntó a las sombras. Pensó que se trataba de
Samia. Sin duda había vuelto para intentar matarle o liberar al hombre.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Edward a modo de advertencia.
Samia entró encañonando a Muna. Las dos caminaron hasta situarse a un par de

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metros del policía.
—Estaba intentado huir —dijo Samia.
La prostituta ya no parecía la débil mujer de hacía unas horas. Ahora se mostraba
segura y arrogante.
—Suelte el arma —le ordenó Edward.
—No, primero quiero que esta puta confiese que yo no tengo nada que ver —dijo
Samia.
—No le puedes engañar, sabe perfectamente quién eres —dijo Muna.
—Ya he dicho quién soy. Lo que no está claro es quién eres tú. Tan camaleónica y
mentirosa —contestó Samia.
—¿Dónde está Mike? —preguntó Edward.
—No lo sé —contestó Samia.
—Eres una mentirosa. Lo has matado. ¿Cuánta gente más tiene que morir? —dijo
Muna.
Edward continuó apuntando a las dos mujeres. Esperaba que la doctora Holmes le
enviara cuanto antes la foto, para poder identificar a la asesina. Entonces vio el
mensaje de Mike, estaba sin terminar, pero apuntaba claramente a Samia como la
asesina y secuestradora de su hija.
—Suelta el arma Samia —dijo apuntando a la mujer.
—Ni hablar…
El policía disparó al hombro de la mujer y la mujer soltó el arma.
—Ahora sabrás como tu amiguito, lo que es sufrir —dijo Edward furioso.

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23 LUCHA

La escena parecía totalmente surrealista, pensó Alice mientras contemplaba a su


padre discutiendo con dos mujeres, mientras el secuestrador estaba atado en una silla.
La joven estaba a punto de entrar en el salón cuando observó como el secuestrador
lograba desatarse las manos y se ponía en pie para lanzarse sobre su padre. Intentó
advertirle, pero Edward estaba en ese momento disparando a Samia.
Alice corrió con el cuchillo en la mano hacía el secuestrador y, antes de que este
pudiera estrangular con la cuerda de las cortinas a su padre, se lanzó sobre su espalda
y le hincó el cuchillo. El hombre dio un gran quejido. Ella sacó el cuchillo y volvió a
hundirlo en los riñones del secuestrador. Este se retorció de dolor y cayó al suelo
agonizante.
Edward se giró bruscamente y apuntó a su cabeza. Cuando se dio cuenta de quién
era, el corazón comenzó a latirle más fuerte y se puso a llorar. Las lágrimas surcaban
su rostro sucio y lleno de heridas. Todo el dolor, el sufrimiento y la desesperación de
las últimas horas se esfumaron en un instante. Alice estaba viva y casi sin ningún
rasguño.
Los dos se fundieron en un abrazo y Alice comenzó a llorar. Los fuertes brazos de
su padre le devolvieron la seguridad perdida. Ahora ya no tenía miedo a nada. Soltó
el cuchillo, dejando que este cayera sobre el suelo de madera con un fuerte golpe.
—¡Dios mío, estás viva! Creí que te había perdido para siempre —dijo Edward
mientras no dejaba de abrazar a su hija.
—Mis dos amigas han muerto —dijo la joven.
—Lo siento —contestó Edward.
—Ese monstruo las mató y yo escapé de milagro, cuando vi vuestro coche regresé
a la casa. Esperaba que fueras tú, sabía que no descansarías hasta encontrarme —dijo
Alice sonriendo y llorando al mismo tiempo.
—No me creo que esto haya pasado —dijo Edward, mientras volvía a abrazar a
su hija.
Escucharon un ruido a sus espaldas. Las dos mujeres estaban peleándose. Muna,
aprovechando el brazo herido de su contrincante, le golpeó en la herida y esta la
soltó. Estaba pálida de dolor y por unos instantes pensó que se desmayaría.
Samia se aferró al cuello de Muna y logró derivarla.
—Yo no quería que me involucraras, pero tenías que hacerlo. Simplemente quería
regresar a casa y estar con mi hijo.
—Zorra embustera. No tienes ningún hijo, todo es mentira. Mataste al policía y a
toda esa gente. Eres una asesina —contestó Muna, medio asfixiada por la otra mujer.
Edward se dirigió hacia ellas. Intentaba separarlas, no importaba cuál de las dos
era la cómplice del secuestrador. En unos minutos recibiría el correo electrónico con
la foto de Maryam Batool y saldrían de dudas. Cuando escuchó el nombre recordó

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perfectamente el caso. Él ya estaba en las islas, pero siguió el espeluznante crimen en
Noche Buena de aquella bróker encerrada en el psiquiátrico de la City de Londres.
Fuera quién fuera la asesina, era muy peligrosa. Muy poca gente es capaz de matar a
sangre fría a casi todos los componentes de una familia, niños incluidos, la misma
noche de Noche Buena. Después aquella mujer se esfumó sin dejar rastro.
Alice y Edward lograron separar a las dos mujeres. Samia parecía mal herida.
—Es peligrosa —dijo Samia señalando a Muna—. Tiene cara de mosquita
muerta, parece que no ha roto un plato en su vida, pero es muy peligrosa. La conocí
en una tienda de amuletos, aquí se practica mucho el vudú y la magia negra. Quería
que echaran un maleficio a mi exmarido y ella me comentó que podía ayudarme si yo
la ayudaba. Llevaba meses desesperada y sin dinero. No sabía qué hacer y ella llegó
en el peor momento. Me pidió que engañara a los clientes. Les fotografiaba los
pasaportes y les registraba el teléfono móvil, pero no sabía que les harían daño. Lo
juro —comentó Samia con la voz entrecortada.
Alice se adelantó un paso y le dijo a la mujer:
—Te vi como disparabas al agente. Estaba escondida entre los árboles. Eres una
mentirosa.
La mujer pareció perder los estribos. Logró ponerse en pie y se abalanzó sobre la
chica. Alice retrocedió, pero Samia comenzó a estrangularle. Edward levantó el arma
y la disparó en la cabeza. La mujer se derrumbó en el suelo y dejó de respirar.

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24 DUDA

Muna comenzó a llorar. Se sentía agotada. Observó el cuerpo de Samia y del


verdadero Pierre Vivien sobre el suelo del salón. Se sintió en parte aliviada, aquella
pesadilla había terminado. Después miró el rostro de Edward, reflejaba una mezcla de
tristeza y consuelo. Su hija volvió a abrazarse a él. La escena le pareció
enternecedora. Pensó en sus padres, ya no estaban, se sentía sola en el mundo.
—Lamento haber dudado de usted —dijo el hombre.
—Yo en su caso tampoco me habría fiado de nadie —contestó Muna, intentando
sonreír.
—Esta pesadilla ha terminado —dijo Alicia.
Edward tomó el teléfono y llamó a emergencias. Después se comunicó con la
policía. Estaba tan cansado. Pensó en Margaret, no sabía dónde estaba. En cuanto
regresara a la ciudad comenzaría a buscar entre las víctimas. Aunque confiaba que
estuviera viva. Después de aquellos desgraciados días se había dado cuenta de nuevo
de todo lo que la necesitaba.
—Será mejor que la lleve a casa. Ya le tomarán declaración más tarde —dijo
Edward.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Alice, que hasta ese momento no había
pensado en ella.
—Está bien —contestó lacónico Edward.
—¿Cómo que está bien? —preguntó inquieta Alice.
—Sufrimos los efectos del huracán. Está hospitalizada y la verás cuando
recuperes fuerzas —mintió Edward. Después de lo que había pasado no le podía decir
que su madre estaba desaparecida o muerta a causa el huracán.
—Me estás ocultando algo. Conozco esa cara —dijo Alice con el ceño fruncido.
—No, tu madre está bien. Te llevaré al hotel y después de que hayas descansado
pasaré a recogerte —dijo Edward.
La joven le miró preocupada. Intuía que su padre no le decía toda la verdad, pero
se sentía tan agotada, que al final decidió creerlo. Salieron de la casa cuando los
primeros coches de policía estaban llegando a la explanada. Edward habló con ellos.
Después se metieron en el coche de Samia y regresaron al sur de la isla.
—¿Le importa si dejo primero a mi hija? —preguntó Edward.
—No, faltaría más. Ella lo ha pasado bastante peor que yo —contestó Muna.
La vuelta fue mucho más breve y relajada que la ida. El coche dejó la carretera y
entró en el complejo hotelero. Los tres fueron hasta la pequeña villa y Alice entró en
la casa.
—No me dejes dormir mucho. Quiero ver a mamá cuanto antes —dijo Alice.
—Tres o cuatro horas y vendré a por ti —contestó Edward.
El hombre la besó en la frente y Alice se quejó del rasguño que tenía en la cabeza.

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—Tal vez debía verte antes un médico —dijo su padre preocupado.
—No, estoy bien. Únicamente es un rasguño —dijo Alice sonriente. Después
cerró la puerta y dejó a los dos solos.
—Bueno, ahora le toca a usted —comentó Edward.
—Sí, creo que dormiré durante una semana. ¿Dónde está su mujer? —preguntó la
joven.
—Desapareció tras el derrumbe de la casa —contestó Edward.
—Lo siento, seguro que se encuentra en algún hospital. Me imagino que muchos
han perdido la consciencia. ¿Quiere que le ayude a buscarla? —preguntó la chica.
Edward se lo pensó por unos instantes. Aquella joven debía estar agotada, pero
por otra parte le parecía muy duro buscar a Margaret solo.
—No quiero ocasionarte más molestias. Será mejor que te deje en el apartamento
—comentó Edward.
—Estoy tan nerviosa, que dudo mucho que pueda descansar. Todo está devastado
y prefiero hacer algo. Me ha salvado la vida. Esta mala experiencia me ha ayudado a
conocerme más a mí misma. Mis limitaciones, pero también aquellas cosas que estoy
pasando por alto. Llevo demasiado tiempo lamentándome y creo que es hora de
emprender de nuevo el vuelo y continuar con mi vida —dijo la joven.
Mientras atravesaban la isla totalmente devastada por el huracán, Edward pensó
que a él le había sucedido exactamente lo mismo. Se sentía totalmente destruido y sin
fuerzas.
—Su esposa y su hija tienen mucha suerte de tenerle. Ya me gustaría a mí, que
alguien se preocupase por mí de esa manera —dijo Muna sonriente.
—No soy precisamente un padre ejemplar. Cualquiera habría hecho lo mismo en
una situación como esta —contestó Edward.
—Si no le importa, antes de acompañarle querría cambiarme. Estoy muy
incómoda con esta ropa manchada de sangre y lodo —dijo la joven.
—Sí, claro —dijo el hombre dirigiéndose al apartamento de la joven.
Lograron atravesar la ciudad, el caos se había corregido en parte, pero las calles
llenas de barro, las casas destruidas y los postes de la luz doblados o partidos, eran un
espectáculo dantesco. Edward recordó la primera vez que había pisado la isla.
Aquella sensación de serenidad y paz que transmitían las playas de arena blanca y
mares color turquesa.
Aparcaron cerca del portal. Subieron las escaleras. Edward sentía un fuerte dolor
en la pierna y el brazo. Se tuvo que parar un par de veces antes de continuar. Muna le
tomó por el brazo y el hombre dio un respingo.
—Lo siento, tiene mal el brazo y la pierna. Hice un curso de primeros auxilios,
podré ponerle al menos una venda. Después tendrán que verle las heridas en un
hospital —dijo la joven.
—Gracias —dijo Edward sonriente. Aunque la angustia con lo que había
sucedido con su esposa no le dejaba descansar.

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Muna abrió la puerta del apartamento y entraron en la casa. La joven le pidió que
se sentara un momento en el sofá. Tomó el botiquín y sacó algunas vendas, un
desinfectante, hilo y aguja.
—Me temo que no tengo anestesia, aunque puedo darle un par de calmantes —
comentó la joven.
—Se lo agradecería —dijo Edward.
La chica fue a por un vaso y le echó agua de una garrafa. Después tomó dos
pastillas y se las dio al hombre. Este las miró unos segundos, eran calmantes
normales. Después se los metió en la boca y bebió el vaso de un trago.
—En un rato se sentirá mucho mejor —dijo la joven.
—Gracias —dijo Edward.
—¿No le importa si me cambio? —preguntó Muna.
—Por favor, en cuanto termine nos vamos.
—Antes le miraré las heridas. Espero que primero hagan efecto los
medicamentos. No querría hacerle daño —dijo la joven.
Se dirigió hacia el baño y se quitó la camiseta. Su espalda morena brilló bajo la
luz del pasillo. Edward no pudo evitar mirar de reojo a aquel cuerpo perfecto, aunque
al segundo siguiente se quedó horrorizado en pensar en otra mujer, mientras Margaret
continuaba desaparecida.
—Me daría una ducha, pero no quiero abusar de su paciencia. Sé que está
preocupado —dijo Muna apareciendo sin sujetador, tapándose con las manos los
pechos.
—Bueno, cinco minutos más no cambiarán mucho —comentó Edward.
Notó que su voz parecía torpe y que las palabras se le amontaban en la mente.
Pensó que era el cansancio y una bajada repentina de la adrenalina, que durante todas
aquellas horas le había mantenido activo, a pesar de las heridas y el agotamiento.
—Ha hecho un buen trabajo —dijo la joven mientras se escuchaba el agua de la
ducha.
Edward vio entrar a la joven bajo el agua. Su cuerpo moreno brillaba cuando las
aguas cristalinas chocaban contra su piel, como decenas de miles de diamantes
minúsculos. El hombre giró la cabeza e intentó pensar en otra cosa. Notó un leve
picor en la nariz, pero, a pesar de intentar levantar la mano, no pudo. Estaba tan
agotado, se dijo mientras se quedaba quieto, con los brazos caídos a los lados y una
expresión hierática.
Muna salió de la ducha y con parsimonia se colocó una toalla en el cuerpo. Dejo
su pelo rizado suelto. Se lo secó un poco y se puso enfrente del hombre. El tono rubio
de su pelo había desaparecido por completo.
—Deje que le limpie y le cure esas heridas —dijo la joven.
Levantó un poco el pantalón corto del hombre. Sus piernas musculosas y negras
quedaron al descubierto. Muna limpió con un paño húmedo la herida, después le puso
un desinfectante y una venda. Realizó la misma operación en todas sus heridas. La

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joven parecía hacerlo de manera insinuante, como si se tratase de un juego. Él
permaneció completamente inmóvil.
—¿No siente dolor, verdad? No querría que sufriera más. Lo que le he dado le
dejará relajado por un buen rato.
Edward intentó hablar pero no pudo, a pesar de estar plenamente consciente, su
cuerpo ya no le respondía.
—No podrá moverse en algunas horas, tampoco sentirá nada, pero no se dormirá.
A veces pienso que la existencia sería mejor así. Nos evitaríamos muchos
sufrimientos. Yo no soy insensible, no lo crea. Sufro mucho por mí, la vida me ha
tratado mal. Todo este maldito mundo se encargado de joderme la existencia, pero
poco a poco estoy realizando mi venganza particular —dijo la joven sonriente.
—¿Por qué? —preguntó Edward con un gran esfuerzo. Sentía la boca
adormecida, como el resto de su cuerpo.
—Imagino que ya sabe quién soy. Mi nombre es Maryam Batool, nacida en
Inglaterra, aunque mi familia era pakistaní. Esta identidad es falsa, cuando llegue a
las islas tomé primero otra, pero me duró poco. Dicen cosas terribles de mí, aunque
nunca debe creer todo lo que la gente comenta de los demás. El doctor Lewin, mi
psiquiatra, era un hipócrita. Lo único que estaba haciendo con su familia era
destruirla. Odiaba a su esposa y yo le di la oportunidad de comenzar una nueva vida
alejada de convencionalismos, pero él prefirió continuar con su gran mentira. El
verdadero causante de la muerte de su familia fue él —dijo la joven. Después se sentó
en una silla enfrente de Edward y cruzó las piernas.
Tomó un cigarrillo de una repisa y lo encendió. Pegó varias caladas antes de
continuar. Necesitaba relajarse un poco, se sentía demasiado acelerada y excitada con
la situación.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo el hombre.
—¿Qué importan los malditos porqués? No siempre hay un por qué, pero ya que
lo quiere saber… Me fugué de Londres en el ferry a Bilbao. Gracias a los tratados de
la Unión Europea nadie me pidió pasaporte ni me hizo preguntas. Desde allí viajé a
Burdeos haciendo autostop, allí tenía un viejo amigo que me ayudó a recuperar algo
de dinero que tenía escondido en una cuenta en el Principado de Andorra. Los
paraísos fiscales siempre son maravillosos para ayudar a un fugado. Con dinero no
me fue difícil cambiar de identidad. Para relajarme decidí viajar al Caribe. Los
últimos años en Londres no habían sido muy buenos. Tanto tiempo disimulando que
estaba completamente loca es agotador. En la isla grande conocí a una familia
alemana, los reyes de la mayonesa. Nunca habían trabajado, eran verdaderos
parásitos sociales. Eran bellos, cultos y amables. Sus hijos estaban bien educados y
tenían todo tipo de habilidades. Al principio, he de reconocer que me fascinaron.
Conseguí que me contrataran para ser la institutriz de sus hijos, les enseñé inglés y
matemáticas. Fueron unos meses hermosos, pero enseguida descubrí que todo era
pura fachada. El padre quiso acostarse conmigo, la madre despreciaba a sus hijos,

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para ella eran un pequeño estorbo que le había robado su vida de soltera y recién
casada. Lo medité mucho, pero en una de nuestras salidas al mar, cerca de esta isla,
acabé con esa pantomima.
Edward recordaba perfectamente el caso. Aunque siempre se había creído que la
causa de la muerte de la familia alemana había sido un desgraciado accidente.
—Primero me ocupé del padre, era un hombre fuerte y alto, pero no se esperaba
morir de aquella manera. Lo atraje por la noche a mi camarote con la promesa de
acostarme con él. Cuando entró estaba tan excitado que apenas se percató del punzón
de hielo que tenía en mi mano. Lo hinqué una sola vez por el cuello y él no tardó en
morir. Después fui a la habitación de la madre. Estaba completamente dormida. Aún
conservaba un hermoso cuerpo. Allí desnuda ante mí, me dio pena terminar con tanta
belleza. Por eso la desperté y le di a elegir. Podía salvarse de una muerte dolorosa,
pero para ello tenía que matar a sus tres hijos. Si ella no los mataba, yo lo haría de
todas formas y de una manera más despiadada y cruel. Fue al camarote de los chicos
y empezó con el pequeño de tres años, después la niña de siete y la mayor de diez.
Los asfixió con su propia almohada, sin que apenas reaccionaran. No soltó ni una
sola lágrima, no estoy segura si lo hizo por salvarse ella o por evitar más sufrimiento
a sus hijos. Le obligue a salir a cubierta, le até una cuerda al cuello y al arrojé por la
borda. El barco le estuvo arrastrando durante una hora. Después arreglé una de las
barcas de emergencia y hundí el barco. Un trabajo limpio —dijo Maryam Batool,
sonriente.
Edward le miraba horrorizado, aquella mujer era un verdadero monstruo sin
corazón, pensó. La joven apagó el cigarrillo en la mesa. Después se inclinó hacia
delante y mostrando en parte sus pechos le dijo:
—Tu familia no es mejor que la de ese psiquiatra de Londres o el alemán. Tu hija
se abrió mucho conmigo mientras le daba las clases de buceo. Los chicos cuando ven
a un entrenador o instructor, derraman su pobre corazón solitario. Alice me contó que
tu esposa y ella se iban a ir a Londres sin ti. Que eres un padre horrible, que lo único
que pensabas era en el trabajo y que habías engañado a su madre con muchas
mujeres. Tu hija te odia, querido Edward —dijo Maryam, mientras observaba el
rostro casi inerte del policía.
El hombre hizo un verdadero esfuerzo para moverse y reaccionar, pero era del
todo imposible. Estaba completamente paralizado por la sustancia que le había dado
la joven. No sabía que quería de él, posiblemente torturarlo para luego escapar.
—Cuando me deshice de la familia de alemanes, comencé a quedarme sin dinero.
Un día acudí a la financiera Société Generale, que como la mayoría de los bancos
tienen sede en este paraíso fiscal. Allí vi a un antiguo colega, al principio no me
reconoció por mi cambio de look. Ya no era la ejecutiva agresiva de la City de
Londres. Pierre Vivien era un hombre poco inteligente y no tardó en caer en mis
manos. Busqué un hotel en el que trabajar y gracias a Sam, el recepcionista, me
aproveché de Samia y Susi, para obtener información de los clientes. Me inventé la

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identidad de Muna, una pobre refugiada cristiana de Irak. Era un plan perfecto.
Haríamos que todo pareciera un accidente, pero Samia comenzó a dejar esos collares.
Ella creía que era una manera de ahuyentar las almas de las personas asesinadas.
Maldita zorra, al menos ya no molestará más. Como queríamos huir Pierre mató a un
hombre y le hizo pasar por él —dijo Maryam.
Ahora todas las cosas parecían encajar, pensó Edward, pero lo que a él realmente
le preocupaba era lo que había sucedido con su esposa. Pidió a Dios que le ayudara a
moverse para dar un merecido a esa loca asesina.
—Secuestramos a tu hija para tenerte entretenido en la búsqueda, pero el estúpido
de Pierre se llevó a las otras dos amigas. Samia se empezó a poner nerviosa, cuando
vio lo que le pasó a su amiga la puta. Sabía que tarde o temprano me desharía de
todos los testigos. Pero gracias a tu hija y a ti, me habéis ahorrado matar al estúpido
de Pierre y a la cobarde de Samia —explicó la joven.
Edward hizo un gran esfuerzo para hablar y logró que sus labios lograran articular
un nombre.
—Margaret…
La joven se tomó su tiempo antes de responder. Se quedó desnuda frente a él.
Edward no podía apartar la cabeza ni cerrar los ojos. Maryam disfrutó torturándole un
poco más.
—Podías haberme conseguido, me gustan los hombres como tú, fuertes e
impetuosos, pero es imposible que te des cuenta de que en este mundo lo único que
importa es uno mismo. Matamos a esos cerdos millonarios. ¿Acaso no lo merecían?
¿A quién le importa lo que le suceda a un par de prostitutas y a su chulo? La muerte
de Pierre y las chicas fue un daño colateral, como dicen los gobiernos ahora.
Maryam se puso una falda ajustada negra, un top rojo y se recogió el pelo.
Después se oscureció la piel con el maquillaje y se colocó unas gafas de sol.
—Lo de Margaret fue casi un acto de piedad. Lo siento, a veces soy muy sensible.
La vi agonizando tras el huracán. Su cuerpo estaba desecho por los cascotes y pensé
que ya no te serviría ni para echarle un buen polvo. Le lancé varios cascotes en la
cabeza y después le enterré con restos de la casa. Bueno, no puedo entretenerme
mucho más. Tengo billete para hoy, creo que lo sacasteis tu esposa y tú. El maquillaje
hace milagros: ¿Verdad que nos parecemos? —preguntó Maryam con una sonrisa.
La joven sacó una maleta del armario, después se puso una chaqueta corta negra y
le dijo para despedirse:
—Comenzaré una nueva vida en Europa. Lo bueno de ser una fugitiva es eso,
tener muchas pieles, como un camaleón. Cuando esas pieles no me sirven,
simplemente busco otra que ponerme. Cuando se pase el efecto de la drogas podrás
moverte, pero yo ya estaré muy lejos y nadie dará con mi pista. Adiós.
Maryam se agachó y besó al hombre en la mejilla. Edward escuchó la puerta
cerrándose y notó como dos lágrimas caían por sus mejillas. Esa loca iba a por su
hija, suplantaría su identidad para huir del país. Tenía que hacer algo para avisarle.

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Dios mío, ¿qué puedo hacer? Se preguntó mientras intentaba mover al menos los
dedos de la mano. Estuvo diez minutos intentándolo hasta que al menos movió uno,
después dos. Recuperó en parte la movilidad de los dedos, pero necesitaba mover el
brazo para alcanzar el teléfono y enviar al de su hija la foto de Maryam. Si la recibía
a tiempo, no le abriría la puerta y llamaría a la policía.
Logró mover un poco el brazo. Lo colocó a la espalda y comenzó a sacar el móvil
del bolsillo de atrás. El problema era que aunque podía mover la mano, no tenía
mucha sensibilidad ni fuerza con ella. El móvil volvía a caerse dentro del bolsillo una
y otra vez.
Comenzó a sudar, estaba desesperado y moverse era un gran esfuerzo. Al final
logró agarrar el teléfono y traerlo a sus piernas. Empezó a desbloquearlo, pero no
acertaba a los números.
—Mensaje —dijo con dificultad, para que el programa de voz se activase—.
Reenviar mensaje, doctora Holmes.
Escuchó el sonido de envió de mensajes y respiró aliviado. Rezó en ese momento
para que su hija viera el mensaje y avisara a la policía.
—Llamada a emergencias —dijo el hombre. El teléfono no entendió la orden.
Repitió de nuevo las palabras, pero una de sus piernas se movió involuntariamente y
el teléfono se cayó al suelo. El teléfono se rompió al caer.
Después comenzó a moverse lentamente. En cuanto pudiera ponerse en pie,
saldría hacia el coche. Poco a poco recuperaría la movilidad, tenía que salvar a su hija
como fuera. Logró mover una pierna, después se puso en pie con las rodillas
titubeantes, pero cuando intentó moverse, se desplomó en el suelo. Nunca se había
sentido tan impotente. Su fuerza e inteligencia le habían servido para detener a
decenas de delincuentes, pero ahora no podía ni siquiera andar. Se arrastró por el
suelo, avanzando centímetro a centímetro. Su cara rozaba con la madera áspera y el
barro de los zapatos. Su olfato podía percibir la mezcla de olor a barro, sangre y agua
estancada.
Comenzó a llorar, sabía que cada centímetro que avanzaba era importante, pero
también que cada segundo perdido ponía en riesgo la vida de Alice. Ya había perdido
a su esposa, no quería que a su hija le sucediera lo mismo.
—Dios mío, ayúdame —dijo en voz alta.
Recordó a James y sus enseñanzas, le habían convertido en una persona mejor,
pero ahora ese Dios que buscaba tenía que ayudarle a acabar con Maryam. Aquella
mujer era la misma encarnación del mal, pensó mientras llegaba a la puerta del
apartamento.

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25 MENSAJE

Se despertó sobresaltada y se sentó en la cama. El corazón le latía a mil por hora.


Intentó calmarse y encendió la luz de la mesilla. La casa estaba en silencio. El
huracán no había afectado apenas al hotel, simplemente se había llevado los tejados
de varias restaurantes y la arena de parte de la playa. Alice comprobó el profundo
silencio del lugar y se sintió sobrecogida. Las impactantes imágenes de las últimas
horas parecían clavarse en su mente. No podía borrarlas. La muerte de las dos chicas
norteamericanas, de la mujer y del hombre. Aún sentía el dolor en los nudillos por
haber apretado demasiado el cuchillo con el que había matado al secuestrador.
Se puso en pie y caminó descalza hasta el jardín de la villa. Al llegar se había
dado una ducha, pero aquel olor a agua retenida y lodo lo impregnaba todo. La noche
comenzaba a decaer, pero todavía estaba oscuro. Únicamente se veía una franja de
luz en el horizonte en el calmado mar que unas horas antes parecía totalmente fuera
de sí. La joven se sentó en una de las tumbonas, sin dejar de mirar al frente. Se tapó
con una manta liviana. Llevaba únicamente una camisa sin mangas y unas braguitas
rosas. Estaba comenzando a quedarse dormida cuando escuchó que a su teléfono
llegaba un mensaje. Titubeó unos segundos, antes de levantarse a por el móvil, pero
no sabía nada de su padre ni de su madre y estaba preocupada.
Caminó por la casa hasta su habitación, pero justo antes de llegar, escuchó el
timbre de la puerta. Miró a un lado y al otro, pero al final se dirigió a la puerta. Pensó
abrir, pero después prefirió usar la mirilla. Al principio no la reconoció, pero después
se dio cuenta que era Muna. Le extrañó que viniera sola y no abrió, simplemente se
quedó callada.
—Soy Muna, venía a trabajar y pensé en verte, quería saber si todo estaba bien —
dijo la mujer.
Alice le reconoció. Llevaba el pelo diferente y unas gafas de sol en plena noche,
pero sin duda era ella. En los pocos días que se conocían, la monitora de buceo se
había portado muy bien con ella. No había mucha gente en el mundo que supiera
escuchar y Muna lo había hecho. En los últimos meses había estado hecha un lio con
la situación de sus padres y no encontraba nadie con quien desahogarse. Las amigas
del instituto eran demasiado superficiales para entender lo que estaba sufriendo, por
eso en los últimos meses se había centrado en los estudios. Salir de aquella isla para
ella simbolizaba escapar de todo lo que le hacía infeliz, aunque en las últimas horas
había entendido que perder a su padre era como si le arrancasen la mitad del corazón.
—Un momento —dijo Alice, mientras abría la puerta.
—Espero que hayas podido descansar. Yo no he descansado mucho, pero todo
esto me ha hecho reflexionar. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro —dijo Alice haciéndose a un lado.
Maryam entró en el salón y se sentó en una de las sillas.

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—¿Se sabe cómo está mi madre? —preguntó Alice inquieta.
—Lo siento, mi niña —dijo la mujer agarrándole la mano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alice inquieta.
—Tu padre no te lo quiso contar en ese momento, pero tu madre no está en el
hospital. Murió por el hundimiento de una casa durante el huracán —dijo Maryam
poniendo cara de pena.
La chica de derrumbó, se puso una mano sobre la boca y comenzó a llorar. Sentía
una fuerte opresión en el pecho. Su vida acababa de hacerse jirones. Si estaba unida a
alguien en este mundo era a su madre, pensó mientras se doblaba hacia delante,
agachando la cabeza.
—Perdona, creía que tu padre ya te lo habría dicho. Es muy duro para una chica
tan joven, pero te repondrás. Yo también he perdido a mis padres —dijo la mujer
abrazándole.
—¡Mi madre no! Ella no puede estar muerta —dijo Alice, fuera de sí.
—Lo lamento, en unos días podrás rehacer tu vida muy lejos de aquí. Aún te
queda tu padre —comentó la mujer.
—Voy a llamarle —dijo Alice.
—Mejor yo te acompaño a verle. Está ingresado en el hospital. Al parecer la
herida del hombro y de la pierna estaban infectadas. Te dejo un momento para que te
vistas y nos vamos —dijo Maryam.
La joven se puso en pie desolada. Caminó despacio hasta la habitación y sacó un
par de prendas del armario y las dejó en la cama. Después vio el móvil parpadeando a
un lado y se acercó para guardarlo. No quería quedarse incomunicada otra vez.
Cuando tomó el teléfono móvil la pantalla marcó: «Un mensaje sin leer». Paso el
dedo por el cristal y apareció un mensaje de su padre. Lo abrió y la foto de Muna se
amplió hasta cubrir toda la pantalla. Aunque en la base ponía un nombre que ella
desconocía: Maryam.
Se quedó pensativa unos segundos, pero después sintió como un escalofrío
recorría su espalda.
—¿Todo bien, Alice? —preguntó Maryam desde el salón—. ¿Necesitas que te
ayude?
—No, ya salgo —dijo Alice intentando disimular la voz. Después caminó con
paso sigiloso hasta el ventanal de cristal que comunicaba su habitación con el jardín y
lo desplazó lo más lentamente que pudo.
Entonces escuchó una voz a su espalda, dio un respingo y comenzó a correr.
Primero por el jardín que ya estaba levemente iluminado por el amanecer, después
por la arena de la playa. Al fondo las olas se afanaban por recuperar la arena de la
orilla. Alice miró a ambos lados, pero no vio a nadie. Cuando se giró, contempló a la
mujer que le seguía, corriendo tras ella.
—Dios mío —dijo Alice y aceleró el paso.
Llegó hasta las rocas del fondo, desde allí podía correr hasta recepción o algunos

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de los restaurantes que en unos minutos se abrirían para dar el desayuno. Si llegaba a
ellos estaría a salvo.
Comenzó a correr por el sendero de madera, pero apenas había avanzado unos
metros cuando la mujer le cortó el paso.
—¿Dónde vas, Alice? Necesito algo que tienes. No eras muy feliz con tu vida y
ahora me pertenece —dijo Maryam enfrente de la joven.
Alice intentó empujarle y continuar la carrera, pero la mujer la esquivó y la joven
cayó en las rocas. Se arañó todo el brazo y después se golpeó en la cabeza, perdiendo
el conocimiento.
Maryam arrastró a la joven hasta la caseta con los útiles de buceo. Matar a la
chica no era muy complicado, pero tenía que hacer desaparecer su cuerpo algunas
horas. No creía que nadie miraría en aquella caseta. Ella era la única que tenía la llave
y ocultaría el cuerpo en uno de los grandes cofres de hierro.
Cuando llegó frente a la caseta dejó caer el cuerpo de la chica sobre la arena.
Abrió la puerta y después lo arrastró hasta el interior. Abrió uno de los cofres, sacó
las bombonas y otros utensilios de buceo y metió la chica dentro. El cofre era
hermético, por lo que la chica no tardaría mucho en perder todo el oxígeno y morir.
Cerró el cofre con llave y se dirigió de nuevo a la villa. Tenía que coger el pasaporte
de la chica y regresar al coche. El aeropuerto había abierto de nuevo su única pista.
En una hora estaría en la isla grande y unas diez horas en Londres. Después, se
perdería entre la multitud de la gran ciudad.
Caminó rápidamente hasta la villa. Entró por el jardín y comenzó a registrar en la
habitación de la chica, pero no encontró los pasaportes. Después pensó que estarían
en su maleta, en el armario, pero no lo encontraba.
—¿Dónde están los pasaportes? —se preguntó en voz alta.
Rebuscó en el equipaje de la madre, pero tampoco encontró los pasaportes. Luego
se temió que Edward los guardara por seguridad. Tendría que regresar a su
apartamento y registrarle. Caminó furiosa hacia la puerta, pero en ese momento
escuchó ruidos al otro lado. Decidió esconderse y observar quién entraba en la villa.
Era imposible que fuera Edward, la droga que le había suministrado le dejaría sin
fuerzas al menos tres o cuatro horas más. Aunque a veces era difícil calcular las
dosis. Se arrepintió de no haberlo matado, cuando había podido hacerlo.
La puerta comenzó a abrirse. Ella escuchó desde una de las habitaciones. Los
pasos parecían torpes y lentos, se detuvieron en mitad del recibidor medio a oscuras.
—¡Alice! —gritó el hombre.
Era Edward, que de alguna manera había logrado recuperarse y llegar hasta la
casa.
Maryam salió de su escondite y se plantó delante del hombre. Este la miró
furioso. Su cuerpo podía moverse, pero no tenía muchas fuerzas.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó Edward.
—Haré un trato contigo. Me das su pasaporte y te diré dónde la he metido. Si no

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llegas a tiempo morirá asfixiada. Un pasaporte por la vida de tu hija —dijo Maryam
sonriente.
—No me fio de ti. ¿Cómo sé que no me mentirás de nuevo? —preguntó Edward.
Tenía que ganar tiempo. Había llamado a la policía y no tardarían mucho en llegar
a la casa.
—Tendrás que tener fe. ¿Eres un hombre de fe? ¿No? Me lo contó Alice.
—Déjate de juegos.
—Esta llave abre un cofre en el que está tu hija. No le queda mucho oxígeno.
Tírame el pasaporte y te daré la llave. Cuando esté en el aeropuerto te mandaré un
mensaje, para que sepas dónde está encerrada. Si la policía me detiene, ella morirá —
dijo Maryam.
Edward decidió darle lo que quería. Ya se encargaría de ir a por ello cuando su
hija estuviera a salvo.
—Toma —dijo el hombre lanzando el pasaporte a la mesa.
La mujer le arrojó una llave al suelo. El hombre se agachó con dificultad para
recogerla.
—Ahora, déjame paso libre y no comentas ninguna tontería.
Edward se echó a un lado y dejó pasar a la mujer. Justo cuando estaba a su al
altura esta se volvió y sin mediar palabra le hincó un cuchillo en el pecho.
El hombre abrió los ojos con expresión de sorpresa. Notó un fuerte dolor en el
pecho y se desplomó al suelo. Maryam sonrió al ver como poco a poco se le iba la
vida ante sus ojos.
La mujer apenas dio un par de pasos, cuando la policía llegó a la villa. Cuatro
agentes la apuntaron con sus armas. Ella levantó las manos y comenzó a llorar.

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26 IDENTIDAD

Una camilla se llevó a Edward ante la mirada de Maryam. Los policías la soltaron
cuando ella comenzó a gritar que era Alice Rod, la hija del jefe de policía. Ninguno
de ellos había visto jamás a la chica y, cuando ella les enseñó el pasaporte, no
tuvieron duda.
—Lamento todo lo sucedido —dijo uno de los policías.
—Gracias agente —contestó Maryam, intentando aparentar tristeza. Se le daba
muy bien fingir, llevaba toda la vida haciéndolo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el agente—. Necesitamos que responda a unas
preguntas. Le prometo que seremos muy breves.
—Al parecer, las personas que murieron en la casa, donde nos encontraron tenían
una cómplice, Muna Sako, la monitora de buceo del complejo. Esa mujer entró en la
casa y apuñaló a mi padre, pero cuando les vio llegar escapó en dirección a la
recepción.
—¿Cómo era? —preguntó el policía.
—Morena de pelo y piel, estatura media. No puedo decirle mucho más… —dijo
Maryam, echándose a llorar.
—Lo siento, pero tengo que hacerle estas preguntas. Necesitamos capturar a esa
mujer cuanto antes, es una asesina peligrosa.
—Lo entiendo…
—Bueno, ¿alguna cosa más qué quiera añadir? —preguntó el agente.
—Quiero ir con mi padre al hospital. ¿Puedo viajar en la ambulancia? —preguntó
Maryam.
—Sí, claro —dijo el agente—. Charles acompaña a la chica hasta la ambulancia,
diles que la dejen subir atrás.
Maryam y el agente corrieron hasta la ambulancia y la pararon justo cuando esta
se había puesto en marcha. Abrieron las puertas traseras y la joven se sentó junto a la
cabecera del herido. A Edward le habían realizado una traqueotomía y estaba
entubado.
La ambulancia salió a toda velocidad del parking y se dirigió a la carretera
principal. Mientras las sirenas sonaban y el vehículo recorría la autopista. Maryam se
inclinó hacia el enfermo y comenzó a hablarle al oído.
—Qué pena. Nadie podrá ya salvar a tu hija. Aunque bueno, en cierto modo
seguirá viva en mí. Lamento que no puedas disfrutar de todo esto. No creo que
llegues con vida al hospital. Tu pobre corazón no resistirá tantos sobresaltos. Ahora
mismo tu hija se está asfixiando en un cofre en la caseta de buceo que hay en la
playa. Cuando la encuentren será demasiado tarde.
El corazón del hombre se aceleró al máximo. Aquellas palabras parecían
arrancarle el último aliento de vida que le quedaba, pero en su mente no dejaba de

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pedir un milagro.
—Deja ya de pensar en eso, me molestas —dijo Maryam, como si pudiera
escuchar su voz interior—, nadie puede salvar a tu hija, ni Dios.
La ambulancia aparcó en la entrada del hospital y los enfermeros bajaron
corriendo para sacar la camilla. Maryam salió detrás y les pidió un segundo. Se
agachó, le dio un beso y le dijo al oído:
—Espero que dentro de un rato te reúnas con tu familia en el infierno.
Los camilleros comenzaron a mover al enfermo, que tenía el rostro desencajado,
pero antes de llegar a la puerta una doctora les detuvo.
—¿Es Edward Rod? —preguntó la doctora.
—Sí. Le han apuñalado y está muy grave —dijo el enfermero.
—Dios mío —contestó la doctora.
—¿Le conoce? —preguntó el enfermero.
—Sí, es un amigo…
—Lo siento doctora Holmes —contestó el hombre.
—He venido para echar una mano después del huracán…
—Esa es su hija —dijo el enfermero. Señalando a Maryam que se alejaba a paso
lento del hospital.
La doctora Holmes le miró un instante y después comenzó a correr tras de ella.
—¡Alice! ¡Alice! —gritó, pero la joven no se volvió.
La doctora Holmes la agarró por el hombro y la chica se volvió nerviosa.
—¿Qué sucede? —preguntó a la doctora.
—¿Alice Rod?
—Sí, soy yo —contestó titubeante la chica.
—¿Alice Rod? —preguntó de nuevo, mirando con más detenimiento a la joven.
—Sí. ¿Qué quiere? Tengo mucha prisa —contestó la joven enfadada.
—Tú no eres Alice. Mandé una foto a Edward tuya, Maryam Batool.
Maryam se giró e intentó correr, pero la doctora Holmes le puso la zancadilla y la
joven se cayó al suelo. Después la doctora se sentó sobre su espalda y pidió ayuda.
Dos personas de seguridad le ayudaron a reducir a Maryam Batool.
—¿Dónde está Alice, demonio? —preguntó la doctora.
—Está muerta, como el resto de su familia. Maldita puta —dijo Maryam Batool y
después le escupió a la cara.
La doctora le abofeteó la cara y después se dirigió a toda prisa al hospital.
Preguntó por su amigo y le informaron de que estaba en una de las habitaciones de
reanimación. Estaba muy grave y poco se podía hacer por él, además de paliar sus
dolores.
Cuando abrió la puerta de la habitación, el sonido del respirador y el olor a
desinfectante, fue lo único que le dio la bienvenida a la doctora. Se aproximó a la
cabecera de su amigo. Parecía haber envejecido en uno días varios años. Tomó su
mano y comenzó a llorar.

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—Lo siento mucho, Edward. Eras un buen hombre, ojalá te hubiera conocido
antes. Me hubiera encantado pasar la vida a tu lado.
La mujer apoyó la cabeza en el pecho del hombre y dejó que sus lágrimas
mojaran las sábanas blancas de la cama. Entonces escuchó un gemido. Levantó la
vista y vio el rostro de su amigo. Tenía los ojos abiertos y parecía querer decirle algo,
aunque con la traqueotomía no podía.
—Edward, ¿estás bien?
El señaló con su mano la ventana.
—¿Qué quieres?
El hombre llevó su mano al pecho. La mujer introdujo la mano y sacó la cartera
de un bolsillo interior. Al abrir la cartera vio una foto de su hija, Alice.
—Es tu hija, ¿quieres qué haga algo por ella? —preguntó la mujer.
El hombre afirmó con la cabeza levemente.
—¿Dónde está? —preguntó la mujer.
Edward no podía hablar, pero levantó el brazo. Ella no lo comprendía.
—No te entiendo —dijo desesperada la mujer.
El enfermó giró el brazo y una pulsera dorada se movió. Era la pulsera de pase del
hotel.
—¿Está en tu hotel? —preguntó la doctora.
Edward afirmó con la cabeza y dejo caer de su mano una llave pequeña. Ella la
vio y la tomó.
—¿De dónde es la llave? ¿De vuestra habitación? —preguntó la doctora.
El hombre negó con la cabeza.
—¿De alguna caja fuerte?
Edward movió la cabeza levemente.
—¿Está en recepción? ¿En otras villas?…
La mujer enumeró cosas y lugares mientras él negaba con la cabeza, hasta llegar a
la playa.
—¿Está en la playa? ¿En algún cuarto encerrada? El hombre afirmó por última
vez con la cabeza.
—Voy para allá, llamaré a la policía para que busquen el cuarto en la playa y la
caja —dijo mientras daba un beso en la frente del hombre.
La mujer salió corriendo del hospital y mientras se dirigía a su coche llamó a la
policía para contarles todo lo ocurrido.
Edward comenzó a llorar, mientras escuchaba alejarse los pasos de su amiga. En
aquel momento pronunció su última oración en el interior de su cabeza: «Por favor,
salva a mi hija y llévame contigo. Perdóname Dios mío, gracias por Jesús». Fueron
sus últimos pensamientos. Su mente comenzó a desconectarse y el sufrimiento
desapareció de repente, como si una costra se desprendiera de sus ojos. Después
expiró.
Cuando la doctora Holmes llegó a la playa, varios agentes sacaban un gran cofre

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de la caseta de buceo. Los policías comenzaron a golpearlo, pero no conseguían
abrirlo. Ella corrió con una llave en la mano. Gritándoles que la cogieran. Uno de los
agentes corrió hacia ella y se fue con la llave. Abrieron el arcón y vieron a Alice con
la cara pálida y los labios amoratados. La pusieron sobre la arena y comenzaron a
practicarle un masaje en el pecho y respiración artificial.
Cuando la doctora Holmes llego hasta la joven, se puso de rodillas y le practicó el
boca a boca. Alice no parecía reaccionar. Lo intentó hasta cinco veces, estaba
empezando a desistir, cuando la joven dio una gran bocanada de aire.
La doctora Holmes la incorporó un poco y Alice vomitó en la arena de la playa.
El sol iluminaba el mar turquesa, mientras las olas de espuma blanca besaban la
arena. Algunos bañistas descansaban en sus grandes tumbonas a pocos metros de allí.
El paraíso del Caribe se despertaba de dos jornadas terribles de huracanes y muerte,
pero ahora mostraba su rostro más amable. En las sombras permanecían los paraísos
fiscales alimentados por el narcotráfico y la corrupción, la prostitución de lujo y la
pobreza de muchos isleños. Mientras la oscuridad se escondía de nuevo por algún
tiempo, la luz parecía vencer por ahora la batalla.

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EPÍLOGO

El estruendo estaba por todas partes. La consulta sobre la independencia de Escocia


no parecía haber calmado el estado de ánimo de los independentistas. Barlinnie, la
cárcel de alta seguridad de Escocia, no había quedado al margen de aquella consulta.
Los funcionarios pasaban horas discutiendo entre ellos, que era lo mejor para el país,
aunque no parecían ponerse de acuerdo.
A unos pocos metros de allí, en una celda especial, Maryam Batool se alegraba de
haber regresado a casa. En el Reino Unido no había pena de muerte, alguno de los
lujos de la «humanista» sociedad moderna, pensó la mujer.
No salía de la celda nada más que una hora al día, aunque los cielos de Escocia
eran tan grises, que a veces no notaba la diferencia. Se sentó en el pequeño escritorio
y aprovechando el papel y el lápiz, se dedicó a contestar algunas de las cartas de sus
admiradores. Al menos había gente que entendía lo que hacía, pensó mientras ponía
la fecha a su carta.
Entre toda la correspondencia diaria, le encantaban las cartas de Matthew
Bonham. Un joven de dieciocho años que estudiaba en la exclusiva y conservadora
Universidad Bautista de Houston, Tejas. Aquel joven, parecía muy interesado en
imitarla, aunque lo disimulaba con parrafadas evangelizadoras para convertirla al
cristianismo. Sin duda sabía que los guardias leían las cartas. A Maryam le encantaba
aquel juego y soñaba con salir de aquellas cuatro paredes y ayudar a su pupilo en su
tarea, aunque sabía que nunca saldría de allí. Tenía demasiados asesinatos en sus
antecedentes.
Por un momento se imaginó como una especie de directora espiritual de aquel
joven. Él sería sus manos y sus ojos. Tal vez otros muchos se unieran a su causa. La
gente se estaba dando cuenta que no existía la bondad, la justicia o simplemente la
decencia. El mundo era un gran estercolero. Una especie de basurero de almas
corruptas que no merecían la redención, pensó Maryam.
Comenzó la carta con su letra redonda y elegante, sabiendo que cada palabra era
importante, porque las palabras cambian el mundo:
«Querido Matthew,
»Tus palabras me alientan. Sin duda, este mundo necesita ser salvado de sí
mismo. Únicamente unos pocos somos capaces de verlo y de hacer algo al respecto.
Me alegra que veas en la familia del reverendo White un ejemplo a seguir. Creo que
ellos son los perfectos candidatos para tu entrenamiento. Únicamente las almas más
puras, sacian a los espíritus más exigentes…»

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