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Emilia se levantó emocionada esa mañana.

El día emanaba felicidad, alegría; todo el


cielo estaba despejado, con una azul tan brillante que parecía de fantasía. Los colores a
la luz del sol estaban llenos de vida, la naturaleza mostraba su espectacular belleza,
Emilia no podía dejar de ver por la ventana y respirar la fresca brisa mañanera. Mientras
estaba recostada en la ventana notó un automóvil acercarse, con ojos curiosos
simplemente se quedó allí, esperando, para saber quiénes venían en aquel auto. El
vehículo hizo una pequeña curva y se estacionó a un costado del frondoso jardín de la
Señora Buin, una anciana muy elegante, perfumada de pies a cabeza, cabellera corta y
blanca como la nieve, vestidos, tacones y siempre llevando sobre su cuello un gran
collar de perlas rosas. Emilia admiraba a esa Señora, además era la dueña de la casa
donde Emilia vivía, y la niña muy feliz que estaba en aquel hogar.

El carro, color salmón, se estacionó correctamente, sin tocar o dañar ninguna flor del
jardín, “La Señora Buin estallaría en cólera si eso pasara” pensó Emilia.

La pequeña seguía en la ventana a la espera de poder ver quién había llegado a visitarlos
esta vez. Cuando ya no lograba divisar a las personas, decidió inclinarse un poco, pues
un árbol le tapaba la vista al carro. Había una mujer alta

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