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Manuel García-Carpintero

Las palabras,
las ideas
y las cosas
Una presentación
de la filosofía
del lenguaje

EditorialAriel, S.A
Barcelona
Diseño cubierta: Nacho Soriano

l.4 edición: octubre 1996

© 1996: Manuel García-Carpintero

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para todo el mundo:
O 1996: Editorial Ariel, S. A.
Córcega, 270 - 08008 Barcelona

ISBN : 84-344-8742-X

Depósito legal: B. 37.004 - 1996

impreso en España
LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS
DE LAS TEORÍAS LINGÜISTÍCAS

En este primer capítulo introduciremos algunas nociones a las que poste­


riormente se.dará un frecuente uso, tales como ia distinción tipo/ejemplar,
la distinción entre enunciados y proposiciones, la distinción entre sintaxis,
semántica y pragmática y la distinción entre ei uso y la mención de signos. La
mayoría de las nociones que presentaremos recibirán ulterior clarificación en
capítulos posteriores, desde ia perspectiva de diferentes concepciones del len­
guaje. Este capítulo pretende sólo ofrecer ei bagaje necesario para iniciar la
discusión.

1. Tipos y ejemplares

Si reparamos un momento en lo que decimos, observaremos que con el


término ‘la séptima sinfonía de Beethoven’ no nos estamos refiriendo a enti­
dades de la misma naturaleza en las dos oraciones exhibidas a continuación:

(1) El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gusta


particularmente.

(2) Ayer asistí a la inauguración de ia temporada de conciertos en el Palau.


El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gustó
particularmente.

Mientras que en (2) estamos hablando de una particular versión de la sép­


tima sinfonía de Beethoven, una que se interpretó en un cierto lugar durante
un cierto intervalo temporal, en (1) no nos referimos a ninguna interpretación
particular, sino, por decirlo intuitivamente, a algo caracterizado por un con­
junto de rasgos o propiedades que todas las interpretaciones concretas de la
sinfonía, por diferentes que en aspectos particulares puedan ser entre sí, tienen
en común. Algo similar ocurre con ‘el Citroen ZX l.ói aura’ en (3) y (4) y con
‘el rinoceronte en (5) y (6):
(3) El Citroen ZX 1.6i aura tiene un buen coeficiente aerodinámico.
(4) El Citroen ZX 1.6i aura aparcado en doble fila obstaculiza la circula­
ción.
(5) El rinoceronte es un felino en extinción.
(6) El rinoceronte atacó con furia a sus perseguidores.

Llamaremos tipos a entidades como aquellas a las que nos referimos en


las oraciones (1), (3) y (5), por contraste con entidades como aquellas a las que
nos referimos en las oraciones (2), (4) y (6), a las que llamaremos ejemplares.
Si queremos formular con claridad la naturaleza de la diferencia (es decir,
construir una teoría explicativa de ia misma), lo primero que podemos decir
para avanzar en esa dirección es que los tipos son entidades abstractas, mien­
tras que los ejemplares son entidades concretas. Con esto indicamos al menos
dos cosas. La primera, que los ejemplares tienen ubicación en el espacio y en
el tiempo, mientras que los tipos, como los números y las ideas platónicas,
carecen de ella. La segunda, que los ejemplares, a diferencia de los tipos, cau­
san y son causados. Al rinoceronte del que se habla en (6) puede hacérsele una
caricia, pero no al rinoceronte del que se habla en (5); el Citroen ZX l.ói aura
del que se habla en (4), pero no el mencionado en (3), puede producir un terri­
ble atasco; la séptima sinfonía de Beethoven mencionada en (2), pero no aque­
lla desque se habla en (1), puede romperle a alguien ios tímpanos. Las nocio­
nes están sin embargo relacionadas: los ejemplares son ejemplares de algún
tipo.
La distinción entre tipo y ejemplar fue introducida por ei filósofo nortea­
mericano Charles Sanders Peirce (y en la literatura se emplean frecuentemen­
te expresiones inglesas cuando se quiere recurrir a ella: type/token, en lugar de
tipo/ejemplar). Sin embargo, está manifiestamente emparentada con una vieja
distinción filosófica, la distinción entre universal y particular, entre las ideas
platónicas y los objetos que “participan” de ellas. Los ejemplares tienen todas
jas características de los casos paradigmáticos de particulares (personas, árbo­
les, rocas): como ellos, son concretos y están espaciotemporalmente ubicados.
Los tipos, por su parte, tienen todas las características de los universales. Como
los universales, los tipos se identifican por rasgos o características generales
que se pueden hallar, en el mismo momento de tiempo, ejemplificados en dis­
tintos lugares. En términos de esta distinción tradicional, podemos hacer una
puntuaiización a lo dicho en el párrafo anterior que quizás ei lector avisado
haya encontrado necesaria. Aunque los tipos, como los universales, por su
carácter “abstracto” no pueden intervenir en relaciones causales concretas, son
perfectamente apropiados cuando de lo que se trata es de enunciar leyes o regu­
laridades causales (cf. V, § 1). Es así que podemos decir con perfecta propie­
dad, por ejemplo, que la séptima sinfonía de Beethoven me produce placer; y
aquí es manifiestamente del tipo de lo que estamos hablando, no de ningún
ejemplar concreto.
Más adelante examinaremos algunos de los términos en que se plantea el
debate tradicional sobre la naturaleza de los universales (cf. IV, § 3). Por el
momento, nos basta para servirnos sin más de las nociones de tipo y ejemplar
que tenga un contenido razonablemente distinto y que nosotros seamos capa­
ces de distinguir un tipo de un ejemplar en casos claros; p'&demos darla por
supuesta, sin cuestionamos si la relación entre tipos y ejemplares debe enten­
derse en términos nominalistas, conceptualistas, realistas aristotélicos o realis­
tas platónicos. Esta capacidad nuestra se manifiesta, por ejemplo, en la habili­
dad que todos tenemos para apreciar la ambigüedad presente en enunciados
como ‘Juan y Luis están leyendo el mismo libro’. (¿Están leyendo el mismo
libro-tipo, o más bien el mismo libro-ejemplar!) Sin duda, desearíamos contar
con mayor claridad; desearíamos saber, por ejemplo, si los tipos lingüísticos de
que vamos a hablar repetidamente después deberían verse como “meros nom­
bres”, es decir, como teniendo una realidad creada arbitrariamente (como sos­
tienen los nominalistas a propósito de los universales en general); o si, más
plausiblemente en este caso, aun teniendo una entidad menos arbitraria, son
“meros conceptos”, debiendo esencialmente su realidad a aspectos de la men­
te humana (como sostendrían los conceptualistas) o como universales objeti­
vos, independientes de la mente y el lenguaje.
Los signos lingüísticos admiten la distinción entre tipo y ejemplar. En esta
página hay muchos ejemplares distintos de la misma letra-tipo, la primera letra
del alfabeto español. En la primera frase de este párrafo, sin ir más lejos, hay
tres. Las letras pueden servimos para hacer una observación que hemos guar­
dado hasta aquí, a saber, que un mismo particular puede ejemplificar muchos
tipos distintos. Las tres letras a continuación: a, a, A ejemplifican diversos
tipos. Como los tipos se identifican por una serie de rasgos generales, repeti­
dos en sus ejemplares, caracterizamos esos diversos tipos ejemplificados por
las letras indicando los rasgos que los identifican: tenemos así el tipo primera
letra del alfabeto español (ejemplificado por las tres), el tipo letra en cursiva
(que sólo la segunda ejemplifica), el tipo letra en minúsculas (ejemplificado
por la primera y por la segunda). El segundo de los particulares exhibidos antes
ejemplifica, pues, estos tres distintos tipos. Si A y B son dos tipos ejemplifi­
cados por un particular, puede ser que uno de ellos sea, por así decirlo, una
“versión” más abstracta del otro; esto es, que las propiedades o rasgos que
identifican a uno (el más específico) incluyan propiamente a las que identifi­
can al otro (el más genérico). Esto es lo que ocurre con los tipos primera letra
del alfabeto español y primera letra del alfabeto español en mayúsculas. Pero
no siempre tiene que ser así, como ilustran los tipos antes mencionados: nin­
guno de ios tipos cursiva, minúscula, primera letra del alfabeto español es una
versión más o menos abstracta de alguno de los otros. Son simplemente tipos
distintos.
La comunicación lingüística se efectúa mediante ejemplares: lo que llega
a nuestros oídos o alcanza nuestras retinas son ejemplares. Pero sólo en la
medida en que los ejemplares son ejemplares de ciertos tipos lingüísticos pue­
de producirse tal comunicación: hablando metafóricamente, sólo porque el
hablante elige para transmitir sus pensamientos expresiones con rasgos reco­
nocibles por su audiencia puede típicamente producirse la comunicación. Aho­
ra bien, lo que hablante y oyente conocían previamente al hecho de la comu­
nicación no puede ser la particularidad de los sonidos o signos gráficos que el
hablante utiliza,-'¿ino rasgos generales que ellos poseen. Parece natural pensar,
pues, que las teorías lingüísticas tratan de tipos, que son los tipos los que tie­
nen sintaxis o significado. Así parece manifestarlo nuestra práctica común: (7)
trata de tipos, no de ejemplares:

(7) snow is white significa en inglés lo que la nieve es blanca significa en


español.

Naturalmente, (7) trata también, indirectamente, de todos los ejemplares


que son especímenes del tipo del que (7) trata directamente: una afirmación
sobre tipos es, indirectamente, una afirmación sobre todos los ejemplares de
ese tipo (al igual que una afirmación sobre universales es, indirectamente, una
afirmación sobre los particulares que “participan” de ellos). Este hecho resul­
tará de gran importancia más adelante, cuando reparemos en que el dato inne­
gable de la dependencia del contexto extralingüístico del significado de muchas
expresiones (por ejemplo, ‘tú’, ‘aquf, etc.) nos fuerza a tomar en considera­
ción no sólo los tipos, sino también los ejemplares para una correcta com­
prensión del funcionamiento del lenguaje (VII, § 4).
Que las teorías lingüísticas traten de tipos y sólo indirectamente de ejem­
plares quizás pueda justificarse mediante la siguiente reflexión. Los lenguajes
de que se ocupan las teorías lingüísticas están conformados por expresiones
que se usan de acuerdo con convenciones; los signos lingüísticos son herra­
mientas que (como las monedas, por ejemplo) tienen convencionalmente asig­
nados ciertos propósitos o funciones. Una de esas funciones, quizás, la más
significativa, es la de servir a la comunicación: perm itir que un invididuo trans­
mita a otro una opinión que el primero tiene, o le dé instrucciones para llevar
a cabo tareas que el primero desea que se ejecuten, etc. (Estas afirmaciones se
elaboran en el capítulo XIV.) Ahora bien, los objetos tienen propósitos con-
vencionalmente asignados en virtud de poseer características repetibles. Deci­
mos de un objeto que sirve a un propósito o que tiene convencionalmente una
función por relación a características de ese objeto que son reproducibles, que
pueden ser copiadas de un ejemplar a otro. De ahí que los signos sean, prime­
ro, signos-tipo. Un ejemplar no es repetible; sólo lo son aquellas característi­
cas suyas en virtud de las cuáles ejemplifica un cierto tipo.

2. Objetivos explicativos de las teorías dei lenguaje

En ia introducción expusimos la naturaleza de las prácticas teóricas; más


específicamente, la de aquellas que persiguen ofrecer explicaciones, de las que
la ciencia ofrece casos paradigmáticos. Estas prácticas se caracterizan por ofre­
cer soluciones, en términos conceptualmente ampliativos (es decir, introdu­
ciendo para ello conceptos propios, teóricos) para ciertos problemas cognosci-
tivamente independientes de la solución ofrecida. La corrección de estas expli­
caciones se justifica inductivamente, mediante un “argumento en favor de la
mejor explicación”, sobre la base del mayor poder de la propuesta para prede­
cir hechos en el ámbito de los que constituyen el problema; particularmente,
hechos que no hubiésemos podido prever sin ayuda de la explicación y de su
específico material conceptual teórico. En los años recientes, los lingüistas
(gracias, por encima de todo, a la inmensa aportación de Noam Chomsky) han
dado razones suficientes para pensar que la lingüística podría ser una actividad
teórica, en el sentido allí elucidado. Queremos ahora, para comenzar, indicar
cuáles son los problemas que el estudio del lenguaje persigue solucionar. Resu­
miendo lo que vamos a explicar enseguida, el problema es hacer explícitas las
reglas, sólo tácitamente conocidas por los hablantes, en virtud de las cuales
ciertas propiedades lingüísticas sistemáticas o productivas, respecto de las cua­
les los usuarios tienen intuiciones relativamente claras, están determinadas a
partir de otras propiedades lingüísticas, en último extremo de propiedades no
sistemáticas.
Con la expresión ‘lenguaje natural’ nos referiremos a lenguajes usados de
hecho por comunidades de individuos, como el catalán, el inglés o el español.
Los lenguajes naturales constan, en primer lugar, de un cierto número (que en
lenguajes léxicamente ricos puede llegar a algunos cientos de miles) de pala­
bras, de un léxico o vocabulario. (Nos referimos a palabras-tipo, no a pala­
bras-ejemplar.) Las palabras, pues, son algunos de los objetos característicos
del ámbito de estudio teórico de las disciplinas lingüísticas. Una de estas dis­
ciplinas, la morfología, se ocupa sólo de ellas. Parecería que hay poco o nada
que explicar en lo que respecta a las palabras; parecería que todo lo que hay
que hacer es enumerarlas, y una lista de objetos no es, ciertamente, una expli­
cación, salvo en un sentido muy laxo del término. Sin embargo, ya en este
ámbito podemos encontrar preguntas interesantes, cuyas respuestas sí consti­
tuirían explicaciones. Para empezar, no está nada claro qué sea una palabra. La
única definición más o menos precisa que se nos ocurre inicialmente es ésta:
una palabra es una expresión que se debe escribir entre espacios. Esta defini­
ción no es satisfactoria, porque también los lenguajes que no se escriben tie­
nen palabras. Aun así, atengámonos a ella. Las palabras, en los diversos len­
guajes, exhiben estructura: por ejemplo, algunas tienen singular y plural, los
verbos tienen diferentes formas, algunos adjetivos admiten la formación de un
sustantivo abstracto correspondiente, etc. Estas estructuras en muchas ocasio­
nes se pueden construir de acuerdo con reglas generales. Dividiendo las pala­
bras en unidades más pequeñas, morfemas (éste es ya un concepto teórico),
podemos formular tales reglas y ofrecer con ello explicaciones. Por otra parte,
las palabras son, en primer lugar, tipos de sonidos (sólo en algunos lenguajes
relativamente recientes tienen versiones gráficas). También la composición de
sonidos para formar unidades mayores exhibe estructura (en algunos casos, una
estructura presente en todos los lenguajes naturales). Atribuyendo a los sonidos
propiedades teóricas (labial, dental, fricativa, etc.) podemos formular de un
modo general las regularidades que tales estructuras ponen de manifiesto.
.En ambos casos, el de la morfología y el de la fonología, encontramos ya
un aspecto central de las propiedades lingüísticas, aspecto éste que constituye
uno de los objetos característicos de explicación por parte de las teorías lin­
güísticas, cualquiera que sea su ámbito específico. Este aspecto es la sistema­
ticidad de las propiedades lingüísticas. La propiedad de ser una palabra del
español (una propiedad lingüística) es sistemática, en el sentido de que, típi­
camente, el que un objeto sea una palabra del español depende de que esté
compuesto de modos específicos de objetos “más pequeños” con ciertas pro­
piedades (“típicamente” porque las palabras de una sola letra constituyen
excepciones). Tomemos esta explicación como nuestra definición de la siste­
maticidad de una propiedad: una propiedad es sistemática si está en la natura­
leza de la propiedad el que su posesión por un objeto dependa generalmente
de que el objeto esté compuesto de modos específicos a partir de otros objetos
poseedores de propiedades específicas. ‘Sistemático’ se opone aquí a ‘asiste-
mático’; una propiedad lingüística es asistemática si su extensión (el conjunto
de las entidades que tienen 1a propiedad) está dada por enumeración, median­
te una lista. Es sistemática si, en lugar de estar la extensión determinada
mediante una lista, está determinada por reglas, que en último extremo hacen
referencia a propiedades lingüísticas asistemáticas. Son propiedades lingüísti­
cas sistemáticas, por ejemplo, ser una palabra del español, o ser una oración
gramatical del español. Un razonable proyecto de explicación es el de dar
cuenta de la sistematicidad de una propiedad de la que se sospecha que lo es.
Dar cuenta de la sistematicidad de una propiedad requiere especificar los obje­
tos “más pequeños” (posiblemente introduciendo para ello conceptos teóricos),
especificar sus propiedades relevantes (también posiblemente teóricas), y, en
esos términos, indicar los modos en que se pueden combinar para dar lugar a
los objetos “más grandes” (observables) poseedores de la propiedad sistemáti­
ca (también observable). Estas indicaciones constituyen las leyes o reglas de la
teoría explicativa.
Uno de los problemas centrales de la filosofía de la ciencia es el de clari­
ficar la noción dé explicación. Este es un problema del que, naturalmente, no
podemos ocupamos aquí. Pero tampoco es razonable utilizar la noción con tan
poco cuidado que cualquier cosa pueda contar como una explicación. En par­
ticular, muchos lectores podrían sentir que llamar “explicación” a una formu­
lación general de las reglas morfológicas del inglés o a una de sus reglas fono­
lógicas es ir más allá de lo que un uso razonable de la expresión permitiría.
Quizás ‘descripción’ seria un término más apropiado para tales empresas. En
defensa de nuestro uso de ‘explicación’ en este contexto podemos decir ahora
lo siguiente. Enunciar de manera explícita las reglas que determinan la estruc­
tura de los lenguajes naturales es articular un complejo sistema de convencio­
nes. Ahora bien, una convención es una regularidad mantenida por una serie
de expectativas recíprocas, conocidas por los miembros de una cierta comuni­
dad (XIV, § 3). Así, articular un complejo sistema de convenciones es articu­
lar un complejo estado de conocimiento; el estado de conocimiento, podríamos
decir, de un hablante idealmente competente. Pero articular, siquiera que sea
parcialmente, ei sistema cognoscitivo que subyace a nuestro uso del lenguaje
es, en cualquier representación aceptable del concepto, explicar.
La sistematicidad de las propiedades lingüísticas tiene dos síntomas típi
eos. Si alguien aprendiera meramente de memoria todas las palabras del espa­
ñol, su conocimiento de la propiedad de ser una palabra del español sería aún
deficiente. Esto.se pondría de manifiesto en que, por ejemplo, si se introduje­
ra un nombre común nuevo en el español, bastaría la introducción de la pala­
bra en singular para que un hablante competente del español incorporase a la
clase de las palabras del mismo no sólo el nombre común en singular explíci­
tamente introducido por la Real Academia de la Lengua, sino también la ver­
sión en plural (y seguramente muchas otras derivaciones, diminutivos, aumen­
tativos, etc.). Basta con que la Academia establezca que, a partir de ahora,
‘implementar’ es un verbo español — dando las pertinentes indicaciones sobre
su uso— para que todos los hablantes competentes del español sepan que
‘implementé’, ‘implementarán’, etc., son todas ellas ipsofacto nuevas palabras
castellanas. Es decir, porque la morfología del español es sistemática, la in­
corporación al mismo de un verbo en infinitivo es ya la incorporación de toda
una serie de otras expresiones. Sin embargo, alguien cuyo conocimiento de la
propiedad tenga meramente la forma de una lista aprendida de memoria, sim­
plemente en virtud de ese conocimiento (es decir, a menos que hubiera sido
capaz de inferir de la lista ia correcta teoría morfológica), no sería capaz de
efectuar tal generalización.
Un síntoma análogo de la sistematicidad de ser una palabra del español
consiste en que, si se elimina una de las unidades léxicas cuya pertenencia al
español está determinada por enumeración (por ejemplo, porque deja de usar­
se, o porque se conviene expresamente en hacerlo así), se eliminan ipso fa d o
del español muchas palabras: todas las que resultan de combinar la unidad eli­
minada con unidades que permanecen en el lenguaje. Estos dos síntomas son
igualmente válidos cuando, en lugar de pensar en la ampliación o disminución
del conjunto de unidades de un lenguaje en el sentido usual del término, pen­
samos en la ampliación o disminución del idiolecto que habla un individuo en
un momento dado.
Podemos resumir así los hechos sobre la sistematicidad de algunas pro­
piedades lingüísticas:

Entre las propiedades lingüísticas (aquellas de que se ocupan predominante­


mente las teorías lingüísticas) las hay sistemáticas y asistemáticas. La exten­
sión de las propiedades asistemáticas está determinada por enumeración. La
de las propiedades sistemáticas está determinada mediante reglas que hacen
referencia a las propiedades asistemáticas. Para aumentar o disminuir el len-
guaje que habla una población o el idiolecto que usa un individuo en un
momento dado con un caso de una propiedad asistemática es preciso intro­
ducir expresamente el uso de ese caso, o retirar expresamente del uso ese
caso. Introducidos expresamente en un lenguaje casos de propiedades asiste-
máticas — removidos expresamente de un lenguaje casos de propiedades
asistemáticas— , se han introducido necesariamente con ello — o se han
removido— casos de propiedades sistemáticas no expresamente contempla­
dos al hacerlo.

Así pues, habida cuenta de que ser una palabra del español es una pro­
piedad sistemática y de que dar cuenta de tal sistematicidad es una empresa
teóricamente pertinente, se comprende que ya las teorías morfológicas se sir­
van de nociones teóricas. Una teoría morfológica del español, por ejemplo,
introducirá dos morfemas para el plural, una serie de morfemas-raíz detrás de
los que esos morfemas se pueden adjuntar, y reglas generales para adjuntar uno
u otro en función de los sonidos finales del morfema-raíz. Relativamente al
ámbito explicativo de la morfología, pues, los morfemas y sus modos posibles
de combinación [poner delante, poner detrás, etc.) son objetos teóricos, y tam­
bién lo son aquellas de sus propiedades invocadas en las reglas de cons­
trucción, las leyes o reglas postuladas por la morfología del español.
Los datos empíricos que se utilizan para la elaboración de una teoría mor­
fológica consisten primariamente en intuiciones de los hablantes del lenguaje
sobre la estructura de las palabras del mismo. (Sólo “primariamente”: es con­
siguiente al carácter explicativo de las teorías lingüísticas el que no tenga sen­
tido imponer restricciones a priori sobre qué datos empíricos puedan servir
para contrastarlas o refutarlas. Chomsky ha venido defendiendo, a mi juicio de
manera convincente, que determinados hechos sobre el aprendizaje del len­
guaje son también datos empíricos que una buena teoría debe explicar.)1 El lin­
güista puede recurrir a sus intuiciones, o a las de los otros hablantes del len­
guaje, sobre cuál sería el pretérito perfecto de un supuesto nuevo verbo; al
menos, puede recurrir a esas intuiciones cuando conciernen a casos claros. Las
predicciones de su teoría serán de este mismo tipo, y habrán de ser confronta­
das con las intuiciones de los hablantes. Al igual que ocurre con otras disci­
plinas científicas, los elementos empíricos (las intuiciones de los hablantes)
pueden en ocasiones ser corregidos por la teoría, cuando están en contradic­
ción con ella, en lugar de ser la teoría corregida por los datos empíricos.
Las palabras no son, sin embargo, los objetos teóricamente privilegiados
en el estudio de los lenguajes naturales, en el sentido de que no son los po­
seedores de las propiedades observables que nos permiten formular los pro­
blemas, las perplejidades, que las disciplinas lingüísticas más características (y
más interesantes para la filosofía) persiguen resolver. Si, en lugar de la defi­
nición inapropiada de ‘palabra’ en que nos hemos apoyado para esta discusión,
tratásemos de construir una más satisfactoria (una válida también para lengua­
jes exclusivamente orales), apreciaríamos hasta qué punto las palabras son
objetos relativamente abstractos, ellos mismos altamente teóricos respecto de

1. Cf. Jerry Fodor, "Some Notes on What Linguistics Is about".


los objetos con los que habríamos de empezar el estudio teórico del lenguaje.
De hecho, sólo nuestra gran familiaridad con nuestro propio lenguaje materno’
(y particularmente con su versión escrita) explica que la división de los frag­
mentos más largos de discurso en palabras nos parezca tan “natural”. Pense­
mos, por contra, en lo difícil que nos resulta hacer esta misma distinción cuan-
do oímos una frase en una lengua que no dominamos plenamente, o en las difi­
cultades que encuentran para llevar a cabo esa misma tarea incluso respecto de
su lengua materna quienes no están familiarizados con el lenguaje escrito. En
rigor, la noción de palabra sólo tiene un sentido preciso relativamente a com­
plejas consideraciones sintácticas y semánticas. Si descubriésemos una co­
munidad de seres que parecen utilizar un lenguaje, no serían las palabras de
ese lenguaje los objetos con los que primero tropezaríamos; a ellas llegaríamos
a través de una serie de pasos de abstracción teórica. Lo que observaríamos
sería actos lingüísticos, acciones tales como expresar opiniones, ofrecer infor­
mación, preguntar, dar órdenes, tic. Estos actos se llevan a cabo con oracio­
nes. Diremos, siguiendo una propuesta de Wittgenstein, que una oración es la
unidad mínima con la que podemos llevar a cabo una de estas acciones lin­
güísticas. En este sentido, ‘Juan’, proferida en ciertos contextos, bien puede ser
una oración —por cuanto se puede utilizar para llevar a cabo acciones típica­
mente lingüísticas, tales como llamar a Juan o responder a una pregunta
(“¿quién se comió el pastel?”). Son las oraciones (oraciones-tipo, no orado-
nes-ejemplar)y típicamente construidas a partir de varias palabras, las entida­
des epistémicamente básicas el estudio del lenguaje.
Las oraciones del español son típicamente combinaciones de palabras,
pero no toda combinación de palabras castellanas es una oración castellana.
‘Sergi come papilla’ es una oración castellana, pero no lo es ‘Sergi comen
papillas’, ni tampoco ‘Sergi me propuso de que me fuera al cine con él’. Estas
últimas son combinaciones agramaticales de palabras castellanas. Las oracio­
nes castellanas tienen, pues, la propiedad de ser gramaticales. La sintaxis es la
actividad teórica que trata de explicar en qué consiste la gramaticalidad de las
oraciones. Mucho más aún que en el caso de las palabras, es fácil observar que
ésta es una propiedad sistemática. El mismo test que mencionamos antes lo
pone de manifiesto. La mera introducción deí verbo ‘impíementar’, efectuada
junto con las pertinentes indicaciones sobre su uso, basta para que ‘Sergi
implemento el programa’ pase a ser una nueva oración gramatical del español;
no es precisa ninguna nueva regla al respecto. La única explicación de esto ha
de ser que la gramaticalidad y la agramaticalidad dependen de que las oracio­
nes estén o no compuestas, de modos específicos, de entidades más pequeñas,
poseedoras de ciertas propiedades. Una explicación satisfactoria de la grama-
ticalidad debe dar cuenta de esta sistematicidad, y tal es el objetivo prioritario
de una teoría sintáctica.2

2. En la lingüística contemporánea se distingue usualmente la sintaxis Jal español de ¡a sintaxis, sin más. Esta
distinción la motiva la creencia de que es posible dar una descripción general de ciertos aspectos de la sintaxis de
todo lenguaje natural humano.
La gramaticalidad no es sólo una propiedad sistemática, sino que es tam­
bién una propiedad productiva. Una propiedad es productiva si los hechos de
los que depende que se aplique o no a algo hacen que la propiedad la tenga
necesariamente un número infinito de objetos. Una propiedad definida median­
te un procedimiento recursivo es un caso típico de propiedad productiva. La
oración ‘el amigo de Juan es chino’ es gramatical en español; también lo es ‘el
amigo del amigo de Juan es chino’; también lo es ‘el amigo del amigo del ami­
go de Juan es chino’, etc. Y no parece haber ningún límite al número de repe­
ticiones de la expresión ‘el amigo de(l)\ tal que cualquier oración en la serie
cuyo comienzo hemos indicado, construida usando un número mayor que ése
de repeticiones de la expresión, sería gramaticalmente incorrecta. Es cierto
que, a partir de un número pequeño de repeticiones, de la expresión ‘el amigo
de(l)\ ya no somos capaces de saber si la oración es o no gramatical: la ora­
ción se hace demasiado larga como para que seamos capaces de “procesarla”.
Pero parece razonable decir que las razones por las que esto ocurre (limitacio­
nes psicológicas y físicas de los seres humanos) no tienen nada que ver con las
razones por las que una oración es gramatical o no lo es. Por el contrario, si
comparamos dos oraciones de la serie que nos parezcan manifiestamente gra­
maticales, una con un número n + 1 de apariciones sucesivas de la expresión
‘el amigo de(l)’ y la otra la inmediatamente anterior en la serie, aquella que
contiene n apariciones de la expresión mencionada, nos sentimos inclinados a
pensar que las razones por las que ambas oraciones son de hecho gramatica­
les, cualesquiera que éstas sean, determinarían que, dada una oración cual­
quiera en la serie que sea gramatical, la que contiene exactamente una apari­
ción más que ella de la expresión ‘el amigo de(l)’ debe ser también gramati­
cal. Obtenemos así una serie infinita de oraciones, todas ellas gramaticales.
Si una propiedad es productiva, es también sistemática: el que se aplique^
o no a uno de los objetos en su dominio depende de que éste esté compuesto
de modos específicos de otros objetos poseedores de ciertas propiedades. No
cabe explicar de otro modo el que una propiedad se aplique necesariamente a
un número ilimitado de objetos. El condicional converso no tiene por qué ser
verdadero. La propiedad de ser una oración de ciertos lenguajes primitivos
(códigos que se utilizan para fines muy específicos), o de ciertos lenguajes arti­
ficiales, es sistemática (por razones como las que se han discutido ante­
riormente) pero no productiva, porque el número de oraciones que se pueden
construir con las regias sintácticas de esos lenguajes es finito. La propiedad de
ser una adjetivo del español es no sólo sistemática, sino también productiva.
No tenemos más que considerar los adjetivos numerales cardinales (o ios or­
dinales): ‘uno’, ‘dos’, ..., ‘diez’, ‘once’, ..., ‘cien’, ..., ‘ciento diez’, ..., ....
La sistematicidad que hay implícita en esta serie es productiva; no hay ningún
límite razonable que pueda imponerse a los mecanismos de construcción implí­
citos en la serie más allá del cual pueda decirse que no hay más cardinales
españoles: por el contrario, hay cardinales españoles que no tendríamos tiem­
po de pronunciar, ni siquiera si empleásemos para ello cada segundo de la vida
de cada miembro de la especie humana.
Si la sintaxis se ocupa de explicar la gramaticalidad de las oraciones, dan­
do cuenta de la sistematicidad (y la productividad) de esa propiedad, l a semán­
tica se ocupa de otra propiedad, también productiva, de las oraciones. Más
específicamente: distingamos, de entre las oraciones, los enunciados. ‘¿Cierra
Víctor la puerta?’, ‘¡Víctor, cierra la puerta!’ y ‘Víctor cierra la puerta’ son
todas ellas oraciones, pero sólo la tercera es un enunciado. Un enunciado es
una oración respecto de la cual podemos preguntamos si es verdadera o falsa,
una oración que se utiliza convencionalmente para efectuar actos lingüísticos
tales como aseveraciones. Los enunciados “dicen” algo. Diferentes enunciados
pueden “decir” lo mismo: ‘Víctor cerró la puerta’ y ‘Víctor closed the door’
son diferentes enunciados, pero “dicen” lo mismo. El mismo enunciado puede
“decir” cosas distintas; así ocurre con ‘yo cerré la puerta’, cuando lo usan
diferentes personas, o con ‘vi a Juan con los. prismáticos’, que puede utilizar­
se para decir que la persona que habla, valiéndose de unos prismáticos, vio a
Juan, o que la persona que habla vio a Juan llevando unos prismáticos. A eso
que los enunciados “dicen” — sin preguntamos más por el momento acerca de
su naturaleza, de la que habremos de ocuparnos por extenso en páginas suce­
sivas— le llamaremos proposición.
Pues bien, expresar una proposición es una propiedad semántica funda­
mental de los enunciados. Y es también una propiedad sistemática y producti­
va. La introducción de la nueva palabra ‘implementar’ no sólo daría lugar a
un sinnúmero de nuevas oraciones gramaticales, sino que también produciría
un sinnúmero de nuevos enunciados, cada uno de los cuáles expresaría una
determinada proposición. No sólo será ‘Sergi implemento el programa’ una
nueva oración gramatical, por el mero hecho de haber sido introducida la nue­
va palabra, sino que esta oración expresará una determinada proposición.
Debemos concluir, pues, que un enunciado expresa una cierta proposición en
virtud de que el enunciado está compuesto, de ciertos modos, de unidades sig­
nificativas más pequeñas, y de que esas unidades más pequeñas tienen ciertas
propiedades. Una teoría semántica aspira a hacer explícitas tales regularidades.
La misma tesis se puede justificar invocando esta vez la productividad con la
misma serie que antes, ‘el amigo de Juan es chino’, ‘el amigo del amigo de
Juan es chino’, ‘el amigo del amigo del amigo de Juan es chino’, etc., esta vez
desde el punto de vista semántico: cada una de esas oraciones expresa una cier­
ta proposición, y no parece razonable poner un límite al número de oraciones
en esa serie, cada una de las cuales expresa una proposición distintiva.
La sistematicidad de propiedades lingüísticas como ser gramatical y
expresar una determinada proposición constituye la razón fundamental por la
que buscamos teorías sintácticas y semánticas. Los lingüistas contemporáneos
influidos por Chomsky insisten frecuentemente en que nuestro conocimiento
del lenguaje es creativo, en que a cada momento realizamos la hazaña de
entender oraciones que nunca antes habíamos oído y de proferir oraciones que
nunca nadie había dicho. Y esto es sin duda cierto. Se apunta con ello a algo
más básico, que explica nuestra indudable creatividad lingüística: a saber, que
nuestro conocimiento del lenguaje es el conocimiento de propiedades siste­
máticas, y de su sistematicidad. Es así que podemos ir “más allá” de las ora­
ciones que oímos cuando aprendimos nuestra lengua. Podemos ir más allá, en
■el sentido de que podemos decir y entender oraciones que no estaban entre
aquellas que nos sirvieron para aprender a usar las lenguas que dominamos.
No podemos ir más allá, en el sentido de que no podemos trascender la
sistematicidad ya presente en ese corpas de partida: no podemos producir ni
comprender más oraciones que aquellas que las reglas del español permiten
construir con significados específicos, a partir de las unidades cuyo significa­
do está determinado por enumeración. La creatividad lingüística consiste en el
hecho de que un Zeus que hubiera llevado a cabo la tarea a nosotros vedada
de aprender de memoria la lista infinita de las oraciones gramaticales del espa­
ñol con su significado, no sabría sin embargo lo que nosotros sabemos del
español. Esta ignorancia se pondría de manifiesto con la mera introducción de
una nueva palabra: Zeus no sabría construir nuevas oraciones significativas
combinando la nueva palabra con las viejas; nosotros sí. (A menos, claro está,
[que Zeus supiese algo más que la mera lista, es decir, que a partir de la lista
(hubiese inferido las reglas sintácticas y semánticas que la determinan.) Las teo­
rías sintácticas y semánticas aspiran a hacer explícito ese conocimiento nues­
tro, la estructura del lenguaje.
El hecho que plantea_ej problema fundamental que las teoría^ lingüísticas
pretenden explicar es, pues, el de ía sistematicidad del significado de las ora­
c io n e s Una unidad léxica es la unidad mínima con significado dé’üñTengua-
je; el significado de las unidades léxicas está dado por enumeración. El signi­
ficado de las unidades léxicas es, pues, una propiedad asistemática. Los crite­
rios que ya conocemos ponen de manifiesto la sistematicidad del significado
de las oraciones. Si se ampliase un lenguaje natural (o el idiolecto de una per­
sona), añadiendo una nueva unidad léxica, y dotándola de significado, existi­
rían muchas oraciones no expresamente contempladas al llevar a cabo la amplia­
ción —oraciones formadas por la nueva unidad, en combinación con viejas uni­
dades léxicas— que tendrían ipso fa d o significados específicos. Esto sería inex­
plicable si el significado de las oraciones de los lenguajes naturales no estuvie­
ra determinado por reglas. Análogamente, la eliminación de una unidad léxica
de un lenguaje natural (por desuso, o por otro motivo) o del idiolecto de una per­
sona (por olvido quizás) tiene como consecuencia la eliminación de muchas ora­
ciones en que esa unidad se combina con otras que permanecen en el lenguaje.
Obsérvese que, si bien cabe decir que se ha eliminado del lenguaje por desuso
(o del idiolecto por olvido) la unidad léxica, no cabe decir igualmente que se
han dejado de usar en el lenguaje las oraciones removidas al eliminar la uni­
dad, pues quizás no se habían usado nunca; ni cabe decir que el hablante del

3. También el de la productividad; pero, dado que la productividad implica la sistematicidad, pero no a la


inversa, es menos arriesgado afirmar que los lenguajes naturales son sistemáticos que afirmar que son productivos.
Como se verá más adelante, basta que el lenguaje natural sea sistemático para defender que las teorías lingüísticas son
teorías genuinamente explicativas — que es lo que en último extremo está en juego cuando se pone en cuestión la pro­
ductividad del lenguaje— . Quiero hacer constar, no obstante, que yo mismo no tengo duda alguna sobre el carácter
no sólo sistemático, sino también productivo de los lenguaje naturales.
idiolecto ha “olvidado” el significado de las oraciones al olvidar el significado
de la unidad, pues quizás nunca había tenido presente siquiera que esas ora­
ciones tenían ese significado. De nuevo, esto sería inexplicable si el significa­
do de las oraciones de los lenguajes naturales no estuviera determinado por
reglas. El problema fundamental que las teorías lingüísticas persiguen resolver
es, pues, éste: ¿cuáles son las reglas que establecen, a partir de unidades dadas
por enumeración, qué oraciones pertenecen a un lenguaje dado, y cuál es su
significado? Una explicación lingüística es una enunciación de esas reglas; y
para confirmar o refutar una explicación así utilizamos como datos empíricos
primarios las intuiciones de los hablantes de la lengua en cuestión relativas a
predicciones de la teoría (particularmente, predicciones novedosas) sobre qué
oraciones se pueden construir en esa lengua y qué significado tienen.
Nuestro conocimiento del lenguaje es creativo también en un sentido dis­
tinto, que conviene no confundir con el anterior. En una canción de Joaquín
Sabina encontramos la siguiente afirmación: “huyendo del frío, busqué en las
rebajas de enero, y encontré una morena bajita que no estaba mal”. Tomada
literalmente (es decir, considerando la proposición que este enunciado conven­
cionalmente expresa), esta afirmación tiene que ser falsa: buscando entre los
artículos rebajados en las rebajas de enero no se encuentra uno morenas baji­
tas que no están mal. Sin embargo, el contexto — el resto de la canción— nos
permite entender que la proposición que Sabina expresa es la que se podría
expresar literalmente con este otro enunciado: “huyendo de la soledad, contes­
té a algunos anuncios de la sección de contactos personales en una revista, y
así trabé relación con una morena bajita de buena apariencia física”. Sabina
consigue decir esto con una oración que dice otra cosa, y al hacerlo lleva a
cabo algo susceptible de ser considerado estéticamente valioso. Por ejemplo,
nos hace ver una cierta relación —cuya existencia quizás no habíamos sospe­
chado— entre la situación literalmente descrita por la oración que emplea (la
situación de rebuscar en las rebajas de enero), y la situación que realmente
quiere describir (contestar un anuncio en la sección de “contactos” de una
revista). Y, lo que es estéticamente más importante, lo hace sin decir expresa­
mente que lo hace, sino dejando a nuestro ingenio el establecer esa relación:
pues es aquí donde reside cualquier virtud estética que pueda tener; es este as­
pecto el que se pierde cuando la idea se enuncia literalmente. Los chistes, las
ironías, los sarcasmos, las metáforas, todos ellos son casos de uso creativo del
lenguaje en este nuevo sentido. La pragmática, tal y como aquí usaré el con­
cepto, e s . lá subdisciplina lingüística que se encarga de estudiar estos fe­
nómenos. Aunque no cabe hablar de sistematicidad aquí, no por ello dejan de
existir generalizaciones explicativas también en este terreno.
En lingüística se tiende a utilizar ‘pragmática’ para el estudio de todos los
fenómenos que tienen que ver con el “ uso”, y se ubica en el ámbito pragmáti­
co, por ejemplo, el estudio de las “fuerzas ilocutivas” que distinguen a los dife­
rentes tipos de actos lingüísticos (aseverar, ordenar, preguntar, etc., cf. XIII, § 2)
y el de los indéxicos o deícticos (‘yo’, ‘esto’, ‘ahora’, etc., cf. VII, § 4), En el
sentido que en este texto se da al término, sin embargo, el estudio del funcio­
namiento convencional de los indicadores de la fuerza ilocutiva (la forma indi­
cativa, imperativa, interrogativa, etc., de las oraciones) y el de los deícticos per­
tenece a la semántica, y no a la pragmática. La clasificación usual en lingüís­
tica no es razonable; pues, en último extremo, todos los fenómenos lingüísti­
cos tienen que ver con el “uso”, con la acción humana (XIV). La distinción
interesante, si queremos disponer de una taxonomía razonable de las tareas
explicativas relacionadas con el lenguaje, es la distinción entre fenómenos
semánticos convencionales (de que se ocupa la semántica) y fenómenos semán­
ticos no convencionales (de que se ocupa la pragmática).
Los objetos de que se ocupa la pragmática no son abstracciones como las
oraciones o las proposiciones. Los objetos de la pragmática son las proferen­
cias, los actos de uso de signos lingüísticos en contextos concretos con ciertos
fines racionales. Desde un punto de vista epistemológico (“en el orden del
conocimiento”), en el principio son las proferencias, las emisiones concretas
de signos-ejemplar llevadas a cabo con particulares intenciones, comunicativas
o de otro tipo. Como se dijo antes, lo patentemente observable en el caso del
lenguaje, aquello con que primero nos toparíamos si descubriésemos una nue­
va comunidad de usuarios de un lenguaje— y aquello sobre lo que nuestras
intuiciones lingüísticas son claras— son actividades lingüísticas concretas.
Desde un punto de vista teórico u ontológico, sin embargo, la pragmática
presupone la semántica: es porque la oración ‘huyendo del frío, busqué en las
rebajas de enero, y encontré una morena chiquita que no estaba mal’ tiene ya,
convencionalmente, un cierto significado, porque expresa una determinada
proposición, que Sabina puede arreglárselas para decir otra cosa con ella, para
crear un nuevo significado. Alguien que no entienda el significado literal o^
convencional de la oración será incapaz de entender lo que Sabina quiere decir
con ella, captando al hacerlo el efecto artístico que él quiere conseguir. Y es
la semántica la que determina el significado convencional de la oración, la pro­
posición que expresa literalmente. Por otro lado, la semántica es teóricamente
independiente de la pragmática: para explicar qué proposición expresa cada
enunciado no es preciso indicar qué otras proposiciones se puede conseguir,
pragmáticamente, que exprese.

3. Uso y mención de signos

En esta sección queremos llamar la atención sobre una diferencia cuya no


apreciación suele provocar confusión, particularmente cuando, como a lo lar­
go de esta obra, nuestro discurso es “metalingüístico”; es decir, cuando versa
él mismo sobre el lenguaje: la diferencia entre el uso y la mención de signos.
Para hablar (o escribir) de las cosas hemos de mencionarlas, y para mencio­
narlas usamos palabras (signos sonoros o gráficos). Pero las palabras son tam­
bién “cosas”, y están entre las cosas que en ocasiones queremos mencionar.
Por ejemplo, en (1) menciono la espada de Artús, y para ello uso la expresión
que es el sujeto gramatical de esa oración. En (2), sin embargo, lo que preten-
do mencionar no es la espada de Artús, sino la palabra que usé en (1) para
mencionar tal espada. De otro modo, (2) sería patentemente falso (además de
absurdo), porque las espadas carecen de sílabas.

(1) Excalibur fue extraída de una roca por Artús.

(2) Excalibur está compuesta por cuatro sílabas.

Sin embargo, para mencionar ia palabra he usado en (2) la misma palabra


que en (1) usé para referirme a la espada. En (1) la palabra ‘Excalibur’ ha sido
usada, pero en (2) ha sido a la vez usada y mencionada. Esta'práctica puede
inducir a confusión, pues hay en ella una equivocidad similar a la que existe
en el caso de la palabra Aristóteles, usada en (3) para mencionar al famoso filó­
sofo griego del siglo IV a. de C. y en (4), sin embargo, para mencionar ai famo­
so millonario griego de nuestro siglo (so pena de que uno de los dos enuncia­
dos, o ambos, sea falso),

(3) Aristóteles fue maestro de Alejandro Magno.

(4) Aristóteles se casó con la esposa de John F. Kennedy.

Otra equivocidad familiar es la que existe en el caso de la palabra ‘banco’.


Para evitar la equivocidad, podríamos simplemente utilizar otra palabra
cuando queramos mencionar la palabra que es el sujeto de (1), una distinta a
la que usamos cuando queremos mencionar la espada de Artús. Podríamos, por
ejemplo, bautizar Heathcliff al famoso nombre de la espada de Artús usado en
(1) para mencionar dicha espada. (Heathcliff sería así un nombre de una expre­
sión-tipo, a saber, del nombre de la espada, no un nombre de la espada misma;
y no de cualquier nombre de la espada — que naturalmente puede tener otros—
sino del usado en (1) para mencionarla.) Pero este procedimiento sería muy
poco útil, puesto que no es sistemático: si ahora qúiero mencionar' el nombre
que acabo de introducir para mencionar al nombre de la espada de Artús usa­
do en (1) (por ejemplo, con el fin de decir de él que tiene diez letras), tendría
que introducir una nueva palabra. En general, para cada expresión que quera­
mos mencionar, habríamos de estipular un nuevo nombre. En lugar de eso, en
el lenguaje escrito recurrimos (cuando escribimos con propiedad) al expedien­
te de las comillas.
Otro expediente similar al que recurrimos en el lenguaje escrito para nom­
brar una expresión es ponerla en bastardilla; eso es justamente lo que he hecho
antes, cuando he introducido el nombre ‘Heathcliff’. Cuando se dice unas lí­
neas más arriba “si ahora quiero mencionar el nombre que acabo de introdu­
cir ...” el lector habrá advertido quizás que esa hipótesis ya se había dado unas
líneas antes en el mismo párrafo; pues cuando introduje el nombre del nombre
de la espada, ‘Heathcliff’, no lo usé, sino que hablé de él, lo mencioné. Como
quería mencionar ‘Heathcliff’ (en lugar de usarlo para referirme con él a
‘Excalibur’), lo puse en cursiva. En el lenguaje hablado recurrimos al énfasis
para distinguir uso y mención, o simplemente descansamos en el contexto.
Para mencionar una expresión, pues, la escribimos entre comillas. Propia­
mente escrito de acuerdo con esta convención, (2) hubiera figurado así:

(2') ‘Excalibur’ está compuesta por cuatro sílabas.

De modo que ahora ya no hay lugar a la equivocidad, por cuanto los sujetos
de (1) y (2') no sólo nombran cosas distintas, sino que son también ellos mis­
mos palabras distintas.
En este trabajo hemos seguido hasta ahora la convención de entrecomillar
mediante comillas simples las expresiones cuando queremos mencionarlas, en
lugar de usarlas del modo habitual. Será útil que examinemos más de cerca esta
convención. Ningún recurso lingüístico parece tan simple como el de las citas.
Y, ciertamente, se trata de un mecanismo simple, en comparación con otros.
Pero, como ,se puede ver examinando el próximo capítulo, ya aquí el desa­
cuerdo teórico es significativo: alguien podría pensar que en los párrafos
anteriores se ha dicho todo lo que es preciso decir sobre ellas, pero ese pensa­
miento sería ingenuo. Cualquier investigación sobre el lenguaje conlleva cons­
tantemente la mención de expresiones. Un mayor grado de explicitud en nues­
tro dominio de esta herramienta redundará en una mejor disposición a evitar
frecuentes confusiones que su uso provoca.4
Dos aspectos de la distinción entre el uso y la mención de una expresión
requieren comentario, uno sintáctico y otro semántico. El aspecto sintáctico es
que las expresiones entrecomilladas son nombres (o sintagmas nominales,
como dicen los gramáticos), sea cual fuere la función sintáctica de las ex­
presiones flanquedas por las comillas en las oraciones en que tienen su uso
habitual. En el ejemplo anterior, la expresión flanqueada por las comillas era
también un nombre, pero, en general, la expresión mencionada puede pertene­
cer a cualquier categoría: un verbo, un adjetivo, una oración completa, como
en (5), o incluso una expresión que ni siquiera es una palabra; en cualquiera
de esos casos, la expresión resultante de entrecomillarlas es, sintácticamente,
un nombre:

(5) ‘El azafrán es caro’ es una oración castellana.

El aspecto semántico es correlativo al sintáctico. La expresión flanqueada


por las comillas no sólo no tiene su función sintáctica habitual cuando apare­
ce entrecomillada, sino que tampoco ejerce su función semántica habitual. La
expresión que es el sujeto de (1) tiene como función semántica habitual justa­
mente la que tiene en (1), a saber, mencionar una cierta espada. Pero carece
por completo de esta función en (2'). (2') no trata de espadas en absoluto, sino

4. En esta sección expongo la teoría de las citas que yo mismo considero correcta. Esta teoría se propuso ori­
ginalmente con el fin de superar los problemas de las teorías que se examinan en el próximo capítulo.
de palabras. Del mismo modo, la expresión flanqueada por comillas en (5) itie-
ne usualmente la función de expresar un aserto sobre el precio de una; cierta
especia; pero tal función semántica no tiene nada que ver con su papel en (5),
que no trata en absoluto de economía ni de especias.
Una cita, pues, consta en el lenguaje escrito de una expresión de cualquier
tipo flanqueada de comillas, y el todo constituye sintácticamente un nombre.
La única función semántica de las expresiones que aparecen flanqueadas de
comillas en una oración (esto es, mencionadas), sea cual sea la función que tie­
nen habitualmente (cuando están usadas), es, por así decirlo, la de exhibirse a
sí mismas. La teoría más simple de las citas que se nos ocurre formularía la
regla semántica para las citas de este modo: dada una expresión-tipo cual­
quiera, la expresión-tipo que la contiene flanqueada por un par de comillas es
una nueva expresión que nombra a la primera. Denominemos la teoría natu­
ral a esta caracterización del significado de las citas.
La teoría natural, sin embargo, no parece ser correcta, por la siguiente
razón: como vimos en la sección primera, un mismo ejemplar puede ejempli­
ficar muchos tipos distintos. Pues bien, entrecomillando un ejemplar de una
expresión, podemos referimos a cualquiera de los tipos que ese ejemplar ejem­
plifica. « ‘Excalibur’», en «‘Excalibur’ nombra una espada famosa», por un
lado, y en « ‘EXCALIBUR’ sólo contiene letras mayúsculas», por otro, no
designa la misma expresión-tipo. Esta es, pues, una razón empírica para recha­
zar la teoría natural. Pues esa teoría presupone que las citas son unívocas, refi­
riendo siempre al tipo más abstracto ejemplificado por la expresión entreco­
millada. Una teoría más ajustada a los hechos (a la que denominaremos teoría
davidsoniana) formularía la regla así: dada una expresión cualquiera, el resul­
tado de incluir entre comillas un ejemplar suyo es una nueva expresión que se
usa para mencionar alguno de los tipos ejemplificados por el ejemplar; el con­
texto debe determinar cuál. El problema ahora es que la regla no especifica,
por sí sola, qué designa una cita. Son factores contextúales (el contexto lin­
güístico en el ejemplo anterior, el contexto extralingüístico en otros casos) los
que acaban de determinar a cuál de los varios tipos ejemplificados por la expre­
sión citada queremos referimos. Pero el defecto no está en la teoría; tales pare­
cen ser los hechos semánticos sobre el uso de las comillas.5
La teoría davidsoniana no toma en consideración para nada la función
semántica usual de la expresión flanqueada por las comillas; la expresión pue­
de no tener ninguna. La regla sólo menciona la expresión misma. Esta es una
nueva virtud de la teoría, pues cuando decimos “ ‘urububú’ no es una palabra
castellana” la expresión mencionada no tiene ninguna función semántica. Eñ
una expresión entrecomillada, las comillas están para decimos que la función
semántica de la expresión flanqueada por ellas en el todo no es la usual (qui­
zás la expresión en cuestión ni siquiera tiene una función semántica usual­
mente). La cita toda (la expresión entrecomillada y las comillas) tiene la fun­

5. La explicación aquí ofrecida del funcionamiento de las comillas está tomada de Donald Davidson, “Quo-
tation”.
ción de mencionar una expresión. Y la función de la expresión que va dentro de
las comillas es la de permitimos determinar— con ayuda del contexto— cuál es
la expresión mencionada en ese caso particular. Las expresiones entrecomilladas
funcionan semánticamente en cierto modo como los jeroglíficos. En éstos, el sig­
no guarda con su significado una relación de similitud —y no una meramente
convencional, como la que existe entre la palabra ‘Barcelona’ y la ciudad. En las
expresiones entrecomilladas, el ejemplar que aparece flanqueado por las comi­
llas nos permite inferir el significado de la expresión entrecomillada completa en
virtud también de relaciones no convencionales; en este caso, la relación que-
existe entre el tipo al que la cita hace referencia, y el ejemplar que se ofrece, den­
tro de las comillas, para que la audiencia infiera por sí misma aquél.
El lector puede comprobar que la regla mediante la que la teoría davidso-
niana recoge el funcionamiento semántico de las citas determina un mecanis­
mo semántico productivo. Ello se debe a que se trata de una regla semántica
recursiva, es decir, una regla que se aplica a los resultados de aplicarla. Pues,
como una expresión entrecomillada es ella misma una expresión, puede a
su vez ser mencionada a través del mismo expediente del entrecomillado, ca­
racterizado por la regla, y así sucesivamente: ‘Excalibur’, “ Excalibur” ,
‘“Excalibur” ’... . O, mejor, cambiando estratégicamente mientras sea posible
la tipografía de las comillas, para evitar confusiones cuando la expresión entre­
comillada es ella misma la cita de otra expresión (como hemos hecho ya ante­
riormente, y continuaremos haciendo en adelante): ‘Excalibur’, «‘Excalibur’»,
“«‘Excalibur’»”, etc.-Nuestra única regla asigna a cada una de estas expresio­
nes (y a cada una de las que podemos construir de modo similar) un signifi­
cado preciso (y uno diferente en cada caso). Esta es, por consiguiente, una nue­
va virtud de esta modesta teoría.
Si contamos las comillas entre las letras de nuestro alfabeto, podemos
decir: ‘Excalibur’ es un nombre de Excalibur, la espada de Artús, y tiene nue­
ve letras: ‘E ’, ‘x’, ... y ‘r’. «‘Excalibur’», por otra parte, es un nombre de la
palabra ‘Excalibur’ — a su vez un nombre de la espada de Artús—■y tiene once
letras: ‘E’, ..., ‘r’ y La teoría davidsoniana permitirá al lector descifrar
este aparente galimatías. La productividad de nuestro mecanismo semántico
para la cita tiene esta virtud: si el único medio de que dispusiéramos para men­
cionar expresiones fuese ponerlas en cursiva, no tendríamos un mecanismo
productivo. Con este sistema tendríamos tantos nombres de expresiones como
expresiones, ni uno más. No podríamos, por ejemplo, referimos a uno de nues­
tros nombres de expresiones; no podríamos citar una cita. Este ejemplo pone
también de manifiesto algo que antes se estableció de modo general, a saber,
que la productividad de una propiedad (el significado de las citas, en este caso)
implica su sistematicidad. De hecho, si nuestro mecanismo para construir
nombres de expresiones es productivo es porque es también sistemático, por­
que las citas tienen estructura semántica. Si la teoría es correcta, en los casos
más simples las citas constan por un lado de las comillas y por otro de la expre­
sión-ejemplar que aparece flanqueada por ellas. Ambas partes tienen una fun­
ción semánticamente distinta, que la teoría describe.
Muchos chistes se apoyan en confusiones de uso y mención. “— ¿Qué sig­
nifica pourquoi? en francés?” “— ‘¿Por qué?’” “—No, por nadag^or-saberlo.”
En la respuesta, naturalmente, se menciona la expresión ‘¿por <|ti^f^ao.se usa.
La respuesta es una abreviación de este enunciado más prolijo: .'“^ iir q u o i? ’
significa en francés lo mismo que ‘¿por qué?’ en español ” Ferb'.iá; falta de
comillas en el lenguaje hablado provoca que quien formuló la: pregunta no lo
entienda así: confunde por tanto la mención de una expresión con su uso. Es
preciso advertir que el lenguaje contiene muchos casos en que; si bien las
expresiones no están usadas como usualmente, tampoco están mencionadas,
en el sentido que acabamos de exponer. Una teoría completa dé todos los
fenómenos lingüísticos análogos al de la mención habrá de ser, por increíble
que a priori hubiera resultado, terriblemente complicadá. Otro chiste lo ilus­
tra: El pianista está tocando ‘As Time Goes B y \ El mono del pianista arro­
ja al suelo, repetidamente, la bebida del cliente. El cliente pregunta enojado
al pianista: — Oiga, ¿sabe por qué el mono derrama mi cuba-libre? El pia­
nista: —No, pero si me la tararea ... .E l pianista entiende (o pretende enten­
der) que las palabras ‘¿por qué el mono derrama mi cuba-libreT están usa­
das para nombrar una canción; el cliente, en cambio, las había usado con su
sentido usual. En adelante, seguiré la práctica de poner en cursivas las expre­
siones que, si bien no tienen su sentido más usual, tampoco están menciona­
das. Así ocurre, por ejemplo, cuando se usan los primeros versos dé una can­
ción o una poesía no con su significado usual, sino para referirse a la can­
ción o poesía; o cuando se dice “el concepto caballo”. Él término ‘caballo’,
en el último caso, no está usado para hablar de caballos; pero tampoco está
mencionado.
A modo de resumen, una cita del excelente “diccionario filosófico inter­
mitente” de Quine, extraída de la entrada uso contra mención:.

Para mencionar algo usamos su nombre, o alguna descripción. Cuando


decimos que Boston tiene trece concejales usamos el nombre de la ciudad y con
ello mencionamos la ciudad, tal y como acabo de hacer. Escaso lugar para el
misterio hay en esto, gracias a la feliz circunstancia de que hay pocas cosas
menos parecidas a una ciudad que un nombre. Mencionar ciudades y otros obje­
tos concretos es un juego de niños; simplemente, use sus nombres.
El cuidado comienza a ser aconsejable, sin embargo, cuando pasamos a
mencionar nombres. Para mencionar un nombre, como cualquier otra cosa, se
usa un nombre suyo. Boston no es bisílabo, pero ‘Boston’ lo es; la cita sirve
como un nombre del nombre. Una cita nombra su interior. Es un nombre de sus
propias entrañas.
Tampoco se debe suponer que ‘Boston’ es una cita. ‘B oston’ es simple­
mente una palabra de seis letras, y no contiene comillas. Para mencionar
la cita usamos su nombre, una cita de la cita. “ B oston” contiene un par de
comillas.6

6. W. V. O. Quine, Qaiddities. An íniennititnly Philosophical D ictionary, pp. 231-232.


4. ¿Qué información proporcionan las teorías del lenguaje?

En esta sección discutiremos una dificultad que suscita la tesis que veni­
mos defendiendo, a saber, que el estudio del lenguaje permite elaborar teorías
explicativas.
El propósito d e ja s teorías^ semánticas es ofrecer explicaciones io b re jo s
significados de las palabras. AhoriTblen^ e x p lic a r^ d e c is , sea lo que sea ade-
mas7 para explicar Tiernos de emplear sígn'o's^ En el próximo~cápítuío iíustrare-
~mós, describiendo exhaustivamente el casó de las citas, cómo las teorías se­
mánticas intentan explicar fenómenos semánticos (el funcionamiento de las
citas) formulando leyes o reglas semánticas; enunciando los significados de las
unidades léxicas (como las comillas) y, especialmente, el modo sistemático en
que los significados de expresiones complejas (las citas) se obtienen a partir de
la contribución semántica de las partes. Ahora bien, si las teorías semánticas
intentan ofrecer información de este tipo, ellas mismas deben estar formuladas
en un lenguaje; un lenguaje en que se mencionen las expresiones complejas,
en que se diga en qué consiste su complejidad, cuáles son sus partes, cuáles
sus significados respectivos, etc. Distingamos el lenguaje cuya semántica que­
remos explicar del lenguaje que, necesariamente, hemos de usar en la explica­
ción, denominando lenguaje-objeto al primero y metalenguaje — meta’, por
su carácter de lenguaje usado para hablar sobre el lenguaje— al segundo. (La
distinción vale también cuando estamos intentando ofrecer explicaciones sin­
tácticas o pragmáticas, exactamente por las mismas razones.) En ocasiones
ocurre que el lenguaje-objeto y el metalenguaje difieren completamente; por
ejemplo, puedo ofrecer una teoría semántica para el latín en español. Pero la
posibilidad de ofrecer explicaciones semánticas no puede depender de que len-
guaje-objeto y metalenguaje difieran de este modo: dado que el único lengua­
je hablado sobre la capa de la tierra podría ser, por ejemplo, el swahili, si es
posible construir una teoría semántica para el swahili, debe ser posible cons­
truirla en swahili — o, con mayor precisión, en un lenguaje estrechamente rela­
cionado: swahili ampliado con los términos teóricos de que una teoría semán­
tica haya de proveerse.
Esto es, justamente, lo que la objeción que estamos presentando discute;
según esta objeción, es imposible ofrecer genuinas explicaciones semánticas
para el swahili en swahili (ni en swahili ampliado). Se seguiría de esto, por lo
que acabamos de decir, que la semántica, como una disciplina genuinamente
explicativa, es imposible. Este es un esbozo del argumento que se aduce para
defender este punto de vista. Para que un fragmento lingüístico me proporcio­
ne información, su contenido tiene que resultarme novedoso; antes de conocer
la información en cuestión, yo debía desconocerla. Ahora bien, ¿cómo puede
ser esto posible, en lo que respecta a la información que una teoría semántica
del swahili formulada en swahili intenta proporcionarme? Si yo no poseo esa
información, es que no entiendo el swahili; y, en tal caso, no estoy en disposi­
ción de entender la propia teoría, que está formulada precisamente en swahili.
Y si poseo la información necesaria para entender la teoría, es que ya entien­
do swahili; esto es, ya conozco la semántica del swahifi-,; y por tanto va conoz­
co aquello que la teoría pretende proporcionarme.
Una definición circular es una definición que, por estarxforrnulada explí­
cita o implícitamente en términos de aquello que se intenta definir, no podría
servir a nadie que no entendiera ya la expresión definida para aprender su sig­
nificado. Dado que las teorías semánticas constan esencialmente de explica­
ciones del significado de términos, pueden verse como un conjunto de defini­
ciones. Así, la teoría davidsoniana de las citas define las comillas. La dificul­
tad que se apunta en esta objeción es entonces la de que las teorías semánticas
son necesariamente circulares. Son, por tanto, explicativamente tan inadecua­
das como las definiciones circulares. El siguiente texto contiene un razona­
miento de este tipo:

Se ha señalado a menudo que los significados no pueden ser descritos en el len­


guaje. En algunos casos pueden ser demostrados mediante un acto .de ostensión;
pero cualquier descripción que se haga de ellos en términos de un lenguaje, sea
natural o artificial, necesariamente habrá de tener su propio significado, una
descripción del cual tendrá a su vez su propio significado, y así sucesivamente.
Si esto es así, lo más que podemos hacer es agrupar expresiones sinónimas en
clases.7

Este argumento es especioso. Pero, antes de mostrar que lo es, haré dos
observaciones, cuyo objeto es hacer patente que todo argumento como éste tie­
ne que ser falaz. Mostraré, primero, que la conclusión es increíble. Y, en segun­
do lugar, que la presunta excepción que el texto hace respecto de los signos
definidos por ostensión no existe: si la conclusión del argumento fuese válida,
tampoco las definiciones ostensivas serían informativas. Sólo después explica­
ré por qué el argumento no es válido, y cómo tanto las definiciones ostensivas
como las lingüísticas pueden ser informativas.
La primera observación es que la conclusión del argumento es una para­
doja. Una paradoja es o bien un argumento aparentemente plausible del que
se sigue una consecuencia que contradice una proposición que también nos pa­
rece plausible, o bien un par de argumentos plausibles con conclusiones con­
tradictorias. Los argumentos de Zenón para tratar de establecer la inexistencia
del movimiento son paradojas. Que el argumento que estamos considerando
aquí constituye una paradoja lo podemos ver de varios modos. Uno es con­
trastar la conclusión con un hecho obvio, a saber, que una discusión exhausti­
va como la que a propósito de las citas se lleva a cabo en el próximo capítulo
nos proporciona información: la teoría davidsoniana, que se propondrá como
la empíricamente más adecuada, constituye una explicación satisfactoria, e in­
formativa, de la semántica de las citas. Antes de conocer una discusión así,
difícilmente hubiésemos sido capaces de proponer una teoría similar sobre

7. En Pieter A. M. Seuren, O perators and Nucleiis, Cambridge: Cambridge University Press, 1969. Citado
por Gareth Evans y John M cDowell en su “Inlroduction” a Truth and Meaning. Essays on Semantics, del que son edi­
tores.
cómo significan las citas. Un segundo modo de apreciar lo paradójico del ar­
gumento es observar que sus conclusiones se habrían de extender a la sintaxis.
Una teoría sintáctica para el español presentada en español estará formulada
mediante oraciones que, ellas mismas, tendrán la sintaxis de las oraciones del
español. Quien no conozca ya ía sintaxis del español, por tanto, no estará
siquiera en disposición de saber si las oraciones que formulan la teoría son gra­
maticales o no, y por tanto no podrá entenderlas. Quien sea capaz de enten-
derlas, por otro lado, ya conoce aquello que la teoría le intenta explicar: la sin­
taxis del español. Sin embargo, y en contraste con esta conclusión, parece
obvio que las teorías sintácticas para el español (o para fragmentos del espa­
ñol) que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida son informativas. (Y esta­
ban formuladas en español, ampliado con los términos teóricos necesarios para
la sintaxis: sería absurdo requerir que una teoría sintáctica del español estu­
viese formulada en latín para que fuese informativa.)
La segunda observación concierne a la vía de escape que se ofrece en el
texto para algunas expresiones; se trata de una vía de escape que se le ocurre
a casi todo el mundo que ha encontrado alguna vez plausible un argumento
como el que^estamos aquí considerando. Esta vía de escape la proporcionan las
llamadas definiciones ostensivas. Una definición ostensiva es la explicación del
significado de una expresión a través de la demostración, como cuando le
explicamos a un niño qué significa ‘rojo’ señalando a una superficie roja, o qué
significa ‘elefante’ señalando a un elefante en el zoo. En el texto se indica que
ei problema no afecta a aquellas expresiones cuyos significados se pueden defi­
nir ostensivamente; y muchos pensarían que tenemos una salida al problema
aquí, pues los significados de todas las expresiones del lenguaje se pueden
definir, directa o indirectamente, a través de definiciones ostensivas. Es ésta
una idea cara a la filosofía empirista tradicional, como veremos en el capítu­
lo IV. Pues bien, la segunda observación consiste en apreciar que esto es un
grave error. Como mostrara Ludwig Wittgenstein, si la objeción fuese válida,
afectaría también a las definiciones ostensivas. Inmediatamente después mos­
traremos que la objeción no es válida; pero es conveniente apurar el carácter
paradójico de la objeción antes de refutarla, poniendo claramente de manifies­
to que la salida a través de la ostensión que contempla quien la suscribe no
existe en realidad.
Las explicaciones semánticas son objetables, según el argumento que esta­
mos considerando, porque para explicar el funcionamiento semántico de una
expresión o de una estructura se usan otras expresiones. La presunta ventaja de
las explicaciones por ostensión, frente a ellas, estribaría en que en las explica­
ciones ostensivas se correlacionan las expresiones o estructuras directamente
con sus significados, sin la mediación de signos que habrían de ser entendidos
previamente para que se pueda entender la explicación. En las explicaciones
no ostensivas se correlacionan en realidad los signos con sus significados
mediante el uso de otros signos, cuyos significados habrían de ser descritos a
su vez; en las ostensivas, se correlacionan directamente los signos con sus sig­
nificados. Sin embargo, y por plausible que esto suene, las cosas no son así.
En las explicaciones ostensivas se conrelacionan los signos con sus significa­
dos también a través de otros signos — signos de una naturale^^eculiar a los
que llamaremos signos ostensivos. Y si, como sostiene el qitfe así razona, las
definiciones no ostensivas son circulares —porque las mismas razones que
existían para requerir una explicación de los signos cuyos significados se pre­
tende explicar mediante ellas, existen también para requerir una explicación de
los signos que usamos en la explicación— , resulta que las ostensivas, no están
en una situación mejor, porque las mismas razones existen también para exigir
una explicación del funcionamiento de los signos ostensivos.
Una explicación no ostensiva del significado de ‘río Guadiana’ (el expía-
nandum) podría ser: ‘río español que nace en los Ojos del Guadiana y desem.r
boca en el Atlántico a la altura de Ayamonte’ (el explanans). Aquí el expía-,
nans está sujeto a la objeción anterior; usamos palabras, de modo que cualquier
razón que tuviéramos para querer una explicación del significado del expía-
nandum es también una razón para querer una explicación de cada una de las
palabras usadas en el explanans. Supongamos, sin embargo, que explico osten­
sivamente el significado del explanandum, señalando a un cierto río. “El río
Guadiana es este río.” ¿He correlacionado aquí el explanandum directamente
con su significado? Claramente no. Lo que he hecho es usar para mi explica­
ción las palabras ‘este río’, el acto de señalar, y lo señalado; lo señalado, ade­
más, no es el río significado por ‘río Guadiana’, sino — en el mejor de los
casos— un fragmento de él. Adviértase que alguien que entienda la expresión
‘río Guadiana’ debe saber que la misma se aplica a un objeto que incluye par­
tes situadas en lugares distintos a aquel en el que señalo —de modo, por ejem­
plo, que si digo ‘el río Guadiana tiene una anchura máxima de 25 m etros',
fragmentos del río situados en lugares distintos a aquel en el que me encuen­
tro son pertinentes para determinar la verdad o falsedad de lo que digo; y debe
saber también que la expresión se aplica a un objeto que presumiblemente exis­
tió en momentos anteriores y presumiblemente seguirá existiendo en momen­
tos posteriores a aquel en el que se produce la ostensión — de modo, por ejem­
plo, que si digo ‘el caudal medio anual máximo del río Guadiana es de
15 m3/s’, la verdad o falsedad de mi aseveración depende del caudal del río en
momentos de tiempo distintos a aquel en el que se produce la ostensión. Mi
audiencia tiene que inferir el significado a partir del fragmento señalado, y a
partir de los significados de las palabras ‘este’ y ‘río’.
Obsérvese también que la relación entre el fragmento de río señalado y el
significado de ‘río Guadiana’ es distinta a la relación entre lo mostrado y
ei significado en otras definiciones ostensivas. Así, si defino ‘rojo’ diciendo ‘el
rojo es este color’ mientras señalo a un tomate, lo que demuestro es meramente
ei rojo de un cierto tomate, mientras que lo que significo es una propiedad de
muchos objetos —de modo que es apropiado predicar la misma palabra ‘rojo’,
sin cambiar con ello el significado así definido, al color de otros objetos. Es
patente que la relación entre el rojo demostrado y la propiedad significada por
‘rojo’ es muy distinta a la relación entre el fragmento del río señalado y el río.
La relación es distinta también si explico el significado de ‘Juan Pablo II’
diciendo ‘Juan Pablo II es ese señor’, mientras señalo a un cierto individuo.
Aquí lo demostrado es Juan Pablo II, tal como aparece en un cierto instante de
isu vida, mientras que el significado es la persona a lo largo de toda su exis­
tencia — de modo que tiene sentido decir ‘Juan Pablo II nació en Bilbao’, cuya
verdad o falsedad depende de sucesos alejados en el tiempo respecto del
momento de la ostensión. La relación entre ambas entidades es distinta a la
relación implicada en los dos casos anteriores.
Esta discusión (como la discusión del mismo tema en los parágrafos §§ 23-
37 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, en que la presente está
inspirada) no pretende mostrar que la definición ostensiva sea imposible.. Nues­
tra conclusión será que el argumento que estamos considerando es incorrecto,
y que los significados de las palabras se pueden explicar sin circularidad algu­
na, tanto mediante explicaciones ostensivas como mediante explicaciones no
ostensivas; que se puede explicar informativamente tanto el funcionamiento
semántico de los signos (no ostensivos) que usamos en las definiciones no os­
tensivas y el de los signos (ostensivos) que usamos en las definiciones ostensi­
vas. Lo que éstamos intentando mostrar ahora es sólo que el supuesto de que
las definiciones ostensivas son inmunes al argumento — el supuesto que hace
parecer a sus defensores el argumento que queremos refutar menos paradójico
de lo que realidad es— se apoya en una confusión: si el argumento afectase a
las explicaciones no ostensivas del significado, también afectaría a las ostensi­
vas; no podríamos ofrecer explicaciones informativas sobre , el lenguajeni
mediante el lenguaje mismo, ni mediante actos de ostensión.
Digamos que un signo ostensivo es un signo compuesto de entidades lin­
güísticas (un pronombre demostrativo, y, opcionalmente, un sintagma nominal)
y entidades no lingüísticas, un objeto u objetos concretos señalados por el
demostrativo, tal que su significado es una entidad que guarda alguna relación
natural con ei objeto u objetos señalados; Una relación naturales una relación
transparente a alguien con las capacidades cognoscitivas de un ser humano nor­
mal; una relación que un ser humano normal colige sin que se le indique expre­
samente.
Si digo de viva voz: ‘Pronuncia este sonido: urububu , la expresión que
indica el sonido a pronunciar es un signo ostensivo, compuesto de las palabras
‘este sonido’ y el sonido-ejemplar pronunciado a continuación; el significado
del signo ostensivo es un sonido-tipo, y la relación natural que es necesario
conocer para entender el signo ostensivo es la que existe entre los ejemplares
y sus tipos.8 En las explicaciones ostensivas mencionadas a modo de ejemplo
en el párrafo anterior se empleaban signos ostensivos. Las relaciones naturales
entre los objetos demostrados y los significados pretendidos de los signos
ostensivos eran, respectivamente: la que hay entre un fragmento espacial de un

8. Los seres humanos poseemos la capacidad cognoscitiva de “abstraer" un tipo a partir de sus ejemplares,
bien sea porque los tipos los crean esos m ism os procesos cognoscitivos — com o dicen los nom inalistas— , bien por­
que esos procesos cognoscitivos nos proporcionan la capacidad de descubrirlos — como sostienen los realistas. Cf. IV,
§ 3 para la distinción entre realismo y nominalismo sobre los universales.
objeto y el objeto (en el caso del río); la que hay entre una propiedad ejem­
plificada en un objeto y la propiedad (en el caso del color), y la que hay entre
un aspecto temporal de un objeto y el objeto (en el caso de la.persona).*
En las definiciones ostensivas, así pues, no se correlacionar!'los expla­
nando, directamente con sus significados, sino que la correlación se establece
utilizando para ello otros signos, en este caso signos ostensivos. La única dife­
rencia entre el explanans de una definición ostensiva (como “este río”, dicho
en Ja presencia del oportuno pedazo de río) y el de una no ostensiva (como “el
Guadiana es un río español que nace en los Ojos del Guadiana y desemboca
en el Atlántico a la altura de Ayamonte”) estriba en que la relación entre sig­
no y significado es totalmente convencional en el segundo caso, pero parcial­
mente natural en el primero.
Una consecuencia de esta diferencia es que los seres humanos estamos
cognoscitivamente bien dotados para entender sin más ni más las definiciones
ostensivas; mientras que entender las no ostensivas requiere entrenamiento lin­
güístico. Es esta diferencia la que confunde a los que razonan como el autor
del argumento anteriormente citado. Pero es fácil ver que esta diferencia no es
relevante para la cuestión de si las definiciones ostensivas son inmunes al argu­
mento de la circularidad. Porque es evidente que, por las mismas razones que
requerimos una explicación de cómo funcionan semánticamente los signos
convencionales (tanto el explanandum como los que aparecen en el explanans
de las explicaciones no ostensivas), podríamos requerir también una explica­
ción del funcionamiento semántico de los signos ostensivos.
Veámoslo. Lo que sabemos de los signos convencionales es cómo usarlos
en situaciones concretas; pero no sabemos dar cuenta de eso que sabemos. Si
quisiéramos explicarle a un extraterrestre inteligente qué convenciones rigen el
funcionamiento semántico de las palabras, o si quisiéramos construir un robot
que fuese capaz de entenderlas, no sabríamos por dónde empezar. La exhaus­
tiva discusión de las citas en el próximo capítulo probará suficientemente esta
afirmación. Las citas son uno de los mecanismos aparentemente más simples
del lenguaje; y veremos cómo autores inteligentes e informados han propues­
to explicaciones de su funcionamiento que resultan ser claramente inade­
cuadas. Es más, no tenemos ninguna certidumbre de que la teoría davidsonia­
na que nosotros hemos adoptado no se revele finalmente inadecuada, por ra­
zones que ahora somos incapaces de entrever. Exactamente lo mismo ocurre
con los signos ostensivos. Si al extraterrestre, por su peculiar naturaleza cog­
noscitiva, las relaciones en que nos apoyamos no le resultan naturales — si, por
ejemplo, se muestra incapaz de pasar del fragmento espacia] del río al río com­
pleto, meramente a partir de nuestro apuntar al primero— , si hubiésemos de
decirle expresamente qué ha de hacer para obtener el significado a partir del

9. De acuerdo con la teoría davidsoniana de las citas que propusimos antes, y defenderemos en el próximo
capítulo, las citas son también signos ostensivos, en los que la relación implicada es de la misma naturaleza que la
existente entre el sonido-ejemplar pronunciado com o ejemplo y el significado en el signo ostensivo 'este sonido: uru-
bttbu del ejemplo anterior.
signo, tampoco sabríamos por dónde empezar. Lo mismo lo muestra el caso de
la construcción del robot: no tenemos la más remota idea de qué información
habría que incorporar en una máquina, para que la máquina sea capaz de enten­
der los signos ostensivos como lo hacemos nosotros.
Por tanto, la ostensión no nos ofrece ninguna vía de escape. Si las defini­
ciones no ostensivas son circulares, y por tanto inaceptables según el especio­
so argumento que estamos examinando; si las explicaciones semánticas no
ostensivas (o las lingüísticas) no explican nada, exactamente lo mismo ocurre
con las explicaciones ostensivas. Por fortuna, el argumento carece de fuerza
tanto para las unas como para las otras.
Es pertinente un comentario final a propósito del texto de Seuren. El autor
parece pensar que “agrupar expresiones sinónimas en clases” es una alternati­
va al trabajo semántico — si bien no una tan atractiva como, antes de conside­
rar la objeción de la circularidad, habíamos pensado que sería la semántica. Es
importante apreciar, empero, que tal actividad no tiene nada que ver con lo que
esperamos de la semántica. Pues alguien puede conocer todas las agrupaciones
posibles de expresiones del latín sinónimas con expresiones del francés sin
entender nada en absoluto de francés ni de latín. Una teoría que se limite a
agrupar expresiones sinónimas de diferentes lenguas, o de una misma lengua,
no dice nada expresamente sobre el significado de las expresiones; por lo tan­
to, es ajena a los objetivos explicativos de una teoría sem ántica— que preten­
de explicar, ni más ni menos, los significados de las expresiones de un len­
guaje, exhibiendo al hacerlo el modo sistemático en que su determinación está
interrelacionada.
Examinemos finalmente de un modo crítico el argumento (la paradoja) de
la necesaria circularidad de toda explicación, del significado, ahora que cono­
cemos su verdadero alcance. La falacia consiste en no apreciar que la palabra
‘saber’ se emplea en dos sentidos bien distintos. Uno es el de saber-cómo, o
conocimiento tácito. Otro es el de sáber-que, o conocimiento explícito. El pri­
mero está constitutivamente vinculado a la acción de un modo muy distinto a
como lo está el segundo. Es en ese sentido de ‘saber' que un buen bailarín sabe
bailar el tango. El conocimiento tácito que un buen bailarín del tango tiene, sea
lo que sea, es algo que explica que el bailarín baile el tango, algo que consti-
tuye su capacidad para hacerlo. Sin embargo, ese mismo buen bailarín puede
ser completamente incapaz de describir de un modo razonablemente apropia­
do en qué consiste bailar el tango, qué pasos hay que dar en según qué cir­
cunstancias musicales. Le falta, entonces, conocimiento explícito del baile,
aunque posea un buen conocimiento tácito del mismo. Cuando decimos, y
entendemos, ‘hay una esfera roja ante mí’, tenemos conocimiento explícito de
que hay una esfera roja ante nosotros. El conocimiento explícito es, en una pri­
mera aproximación, conocimiento enunciado mediante el lenguaje de manera
suficientemente perspicua. Es claro que alguien que tenga un conocimiento
explícito perfecto del tango puede muy bien no saber bailarlo sino de un modo
muy torpe. El conocimiento explícito de algo, pues, no está constitutivamente
vinculado a aquello que ese conocimiento tácito permite hacer; no explica que
alguien haga eso, pues alguien puede tener el conocimiento explícito sin tener
la capacidad constituida por el conocimiento tácito así explicitado. No es que
el conocimiento explícito de las reglas del tango no permita hacer nada; po­
seer conocimiento explícito es poseer una caracterización teórica de algo, y una
, caracterización teórica permite hacer cosas: por ejemplo, ofrecer descripciones
y explicaciones a otros, hacer aseveraciones sobre aquello, etc. Lo que ocurre
más bien es que el conocimiento explícito de algo, por sí mismo, no permite
hacer aquello para lo que capacita el conocimiento tácito explicitado en ese
conocimiento; permite hacer otras cosas. Alguien que tenga conocimiento
explícito de los mecanismos cognoscitivos que permiten bailar el tango puede,
naturalmente, ser un excelente bailarín de tango; pero para ello debe poseer
además conocimiento tácito del tango.
Esta misma distinción, exactamente en estos mismos términos, se aplica
en el caso del lenguaje; pero (a causa de una confusión en todo análoga: a la
confusión entre uso y mención), la similitud en este caso existente entre el
conocimiento explícito y el conocimiento tácito por él explicitado explica que
la pasemos por alto. Nosotros tenemos, como hablantes competentes de nues­
tras lenguas, conocimiento explícito de los significados de las emisiones lin­
güísticas en contextos concretos de uso; y ese conocimiento debe estar basa­
do, por las razones que hemos examinado en este capítulo —fundamental­
mente, por la sistematicidad y la productividad de ese conocimiento— en un
conocimiento tácito de su sintaxis y de su semántica. Es ese conocimiento táci­
to el que necesitamos también para entender una teoría de la sintaxis o de la
semántica de nuestras lenguas formulada en esas mismas lenguas, y para enun­
ciarlas en ellas. Por otra parte, tales teorías intentan damos conocimiento explí­
cito de las mismas. La discusión de las citas pondrá de manifiesto que, pre­
viamente a la teorización semántica, carecemos de conocimiento explícito del
conocimiento tácito de las reglas sintácticas y semánticas de nuestro lenguaje
del que hacemos uso en cada acto de comprensión.
Naturalmente, las nociones de conocimiento tácito y conocimiento explí­
cito suscitan todo tipo de preguntas y perplejidades, muy especialmente a pro­
pósito del lenguaje. Sobre ello volveremos en diferentes ocasiones a lo largo
de esta obra. Pero no cabe duda alguna sobre la existencia de los fenómenos
en cuestión y sobre su carácter distintivo; y eso es lo único que necesitamos
para disolver la paradoja de la circularidad. Nosotros tenemos conocimiento
tácito del funcionamiento de las citas. La teoría que propusimos antes, y defen-
deremos en el próximo capítulo, de ser correcta, hace explícita la naturaleza de
aquello que conocemos. Una buena teoría de las citas nos proporciona conoci­
miento explícito de ese conocimiento tácito, conocimiento que sólo la reflexión
teórica (y no meramente nuestra capacidad para usar las citas) es capaz de pro­
porcionamos. Además, el conocimiento explícito no servirá para hacer aquello
que permite hacer el conocimiento tácito por él explicitado. El conocimiento
explícito del mecanismo de las citas nos permite ofrecer caracterizaciones
razonables de qué hay que hacer para citar; pero, por sí mismo, no nos capa­
cita para citar, ni para entender las citas del modo en que las entendemos habi­
tualmente (incluidas aquellas que puedan aparecer en la enunciación explícita
de nuestro conocimiento tácito de las citas). Para eso hemos de tener además
el conocimiento tácito del mecanismo de las citas.

5. Sumario y consejos para seguir leyendo

En este capítulo hemos introducido algunos conceptos que, en su mayo­


ría, recibirán ulterior clarificación posteriormente. Por tentativas que sean las
nociones iniciales que hemos dado de ellos, la cabal comprensión de los capí­
tulos que siguen requiere guardarlas en mente. Hemos introducido la distinción
entre expresión-tipo y expresión-ejemplar, y hemos puesto de relieve cómo las
disciplinas lingüísticas se ocupan característicamente de expresiones-tipo (§ 1).
Hemos mostrado la sistematicidad y la productividad de las propiedades lin­
güísticas, y cómo una parte esencial del trabajo teórico de las disciplinas
lingüísticas consiste en hacer explícita la sistematicidad de propiedades como
ser gramatical tí expresar una proposición (§ 2). Hemos introducido también la
distinción entre oración, enunciado y proposición; la distinción entre sintaxis,
semántica y pragmática (§ 2), la distinción entre el uso y la mención de un sig­
no (§ 3); la noción de signo ostensivo (§ 4), y la distinción entre el conoci­
miento tácito y el conocimiento explícito del lenguaje (§ 4). Por último,
mediante la distinción entre el conocimiento tácito y el conocimiento explíci­
to del lenguaje hemos llevado a cabo, siquiera que parcialmente, una caracte­
rística tarea filosófica: la disolución de una paradoja, poniendo de manifiesto
un malentendido conceptual; se trata, de aquel en virtud del cual se concluye
que sólo las explicaciones ostensivas del significado de las expresiones lin­
güísticas podrían aspirar a ser genuinamente explicativas (§ 4). ,
Una excelente exposición de la distinción entre uso y mención la ofrece
W. V. O. Quine en su Lógica matemática, § 4. La teoría de las citas aquí adop­
tada es una modificación de la propuesta por Donald Davidson en 14La cita” ,
defendida en mi trabajo “Ostensive Signs: Against the Identity Theory of Quo-
tation”. La discusión de la ostensión puede ampliarse examinando los parágra­
fos §§ 23-37 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein; aunque, dada
ia naturaleza de las observaciones de Wittgenstein, quizás sea recomendable
esperar para ello a conocer la introducción sistemática a las ideas más impor­
tantes de la obra que se hace en el capítulo XI. Sobre la distinción entre co­
nocimiento tácito y conocimiento explícito es recomendable el artículo de
G. Evans “Semantic Theory and Tacit Knowledge”.

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