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CUENTOS PARA
PENSAR

LUCIANO ONETO
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LA CASA DE AL LADO
Me mudé al barrio 21 porque había pasado algunas
veces por allí cuando era niño y me había
deslumbrado. Sus calles tranquilas, los árboles de la
vereda, tan tupidos como pocos, los vecinos
sentados en reposeras en las puertas de sus casas, el
poco ruido.
Me había enamorado de ese barrio; soñaba de niño
con vivir allí algún día. Juré que me mudaría, para
disfrutar la paz de ese lugar.
Y al fin lo hice. Después de terminar de estudiar el
Profesorado de Letras en la Universidad logré reunir
el dinero y comprar una casa en ese hermoso
espacio.
Me crié en un barrio repleto de ruidos, donde los
autos y camiones pasaban sin descanso, y donde las
peleas callejeras eran moneda corriente. Aun no me
acostumbraba, en mi casa nueva, a que a la hora de
dormir no se percibieran el disturbio y el alboroto al
que estuve sometido durante tantos años.
Para ser franco, nunca me caractericé por mi vida
social, de manera que me costó conocer a mis
vecinos. En realidad, me llevó algunos meses
conocer sólo a algunos de ellos. Don Pedro, que vive
al frente; hombre ya entrado en años, sin esposa ni
hijos. Al lado de mi casa, la familia Care: un
matrimonio con tres hijos, de 15, 12 y 7 años. Fuera
de esas personas, prácticamente no me relacionaba
con nadie.
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El barrio seguía siendo tal cual yo lo recordaba de
niño: tranquilo, seguro, pacífico. Sus árboles
conservaban ese toque que roza lo celestial, un toque
mágico, típico de los árboles de los cuentos. Eran
tupidos sobremanera y de un verde colorido,
concentrado, precioso.
Pero lo que me traía extrañado, de alguna manera
preocupado, si se quiere, era la casa de al lado. Era
una construcción mas bien vieja, venida a menos y
con la pintura gastada. No llamaba la atención para
nada, salvo por lo lúgubre de su aspecto.
Cuando yo me trasladé al barrio, la vi y pensé que
estaría abandonada. Jamás entraba o salía nadie de
ella. A decir verdad, nunca pregunté a nadie si
estaba ocupada o deshabitada; comprendí que sería
una actitud muy entrometida y, aunque el asunto me
llamaba la atención, no se justificaba estar haciendo
averiguaciones por ahí.
Generalmente andaba yo mucho por la calle, ya que
los horarios de las clases que daba iban variando
semana a semana. De todos modos, a la hora que
pasase, el aspecto de aquella casa era el de una
construcción abandonada, y bastante tétrica.
Sinceramente no sé qué es lo que me llamaba la
atención de ella; siempre intenté hallar el motivo de
aquella extraña curiosidad que sentía por el
inmueble.
Mi curiosidad se mezcló con una viva incertidumbre
el día que, retornando a mi hogar de una clase
nocturna, y siendo más de las doce de la noche, vi a
un hombrecillo abriendo la reja que conducía al
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jardín por el que, mediante una puerta, se ingresaba
a la casa. No supe si saludarlo o no, pero él dirigió
hacia mí una mirada inquisitiva, y traspasó
rápidamente la reja. Transcurrieron algunos
segundos hasta que ingresé a mi casa; permanecí
inmóvil en la entrada por espacio de algunos
minutos, pensando, totalmente asombrado.
¿Cómo era posible que viviese alguien en esa casa y
yo, que residía allí desde hacía varios meses, no lo
hubiese visto?
Era un detalle no menor, y se me había escapado.
Pero volvía a pensar en lo de antes, ¿qué me
importaba a mí esa casa? Interpreté que sería muy
fisgón de mi parte intentar averiguar algo acerca de
la casa y su extraño inquilino. “No es de mi
incumbencia”, insistía frecuentemente.
Durante un tiempo prolongado di clases por la noche
y todos los jueves, al retornar a mi casa, veía al
misterioso hombrecito ingresar a la casa de al lado.
Haciendo memoria, me di cuenta que la primera vez
que lo había visto también fue un jueves.
La segunda vez lo vi, prácticamente a la misma hora
que la primera, y volví a intuir en su mirada una
especie de desprecio hacia mí. Interpreté que no le
agradaba que alguien lo estuviera observando
mientras ingresaba. Con una mano abría la puerta y
en la otra (esto es lo que me alertó) llevaba una bolsa
de consorcio bien grande de la que goteaba un
líquido. No pude distinguir su color debido a la
negrura de la noche, pero quedaba bien claro que de
la bolsa chorreaba algo.
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Así se sucedieron dos o tres jueves más: yo espiaba
al hombre desde mi techo, vigilándolo el tiempo
transcurrido entre que llegaba por la vereda hasta
que ingresaba a la casa. Pude notar que, como las
otras veces, portaba una bolsa chorreante.
Me inquietaba aún más el hecho de que, luego de
que el hombre traspasara la puerta de su casa, se
oían algunos ruidos semejantes al golpe de un palo
contra una mesa.
Sé que no es correcto inmiscuirse en los asuntos de
otro, pero cuando algo huele mal hay que intervenir.
El misterioso comportamiento del inquilino, creo yo,
no hubiera alertado mis sentidos, ya que también yo
soy de costumbres extrañas y, sin ir más lejos, volvía
a media noche a mi casa. Pero sumado a los golpes y
al misterioso detalle de la bolsa, me hizo pensar que
se trataba de algo peligroso.
En suma, creí conveniente tomar cartas en el asunto.
Nunca voy a olvidar el día en que se me vino a la
mente la idea de entrar en la casa del individuo y
descubrir con mis propios ojos qué es lo que estaba
ocurriendo. “Estoy loco”, me dije. Pero mi instinto
me decía que, más allá de la intromisión, hacía bien,
pues podría descubrir de una vez por todas de qué se
trataba el asunto. Incluso, me dije, puede haber un
tinte ilegal en todo esto.
Lo cierto es que comencé a barajar la idea de qué
posibilidades tenía de ingresar en la propiedad;
cómo podría hacerlo.
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Por el techo era bastante difícil, puesto que es
mucho más alto que el mío. Ni con una escalera
llegaría a ascender a su terraza.
De más está decir que una “amistosa visita” no
convencería al hombrecillo para dejarme ingresar a
su casa. Creo que ya me tenía fichado el tipo.
Conclusión: tendría que meterme por alguna de las
ventanas del frente, habiendo sorteado la puerta de
reja del jardín.
Dentro de las curiosidades que llamaban mi atención
era el hecho de que yo lo veía ingresar los jueves a
medianoche, pero jamás podía descubrir cuándo
salía de la casa, simplemente lo veía retornar al
siguiente jueves.
Quise cerciorarme acerca de la seriedad del asunto,
por lo que no entré a la casa esa semana. Esperé al
jueves y lo vigilé desde el techo: llevaba una bolsa
de consorcio goteando, como siempre, un líquido
mas bien oscuro. Se ve que luego limpiaría la
vereda, ya que a la mañana yo no encontraba
mancha alguna. Eso hizo aumentar mi ira: ¡el
maldito borraba las manchas! Es decir, concluí, tiene
algo que esconder.
La semana siguiente sería escenario de mi aventura.
Ese jueves, con mi corazón palpitando
descomunalmente, esperé la medianoche, momento
en que el hombre llegaría. Lo observé desde mi
techo mientras traspasaba la reja. Al escuchar el
ruido de la otra puerta, comprendí que ya estaba
dentro de la casa y emprendí la marcha. Bajé a la
cocina, busqué un gran cuchillo y salí a la calle. Me
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paré frente a las rejas que separan la vereda del
jardín de la casa y, mirando hacia ambos lados por si
alguien venía, comencé a trepar la reja. A pesar de
tener puntas arriba, fui bastante cuidadoso de no
lastimarme y de pasar sin provocar ruido alguno. Caí
en el pasto, y me encaminé hacia la puerta de
entrada. Vanamente tanteé si estaba abierta,
entonces probé con la ventana que hay a la
izquierda. Tomé el vidrio desde abajo, observando
cómo cedía hacia arriba. Cuando estuvo lo
suficientemente abierto, no sin antes cerciorarme si
se aproximaba el hombre, ingresé al interior de la
casa. A mis espaldas cerré el vidrio.
Había desembocado en una habitación pequeña,
oscura y con olor a encierro. Sentí los pasos del
hombre como si estuviera caminando a lo largo de
un pasillo. Después escuché el abrir y entrecerrar de
una puerta, deduciendo que había ingresado en
alguna pieza.
Tenía tanto temor como un conejillo en medio de un
experimento, mas estaba dispuesto a llegar hasta las
últimas consecuencias.
Me armé de valor y me dispuse salir de aquella
habitación. Entreabrí apenas la puerta y coloqué el
filo del cuchillo mirando hacia afuera. La hoja del
cuchillo me permitió ver un pasillo largo, angosto y
un tanto oscuro, iluminado apenas por la luz de una
de las habitaciones que desembocan en él, ya que
tenía la puerta entreabierta.
Decidí, entonces, abandonar el cuarto.
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Una vez en el pasillo me encaminé hacia la
habitación que emanaba aquel rumor de claridad,
pensando que allí encontraría al tipo. En el camino
comencé a escuchar los mismos golpes secos contra
algún objeto que escuchaba desde mi casa.
Me asomé levemente por esa puerta y vi al sujeto:
estaba golpeando con un machete el cuerpo ya
mutilado y sin vida de una persona. Luego de
cortarlo en trozos, los salaba y comenzaba a
engullirlos con un placer nunca antes visto por mis
ojos. El tipo se relamía con cada mordisco que daba
a su víctima. El cadáver que estaba comiendo se
hallaba acostado boca arriba en una mesa
rectangular.
En toda la extensión de la habitación se ubicaban las
bolsas de consorcio que yo mismo había visto cómo
cargaba mientras entraba a la casa. De ellas se podía
observar cómo sobresalían brazos, piernas y
cabezas, intentando escapar del paquete que los
contenía, como si anhelaran una sepultura digna por
lo menos, en vez de hallarse sometidos sus cuerpos a
un horrible destino de locura y gula desenfrenada.
El espectáculo era horrible. El hombre devoraba
ferozmente los cuerpos que en sus manos caían.
Cada tanto volvía a realizar un corte con el machete,
para mayor comodidad. “Desgraciado”, pensé. En
ese mismo instante, luego de posar mi mirada sobre
la víctima que estaba sobre la mesa (a decir verdad,
lo que quedaba de ella), tuve una terrible visión. Por
un momento mis ojos abandonaron la casa y pude
observar, en lo que parecía ser una mansión, una
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trágica secuencia: el mismo hombre que devoraba
mi vecino estaba asesinando a sangre fría a su
esposa y sus hijos con un hacha. Los golpeaba sin
remordimiento, peor que si estuviera tratando con
bestias salvajes. Luego divisé cómo transportó los
cuerpos al enorme patio de la casa en una carretilla
y, a continuación, los enterró.
Mi visión se interrumpió cuando mi vecino se
abalanzó sobre mí y comenzó a golpearme
salvajemente en todo el cuerpo. En ese momento
reaccioné e intenté defenderme. Lo golpeé en la cara
y cayó a mi lado. Mientras estaba tendido en el
suelo, me valí del cuchillo que traía y se lo hinqué
en el abdomen. Hice presión con el arma y luego la
retiré de su cuerpo, a la vez que le continuaba
pegando. Cuando prácticamente ya no respondía, le
clavé la puñalada final a la altura de su corazón,
dándole fin a su existencia.

Realmente me sentí conmovido en ese momento por


la muerte del hombre. Luego lo comprendí: ese era
mi destino. Es mi destino continuar su labor,
convertirme todos los viernes por la mañana en un
fantasma, visto por nadie, que vaga por todos lados,
espiando los viles actos de asesinos, empleados
públicos, violadores, pedófilos, charlatanes,
traficantes, e impartir justicia.
Es mi destino conducirlos los jueves a medianoche,
en las famosas bolsas de consorcio, a la casa, para
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tragarme su maldad y librar a la Humanidad de
tamaños monstruos.
Por las manchas de sangre ya no me preocupo; los
miserables no dejan huella alguna.

FIN
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NO LO SÉ

Calor. Calor excesivo. Que parece que la cabeza va a


explotar y las neuronas escaparán, emprendiendo un
misterioso viaje por confines que no conocen. Así
era aquella noche, con más de treinta grados, que
parecían ochenta. Era insoportable. No quiero caer
sin embargo en lo de siempre: cuando llueve, las
quejas porque llueve; cuando hace calor, las quejas
por el calor. No quiero, decía, caer en el
inconformismo diario de las personas, tan solo
quiero graficar el panorama de aquella noche.
Eran cerca de las dos de la mañana, y yo estaba
acostado (por no decir tumbado) en mi cama, sin
poder conciliar el sueño. Normalmente me duermo
cerca de las doce, pero aquella vez no podía. Por lo
referido anteriormente: el lapidario calor.
No se escuchaba sonido alguno, salvo de vez en
cuando algún atrevido limón que cayera del
limonero de la casa de al lado.
La ventana de mi pieza estaba abierta, pero las gotas
gruesas de sudor se desplazaban a lo largo de mi
cuerpo, por la cabeza, el pecho, la espalda, las
piernas. Era una sola masa de agua; el colchón
estaba hecho una sopa.
No podía, decía, dormir; no había forma. Terminó
por abatirme el aburrimiento.
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“Tengo que hacer algo”, me dije, luego de estar
caminando por espacio de media hora a lo largo y
ancho de toda la casa.
Me senté en la cama y prendí un radio-reloj que
tenía desde hacía un par de años. Busqué una
frecuencia más o menos decente y la dejé a un
volumen adecuado a esa hora. Luego de algunos
minutos, mis ojos comenzaron a entrecerrarse y
empecé a soñar. Desperté al rato, dirigí mi vista
hacia la radio y contemplé la hora: las cinco y
cuarto.
Harto de escuchar la música que estaban pasando, y
un poco más relajado, decidí apagar el artefacto.
Oprimí el botón, pero no se apagó. Insistí algunas
veces más, sin obtener resultado alguno.
Me sorprendió porque jamás había fallado el
aparato. Me levanté de la cama y la desenchufé.
Observé, asombrado, que la música seguía sonando.
Hice un último intento sacándole las pilas que lleva,
pero sucedía lo mismo.
A pesar de todo ello, era tal el sueño que me
agobiaba que decidí seguir durmiendo con la música
puesta.

Al otro día sonó la alarma, como siempre, a las siete


y media de la mañana. Me costó levantarme, ya que
había pasado una noche complicada. Me dolían un
poco los músculos; de todas maneras debía
levantarme para ir a trabajar.
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Mientras hacía el desayuno recordé el episodio del
radio-reloj. Sinceramente no le di demasiada
importancia; atribuí lo ocurrido a mi excesivo
cansancio y al desmedido calor.
Terminé de tomar el café y fui a darme una ducha
para refrescarme un poco. A pesar de ser temprano,
la temperatura ya era alta.
Cuando estaba bañándome creí escuchar la radio
prendida. Salí inmediatamente, sin siquiera secarme,
pero cuando llegué a la pieza no se percibía sonido
alguno.
Ya preparado, salí de mi casa y me dirigí hacia la
parada del trolebús. Transcurrieron algunos minutos
hasta que llegó. Durante todo el trayecto no pude
dejar de pensar en lo sucedido. Quizás no me
preocupaba tanto lo de la noche anterior como lo que
había acontecido minutos antes. ¿Sería posible estar
tan sugestionado por lo sucedido como para
escuchar la radio mientras me hallaba dentro del
baño, siendo que estaba desenchufada y sin pilas?
Lo cierto es que entré a mi oficina todavía pensando
en el asunto.
Cuando salí del trabajo, a las ocho de la noche,
poblaba el asfalto una leve llovizna, lo que hacía
elevar el nivel de humedad. Comencé a transpirar
excepcionalmente.
Llegué a casa, un poco consternado a causa de la
cantidad de niños que había visto mendigar al salir
del supermercado. ¡Y yo con mis bolsas llenas,
dispuesto a preparar una cena exquisita!
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Después de ver eso, vi como una estupidez mi
“problema” del radio. Entendí que no era otra cosa
que una alucinación producto del calor. Apenas
entré a casa empecé a preparar la comida, porque el
hambre que tenía era atroz. Estaba esperando que
leudara la masa para la pizza, recostado en mi cama,
y cuál no sería mi sorpresa al escuchar que la radio
había comenzado a sonar. ¡Se había prendido sola!
No supe qué hacer, cómo reaccionar. Estuve algunos
minutos recostado, sin moverme y sin poder creer lo
que estaba pasando. Traté de convencerme de que no
estaba sonando.
Me levanté de la cama y la vi: estaba prendida. La
espalda me transpiraba como nunca antes.
No se me ocurría a qué podía atribuir aquel
fenómeno. “Tengo que hacer algo urgente”, me dije.
Podría llevarla a algún taller, para repararla, pero a
esa hora estaría ya todo cerrado. Creí conveniente
llevarla al día siguiente. Fui, entonces, a la cocina a
terminar de preparar la comida.
De todas maneras esa noche comí casi nada; estaba
muy pendiente del asunto de la radio.
Siendo las once y media me fui a la cama a leer un
rato, antes de dormirme. La radio ya no sonaba.
Pareciera que se prendía y apagaba a su gusto,
caprichosamente.
Luego de haber leído un rato dejé el libro en mi
escritorio, apagué la luz y me acosté a dormir.
Experimenté por todo mi cuerpo una mezcla de
indignación con un tremendo susto cuando, siendo
alrededor de las tres de la mañana, comenzó a sonar
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la radio. Me levanté de la cama, e inútilmente
intenté apagarla; incluso quise bajar el volumen,
pero no pude.
Permanecí en vilo toda la noche por el sonido de la
música. Cuando, a las siete y media, sonó la alarma,
yo estaba despierto, sentado en mi cama y con los
ojos bastante doloridos.
Me bañé y, sin siquiera desayunar, me vestí y salí al
trabajo con mi radio bajo el brazo. ¡Que suerte tuve
que no sonara mientras estaba en mi oficina!
Cuando salí en el horario del almuerzo fui a un
taller, para dejar el aparato y que lo revisaran. Me
dijeron que lo buscara por la noche, de manera que
decidí comer algo por ahí y volver a la oficina.
Estuve toda la tarde pensando en el asunto, tratando
de encontrarle un por qué lógico a la situación.
Salí, como siempre, a las ocho y me fui directamente
al negocio donde había dejado mi radio.
-Hola-le dije al vendedor-, vengo a buscar la radio.
¿Cuánto le debo?
-No, nada.-me respondió-No tiene nada de malo. La
revisé totalmente y no tiene fallas. Dígame, ¿qué es
lo que le fallaba a usted?
-Bueno, en realidad, no es que fallara, sino que...-no
sabía que decirle, cómo salir de aquel apuro. ¡No
podía referirle los hechos que en realidad habían
sucedido!-Gracias, de todos modos. Hasta luego.
Ahora sí que no entendía nada. ¿Cómo podía “no
tener nada de malo” si se prendía y apagaba a su
gusto y piacere? En fin, me fui a casa tratando de
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ocupar mi mente en otro asunto. No quería pensar
más en la radio.
Cuando llegué la dejé sobre el escritorio de mi pieza
y me dispuse a preparar la comida. Prendí la
hornalla, busqué una olla, le coloqué agua y la puse
en la hornalla. Cuando me disponía a sacar los
fideos del paquete y ponerlos al fuego escuché una
voz que decía: “¡Luciano! ¡Luciano!”.
No podía creer lo que estaba oyendo. Alguien me
llamada, sin embargo, ¡yo estaba solo en casa!
Intenté no darle mayor importancia, pero minutos
después escuché: “Luciano vení, vamos a conversar
un rato”. En ese momento me di cuenta que en
realidad alguien estaba llamándome. Se me erizó
instantáneamente la piel. Creí entender que el
llamado provenía de mi pieza; allí acudí entonces.
Mientras me dirigía a mi dormitorio persistían los
llamados. Cuando entré, una voz me dijo:
-Al fin llegaste, ¡ya estabas tardando demasiado!
Podrías dejar los fideos para después, y venir a
charlar conmigo, ¿no te parece?
No terminaba de asimilar si me hallaba en un
enfermizo y perverso sueño, o era real lo que estaba
ocurriendo. Me quedé quieto en el marco de la
puerta y con un poco de miedo pregunté:
-¿Qu...qu...quién e... es?
-¿Quién va a ser?- me contestó la voz- ¡Yo, tu radio!
No supe qué decir. El cuerpo no me respondía, no
lograba mover mis músculos. Estaba temblando
como si hiciera un frío tremendo.
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Al ver que ya no hablaba, la radio comenzó a
pasar algunas de mis canciones favoritas. “Esto ha
llegado a un límite”, pensé para mí.
Decidí ponerle punto final a la situación. Apagué el
agua de los fideos, tomé la radio y me dirigí hacia la
calle. Después de cerrar el portón de calle a mis
espaldas me dirigí al baldío que hay a dos cuadras de
casa, y arrojé la radio lo más lejos que pude; quedó
amontonada junto con algunas gomas quemadas,
pedazos de madera, de cartón.
Al llegar a casa me sentí mucho más tranquilo,
habiéndome desecho del aparato que me traía
desconcertado y turbado desde hacía algunos días.
Comí la cena mientras leía un libro y me fui a
dormir más temprano que de costumbre. No me
costó dormirme, ya que la preocupación que se había
adueñado de mí hacía algunos días había
desaparecido.
No creo poder describir la sorpresa y el pánico que
me invadieron cuando a la noche escuché una voz
que me inquiría:
-Te has portado de una manera bastante reprochable
para conmigo.
Me levanté de la cama totalmente sobresaltado y
miré instintivamente hacia el escritorio: ahí estaba la
radio, hablándome nuevamente.
Me quedé mirándola por espacio de algunos
minutos, para ver si volvía a hablarme pero no lo
hizo. Al instante comenzó a sonar la música.
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En realidad, no creo conveniente dejar sentado
por escrito los hechos que mencioné anteriormente.
Es mas, la última vez que conté a alguien lo ocurrido
me fue bastante mal.
Porque, yo digo, aquellos acontecimientos no son
excusa válida como para encerrarme en un edificio
tan monótono y asqueroso como un manicomio, ¿o
me equivoco?
Uy, discúlpenme por un minuto, creo que la radio
me está llamando.
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¿ENTONCES?

“La monotonía de la rutina se torna insoportable. En


aquellos momentos en los que el ser no sabe qué
hacer o se cansa de lo que hace todos los días se
debe buscar algo que renueve el estilo de vida; de
otra manera uno se vuelve loco”.
Así comenzaba el cuento Hernández, escritor que
había pasado los treinta hacía tiempo, pero que aún
no podía vivir de aquello que tanto le deleitaba: le
Literatura.
Después de una vida tan dura y una lucha tan tenaz
merecía un resultado mejor. Había abandonado la
casa paterna a los 14 años, convencido de que su
pasión era la escritura. Su padre, empecinado en que
siguiera el negocio familiar le dio a elegir entre su
voluntad o el destierro. Y así fue. No pasaron dos
días de aquella disyuntiva, cuando ya había armado
la mochila y, con los pocos ahorros que tenía, se
lanzó al mundo, dispuesto a perseguir su más
anhelado sueño.
Con frecuencia retornaban a su mente aquellos
recuerdos. Le daba vueltas una y otra vez al asunto,
escapándosele de cuando en cuando una lagrimita.
De pronto soltó la lapicera y se dirigió a la ventana,
para adosarle una manta encima, incrustada con un
clavo. A mediados de julio el frío es alucinante,
sobre todo si es de noche.
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Eran las dos de la madrugada, pero se había
dispuesto a comenzar un nuevo relato, con la
ambición de poder venderlo a alguna editorial. Esa
noche se sentía inspirado, y decidió crear la “obra
maestra”. Así llamaba a sus creaciones cada vez que
se embarcaba en una obra, pero lo cierto es que sus
únicas cuatro novelas habían sido un fracaso
El comienzo de esta obra no era casual: era como
realmente se sentía, llevando una vida totalmente
rutinaria y aburrida, sin ningún divertimento ni
distracción de índole alguna.
Se sentía en una odisea contra una existencia
absurda, una vida que le había dado la espalda
siempre, que le había latigado sin tregua alguna.
Después de adosar la manta a la ventana, rota a
causa de un acto de vandalismo, se dispuso a
continuar con el relato. Se prendió un cigarrillo y
tomó la lapicera para retomar la actividad. Escribía y
daba pitadas al cigarrillo alternadamente.
La habitación en la que estaba se hallaba totalmente
oscura y sombría, iluminada únicamente por la luz
de dos velas: se habían roto los cables de la luz hacía
algunos meses. Este detalle, sumado a la pequeñez
de esa ratonera, había contribuido a enloquecer un
poco más al ya maniático escritor. A un costado,
contra la pared, una mesita con dos trozos de pan y
una botella empezada de soda; al otro costado, un
mueble con algunos libros y manuscritos. Él se
hallaba situado al medio, sentado en una mesita
redonda.
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A pesar de la manta colocada, comenzaba a
ingresar el hiriente frío por la ventana rota que daba
a la calle. Púsose un pulóver el escritor para
disminuir el frío y se levantó un momento con el
deseo de encontrar en la heladera alguna bebida que
atenuara el frío, pero no encontró nada.
Al cabo de unos minutos se sentía el más digno de
los hombres de la Tierra de escribir las primeras
líneas del cuento. Estaba realmente estupidizado en
aquella habitación y el encierro no le permitía
prácticamente respirar normalmente.
Aplastó el cigarrillo en el suelo y se puso el gabán,
se ajustó la corbata que, aunque rota, no perdía su
elegancia, y se encaminó hacia la puerta, no sin
antes apagar las velas. Pretendía dar una caminata
nocturna y quizás visitar algún bar de los que había
en la Avenida. Salió y cerró la puerta; descendió las
escaleras, pudiendo observar a ambos lados los
demás departamentos-si es que llegaban a esa
categoría; mas bien podrían ser considerados unos
sucuchitos- y salió a la calle.
Hacía un rato que llovía torrencialmente. Hernández
abrochó bien su abrigo y, debajo de un balcón,
prendió un cigarrillo.
Iba caminando por la calle protegiendo al cigarrillo
con ambas manos y teniendo cuidado, cada vez que
fumaba, de que no se mojara.
Las calles se encontraban llamativamente vacías, no
tanto por la hora, sino por la incesante lluvia que
cubría el cielo desde hacía, por lo menos, una hora.
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Deambuló por el asfalto, esquivando o saltando
los charcos, reflexionando sobre algunas cuestiones.
Dio un giro en su caminata y entró en el bar “Tres
Cielos”, en la Avenida, a unas cuadras de su casa.
Saludó al dueño-conocido de algunos años- y pidió
lo de siempre, un whisky.
Mientras lo tomaba observó al otro lado de la barra
un hombre entrado en años, barbudo y pelo
engominado, peinado hacia la derecha. Si bien había
algunas otras personas en el negocio, esta persona le
llamó la atención por algún motivo en particular que
no lograba descifrar.
Lo miró durante un rato, dirigiendo la vista hacia
otro lado cada vez que el hombre se daba cuenta.
Transcurrieron así algunos minutos, en los que
Hernández pidió algunos otros vasos de whisky. En
un momento amagó a acercarse al hombre, pero
volvió a sentarse en su lugar. Al rato, éste se sentó a
su lado y pidió un vodka. Dirigió su mirada hacia el
escritor, suspiró profundamente y le dijo:
- La monotonía de la rutina se torna insoportable,
¿no es cierto?
Hernández se quedó pasmado. Al rato preguntó:
-¿Perdón?
-Queda usted perdonado-sonrió-. Así lo pienso yo, y
estoy segurísimo que también usted lo cree así-en
ese momento tomó un sorbo de vodka.
-Aún no lo comprendo-dijo Hernández, todavía
atónito.
-Buscar algo distinto, ¡sí!, algo renovador, porque se
corre el riesgo de perder la cordura.
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Transcurrieron algunos segundos en silencio,
escuchándose sólo el sonido de la lluvia. Al fin el
escritor dijo:
-¿Quién es usted?
-Esa misma pregunta me la vengo haciendo yo desde
hace varios años. Ni yo lo sé.
-Por favor, dígame la verdad.
-¿La verdad? La verdad...-se rió- La verdad es todo,
pero no es nada. Pueden ser todas las versiones, o
ninguna en realidad. Depende quién la vea. Bueno,
así piensa el vulgo, pero le confiaré un secreto:-se
acercó a Hernández y le habló al oído- la verdad es
una sola cosa, una sola versión, una única causa de
todas las consecuencias; en realidad, un solo artífice
de todo lo que ocurre, pero que nadie sabe discernir
ni comprender. Cada criatura elabora su versión de
la verdad, y la toma como la verdad absoluta. Pero
no es así: son todos unos ilusos, que creen poder
desentrañar los misterios de la verdad. ¡Mas no se
puede!
-Ante eso, ¿qué se puede hacer?
En ese momento el viejo pagó la cuenta de ambos,
se paró, sonrió y le frotó la cabeza al escritor.
-No dejes nunca de escribir-contestó, y se fue.
Hernández también sonrió.
Después de un rato, se retiró del bar. La noche aún
era muy cerrada, y sin luna. Durante el camino
pensaba y pensaba; ¿quién era aquel hombre, qué le
quiso decir? Tenía demasiadas incógnitas, pero de
algo estaba seguro: debía terminar urgentemente su
cuento.
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