Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
CUENTOS PARA
PENSAR
LUCIANO ONETO
2
LA CASA DE AL LADO
Me mudé al barrio 21 porque había pasado algunas
veces por allí cuando era niño y me había
deslumbrado. Sus calles tranquilas, los árboles de la
vereda, tan tupidos como pocos, los vecinos
sentados en reposeras en las puertas de sus casas, el
poco ruido.
Me había enamorado de ese barrio; soñaba de niño
con vivir allí algún día. Juré que me mudaría, para
disfrutar la paz de ese lugar.
Y al fin lo hice. Después de terminar de estudiar el
Profesorado de Letras en la Universidad logré reunir
el dinero y comprar una casa en ese hermoso
espacio.
Me crié en un barrio repleto de ruidos, donde los
autos y camiones pasaban sin descanso, y donde las
peleas callejeras eran moneda corriente. Aun no me
acostumbraba, en mi casa nueva, a que a la hora de
dormir no se percibieran el disturbio y el alboroto al
que estuve sometido durante tantos años.
Para ser franco, nunca me caractericé por mi vida
social, de manera que me costó conocer a mis
vecinos. En realidad, me llevó algunos meses
conocer sólo a algunos de ellos. Don Pedro, que vive
al frente; hombre ya entrado en años, sin esposa ni
hijos. Al lado de mi casa, la familia Care: un
matrimonio con tres hijos, de 15, 12 y 7 años. Fuera
de esas personas, prácticamente no me relacionaba
con nadie.
3
El barrio seguía siendo tal cual yo lo recordaba de
niño: tranquilo, seguro, pacífico. Sus árboles
conservaban ese toque que roza lo celestial, un toque
mágico, típico de los árboles de los cuentos. Eran
tupidos sobremanera y de un verde colorido,
concentrado, precioso.
Pero lo que me traía extrañado, de alguna manera
preocupado, si se quiere, era la casa de al lado. Era
una construcción mas bien vieja, venida a menos y
con la pintura gastada. No llamaba la atención para
nada, salvo por lo lúgubre de su aspecto.
Cuando yo me trasladé al barrio, la vi y pensé que
estaría abandonada. Jamás entraba o salía nadie de
ella. A decir verdad, nunca pregunté a nadie si
estaba ocupada o deshabitada; comprendí que sería
una actitud muy entrometida y, aunque el asunto me
llamaba la atención, no se justificaba estar haciendo
averiguaciones por ahí.
Generalmente andaba yo mucho por la calle, ya que
los horarios de las clases que daba iban variando
semana a semana. De todos modos, a la hora que
pasase, el aspecto de aquella casa era el de una
construcción abandonada, y bastante tétrica.
Sinceramente no sé qué es lo que me llamaba la
atención de ella; siempre intenté hallar el motivo de
aquella extraña curiosidad que sentía por el
inmueble.
Mi curiosidad se mezcló con una viva incertidumbre
el día que, retornando a mi hogar de una clase
nocturna, y siendo más de las doce de la noche, vi a
un hombrecillo abriendo la reja que conducía al
4
jardín por el que, mediante una puerta, se ingresaba
a la casa. No supe si saludarlo o no, pero él dirigió
hacia mí una mirada inquisitiva, y traspasó
rápidamente la reja. Transcurrieron algunos
segundos hasta que ingresé a mi casa; permanecí
inmóvil en la entrada por espacio de algunos
minutos, pensando, totalmente asombrado.
¿Cómo era posible que viviese alguien en esa casa y
yo, que residía allí desde hacía varios meses, no lo
hubiese visto?
Era un detalle no menor, y se me había escapado.
Pero volvía a pensar en lo de antes, ¿qué me
importaba a mí esa casa? Interpreté que sería muy
fisgón de mi parte intentar averiguar algo acerca de
la casa y su extraño inquilino. “No es de mi
incumbencia”, insistía frecuentemente.
Durante un tiempo prolongado di clases por la noche
y todos los jueves, al retornar a mi casa, veía al
misterioso hombrecito ingresar a la casa de al lado.
Haciendo memoria, me di cuenta que la primera vez
que lo había visto también fue un jueves.
La segunda vez lo vi, prácticamente a la misma hora
que la primera, y volví a intuir en su mirada una
especie de desprecio hacia mí. Interpreté que no le
agradaba que alguien lo estuviera observando
mientras ingresaba. Con una mano abría la puerta y
en la otra (esto es lo que me alertó) llevaba una bolsa
de consorcio bien grande de la que goteaba un
líquido. No pude distinguir su color debido a la
negrura de la noche, pero quedaba bien claro que de
la bolsa chorreaba algo.
5
Así se sucedieron dos o tres jueves más: yo espiaba
al hombre desde mi techo, vigilándolo el tiempo
transcurrido entre que llegaba por la vereda hasta
que ingresaba a la casa. Pude notar que, como las
otras veces, portaba una bolsa chorreante.
Me inquietaba aún más el hecho de que, luego de
que el hombre traspasara la puerta de su casa, se
oían algunos ruidos semejantes al golpe de un palo
contra una mesa.
Sé que no es correcto inmiscuirse en los asuntos de
otro, pero cuando algo huele mal hay que intervenir.
El misterioso comportamiento del inquilino, creo yo,
no hubiera alertado mis sentidos, ya que también yo
soy de costumbres extrañas y, sin ir más lejos, volvía
a media noche a mi casa. Pero sumado a los golpes y
al misterioso detalle de la bolsa, me hizo pensar que
se trataba de algo peligroso.
En suma, creí conveniente tomar cartas en el asunto.
Nunca voy a olvidar el día en que se me vino a la
mente la idea de entrar en la casa del individuo y
descubrir con mis propios ojos qué es lo que estaba
ocurriendo. “Estoy loco”, me dije. Pero mi instinto
me decía que, más allá de la intromisión, hacía bien,
pues podría descubrir de una vez por todas de qué se
trataba el asunto. Incluso, me dije, puede haber un
tinte ilegal en todo esto.
Lo cierto es que comencé a barajar la idea de qué
posibilidades tenía de ingresar en la propiedad;
cómo podría hacerlo.
6
Por el techo era bastante difícil, puesto que es
mucho más alto que el mío. Ni con una escalera
llegaría a ascender a su terraza.
De más está decir que una “amistosa visita” no
convencería al hombrecillo para dejarme ingresar a
su casa. Creo que ya me tenía fichado el tipo.
Conclusión: tendría que meterme por alguna de las
ventanas del frente, habiendo sorteado la puerta de
reja del jardín.
Dentro de las curiosidades que llamaban mi atención
era el hecho de que yo lo veía ingresar los jueves a
medianoche, pero jamás podía descubrir cuándo
salía de la casa, simplemente lo veía retornar al
siguiente jueves.
Quise cerciorarme acerca de la seriedad del asunto,
por lo que no entré a la casa esa semana. Esperé al
jueves y lo vigilé desde el techo: llevaba una bolsa
de consorcio goteando, como siempre, un líquido
mas bien oscuro. Se ve que luego limpiaría la
vereda, ya que a la mañana yo no encontraba
mancha alguna. Eso hizo aumentar mi ira: ¡el
maldito borraba las manchas! Es decir, concluí, tiene
algo que esconder.
La semana siguiente sería escenario de mi aventura.
Ese jueves, con mi corazón palpitando
descomunalmente, esperé la medianoche, momento
en que el hombre llegaría. Lo observé desde mi
techo mientras traspasaba la reja. Al escuchar el
ruido de la otra puerta, comprendí que ya estaba
dentro de la casa y emprendí la marcha. Bajé a la
cocina, busqué un gran cuchillo y salí a la calle. Me
7
paré frente a las rejas que separan la vereda del
jardín de la casa y, mirando hacia ambos lados por si
alguien venía, comencé a trepar la reja. A pesar de
tener puntas arriba, fui bastante cuidadoso de no
lastimarme y de pasar sin provocar ruido alguno. Caí
en el pasto, y me encaminé hacia la puerta de
entrada. Vanamente tanteé si estaba abierta,
entonces probé con la ventana que hay a la
izquierda. Tomé el vidrio desde abajo, observando
cómo cedía hacia arriba. Cuando estuvo lo
suficientemente abierto, no sin antes cerciorarme si
se aproximaba el hombre, ingresé al interior de la
casa. A mis espaldas cerré el vidrio.
Había desembocado en una habitación pequeña,
oscura y con olor a encierro. Sentí los pasos del
hombre como si estuviera caminando a lo largo de
un pasillo. Después escuché el abrir y entrecerrar de
una puerta, deduciendo que había ingresado en
alguna pieza.
Tenía tanto temor como un conejillo en medio de un
experimento, mas estaba dispuesto a llegar hasta las
últimas consecuencias.
Me armé de valor y me dispuse salir de aquella
habitación. Entreabrí apenas la puerta y coloqué el
filo del cuchillo mirando hacia afuera. La hoja del
cuchillo me permitió ver un pasillo largo, angosto y
un tanto oscuro, iluminado apenas por la luz de una
de las habitaciones que desembocan en él, ya que
tenía la puerta entreabierta.
Decidí, entonces, abandonar el cuarto.
8
Una vez en el pasillo me encaminé hacia la
habitación que emanaba aquel rumor de claridad,
pensando que allí encontraría al tipo. En el camino
comencé a escuchar los mismos golpes secos contra
algún objeto que escuchaba desde mi casa.
Me asomé levemente por esa puerta y vi al sujeto:
estaba golpeando con un machete el cuerpo ya
mutilado y sin vida de una persona. Luego de
cortarlo en trozos, los salaba y comenzaba a
engullirlos con un placer nunca antes visto por mis
ojos. El tipo se relamía con cada mordisco que daba
a su víctima. El cadáver que estaba comiendo se
hallaba acostado boca arriba en una mesa
rectangular.
En toda la extensión de la habitación se ubicaban las
bolsas de consorcio que yo mismo había visto cómo
cargaba mientras entraba a la casa. De ellas se podía
observar cómo sobresalían brazos, piernas y
cabezas, intentando escapar del paquete que los
contenía, como si anhelaran una sepultura digna por
lo menos, en vez de hallarse sometidos sus cuerpos a
un horrible destino de locura y gula desenfrenada.
El espectáculo era horrible. El hombre devoraba
ferozmente los cuerpos que en sus manos caían.
Cada tanto volvía a realizar un corte con el machete,
para mayor comodidad. “Desgraciado”, pensé. En
ese mismo instante, luego de posar mi mirada sobre
la víctima que estaba sobre la mesa (a decir verdad,
lo que quedaba de ella), tuve una terrible visión. Por
un momento mis ojos abandonaron la casa y pude
observar, en lo que parecía ser una mansión, una
9
trágica secuencia: el mismo hombre que devoraba
mi vecino estaba asesinando a sangre fría a su
esposa y sus hijos con un hacha. Los golpeaba sin
remordimiento, peor que si estuviera tratando con
bestias salvajes. Luego divisé cómo transportó los
cuerpos al enorme patio de la casa en una carretilla
y, a continuación, los enterró.
Mi visión se interrumpió cuando mi vecino se
abalanzó sobre mí y comenzó a golpearme
salvajemente en todo el cuerpo. En ese momento
reaccioné e intenté defenderme. Lo golpeé en la cara
y cayó a mi lado. Mientras estaba tendido en el
suelo, me valí del cuchillo que traía y se lo hinqué
en el abdomen. Hice presión con el arma y luego la
retiré de su cuerpo, a la vez que le continuaba
pegando. Cuando prácticamente ya no respondía, le
clavé la puñalada final a la altura de su corazón,
dándole fin a su existencia.
FIN
11
NO LO SÉ
¿ENTONCES?
Comparte este libro con todos y cada uno de tus amigos de forma automática,
mediante la selección de cualquiera de las opciones de abajo:
Free-eBooks.net respeta la propiedad intelectual de otros. Cuando los propietarios de los derechos de un libro envían su trabajo a Free-eBooks.net, nos están dando permiso para distribuir dicho
material. A menos que se indique lo contrario en este libro, este permiso no se transmite a los demás. Por lo tanto, la redistribución de este libro sín el permiso del propietario de los derechos, puede
constituir una infracción a las leyes de propiedad intelectual. Si usted cree que su trabajo se ha utilizado de una manera que constituya una violación a los derechos de autor, por favor, siga nuestras
Recomendaciones y Procedimiento de Reclamos de Violación a Derechos de Autor como se ve en nuestras Condiciones de Servicio aquí:
http://espanol.free-ebooks.net/tos.html