En abril de 1999, Sebastiana Barbosa llevó a su marido al Hospital Albert
Schweitzer con un cuadro de convulsiones, desde allí fue en seguida derivado al
Salgado Filho, donde fue medicado. Una vez controladas las crisis convulsivas, lo conectaron a un respirador artificial. Esto tranquilizó a Sebastiana, quien decidió volver a su casa. Al día siguiente, cuando regresó temprano al lugar, le informaron que su marido había fallecido, el acta de defunción decía que había muerto por una insuficiencia respiratoria. * * * Desde el 11 de abril, la costurera Evania Lúcia Coelho iba diariamente al hospital para cuidar a su madre María Célia, de 52 años, que permanecía internada con fuertes dolores de cabeza en la Unidad de Pacientes Traumáticos. Un día, al llegar, el enfermero, el mismo Guimarães que había asistido a María de Fátima Dos Santos, le dijo hoscamente que solo podía permanecer allí cinco minutos. En otra oportunidad, su madre sintió frío y le pidió una sábana extra a Guimarães, quien le señaló un cajón y le dijo que si la quería, se parara y la agarrara ella misma. El día 23, cuando llegó al hospital, el enfermero le comunicó que su madre había fallecido, trató de consolarla y le dijo que en todo caso, para acelerar la entrega del cuerpo y darle la sepultura, podían hablar con el agente de la empresa Interlagos. Ella estaba tan devastada que quien ofreció encargarse de los trámites fue su marido, que pagó R$400 por el funeral más otros R$150 que no iban a figurar en la factura porque estaban destinados a acelerar la entrega del cuerpo. * * * Un día, una mujer del servicio de limpieza le dijo al jefe de guardia que acababa de ver a Guimarães aplicarle una inyección a un paciente que poco tiempo después murió. Guimarães era un enfermero temido por sus compañeros por su modo agresivo de tratarlos, modo que en ocasiones se extendía a los familiares de los pacientes internados. Por ejemplo, Edna da Costa, una jubilada que frecuentaba el hospital porque estaba allí su marido internado, contó que en una oportunidad, cuando iba a darle el almuerzo a su esposo, le preguntó a Guimarães cómo había estado sintiéndose. El enfermero le alzó la voz de un modo agresivo y le dijo que fuera a averiguar con los médicos porque él tenía muchas cosas que hacer. Su marido, de nombre Antenor, falleció el 13 de enero de 1995 a los 71 años luego de once días de internación. También Edna do Nascimento, otra jubilada, refirió lo mal que se había sentido cuando el 24 de junio de 1994, Guimarães la acompañó a la morgue del hospital a retirar el cuerpo de su marido y le presentó el cadáver con la boca y los ojos abiertos, ignorando de este modo (y con muy mal gusto) lo que indica el protocolo para estas situaciones: los cuerpos deben ser entregados con los ojos y la boca cerrada para evitar la fuerte impresión que dejan en quien debe ser testigo de este momento. Luego de la denuncia de la empleada de limpieza y de una junta médica, se concluye que algo extraño estaba ocurriendo. En efecto, desde el 10 de enero al 4 de mayo en la Unidad de Pacientes Traumáticos, a cargo de los cuidados a pacientes en condiciones críticas, se habían incrementado las muertes justamente en los días de guardia del auxiliar de enfermería Edson Izidoro Guimarães, que trabajaba para la Secretaría Municipal de Salud desde noviembre de 1989 y que en enero había comenzado a auxiliar en esa unidad. Tres de los pacientes que estaban a su cuidado habían muerto por insuficiencia respiratoria, cuando en realidad permanecían conectados a un respirador artificial que los mantenía vivos, junto con el de la presunta inyección de la que había sido testigo la empleada. La noche del jueves 6, el secretario municipal de Salud Ronaldo Gazolla compartió sus sospechas con la policía llevándoles estadísticas que demostraban que durante las guardias de Guimarães la cantidad de muertes era superior a la de otros turnos. Las cifras de la Secretaría Municipal de Salud informaban que desde enero hasta el 4 de mayo de ese año, se habían registrado 225 muertes en la Unidad de Pacientes Traumáticos del Hospital Salgado Filho. De la investigación se desprendió que durante el mes de enero fallecieron 32 pacientes, de los cuales 18 estaban a cargo de Guimarães. En abril, de las 62 muertes registradas, 34 habían sido también durante sus horarios de guardia. Los primeros días de mayo no se registraron muertes en el lugar mientras Guimarães estuvo ausente por vacaciones, desde su regreso, el 4 de mayo, fallecieron cinco pacientes durante las horas que él estaba de guardia. Finalmente, fue sorprendido in fraganti la mañana del viernes 7 de mayo de 1999, cuando los investigadores decidieron infiltrar a policías camuflados como si fueran pacientes el día que estaba de guardia. Guimarães confesó cinco asesinatos, relató que a cuatro personas les desconectó los respiradores artificiales para luego, una vez fallecidas, volver a enchufarlas y llamar a los médicos. Otro de los métodos que utilizó en dos pacientes fue inyectar en sus venas 10 ml de cloruro de potasio. A uno de ellos le aplicó una elevadísima cantidad y provocó el efecto contrario, porque el paciente tenía un gran déficit de esa sustancia en su organismo. Refiriéndose a este caso dijo: “Me sentí feliz de la vida, al fin de cuentas, conseguí salvarle la vida a una persona, soy muy religioso y sé que hice lo que hice para salvar personas”. A los investigadores de la delegación de homicidios y a los abogados les comunicó: “Voy a hablar sin esconder mi cara porque estoy tranquilo… Lo hice con cinco pacientes porque ellos estaban en coma, sufriendo mucho, lo hice también para terminar con la agonía de sus familias”. Entonces concedió una breve entrevista pública en el auditorio de la Secretaría de Seguridad de Río de Janeiro a donde acudieron los medios de prensa que televisaron esos minutos vistos en todo Brasil. Un periodista le preguntó por qué había terminado con la vida de cinco personas, él, enfrentándose a las cámaras y micrófonos, mostrándose aplomado y seguro de sí mismo, contestó: “Un paciente en coma sufriendo, ¿está?, y facilitándole tristeza a su familia que estaba allí, agonizando con él, porque era un paciente que estaba sufriendo mucho. Entonces, sucedió eso”. Su abogado, Eduardo Petti, lo observaba con la mirada entristecida y no emitía palabra, algo poco frecuente para su personalidad locuaz. Luego pidió a la Justicia una pericia psiquiátrica y psicológica porque pensó que su cliente no estaba en su sano juicio, lo conocía desde hacía más de veinte años como un hombre solícito y atento, lejos del monstruo que estaban pintando y que se dibujaba ahora por sí mismo al adjudicarse los asesinatos. Algunos amigos contaron que Gimarães solía ayudarlos cuando se enfermaban, y vecinos del barrio lo describieron como una persona tranquila, servicial y alegre. Un año antes de su detención, el hijo de uno de sus amigos fue atropellado y hospitalizado durante veinte días, él se turnaba con la familia para cuidarlo, a pesar de estar de vacaciones. Análisis La eutanasia en Argentina es un acto antijurídico, sin embargo, ha sido discutido, aprobado y aceptado en otros países en los cuales matar por causas humanitarias no se considera motivo suficiente para catalogar a alguien de asesino en serie. Dentro de este marco, el considerar correcto o incorrecto al acto de matar por piedad se transforma en un criterio relativo, variable de acuerdo a cuestiones socioculturales dentro de algunas de las cuales el fin podría justificar los medios. Guimarães contó que actuó solo, que escogía a los pacientes según su estado de salud y que si notaba que no contaban con más posibilidades de supervivencia, él “les abreviaba el sufrimiento”. Nunca consultó a los familiares sobre las eutanasias y declaró: “Hice todo de acuerdo a mi voluntad, no me arrepiento, pretendía mantener el secreto, pero me descubrieron”. Pero, ¿qué ocurre cuando un sujeto que decide terminar con la vida de alguien por fines eutanásicos, luego por costumbre ya no discrimina entre matar por piedad y matar por placer y comienza pronto a desdibujarse el límite entre uno y otro acto? ¿Y cuando ya no desea parar? Puede que lo satisfaga emocionalmente el sentirse poderoso, así como un Dios que decide cuándo termina la vida de otra persona. De esta actitud se desprenden y al mismo tiempo se resignifican la insensibilidad, frialdad, egoísmo y omnipotencia plasmadas en cada uno de estos actos, así como la ira con la que se desatan —y que en general transfieren a sus pacientes— sumado a la sensación que les da el miedo a ser atrapados, que en el caso particular de Gimarães se mezcla con el lucro. Según el término acuñado por el criminólogo Robert Ressler, es posible aplicar la denominación de “asesino en serie” a aquellos para quienes estos hechos pasan a ser psicológicamente necesarios y se repiten con más de dos personas en lapsos de tiempo separados. Muchas veces este tipo de homicidios quedan en la nada por la falta de pruebas, porque los compañeros de los homicidas no pueden dar crédito de que sus colegas sean capaces de semejante conducta, o porque las instituciones son reticentes a entregar documentación para no ser expuestas a litigios que dañen públicamente su reputación. Un caso similar es el del doctor Michael Swango, un hombre divorciado y sin hijos que en julio del año 2000 se declarara culpable de envenenar a cuatro pacientes de sus colegas en hospitales de Nueva York y Ohio, Illinois, y es sospechoso de haber cometido más homicidios mientras prestaba sus servicios en hospitales de África. Solo asesinando pacientes que no eran suyos podía eludir responsabilidades, no ser culpado por esas muertes y así no ser descubierto. Thomas Neer, perfilador en Jefe y agente especial del FBI que trabajó en esa investigación, piensa que tan aberrante como sus asesinatos fue que aun a pesar de las contundentes y legítimas sospechas, haya continuado siendo contratado como médico en diversos establecimientos, donde pudo envenenar a más pacientes. La falta de pruebas se debió en parte a que cuando la policía decidía investigar ya no quedaban rastros de las sustancias que había utilizado en sus cuerpos, además de la negativa de las familias de las víctimas a practicar autopsias. Para que la muerte sea más emocionante, mataba a los pacientes cuando alguien del personal hospitalario se encontraba cerca y y de este modo pudiera ser testigo potencial, pero nunca pudo ser capturado en el acto. Cuando Swango ingresó a la Universidad de medicina del Sur de Ohio en 1979, incluso careciendo de tiempo material por la rigurosidad de esa casa de estudios respecto a las materias para cursar, la carga horaria exhaustiva y tan poco talento para la medicina (tan solo como ejemplo, una vez en lugar de diseccionar un órgano, lo mutiló frente a todos) llamó la atención que trabajara medio tiempo en una sala de emergencias como técnico médico, prestándose a viajar largas distancias para poder cumplir y no faltar. En una oportunidad, mientras él estaba de guardia fallecieron misteriosamente varios pacientes, esto le valió el apodo de “00-Swango! licencia para matar”. De estudiante lo atraparon falsificando archivos, pero un abogado audaz hizo que negociase y que ni siquiera fuera expulsado de la escuela de medicina. En 1984, ya convertido en neurocirujano, fue finalmente atrapado al intentar envenenar a compañeros de trabajo con pequeñas dosis de veneno para hormigas. Esta compulsión homicida y su fascinación por el nazismo nunca habían cesado. Swango disfrutaba cuando comunicaba la noticia de la muerte de un paciente a sus seres queridos, incluso atesoraba álbumes hechos de recortes de diarios donde se relataban tragedias de accidentes automovilísticos, de avión, etc. Sentía especial atracción por situaciones donde la muerte fuera protagonista.