Está en la página 1de 232

Textos Inéditos

Taisha Abelar
Textos Inéditos

Taisha Abelar
Índice

Nota de da autora.........................................................................5
El significado de la vida.................................................................7
Nogales.....................................................................................15
Santa Ana.................................................................................23
Hermosillo.................................................................................35
El camino a Guaymas.................................................................47
Guaymas de noche.....................................................................59
Estación Vicam..........................................................................69
La Fiesta...................................................................................77
Las Máscaras de Pascola.............................................................87
Las Danzas de Pascola................................................................97
Limpieza con Angélica..............................................................107
El sueño del cuervo...................................................................117
Sitios de Poder.........................................................................131
Invitados de la vida...................................................................139
El Cuerpo Energético................................................................151
No-Ser....................................................................................161
Diciendo adiós.........................................................................169
La Catalina..............................................................................177
El Mercado..............................................................................187
Guadalajara.............................................................................197
Acechando con el doble............................................................207
El otro lado .............................................................................217
Nota de da autora

En mi trabajo anterior, Donde Cruzan los Hechiceros, describo


ser introducida a la tradición de los hechiceros por una mujer llamada
Clara Méndez. Pertenecía a un grupo de hechiceros liderados por don
Juan Matus. Mi entrenamiento bajo su custodia consistió en dos partes:
primero, tuve que actuar en una recapitulación exhaustiva de mi vida,
usando un método de respiración para recuperar la energía atrapada
del pasado. Y segundo, me enseñaron una serie de pases de brujería;
movimientos y posturas diseñados para reforzar el cuerpo energético
o el doble.
Después de un intento fallido de conocer a los otros miembros de
la partida de don Juan y mediante una manipulación deliberada de la
percepción, referida como el cruce de los hechiceros, me fue dada más
instrucción a fin de estabilizar mi cuerpo energético. Para tal efecto,
pase muchos meses en una casa del árbol, ubicado en una arboleda en
algún lugar al frente de la casa de Clara. Esta fase de mi entrenamiento
fue guiada por el cuidador, Emilito. El me inició en otra recapitulación y
me hizo realizar ciertas técnicas de observación, así como perfeccionar
mis habilidades para escalar árboles, y ciertas maniobras de acecho
y ensueño demasiado complejas para mi comprensión total en aquel
tiempo.
Cuando mi cuerpo energético se hubo familiarizado con una nueva
configuración perceptual – un nuevo ser en el mundo-, Emilito sugirió
que yo regresara a Los Ángeles para continuar con mi aprendizaje
académico. El me aseguró que esto era necesario a fin de equilibrar los
lados derecho e izquierdo de mi ser y para lograr el control requerido
para continuar en el sendero de los hechiceros.

Taisha Abelar. Textos inéditos 7


El significado de la vida 1

L
a conferencia sobre métodos de investigación antropológica
había dejado muchas preguntas sin respuesta para mí, después
de la conferencia. Más avanzada la tarde, yo le hice una visita
al profesor asistente para aclarar algunos puntos planteados
por el profesor. Cuando entré en la oficina, encontré al asistente de
enseñanza en su escritorio comiendo pistachos. Estaba deliberadamen-
te lanzando las cáscaras por la ventana apuntándole a los estudiantes
desprevenidos en el césped del piso de abajo. Una vez había estado
sentada en los escalones del edificio, debajo de esa misma ventana,
cuando algo había aterrizado en la parte superior de mi cabeza. Yo
pensé que eran las palomas que se posaban en los toldos de la azotea,
pero descubrí, tras una inspección más cercana, que lo que me había
golpeado no eran excrementos de paloma, sino cáscaras de pistacho.
Ahora entendí de dónde venían esas cascaras.
Este es un verdadero pobrecito, pensé viendo a Rex Jones rubori-
zarse al ser atrapado en sus trucos. Tenía una sonrisa avergonzada y
un comportamiento aniñado y el sentido general al que Clara Méndez
se había referido como el síndrome del pobrecito. Ella había seña-
lado que todos nosotros estábamos operando bajo el mando social y
psicológico que teníamos que considerarnos y presentarnos en todo
momento si es posible, a la luz de pobre bebé. En el momento en que
ella me dijo esto, lo resentí inmensamente y discutí el punto, pero des-
pués de un análisis más a fondo, tuve que admitir que yo misma amaba
ser considerado como una pobrecita. No solo eso, sino que no había
encontrado a nadie que no cayera en esa categoría.
—Espero no molestarte, —le dije a Rex Jones—, pero la conferen-
cia de hoy trajo a colación algunas cosas que quisiera discutir contigo.
Es decir, si no estás demasiado ocupado.
Con un empellón de su pierna, Rex Jones empujó su silla giratoria
lejos de la ventana. —¿En qué puedo ayudarte? —dijo él señalando una
silla.
Yo me di cuenta de que él echó un vistazo a la línea de mi falda que
se subió al sentarme.
—No entiendo cómo los antropólogos pueden saber lo que está
sucediendo en una cultura ajena, cuando ni siquiera hablan el idioma.
—dije jalando mi falda hacia las rodillas.

Taisha Abelar. Textos inéditos 9


Rex Jones sonrió nerviosamente, pero la contracción nerviosa de
su pálida mejilla delataba impaciencia. —Los antropólogos practican
un método llamado ‘observación participante’ —dijo, martillando sus
palabras—. Miró su reloj para medir cuánto tiempo tenía antes de que
terminara su hora de oficina.
»El antropólogo trabajador de campo participa en las actividades de
la sociedad que está estudiando; toma notas abundantes; graba y graba
todo lo pertinente y al regresar del campo, lo analiza dentro del marco
de su teoría. En otras palabras, utiliza sus datos para probar la hipótesis
que se propuso probar.
—¿Estás diciendo que el antropólogo ya sabe qué tipo de datos quie-
re aislar antes de ir al campo? —Pregunté—. ¿No es eso ser parcial?
Rex Jones giró su silla un poco hacia el escritorio y se puso sus ga-
fas con montura de alambre, ajustándolas cuidadosamente sobre cada
oreja. —Eso no es parcialidad; ¡es su modus operandi! Para que la an-
tropología sea una ciencia, —continuó inclinándose hacia mí—, debe
seguir el método científico, que es el de la comprobación de hipótesis.
Sus hallazgos deben estar abiertos a verificación.
—¿Qué quiere decir?, —Le pregunté.
—Lo que significa que si otro trabajador de campo recopila los mis-
mos datos bajo circunstancias similares obtendrían los mismos resulta-
dos.
—¿Pero qué hay de Lewis y Kedfield en Tepoztlán? —Pregunté.
Me refería al caso clásico en el que dos trabajadores de campo que
investigaban en la misma comunidad rural de México habían obtenido
resultados dramáticamente diferentes, por lo tanto, muestran que la re-
plicación que, aunque teóricamente aconsejable, podría no ser factible
en la práctica real.
—Ese fue un caso especial, —admitió Rex Jones—. Solo prueba
que los investigadores no estaban mirando las mismas cosas, o al docu-
mentar, no estaban haciendo su trabajo con suficiente cuidado. Y ese
es precisamente mi punto: la ciencia social implica una documentación
cuidadosa.
Le recordé lo difícil que era para dos personas en nuestra propia
cultura ponerse de acuerdo sobre un tema dado, incluso si el asunto era
familiar para ambos; una condición que hacía que llegar a un acuerdo
sobre problemas de una cultura extranjera fuera casi un milagro.
—Los antropólogos son personas antes que científicos —señalé—.
Entonces, mientras participan y observan, ¿no estarían también involu-
crados emocionalmente en una vida donde todo es extraño? ¿No ten-
drían sentimientos, opiniones e interpretaciones de eventos de acuerdo
con sus experiencias pasadas?
Imágenes de la cueva en el norte de México, donde había pasado
muchos meses reviviendo mis propias experiencias pasadas en un pro-
ceso llamado recapitulación, me vinieron a la mente. Recordé lo difícil
que había sido para que Clara Méndez, mi maestra, y para mí, llegar
a un acuerdo sobre cualquier cosa, incluido lo que ella había querido
decir con el síndrome del pobre bebé. Ella partía desde el inconcebible
punto de vista de lo que ella se refería como la tradición de la brujería,
y yo veía todo desde el punto de vista predecible de mi educación de
clase media. Habíamos sostenido acaloradas discusiones en su cocina;
desacuerdos en los que teníamos malentendidos, por no ver el mundo
absolutamente en los mismos términos.

10 Taisha Abelar. Textos inéditos


Rex Jones rió condescendientemente de mi momento de introspec-
ción, que pareció interpretar como confusión. —No entiendes la cues-
tión. —Dijo sacudiendo la cabeza—. Es precisamente por eso que los
antropólogos necesitan apegarse a una metodología estricta decidida
de antemano. Los trabajadores de campo deben abstenerse de hacer
interpretaciones subjetivas y atenerse a registrar hechos objetivos. Mira
a los sociólogos de abajo.
Se refería al departamento de demógrafos que tenían sus oficinas
en el segundo piso. En un momento de la historia de la universidad,
la antropología había formado parte del departamento de sociología.
Pero ahora se enorgullecían de ser independientes, pero no demasiado
independientes, al parecer, en lo que respecta a la metodología. Fue
parcialmente el miedo a convertirme en un actuario endurecido lo que
me había llevado a elegir la antropología como carrera. Todavía tenía
un aire de romanticismo, un cierto sentido de aventura remanente de
los relatos de viajeros del siglo XIX en los que la antropología moderna
tiene sus raíces. A pesar de los esfuerzos de campo de los trabajadores
para clasificar todo a través del método científico, la antropología toda-
vía tenía el potencial para explorar lo desconocido, de cruzar fronteras
conceptuales.
—¿Qué pasa con los sociólogos? —Pregunté haciendo clic en mi
bolígrafo para tenerlo listo en caso de que tuviera que tomar notas.
—La Sociología, como sabemos, depende de cuán confiable sea su
colección de datos. Las técnicas se basan en la capacidad de verificar
sus hallazgos. Eso es por lo que usan análisis estadísticos, encuestas,
entrevistas a profundidad, para asegurar la replicación. La Antropolo-
gía debe copiar su metodología porque la verificación es aún más im-
portante en nuestra disciplina, donde, como usted misma ha señalado,
todo es extraño.
Noté que el ojo errante de Rex volvía a mis piernas. Le eché una
mirada feroz de la que Clara Méndez, la campeona de la mujer, ha-
bría estado orgullosa. Siempre asumí que el estado vulnerable de las
mujeres era una condición natural resultante de nuestra composición
biológica, pero Clara había establecido el resultado directamente desde
el principio.
—¡Biología mis patas! —había dicho—. Lamer las bolas de los hom-
bres y ser sus servidoras no son resultado de ninguna biología, sino de
los comandos hipnóticos de nuestra cultura dominada por los hombres.
Me sorprendió escucharla decir eso en ese momento y fue solo
después de meses de escuchar los sermones de Clara sobre la difícil
situación de las mujeres, y de sumergirme en la práctica llamada reca-
pitulación, que comencé a ver más claramente la lamentable posición
que la sociedad ha asignado a la especie femenina. Era obvio que las
mujeres teníamos que luchar dos veces más que los hombres para tener
éxito en todo lo que hacemos. Una vez por nuestro propio derecho,
y una vez más para superar las poderosas predisposiciones impuestas
sobre nosotros por nuestra cultura masculina.
Una de las razones para asistir a la universidad y cultivar el intelec-
to, me dijeron, era ser capaz de comprender y evaluar por mí misma
las opiniones dadas por sentado del papel de la mujer y, al hacerlo,
liberarme de su hipnótica sujeción. ——Un extraño que viene a estu-
diar la cultura, la cual es una abstracción, —dije retomando el hilo de
nuestro argumento—, podría funcionar en el campo durante años sin

Taisha Abelar. Textos inéditos 11


darse cuenta de que está malinterpretando lo que ve o lo que hace la
gente. Le ha pasado a innumerables investigadores y trabajadores del
Cuerpo de Paz.
—Los antropólogos de campo y del Cuerpo de Paz que conozco son
muy astutos, —dijo Rex—. Saben cuándo alguien los está engañando.
—¿Qué pasa si el antropólogo quiere ayudar a las personas con
las que está viviendo? —Propuse—. ¿Qué pasa si él o ella se involucra
tanto en la cultura, que es imposible para él o ella permanecer objetivo?
Estaba pensando en eventos que habían sucedido bajo la tutela de Clara
y sus colegas, y de cómo nunca podría explicar su visión del mundo
utilizando adecuadamente las teorías de la antropología o el método
científico.
—Entonces él o ella ya no es antropólogo, —dijo Rex levantando
una ceja poblada—. Él o ella es simplemente un trabajador social o una
buena persona, o peor aún, se ha vuelto nativo. Para volver al punto
de partida, citó varios casos en los que el antropólogo se había vuelto
nativo. El primer incidente involucró un investigador que trabaja entre
los indios navajos. Mientras estudiaba el culto del peyote, utilizando
el método de observación participante, ingirió demasiados botones de
peyote para permanecer objetivo. Él tuvo visiones del Gran Espíritu, re-
cibió innumerables mensajes y cuando salió de su estado alucinógeno,
comenzó su propia religión.
—Y no olvides en el caso de Beth Wassermann, una trabajadora
profesional en Samoa, —me recordó Rex alcanzando su pipa.
—¿Era ella una de las alumnas de Boas, como Margaret Mead?—.
Sacudió la cabeza. Tuve la clara sensación de que él estaba jalando mi
pierna.
—¿Qué pasó con Beth Wassermann? —Aventuré.
—Se fue a Samoa a recolectar información para su disertación doc-
toral sobre costumbres sexuales y ritos matrimoniales. Ella dejó de lado
su objetividad y su participación fue más allá de lo necesario, si entien-
des lo que quiero decir.
Rex hizo un gesto lascivo que no dejaba duda alguna sobre la na-
turaleza de la participación de Beth Wassermann entre los samoanos.
—¿Qué pasó con ella? —Le pregunté a sabiendas de que el relato
no terminaría bien.
—Ella se enamoró de un príncipe polinesio, —dijo Rex moviendo
el tallo de su pipa hacia mí, como si estuviera regañando a un niño—.
Ella rompió los tabúes y la curandera le impuso una maldición. Casi
muere en trabajo de parto, si no fuera porque el ministro intervino con
su magia blanca. Beth dejó la isla desacreditada y nunca terminó su
investigación.
El silencio reinó en la sala. Rex me miró para ver mi reacción.
—Todavía no estoy convencida, —dije obstinadamente—. Me pa-
rece que todo el enfoque de la antropología es incorrecto. Tienes que
hacer más que simplemente observar para entender algo. Tienes que
involucrarte.
Rex sacó su pipa de la boca, la giró y la golpeó en el borde de un
cenicero. No salió nada. Entendí que estaba usando la pipa como un
placebo para ayudarlo a dejar de fumar o tal vez para hacerlo aparecer
más distinguido.
—No tienes que probar una manzana para saber qué es roja, —me
recordó.

12 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Pero, ¿cómo sabes qué es una manzana a menos que la muerdas?
—respondí—. Si tú vas al campo cargado con un saco de hipótesis, no
estás realmente abierto a las experiencias, a lo que es el punto medular
de la antropología: el estudio del hombre, lo que él cree, cómo se sien-
te, lo que piensa, cómo se relaciona con el universo.
Rex chasqueó sus labios y metió la pipa de nuevo en su boca. Su
paciencia parecía haberse agotado.
—Estás haciendo preguntas que pertenecen al dominio de la Filo-
sofía. Si quieres saber sobre el significado de la vida, estás en el depar-
tamento equivocado. Sin embargo, mi amigo Carlos podría responder
algunas de tus preguntas. Es aprendiz de un chamán mexicano.
Al escuchar su nombre, el asistente de enseñanza que estaba senta-
do en el escritorio contiguo puso el libro que estaba leyendo hacia abajo
y se volvió hacia Rex.
—Ella quiere saber sobre el significado de la vida, —dijo Rex—. Yo,
yo ni en broma puedo responder sus preguntas, así que la dejaré en
tus manos.
Miró otra vez el reloj. —Además, estoy atrasado. Tengo que mane-
jar hasta Gardenia.
Rex llenó su maletín con algunas hojas de exámenes y dejó apresu-
radamente la habitación.
—¿Qué hay tan apremiante en Gardenia? —pregunté girando mi
silla para enfrentar a Carlos.
—A Rex le gusta apostar, —dijo Carlos en voz baja—. Y Gardenia
es el único lugar cerca de aquí donde es legal. Recuerda mis palabras,
una de en estos días él apostará hasta su beca de investigación a
Nepal.
Carlos tenía el pelo negro y rizado, una cara amable y sonriente, y
un brillo travieso en sus ojos oscuros y brillantes. Tuve una inquietante
sensación de que ya lo había visto antes; no solo en el departamento de
antropología sino en algún otro lugar y de que estábamos unidos por un
vínculo invisible. Pero por más que lo intenté, no pude recordar dónde
o cuándo nos habíamos conocido.
Carlos se inclinó hacia delante y me miró atentamente como si él
también hubiese experimentado una especie de déjà-vu —¿No nos
hemos visto antes? —dijo él obviamente consciente del cliché.
A pesar de que me había quitado las palabras de la boca, la expre-
sión sonó tan clásica que me puse a la defensiva.
—Probablemente me has visto por los pasillos, —dije tratando de
sonar casual—. O en la clase de Hitchcock.
—Mmm. Quizás, —dijo lanzándome una mirada pensativa.
En realidad su mirada me recordó la forma en que los hipnotizado-
res podrían sujetar a un paciente.
—Eres demasiado joven y bonita para preocuparte por el signifi-
cado de vida, —dijo en un tono amistoso—.No puedes tener más de
diecinueve o veinte. ¿Por qué no dejar las preguntas difíciles a los filó-
sofos sabios?
—Tengo veintidós y estoy muy interesada en el significado de la vida,
—espeté, molesta por lo que me pareció una declaración machista—.
¿Cuál es el signficado de todo esto? Debe haber algo más que haga que
la vida valga la pena de vivirse, aparte de la basura que tenemos todos
los días de nuestra existencia. Mientras yo hablaba, gesticulaba con las
manos y con un golpe, derribé un bote con clips para papel que estaba

Taisha Abelar. Textos inéditos 13


sobre su escritorio. Se regaron por encima de sus papeles, pero Carlos
fingió no darse cuenta.
—Respeto tus inquietudes, —dijo inclinándose hacia mí—. Es solo
que la mayoría de las personas no está interesada en entender el signi-
ficado de ninguna cosa, excepto quizás, del amor.
—Estoy en desacuerdo, —dije yo—. ¿Qué pasa con los buscadores
y mediadores? Ellos siempre están buscando respuestas a las preguntas
fundamentales.
—Cierto, pero en mi opinión, los así llamados gurús no están tan
comprometidos de buena fe con la búsqueda filosófica, sino en un in-
tento de intensificar sus experiencias. Están buscando el significado de
la vida precisamente porque están aburridos de ella. Si ellos la vivieran
con gusto, no estarían tan interesados en hallarle sentido.
Tuve la sensación de que me estaba incluyendo en la categoría de
aquellos que carecían de gusto en sus vidas.
—Vuelve dentro de veinte años, después de que hayas vivido y
luego podremos hablar sobre el significado de la vida, —dijo él con un
guiño.
—En veinte años, el mundo podría explotar en cachitos, —objeté
yo—. ¿Es esta la intensidad de la experiencia a que te refieres?
Me di cuenta por su dolorosa expresión de que yo estaba gritando.
No sé por qué me había puesto como loca. Una bocanada de viento
fresco entró por la ventaba abierta y revolvió los exámenes de Carlos
sobre el escritorio. Respiré profundamente para calmarme.
—Si realmente quieres saber sobre el significado de la vida, —Car-
los dijo—, deberías conocer a este indio yaqui con el que estoy traba-
jando. Él conoce un mucho sobre la vida y su significado. De hecho, es
uno de las más sabias personas que he conocido. Quizás podamos ir a
México alguna vez tiempo y yo te lo presentaría.
Al escuchar esto, experimenté una intensa aprensión. Comencé a
transpirar. Todos mis sentidos se pusieron en alerta roja. Quizás Carlos
solo estaba conversando cortésmente, o tal vez intentaba proponér-
seme con algún tipo de viaje. En cualquier caso, sentí una profunda
inquietud. Ir a México con Clara Méndez era una cosa, pero ir con un
hombre extraño era otra. Lo peor fue que algo dentro de mí quería
regresar a México de la peor manera.
Miré a Carlos, tratando de descifrar su significado, cuando por un
instante, pensé que él se había encogido y retrocedido en el espacio.
Fue como si lo estuviera mirando desde el final de un largo túnel. Lo
continué mirando atónita, y de repente recordé dónde lo había visto
antes. Una vez tuve una visión de una reunión de hechiceros en Méxi-
co. Uno de ellos era un joven latino con cabello oscuro y rizado que era
muy parecido a la persona que me estaba hablando ahora.
Cuanto más miraba a Carlos, más crecía esta sospecha secreta den-
tro de mí. Sin un fundamento racional, me convencí de que Carlos era
el joven de mi visión, el nuevo nagual. Me acordé que me dijeron que
cuando el poder nos pusiera en contacto, me llevaría a México donde
me reuniría con los otros miembros de la partida del actual nagual
que me estarían esperando. Traté de recordar quiénes eran estos otros
miembros, pero yo estaba segura de que a excepción de Clara, Nélida
y una extraña criatura parecida a un pájaro llamada Emilito, nunca los
había conocido. Me quedé impactada al comprender que mi tiempo en
Los Angeles casi los había arrancado de mi memoria. Mi abrumadora

14 Taisha Abelar. Textos inéditos


preocupación con las actividades cotidianas y mis estudios en la uni-
versidad, había creado una barrera de olvido. El oscuro olvido que me
rodeaba era tan denso que el tiempo que había pasado en México se
volvió vago y onírico, como si nunca hubiera sucedido.
Sin embargo, si de una cosa estaba segura, era que me habían orde-
nado claramente no regresar a México ni buscar a ninguna persona has-
ta que el poder lo dispusiera de nuevo. Y cuando llegara ese momento,
tendría que atrapar el centímetro cúbico de suerte que el poder me ofre-
ciera, o la puerta podría cerrarse, quizás para nunca abrirse de nuevo.
Mientras una oleada de recuerdos me invadió, sentí mis oídos zumban-
do y experimenté un profundo vértigo. Quería huir, no obstante, me es-
cuché decir: —Me gustaría ir a México— con una voz que difícilmente
podría ser la mía, porque provenía del final de un largo túnel.
Miré hacia arriba y noté que Carlos también estaba confundido.
Era obvio por su expresión que él no había esperado que yo tomara su
invitación seriamente y mucho menos darle una respuesta definitiva.
—¿Te encuentras bien?, —Preguntó Carlos con genuina preocupación.
—Estoy perfectamente bien, —dije sacudiendo la cabeza para acla-
rarlo.
A medida que recuperé mis sentidos, me dije que solo había recibido
un vislumbre de un rostro y que la visión de la partida del nagual había
sido tan fugaz que pude haberme confundido acerca de este joven. La
mayoría de las veces, él parecía no ser la misma persona. Sin embargo,
a pesar de mis dudas racionales, fui conducida por una fuerza descono-
cida. Tuve la certeza de que, si Carlos era el hombre de mi visión, solo
podía saberlo en México y de que si no actuaba ahora, nunca tendría
otra oportunidad.
—Quiero ir a México, —repetí.
—Bueno, eso sería genial, —dijo Carlos con inquietud, juntando los
clips de papel que yo había derramado—. Haremos eso alguna vez.
—Realmente quiero ir. ¿Cuándo sería un buen momento?
—Voy a Sonora cada dos fines de semana, —dijo Carlos vacilante.
—Muy bien. ¿Qué tal el próximo fin de semana? Ya habré termina-
do mis exámenes para entonces.
—¡Guau, no tan rápido!, —dijo Carlos tratando de retractarse—.
¿No crees que deberíamos ir al cine o cenar primero o algo así, en
lugar de salir corriendo para México? Después de todo, apenas nos
conocemos.
—Las películas me aburren y nunca como en restaurantes, —dije—.
Además, me gustaría conocer a este informante hechicero, con el que
estás trabajando; prometo no entrometerme en su camino.
Me di cuenta de que Carlos estaba molesto por mi insistencia,
pero también que su curiosidad se había asomado. Parecía estar con-
siderando las posibilidades, pero luego tuvo un cambio repentino de
actitud.
—Realmente, no creo que pueda dejarle caer a alguien al viejo, —
dijo—. Especialmente una mujer joven. ¿Hablas español?
—Sí, sí hablo, —mentí sin titubear.
Pareció sorprendido. —Todavía no es una buena idea. No sé por
qué lo mencioné, en primer lugar. Olvidemos todo este asunto.
—Es una buena idea, —dije con entusiasmo—. Piensa en ello como
una cita con el destino.
Carlos dudó de nuevo.

Taisha Abelar. Textos inéditos 15


—¿Qué tal si le preguntas a tu informante si puedes llevar a una
amiga de la universidad? —sugerí—. Una compañera estudiante de an-
tropología. ¿Qué de malo hay en ello? Si él dice que no, nos olvidamos
de esto. Nada tiene de malo preguntar. ¿Qué tienes que perder?
Carlos suspiró con alivio, como si hubiese encontrado una salida. Él
estaba seguro de que su indio yaqui informante no desearía conocer a
una joven mujer de los Estados Unidos.
—Está bien; le preguntaré si puedo llevar a alguien, —reconoció—.
Si él accede, yo te llamaré y te reunirás conmigo en Nogales.
Escribí mi número de teléfono en un trozo de papel y se lo en-
tregué. Lo vi cuando se lo guardaba en el bolsillo. Cuando salí de la
habitación, tuve la certeza de que él nunca me mencionaría ante su
informante indio, y de que tampoco usaría el número de teléfono. La
semana siguiente, ya avanzada la noche, recibí una inesperada llamada
telefónica.

16 Taisha Abelar. Textos inéditos


Nogales 2

M
iré mi reloj; eran las 5:53 A. M. Había conducido directo
desde Los Ángeles a Nogales, parando solo dos veces para
repostar combustible y para pellizcar algo de comer. Carlos
me había pedido que lo encontrara a las nueve en punto
frente a la estación de autobuses Greyhound, pero yo me había dado
un amplio margen de maniobra en caso de que hubiera mucho tráfico
o de que tuviera problemas con el automóvil.
Mientras estacioné el auto en un estacionamiento nocturno cerca
de la terminal de autobuses, me preguntaba si había tomado la decisión
correcta al venir; Carlos había sonado extraño durante la breve conver-
sación telefónica. Era como si no pudiera hablar o se mostrara reacio
a hacerlo. Pude fácilmente haber malentendido la hora y el lugar de
nuestro encuentro. La línea telefónica tuvo una gran cantidad de está-
tica con una voz femenina de un hablante de español interrumpiendo.
Yo había asumido que era la operadora pero ahora no estaba segura.
A pesar de la sensación de haberlo conocido antes, en verdad yo no
conocía realmente a Carlos ni estaba familiarizada con México, pues
nunca me había aventurado más allá de los alrededores de la casa de
Clara. El México rural era para mí un país hostil y accidentado donde
cualquier cosa podría pasarle a los viajeros desprevenidos. Además,
había estado exagerando cuando le dije a Carlos que hablaba español.
Las pocas clases que había tomado en la universidad no me habían
dado un buen manejo del idioma. Una vez más, parecía que me había
metido en una situación para la que estaba completamente mal prepa-
rada para manejar.
El largo viaje me había dejado exhausta; puse la alarma de mi reloj
de pulsera a las ocho y media, luego me estiré a lo largo en el asiento
trasero para relajarme. Con los ojos cerrados, practiqué un poco de
respiración para la recapitulación, una práctica que me había olvidado
de mantener. Me pregunté si al volver a México, sería capaz de enten-
der mejor algunos de los inconcebibles eventos que habían tenido lugar
bajo la guía de Clara y su grupo de hechiceros.
Esos eventos ahora parecían tan distantes que al tratar de recordar-
los me invadió una melancolía profunda. Mi constante preocupación
conmigo misma y mis actividades diarias habían nublado mi visión. Y
a pesar de los meses de recapitular y de las incontables promesas que

Taisha Abelar. Textos inéditos 17


hice de cambiar, las viejas maneras de ser y los sentimientos se habían
apilado lentamente como la maleza, cuyo crecimiento había sido poda-
do, pero sus raíces permanecían obstinadamente intactas.
El sol pegaba en mi cabeza cuando me desperté de un sueño pro-
fundo. Había estado soñando que estaba mirando las hojas del bosque
de árboles en frente de la casa de Clara. Experimenté un instante de
pánico; eran las nueve y media; la alarma no había sonado, o si lo hizo,
no la había escuchado. Tuve miedo de perder mi cita con el destino y
de que el largo tiempo manejando hubiera sido para nada. Como era
costumbre, había sido descuidada, cuando debería haber estado alerta.
Para acabarla de amolar, el sol que daba por la ventana del auto, me
había causado un gran dolor de cabeza. En mi salida apresurada, olvidé
traer un sombrero.
Cerré la puerta del auto y me dirigí a la estación de autobuses donde
me uní a la muchedumbre de personas que andaba toda prisa. Todo
mundo estaban ya sea yendo hacia la frontera o acababan de cruzar,
alejándose de ella de prisa. Casi choco con una mujer jorobada; cuan-
do escuché el llanto, me di cuenta que la mujer no era jorobada en lo
absoluto; ella llevaba un bebé envuelto en un rebozo atado a la espalda
y hombros Ni siquiera la cabeza del bebé era visible, y me preguntaba
cómo podía respirar.
Sentí tanta pena por la mujer que le di un billete de diez dólares. Ella
lo tomó y sonrió agradecida, mostrando un diente frontal plateado. Al
ver el dinero, un grupo de muchachos que vendía boletos de lotería me
rodeó al instante. Todos insistieron en que les comprara uno o, al me-
nos, que los dejara llevar mi bolso. Compré un paquete de chicklets de
una niña con coletas de caballo y pasé de prisa los puestos que vendían
cinturones, ponchos y figuritas de cerámica.
Quería comprar algunos plátanos, porque la última comida que
comí fue un sándwich de pastel de carne en Gila Bend, pero no me
atreví a tomarme el tiempo. Necesitaba llegar a la estación de autobu-
ses Greyhound a toda prisa. Los autos estaban estacionados o parados
en cualquier espacio disponible y todos parecían estar tocando la boci-
na al mismo tiempo. Me paré en la esquina esperando una oportunidad
para cruzar, cuando vi a Carlos en la distancia agitando su mano.
No sabría decir si me estaba diciendo que me quedara o que lo en-
contrara. Yo estaba tan aliviada de verlo tan rápido que me apresuré a
cruzar la calle, deteniendo unos cuantos autos en el camino.
A corta distancia, Carlos se veía diferente. Su ropa olía a humo de
madera de mezquite. En la universidad llevaba pantalones a la medida y
sacos deportivos. Ahora traía puestos unos Levis, una camisa caqui de
manga larga y botas de montaña. Tenía un tipo de energía y agilidad
que lo hacía distinguirse de la multitud. Algo en la forma en que equili-
braba su peso sobre sus talones, daba la impresión de ser un atleta con
excelente control sobre su movimiento.
—Supongo que pensaste que no iba a aparecer, —dije para romper
la incomodidad.
—Tienes razón. Estaba empezando a preguntarme si vendrías.
¿Cómo estuvo el viaje?
—Estuve aturdida la mayor parte del tiempo. Afortunadamente, no
hubo mucho tráfico. Hubiera llegado a tiempo, pero me quedé dormi-
da.
—Dios mío. ¿Tuviste un accidente?

18 Taisha Abelar. Textos inéditos


—No, me desperté justo a tiempo. Pero esa es la razón por la que
llegue tarde.
Me lanzó una mirada confusa. Me di cuenta de que él había pensado
que yo me había quedado dormida mientras manejaba en vez de en el
asiento trasero del auto.
—Para ser perfectamente honesta, —dije rápidamente—, no espe-
raba saber de ti.
—Ni yo, —dijo Carlos tomando mi bolso—. Me sorprendió cuando
me dijeron que te llamara.
—¿Quién te dijo que me llamaras?
—El indio yaqui con el que estoy trabajando.
Carlos explicó que, fiel a su promesa, él le había mencionado a su
informante que él había conocido una estudiante en la Universidad y
que la había invitado a venir a México.
—Mi informante quería que le platicara a detalle las circunstancias
de nuestro encuentro, —continuó Carlos.
—¿Qué le dijiste?
—Le describí cómo Rex Jones se hartó de tus preguntas y te entre-
gó a mí. Aparentemente era un presagio.
—¿Qué quieres decir con un presagio?
—Don Juan dijo que las cosas no pueden venir nunca directamente
a nosotros; que siempre tiene que haber un acomodador que abra la
puerta. Y que si nosotros no saltamos en el instante preciso, la puerta
se cerrará y nunca sabremos lo que pudo haber sucedido.
Carlos me miró seriamente.
—¿Quieres decir que Rex Jones es una especie de acomodador?
—Dije confundida.
El asintió. —De acuerdo con don Juan, fuerzas misteriosas obraron
en el trabajo. Algo dentro de mí había expresado una invitación para
traerte a México, y algo en ti brincó para aceptarlo. Eso solo podría
significar una cosa.
—¿Qué cosa es esa? —Me preguntaba si sería esa la única cosa que
está en la mente de los hombres cuando se trata de un viaje nocturno
con una mujer.
Carlos tomó mi brazo para ayudarme a rodear un agujero abierto
en la banqueta.
—Significa, —explicó él—, que a cierto nivel ambos estábamos
conscientes de la importancia del momento. También significa que el
poder ha abierto el camino y que tenemos que ser impecables para po-
der viajar bajo sus auspicios. En otras palabras, estamos en las manos
del poder moviéndonos a través de una puerta abierta.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Tuve miedo de no estar pre-
parada para tal viaje.
—De ahora en adelante, ni tú ni yo estamos a cargo de lo que su-
ceda, —continuó Carlos—. Cualquier cosa que pase después de que
crucemos frontera, cae dentro de los designios del poder. En otras pa-
labras, algo además de ti o de mí llevará la batuta. Me dio una mirada
penetrante. ¿Estas dispuesta a ello?
Antes de que pudiera responder, nos encontramos en el punto de
revisión de la aduana. Carlos me dijo que él había dejado su carro en el
otro lado, y que el cruzaría de nuevo y me esperaría en México. El me
mostró qué formulario necesitaba llenar y por cual puerta cruzaría para

Taisha Abelar. Textos inéditos 19


entrar a México. Me entregó mi bolso y luego pasó por la misma puerta
y desapareció a la vuelta de la esquina del edificio.
No me gustó quedarme sola. Lo tomé como una prueba para
ver si podía cruzar por mí misma. O quizá, Carlos pensó que yo ha-
blaba suficiente español y que yo no lo necesitaba para traducirme.
Mientras esperaba en la línea, comencé a evaluar mi situación. Estaba
a punto de embarcarme en un viaje con alguien a quien había visto solo
un momento; en una búsqueda de poder de una manera que solo podía
ser llamada “siguiendo los designios del espíritu. Carlos lo había dejado
claro desde el principio, de que no estaríamos de vacaciones, sino bajo
los auspicios del poder. No sé qué significaba poder, pero sabía que era
un concepto demasiado abstracto para definiciones precisas. En tal via-
je, todo lo que uno podía hacer era acceder y seguir su curso aparente.
A medida que reflexioné sobre las cosas, tuve la clara sensación de
estar siendo observada. Quizás Nélida o el Señor Abelar estaban entre
los mexicanos que estaban formados para cruzar la frontera. Habían
pasado muchos meses desde que los había visto, pero estaba segura
de que los reconocería, especialmente a Emilito, quien a menudo me
visitaba en sueños. Tenía los ojos grandes como un búho que parpa-
deaban con la mirada perdida. Me despertaba en medio de la noche y
lo encontraba parado junto a mi cama. Luego se desaparecía antes de
que pudiera hablar con él.
Escuché una tos ronca detrás de mí. Me di la vuelta, justo a tiempo
para ver a un anciano arrojar una gran gota de saliva sobre el piso.
Me encogí de náuseas. Me hubiera alejado de ahí, pero en frente de
mi estaba una mujer sosteniendo un niño cuya secreción nasal estaba
dejando huellas en su cara. Él estaba tratando de agarrar mi cabello
con sus puños pegajosos. Yo reconocí el andrajoso rebozo magenta;
Era la misma mujer con la que había chocado en mi prisa de llegar a
la estación de autobuses Greyhound. Ella me sonrió al reconocerme
y dijo algo rápido en español que yo no entendí. Le devolví la sonrisa
asintiendo tontamente.
Estaba caluroso y sofocante y me sentí mareada, pero no me atrevía
a irme hacia la puerta por temor de perder mi lugar. Busqué un pañuelo
aromatizado dentro de mi bolsa y lo agité de un lado a otro en frente de
mi cara con despreocupación. En lugar de dejarme espacio, el hombre
detrás de mí se apiñó hacia adelante a medida que la línea avanzaba.
Sentí que otra oleada de asco me inundó y me volví totalmente mora-
lista.
Racionalicé mis sentimientos de superioridad como un intento de
equilibrar mi angustia física. Me di cuenta que tener estos sentimientos
era peligroso. Durante las largas horas de recuento de mi vida, había
descubierto que había estado rodeada de personas que se sentían intrín-
secamente superiores a todos los demás. Su superioridad solo estaba
basada en falsos razonamientos, justo como la mía. Simplemente había
copiado sus sentimientos a la perfección. Continué diciéndome a mí
mismo que yo no era parte del escena, sino una estudiante de antropo-
logía, una persona de la ancestral cultura europea, que estaba ahí para
hacer investigación, no para ser tocada por la miseria e inmundicia que
permeaba el lugar.
En medio de mi resguardo emocional, experimenté un profundo
sentimiento de abatimiento al darme cuenta de que los meses de reca-
pitulación no significaban nada al enfrentarme con la incomodidad y la

20 Taisha Abelar. Textos inéditos


falta de control en donde mi idea de mí misma era amenazada. Lo que
era peor, veía ahora que el poder de imbuir el ser con valor proviene de
un núcleo inquebrantable que todos tenemos, la sensación o más que
nada, la certidumbre de que todos somos especiales y que estamos por
encima de todo reproche.
Avancé para guardar distancia del viejo hombre que estaba detrás
de mí, a quien me mantuve estuve mirando por el rabillo del ojo. Pare-
cía estar riéndose interiormente de mi incomodidad y eso me molestó
aún más. Para distraerme, abrí mi bolso y saqué el bolígrafo dorado que
Clara me había prestado para hacer mi lista de la recapitulación; una
lista con los nombres de todas las personas que había conocido durante
mi vida. La lista había sido bastante larga y había llegado a considerar
la pluma de mi posesión.
Clara dijo que había pertenecido a uno de los miembros de la par-
tida del nagual, aunque ella nunca dijo quién era esa persona. Cuando
llegué a Los Ángeles, llevé el bolígrafo conmigo y lo usé para presentar
mis exámenes en la universidad. Si no tenía mi ‘pluma de poder’ con-
migo, siempre sentía que obtenía pobres resultados en los exámenes.
Llené la tarjeta de turista pero, antes de poder devolver la pluma a
mi bolso, el viejo que estaba detrás se recargó contra mí y preguntó:
—¿Me puede prestar su bolígrafo?
Sorprendida de escuchar el inglés hablado, me di vuelta para enca-
rarlo.
Era viejo, pero no decrépito; de tamaño medio, con una nariz ancha
y plana y ojos de tipo oriental. Había un aire de familiaridad alrededor
de él mientras sonreía de manera amistosa.
Le miré las manos; estaban sucias. No quería prestarle mi pluma de
poder a un desconocido que pudiera contaminarla con energía extraña,
o peor aún, embolsársela mientras yo no estuviera mirando. Quise de-
cirle que no tenía un bolígrafo, pero obviamente me había visto usarlo.
Además, mentir descaradamente era algo que yo no podía hacer. La
recapitulación me había ayudado a darme cuenta de que mi renuencia
a mentir provenía de varios incidentes dolorosos de la infancia.
En una ocasión, mi madre me había acusado de dejar huellas de ba-
rro en su piso de linóleo recién pulido. No había tenido problemas para
mentir entonces y había acusado a mi hermano menor de ensuciar el
piso. Pero cuando mi madre encontró mis zapatos embarrados debajo
de mi cama, me hizo disculparme con mi hermano y pedirle perdón.
También tuve que ir a la cama sin cenar. Más tarde, al recapitular este
evento, me di cuenta que no había sido tanto el piso sucio de la cocina
lo que había enfurecido a mi madre, sino el acto de mentir que era algo
que las chicas bien educadas simplemente no deberían hacer.
Miré al viejo. Como si percibiera mi preocupación, él se pasó las
manos por la parte delantera de la camisa para limpiarlas.
—Es una pluma hermosa, —susurró inclinándose más cerca—. Voy
a vigilarla con mucho cuidado. Hay demasiados ladrones alrededor.
No podía decir si estaba siendo gracioso, pero como si estuviera
aturdida, le entregué la pluma lentamente. Me mantuve vigilando de
cerca por el rabillo del ojo para asegurarme de que no se la embolsara.
A hurtadillas le di unos vistazos laterales a la cara también. Fue bastante
sorprendente, ahora que lo pude ver mejor. Tenía pómulos altos, fuer-
tes rasgos indígenas y ojos que ardían con una feroz intensidad de ave

Taisha Abelar. Textos inéditos 21


de rapiña que me recordaban a los de Emilito; eso le dio al hombre una
asombrosa, pero extrañamente atractiva cualidad.
Mirar su cara me mareó. Escuché un fuerte zumbido en mi oído y
sentí una presión en mi plexo solar. La habitación comenzó a balan-
cearse y yo sentí como si estuviera a punto de caerme.
—Apóyate en mí, —dijo el hombre mientras presionaba mi espalda
para estabilizarme.
—¿Cuándo nacerá el bebé? —me preguntó la mujer que estaba
frente a mí, dándose la vuelta.
—¿De qué estás hablando? —tartamudeé—. Entonces comprendí
que ellos debían haber pensado que yo estaba embarazada y que por
eso estuve a punto de desmayarme.
—Sé cómo debes sentirte, —dijo la mujer dándome una palmada
como gesto de simpatía. Se parecía a Clara, solo que más bajita, más
fornida y de tez más oscura. —Cuando yo estaba embarazada de Jai-
me, —continuó—, me desmayaba todo el tiempo.
—Estoy bien, —dije—. Solo que no he comido nada.
—Te vi en la calle con el joven, —continuó ella como si no me hu-
biera escuchado—. ¿Es él tu esposo, o cruzaste frontera para casarte?
—No vine a México para casarme, —grité—. ¡Y no estoy embara-
zada!
Todos en la sala voltearon para mirar quién gritaba. Un hombre
viejo que estaba reclinado contra la pared se sonrió y sacudió la cabeza
como si el supiera más.
—Tal vez viniste a hacerte un aborto, —dijo el anciano con una
risita—. Debería darte vergüenza.
Él sonrió haciendo que sus ojos parecieran agresivos.
Estaba tan avergonzada que tuve dificultades para tomar suficien-
te aire. Miré la cara del viejo. Sus ojos brillaban como si estuvieran
iluminados por dos pequeñas llamas. Eran negros, brillantes como
los de un animal, excepto por dos pequeñas chispitas de luz amba-
rina que seguían creciendo más y más. Aunque lo intenté, no pude
apartar la cabeza. Me quedé hipnotizada por sus ojos. La sala se
convirtió en una neblina blanca, excepto la cara del hombre, que
tenía un aro dorado a su alrededor. Entonces su rostro comenzó a
expandirse hasta que sus rasgos desaparecieron por completo. Todo
lo que quedó fue una bola de luz. Ya no estaba en la habitación, pero
parecía estar moviéndose a velocidad infinita a través de un largo
túnel negro.
—Hagan espacio, —escuché decir alguien—. Denle un poco de aire
a la gringa.
Abrí los ojos para ver zapatos embarrados y pantalones kaki. Estaba
mirando a un puñado de extraños que me veían hacia abajo. Me di
cuenta entonces, que estaba acostada en el piso del puesto de control
fronterizo. La idea de estar en ese suelo sucio lleno de saliva y suciedad,
hizo que me levantara de inmediato. Alguien me ayudó a levantarme
tirando de mis brazos. Otra persona me entregó agua en un vaso de
papel. Agradecidamente lo bebí sin pensar si era potable o no.
Me acordé de mi pluma. Busqué al viejo de los ojos ardientes, pero
para mí consternación, no estaba a la vista.
Un hombre más joven me soltó la mitad de un sándwich de queso
envuelto en celofán. Lo tomé aturdida. Todo lo que quería era salir de
esa habitación al aire fresco. Cuando el funcionario selló mi forma, yo

22 Taisha Abelar. Textos inéditos


me apresuré a salir por la puerta lateral. Aire, luz y música de mariachi
salían de un restaurante cercano.
Al otro lado de la calle vi a Carlos hablando con unos hombres
sentados en grandes sacos de cemento que se habían apilado contra el
costado de un edificio. Cuando me acerqué, él no me presentó, sino
que apresuradamente interrumpió la conversación.
—¿Ningún problema al cruzar? —Preguntó.
—Estaba tan apretada en esa habitación que colapsé y caí al piso
—dije secamente—. Luego alguien me birló mi pluma dorada. Y todos
me acusaron de estar embarazada, pero fuera de eso, todo salió bien.
—¿Hablas en serio? —Preguntó.
—¿Te parece que estoy bromeando?
Me miró preocupado.
Imaginé que mi palidez era tan gris como la del cemento que estaba
regado por el suelo.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
Tuve una fugaz imagen de la cocine bien iluminada de Clara y de
los fabulosos alimentos que comíamos ahí preparados por Emilito, el
escurridizo cuidador.
—Hace mucho tiempo, —dije sabiendo que estaba incurriendo en
la melancolía y auto-compasión. Permití que pasara la oleada de abati-
miento. Me sentí tranquila de nuevo.
Carlos dijo algo en español a la gente con la que había estado ha-
blando y todos ellos me miraron y sacudieron su cabeza patéticamente.
—Ciertamente Carlitos tiene las manos llenas, —dijo uno de ellos en
un inglés con mucho acento y todos se rieron y asintieron con la cabeza.
Entonces vi a un hombre que pasó junto a nosotros caminando a paso
ligero. Parecía tener mucha prisa pero hizo una pausa y volteo por un
instante como si quisiera que le viera la cara.
—Es él —dije, agarrando la manga de Carlos—. Él fue quien tomó
mi pluma.
—¿Quién?
Pero antes de que pudiera señalar al hombre, este desapareció entre
la multitud de mexicanos reunidos en la calle.

Taisha Abelar. Textos inéditos 23


Santa Ana 3

H
acía calor en el desierto de Sonora; casi 38 grados a la som-
bra. En un automóvil sin aire acondicionado, era como estar
en un horno encendido en baja temperatura. Había apren-
dido a hacer carne seca de esa manera, dejando las tiras
delgadas de carne en una rejilla del horno para que se deshidrataran
durante la noche. Las ventanillas del Chevrolet se abrieron y el aire
caliente sopló en mi cara. Me sentí como un pedazo de carne seca,
deshidratada y sin vida.
—¿Puedes ser más específico en cuanto a lo que vamos a hacer
en este viaje de poder? —Le pregunté a Carlos bajando la visera para
proteger mi ojos del resplandor del camino.
Carlos me miró rápidamente mientras conducía. —Es difícil de ex-
plicar, —dijo disminuyendo la velocidad en una curva—. Vamos a con-
tinuar sin ningún plan específico y permitir que el espíritu nos guíe.
Eso es lo que hago cada vez que vengo a México a ver a don Juan. Me
abandono a las circunstancias tal como se presentan.
—Eso me suena bien, —dije—. ¿Pero vamos a conducir sin rumbo
o nos dirigimos a algún lugar en particular?
—Vamos a los pueblos yaquis de Vicam y Potam con la esperanza
de encontrar máscaras ceremoniales para el museo Etnográfico. Esa
será nuestra maniobra evidente; pero esencialmente, estamos buscan-
do poder.
—¿Cómo sabremos cuando lo encontremos? —Pregunté limpiando
el sudor de mi frente con una servilleta de papel.
Carlos se rió con mi expresión de dolor. —Lo sabremos porque algo
en nosotros cambiará, o cambiará nuestra percepción del mundo. De
cualquier manera nuestro viaje comienza allí, en los pueblos yaquis.
—¿Por qué allí?
—Porque es donde don Juan y sus asociados se reúnen para reno-
varse a sí mismos. Ahí es donde los hechiceros de su grupo vienen a
buscar el poder.
El terreno de Nogales a Hermosillo estaba desolado; por millas no
había nada que ver excepto el saguaro gigante y el espinoso largo oco-
tillo intercalado con toyones y arbustos pequeños. De vez en cuando,
pasábamos por un denso racimo de tunas con pájaros pequeños pico-
teando su fruta roja. Para distraerme, traté de identificar tantos tipos de

Taisha Abelar. Textos inéditos 25


flora como pude. Si no reconocía alguna planta, le preguntaba a Carlos
su nombre. Parecía estar muy bien informado sobre la vegetación de
la zona.
—En un momento quise estudiar las propiedades medicinales de las
plantas, —dijo—. Y don Juan a menudo me llevaba a caminar por el
desierto.
—¿Es posible sobrevivir en el desierto? —Pregunté.
—Los indios usan el cuerpo del cactus como fuente de agua y por
supuesto, la tuna es comestible, —respondió—. Así como muchos
otros arbustos y raíces. Pero tienes que saber sobre plantas.
La carretera Panamericana cortaba el accidentado terreno como un
listón negro. Miré la línea blanca que se extendía delante de nosotros
hasta que desapareció cerca del horizonte como un espejismo brillante
de agua vaporosa. Para aliviar mi angustia, me abaniqué con un pañue-
lo perfumado de colonia. Carlos echó un vistazo al paño blanco que
agitaba como un símbolo de tregua y arrugó su nariz.
Alrededor del mediodía, llegamos a un tramo de carretera que es-
taba siendo reparado. Disminuimos la velocidad casi a vuelta de rueda
y vi a los trabajadores del camino sin camisa llenando manualmente
los baches. Un trabajador con un pañuelo rojo alrededor de su cabeza,
estaba paleando brea en un cubo, el otro llevaba un sombrero de paja
de ala ancha, estaba estirando la brea con implemento que parecía una
plancha enorme. Más adelante en el camino, otro trabajador estaba
aplicando agua sobre el área con la brea recién colocada, mojándola
con una escoba, ocasionando que se formara vapor al volatizarse el
agua en lo caliente.
El asfalto fresco tenía el aspecto de una tira gruesa de caramelo de
licor derretido, lo suficientemente bueno como para comerlo. Enton-
ces me di cuenta de que estaba hambrienta. Excepto por el refresco
que tomé en Nogales, alguna fruta que habíamos comprado en un
puesto a un lado del camino, y algunas galletas saladas que había en-
contrado en una bolsa en el asiento de atrás, no había comido desde
Gila Bend.
En Nogales, Carlos se había propuesto que me alimentara, pero mi
desvanecimiento me había dejado demasiado indispuesta para comer.
Serían tres horas antes de que llegáramos a Hermosillo, donde Carlos
dijo que sabía de un excelente restaurante. Resignada, busqué en mi
bolso más chicle para humectar mi garganta.
Los mangos demasiado maduros se fermentaban en la bolsa de
plástico en el asiento trasero. Una aroma acre salió e invadió mis fosas
nasales. El olor era común, pero no ofensivo. Cerré los ojos y dejé que
el aroma del mango me envolviera. A medida que mis fosas nasales se
despejaron, vi una luz púrpura en el área alrededor de mi frente. En
el espacio se desplegó una escena frente a mis ojos. Tuve un vistazo
de Emilito haciendo su bebida especial de licor de mango. Él llevaba
puesto un gorro de cocinero y vestía un delantal sobre el perfectamente
planchado overol azul. Estaba en la cocina de la casa de Clara, de pie
delante de la enorme estufa de leña.
—Debido a que eres una moradora de árboles, —dijo—, estás auto-
rizada para probar este excelente licor que he preparado.
Lo miré atónita.
—No sabía que bebieses licor, Emilito, mucho menos que lo prepa-
rases tú mismo, ¿No es malo para tu salud?

26 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Lo es, —admitió con un brillo despreocupado en sus ojos—. Pero
esta es una ocasión especial, por lo que probaremos algo, tú y yo.
Empecé a sentir pánico familiar cada vez que Emilito rompía una
de sus estrictas reglas. Nunca antes había visto a Emilito tan relajado.
Él siempre tuvo mucho cuidado con lo que comía o bebía debido a su
delicada constitución. Una docena de preguntas y muchos temores me
inundaron.
—¿Cuál es esa ocasión especial? —pregunté.
—Es mi cumpleaños, —dijo él con un chillido infantil.
—Pero pensé que uno no celebraba los cumpleaños en el mundo
de los hechiceros. ¿Qué pasa con el tema de la recapitulación? ¿Qué
pasa con borrar la historia personal? ¿Qué hay de encarar el tiempo
que viene?
—¿Qué hay de ellos? —preguntó parpadeando como un pájaro.
Sacó del armario dos exquisitos vasos de licor grabados. Nunca los
había visto allí antes, a pesar del ojo agudo que mantenía respecto a la
colocación de los objetos dentro y fuera de la casa. Nada había esca-
pado a mi escrutinio porque había estado obsesionada con determinar
quién vivía en la casa y lo que hacían.
—Pensé que perder la historia personal de uno significaba que uno
no se enfocaba en el día en que uno nació, y ni hablar de celebrarlo,
—dije, admirando los vasos. Eran de cristal con un tallo delicado y pa-
trones geométricos apenas visibles grabados en el borde.
Con cuidado dejó los vasos sobre la mesa. —¿De dónde sacaste esa
idea?, —preguntó—. El día en que naciste es muy importante.
—Es un día que quiero olvidar, —dije.
El chasqueó sus labios. —Bueno, si no es importante para ti, enton-
ces lo es para mí.
—No entiendo.
—Es importante porque ese fue el día en que comencé a pagar mi
deuda, —explicó.
—Todavía no lo entiendo. ¿Puedes decirme a qué te refieres?
—El día que te levantaste del arnés y te bajaste del árbol, desde el
primer momento en que pusiste tus ojos en mí, en esta misma puerta
de la cocina, ese fue el día en que comencé a pagar mi deuda. Por lo
que a mí respecta, ese fue tu cumpleaños y de cierto modo, el mío tam-
bién. Y en caso de que no lo supieras, y no lo sabes porque tienes una
mente muy lenta y perezosa, hoy hace un año exactamente de ese día.
Así que bebamos y celebremos nuestra libertad, Taisha.
Me entregó la copa de jerez llena de un líquido espeso de color ama-
rillo naranja que había vertido de un matraz transparente de destilería,
del tipo con el fondo protuberante que se ve en un laboratorio químico.
Levantó su vaso y esperó a que yo hiciera lo mismo.
Tuve la premonición de que en cuanto nuestros vasos se tocaran
algo monumental sucedería. Yo dudé. No quería brindar y sin embargo
me sentía obligada a aceptar el gesto de Emilito. Renuentemente, le-
vanté mi vaso y dije salud como Emilito, e incluso traté de sonreír un
poco. Luego él insistió en que chocáramos los vasos.
Tomó un trago de su licor y lo disfrutó, saboreando cada sorbo.
Con cautela tomé un poco del mío. Casi me ahogo. Sabía a dulce
de trementina. Grueso, pegajoso y cálido. Emilito, feliz porque estaba
bebiendo su brebaje, me miró con tanta expectación que yo tomé otro
sorbo.

Taisha Abelar. Textos inéditos 27


—¿No es esto algo de verdad? —dijo él esperando mi respuesta.
—Sí, lo es, —le dije tratando de no hacer una mueca.
Eso fue todo lo que pude decir; el licor me había quemado la gar-
ganta y yo me preguntaba si alguna vez volvería a hablar. Me hizo beber
cada gota y entonces me desmayé.
Recordé tener el sueño más vívido. Estaban Clara, Manfredo y la
hermosa Nélida. Pensé que estábamos en un lugar de día de campo,
hasta que me di cuenta de que era la parte de atrás de la casa de
alguien. Había un barril de petróleo con madera de mezquite y una
rejilla en la parte superior. Yo olía el asado de cerdo sobre la madera
de mezquite. Había una gran reunión; entre ellos, algunos eran jó-
venes pero otros eran mayores, y un hombre joven en particular me
estaba mirando fijamente. Todos parecían tan felices y burbujeantes
con entusiasmo y despreocupado deleite, que olvidé mi ansiedad y
fui feliz también.
Enfoqué mi mirada en el joven. Parecía ser el centro del grupo de
personas que lo estaban escuchando. Yo quería ir allá, pero Nélida me
detuvo. Ella puso su mano sobre mi hombro y dijo: —Quédate aquí,
aún no es hora. Conocerás al nuevo nagual pronto, del otro lado. En-
tonces tu tarea será fusionar los dos lados. Solo el más profundo afecto
te permitirá hacer eso.
Me desperté. Algo estaba pinchando mis costillas. Me di cuenta de
que era la manija de la puerta del automóvil. Debimos haber girado en
una curva cerrada porque me estampé contra la puerta.
—Malditos perros, —dijo Carlos. Siempre atraviesan la calle cuando
pasan los autos.
—¿Lo golpeamos?, —Le pregunté preocupada.
Carlos extendió un brazo para ayudarme a enderezarme. —No dijo
él volviendo su mano al volante—. Creo que tuvimos suerte.
Levanté la vista justo a tiempo para ver a un perro sarnoso escabu-
lléndose por un barranco al lado de la carretera.
—¿Hay gente viviendo por aquí? —pregunté sorprendida de ver un
animal doméstico. Excepto por el equipo de construcción, quien supu-
se estaban allí solo para reparar el camino, algunos cuervos y un ratón
de campo cruzar rápidamente la carretera, no había visto ni una sola
señal de vida en millas.
—Naturalmente, hay gente que vive aquí. —replicó Carlos—.
Cerca de las colinas hay varias rancherías. No las puedes ver desde
la carretera, pero están ahí. Es peligroso cuestionar aquí en la no-
che. Las personas de por aquí disparan primero y hacen preguntas
después.
—¿Quién querría vivir aquí en medio del desierto de Sonora? —
Dije—, esperando que el temperamental Chevrolet no eligiera este
punto para descomponerse.
—No se trata de querer, —me corrigió Carlos—. Esta área fue ocu-
pada alguna vez por los indios yaquis antes de que fueran reubicados en
el México Central. Más tarde, fueron traídos de regreso por los trenes
de carga para trabajar en las minas. Nos estamos acercando a un pue-
blo llamado Santa Ana nombrado así por un famoso general que luchó
en el Álamo y que más tarde se convirtió en presidente de México.
Incluso hay una canción sobre la ciudad.
—Nunca he oído hablar de ella, de la canción que quiero decir. He
oído hablar del general. ¿No fue él presidente de México tres veces?

28 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Le dispararon en la pierna y esta tuvo el entierro de un héroe.
—dijo Carlos—. Y cuando cayó en desgracia, desenterraron la pierna
y la echaron en el río.
Saqué un mapa de México de la guantera y cuidadosamente des-
doblándolo y luego replegándolo para mostrar solo el área que nos
interesaba. Quería saber que tan lejos estábamos de Hermosillo y de
los excelentes restaurantes que Carlos había dicho que había allí. A me-
dida que tomamos una curva, una gasolinera de Pemex y un conjunto
de edificios aparecieron a la vista. Las casas eran blancas con puertas
pintadas de un turquesa brillante, el color generalizado de la zona. La
mayoría de las casas en Sonora tenía las puertas de color turquesa o
azul. Siempre pensé era para representar el manto azul de la Virgen de
Guadalupe, pero Carlos dijo que eran así por ser un color fácil de ver
por los conductores, así no chocarían contra las casas al darle vuelta a
las curvas de las angostas calles.
Tenía sentido. Por el aspecto de los callejones de tierra y sin ban-
quetas, sería fácil para un camión o automóvil desviarse en una curva
demasiado rápido y embestir una casa.
—Esta es Santa Ana, —dijo Carlos disminuyendo la velocidad—. Si
tienes hambre podemos parar y conseguir algo de comer aquí.
Comencé a salivar con anticipación. Pero cuando vi un perro muer-
to en el camino, recientemente golpeado por un auto, mi estómago se
indispuso nuevamente. Carlos se metió en la gasolinera y me dijo que
lo esperara en el edificio de al lado que era un restaurante mientras él
llenaba el auto con gasolina.
Cuando entré, encontré que la espaciosa sala estaba vacía. Tenía un
piso de linóleo blanco y negro, mesas de metal con cubiertas de fór-
mica verde moteado, imágenes enmarcadas de los Alpes suizos en las
blancas paredes lavadas y gastadas cortinas onduladas en las ventanas
de bisagras, cuyas bandas estaban pintadas de azul tradicional. Incluso
había una rocola rota en la esquina. El lugar se veía como si hubiera
salido de una película de los 50. En cualquier momento esperaba que
una pandilla de motociclistas pasara la puerta y dieran vueltas con sus
motocicletas alrededor de las mesas.
Me senté en una de las mesas debajo de un ventilador de techo al
que le faltaba uno de sus armazones. Una mujer delgada de mediana
edad y una niña de alrededor de diez años salieron de detrás de una
cortina azul que conducía a otra habitación. La mujer parecía aturdida
por el calor, o tal vez habían estado tomando una siesta en la habita-
ción contigua y las desperté cuando entré. Le sonreí a la mujer, y le
guiñé un ojo a la niña, quien de inmediato corrió y se ocultó detrás
de la cortina.
Con seguridad, pedí dos aguas minerales Peñafiel gasificadas en es-
pañol. La mujer sonrió y asintió y regresó momentáneamente con una
botella de agua mineral con burbujas y un vaso de hielo, que ella puso
en la mesa con un golpe. Decidí que era más seguro beber directamen-
te de la botella y evitar el vaso y el hielo. Estaba intentando descifrar el
menú escrito a mano, cuando Carlos entró y se sentó frente a mí.
—Olvida lo que hay en el menú, —dijo quitándomelo de la mano—.
En el México rural, lo mejor es ordenar el menú del día.
—¿Y cuál podría ser ese? —Pregunté pasándole una servilleta que
había sacado del servilletero de acero inoxidable.
—Lo averiguaré —dijo y le hizo señas a la mujer para que viniera.

Taisha Abelar. Textos inéditos 29


Tuvo lugar un amigable intercambio. Carlos intentó incluirme en la
conversación, pero el flujo era demasiado rápido, así que yo solo asen-
tía tontamente cuando pensaba que era apropiado. Entonces Carlos se
volvió hacia mí y dijo en inglés, ——Ella dice que el guisado es fresco.
La carne recién acaba de ser muerta hoy.
—¿De qué tipo de carne estamos hablando? —Le pedí que recorda-
ra el perro muerto en la carretera.
—Es difícil de decir, —dijo encogiendo los hombros—. Vamos a ver,
¿Si? Voy a ordenar dos especialidades de la casa.
Dado que había acordado que estábamos en un viaje de poder y que
ofrecería la menor resistencia posible, acepté su recomendación con
una inclinación de cabeza.
—El estofado está bien, —dije limpiando mi cuchara con una ser-
villeta.
Carlos ordenó por mí, y la mujer, con una falda azul desteñido y
blusa blanca, me dio una mirada de enojo, como si le ofendiera que
hubiera limpiado los cubiertos.
De inmediato la mujer regresó con dos tazones en una charola junto
con una pila de tortillas hirviendo y un tazón de chile verde. Los puso
sobre la mesa y yo estaba tan hambrienta que aun antes de que ella
hubiera sacado las tortillas de la charola, yo ya la había sumergido en el
estofado. Casi me ahogo. Era el estofado más picante que jamás había
probado. Yo literalmente tuve que apagar el fuego en mi boca con agua
mineral.
La camarera se rió entre dientes y fingió no notar mi malestar, pero
sospeché que ella se estaba vengando de mí por insinuar que su vajilla
no estaba limpia y le había agregado a mi porción de estofado chile en
polvo extra.
—No sé qué tipo de carne es esta, —dije luego de beber bastante
agua—. El chile en polvo es demasiado fuerte.
El guiso, incluida la carne, se veía uniformemente rojo parduzco,
aunque creí detectar algunos frijoles o quizás eran huesos; no estaba
segura.
—¿Supones que es carne de perro? —pregunté mirando el estofa-
do.
Carlos probó un poco. —No, es más parecido a vaca, —dijo y con-
fiadamente tomó otro bocado—. Mmm. Pensándolo bien, tal vez sea
carne de burro.
Independientemente de lo que fuera, se despachó su estofado sin
rodeos. Aparentemente tampoco era extraño a los pimientos porque
se comió dos chiles de los verdes directamente del tazón. Yo, por otra
parte, solo probé mi comida y me llené con puras tortillas.
—Confío en no estarme comiendo la mascota de alguien, —dije a
modo de comentario.
—Los perros no son mascotas por aquí, —me informó Carlos—.
Ni siquiera hay suficiente comida para alimentar a las personas, mucho
menos a los perros. La vida de un perro en Sonora no vale nada. Tie-
nen que sablear comida todo el día en dónde no hay nada.
Una mosca aterrizó en las tortillas y rápidamente la ahuyenté con
una sacudida de mi mano.
—¿Cómo es que México es tan pobre? —pregunté arrancando un
pedazo de la tortilla y dejando la parte donde la mosca había aterriza-
do-. A mí me parece que con toda la ayuda del gobierno de los Estados

30 Taisha Abelar. Textos inéditos


Unidos, podrían cultivar suficiente comida para alimentar a su pobla-
ción.
Carlos sacudió la cabeza. —Hay demasiado chanchullo y corrup-
ción en los lugares más altos, —dijo—. Muy poca cantidad de dinero se
filtra hasta donde realmente se necesita alguna vez.
—Chanchullo y corrupción, —dije—. Dos de las palabras más malas
del idioma inglés.
Miré a Carlos, sus ojos chispeantes habían adquirido un aspecto
sombrío, revelando un lado más serio de su naturaleza.
—La revolución no liberó al pueblo mexicano, —continuó—. Solo
los esclavizó más. Ahora todo está en manos del gobierno o los grandes
conglomerados agrícolas y la gente aún tienen hambre. ¿Qué clase de
revolución es esa, cuando el noventa por ciento de la tierra todavía está
en manos de un escaso diez por ciento?
Entonces, la niñita encendió la máquina de discos y la habitación se
llenó de música animada. Era una ranchera, la música típica de Sonora.
Los instrumentos incluían el acordeón pequeño, una armónica y algún
tipo de sonido de percusiones todo mezclado en un ritmo alegre que
me recordó una polca alemana. Me preguntaba que decían las palabras
y le pedí a Carlos que tradujera.
—Pensé que habías dicho que hablabas español, —comentó Carlos.
—Lo hablo, de una manera elemental.
—¿Qué tan elemental quieres decir?
Me di cuenta de que sería imposible fingir. En un país que solo
hablaba español, las deficiencias de uno quedarían indudablemente ex-
puestas. Sería preferible que pusiera las cosas en claro.
—El primer año de universidad, —admití—. No esperó que me tra-
duzcas todo. Además, entiendo una gran cantidad de cosas.
Carlos asintió con la cabeza. Aparentemente él no creyó mi jactancia.
La canción terminó tan abruptamente como había comenzado. La
mujer regreso, estuvo de pie junto a la mesa y conversó con Carlos de
una manera insinuante. Los miré, tratando de seguir el rumbo de su
conversación. Podría decirse definitivamente que se sentía atraída por
Carlos y que en cierto punto, estaba diciendo cosas terribles sobre su
marido borracho. Pero cuando no pude seguir su andanada de bromas,
deje de escuchar y comencé a evaluar la apariencia de la mujer.
Me sorprendió ver que la mujer no era tan vieja como me pareció la
primera vez. En realidad, bajo su aspecto desordenado, era hermosa;
con grandes ojos almendrados, pómulos altos y una piel sin defectos,
perfectamente bronceada. Sus elaborados aretes colgantes y cabello
largo negro azabache, que traía tejido en una trenza, le daban una
apariencia exótica. Incongruentemente, llevaba un gran anillo de ama-
tista en el dedo índice de su mano derecha. Había algo en ella que me
parecía familiar, pero no podía determinar con precisión lo que era. Me
preguntaba quién era ella y qué la había llevado a pasarla trabajando en
una ciudad desierta en Sonora.
Me di cuenta de que estaba nuevamente empezando a sentirme
superior. La vida entera de la mujer había sido decidida por ella misma.
No tenía más remedio que seguir los designios de su destino. Entonces
comencé a sentir lástima porque ella estaba atrapada en un pequeño
pueblo teniendo que esperar a los clientes todo el tiempo, y por tener
que cuidar a un esposo que bebía excesivamente y obviamente a una
hija desnutrida y enferma. La única diversión en su triste vida sería ir a

Taisha Abelar. Textos inéditos 31


misa los domingos y chismear con sus vecinas acerca de la última boda
o cumpleaños. Agradecí a mis estrellas el no estar en sus zapatos.
Mis pensamientos fueron interrumpidos cuando la mujer se volvió
hacia mí repentinamente y me lanzó una fiera mirada como si hubie-
ra captado el rumbo de mis sentimientos. Una extraña inquietud se
apoderó de mí cuando recordé otra vez que había venido a México.
Estaba con Clara, también estaba sentada en un restaurante, solo esta-
ban unos cuantos clientes. Recordé cómo un extraño intruso se había
sentado a nuestra mesa sin haber sido invitado y cómo Clara lo había
corrido con una intensidad similar que no le había dejado alternativa
más que levantarse y dejar no solo nuestra mesa sino también el restau-
rante. Ahora, sentí estar haciendo lo mismo, para que la mirada de esa
mujer me hubiera traspasado. Encima de eso, ella me había apuntado
con su dedo revestido de amatista e instantáneamente me dio un dolor
de cabeza.
La mujer le dio a Carlos una sonrisa y a mi otra mirada despectiva y
dejó nuestra mesa sin dejar ninguna duda en mi mente de que yo había
juzgado de forma completamente equivocada su fuerza.
—Esa mujer es una curandera famosa, —dijo Carlos en un susu-
rro—. Ella tiene pacientes que vienen a verla de todo Sonora.
—¿Qué? ¿Quieres decir que ella no vive aquí en la trastienda? —Dije
aturdida—. ¿Qué está haciendo aquí atendiendo mesas? Pensé que este
era su lugar.
—Ermilina está cubriendo a su hermana quien está visitando fami-
liares en Hermosillo, —explicó Carlos.
Me sentí inferior que una serpiente en la arena por haber sido atra-
pada en juicios mezquinos.
—¿Y esa chica? Supongo que ella no es su hija.
—No. Esa es hija de su hermana, Carmelita. Se parece mucho a
ella, ¿verdad?
Asentí. Habría jurado que era su hija. —Supongo que tampoco
tiene un marido borracho, ¿eh?
—No. ¿Qué te hace decir eso? Ella no está casada.
Me encogí de hombros. Bueno, cualquiera puede cometer un error,
dije para mí. Quería irme antes de que la mujer regresara. No quería
enfrentarla de nuevo. Odiaría ser su enemiga porque sabía lo suficiente
como para decir que esa mujer tenía poder. Si ella era una curandera,
también podría arrojar hechizos. Y yo sabía acerca del miedo que las
personas tenían del mal de ojo de las brujas.
Eché un vistazo a la puerta.
—¿Estás esperando a alguien?, —Preguntó Carlos.
—¿A quién estaría esperando? —Dije. Al mismo tiempo me di
cuenta que estar de nuevo en lo que siempre había considerado como
país de brujería, me provocaba una emoción extraña, como si estuvie-
ra esperando que Clara entrara, se sentara a nuestra mesa y comenzara
a platicar a su manera fácil, como si nada hubiera sucedido en los mu-
chos meses que habían transcurrido.
Desde el momento en que conocí a Carlos en la Universidad, había
querido contarle lo de Clara, Emilito y la casa de los hechiceros cerca
de Navojoa, pero una profunda barrera siempre me impedía hablar de
ellos. En un momento de nuestro viaje, había querido contarle acerca
del sueño que había tenido con Emilito, pero siempre había pensado
que contarle a alguien los sueños de uno es invitarle a analizar o co-

32 Taisha Abelar. Textos inéditos


mentar sobre lo más íntimo de nuestro ser, así que de nuevo me quedé
en silencio.
—¿Crees que don Juan estará en su casa cuando lleguemos allí?
—Pregunté.
Comencé a sacudir vigorosamente mi cabeza de lado a lado para
despejarme. Era un hábito que había adquirido desde el momento en
que me quedé con Clara. Cada vez que me atasco mentalmente o me
molesto emocionalmente, me permito un momento de relajación sacu-
diendo mi cabeza. Ese movimiento ocasiona que una corriente eléctrica
o una sacudida de energía recorran mi columna vertebral en la parte
posterior de mi cabeza, causando un escalofrío involuntario, que ayuda
a deshacerse de cualquier tensión.
—Quizás, —dijo Carlos observándome con curiosidad—. Pero
como he dicho, a veces él es difícil de rastrear.
—¿Se esconde de ti?
—No exactamente, él simplemente no está en su casa, y nadie sabe
dónde se ha ido o cuando volverá.
—Eso puede hacer difícil la investigación de campo, —dije dando
una mordida a uno de los pimientos picantes—. ¿Qué tal si no está allí
ahora? Entonces recorrimos todo este camino para nada.
Estaba intensamente picante pero fingí que el chile no me molesta-
ba. Había algo muy impresionante, pensé, acerca de comer chile direc-
to del tazón. Recuerdo a mis hermanos comiendo chiles de un frasco,
sin pestañear, en una especie de prueba de valentía infantil. Ya que yo
copiaba todo lo que ellos hacían, también los imité en ese esfuerzo. Me
salieron ampollas en la boca por las quemaduras, por demostrar que yo
era tan macho como ellos. Me di cuenta que la recapitulación no me
había curado de mi competitividad profundamente arraigada, porque
estaba haciendo lo mismo ahora y ya no era una niña.
—¿Qué quieres decir con venir por nada? —Carlos dijo arqueando
una ceja por mi mueca—. ¿Qué hay de deleitarse en la mutua compa-
ñía?
Eso sonó tan parecido a algo que Clara podría haber dicho, que
tuve que reír.
—El viaje no será en vano, —me aseguró Carlos—. ¿Recuerdas
nuestro plan de recolectar máscaras para el museo Etnológico?
—¿Qué tipo de máscaras estás buscando? —Pregunté.
—Máscaras Pascolas. Máscaras talladas para las danzas que los in-
dios yaquis ejecutan durante sus celebraciones. Representan animales
o espíritus. Los indios yaquis creen que usando las máscaras mientras
bailan, pueden entrar en el mundo del espíritu.
—¿Crees que es sea posible? —Pregunté.
Carlos tomó un sorbo de agua mineral.
—Por supuesto, ¿o no? —Preguntó él, regresando la pregunta.
Yo quise decir: “Seguro que creo, pero sonó una campana familiar
de advertencia interna. Este no era el momento ni el lugar para hablar
sobre mis propias experiencias.
—De cierto modo, —dije casualmente—. Dicen que los hechiceros
lo hacen todo el tiempo, aunque no sé qué es la brujería. Quizás tú
puedas decirme.
—La brujería es la manera de percibir más de lo que nuestra socie-
dad y nuestro el entorno personal nos permite percibir, —dijo—. Los
hechiceros dicen que hay mucho más de lo que parece, pero que real-

Taisha Abelar. Textos inéditos 33


mente para percibir otros niveles de la realidad, tales como el mundo
espiritual, uno tiene que almacenar poder personal.
Se puso serio y dijo que investigar las prácticas de hechicería y sus
ramificaciones era la razón por las que él había estado viniendo a Mé-
xico de forma regular.
—Si hay algo de ello, voy a averiguarlo, —dijo con una sonrisa.
La mosca estaba dando vueltas a la mesa de nuevo. La ahuyenté.
—¿Qué tal el budismo zen? —Pregunté yo.
Me miró sorprendido. —¿Qué hay de eso?
—¿Sabías que en los viejos tiempos en China, cuando los monjes
budistas querían construir un camino, tenían que sacar a todos los gu-
sanos del suelo y moverlos a un lugar seguro antes de que poder conti-
nuar con el trabajo de construcción?
—Y yo que pensaba que las obras viales era lentas aquí en México,
—dijo Carlos riendo—. Eso suena absolutamente tedioso. ¿Por qué
harían eso?
—Los budistas creen que matar incluso la más insignificante forma
de vida está mal. Toma esta mosca como ejemplo. Un budista zen sen-
tado aquí, no la golpearía.
Carlos me lanzó una mirada curiosa como si el picor de los chiles
hubiera sacado lo mejor de mí. Le dije que una vez que mi maestro de
karate, mientras daba lecciones a sus alumnos sobre la importancia de
Zen en las artes marciales, procedió a aplastar a todas las moscas que
habían aterrizado en su escritorio.
—Y con una revista de artes marciales enrollada para acabarlas, —
dije—. Mi maestro no vio la ironía de todo esto. Pero para mí fue una
gran revelación. Después de eso, ya no pude respetarlo.
—¿Le perdiste el respeto a tu maestro porque mató una mosca? —
preguntó Carlos—. ¿Qué tiene que ver matar moscas con el respeto?
—¿No lo entiendes? No porque él haya matado la mosca, sino por
lo que la mosca representaba. Era obvio que mi maestro estaba inten-
tando hacernos creer a sus alumnos que era un maestro zen. Pero las
moscas fueron una muestra inconfundible.
Carlos me miró como si yo fuera una mosca y quisiera aplastarme.
—¿No lo ves? —Me lamenté—. ¿No lo entiendes?
—Simpatizo contigo, —dijo al fin—. Yo, también, perdí el respeto
por mi maestro, Don Juan. Él se mantenía refiriéndose a mí como un
estúpido imbécil y como sabía que no era uno, ya no pude respetarlo
más. Yo pensaba que él me insultaba deliberadamente, y que era él
quien era estúpido por no apreciar mi valor. Por suerte, no deje de
verlo, y ahora lo respeto aún más porque sé que él tenía razón. Yo soy
un imbécil y tú también.
No me gustó para nada que me incluyera en su comprensión. No-
sotros todavía no estábamos en términos tan familiares como para que
pudiera insultarme impunemente. De hecho, cuando pensé al respec-
to, me di cuenta de que era importante para mí que Carlos me res-
petara. Yo intentaba deliberadamente dejar una buena impresión en
él, hasta el punto de comer chiles verdes. Para mi consternación, las
premisas básicas que regían mi conducta no habían cambiado a pesar
de la recapitulación.
Clara me había advertido que no era suficiente con limitarse a reca-
pitular la vida de uno; uno debe actuar también con base en el enten-
dimiento que trae un minucioso examen de nuestra vida. No se trata

34 Taisha Abelar. Textos inéditos


de que uno sea diferente de repente. Pero al ser uno consciente de sus
hábitos, uno hace una pausa momentánea para actuar diferentemente
si uno así lo elige. Lo que la recapitulación hace, al poner la conciencia
en primer plano, es darle a uno la oportunidad de ser diferente. Si uno
toma o no esa elección, depende de la energía de cada uno en ese
momento en particular. La mayoría de las veces, vi que a pesar del en-
tendimiento de mis propias dinámicas conductuales, mi reacción inicial
seguía siendo la misma de siempre.
Para impresionar a mi compañero, le dije: —¿Conoces una canción
llamada, Ich Liebe Caborca?
Sin esperar su respuesta, comencé a cantar algunas líneas de una
canción que Clara me había enseñado sobre un pueblo en el Gran
Desierto poblado por Alemanes. Carlos no estaba impresionado. De
hecho, mi canto parecía avergonzarlo más que mi intento de hablar
español. Me dijo que me callara. En vez de quejarme, obstinadamente
empecé a cantar más fuerte. No supe lo que me pasó, porque nunca
canté delante de nadie. La presencia de Carlos parecía estar haciéndo-
me cosas extrañas.
Cuando terminé toda la canción, comencé a reír nerviosamente.
Yo sabía que lo picante de los chiles había comenzado a chamuscar mi
cerebro, porque cuando volví la cabeza, creí ver el rostro de pájaro de
Emilito asomarse desde atrás de la cortina azul que conducía a la otra
habitación. Por un momento el sacudió su dedo, advirtiéndome que no
debía consentirme. Eso sucedió tan rápido, que supe que era una ilu-
sión, un producto de mi pensamiento anhelante como el espejismo del
agua en un camino desértico. Mi mente racional lo explicó diciendo que
debió haber sido esa mujer curandera o la niñita que asomó la cabeza
por detrás de la cortina.
Sin embargo, tomé en serio la espectral advertencia de Emilito. Uti-
licé todo mi esfuerzo para obtener control sobre mí misma.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Carlos.
—Solo creí haber visto a alguien.
—Pero no hay nadie en la habitación, —dijo preocupado.
—Me refiero a alguien que conocí en el pasado.
Lo miré directamente. Una burbuja estalló y supe sin duda que Car-
los era la persona que Emilito había dicho que el espíritu pondría en
contacto conmigo. Solo que no había forma de que pudiera decirle eso
sin que él pensara que estaba loca, y eso era lo último que yo quería
que alguien pensara de mí, especialmente Carlos. El parecía demasia-
do serio, y sentí que solo una persona razonable y sensata pasaría su
escrutinio.
—¿Conoces a mucha gente en México? —Pregunté tratando de
sonar casual.
Mencionó los nombres de varias personas, pero Clara y Emilito no
estaban entre ellos.
La mujer regresó y Carlos le dio algunos billetes para pagar la co-
mida. Charlaron mientras yo miraba las moscas pelear por las migajas
en la mesa. Entonces los ojos de la mujer encontraron los míos por un
momento, y en ese instante supe que nos habíamos conocido antes.
Ella era una de las mujeres en la visión que tuve en la casa de Emilito.
La miré horrorizada. Pero ella no sonrió para tranquilizarme como me
hubiera gustado. En vez de eso y para mi consternación, ella me miró
con absoluto desprecio.

Taisha Abelar. Textos inéditos 35


Cuando nos levantamos para irnos, ella nos siguió y susurró con
dureza en mi oído —Deja de consentirte, jovencita, —dijo en inglés—,
o estarás en serios problemas.
Yo reaccioné con furia y no quise creerla, pero una parte de mí
sabía que ella estaba en lo correcto.

36 Taisha Abelar. Textos inéditos


Hermosillo 4

A
última hora de la tarde llegamos a Hermosillo. Nos detuvimos
en la intersección principal para permitir que un grupo de
niños en edad escolar vestidos con blazers azules y pantalones
hasta la rodilla cruzaran la calle. Estaban acompañados por
patrulleros que llevaban una señal de stop amarilla y blanca en alto.
Cuando el anciano bajó el letrero, los autos reanudaron su movimiento
errático, tocando la bocina mientras cruzaban la intersección. Con las
ventanas cerradas, pude escuchar los timbres de las bicicletas, los mo-
tores de los automóviles y los ladridos de los perros.
Pasamos las casas con plantas de geranio en macetas que decora-
ban sus escalones, y vallas y puertas ornamentadas de hierro forjado
que protegían las entradas. Las alfombras de buganvilla borgoña cu-
brían partes de las raíces, se enroscaban alrededor de chimeneas o
colgaban en gruesos grupos de enrejados o barandas de balcones.
Carlos estacionó el auto cerca de la plaza hecha en un parque circu-
lar con bancos y una glorieta en el centro.
—Vamos a estirar las piernas por un momento, —dijo—. Quiero
parar en una panadería que conozco y comprar algo de pan y también
fruta antes de ir a Guaymas.
Me sentí aliviada de poder salir del auto y caminar antes de con-
tinuar nuestro viaje. Los chiles que había comido en Santa Ana me
habían trastornado el estómago y necesitaba ir al baño.
—Ahora no me sigas con tu cuaderno, —dije seriamente.
Carlos se rio.
—Fue mi amigo, Larry, quien hizo el estudio; yo solo lo ayudé en
algunas ocasiones.
A lo largo de nuestro viaje, Carlos me había entretenido con una
historia de cómo un amigo suyo en la Universidad estaba interesado
en estudiar el comportamiento en el baño, de manera intercultural.
Para este efecto, Larry mantuvo un cuaderno sobre las actividades de
la gente en los baños. Tenía registros precisos sobre quién entró en las
instalaciones públicas; cuánto tiempo pasaron en los urinarios o en los
cubículos; si escribieron graffitis en las paredes; cuánto papel se consu-
mió durante cada caso; si se sonrojaron y, de ser así, cuántas veces; y
cuando fue posible, información sobre si se limpiaron de adelante hacia
atrás, o de atrás hacia adelante, y así sucesivamente.

Taisha Abelar. Textos inéditos 37


Su amigo había compilado bastantes datos completos con dibujos
sobre el tema de la actividad de los baños, y había presentado su propues-
ta al Instituto Nacional de Salud Mental para una beca de investigación.
Desafortunadamente, el estudio intercultural sobre el comportamiento del
baño no fue aprobado debido a recortes en los fondos del gobierno.
—No me importaría vivir en esta ciudad, —le dije a Carlos después
de salir del baño y caminar hacia un pequeño parque—. Todo es tan
exuberante y limpio.
—Allá en Santa Ana, tuve la impresión de que no te gustaba Méxi-
co, —dijo Carlos deteniéndose para atar su zapato.
—Eso es porque pensé que estaba comiendo carne de perro. Este
es un lugar hermoso. ¿Dónde trabaja la gente?
—En los campos, o en las minas en las colinas, o en la construcción,
—dijo Carlos.
Mientras conducía hacia la ciudad, había visto muchas pruebas de
trabajos de construcción. En todas partes la gente construía o restau-
raba edificios. Era obvio que no había escasez de albañiles, carpinteros
y yeseros aquí. Cerca del parque, los trabajadores estaban cavando un
gran pozo tal vez para tender tuberías nuevas o para reparar un viejo
sistema de alcantarillado.
—Solía ​​trabajar en la construcción, —le dije con un toque de orgu-
llo. Carlos me miró sorprendido.
— No pareces del tipo pueblerino, —dijo riéndose.
—Trabajé para uno, pensé, como aprendiz, aunque sabía mucho
más sobre carpintería de lo que aparentemente sabía él. Lemont estaba
trabajando en un proyecto de remodelación y me contrató para que
fuera su asistente, siempre y cuando no me quejara de su radio porque
la mantenía a todo volumen en la estación de música Country, y su
lenguaje grosero, un hábito que había aprendido en Viet Nam.
—¿Qué tipo de cosas construiste?
—Nuestro primer proyecto fue una cubierta de secoya, sin clavos,
solo tuercas y tornillos. Todo un desafío. Veras, era budista de una
comuna en Oregon y estaba convencido de que usar clavos profanaría
la madera. Realmente necesitaba el dinero, así que toleraba sus excen-
tricidades, la radio ruidosa, la cerveza que engullía, sus blasfemias y su
olor corporal. Siempre que quería, me decía que estaba trabajando con
un maestro carpintero que no tenía iguales en el mundo de la construc-
ción. Y que debería pagarle por su guía.
—Suena como un todo personaje, —dijo Carlos.
—Lo era. Después de semanas todavía no confiaba en mí para usar
sus herramientas eléctricas que limpiaba y limpiaba con aceite todas las
noches. Me di cuenta de que era una situación de observación, trans-
porte de madera y barrer el aserrín.
—Eso no suena demasiado emocionante, —dijo Carlos.
—No lo fue. Lemont me había prometido experiencia práctica,
pero la única experiencia práctica que recibí en todo el proyecto fueron
sus codazos y pellizcos en varias partes de mi anatomía. Estaba tan des-
esperada que desarrollé una alergia severa al aserrín y comencé a tener
ataques de estornudo. Iba a pasar el resto del verano, pero la situación
fue de mal en peor.
—¿Qué pasó? —Carlos preguntó preocupado.
—Siguió insistiendo en que fuera a su casa a ver los nuevos arma-
rios de la cocina que había instalado y a compartir un poco de marihua-

38 Taisha Abelar. Textos inéditos


na mientras escuchaba algunas cintas de Willie Nelson. Bueno, sabía lo
que eso significaba y me di cuenta de que la situación se había vuelto
desesperada. Lo dejé y con el dinero que había ahorrado, ingresé a la
Universidad, donde las cosas no eran mucho mejores con respecto a
los hombres. ¿Sabes a qué me refiero?
Carlos no respondió de ninguna manera.
—Veamos algunas de las tiendas, —sugirió Carlos apartándose para
evitar un agujero en el suelo—. ¿Necesitas comprar algún regalo para
amigos o familiares?
—No tengo ninguno.
—¿Amigos o parientes? —preguntó Carlos.
—Ninguno.
Me miró y sacudió la cabeza. Cantó la línea de una canción mexi-
cana: No tengo ni madre ni padre, ni un perro que ladre. No tengo
madre o más bien, ni siquiera un perro que ladre.
—Eso resume mi situación, —dije.
—Yo tampoco tengo padres, —dijo Carlos—. Y he aprendido que
tener amigos es demasiado restrictivo. Siempre terminas tratando de
complacerlos o de cumplir sus expectativas. Te anclan. Tienes suerte
de ser huérfana.
No era huérfana, pero no me molesté en corregir la impresión de
Carlos. Me di cuenta de que quería que pensara que no tenía a nadie
en el mundo. Me hizo parecer independiente y misteriosa. Además,
nunca me había sentido parte de mi familia. Cuando era niña, siempre
había imaginado que era una cambiada. Una enfermera debe haberme
confundido en el hospital con los cientos de otros bebés del baby boom
de la posguerra. Al menos eso era lo que me solía decir a mí misma.
Entramos en una de las tiendas que rodeaban la galería alrededor
de la plaza. Tenía los productos típicos de cerámica y cuero que en-
contraría en cualquier tienda en México, pero en una esquina, medio
escondida por un estante para postales, encontré un grueso poncho de
lana con flecos trenzados. Quería comprarlo, pero Carios insistió en
pagarlo él mismo. Dijo que era una buena idea tenerlo porque aunque
los días eran calurosos, las noches en Sonora eran frescas.
Después de un poco de exploración informal, nos dirigimos a la
panadería que Carlos consideró que era la mejor en Sonora.
— ¿Quieres decir que has probado el pan de todos ellos? —Bromeé.
—Prácticamente, —dijo. Pero por su físico delgado y musculoso,
era difícil de creer que se hubiera deleitado con los productos hornea-
dos.
En nuestro camino a la panadería, tuvimos que desviarnos alrededor
de otro pozo profundo en el camino que surgió frente a nosotros tan
repentinamente en el casi me hubiera caído si Carlos no me hubiera
agarrado del brazo y me hubiera empujado a un lado.
—Casi te perdemos allí, —se rió—. Esto no es Los Ángeles, donde
hay aceras y donde los automóviles se detendrán para los peatones
aturdidos. Por aquí hay que vigilar a dónde van.
Me callé con vergüenza cuando me di cuenta de que conversaba
de mi entrenamiento en artes marciales y hechicería, seguía siendo un
zombi andante. Parecía operar bajo la suposición de que con quien-
quiera que estuviera sabía a dónde iban, y por lo tanto no tenía que
prestar atención. También era cierto cuando manejaba. Confiaba en
mis compañeros implícitamente y nunca sabía cómo llegaba a donde

Taisha Abelar. Textos inéditos 39


terminaba. Esto era particularmente cierto cuando ese compañero era
hombre. Inconscientemente, era una manera sutil de ceder el control al
sexo opuesto. Sabía que era una forma peligrosa de proceder. Recordé
la advertencia de Clara de que en el mundo de los hechiceros, todo era
importante y que siempre tenía que estar atenta a los detalles y asumir
la responsabilidad de mis acciones.
Mantuve mis ojos bajos y evité los hoyos y surcos en el camino. Me
di cuenta de que Carlos era extraordinariamente rápido de pies. Tenía
un equilibrio natural exquisito y una destreza que le daba un paso fácil.
Por un tiempo, intenté imitar su estilo de caminar. Mientras que me
movía desde las caderas con poca flexibilidad en mis rodillas y tobillos,
Carlos flexionaba sus rodillas y tobillos y movía sus pies logrando una
marcha de línea suave. Copiando su paso, doblé deliberadamente mis
rodillas y moví mi peso más hacia el frente de mis pies, en lugar de ate-
rrizar pesadamente sobre mis talones en la forma en que normalmente
caminaba. Después de un tiempo, mis pantorrillas comenzaron a doler-
me. Sentí que las estaba usando por primera vez en meses.
La última vez que las había llevado al límite fue cuando caminé con
Clara en las colinas cerca de su casa. Nunca pude seguir su ritmo, pero
caminar con ella me había sacado, al menos temporalmente, del mo-
verse de médico como Clara le había llamado a mi forma de caminar.
Los doctores, había insistido, tenían un movimiento distintivo, movién-
dose desde las caderas, mientras caminaban desde sus salas de consulta
hasta la sala de examen, o bajaban por los pasillos de los hospitales, lo
que Clara afirmó que era lo máximo que caminaban en sus vidas.
—Ellos tienen malas rodillas, —dijo exponiéndolo como generali-
zación. No era algo que estaba dispuesta a discutir, ya que tenía que
aceptar que los pocos médicos con los que había entrado en contacto,
incluido mi propio médico de familia, entraban en su categoría de mo-
verse mientras caminaban.
Me di cuenta de que, al haberme alejado de la influencia de Clara,
había vuelto a caer en mis viejos hábitos, incluido mi patrón de andar
de cadera perezosa, yendo a toda velocidad, ya que mis piernas indife-
rentes resentían la carga de tener que llevar mi cuerpo a un lugar al que
ni ellas ni yo querían ir.
—¿Cuál es el problema con tu caminar? —preguntó Carlos preocu-
pado—. ¿Te lastimaste el tobillo allí en la carretera?
Me di cuenta de que tratar de seguirle el paso había hecho que mi
paso pareciera incómodo y desigual. Una de mis piernas en realidad se
arrastraba detrás de la otra en un intento de seguir a mi cabeza y mis
hombros.
—Siéntate aquí mientras voy a buscar el pan, —dijo señalando un
banco de hierro al otro lado de la glorieta.
—Iré contigo, —dije.
—No, —dijo bruscamente. Tuve la clara sensación de que no quería
que lo vieran en mi compañía.
Obedientemente, me senté en el banco y lo vi entrar en la tienda mar-
cada con “panadería al otro lado de la calle. A través de la ventana de
cristal, pude verlo hablando con una bella mujer de unos veinte años, que
supuse que era cliente. Estaba elegantemente vestida, con una blusa verde
lima a la moda y un vestido beige; no un uniforme blanco que uno espera-
ría que llevara un asistente de panadería. Pude ver su atuendo, porque me
había acercado a la puerta y en realidad miré por la ventana.

40 Taisha Abelar. Textos inéditos


Entonces vi a Carlos abrazándola de la manera más cariñosa mien-
tras ella le daba la bolsa de pan por la que había venido. Luego se
volvió para mirarme y antes de que me escondiese, me guiñó un ojo
como si me conociese. Me apresuré a regresar al banco en el momento
oportuno y fingí atarme los cordones de los zapatos. Pero cuando miré,
pude ver que la mujer lo había acompañado a la puerta y se despidió de
Carlos y luego de mí al otro lado de la carretera.
Una extraña ira me poseyó. Estaba furiosa ¿Qué está pasando?
¿Cómo es que la gente parece conocerme cuando no los recuerdo? No
podía ser solo una coincidencia, esas brujas en el restaurante y ahora
esta belleza en la panadería. Sentí que había una conspiración en mar-
cha y que de alguna manera estaba en el centro de la misma.
Recordé cómo Clara y el señor Abelar me habían engañado en
el pasado. Habían estado siguiendo mis movimientos desde hace mu-
cho tiempo, y cuando pensé que los conocía por primera vez, ya me
conocían íntimamente. Lo mismo estaba sucediendo ahora. Y todo
comenzó en el departamento de Antropología cuando sospeché que
había conocido a Carlos antes. Debo haberlo conocido antes porque,
de lo contrario, ¿por qué estaría teniendo celos ahora, como si él me
perteneciera desde tiempos antiguos?
Traté de decirme que la mujer era sin duda una conocida casual de él y
lo había abrazado solo porque la gente al sur de la frontera es más expre-
siva que en los Estados Unidos. Sin embargo, no pude evitar pensar que
la mujer no era mexicana en absoluto, solo que estaba muy bronceada.
Me preguntaba quién era esa hermosa mujer y por qué Carlos no quería
que fuera con él a la panadería, y por qué me había saludado.
—Pasemos a otro banco, —dijo Carlos—. Hay más sombra allá por
esos árboles.
Pero sabía que la verdadera razón por la que se movía era porque
estaba ocultando algo. Me angustió darme cuenta de que Carlos era un
hombre con muchos secretos. No es que yo no tuviera secretos, que
ni soñaría revelar. Sin embargo, tenía la expectativa irracional de que
otros debían ser completamente sinceros conmigo. Caminamos com-
pletamente ocultos por el follaje de los árboles.
—¿Por qué es tu panadería favorita? —Pregunté tratando de sonar
desinteresada.
Carlos sonrió con picardía.
—Porque hacen un pan tan delicioso, —dijo dándome un pan pla-
no y redondo espolvoreado con azúcar rosa—. Deben ser el agua o la
harina que usan. Pruébalo y dime que no es así.
Ataqué el pan con una ferocidad que me sorprendió. Pero tuve
admitir que estaba delicioso. Los panecillos eran un mundo aparte del
pan en los Estados Unidos. La capa de azúcar endulzó mi disposición y
decidí no preguntar sobre la panadería o la encantadora mujer que no
debía haber visto. Ella era uno de esos secretos; esperaba que me fuera
revelado a su tiempo.
Carlos sacó una botella de agua mineral del zurrón y de su bolsillo
una navaja suiza que tenía un abrebotellas junto con otros seis o siete
instrumentos afilados. Quitó el tapón y me la entregó. Terminé el pan,
luego miré dentro de la bolsa para encontrar cuatro panes redondos
más pequeños, cada uno con un recubrimiento de azúcar de diferente
color. Escogí uno verde. Sabía a rosa; la coloración no era un sabor
diferente sino simplemente el color de los alimentos.

Taisha Abelar. Textos inéditos 41


—¿Por qué decidiste convertirte en antropólogo? —Pregunté to-
mando un sorbo de agua mineral.
—Porque el estudio del hombre es uno de los esfuerzos más impor-
tantes en los que uno puede participar. Especialmente el estudio de los
sistemas de creencias del hombre, sus estructuras cognitivas, su cultura
tal como la vive. Estoy particularmente interesado en un enfoque feno-
menológico para el estudio del hombre.
—¿Qué quieres decir con un enfoque fenomenológico?
—Un enfoque fenomenológico de la antropología o la sociología
sería tomar una persona y dejarla aquí en Hermosillo para ver cómo
interpreta una cultura extranjera.
—¿Estás planeando dejarme aquí? —Pregunté en un momento de
pánico—. ¿Para ver cómo me va?
Carlos se rio.
—No. Me refería a un experimento que había preparado con un
profesor del departamento de sociología. Sin hablar el idioma ni estar
familiarizado con las costumbres, iba a vivir aquí en Hermosillo por un
tiempo. Y yo sería el observador y guardián para asegurar que no le
ocurriera ningún daño real. La premisa era que a medida que avanza-
ba en sus tareas diarias de tratar de organizar el mundo en términos
reconocibles, los aspectos del mundo que se dan por sentados, por su
interrupción, se revelasen a sí mismos. Se harían disponibles para la
investigación.
—No lo entiendo, —dije tomando otro bocado de pan.
—En cada acto simple, tendría que encontrar el orden natural del
fenómeno que lo afectaba; porque como carecía de membresía, le sería
caótico. En otras palabras, tendría que crear orden en su existencia
cotidiana. Este proceso de crear orden, sería el tema de nuestra inves-
tigación. Dado que el interés del profesor era el estudio de las normas
y cómo se constituyen en nuestra vida cotidiana, pensé que era un plan
fantástico, justo de su rollo.
—¿Lo hicistéis?
—No. Estábamos listos para partir hacia México, cuando él se retiró
en el último minuto.
—¿Por qué fue eso?
—No dejaba de pensar en todas las contingencias. Estaba aterrado
por contraer alguna enfermedad horrible, o porque le dispararan o le
robaran. Puso en escena todo tipo de prejuicios y consideraciones per-
sonales, por lo que nunca salió de Los Ángeles donde dijo que estaba
en lo conocido, y por lo tanto, en tierra segura.
—Hubiera sido un gran estudio, —dije. Luego tuve un pensamiento
aterrador— ¿Estás seguro de que no soy el conejillo de Indias esta vez?
Carlos se inclinó.
—Todos somos conejillos de Indias en manos del poder, —susurró.
En ese momento, un cuervo encaramado en la parte superior de la
glorieta, comenzó a graznar. Carlos lo señaló con un movimiento de
cabeza.
—Una ratificación, —dijo.
—¿Todavía no veo cómo eso se relaciona con la fenomenología?,
—dije volviendo a la discusión en cuestión.
—La fenomenología toma la fe tácita que tenemos en la realidad
de nuestro mundo cotidiano y hace que este sea el principal tema de
investigación, —explicó Carlos.

42 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿A qué fe tácita te refieres exactamente? —pregunté.
Carlos pensó por un momento para encontrar las palabras correc-
tas.
—Por ejemplo, nuestra suposición de que el mundo está compar-
tido de que es el mismo mundo para todos los individuos normales.
Además, que hay una continuidad temporal y espacial de las cosas.
—¿No es eso cierto?
—No necesariamente. Los hechiceros como don Juan no ven el
mundo de la misma manera que tú o yo. Su entrenamiento y mem-
bresía en la tradición de los hechiceros les permite ver el mundo en
términos completamente diferentes. La fenomenología cuestiona la
suposición de que el mundo es intersubjetivamente compartido por los
miembros. O más bien hace el compartir el tema de su investigación.
También cuestiona el a priori de que lo que llamamos realidad tenga
una historia natural, una base causal que nos permite esperar razo-
nablemente que el mundo continúe en el futuro en gran medida de la
misma manera que lo ha hecho en el pasado.
—¿Estás diciendo que el mundo no continuará en el futuro como lo
ha hecho en el pasado?
—No lo sabemos, pero el hecho de que asumamos que sí lo es,
es materia primordial para la investigación fenomenológica. Estas son
presuposiciones que no pueden aceptarse directamente, pero que de-
ben ser el tema de la investigación.
Carlos habló sobre su interés en Husserl y Heidegger y el fenome-
nólogo francés Maurice Merleau-Ponti.
Le conté sobre una clase de sociología que había tomado impartida
por un profesor en el departamento de Sociología, quien había ideado
un método para estudiar la interacción social utilizando un enfoque
fenomenológico. Llamó a su enfoque desviado para estudiar la interac-
ción social, etnometodología.
—Ese era el profesor que iba a llevar a México, —dijo Carlos—.
Enseñó un curso llamado el estudio de Comportamiento Desviado.
—Ese es, —concordé—. Qué pequeño es el mundo. Yo iba a ser
su discípula. Tenía una bandada de estudiantes pendientes en cada una
de sus palabras, como un maestro zen tiene estudiantes rogándole que
los ilumine.
—¿Te iluminaste con su método? —preguntó Carlos burlándose.
Sacudí la cabeza y saqué otro pan de la bolsa.
—Por un tiempo estuve realmente impresionada con lo que tenía
que decir —admití—. Incluso me convertí en su asistente de investiga-
ción sin paga solo para poder estudiar sus métodos. Fui a su oficina
los sábados para ayudarlo en un proyecto. Estaba estudiando el flujo
natural de la conversación y tenía la teoría de que los chillidos de los co-
nejillos de Indias no eran al azar, sino parte de un complejo sistema de
comunicación codificada. Tenía carretes de grabaciones de chillidos de
conejillos de Indias que quería que decodificara y analizara de acuerdo
con su sistema teórico.
—¿Qué pasó?—preguntó—. ¿Descubriste un patrón consistente?
—Nunca me quedé el tiempo suficiente para averiguarlo, —dije—.
Un sábado, el profesor entró en la oficina donde estaba transcribiendo
una cinta de chillidos, y se paró detrás de mí por un rato haciéndome
creer que quería leer sobre mi hombro, para ver si surgía un patrón.
Luego sentí que se acercó y empezó a soplar mi cabello. Cuando me

Taisha Abelar. Textos inéditos 43


moví, él se sentó a mi lado y puso un largo brazo alrededor de mi hom-
bro, me atrajo hacia él e intentó besarme. El vejestorio tuvo el descaro
de decir que estaba seguro de que yo estaba interesada en tener una
aventura con él porque había venido el sábado a trabajar cuando nadie
en su sano juicio trabaja los sábados. Pero lo que le hizo estar seguro
fue que le dije que no esperaba que me pagaran por mi trabajo. Bue-
no, solo vine porque realmente pensé que necesitaba ayuda y porque
pensé que podía aprender algo de sus métodos. Verás, estaba teniendo
un romance con el conocimiento, pero él estaba completamente ex-
trañado.
—¿Qué pasó?, —preguntó Carlos expectante.
—Empujé el pesado equipo de grabación de cinta de la mesa direc-
tamente sobre su regazo. Estaba segura de que aplasté su conejillo de
indias. ¡Deberías haber escuchado los chillidos!
Carlos me miró con curiosidad como si no supiera qué pensar.
—Salí corriendo de la oficina y ese fue mi último encuentro con el
comportamiento desviado del profesor y con sus métodos desviados de
sociología.
—Bueno, hay mucho que decir sobre el método fenomenológico,
—continuó Carlos—, todos los profesores desviados a un lado.
Mientras él hablaba, nerviosamente comía pan tratando de no
dejar caer muchas migajas en el suelo. Porque cada vez que caían las
migas, una multitud de pequeños pájaros negros codiciosos con ojos
amarillos y cola de largas plumas se apresuraban a comerlos. La
elucidación de Carlos parecía tener una verdad inmediata. Por lo que
pude ver, experimentar las cosas directamente, sin la intervención
de las idealidades, fue lo que Clara y el Sr. Abelar habían querido
decir cuando dijeron que el cuerpo energético o el doble podían ex-
perimentar realidades directamente que nuestra razón nunca podría
comprender.
—Considera la continuidad de la percepción, por ejemplo, —con-
tinuó Carlos—. Según los fenomenólogos, hay una continuidad en la
percepción, pero no es un hecho. La percepción en sí misma está
relacionada solo con el presente. Pero este presente siempre se ve en
términos de tener un pasado detrás y un futuro abierto delante de él.
—Creo que necesito un ejemplo concreto en esto, —dije tratando
de seguir su explicación.
Carlos señaló el floreciente árbol de jacarandá al otro lado de la
pasarela cerca de la glorieta.
—Considera ese árbol de allá, —dijo—. Ves ese árbol solo aquí y
ahora, pero al verlo, ya estás presuponiendo que estuvo allí ayer en el
mismo lugar, y lo que es más, que continuará allí mañana incluso cuan-
do ya no estemos sentados en esto banco observándolo.
Tuve que estar de acuerdo. Ese árbol parecía que había estado allí
bastante tiempo. De hecho, las flores en el suelo demostraban que es-
taba allí antes de que nos sentáramos en el banco.
—Las flores en el suelo, —dijo Carlos notando mi mirada—, dan fe
del hecho de que fueron perdidas antes de que nos sentáramos aquí en
el banco, ya que no las vimos caer. Tu mente te dice que ese árbol tiene
una historia, a pesar de que tú y yo no hemos estado aquí lo suficiente
como para percibirlo directamente.
—Sé que ese árbol tiene una historia —concordé—, no se materia-
lizó realmente frente a nuestros ojos en este instante.

44 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Exactamente. Pero el cómo lo sabes. Cómo puedes estar tan se-
gura. Ese es el material principal para la investigación fenomenológica.
Es más, sé que sabes que estoy percibiendo el mismo árbol que tú
percibes y que estamos teniendo un acuerdo intersubjetivo sobre lo
que constituye la realidad. Pero, ¿podemos realmente estar seguros de
que estamos viendo las mismas cosas? Un enfoque fenomenológico
cuestionaría también ese acuerdo intersubjetivo, o al menos, tomaría
en consideración tal suposición a priori en cualquier discusión.
Mi mente estaba tambaleándose tratando de imaginar lo que los fe-
nomenólogos estaban haciendo. Para mí, eran una especie de hechice-
ros urbanos, magos blancos que jugaban con la mente y la percepción,
como lo habían hecho Clara y su grupo de hechiceros en México mien-
tras vivía entre ellos. Solo que para los fenomenólogos, parecía más un
juego intelectual. Carecían de la fuerza energética real para hacer que
el árbol de Jacaranda desapareciera frente a los ojos de uno al darse
cuenta de que su presencia es una mera interpretación.
Nélida, Emilito y el Sr. Abelar, por otro lado, tenían la energía para
hacer que ocurrieran cosas extrañas e inexplicables manipulando la
percepción. Mientras vivía en la casa de Clara, las cosas seguían desa-
pareciendo y luego las encontraba semanas después en los mismos lu-
gares que había mirado cientos de veces. Además, las características de
su casa cambiarían dependiendo de mi punto de vista. Nunca pude ex-
plicar estos hechos y Clara me había dicho que ni siquiera lo intentara.
Parecía muy existencial sentarse en un banco del parque en un pueblo
mexicano, discutiendo la filosofía de Husserl, comiendo pan delicioso.
Pero de alguna manera mi mente seguía volviendo a preguntas diferen-
tes. No filosóficas de si el árbol en el parque existe o no por derecho
propio o porque lo estamos percibiendo a través de un poder llamado
intencionalidad. Tal charla me pareció llena de connotaciones de Tomás
de Aquino tratando de averiguar cuántos ángeles pueden bailar en la ca-
beza de un alfiler. Había tenido suficiente de ese tipo de conversación de
los sacerdotes jesuitas en las escuelas a las que había asistido.
Quería saber más sobre don Juan, el informante de Carlos. Como
también era un hechicero, quizás conocía a Juan Miguel Abelar o de él.
Entonces se me ocurrió pensar que tal vez él era el señor Abelar; que
él y don Juan eran la misma persona. No apostaría nada que pasase
respecto a los hechiceros. Sabía que existían en un plano perceptual
diferente, uno para el que estaba bloqueada por mi falta de energía y
comprensión. Tal vez, estaban allí en el parque con nosotros y no podía
verlos porque no tenía los medios para interpretar su realidad percepti-
va. Quizás los hechiceros, a diferencia del árbol en el parque, no habían
considerado garantizada la historia ni el futuro. Tal vez carecían de la
temporalidad y la espaciabilidad de las cosas, por lo tanto, no existían
para nosotros cómo existían las cosas en el mundo.
—Solo un análisis intencional del presente, de la percepción en sí
misma de hacer algo presente, —continuó Carlos—, nos dará una idea
de cómo construimos el mundo que nos rodea. Husserl llamó a ese
espacio vital, el ‘mundo de la vida’, que significa la vida tal como se vive
en el presente.
—Creo que te sigo, —dije indecisamente limpiando las migajas de
mis dedos—. Pero necesito otro ejemplo.
—Considera ese otro árbol, —dijo Carlos, esta vez señalando una
hermosa magnolia salpicada de flores blancas—. El árbol se nos entre-

Taisha Abelar. Textos inéditos 45


ga como allí, como completamente presente. Aunque solo lo veo desde
el frente, sé que tiene una parte posterior y laterales a pesar de que no
los veo. Entonces, además de saber que ha estado allí ayer, además de
que estará allí mañana, también sé que tiene lados y una espalda y unas
raíces internas y largas debajo del suelo, aunque pensase que no las
veo de inmediato. Eso es lo que Husserl quiere decir con “espacialidad
integrada en la percepción. Asumimos que el árbol está allí en toda su
plenitud.
—Cierto, —concordé. No es solo una fachada plana. Veo un árbol
completo.
—Pero esa totalidad es un logro, una realización, más que un he-
cho, —explicó Carlos—. En la presencia del árbol, en el hecho mismo
de que lo vemos como un árbol aquí y ahora, yace una continuidad de
lo que somos todavía conscientes; de lo que había fluido y lo que ya no
se intuía en absoluto. El árbol tiene una continuidad del pasado y del
futuro, como resultado de la memoria del árbol que vimos ayer, y de
las expectativas que tenemos de que estará allí mañana. La continuidad
del árbol se pone allí a través de nuestra capacidad de intencionalidad.
Sabemos que mañana será el mismo árbol que hoy. Y tiene espaciali-
dad, lo que nos permite ver un frente y una parte de atrás e intuir su
plenitud.
Tomé un sorbo de agua mineral. Hablar de fenomenología me hizo
cuestionar la percepción. Tenía la certeza de que si miraba ese árbol
lo suficiente, y solo si tenía suficiente energía de hechicero, podía ha-
cer que desapareciera, ya que realmente no tenía un pasado o futuro,
parte posterior o inferior aparte de la parte incorporada en nuestra
interpretación de él. El árbol no estaba allí como lo veía en absoluto.
La percepción vinculada con la mente, o lo que Brentano llamaba,
intencionalidad, estaba realizando un truco gigantesco en el perceptor.
Sentí que quería llegar al fondo de esta farsa de una vez por todas.
Estaba cansada de ser engañada por un modo particular de percepción
que me había sido impuesto en virtud del hecho de que había nacido
en un particular “mundo de vida o ser-en-el-mundo, como lo llamaba
Husserl. Quería más que nada ver los árboles como los había visto bajo
la guía de Emilito, cuando los trepé, sentí sus raíces, miré sus hojas, les
hablé, los amé, los entendí. Pero ahora todo eso había desaparecido,
ya que el ojo gigante de esa realidad había cerrado y sellado ese mundo
a la vista, dejándome varada en el lado equivocado de la puerta. ¡Ojalá
Carlos pudiera ayudarme a cruzar al otro lado!
Entender la hechicería es expandir la capacidad de percepción de
uno, —me dijo una vez el Sr. Abelar—. Los hechiceros, a través de
la recapitulación y otras prácticas, almacenan suficiente energía para
romper la reflexividad del espacio y el tiempo. Sus prácticas están
orientadas deliberadamente a perturbar el mundo tal como lo vivimos…
Ahora Carlos decía lo mismo, y sabía que debía haber una verdad
inherente.
—Un hechicero miraría ese árbol y no consideraría su ‘integridad’
como algo dado, —continuó Carlos—.Los hechiceros según don Juan
intentan romper el molde de percepción en el que nacimos.
—¿Crees que es realmente posible hacer eso? —pregunté—. Quie-
ro decir romper el molde de percibir el mundo tal como lo conocemos.
—Por supuesto, según Husserl, todos los actos de percepción apun-
tan hacia o tienen la intención de algún objeto, —explicó Carlos—. En

46 Taisha Abelar. Textos inéditos


otras palabras, todo ver es ver algo, todo pensar es pensar algo. Toda
percepción es percepción de algo. Y la percepción se proyecta hacia
su objeto deseado, que no es una cosa o un hecho, sino un acto de
creación. Y como un acto de creación, puede recrearse o modificarse
para adaptarse a un molde diferente.
—Lo entiendo. Estás diciendo que mientras veamos la percepción
como algo dado, estamos atrapados, encarcelados para siempre. Pero
si nos damos cuenta de que es solo un fenómeno a investigar, entonces
se abren diferentes formas o alternativas a la percepción.
—Así es, —dijo Carlos—. Y quién sabe qué hay en el ámbito de las
posibilidades disponibles para el hombre como un ser sensible.
—El camino de los hechiceros es romper los límites de la percep-
ción social, —dijo Carlos—. Y yo digo percepción social, no percep-
ción humana. Porque un hechicero es capaz de percibir mundos que no
están abiertos para nosotros como seres socializados. Sin embargo, se
abren como posibilidades como seres sintientes que han renunciado a
sus interpretaciones sociales del mundo tal como lo viven.
—¿Cómo te interesaste en estudiar la percepción? —Le pregunté
a Carlos.
Estuvo en silencio por un momento. Era un silencio impregnado
de pensamiento, en lugar de uno nacido de haberse quedado sin cosas
que decir.
Después de un rato dijo:
—Tuve la suerte de conocer a un hombre que, en mi opinión, es la
persona más precisa y notable que he conocido. Me ha tomado como
su aprendiz y me está enseñando a romper los límites de la percepción.
Verás, tenías razón cuando dijiste en la oficina del departamento de
Antropología, que todo esto que nos resta, posiblemente no podría ser
todo lo que hay en el mundo.
Él barrió sus manos en un movimiento elegante delante de nosotros
para incluir los árboles, los autos, el niño en su bicicleta y la gente pa-
seando por la plaza.
—Hay una manera de romper las barreras establecidas por el len-
guaje y el pensamiento, y percibir los fenómenos directamente. Eso es
de lo que hablan los fenomenólogos; y eso es lo que realmente hacen
los hechiceros.
Miré a Carlos. Supe por qué Emilito había insistido en que asistiera
a la universidad. No solo para que nuestros caminos se cruzasen, sino
para que yo tuviese la capacidad de conceptualizar y compartir la pre-
dilección del nuevo nagual por lo abstracto.
Carlos se volvió para mirarme y nuestros ojos se fijaron en un ins-
tante indescriptible en el que todo mi futuro se resumió y mi pasado se
apresuró a encontrar el presente. No pude ponerlo en palabras, pero
en ese momento, nadie más en el mundo existía. Y así como la gente
tenía sus propios acuerdos compartidos, también tuvimos un momento
de acuerdo, una intersubjetividad silenciosa, que nadie más conocía.
Solté un suspiro de alivio que parecía haber estado atrapado dentro
de mí por eones, porque sabía sin lugar a dudas que este era el nuevo
nagual. El destino había unido nuestros caminos, y para siempre viaja-
ríamos juntos.
—Si te atreves, —dijo Carlos rompiendo el silencio—, podemos
atravesar el mundo de la percepción. Vamos a aclarar que hay algo más
allá de esto que siempre hemos dado por sentado.

Taisha Abelar. Textos inéditos 47


Se rió por un momento para romper la seriedad, pero sabía que
quería decir lo que dijo, y en algún lugar en lo profundo del silencio
estuve de acuerdo. En ese banco del parque, acepté en silencio hacer
lo que fuera necesario para acompañarlo hasta los confines de la tierra
y más allá. Apoyé mi cabeza contra la suya para unir fuerzas. Levantó
la mano y me revolvió el pelo como Nélida, y supe que nuestro destino
estaba sellado para siempre.
Nos levantamos sin palabras ni promesas, ni hubo que hacer nada.
Ambos sabíamos en el nivel más profundo que algo había cambiado de
la manera más sutil. No éramos los mismos que cuando nos sentamos
en el banco. Nos unió un intento que no surgió del orden social. Existió
antes de nuestro encuentro en la oficina del departamento de Antropo-
logía, y antes de la visión de otra realidad. Algo más había establecido
nuestra cita en este banco del parque e hizo posible este viaje al poder.
Pero cuál era esa fuerza, no la podíamos comprender. Porque se ori-
ginó dentro y emergió de las profundidades inconcebibles del silencio.
Sin embargo, esa misma fuerza nos catapultaría a la libertad.

48 Taisha Abelar. Textos inéditos


El camino a Guaymas 5

M
anejamos en silencio. Busqué en mi mente algo que decir,
pero una pequeña charla nunca había sido mi punto fuerte.
Cada tema que surgía como una posibilidad para la discu-
sión, lo descartaba inmediatamente como demasiado trivial
o demasiado técnico para una conversación casual. El estricto guar-
dián, alojado en algún lugar en el fondo de mi mente, seguía censuran-
do cada tema antes de que pudiera mencionarlo.
—¿Quién era esa mujer hermosa en la panadería?, —pregunté de
repente.
—¿Qué mujer? —respondió manteniendo sus ojos en el camino—.
No recuerdo a nadie en particular.
No sabía cómo abordar el tema sin sonar celosa y posesiva, así que
lo dejé caer. Sin embargo, no podía sacar a esa persona de mi mente,
estaba segura de que no era mexicana, aunque su piel era oscura, era
más por bronceada que un pigmento natural. No había estado lo sufi-
cientemente cerca como para ver sus ojos, pero si lo hubiera hecho, sé
que habrían sido azules. Por su vestido tenía la certeza de que era de los
Estados Unidos, y por sus modales sospechaba que ella y Carlos eran
más que conocidos casuales.
Me reí de mí misma al darme cuenta de que ya estaba compitien-
do con una mujer que ni siquiera había conocido. A pesar de la re-
capitulación que había hecho bajo la guía de Clara y Emilito, seguía
reaccionando como una mujer en lugar de la manera disciplinada y
distante de una bruja. Clara me había advertido que mi comporta-
miento con respecto a los hombres sería un patrón muy difícil de
romper. Para ciertas actitudes y expectativas se inculcaron en niñas
a una edad temprana para cumplir con sus imperativos sociales y
biológicos.
—La feminidad, —me había advertido Clara poco después de que
comenzara mi recapitulación—, incluye ser celosa, posesiva y tratar
al hombre como si fuera un niño dependiente e indefenso. Implica el
mandato de que si se él extravía o se desvía, tendrá para ser perdona-
do, por eso es lo que se espera que una mujer cargue: debe apoyar a
su hombre en todas las condiciones.
—Nunca toleraría semejante comportamiento, —dije con firmeza.

Taisha Abelar. Textos inéditos 49


—Te horrorizarás con lo que descubras al examinar tu vida, —dijo
riendo—. Vas a aguantar lo que sea que tu madre haya aguantado. Y tú
misma me dijiste que tenía que aguantar mucho.
Al recordar las palabras de Clara, me di cuenta de que, a pesar de
mi cambio declarado, todavía estaba mirando en un espejo en el que
mi idea de cómo debía comportarse una mujer gobernaba mis senti-
mientos y acciones.
—¿Cuánto falta hasta Guaymas? —Pregunté saliendo de mi auto-
rreflexión.
—Alrededor de una hora, —dijo Carlos.
Él también se había perdido en sus pensamientos, aunque estaba
seguro de que no trataba sobre si mismo; y habiendo respondido a mi
pregunta, volvió a ese silencio interno del que lo había despertado. Me
molestaba su retirada mental, pero no tenía reparos en hacer lo mismo
yo misma. Me di cuenta de que existía una falta de equidad en mi trato
con los demás.
Esperaba que otros cargaran con la carga de la interacción, me
entretuvieran o me instruyeran, mientras yo seguía siendo el receptor
pasivo. Era un modo de comportamiento que aprendí de niña de mi
madre. Había arraigado en mí que una chica debería hablar solo cuan-
do se le hablaba, lo que significa que, en una cortés compañía, tenía
que sentarme en silencio y no hacer que naciera el misterio haciendo
preguntas tontas. Siempre me había preguntado por qué esa regla no
se aplicaba a mis hermanos, quienes en lugar de sentarse en silencio,
eran ruidosos y se subían a los muebles de los amigos que estábamos
visitando. Como tenían la ventaja de todo eso, todos habían encontra-
do a los muchachos, alborotadores y traviesos.
Una vez que la aprendí, mantuve la regla de la pasividad silenciosa,
sin molestarme en revisarla como adulta. Como compensación, siem-
pre mantuve un diálogo interno animado, hasta el punto de reírme o
reírme de mis propios chistes silenciosos. Durante mi estadía con Cla-
ra, ella detuvo inmediatamente este comportamiento autocéntrico. Re-
cibí un golpe sonoro en la cabeza cada vez que veía mis labios moverse,
o detectaba incluso una sonrisa en mi rostro que no estaba justificada
por eventos externos. Pero habiendo estado alejada de la influencia de
los hechiceros durante muchos meses, la costumbre de hablar conmigo
misma había regresado.
—¿Por qué es tan difícil cambiar?  —pregunté una vez a Clara des-
pués de un día de recapitulación en la cueva cerca de su casa.
Nos sentamos en la cocina donde me entregó un plato de estofado.
Mientras comíamos, ella explicó que el poder de cambiar dependía de
la energía de uno. Luego presentó la tesis de la brujería de que la excita-
ción sexual de los padres en el momento de la concepción determinaba
la configuración energética del bebé.
—¿Qué significa eso, Clara? —pregunté.
—Si hubo poca o ninguna excitación durante el acto sexual, el niño
nacido de esa unión será tan aburrido como una moneda de cinco cen-
tavos, —explicó—. Por otro lado, si ambos padres estaban excitados,
entonces el niño tendrá la energía y el optimismo para enfrentar la vida
y deleitarse con lo que se le presente.
—¿Qué sucede si solo uno de los padres estaba excitado? —pre-
gunté.

50 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Dímelo tú, —respondió ella mirándome—. Deberías saberlo por
experiencia personal.
—La persona se entusiasma por un tiempo y luego se apaga, —ad-
mití—. Uno es desequilibrado e inestable.
Clara asintió con la cabeza.
—Saben que, en última instancia, no tienen la energía para conti-
nuar con lo que sea que comiencen. Por lo tanto, se dan por vencidos.
Nunca dan frutos. Son derrotados incluso antes de comenzar.
—¿Qué se puede hacer al respecto?—. Le pregunté.
—Pueden apretarse el cinturón e intentarse a si mismos diferentes,
—dijo.
—¿Cómo se intentan a si mismos diferentes?
—Una persona con poca energía tiene que proyectarse fuera de
sí misma. Tiene que vincularse con un ensueño diferente. Tiene que
ensoñarse de nuevo.
—Ensoñarse de nuevo suena como una metáfora, —dije suspiran-
do—. ¿Es realmente posible cambiar?
—Ciertamente lo es, —dijo Clara—. Pero primero tienes que reca-
pitular tu vida indisciplinada y vomitarla. Luego comienzas a ensoñar
un nuevo ser, uno con vigor y mucha energía de sobra. Poco a poco,
despiertas el cuerpo energético hasta que tus actos y sentimientos coin-
cidan con tu nuevo ser. Cada acto fuerte y preciso refuerza el cuerpo
ensoñado, y tu ser ensoñado dará poder a tus actos diarios. De esta
manera te subes en las alas del intento.
Recordar las palabras de Clara me llenó de coraje y optimismo.
Presioné un lugar a lo largo de mi lado izquierdo justo encima del bazo;
un punto que Clara había dicho que era útil para estar alerta y para ob-
tener un poco de energía adicional cada vez que uno se sentía abatido,
apático o somnoliento.
Miré a Carlos.
—¿Cuál es la población de Guaymas? —Pregunté nuevamente in-
tentando conversar—. Pasé por allí hace varios años. Supongo que
realmente ha crecido.
Carlos me ofreció una mirada curiosa, como si no estuviese seguro
de que yo estuviera realmente interesada en hablar sobre la población
de Guaymas.
—Ha crecido en los últimos años, pero no sé cuál es la población.
Si no hubiera oscurecido, podría haber notado que mis labios se
movían porque comencé a repetirme algunas palabras poderosas. Así
las cosas, mi triste estado de ánimo se perdió en el crepúsculo descen-
dente. La oscuridad se asentó como un filtro gris que cubre los ojos.
Hacia el oeste, el cielo se había vuelto de un color púrpura intenso
con rayas rojas donde el sol ya se había puesto. Las colinas bajas en la
distancia eran recortes negros pegados contra el cielo gris-negro. De
vez en cuando, pasamos algunos cactus Saguaro, recortados contra
las colinas bajas. Sus gruesos brazos estaban volteados hacia arriba,
extendidos hacia los cielos negros, como si hubiesen sido congelados
en una postura de súplica.
Todos los saguaros eran iguales; algunos eran más altos que otros,
algunos tenían armaduras más gruesas, pero todos esperaban lo mis-
mo: la gracia que cayesen del cielo, en forma de lluvia suave, gotas de
niebla para saciar su sed eterna.

Taisha Abelar. Textos inéditos 51


Había olvidado lo ruidosa que era la noche en la ciudad comparada
con la absoluta quietud del desierto. Apoyé mi cabeza contra el reposa-
cabezas del asiento y escuché el ruido de los neumáticos del automóvil
que pasaban por el camino áspero. Por los sonidos, pude detectar que
el neumático trasero izquierdo estaba bajo, ya que las ruedas no esta-
ban equilibradas de manera uniforme y surgió un golpe extra desde esa
dirección. Atrapó mi atención y el ruido sordo rítmico me hizo dormir.
Sonreí al pensar que si Carlos hubiera querido mantener una con-
versación ahora, yo no podría hacer un comentario coherente. Porque
un hechizo hipnótico se apoderó de mí, y me sentía pesada, somnolien-
ta, como para apenas poder mantener los ojos abiertos.
El camino por delante era recto, iluminado por los brillantes faros
de los automóviles. Formaba un túnel largo y gris que atrajo mi mirada
hacia él, guiado por la línea divisoria central blanca que alcanzó su pun-
to máximo en la distancia. Me costaba demasiado apartar los ojos de la
carretera, así que seguí mirando la línea blanca que me succionaba por
un túnel largo y profundo, que me hacía sentir más y más somnolienta.
Con gran esfuerzo moví mis ojos al costado del camino. Para mi sor-
presa, el paisaje había cambiado. ¡El desierto se había ido! Atrás queda-
ron los cactus Saguaro, los arbustos polvorientos y la planta rodadora
ocasional que había visto rodando a lo largo del camino.
En cambio, nos estábamos moviendo a través de un bosque, y es-
taba viendo pinos gigantes a ambos lados de la carretera. Los árboles
eran tan altos como el cielo, que había desaparecido en una masa de
ramas oscuras y de pino.
Como no estaba dormida, sabía que era un espejismo, pero no uno
que fuera aterrador; más bien era asombroso. Dejé que mis sentidos ex-
ploraran los árboles que se iban delineando cada vez más a medida que
avanzábamos a través de ellos. Algunos de los árboles eran secuoyas
gigantes con corteza peluda, troncos largos y rectos y copas tupidas.
Estaban tan juntos que no había forma de ver más allá de ellos, de ver
qué los sostenía de pie. Espejismo o no, en la oscuridad, parecían ser
tan reales como la arboleda de árboles que había visto mientras condu-
cía por el norte de California.
De repente, el camino se curvaba como si estuviéramos en las monta-
ñas. Al no estar familiarizada con el paisaje alrededor de Guaymas, pensé
que tal vez estábamos subiendo en terreno montañoso. Me permití ir con
el paisaje y no me molesté en evaluarlo con mi conocimiento racional del
desierto de Sonora y de los bosques de secoyas. Ver pasar los árboles se
convirtió para mí en una forma de entretenimiento, Me encontré buscan-
do un oso, o esperando ver un ciervo, pero no lo encontré.
Estaba tan intrigada con la visión, que no podía decir cuánto tiempo
había pasado. Carlos conducía más despacio de lo habitual, ya que él
también temía que un ciervo pudiera cruzar la carretera. No mencioné
el bosque de árboles que nos rodeaba, porque estaba seguro de que
Carlos pensaría que estaba loca y el paisaje desaparecería. Además, ya
no tenía la capacidad de hablar. Apenas podía pensar y mucho menos
expresar mis pensamientos. Luego dejé de pensar todo junto y me
hundí en un silencio pesado, observando los árboles, esperando que un
animal fantasma se moviera entre ellos, y finalmente, solo observando.
John Michael Abelar me había dicho una vez que los hombres no
eran las únicas criaturas que podían alcanzar un estado de mayor con-
ciencia.

52 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Perros, ciervos, cuervos, cualquier animal puede tener una línea
directa hacia el intento, —había dicho—. Los llamamos criaturas má-
gicas. Los hechiceros los buscan y los usan como ayudas o ayudantes.
Debo haberme quedado dormida porque en un momento ya no es-
taba sentada en el asiento delantero del auto de Carlos, sino en algún
tipo de banco de madera dura. Mi cabeza estaba inclinada hacia atrás
descansando en un poste grueso, y en lugar de mirar hacia el interior
del automóvil, estaba mirando algunos árboles gigantes frente a la casa
de Clara. Estaba practicando un ejercicio de observación que Emilito me
había enseñado. Y estaba sentada en ese banco especial que él había
construido de acuerdo con las especificaciones de los antiguos hechiceros.
Este banco de observación en particular fue diseñado específica-
mente para observar los árboles. Los tres postes que sostenían la parte
posterior del banco eran aproximadamente seis pulgadas cuadradas
y seis pulgadas más altas que el tablón horizontal superior que servía
como parte posterior del banco. La parte superior de los postes se cor-
tó de forma inclinada para que, al sentarse en el banco, se pudiese re-
clinar la cabeza hacia atrás contra uno de los tres postes verticales que
sobresalían. Se cortaban en un ángulo perfecto de modo que cuando
la cabeza se inclinaba hacia atrás, se podía mirar hacia arriba sin tener
que estirar el cuello o sostener la cabeza. Uno podría estar totalmente
relajado durante la práctica de observación, ya fuese que uno estuviera
observando árboles, las nubes, o la luna o las estrellas en la noche.
Este banco en particular estaba ubicado frente a un bosquecillo de
árboles, tres de los cuales se destacaban del resto. El banco permitía
que tres personas observaran simultáneamente y, si lo deseaban, ir a
estados de ensoñar juntos. Emilito estaba sentado a mi lado en el banco
con la cabeza apoyada en el poste en el otro extremo. También estaba
observando hacia arriba a uno de los tres árboles que estaban en una
pequeña colina a cierta distancia. Emilito estaba observando al izquier-
do, el que correspondía a su posición en el banco, mientras que yo ob-
servaba al de la derecha, directamente en línea con mi punto de vista.
Los árboles estaban delineados contra el cielo azul púrpura. Estaba
totalmente relajada mirando el árbol frente a mí. Era voluminoso, verde
con remolinos de follaje verde más claro que parecía estar vivo y se
movía incluso cuando no había viento. Entre el espeso y arremolinado
follaje, había oscuros espacios vacíos donde podía ver la articulación
de las ramas.
—Mira cuidadosamente cada característica de tu árbol, —dijo Emili-
to suavemente—. Sin mover la cabeza del poste de observación, escu-
cha mis instrucciones y luego haz lo que te digo.
Me dijo que comenzara en el tronco del árbol y levantara mis ojos
hacia arriba, primero incorporando las ramas inferiores, y luego mo-
viéndome hacia arriba barriendo las matas de las hojas con mi mirada.
Hice lo que me dijo, relajándome por completo, dejando que la
energía de mis ojos barriera el tronco del árbol y ascendiera gradual-
mente.
—Deja tu cabeza donde está, simplemente mueve tu mirada en la
dirección del crecimiento del árbol, —dijo—. Si tu mirada se pierde, se
atasca o se distrae, comienza nuevamente en la parte inferior.
Repetí el procedimiento de barrido tal vez veinte veces, siempre
comenzando en la parte inferior, luego barriendo con mis ojos hacia
arriba a lo largo de cada parte del árbol; su tronco, el lado donde el ár-

Taisha Abelar. Textos inéditos 53


bol se unía con el cielo, moviéndolos hacia las partes gruesas y espesas
en el centro, y suavemente a lo largo de las ramas marrones visibles y
hacia el follaje nuevamente. Continué este movimiento hasta que cubrí
toda la superficie del árbol, luego comencé de nuevo.
Después de darme mis instrucciones iniciales, Emilito guardó silen-
cio y sentí que estaba observando el árbol en el extremo izquierdo que
correspondía con su posición en el banco. Tenía curiosidad acerca de
los otros árboles, así que giré la cabeza ligeramente para cambiar la
mirada. Al instante, sentí un golpe en mi lado izquierdo. Me había
pinchado con un palo que yacía en el banco entre nosotros, que no lo
había notado antes.
—Quédate en tu propio árbol, —espetó Emiito—. La curiosidad
mató a la ardilla.
Quería decirle que era el gato, pero no me atreví a corregirlo.
—Estos árboles no son iguales, —explicó Emiiito—. Cada uno debe
ser visto desde su lugar apropiado en el banco.
—¿En qué se diferencian? —Le pregunté sin atreverme a mover los
ojos del árbol frente a mí.
—Son diferentes de la misma manera que las personas son diferen-
tes, —respondió—. Tienen su propio estado de ánimo y temperamen-
to, su propia energía. Sabes lo suficiente sobre los árboles desde que
trepaste y viviste en ellos para darte cuenta de que no son iguales.
Eso era verdad. Los árboles tenían un temperamento tan diferente
como las personas. Cada árbol al que subí era un ser único con una
historia a menudo más larga que la vida del hombre. Al escalarlos,
aprendí a sentir los sutiles estados de ánimo del árbol, sus cambios,
sus necesidades e incluso su efusión de afecto. Los árboles eran seres
solitarios, pero debajo del suelo ocurrían cosas horribles. Las raíces
se entrelazaban en una masa de crecimiento que compite por cada
centímetro de espacio y humedad. Aprendí que los seres humanos no
eran nada en su agresividad y competitividad en comparación con los
árboles. Sus raíces se retorcían, se empujaban y estrangulaban entre sí
en un esfuerzo por sobrevivir, pasando por las contorsiones más intrin-
cadas para reclamar su derecho a la vida.
Desde arriba del suelo, los árboles parecían más estables. Me di
cuenta de que era porque los árboles eran tan conscientes y estables
por lo que gran parte del entrenamiento de mi como bruja había tenido
lugar atada con un arnés, suspendida de un árbol o mientras vivía en
una casa en el árbol.
—Así es, Taisha, —dijo Emilito contestando mis pensamientos—.
Es por eso que te convertiste en un habitante de los árboles. La ines-
tabilidad de tu doble lo exigía. Estabas aprendiendo a acechar con el
doble. Tuviste que quedarte en los árboles hasta que tu punto de encaje
se estabilizó en su nueva posición.
Recordé que no se me permitía bajar de los árboles excepto para
ir al baño. El resto del tiempo me quedaba allí arriba recapitulando o
subiendo de rama en rama con mi equipo para trepar árboles. Cada
vez que quería algo de comer tenía que gritarle a Emilito que me trajera
mi comida. Al principio, me resistía a gritar, porque me habían enseña-
do que las damas nunca alzaban la voz. Pero sabía por la experiencia
pasada que gritar era la única forma en que el Emilito respondería. Me
ponía en cuclillas y soltaba un chillido tan fuerte que todos los pájaros
a mi alrededor volaban asustados. Pero gradualmente, los pájaros se

54 Taisha Abelar. Textos inéditos


acostumbraron a mis gritos y solo me miraban con malos ojos como si
fuera un pájaro extraño haciendo ruidos aún más extraños. Entonces
Emilito aparecía en la base del árbol con una canasta de comida que
izaba hasta la plataforma donde estaba sentada.
—Yo también fui habitante de los árboles, —dijo Emilito nuevamen-
te leyendo mis pensamientos—. Los dos estábamos un poco locos,
tocados de la cabeza.
Solo para probar su punto, me dio otro golpe inesperado en las
costillas.
—Y esta pequeña rama, —agregó riendo—, es para asegurarse de
que los observadores inexpertos no vuelen hacia el árbol o se queden
dormidos en el banco. Si siento que vuelas o te quedas dormida, te
pincho así.
Él se rió y me dio otro golpe.
—No me estoy quedando dormida, —dije molesta—. Aunque, en
un momento de mi observación tuve la sensación de haber sido absor-
bida por el árbol como si estuviera sentada en una de sus ramas.
Emilito dejó escapar un aullido.
—¿Estás segura de que no estás dormida? —dijo—. Tal vez ya te
dormiste, mientras yo no estaba mirando.
—No lo hice, —dije, y para demostrarlo me pellizqué en el lugar
debajo de la costilla flotante, el lugar donde él me había estado empu-
jando.
Luego volví a mirar al árbol correspondiente a mi extremo del banco
y repetí el movimiento de barrido de la manera más detallada y delibe-
rada. Lo repetí una y otra vez, sintiendo con los ojos, como Emilito me
había recomendado, las manchas, las diferencias en el sombreado y la
textura, y las aberturas por donde se asomaban las ramas.
—Ahora, mueve tu observación alrededor de la periferia del árbol
donde se encuentra con el cielo, —indicó Emilito—. Sigue el contorno
del árbol y el cielo con tu observación como si estuvieras pintando el
árbol con un pincel de mango largo.
Hice lo que me sugirió y, de repente, el color del árbol cambió de
un verde oscuro a un brillante chartreuse, como si se hubiese encendido
un punto de luz gigantesco. El cielo, en lugar de ser un negro púrpura,
se convirtió en un verde azul brillante. Sucedió tan repentinamente que
cerré los ojos y presioné hacia atrás contra el banco. Afortunadamente,
el robusto poste de la cabeza me impidió caer al suelo. Cuando volví a
abrir los ojos, el cambio de color seguía vigente.
—Deja que la energía del árbol inunde tus ojos, —dijo Emilito—.
Fúndete con el árbol como te mostré.
Cuando lo hice, el árbol volvió a cambiar de color. Ahora el cielo era
de un oro brillante, y el árbol se convirtió en una masa de deslumbrante
luz de color melocotón. Cada hoja tenía un poco de luz superpuesta so-
bre una rama hirviendo, formando una matriz de luz. Capas y capas de
luz brotaron del árbol hasta que estuve mirando una vibrante y brillante
extensión de energía que se fusionó con la energía del cielo dorado a
su alrededor.
Fue un espectáculo para la vista. Entonces me di cuenta de por qué
diferentes partes del árbol eran de diferentes colores; tenían diferentes
intensidades de energía que emanaban de ellos. Estos parches corres-
pondían con estados de ánimo o sentimientos que el árbol emitía. Y
también había manchas oscuras.

Taisha Abelar. Textos inéditos 55


Lugares de donde no emanaba la luz. Sabía que estas eran las enti-
dades de sombra que habitaban un reino muy cercano al nuestro, y que
a veces se cruzaban. Me sorprendió ver a algunos de estos seres som-
bríos trepando por las ramas de los árboles como yo solía escalarlos.
La luz del árbol brillaba y se movía como si estuviera húmeda, como
gotas de lluvia iluminadas por los faros de un automóvil. Nada sobre el
árbol era estático. Era absolutamente fluido, impermanente. En un mo-
mento, mi impresión de árboles dada por sentada, que eran estables,
sedentarios y con raíces permanentes fue destruida. Al ver la brillante
masa pulsante de amarillo y blanco rodeada por el halo rosa pálido,
supe que los árboles estaban en constante flujo.
—¿Lo estás viendo?, —preguntó Emilito.
—Sí, sí, —jadeé—. ¡Guau! No tenía idea de que los árboles se veían
así.
—No te emociones demasiado o cambiarás tu mirada a la visión
normal, —advirtió—. Mantente relajada y tranquila. No te despiertes.
—Ahí vuelves otra vez, Emilito. Olvídate de tu pinchazo. Realmente
no estoy dormida. Pero ciertamente parece que estuviese soñando.
Estoy soñando, Emilito, —le pregunté sin atreverme a apartar los ojos.
—Sí y no, —dijo—. Mira ahora; haz preguntas más tarde.
Me quedé quieta y en silencio porque no quería que la escena se
disipase. Deleité mis ojos en la luz todo el tiempo que pude. Luego,
tan repentinamente como había aparecido, la luz se desvaneció y volví
a mirar el enorme árbol frente a mí. Era como si una aparición ra-
diante hubiera desaparecido dejando solo su familiar forma externa y
el recuerdo de algo estupendo ahora desaparecido. Era un fantasma
brillante que se desvanecía, y el árbol que había sido tan magnífico al
comienzo de mi observación, ahora era una decepción en comparación
con ver su verdadera esencia.
—Puedes abrir los ojos ahora, —dijo Emilito picando en las costillas
con su bastón—. El espectáculo terminó .
—¡Que espectáculo! —Dije—. No tenía ni idea.. .
Emilito levantó una mano para silenciarme.
—Por supuesto que tenías idea, —dijo—. Todos sabemos cómo ver
la esencia de las cosas. Lo hicimos de niños; e hiciste algunas visiones
mientras vivías en los árboles. ¿Has olvidado cómo cambiar los ojos y
proyectar tus sentimientos? ¿Estás mirando y sintiéndote solo a ti mis-
ma e ignorando todo lo demás?
—Para, Emilito. Para, —dije arrepentida por todo el tiempo que
había desperdiciado mirando a mi misma, cuando podría haber estado
viendo árboles y otras cosas.
—La forma es superficial, mira detrás, —dijo Emilito fingiendo un
acento oriental.
Me tuve que reír. Me preguntaba dónde había aprendido ese adagio
budista. Debía haberlo recibido de Clara, que siempre había estado
escupiendo aforismos orientales.
—Suenas como un monje budista, —le dije—. ¿No me digas que
también estabas en China, junto con Clara?
Emilito sonrió y asintió.
—Soy el cuidador de esta casa, —dijo—. Pero me muevo. Algún
día te contaré mi historia. O mejor aún. Te dejaré verla por ti misma.
Emilito me miró como si tuviese un secreto estupendo que revelar.
Me dio escalofríos. Me dijo que examinara el banco para ver cómo se

56 Taisha Abelar. Textos inéditos


armaba de modo que pudiese construir uno yo misma en caso de que
alguna vez lo necesitara. Estaba sujeto con clavijas empujadas a través
de agujeros perforados. Me impresionó su construcción robusta pero
elegante.
—Este banco es una verdadera ayuda para observar, —dije—. Un
gran diseño también.
—Realmente hecho por los tuyos, —dijo con una reverencia.
—¿Aprendiste esto en China? —pregunté.
—No. La idea se transmitió al linaje del nagual de los antiguos he-
chiceros. Los hechiceros de nuestra línea tienen todo tipo de dispositi-
vos y artilugios para ayudarlos a soñar, ver y acechar.
El arnés de cuero en el que te suspendieron es una de esas ayu-
das, este banco de observación es otra. Por supuesto, solo son dis-
positivos que facilitan ver y soñar. Pero ver, soñar y acechar se puede
hacer sin depender de ningún dispositivo. Todo lo que uno necesita
es un espíritu impecable. Y, por supuesto, la energía almacenada a
través de la recapitulación, la reeducación desde la complacencia
y el silencio interno, de modo que el cuerpo energético o el doble
puedan despertarse. Entonces uno puede acechar con él y hacer
todo tipo de cosas.
—¿Qué quieres decir con acechar con el doble? —pregunté.
—Qué pregunta más tonta, —dijo parpadeando—. Eso es lo que es-
tabas haciendo todos esos meses en los árboles. Estabas solidificando
tu cuerpo energético y acechando a los árboles y a ti misma, así como
a los compañeros que vivían allí contigo.
—¿Qué quieres decir con compañeros?, —dije—. Aparte de las ar-
dillas y pájaros, yo estaba allá sola, y lo sabes.
Emilito chasqueó los labios.
—Como el infierno que eras. ¿Qué hay de tus compañeros de som-
bra?
Recordé haber visto a los seres de sombra en los árboles mientras
miraba el árbol y recordé haber visto muchas sombras mientras vivía en
la casa del árbol. De hecho, muchos de los más pequeños que pensé
que eran pájaros que esperaban entre las ramas resultaron ser peque-
ñas sombras revoloteando. Le dije a Emilito este hecho.
—A medida que tu cuerpo energético se vuelva más claro, recorda-
rás a tus amigos más claramente. Ahora estamos usando el doble para
observar los árboles. Incluso podrías moverte de este banco a los árbo-
les mismos, —continuó Emilito—. Recuerdas haber fusionado al árbol
mientras estabas debajo de un árbol. Algún día, cuando hayas alma-
cenado suficiente energía, puedes intentar observar desde este banco
nuevamente y veremos si puedes ser catapultada hacia el árbol. Tal vez
incluso algunos de los seres de sombra te ayudarán.
— Prefiero simplemente subir al árbol con mi equipo para trepar ár-
boles, —dije. De alguna manera, la idea de ser absorbida por las copas
de los árboles, o a cualquier otro lado por un confederado sombra, era
demasiado inquietante. El recuerdo de cruzar el umbral hacia el lado
izquierdo del pasillo de la casa de Clara, donde los otros miembros del
grupo del nagual habían estado esperando, aún era demasiado vívido.
Alguna fuerza me había catapultado con un empujón tan devastador
que volé fuera de la casa y más allá del mundo reconocible. Luego me
desperté colgando de un árbol, sin recordar qué había sucedido, cómo
había llegado allí o cuánto tiempo me habían suspendido.

Taisha Abelar. Textos inéditos 57


—Bueno, entonces, si tienes miedo de saltar a las copas de los
árboles con tu doble, o de dejar que los seres de las sombras te den un
empujón, ¿qué tal si los árboles se mueven de su lugar?
—¿Qué estás diciendo, Emilito? ¿Que los árboles pueden moverse
de su lugar?
—Así es. Los árboles no son lo que parecen. Lo viste tú misma. Una
vez que los vemos como masas de luz, nos damos cuenta de que pue-
den fusionarse con otros seres enérgicos, así como nosotros podemos
movernos y fusionarnos con los árboles.
—¿Estás diciendo que los árboles realmente pueden cambiar su po-
sición?
—Algunos árboles pueden, pero no todos, —aclaró Emilito—. Así
como algunas personas o animales pueden llegar a su doble, pero no
todos tienen la energía para tomar conciencia de su otro lado y comen-
zar a acechar con él.
—Quieres decir que un árbol puede aparecer en otro lugar? Eso es
difícil de creer, Emilito, muy difícil.
—No cuando ves los árboles como energía que cambia constan-
temente, —insistió—. La energía nunca permanece igual. Se mueve
dependiendo de su entorno. —Sus ojos se volvieron feroces como un
ave de rapiña—. Y, —agregó—, dependiendo de quién lo ordene.
Tuve que vacilar en mi certeza. El recuerdo de ver ese árbol brillan-
do con una luz que fluía me había dado la impresión de que estaba en
un estado de flujo. Quizás, Emilito tenía razón después de todo; los
árboles podrían alejarse de su lugar.
—Los antiguos hechiceros, usando sus poderes de ver, hicieron una
búsqueda completa de tales árboles, a los que llamaron ‘árboles de po-
der’, —explicó Emilito—. Formarían lazos intensos con ellos. El árbol
se convertiría en el aliado de los hechiceros e incluso los transportaría
a diferentes lugares. Los hechiceros ayudarían al árbol con su energía,
y el árbol ayudaría al hechicero en una relación simbiótica. A veces,
un hechicero incluso se fusionaban con un árbol de forma permanente
para prolongar temporalmente su propia vida.
—Suena francamente horrible, —dije—. Como si algún tipo de al-
fombra mágica los hechiceros pudieran sentarse a viajar.
—No viajaron con ellos, simplemente se mudaron con ellos. Hay
una diferencia, —aclaró Emilito—. Si quisieran viajar, se convertirían
en un pájaro o un animal de patas rápidas, como el león de montaña,
que viajan mucho mejor que los árboles.
—¿Qué harían con los árboles entonces?
—Se esconderían en ellos y moverían los árboles para confundir
a quien que fuese los estaba persiguiendo. En la antigüedad, los he-
chiceros tenían enemigos feroces que los acosaban sin descanso. Los
hechiceros se escondían o se fusionaban con los árboles para que su
enemigo se confundiera. O podían hacer que todo un bosque de árbo-
les se moviese a la vez. Imagina ver un ejército de árboles avanzando
hacia ti. Sus enemigos morirían de puro miedo.
—O los árboles pueden intercambiar posiciones para ver cómo es
estar en otro lugar, —continuó Emilito—. Pero eso requiere toneladas
de energía, incluso para un árbol, e incluso si eso sucediera, una perso-
na no notaría el cambio a menos que fuera un hechicero.
Cuando Emilito dijo que los árboles podían cambiar de lugar,
recordé un incidente que ocurrió en la casa de Clara. En la parte

58 Taisha Abelar. Textos inéditos


trasera del patio había varios árboles frutales, incluido un zapote
grande y un níspero. En un momento, pensé que el árbol de níspero
estaba en el lado derecho del patio, y el zapote en el izquierdo. Pero
un día, después de haber estado con Clara durante varios meses, po-
dría haber jurado que los árboles habían cambiado de lugar. Descubrí
que era el árbol de zapote el que estaba en el lado derecho del patio
dando sombra al banco de Clara y en el que a menudo me sentaba.
Cuando le mencioné esto a Clara, ella inmediatamente me hizo ca-
llar y me dijo que no volviera a hablar del Zapote. Eso no fue difícil
porque había descartado mi especulación como una imposibilidad
absurda.
Ahora, a la luz de lo que Emilito decía sobre los árboles, ya no esta-
ba tan segura. Quizás, esos árboles habían intercambiado posiciones.
Le pregunté a Emilito sobre esto. Dijo que los árboles en la casa del
nagual eran muy especiales; tenían poder y, por lo tanto, podían hacer
lo que quisieran. Podrían florecer fuera de temporada, dar fruto durante
todo el año o intercambiarse si lo deseaban.
—Eso es difícil de creer, —dije—. Y todavía...
—Basta de hablar. Has agotado la atención de tus sueños. Es hora
despertar. Apoya la cabeza contra el banco de observación.
—¿Qué quieres decir con que es hora de despertar? Ya estoy des-
pierta.
—Antes me preguntaste si estabas despierta o soñando. Ahora pue-
do decirte que estás despierta y dormida al mismo tiempo. Estás des-
pierta en tu doble, pero dormida en tu cuerpo físico.
Se inclinó hacia mí y empujó suavemente mi cabeza hacia atrás
contra el poste del banco. Sentí una presión punzante en la frente y
luego en la parte posterior del cuello y la cabeza. Vi la cara de Emilito
tan cerca y tan clara que comencé a sospechar que tenía razón: estaba
soñando. La idea de tener que irme y volver al mundo cotidiano me
creó tanta tristeza que me saltaron las lágrimas. No quería dejar a Emi-
lito y el bosque de árboles. Me resistí a despertar. Quería preguntarle
más sobre el Níspero y el Zapote, y sobre el observar, y sobre cómo
los árboles pueden moverse desde sus lugares, y sobre todo, sobre su
propia historia secreta que prometió revelarme.
—Emilito, —llamé como si estuviera en la casa del árbol esperando
mi comida—. Emilito.
Pero la escena frente a mí ya había cambiado y ya no estaba fuera
de la casa de Clara sentada en el banco de observación. La energía de
Emillto había agregado estabilidad a la realidad de los sueños, pero aho-
ra que se había ido, no podía controlar la escena. Ya no podía verlo,
pero un intenso anhelo se quedó conmigo. Entonces nuevamente sentí
la presión en la parte posterior de mi cuello como si la mano de Emilito
me empujara contra el poste, y mi cabeza estallara con una energía
punzante que obligó a mis ojos a abrirse lentamente.
Primero vi el techo del auto, luego el salpicadero. Luego a Carlos
sentado detrás del volante del conductor. El reposacabezas que empu-
jaba contra mi cuello lo había adormecido. La sensación punzante bajó
por mis hombros y en mi espalda, brazos y manos. Estaba despierta
pero no podía moverme. Sentí que mi cabeza estaba hecha de espuma
de poliestireno electrificada, ligera y chisporroteante al mismo tiempo.
Permanecí en silencio con los ojos abiertos durante un rato más, sin
moverme.

Taisha Abelar. Textos inéditos 59


—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? —Pregunté tratando de
enderezarme.
—Sobre de una hora,—respondió Carlos.
—¿Cuánto falta para Guaymas?, —pregunté. Luego me reí porque
era exactamente la misma pregunta que había hecho justo antes de
quedarme dormida. Sin embargo, parecía hacia edades.
—Está a la vuelta de la esquina, —dijo Carios, cuando apareció una
enorme colina—. Conseguiremos algo de comer y pasaremos la noche
allí. Mañana nos dirigiremos al este a los pueblos yaquis y veremos qué
nos trae nuestro poder.
Pude detectar el tenue resplandor de la ciudad en la distancia. Un
escalofrío me recorrió cuando una sombra oscura revoloteó junto al
auto por un momento oscureciendo sus faros.

60 Taisha Abelar. Textos inéditos


Guaymas de noche 6

C
arlos se estacionó cerca del muelle para que pudiéramos mi-
rar hacia el mar picado. Las siluetas de misteriosas bodegas
y muelles secos, iluminados con luces blancas se dibujaban
contra el cielo del crepúsculo. De alguna parte en el océano,
llegaron los profundos soplidos de una bocina de niebla. Los sonidos
regresaban a la orilla acarreando un humor sombrío. El único sonido
más solitario que una bocina de niebla era el soplido de los frenos de
aire en la noche cuando los camiones hacen una parada gradual. Ese
sonido siempre evocaba en mí la imagen de vastas planicies y de un
conductor solitario sin refugio ni hogar.
El aire estaba fresco. Me envolví en mi poncho para mantenerme
tibia. Recordé una manta afgana de ganchillo que tenía de niña, que
había desapareció junto con mis otros recuerdos, cuando el primo de
Clara había puesto las cosas de mi departamento en almacenamiento.
Quien sea que haya revisado mis cosas había hecho un trabajo minucio-
so para eliminar la identidad de la persona a quien pertenecían. Habían
descartado deliberadamente artículos que tenían un significado perso-
nal, como mi álbum de fotos, el tigre de peluche de la infancia, también
mi chaqueta favorita de gamuza, el uniforme de karate y la cinta negra,
que siempre había usado para practicar. Lo que se empacó en las cajas
de almacenamiento, fueron artículos como platos, ollas y sartenes, toa-
llas y ropa que apenas se habían usado. Podrían haber pertenecido a
cualquiera, sin sentido de historia personal o de individualidad.
Yo estaba en medio de la nostalgia lamentando mi pérdida, cuando
vi un sobre blanco pegado a una de las tapas de las cajas. Adentro,
había una nota de Nélida; decía: No te lamentes por tus recuerdos;
entonces fue entonces; ahora es ahora. Sujetados a la tarjeta había
siete crujientes billetes de cien dólares. La implicación era que debía
comprar lo que necesitara.
Por un momento, me quedé allí con la nota y los billetes en la
mano. Luego, cuando comenzaba a calmarme y evaluar la situación,
me di cuenta de la magistral maniobra de acecho por parte de Nélida.
Ella sabía que yo tendría problemas para separarme de mis recuerdos,
así que, de un solo golpe, ella lo había hecho por mí. La idea de que
nunca la volvería a ver, hizo que mi ira se desvaneciera y mi apego por
las cosas pareciera insignificante. Ahí y entonces, prometí hacer lo que

Taisha Abelar. Textos inéditos 61


fuera necesario para romper el control que las posesiones tenían sobre
mí. Prometí con todo mi corazón luchar contra la codicia, la avaricia y
la auto lástima. Pero a medida que los días se convirtieron en meses,
mi resolución debilitó, porque fui bombardeada constantemente por
los recuerdos del pasado y las influencias actuales que me empujaban
hacia la adquisición y el apego. Parecía que estaba peleando una batalla
imposible de ganar.
Pasamos junto a los oscuros muelles que proyectaban enormes
sombras negras sobre el pavimento. Estaba pensando en el excelente
sentido del desprendimiento de Nélida, cuando vi el anuncio intermi-
tente de un Ramada Inn. Carlos se dio vuelta hacia su bien iluminado
estacionamiento.
—Nos quedaremos aquí a pasar la noche, si te parece bien, —
anunció—. Continuaremos hacia los pueblos yaquis por la mañana.
Esperé en el auto mientras nos registraba. Luego condujimos alre-
dedor de una de las alas del edificio principal de dos pisos, y se esta-
cionó nuevamente. Las habitaciones adyacentes se encontraban en la
planta baja y se abrían a un largo corredor cubierto que conducía a la
cercada área de la piscina.
—Vamos a comer algo, —sugirió—. Sé de un buen restaurante cer-
ca del centro de la ciudad, que está a solo unas cuadras de aquí. Pode-
mos caminar si tú quieres.
—No estoy cansada en absoluto, —dije y era en serio.
Puse mi bolso en la cama y me miré en el espejo del baño. Yo quería
lavarme el cabello, pero Carlos había dicho que nos encontraríamos
en quince minutos y no quise hacerlo esperar. Además, no quería que
pensara que era una de esas mujeres que se tomaban horas alistándose
frente al espejo. Clara me había curado de eso.
Como no había espejos en su casa, me había acostumbrado para
realizar mi higiene a diario con la máxima eficiencia. Clara también
me había convencido para dejar de usar maquillaje, el cual dijo ella
que bloqueaba el flujo natural de la energía alrededor de la cara. El día
después de que llegué a su casa, me entregó una caja de pañuelos y me
dijo en términos que no admitían dudas que me limpiara el lápiz labial.
Me sentí avergonzada y enfurecida porque eso me hizo recordar una
escena que había sucedido antes en la secundaria cuando Sor Beatriz
me abordó en el salón, me entregó un pañuelo desechable y me hizo
quitarme el labial que traía puesto. Ahora Clara estaba queriendo hacer
lo mismo y me pareció ridículo.
—Soy libre, blanca y tengo veintiuno —le dije—.Y definitivamente
tengo edad suficiente para usar lápiz labial.
—No tiene nada que ver con la edad, —dijo Clara con firmeza—. Si
tú quieres ser un payaso y pintarte la cara, adelante. Pero para alma-
cenar energía, la piel, especialmente alrededor de la boca, los ojos y la
frente tiene que estar libre de sustancias nocivas. Aun la loción para la
cara tiene que usarse con moderación.
Ella entró en una larga digresión sobre cómo los productos químicos,
incluso el así llamado maquillaje orgánico es absorbido por la piel e inge-
rido, como en el caso del lápiz labial, a través del contacto con la lengua.
— ¿Qué pasa con el rímel? —Dije molesta—. ¿Quieres que me vea
como un conejo con ojos rosados?
Clara levantó las manos con exasperación. —Mejor parecerse a
un conejo que a un murciélago del infierno, —dijo. —Esa cosa negra

62 Taisha Abelar. Textos inéditos


corre un alrededor de los bordes de tus ojos porque los estás frotando
constantemente. ¿Por qué no dejar tu rostro natural? No hay hombres
por aquí para llamar su atención.
—Si no me pongo un poco de colorete, pareceré que un cadáver
resucitado, —insistí.
—Te verás cómo cadáver resucitado si te pones colorete, —dijo Cla-
ra mientras deslizaba mi juego de maquillaje del mostrador hacia dentro
del cesto de basura—. Deja de usar esto y se notará como resplandece
el brillo natural de tu piel y su color regresará. Solo piensa en cuanto
tiempo ahorrarías si no tienes que preocuparte por tu apariencia. Ade-
más, como he dicho, no estás aquí para atrapar a un hombre. Eso es
de lo que se trata el maquillarse. ¿Estoy en lo cierto? —.
Ella tenía razón. Las revistas y anuncios de moda llevan a una a
creer que una mujer no se ha vestido a menos que se haya maquillado.
Decidí seguir sus sugerencias y solo dos semanas después, de acuerdo
con Clara, la palidez de mi piel, que se había opacado sistemáticamen-
te, había recuperado su brillo natural.
Cerré la llave del agua y me puse brillo labial de cera natural de abeja
que, de acuerdo con mi esquema, por ser incoloro e inodoro no encaja
en la categoría de maquillaje. Entonces, envuelta en mi poncho, esperé
a Carlos afuera de mi puerta con unos minutos de sobra.
Caminamos hacia una plaza rodeada por una galería de tiendas. El
restaurante estaba en la planta baja de un viejo hotel. Había mesas al
aire libre a lo largo de la galería, pero la mayoría de las personas esta-
ban sentadas adentro debido al aire fresco de la noche. Un camarero
alto vestido todo de negro excepto por una toalla blanca alrededor de
su cintura, nos sentó cerca de una columna que sostenía un mezanine
donde los músicos tocaban una animada melodía. Examiné el menú,
pero no pude decidir qué pedir. Cuando el camarero regresó, Carlos
ordenó filetes fritos, arroz y muchas tortillas para los dos.
—No comas los tomates, —me advirtió cuando el camarero trajo
una ensalada de cebolla y tomates pequeños que aparentemente venían
con la comida.
—¿Si como los tomates, me muero? —pregunté preocupada.
Le conté lo que le pasó a un profesor de antropología que tuve una
vez. Mientras caminaba hacia la aldea donde debía conducir su investi-
gación de campo en Nueva Guinea, cortó un tomate fresco de la mata
y se lo comió. Una hora después, todo su cuerpo estaba cubierto de
ampollas y cayó en coma. Cuatro nativos Gururumba con paso firme
tuvieron que bajarlo por la ladera de la montaña en una camilla impro-
visada, donde fue enviado al hospital local a toda prisa. Resultó que el
antropólogo era alérgico a las toxinas de esa variedad de tomate en
particular y estuvo a punto de morir.
—Nada tan dramático como eso, —respondió Carlos. —Pero no
dudes en obtener la venganza de Moctezuma.
—Escuché que puede ser bastante dramática por sí misma, — dije
haciendo la ensalada hacia un lado.
Terminamos los filetes. Era una deliciosa carne marinada en una
salsa picante con cebollas fritas
— ¿No vas a comer tu arroz? —preguntó Carlos señalando el mon-
tón intacto en mi plato.
—Nunca como arroz.
— ¿Va en contra de tu religión? —bromeó.

Taisha Abelar. Textos inéditos 63


—No, es solo que nunca lo como. Incluso cuando era niña, mi ma-
dre, sabiendo que no me lo comería, en vez de arroz siempre me hacía
puré de papas. No sé por qué nunca me gustó el arroz. Simplemente
no me gustó.
—Tal vez fue porque eras una princesa.
Me molestó la insinuación de que me hubieran malcriado, lo que
para mí era lo más alejado de la verdad. —Ella solo me preparaba
papas porque sabía que no me comería el arroz. Si en realidad quieres
saber, el arroz me recordaba una pila de gusanos intestinales que, al
mirar hacia abajo parecían cobrar vida en mi plato. Sencillamente no
podía tragarlos.
Carlos me miró y sacudió la cabeza. —Un caso interesante para el
Dr . Katz. —dijo solemnemente.
—¿Quién es el Dr. Katz?
—Es un psiquiatra para el que trabajé alguna vez en el Instituto
Neuropsiquiátrico de la Universidad de California en Los Ángeles. So-
lía ​​entrevistar a los pacientes y yo clasificaba las sesiones grabadas en
términos de un riguroso análisis de contenido.
—¿Tú estuviste el N.P.I.? —Dije sorprendida—. Yo también. Que
pequeño es el mundo.
—¿Porqué estabas ahí? —preguntó preocupado. Me afectó que
pensara que había estado en el Instituto Neuro Psiquiátrico como pa-
ciente.
Me sentí insultada por su falta de confianza en mi cordura. —No era
una paciente, —dije rápidamente para dejar las cosas en claro. Estaba
allí para investigar, como tú. Solo trabajé en un proyecto que involucra-
ba a niños autistas.
—Eso suena interesante, —dijo echando mano de algo de mi arroz.
—En realidad, fue uno de los proyectos más aburridos en los que he
trabajado—. Moví mi plato hacia él para que los granos no se espar-
cieran por toda la mesa—. El objetivo de la investigación era conseguir
que el niño hablara, o más bien que hiciera fonemas. Me tenía que sen-
tar en frente del niño, quien estaba en una pequeña cabina aislada con
una ventana integrada, para que él no se distrajera. Yo sostenía su cara
y decía: Mírame, mírame. Di mmm, mmmm, mmmm. El niño trataba
de escabullirse y mirar hacia otro lado y trataba de bajarse del banquito,
cualquier cosa menos hacer el sonido mmmm. Si por casualidad, él
hacía el sonido mmm, o algo remotamente similar, el procedimiento
dictaba que le metiera un caramelo M & M en la boca. Luego pasaría a
otro fonema, repitiendo las palabras, Mírame. Mírame. Di ahh, ahh,
ahh. Y así sucesivamente durante aproximadamente una hora, hasta
reducirme a un balbuceo idiota.
—¿Tuviste mucho éxito con este enfoque?, —Preguntó Carlos.
—¿Estás bromeando? Fue inútil. Dudo que alguno de los niños haya
aprendido a hablar alguna vez, aunque no me quedé en el proyecto el
tiempo suficiente para descubrirlo. Fue tan frustrante para mí tratar
de obtener la atención del niño y hacer esos sonidos raros, que acabé
comiendo la mayoría de los dulces M & M yo sola. Supongo que me
estaba recompensando por la dificultad que tuve para que el niño se
sentara quieto. Tengo que admitir que gané unas cuantas libras extra
ese verano. Para mi esos niños eran imposibles de entrenar.
—No estoy de acuerdo, —dijo Carlos—. Tuve una niña autista bajo
mi cuidado y después de solo unas cuantas semanas, conseguí que

64 Taisha Abelar. Textos inéditos


hablara. La llevé al circo y al zoológico. Pasamos un momento de lo
mejor. Ella habló, pero solo conmigo.
—Pensé que hacías análisis de contenido de cintas con entrevistas
grabadas en el N.P.I., —dije.
—Hice eso después de haber sido despedido de trabajar con niños
autistas, —explicó Carlos—. El jefe del proyecto estaba furioso porque
yo trataba a la niña como un ser humano. Ella me caía realmente bien;
para mí, ella era un lindo ser humano, no un simple sujeto en un caso
de estudio.
—Probablemente envidiaba tu éxito, —dije—. Yo sé cómo es esto
entre los investigadores, todos quieren reclamar cualquier avance im-
portante.
Carlos se encogió de hombros. —Él me dio un trabajo en el que
yo no interactuaba con la gente directamente. Me tenía escuchando las
cintas de las sesiones de psiquiatría. Escuché horas y horas de quejas
de la gente sobre cada tema concebible Algunos de los problemas eran
genuinos, pero la mayoría la mayoría de las veces la gente solo quería
atención.
—Probablemente eso es verdad, —dije absorbiendo la salsa con un
poco de tortilla—. ¿Quién no quiere atención o afecto?
Carlos volvió a mirarme. —La pregunta más importante es, ¿quién
está dispuesto a darlo? Tengo un amigo, que cada mañana abre la
ventana de su habitación y grita a todo pulmón: —¿Alguien por ahí me
ama?—. Por supuesto, odia a su esposa y a todos los que lo rodean.
Pero él sí quiere amor incondicional.
—Probablemente pienses que nunca como arroz porque quiero
atención o tal vez amor, —murmuré tímidamente.
—No lo sabría. — dijo él—. —Dime tú.
Me miró de tal manera que tuve que desviar mis ojos. El amor, para
mí era un asunto delicado que no me interesaba discutir.
—Por cierto, ¿comes maíz?, —preguntó Carlos.
Por la manera que lo dijo, me hizo pensar que estaba tratando de
evaluar mi perfil psicológico a través de productos alimenticios.
—No tengo nada contra el maíz. De hecho, es mi verdura favorita,
—dije exagerando mi fervor.
—Entonces comamos un pastel hecho de maíz dulce.
Cuando llegó, tomé un bocado. Aunque nunca había comido maíz
como postre, tuve que admitir que el pastel estaba delicioso. Después
de que Carlos le pagó al mesero, sugirió que viéramos una película. Yo
estaba demasiado emocionada como para dormir, así que estuve de
acuerdo, a pesar de asumir que la película estaría en español, por lo
tanto, difícil de entender para mí.
El cine estaba a varias cuadras del restaurante, aunque no se parecía
a los cines a los que estaba acostumbrada a ver en los Estados Unidos,
que tenían una marquesina con luces intermitentes de neón. Era un
edificio común estilo español, con varios carteles en la parte delantera
de él y una pequeña ventana como taquilla. Pude ver en los carteles que
las próximas presentaciones incluían una película con Charles Bronson
y otra con Cantinflas.
—Esta es una verdadera sorpresa, —dijo Carlos—. Están pasando
una película de kung fu. Me dijiste que habías estudiado artes marciales.
Me sentí aliviada porque en las películas de artes marciales uno no
tiene que entender el idioma. La acción hablaba por sí misma.

Taisha Abelar. Textos inéditos 65


Estaba oscuro cuando entramos en la sala, por el murmullo de la
gente, sentí que la habitación estaba llena. Cuando nuestros ojos se
habían acostumbrado a la oscuridad, Carlos nos llevó a una fila de atrás
donde encontramos dos asientos vacíos. Estaba muy consciente de los
olores a mi alrededor. Alguien detrás de mí tosía excesivamente. Él de-
bió haber estado bebiendo también, porque percibí el marcado olor del
alcohol proveniente de esa dirección. Peor aún, había un olor a orines
secos que emanaba de la fila de atrás.
La función acababa de comenzar. Era una película de Bruce Lee
doblada al español. Su voz doblada no sonaba en absoluto como la
voz de Bruce, que era un poco chillona, ​​especialmente, cuando emitía
su giros vocales durante las rutinas de pelea. La voz doblada era de un
barítono profundo, muy gruñón, adecuada a la imagen mexicana de un
luchador kung fu. Pero pronto me acostumbré a la voz y a los olores, y
quedé cautivada por la acción.
Bruce Lee estaba siguiendo su elaborada rutina con los nunchakus.
La audiencia gritaba, vitoreaba, se levantaba y silbaba descaradamente
mientras él manejaba los nunchakus debajo de su brazo con una velo-
cidad impresionante. Podría decir que la mayoría de la audiencia era
masculina, pero había algunas mujeres en el grupo, porque sus cabezas
se apoyaban contra el hombro de sus compañero. Supuse que eran
parejas jóvenes en citas.
Las armas eran algo que mi maestro japonés enseñaba solo a es-
tudiantes varones. Cuando le pregunté a mi instructor por qué yo no
podía estudiar armas, tal como sus alumnos varones, él me llevó a su
oficina privada y con esmero me explicó el significado real de Karate.
La palabra Kara significa vacío, dijo él, mientras que te significa puño
o mano. Por lo tanto, la esencia del karate es la mano vacía, pelear sin
armas. Dejó en claro que yo me debía dedicar a aprender la esencia del
karate y no preocuparme por aprender armas, las cuales, en primer
lugar, no eran tan útiles en manos de una mujer.
—El cuerpo es un arma, —había dicho—. Es un arma de orden
superior. Perfecciónelo y usted tendrá el control de cualquier situación.
—¿Qué tal si voy caminando por un callejón oscuro y soy atacada
por un montón de matones? —pregunté—. ¿Seré capaz de defender-
me yo sola?
— ¿Por qué piensas siquiera en caminar por un callejón oscuro?
—dijo él—. La regla de un artista marcial es evitar el problema antes
de comience.
»Nunca me dijo cómo se hacía eso porque estoy segura de que no lo
sabía. Pero cuando le pregunté al Señor Abelar, —¿Cómo evita usted
los problemas antes de que comiencen? —él había contestado, —Tu
cuerpo energético te dirá cuando haya problemas. Es posible ver con
tu cuerpo energético lo que sucede a tu alrededor. Recapitula y deja
que el vidente dentro de ti emerja y venga a rescatarte—. Añadió que
los hechiceros que entrenan el cuerpo energético o doble, son capaces
de atravesar las paredes o volar a través del aire y hacer toda clase de
cosas que el cuerpo físico no podría hacer.
Bruce Lee soltó uno de sus gritos estilizados mientras incapacitaba
a un hatajo de matones con una serie de patadas voladoras perfecta-
mente colocadas. Me prometí a mí misma que al regresar a Los Án-
geles, comenzaría un régimen diario de práctica de artes marciales. Y
volvería a recapitular y no iba a soltar los pases de brujería que Clara

66 Taisha Abelar. Textos inéditos


me había enseñado. Haría tiempo para hacerlos. Yo quería más que
cualquier cosa que el vidente en mí despertara.
Sentí una corriente de aire en mi cuello. Pensé que debieron haber
encendido el aire acondicionando a todo volumen, aunque no escuché
ningún motor sonando. Levanté la vista para ver si había algún abanico
funcionando, pero todo lo que vi fue un techo uniformemente negro
pintado con manchas blancas y algunos conductos de aire acondiciona-
do. Alguien realmente echó a perder el techo con pintura en aerosol,
fue mi pensamiento. Regresé mi atención a la película. Pero la corrien-
te no cesaba.
Finalmente me incliné hacia Carlos. —Supongo que no podríamos
cambiar asientos, —susurré—. El aire acondicionado está soplando en
mi cuello.
—Guaymas se pone muy ventoso por la noche, —dijo sin quitar los
ojos de la película.
—¿Ventoso? ¿Cuál viento?
Levanté la vista otra vez y experimenté un momento total de diso-
nancia perceptual. De repente vi que estábamos sentados a la intempe-
rie y lo que yo había pensado que era una superficie lisa con manchas
moteadas, era el cielo; la pintura eran nubes aglomeradas y los conduc-
tos de aire eran las sombras de los árboles. Fue como si hubiera surgido
alguna fuerza y ​​despegara el techo mientras miraba la película. Sentí
que mi estómago se hundía como cuando te subes a un elevador que se
mueve rápidamente; simultáneamente la parte superior de mi cabeza
se expandió hacia arriba, en una aguda distorsión física. Me agarré del
brazo de Carlos para sostenerme, porque sentí como si una parte de
mí se estuviera yendo directo hacia arriba y me estuviera elevando en
el aire fuera del teatro.
—No hay techo, —susurré—. ¡Estamos a la intemperie!
Carlos se volvió hacia mí y me dijo: —Creí que te habías dado cuen-
ta cuando llegamos.
—¿Cómo se suponía que debía saber eso? Estaba oscuro cuando
entramos.
Me sentí disgustada conmigo misma por ser sorprendida después
de haber acordado estar más atenta y ridícula por no haberme dado
cuenta un hecho tan obvio como un techo que no estaba. Supe que no
obstante mi recapitulación, yo todavía daba todo por sentado. A menos
que algo realmente me pegara en la cabeza, yo no lo notaba. Culpé
de mi total estupor a mi educación perezosa de clase media. Al haber
ido a escuelas católicas, fui entrenada para obedecer a la autoridad sin
cuestionarla. Mi vida entera había estado basada en aceptar el dogma,
en tener fe en el mundo a mi alrededor sin pensar, explorar o cuestio-
nar mi entorno.
Clara me había advertido de esta condición poco después de que
ella me hubiera puesto a recapitular. Ella había dicho que yo tenía un
cuerpo energético lento, de hecho, uno que estaba totalmente dormi-
do.
—Tus valores te fueron entregados por tus padres, las escuelas a
las que fuiste, la cultura en la que vives y por la fuerza misma de la
razón, lo que te hace impotente para alejarte de lo esperado, —había
dicho ella—. A menos que recapitules tu vida, vivirás y morirás como
lo hicieron tus padres. No tienes que mirar más allá de tu familia para
saber lo que te espera.

Taisha Abelar. Textos inéditos 67


Sus palabras me habían dado una tremenda sacudida porque repetir
la vida de mis padres era lo último que deseaba hacer. Sin embargo,
aun a pesar de la recapitulación, una fuerza misteriosa todavía me es-
taba haciendo percibir en términos del molde dado. Todos los teatros
según mi experiencia pasada tenían tenía techos sobre ellos, por lo que
el presente no podría ser una excepción. No supe qué me hizo pensar
de repente que mi suposición era errónea. Quizás, la misma fuerza que
me había hecho poner un techo sobre mi cabeza, ahora, me permitió
ver que no había techo allí. Ese fue la misteriosa fuerza o intento que
analizan los fenomenólogos y la que los hechiceros intentan alterar o
interrumpir a través de sus prácticas.
Según los fenomenólogos, yo había engrosado la percepción y le
había dado una congruencia espacial y temporal. La percepción venía
preparada. Lo único que tenía que hacer de niña era aprender ciertas
categorías y el mundo estaba ahí frente a los ojos de uno consistente,
completo e inmutable. Depende de los hechiceros mostrarnos que esa
certeza no es todo lo que existe en el mundo. Que es posible alterar la
percepción, para salir de sus límites y crear una realidad diferente, aún
consistente.
Una vez le pregunté a Clara por qué el diseño de su casa no parecía
estable, sino que se mantenía cambiando dependiendo de la forma
donde uno lo observaba.
—Es el intento de los hechiceros el que ha construido la casa y lo
ha imbuido de poder. Está permeado con un tipo especial de energía
capaz de transformarla de una casa ordinaria en un lugar de poder. Tal
vez, algún día, construirás tu propia casa y colocaras en ella ese intento
especial inconcebible de los hechiceros.
—No sabría cómo hacer eso, Clara, —le dije—. No tengo ningún
poder.
Ella se rió y dijo que todos tienen el poder de detener la estupidez
e indulgencia, pero que algunas personas son demasiado perezosas o
tienen miedo de usarlo Una vez que uno se aleja del yo mediante la
práctica de la recapitulación, los pases hechiceros y aquietar el diálo-
go interno, uno puede intrínsecamente, convertirse en algo más. Así
como la casa de los hechiceros se había convertido en algo más bajo el
intento poderoso e impecable de los seres que viven en ella.
Estaba claro por sus palabras que para los hechiceros, la percepción
mantenía un tipo de intencionalidad diferente; que se utilizaron premi-
sas distintas de las que gobiernan nuestra vida cotidiana. En la casa de
una hechicera, una pared podría desaparecer, o tal vez un techo podría
salir volando, o una puerta que no estaba ahí antes podría abrirse de
repente. Sería congruente con la forma de percibir del hechicero, con
su configuración energética la cual era la ligereza y la fluidez mismas.
Las barreras de la percepción no eran rígidas.
Regresé mi atención a la película. Mi cuerpo se estaba adaptando a
los nuevos parámetros de mi entorno. En lugar de sentirse encerrado en
un teatro congestionado con la explosión del aire acondicionado, sentí
que la amplitud sobre mí era interminable. El aire era fresco y los olores
que antes habían sido tan asfixiantes, habían desaparecido por comple-
to. La percepción era de hecho un asunto ilimitado y misterioso. Porque
de los billones de posibilidades que existen en el universo, el hombre
aísla solo unos cuantos. Su habilidad de aislar y de seleccionar es lo que
le da una sensación de seguridad, reduce la disonancia y le permite vivir

68 Taisha Abelar. Textos inéditos


en lo que él cree que es un ambiente seguro donde la muerte no tiene un
lugar inmediato. Sin embargo, para alejarse de lo conocido, uno debe,
como hacen los fenomenólogos cuestionar las formas de percepción
básicas o que dan por sentadas. Pero para cuestionar la seguridad de
la propia realidad, uno necesita una posibilidad mínima de percibirla de
manera distinta. Solo entonces podría uno aprender algo que aún no
sabía; o de ver algo que uno no había visto ya.
Entonces me di cuenta de que lo que Clara y Emilito querían ense-
ñarme, era una nueva forma de percibir con el cuerpo; una forma en
que el yo personal o el yo psicológico no tengan prioridad. Incontables
veces, tuvieron que hacerme saber que hay otras posibilidades de per-
cepción abiertas a nosotros, posibilidades no incluidas en nuestra com-
prensión cotidiana del mundo. Habían insistido en que por medio de
una recapitulación exhaustiva de la vida de uno, uno podría vaciar el al-
macén de los artículos familiares y aventurarse en terreno inexplorado.
Dejar ir lo conocido y lo habitual era la clave, habían dicho. Almacenar
energía para moverse, era el medio.
—¿De qué me tengo que alejar? —seguí insistiendo.
—De tus expectativas, de lo que los demás esperan de ti, en re-
sumen de todo lo que eres, fuiste o esperas ser, —había respondido
Clara—. Déjate ir y permite que la energía trabaje directamente sobre
tus sentidos sin interpretar ni pensar con tu mente exigua. Si tienes
que interpretar, entonces hazlo a la manera de los hechiceros, que es
elaborar sus categorías, luego se deshacen de ellas.
—Dime Clara, ¿qué es exactamente un hechicero? —había pregun-
tado yo.
—Un hechicero es alguien que a través de la disciplina y el ahorro
de la energía es capaz de percibir más que el mundo cotidiano, —res-
pondió ella.
Gradualmente, se convirtió en una cuestión para mí que los he-
chiceros tuvieran su propio modo de percibir e interpretar. El intento
establecido por una larga línea de hechiceros, cada uno añadiéndole
su propio poder, su propio entendimiento, sus explicaciones perso-
nales, condujeron a una realidad paralela tan real y predecible como
en la que nacimos. Uno tenía que usar hechicería para comprender la
percepción, luego aplicar sus técnicas para romper las barreras que nos
mantienen prisioneros.
—Pero, ¿estamos condenados para siempre a explicar y a interpre-
tar el mundo? —pregunté.
Clara sacudió la cabeza. —No. Finalmente uno llega al punto donde
no se necesita ninguna explicación o ninguna explicación podría darse.
Allí uno deja de pensar y silenciosamente se sumerge en el misterio que
nos rodea.

Taisha Abelar. Textos inéditos 69


Estación Vicam 7

N
o había dormido bien. Los sueños que tuve fueron tan vívidos
que en realidad podrían haber sucedido. Desperté sintiéndo-
me exhausta porque había estado caminando por terreno
montañoso toda la noche. Durante el desayuno, le pedí a
Carlos que me dijera a dónde íbamos y qué me esperaba al llegar ahí.
—Todo lo que puedo decir que es que voy a llevarte a conocer a
algunas personas, —dijo él sin mostrar emoción—. Y no hay forma
de saber qué esperar cuando lleguemos a la fiesta porque el poder es
impredecible.
—¿La fiesta? ¿Qué tipo de fiesta?—
—Una reunión, una fiesta, —dijo Carlos mientras hacía señales a la
camarera para pedir la cuenta.
—En ese caso, será mejor que me cambie con algo más presenta-
ble, —le dije.
Mientras Carlos pagaba la cuenta, me apresuré a cambiarme a mi
habitación. La única ropa elegante en mi bolso de viaje era una falda
de lino beige y una blusa sin mangas que había comprado con el dinero
que Nélida me había dejado. Había puesto las prendas en la bolsa en el
último momento sin saber si me las pondría. Ahora me los puse rápida-
mente y salí corriendo por la puerta. Carlos estaba de pie junto al auto
revisando el anticongelante bajo el capó.
—¿Dónde es exactamente la fiesta? —Le pregunté tratando de con-
tener mi emoción.
—En el pueblo yaqui de Bacum, —dijo cerrando el capó con gol-
pe—. Como te dije, quiero que conozcas a algunas personas con las
que he estado asociado. Están teniendo una pequeña reunión en tu
honor.
—¿Mi honor? Pero nunca los conocí, ¿verdad?
—No, no lo has hecho. Pero están ansiosos por conocerte.
—¿Por qué? ¿Les hablaste de mí? ¿Cuándo los viste?
No habíamos dejado de estar en compañía uno del otro desde que
habíamos cruzado el frontera. A menos que Carlos se hubiera escapa-
do de su habitación durante la noche, no había forma de que pudiera
haber conocido a nadie. Quizás alguien le llamó por teléfono o le envió
un mensaje. Una extraña agitación me poseyó. Las únicas personas
que había conocido en México fueron Clara, Nélida y el Sr. Abelar, y

Taisha Abelar. Textos inéditos 71


por supuesto, Emilito, de quienes estaba yo segura que no eran de los
que asistían a reuniones.
—No puedo esperar para conocerlos, —dije con entusiasmo—.
¿Me veo bien?.
Carlos me escaneó de arriba a abajo. —¿No tienes unos zapatos
apropiados para caminar?
—No puedo usar botas de montaña con este atuendo, —dije—.
Sería arruinar mi aspecto.
Me di cuenta de que iba a hacer todo lo posible para impresionar a
las personas que iba a conocer, hasta el punto de llevar incómodas san-
dalias de vestir. Pero quería lucir elegante, no como si hubiera estado
de excursión por el desierto vestida a mi antojo. Además, Carlos había
estipulado que la fiesta era en la casa de alguien y que íbamos a condu-
cir hasta allí. No vi que fuéramos a caminar demasiado en la agenda.
—Muy bien, entonces vamos, —dijo Carlos.
Me metí en el auto esforzándome por no arrugar mi falda.
Salimos de Guaymas y luego nos dirigimos hacia el sureste hacia
los pueblos Yaquis. Era obvio que Carlos había conducido por carrete-
ras mexicanas muchas veces, porque el auto se ajustaba a la carretera
mientras sorteaba las curvas de manera experta. Sin embargo, cada vez
que el camino desaparecía por una curva, contenia la respiración con
la esperanza de que no nos sorprendiera una inminente camioneta o
autobús que invadiera nuestro carril. Colocado a lo largo del camino,
como un recordatorio constante de una desgracia, había cruces de ma-
dera o santuarios con flores marchitas que marcan el lugar donde un
auto se había salido carretera, había habido un accidente, o una per-
sona había sido atropellada accidentalmente. Para mi aflicción, estos
mórbidos monumentos eran inquietantemente numerosos.
Llegamos a un pequeño pueblo formado por un grupo de casas de
adobe con puertas que se abrían a cuartos oscuros que parecían cue-
vas. En un patio abierto, delineado con cercas de caña, vi un pollo gor-
do blanco molestado por dos gallinas rojizas más pequeñas. Cerca de
una casa había un coche cubierto de óxido sin ruedas, los restos de un
accidente y tras haber sido abandonado ahí, nunca más lo movieron.
—¿Es este uno de los pueblos yaquis? —pregunté.
—No, este es Empalme. Los pueblos yaquis están más delante. Ba-
cum, hacia donde nos dirigimos, es uno de los ocho pueblos que los
yaquis consideran que se ubica en suelo sagrado. Las crónicas de Ra-
hum los registran como habiendo sido establecidos antes de la llegada
de los españoles.
—¿Qué son las crónicas de Rahum?
—Es una lista de Fechas Memorables en la historia Yaqui. Según la
crónica, hubo cuatro grandes hombres que llamaron al pueblo, reunie-
ron a las personas y las condujeron por los límites del país Yaqui. Ellos
fueron a Cabora en el arroyo Cocoraqui, de allí a Takalaim, el pico al
norte de Guaymas. A medida que avanzaban por el límite, predicaban y
cantaban con la gente, estableciendo así la línea fronteriza del territorio
yaqui. Después de eso, fundaron los Ocho Pueblos. La solemne creen-
cia sobre el origen de su territorio tribal es el canto para establecer los
límites y las ciudades en algún momento del pasado remoto.
—¿Cuáles son las otras siete ciudades?, —Pregunté.
—Cocorit, Vicam, Torim, Potam, Kahum, Huirivis y Belem —dijo
Carlos—. Estaban situadas a lo largo de las sesenta millas más bajas del

72 Taisha Abelar. Textos inéditos


río Yaqui. Pero durante el siglo XIX, el canal principal del río Yaqui de-
bajo de Potam cambió bruscamente y Belem se quedó completamente
sin agua; el suministro de agua a Huirivis y Kahum fue severamente
restringido.
—¿Qué le pasó a la gente en estos lugares?
—Tuvieron que mudarse a otro lugar. A muchos les dio tierras
la gente de Potam, otros se mudaron a Empalme o buscaron nuevos
asentamientos. Pero con la invasión constante de los mexicanos en
sus tierras, la mayoría de los yaquis habían dejado las tierras originales,
como Bacum, y establecieron nuevos pueblos en otros lugares a menu-
do con el mismo nombre. La misma cosa sucedió en Vicam. Un nuevo
centro del pueblo, llamado Estación Vicam fue establecido en la zona
del ferrocarril en Vicam. Sin embargo, la mayoría de las personas que
ahora viven allí son mexicanos.
Pasamos otro asentamiento, más bajo. Más conjuntos de casas de
adobe con techos bajos, rodeadas con cercas de caña sostenidas en
su lugar con palos retorcidos. Una mujer gorda con un chal sobre la
cabeza, estaba parada en una puerta, viendo los autos pasar por la
autopista. Al lado de la casa había un par de burros grises polvorientos
atados en un pequeño corral con una ramada inclinada. Un anciano,
que apenas podía arreglárselas subiendo la colina iba empujando una
carreta de cuatro ruedas llena de estiércol. En cualquier parte estaba de
pie un grupo de hombres cerca del lado de la carretera como si espe-
raran que viniera un autobús o camión a recogerlos y llevarlos a Guay-
mas. Nos saludaron cuando pasamos. Un perro sarnoso ladró y corrió
detrás del auto mientras bajábamos la velocidad para tomar una curva,
luego aceleramos y dejamos al perro mordiendo una nube de polvo.
Alrededor del mediodía, Carlos salió de la carretera principal hacia
un bien apisonado camino de tierra. Condujimos a través del calor y el
polvo por un pequeño conjunto de casas de adobe colocadas de mane-
ra casual sin cuadras regulares, o calles planeadas. Algunas de las casas
tenían techos de lamina corrugada con paredes de adobe. Estaban ali-
neados unas contra otras en un grupo de cuatro o cinco habitaciones
agregadas que permitirían a una familia grande vivir juntos. A veces
una cerca de caña los separaba por completo de sus vecinos.
—¿Es aquí donde viven los indios yaquis?, —pregunté subiendo mi
ventanilla para que el polvo no entrara en el auto.
Carlos señaló en la dirección opuesta. —No. Los indios yaquis viven
al otro lado de la carretera, detrás de las cercas de caña que vimos mas
temprano mientras conducíamos. Los mexicanos, o yoris como los ya-
qui los llaman a ellos, viven en estas casas.
Carlos dijo que las casas mexicanas en Estación Vicam estaban me-
jor construidas que las del otro lado de la carretera principal. Estas
tenían pisos de cemento, algunas tenían electricidad, y las familias po-
seían televisiones, radios, bicicletas y, a veces, incluso un automóvil o
camión.
—¿Qué pasa con los indios yaquis? ¿Cómo viven? —pregunté.
—Sus casas tienen pisos de tierra, no hay electricidad y tienen que
traer agua de los pozos o ir a zanjas de irrigación con latas de gasolina
de cinco galones, —contestó Carlos.
—Incluso aquí parece que es importante nacer en el lado apropiado
de la autopista, —dije—. El mundo entero está dividido en los que
tienen y los que no.

Taisha Abelar. Textos inéditos 73


Carlos dijo que las demarcaciones y comparaciones eran universa-
les; que siempre había gente que tenía y los que no, sin importar qué
tan pobres eran.
—Las dicotomías son parte de la condición humana, —explicó—.
Están en el lenguaje, que se basa en el contraste y la oposición. Como
el día y la noche, hombre y mujer.
—Perritos calientes y hamburguesas, —agregué.
Me dio una mirada burlona. Le dije a Carlos que cuando era niña en
los días calurosos de verano, mis hermanos y yo solíamos correr entre
los aspersores desnudos. Se burlaban de mí diciendo que no tenía una
protuberancia tipo hot dog como ellos. Dijeron que el mío parecía una
hamburguesa. Cuando insistí en que las hamburguesas eran mejores
que los hot dogs, inmediatamente demostraron lo contrario al orinar en
arcos perfectos. Cuando intenté hacer lo mismo inútilmente, se rieron
porque solo podía orinar hacia abajo.
—Me habían convencido de que nací sin algo esencial —le dije a
Carlos—, de que yo era deficiente, y ese sentimiento me persiguió
por el resto de mi vida. Me sentía engañada por no haber nacido
hombre.
—Los hot dogs no son mejores que las hamburguesas, —dijo Carlos
riendo—. Tú has sido engañada por la autoridad y la certidumbre que
los varones tienen de ser superiores por el hecho de haber sido desea-
dos por los padres, mientras que las mujeres generalmente no lo son.
Los machos parten de una posición más privilegiada, pero nosotros no
somos intrínsecamente superiores.
Recordé a Clara asegurándome lo mismo. —El útero es el dador de
vida—, había dicho ella—. Puede crear, ser una fuente de fuerza, mover
cosas y hacer que las cosas sucedan. Eres una tonta por aceptar ciega-
mente una posición de inferioridad sin cuestionarla. Por qué no aceptar
una posición de fuerza y ​​confianza en vez de eso. El útero puede darte
todo eso y más. Es el órgano de la vida misma.
Un grupo de niños corrió alegremente detrás del carro arrojándole
pequeños guijarros. Carlos estacionó frente a una casa con una cortina
azul cubriendo la entrada. Instantaneamente, los niños pequeños se
apiñaron alrededor del auto golpeando y pateando las llantas. Otros
mantuvieron la distancia y observaban con los ojos muy abiertos mien-
tras salíamos del auto.
—¿Es este el lugar de la fiesta? —Pregunté evitando los ojos de los
niños—.
Carlos sacudió la cabeza. —No. Pero tengo que presentar mis res-
petos a algunos amigos, primero. Ellos siempre han sido muy amables
conmigo.
Una mujer vestida con una blusa bordada blanca, una falda azul
desteñida larga y un delantal marrón salió a saludarnos. Su piel era
morena y suave, y sus ojos eran brillantes, negros y amigables. Carlos
la presentó como doña Mercedes, quien sonrió cálidamente mientras
tomaba mi mano en un firme apretón de manos. Ella corrió la cortina
a un lado y nos invitó al interior de su casa. La habitación estaba semi
oscura, las paredes eran de estuco y el piso de cemento había sido ba-
rrido recientemente con agua. Me sorprendió lo fresco que estaba. Una
cortina rojiza, pegada a la ventana, confería a la habitación un brillo
suave. La cortina se deslizaba con la brisa y dejaba pasar la luz mientras
se inflaba alejándose de la ventana.

74 Taisha Abelar. Textos inéditos


A través de una puerta abierta, pude ver un catre de hierro alineado
como en las barracas del ejército. Una cómoda con un altar en la parte
superior estaba al lado de la cama. Vi un crucifijo decorado con un ro-
sario y una foto de Nuestra Señora de Guadalupe. Apoyado contra ella
había una fotografía de un hombre joven. El santuario estaba cubierto
de flores y dos cirios blancos encendidos. Lo único que se me ocurrió
fue que alguien había muerto recientemente. Porque parecía un altar
en memoria de un difunto miembro de la familia.
Nos sentamos en un sofá guinda que había perdido la mayor parte
de su relleno. Sentí hundirme más profundo hasta tocar un tablero
duro. Los resortes se estaban clavando en mi trasero incómodamente,
pero pensé que sería de mala educación ponerme de pie y sentarme
en otro lado. Dos niñas de entre ocho y diez años, de vez en cuando
asomaban la cabeza a la habitación por detrás de la cortina azul, y
soltaban exuberantes risitas nerviosas. Carlos mantuvo su conversación
con Doña Mercedes lo suficiente como para jugar al escondite con las
niñas. Entonces la anfitriona le dijo algo a Carlos en español rápido que
no pude entender.
—Doña Mercedes dice que Benny estará de regreso en cualquier
momento, —dijo Carlos—. Fue a la tienda a comprar refrescos.
—¿Sabía que veníamos? —pregunté.
—Alguien había visto el auto en el camino —contestó el—, así que
sabía que nos detendríamos en su casa como siempre lo hago.
Estaba ansiosa por conocer a Benny, el hijo menor de doña Merce-
des. Carlos había dicho que tenía veintitantos años y que a veces cuando
hacía trabajo de campo en Vicam, se quedaba en la trastienda que ocu-
paba Benny cuando no estaba fuera construyendo zanjas para las enor-
mes granjas cooperativas propiedad del gobierno mexicano. Su hermano
mayor Raúl, había muerto recientemente en un deslizamiento de tierra
mientras dinamitaba para construir un túnel a través de un cerro.
—¿Es él el Benny que quiere la ducha? —le susurré a Carlos.
Carlos asintió con la cabeza. En nuestro viaje desde Guaymas, me
contó una historia sobre un amigo suyo cuyo sueño era vivir en los Es-
tados Unidos. Él dijo que cada vez que visitaba su casa, Benny le rogaba
a Carlos que lo escondiera en la cajuela de su automóvil y pasarlo de
contrabando a través de la frontera. Carlos siempre se había negado,
pero esto no impedía que continuara su amistad.
Benny sentía que el destino le había dado un duro golpe por permi-
tirle nacer en el lado equivocado del Rio Bravo. Especialmente cuando
su madre, que mientras estaba embarazada de él, había estado visi-
tando a unos parientes en Tucson, podría haber tenido a su hijo allí,
lo que lo hubiera convertido en un ciudadano de los Estados Unidos.
Constantemente hablaba de ir al norte, jactándose de que había llegado
a Arizona dos veces, pero había sido atrapado y deportado. Benny sa-
bía qué tipo de autos conducían los estadounidenses; Las casas grandes
en las que vivían, e incluso había estado en las grandes y bien surtidas
tiendas departamentales en Phoenix.
Un día, volviendo a casa de trabajar en el campo, Benny estaba la-
vándose en la parte trasera de su casa sobre un abrevadero. El otra vez
le pidió a Carlos que lo escondiera en el maletero de su carro cuando él
se fuera para Estados Unidos al día siguiente.
—Daría un ojo de la cara por tener una ducha decente, —le había
dicho Benny.

Taisha Abelar. Textos inéditos 75


Carlos le aseguró a su amigo que, aunque no podía llevarlo a Esta-
dos Unidos, su segundo sueño sería realizado: tendría la ducha de sus
sueños.
Benny pareció sorprendido—. Eso es imposible, —dijo.
—Realmente no, — había insistido Carlos. —Cuando era niño, ayu-
dé a mi abuelo a construir una ducha en su granja. Voy a construir una
como aquella solo para ti.
Carlos había descrito cómo podía conectar una tubería de agua al
tanque de almacenamiento en la parte posterior de la casa. Con una
serie de poleas y con la ayuda de la gravedad, el agua correría hacia
un tanque más pequeño fuera del área de cocinar. Una cadena conec-
tada a un tapón cuando se suelta, permitiría que el agua corriera por
una regadera con suficiente presión de agua para empapar a quien se
encontrara debajo. Incluso construiría un cerca de mimbre para la pri-
vacidad y permitir que el agua se recogiese en una batea debajo para
su reciclaje.
— Estás loco, —dijo Benny después de escuchar los planes de Car-
los—. ¿Qué tipo de ducha es esa? Bien podría bañarme en la zanja de
irrigación.
Carlos admitió que estaba atónito.
—Quiero una ducha con paredes de azulejos, una puerta de cristal
con cisnes grabados en ella como la vi en la revista Home and Garden;
y con plomería real con agua fría y caliente todo el año.
Carlos confesó que no se le había ocurrido que eso era lo que su
amigo tenía en mente. Tenía que admitir que Benny tenía razón; tal
ducha era imposible de construir donde vivía.
—¿Siguieron siendo amigos después de eso? —había preguntado
yo.
—Sí, pero los regalos que siempre traje conmigo: la ropa para sus
dos hermanas, las radios y la televisión portátil siempre parecían inade-
cuados.
La cortina de doña Mercedes se abrió y entró un hombre joven alto y
delgado con una sonrisa de ganador, vistiendo levis americanos, una cha-
queta negra de piel y una gorra de beisbol. Abrazó a Carlos golpeando
repetidamente a ambas palmas en la espalda. Echó un vistazo hacia mi
que estaba sentada en el sillón y luego sonrió tímidamente cuando nos
presentaron. Después de intercambiar algunas frases en inglés, pareció
haber agotado su repertorio y la conversación volvió al español.
A través de una abertura en la cortina, vi a las niñas jugando afuera.
En cierto momento, Doña Mercedes me llevó al área del porche trasero
cubierto por una ramada. Era también un área de cocina donde había
comida cocinándose en enormes ollas de aluminio sobre un agujero
con piedras alineadas. A un lado, pude ver un tanque para almacenar
agua. Escudriñé toda el área con mi ojo de contratista, preguntándome
si sería posible construir un baño. Había espacio adecuado, pero, por
supuesto, sin fontanería.
Pensé en el hermoso baño de la casa de Clara, con agua corriendo
misteriosamente bajo el piso. El agua había sido entubada de un ma-
nantial subterráneo natural. Pero no había agua corriente alrededor de
la casa de Benny, excepto el agua del pozo, cuyo uso era restringido y
tenía que ser llevada a la casa en un balde. Me di cuenta de que cons-
truir un baño en la casa de Benny era una tarea imposible. La comuni-
dad en cuestión tendría que ser renovada.

76 Taisha Abelar. Textos inéditos


Después de una conversación amable, nos levantamos y nos des-
pedimos. Vino Benny con nosotros para acompañarnos parte del ca-
mino. Dijo que lo necesitábamos para darnos las indicaciones, ya que
las carreteras no estaban marcadas y podríamos perdernos fácilmente
si dejábamos la carretera. Además, él también quería visitar Bacum
donde vivía su tío favorito. Mientras conducíamos, Carlos hablaba con
Benny en el asiento delantero. Yo podría decir que Carlos se estaba po-
niendo nervioso. Sus manos sostenían el volante ajustadamente como
si estuviera apretando sus puños. Al principio pensé que era porque
Benny había enganchado un aventón, pero luego concluí que era nues-
tro destino lo que lo puso nervioso.
Yo también estaba incómoda. Después de una minuciosa recapitu-
lación, llegué a la conclusión de que nunca fui afecta a las reuniones
sociales porque era demasiado rígida, demasiado temerosa de hacer el
ridículo. Más tarde, tuve una buena razón para no enredarme con la
gente y sus asuntos. Tanto Clara como Emilito me habían advertido no
caer presa de los comandos hipnóticos que rigen la interacción social.
—Lo único que a un hombre le interesa, —había dicho Clara con su
acostumbrada franqueza—, es manipular a una mujer hacia una posi-
ción en la que pueda dejar sus gusanos luminosos dentro de su cuerpo.
—¿De qué estás hablando? —Exigí.
Clara explicó que durante el acto sexual, un hombre deja su energía
dentro del cuerpo de una mujer. Estos gusanos luminosos, como los
había llamado, al alimentarse de la energía de la mujer, la obligan a
sostener a su hombre energéticamente en contra de su voluntad o su
conocimiento. Los hechiceros no desperdician su energía sexual, sino
que la almacenan para ser usada en soñar o acechar.
—Ambas actividades requieren enormes cantidades de energía, —
dijo Clara—. Nuestra energía básica es nuestra energía sexual. Así que
no debemos disiparla en un intercambio momentáneo con alguien que
no nos importa.
Ella dijo que las mujeres son hipnotizadas por los hombres a un nivel
energético. Solo recapitulando su vida, puede una mujer librarse de la
carga de tener que poner continuamente su energía a disposición los
hombres.
El automóvil repentinamente se desvió hacia un camino seco y casi
chocó con un cactus saguaro gigante que había caído al lado del ca-
mino. Desde ese momento el viaje estuvo lleno de baches. Subí la ven-
tanilla para que el polvo no entrara al automóvil y examiné el terreno
a través del vidrio manchado de insectos. Esperaba ver una mansión
colonial como la de Clara oculta entre los densos arbustos y arboledas
de mezquite. Pero todo lo que vi fue un grupo de casas hechas de la-
drillos de barro secados al sol, unidos con paja comprimida, la típica
construcción de la zona.
Carlos estacionó el auto sobre un arcén de grava.
—¿Ya llegamos? —pregunté débilmente—. No veo ningún lugar lo
suficientemente grande para una fiesta.
—Tenemos que dejar a Benny aquí, —dijo—. Aquí es donde vive
su tío.
Nos despedimos y prometimos volver a vernos al día siguiente para
mirar para las máscaras de Pascola que Carlos quería donar al museo
de Etnografía de la Universidad. Luego, Benny le dio al guardafangos
del auto una palmada firme, como para ponerlo su sitio, y seguimos

Taisha Abelar. Textos inéditos 77


en el camino por unas cuantas millas más. Nos detuvimos nuevamente
frente a una pared de arbustos densos.
—Tenemos que caminar un poco, —dijo Carlos saliendo del auto.
Mi corazón se encogió con la idea de caminar por la maleza con mis
sandalias de vestir. Pero caminamos. O más bien caminó Carlos. Yo co-
jeaba detrás de él, como una mula coja. Mi falda de lino estaba cubierta
de polvo y mis brazos desnudos rasguñados por la maleza.
—Tengo que quitarme las medias de nylon, —dije después de casi
veinte minutos de caminar. —Tienen demasiados hilos corridos. No
puedo aparecer con polainas de lunares.
Carlos estuvo de acuerdo. Me paré detrás de un árbol de tule y dis-
cretamente me quité las pantimedias y aproveché la oportunidad para
orinar por puro nerviosismo. Metí las medias de nylon en mi bolso y
alcancé a Carlos que estaba mirando un pequeño cactus camino abajo.
No tenía idea de a dónde íbamos. Todo lo que podía hacer era se-
guir Carlos, fresco y cómodo en su camisa de manga larga y sus levis.
Envidié la agilidad con la que caminaba sobre el terreno desigual con
sus botas de montaña. De vez en cuando, hacia a un lado una rama o
un arbusto espinoso cuando pasábamos.
—¿No podemos volver al auto para cambiarme los zapatos? —pre-
gunté sabiendo que no podríamos. Realmente quería ir más allá de
todo eso. Quería conducir a un motel, registrarme y sentarme a la
sombra de un paraguas junto a la piscina, tomando un refresco frio.
—No. No podemos regresar, —dijo con firmeza—. Nos esperan y
ya estamos retrasados.
Empecé a hacer pucheros.
—Ya casi llegamos, —dijo tranquilizador.
El olor a humo me hizo acelerar mi ritmo porque sabía que había
viviendas cercanas.
Mi estómago estaba gruñendo; había desarrollado un apetito feroz.
Me preguntaba si sería capaz de comer la comida o tendría que confor-
marme con un aperitivo por amabilidad, cuando escuché a Carlos de-
cir: —Veo que ya han empezado los festejos. Date prisa, nos esperan.

78 Taisha Abelar. Textos inéditos


La Fiesta 8

L
as casas estaban señaladas por un camino de rocas redondas
del río. Un fuego de cocina ardía cerca. Podía oler el aroma
familiar del humo de madera de mezquite, común en esa área.
Seguimos el estrecho carril hasta la parte trasera de una casa
que tenía una sola ventana sin vidrio ni mosquitera. Un ramada cubría
una cocina abierta donde los utensilios de cocina y cestas colgaban de
clavos colgados en los dos postes exteriores. Había maíz atado en ma-
nojos sobre el toldo para que se secase al sol.
Debajo de la ramada, dos mujeres preparaban comida en una pa-
rrilla abierta. Una estaba sentada en un banco de tablones frente a un
metate. Estaba aplastando tortillas en sus palmas y luego colocándolas
en la sartén para cocinarlas sobre el fuego. La otra mujer se encargaba
de girarlas y retirarlas cuando estaban hechas. Los familiares o invita-
dos se sentaban en cajas naranjas volteadas de lado, o se paraban en
pequeños grupos bebiendo refrescos. Gallinas y un par de perros mal-
encarados huyeron del recinto. Una niña de seis o siete años, vestida
con un mono de levis y una camiseta sucia, comía maíz de la mazorca
cerca del umbral.
Me quedé allí, rodeada de extrañas imágenes y sonidos, y un mon-
tón de personas sonrientes. Todo lo que podía pensar era que me do-
lían los pies, porque una pequeña piedra se había enganchado entre las
correas de mis sandalias.
Lamenté no haberme puesto los zapatos adecuados para caminar.
Había querido lucir elegante, pero todo parecía haber conspirado con-
tra mí. Mi cabello se había soltado, mi falda estaba arrugada, mi blusa
estaba rota y estaba sudando profusamente.
Todos abrazaron a Carlos como si fuera un viejo amigo. Cuando me
los presentaron, me miraron y cortésmente me estrecharon la mano.
Parecían felices de conocerme. Elogiaron mi ropa y examinaron el
color y la textura de mi cabello como si fuera un mono en un zoológico.
Una mujer parecía preocupada por los rasguños en mis brazos. La niña
era tímida y me evitaba por completo. Llegó un perro y orinó a mis
pies, y una de las damas tuvo que echarlo pidiendome disculpas.
Una mujer menuda con una larga trenza negra en la espalda y dien-
tes blancos y puntiagudos me pidió que me sentara en una caja naranja
y hospitalariamente me entregó un refresco. Se lo agradecí y después

Taisha Abelar. Textos inéditos 79


de limpiar subrepticiamente la parte superior de la botella abierta, tomé
un sorbo. La conversación comenzó y miré mientras todos hablaban
en español rápido. Cada vez que alguien se dirigía a mí directamente,
sonreía y me encogía de hombros, incapaz de usar las frases que había
aprendido en mis clases de conversación. Me di cuenta de que esas
clases no me habían preparado para una interacción social real donde
todos hablaban a la vez de manera animada.
Pasé el tiempo mirando a un grupo de pollitos recién nacidos pi-
coteando el piso de tierra. Era extraño ver pollos y perros corriendo
alrededor de lo que debió ser la vivienda de la familia. Me preguntaba
si yo tenía la constitución o la resistencia para vivir en tales condiciones
durante un período prolongado de tiempo.
Carlos se echaba a reír y estaba totalmente a gusto y encantador
cuando contaba historias. De vez en cuando, inclinaba la cabeza hacia
mí, indicando que yo era el tema de conversación. Todos me miraban
y sonreían, y yo les devolví la sonrisa, asintiendo, preguntándome qué
estarían diciendo. Un joven le hizo una pregunta: la risa se detuvo y la
mirada de todos cayó sobre mí. Sentí como si estuvieran esperando que
dijera algo, pero no tenía la menor idea de lo que podría ser, así que
solo asentí y todos rieron más fuerte.
—Se preguntan cómo nos conocimos, —explicó Carlos—. Les dije
que eres estudiante de Antropología y que yo soy tu profesor.
La gente sonrió y río tontamente.
—¿Te ha enseñado lo que sabe hacer mejor? —susurró una mujer
detrás de mí.
Me sorprendió oír hablar inglés, y me di la vuelta. Era la mujer del
restaurante de Santa Ana. La señora que había estado reemplazando
a su hermana. No la había reconocido antes; ahora su cabello estaba
trenzado y llevaba un vestido blanco bordado. La miré atónita tratando
de entender el significado de su pregunta y lo que estaba haciendo en
la fiesta. Había asumido, incorrectamente, que nadie en la reunión ha-
blaba inglés. Mientras la miraba, me di cuenta de que sus ojos brillantes
eran de color ámbar, no negros, que tenía la piel color oliva y que era
realmente muy hermosa. Por primera vez la vi como una persona, no
solo como una mexicana o india genérica
Su mirada cruel me hizo darme cuenta de que nunca miraba a las
personas directamente, sino solo a sus contornos, sus formas genera-
les, y que solo daba la impresión de que los estaba mirando. No era que
no pudiera ver bien o que necesitara anteojos. Por el contrario, me en-
orgullecía de mi visión 20-20. Era más un caso de tener miedo o estar
demasiado absorta para mirar a alguien a los ojos porque no quería que
nadie me mirara. Me di cuenta de que, a pesar de mi creencia de que
quería ser notada, también deseaba permanecer oculta.
Quería preguntarle a la mujer qué quería decir con su comentario,
pero ya se había alejado. Regresé mi atención al grupo principal. La
conversación parecía interminable. La caja de madera debajo de mí
me adormecía el coxis. Después de un tiempo ya no estaba prestando
atención, ni me molestaba en fingir que estaba escuchando. Me sentía
como un extraño, como si me hubieran arrojado a un río furioso en
el que no tenía sentido intentar nadar. No más sonrisas falsas y risas
nerviosas fingiendo que lo estaba pasando bien. Sentía que estaba ha-
ciendo pucheros, y a punto de levantarme e ir a caminar, aunque sabía
que habría sido grosero hacerlo. Lo que es peor, la autocompasión y

80 Taisha Abelar. Textos inéditos


el descontento estaban creando en un diálogo interno que era todo
menos amigable.
Estaba molesta con Carlos por llevarme a un lugar donde nadie me
prestaba atención. Carlos había insinuado que sería el invitado de ho-
nor, pero después de que la curiosidad inicial desapareció, fui ignorada.
Además, esperaba una fiesta animada en una casa con mucha música
y cosas buenas para comer. Sofás blandos, tal vez incluso un grupo de
mariachis contratados que tocarán viejos favoritos mexicanos con tal
vez un tango en un toque continental. Y en el fondo, esperaba ver a
Clara, Nélida y el señor Abelar. Cuando comencé a concentrarme en
mi profunda decepción, me volví cada vez más malhumorada.
Después de un rato, noté algunos puntos negros volando en el aire
a mi alrededor. Al principio, pensé que el calor y mi fatiga habían he-
cho que mis ojos me engañaran. Mientras miraba más de cerca, vi que
las manchas parecían saltar del suelo a unos tres pies en el aire. Ador-
mecida de estupor por los sonidos extraños, me entretuve siguiendo
los movimientos de las motas negras. Parecían estar en todas partes
disparando al azar. Tan pronto como uno aterrizó, otro rebotó. Era
extraño que nadie más en el espacio los notara.
Me sentí aliviada cuando una mujer india robusta con un vestido
azul, que parecía ser la anfitriona, se levantó y sugirió que todos nos
mudáramos a una mesa debajo de unos árboles donde se servían car-
nitas y frijoles. La señora apiló un poco de cerdo asado en un plato
junto con un cucharón de frijoles y arroz y me lo entregó con un tene-
dor doblado. Mientras comía, sentí que me picaban las piernas. Pensé
que debía haber mosquitos volando debajo de la mesa, así que traté de
alejarlos con una mano.
Una de las mujeres notó mis movimientos e hizo algún comentario
sobre mantener las manos sobre la mesa en círculos corteses. Todos
se rieron excepto yo. No me atreví a examinar mis piernas delante de
todos, pero cuando casualmente puse una mano sobre mi pantorrilla,
sentí que mis piernas estaban llenas de mordiscos. Comencé a rascar-
me, hasta que la anfitriona me vio y me miró las piernas. Entonces
vi que estaban completamente cubiertas de picaduras. Me di cuenta
de que las motas negras que me habían entretenido antes durante la
conversación, habían sido pulgas gigantes, dándose un banquete con
mis piernas desnudas. Nunca antes había visto pulgas tan grandes, tan
numerosas y tan viscosas.
Una mujer llamativa con el pelo negro azabache recogido en un
moño, se levantó, me agarró de la mano y me llevó a una casa adya-
cente. Carlos me siguió y me aseguró que no me preocupara porque,
si algo me había picado, estaba en el lugar correcto. La mujer en cuya
casa estaba era una poderosa hechicera. Ella me dio un apretón en
la mano como para reafirmar lo que Carlos había dicho. Tenía los
pómulos altos, una boca ancha y fuerte, y una piel suave, de color
café, demacrada sobre su cara, que le daba una apariencia misteriosa.
También parecía un poco atontada, como si acabara de despertarse de
un largo sueño.
—Su nombre es Zuleica, —dijo Carlos.
Con un movimiento imperceptible de su barbilla, doña Zuleica, le
indicó a Carlos que se sentara en un banco cerca de la puerta para
hacer guardia, y me llevó a sentarme en una silla y apoyar las piernas
en un taburete. Examinó mis piernas, sacudió la cabeza y chasqueó la

Taisha Abelar. Textos inéditos 81


lengua como si no le gustara lo que vio. Luego le dijo algo a Carlos en
español rápido.
—Zuleica dice que las picaduras de pulgas son un mal presagio, —
dijo Carlos.
—¿Qué quieres decir con un mal presagio?, —pregunté.
—Significa que tu vida será difícil, llena de muchos obstáculos en
el camino, —dijo Carlos—. A menos que dejes de preocuparte por ti
misma, los problemas se darán un festín contigo de la forma en que las
pulgas han atacado tus piernas.
Me encogi. Era todo lo que necesitaba que fuera. Más obstáculos,
como si no hubiera suficientes obstáculos para superar. Doña Zuleica
me miró con simpatía y dijo algo acerca de quedarse con ella para
poder curarme.
—Ella quiere que te diga que hay una manera de evitar problemas,
—continuó Carlos—. Pero para eso tendrás que cambiar. Ella te dice
que tendrás que renacer.
No entendí de qué manera podría cambiar. Había hecho una re-
capitulación completa de mi vida, comenzando desde el presente y
retrocediendo hasta mis primeros recuerdos. Luego había hecho otra,
avanzando desde mis recuerdos hasta el presente. Y qué era tan malo
con la forma en que vivía, me pregunté. Estaba yendo a la universidad,
preparando un romance con conocimiento como Emilito me había re-
comendado. Sentía que estaba haciendo todo lo que necesitaba hacer.
Y sin embargo, el sombrío pronóstico de Zuleica me asustó.
Doña Zuleica me miró directamente a los ojos y dijo algo más. Me
volví hacia Carlos desconcertada.
—Ella quiere ayudarte, —dijo—. Ella dice que, a menos que dejes
de mimarte, el poder que tienes almacenado se volverá contra ti y serás
peor que antes.
—¿Que puedo hacer? —pregunté—. Dime los pasos para que pue-
da seguirlos.
—Ella dice que no hay pasos, —dijo Carlos—. Solo hay un sen-
timiento general que surge cuando uno ha decidido de todo corazón
seguir el camino del conocimiento impecablemente. Zuleica dice que
aún no tienes ese sentimiento.
Dejé escapar un suspiro de pura derrota. Ni siquiera tenía la energía
para discutir.
—Ella podría ayudarte a fortalecerte, pero tendrías que quedarte
con ella, —dijo Carlos—. Personalmente, —agregó—, te aconsejaría
en contra de eso.
—¿Por qué no debería? —Pregunté y, para ser terca, agregué: —
Suena como una buena idea.
No tenía intención de quedarme en un lugar lleno de pulgas con una
mujer que parecía estar atontada o borracha. Además de eso, por la
forma en que me miraba, me di cuenta de que había una vena de locura
en ella que no podía ocultar. Había visto esa mirada antes, en Emilito,
y muchas veces, en mí misma.
—Zuleica es una maestra ensoñadora, —dijo—. No estás acostum-
brada a su toque. Podría hacerte más daño que bien.
No tenía idea de qué estaba hablando, así que permanecí en silen-
cio.
Ojeé la habitación. Había un colchón en el suelo cubierto con bolsas
de arpillera. Cestas de hierbas y raíces secas se apilaban en una esqui-

82 Taisha Abelar. Textos inéditos


na. Frascos con polvos de diferentes colores estaban sobre una mesa.
El lugar tenía un sentido caótico, el olor del miedo. Probablemente
me comerían viva las pulgas, las ratas o las picaduras de insectos y
serpientes. Por lo menos, estaría totalmente fuera de mi elemento e
incomodada al máximo .
Sacudí mi cabeza.
—Tengo que volver a Los Ángeles, para ir a la universidad, —le dije
a Zuleica.
Doña Zuleica sonrió de la manera más espeluznante que me puso
los pelos de punta. Ella me dio unas palmaditas en la mano, su cara
llena de desdén. Luego me frotó las piernas hinchadas con una loción
que olía mal y que temporalmente alivió la picazón. Giró la espalda por
un momento y sacó de un estante un frasco de polvo marrón claro que
parecía chocolate molido. Ella agitó la mezcla y luego me la entregó
para beber.
Miré a Carlos en busca de una señal de si beberlo o no.
A su vez, miró a doña Zuleica en busca de una señal. Su asentimien-
to casi imperceptible le hizo decir: —Está bien que bebas. Doña Zuleica
dice que aliviará la picazón.
Tomé la taza de las manos extendidas de Zuleica, me preparé para
algo amargo y tomé unos sorbos. Sorprendentemente, no sabía mal
como uno podría haber esperado. Estaba segura de que había cacao en
polvo en ese frasco. Mientras tragaba el resto de la bebida, me atragan-
té un poco, porque el cerdo estaba muy salado y me había dado mucha
sed. Doña Zuleica me acarició la espalda, luego tomó la taza, sorpren-
dida de que yo hubiese bebido su contenido tan rápido. Entonces me di
cuenta de que esperaba que yo lo bebiera lentamente. Y antes de que
pudiera preguntar qué contenía, el impacto de su mezcla me golpeó
con toda su fuerza.
Casi me caigo de la silla. Lo siguiente que supe fue que estaba des-
plomado sobre el colchón en el suelo. Mi cuerpo estaba entumecido.
No podía moverme. Sentí que algo me lamía la cara. Era un perro
enorme. Traté de alejarlo con disgusto, pero mis extremidades eran
elásticas. Entonces el perro negro se alejó y lo miré a sus ojos amarillos.
Al instante lo reconocí: era Manfredo, el ser que Emilito encontró cuan-
do era un cachorro y que había criado en la casa de Clara. Mi corazón
dio un salto de alegría. Entonces un amor líquido fluyó entre nuestros
ojos y me estiré para abrazarlo. Esa oleada de puro afecto me dio el
poder de sentarme. Puse mis brazos alrededor del cuello de Mantredo,
pero mis brazos lo atravesaron. Manfredo no tenía sustancia y, de he-
cho, yo tampoco. Nos mezclamos en una exuberante bola de felicidad.
Estaba tan feliz de verlo, que rodamos por el piso haciendo un bulto
peludo, y ya no me importaba si había pulgas en el piso o si Manfredo
o yo estábamos cubiertos con ellas. Escuché chillidos infantiles, y no
pensé que provenía de Manfredo, así que debí haber sido yo quien es-
taba haciendo esos sonidos. Entonces alguien vino y nos separó abrup-
tamente. Miré hacia arriba y vi a Juan Miguel Abelar de pie allí. Su cara
era todo un resplandor, más redonda y más llena de lo que recuerdo,
pero era inequívocamente él, y tenía una expresión muy severa.
—No malgastes tu energía retozando,—dijo con tono ronco—. Zu-
leica no te dio una poción de amor.
—¿Qué me dio ella? —Quería preguntar, pero no podía expresar
las palabras.

Taisha Abelar. Textos inéditos 83


Entonces me di cuenta de que no tenía porqué hablar de la manera
normal. Podía pensar mi pregunta. Escuché una voz femenina muy
cerca de mí; era Nélida, y ella podía entender lo que estaba pensando.
—Zuleica hizo algo para impulsar tu energía hacia la segunda aten-
ción, —explicó Nélida—. Pero, como siempre, te llevó al borde y más
allá.
—¿Pero cómo llegó Manfredo hasta aquí? —Pregunté—. ¿Y el Sr.
Abelar y tú?
El rostro del Sr. Abelar se suavizó cuando dijo: —Vinimos para en-
contrarte en presencia del joven nagual, Carlos. Pero como todavía
estabas perdida en preocupaciones consigo misma, no podríamos en-
contrarnos contigo en tu estado ordinario. No le habrías dado a los
miembros de mi grupo ni la hora.
—Y yo, siendo responsable de ti, no podía permitir eso, —agregó
Nélida.— Sé que eres capaz de una maniobra más exquisita, Taisha.
—Oh, pero habría sido un honor conocerlos a todos, —protesté—.
He esperado tanto tiempo para este encuentro.
—Entonces, ¿por qué estuviste grosera y aburrida hasta la muerte,
cuando te presentaron a algunos de los miembros de nuestra fiesta?
—Preguntó Nélida.
—¿Cuándo fue esto? Nunca conocí a ninguno.
—Por supuesto que sí, —dijo Nélida.
—¿Dónde, cuándo?. Traté de organizar mis pensamientos pero no
hubo estructura lineal sobre la cual colgarlos.
—En la casa donde te picaron las pulgas, —respondió Nélida—.
Estabas aburrida y no podías esperar para salir de allí. Ni siquiera tenías
la cortesía de prestarles tu atención.
—Pero esas eran solo personas comunes, ¿no?, —dije—. No sabía
que formaban parte del grupo de hechiceros del nagual.
—Por supuesto que lo sabías, pero al ser una mujer tan superior,
no tenías el poder de ver eso y mucho menos actuar en consecuencia,
—dijo Nélida—. Cada vez que alguien quería acercarse a ti, les dabas la
espalda y los rechazabas.
—Pero no hablo español muy bien, —protesté.
—No es tu falta de español, sino tu importancia personal lo que te
entorpece, —insistió Nélida—. Consideraste a todos como indios po-
bres que no valían ni para limpiarte los pies
Quise protestar pero algo en mi sabia que ella estaba en lo cierto.
—El joven nagual tuvo que disculparse con todos de tu parte, —
continuó Nélida—, de lo contrario ellos te hubieran echado sin con-
templaciones. Eras afortunada de irte con solo unas pocas picaduras
de pulgas. Las pulgas fueron implacables contigo y ese fue el presagio.
Tienes que ser tratada sin piedad. Si Zuleica no te hubiera ayudado
con su energía, tú y yo no estaríamos hablando ahora. Habrías sido
expulsada a través de ese puente de en frente de la casa, y nunca hu-
bieras regresado. Zuleica incluso te pidió que te quedaras con ella para
enseñarte cómo acechar con el doble, lo que rechazaste por razones
insignificantes.
Miré alrededor. En la esquina estaba una dama alta, con el pelo re-
cogido en un moño. Era Zuleica, sonrió y asintió con los ojos brillantes,
ya que estaba de acuerdo con todo lo que Nélida había dicho.
Supe que había fallado en mi oportunidad. Mi sentido de importan-
cia personal todavía era abrumador. Si lo dejaba a sus propios medios,

84 Taisha Abelar. Textos inéditos


yo siempre volvía a caer en el pozo de la superioridad y la auto obse-
sión que yo estaba acostumbrada a habitar.
—¿No podría conocer a todos ahora? —Pregunté esperanzada.
—No, ya se han ido, —dijo Nélida.
—¿Han perdido la confianza en mí?
—Prácticamente. Sin embargo, los encontrarás uno por uno, de-
pendiendo de tu poder, —respondió Nélida—. El joven nagual, que es
tu guía, te llevará a conocerlos. El único que se quedó fue Manfredo:
aparentemente no le importa que seas una imbécil. Su afecto por ti es
incomparable.
Escuché un fuerte ladrido como si fuese un afirmación, y un sen-
timiento de amor brotó dentro de mí. —Del mismo modo, —dije y
estaba a punto de estallar llorando. De hecho, las lágrimas ya habían
comenzado a caer. Moví mi brazo para limpiarlas, cuando sentí un
cuerpo cálido a mi lado tirando de mi brazo. Giré la cabeza para ver a
una joven bonita, de mi edad, guiñándome un ojo. Tenía el pelo corto,
castaño oscuro y rizado, rasgos delicados, ojos marrones y una sonrisa
misteriosa como la de Zuleica.
—También me quedé porque estoy loca, como tú, —dijo y se rió.
Instantáneamente sus ojos se volvieron salvajes, brillando como una
muñeca que de repente había vuelto a la vida. Pensé que me devoraría
con sus pequeños dientes parecidos a pirañas. Quería alejarme, pero
ella me abrazó con una fuerza súper humana. Cuando ella comenzó a
subirse encima de mí, le grité a Nélida que la alejara de mí.
—Pensé que viniste a México a buscar amor, —dijo con voz ron-
ca—. Bueno, soy tu hombre.
Ella giró sus caderas con un movimiento lascivo y luego me besó
en la boca
Mientras luchaba por liberarme, escuché un coro de risas en el fon-
do.
—Vosotras dos, comportaos, —dijo Nélida y separó a la joven de
mí—. Esa es Josefina. No te preocupes por ella. Siempre es directa y
va al grano.
—No quise asustarte, —dijo la joven en español. Me tocó el cabello
cariñosamente. Era la imagen de la dulzura y del decoro de nuevo—.
Pero eras tan desagradable con todos… Pensé que necesitabas un buen
polvo.
Mi boca se abrió. Tal lenguaje grosero no cedió con su delicada apa-
riencia. Ella sonrió y asintió como si fuera mejor que la creyera.
—Josefina siempre dice la verdad, —dijo Nélida—. O no habla en
absoluto. ¿No es así, Josefina?
La joven asintió en silencio. Fue entonces cuando me di cuenta de
que no había tenido problemas para entender el español. De hecho,
tenía la certeza de que había aprendido el idioma en algún lugar antes.
Aunque no sabía dónde.
Nélida vino a mi rescate. —Uno puede entender fácilmente un idio-
ma diferente en la segunda atención, —dijo—. Una vez que pasas por
alto la mente racional, no tienes dificultades con los idiomas. Solías
hablar alemán y húngaro, y algo de español, ¿recuerdas?
Era verdad. Solía conocer esos idiomas cuando era niña, pero los
había olvidado por falta de uso.
—Uno nunca olvida, —dijo Nélida—. El punto de encaje simple-
mente se mueve a una posición diferente donde ese idioma ya no está

Taisha Abelar. Textos inéditos 85


en primer plano, pero siempre puedes retroceder. Ahora será mejor
que duermas. Usaste casi toda la energía de ensueño que Zuleica te dio.
Quería preguntarle cómo Zuleica me dio energía para ensoñar, pero
luego recordé que añoraba algo. Era como si hubiera perdido algo que
había estado conmigo, pero no sabía qué era. Entonces oí una voz y
la pieza que faltaba cayó en su lugar. Vi a Carios sentado a mi lado y
supe que nos conocíamos desde hacía mucho, mucho tiempo. De he-
cho, habíamos pasado una vida juntos. ¿Cómo podría haber olvidado
el sentimiento que tenía por él? Toqué su mano y me acosté sobre mi
lado izquierdo. Entonces nuestras manos se fundieron juntas y ya no
pude sostener más su imagen. Mis párpados eran tan pesados que se
cerraron a pesar de mi esfuerzo por mantenerlos abiertos.
—¿Te veré de nuevo? —Me las arreglé para preguntarle a Nélida.
Nélida me revolvió el pelo como siempre: —Eso depende completa-
mente de ti, de lo impecable que seas contigo misma y con los demás.
Pero es el deber del nuevo nagual llevar a la libertad. El espíritu mismo
les ha confiado el cuidado mutuo. Confía en él y apóyalo, porque su
camino y el tuyo están siempre entrelazados.
Le hice una promesa solemne. Luego dijo algo más, tal vez incluso
muchas otras cosas, pero no pude recordar ninguna de ellas, porque
me quedé dormida con las suaves órdenes de Nélida que sonaron como
una canción de cuna. Soñé que estaba suspendida de un arnés atado a
la rama de un árbol. Alguien me estaba empujando como si estuviera
en un columpio. Miré hacia abajo. Vi a Carlos estirando la mano para
agarrarme los tobillos y darme un empujón. Se reía con abandono.
Junto a él, Emilito estaba saltando arriba y abajo como un niño grande
que también quiere jugar.

Me desperté de un sueño profundo. La oscuridad en la habitación


era intensa. Estaba completamente oscuro. No había luz en ninguna
parte. Cuando mis ojos se acostumbraron a las formas y las sombras
en la habitación, me di cuenta de que estaba acostada sobre el colchón
duro. Alguien me había echado una manta y el calor de esta hacía que
las picaduras de mis piernas me picaran terriblemente. Fue todo lo que
pude hacer para no rascarlas. La manta áspera alrededor de mi cara
me asfixiaba. Olí su dureza; me hizo estornudar
Carlos yacía cerca de mí. Por el sonido de su respiración rítmica,
me di cuenta de que estaba dormido. Me alegré de que mi estornudo
sofocado no lo hubiera despertado. Estuve acostada allí mucho tiem-
po, temerosa de moverme o levantarme. Necesitaba ir a los arbustos
para mear, pero el miedo a encontrarme con una serpiente o uno de
los perros no me permitió aventurarme en la oscuridad. Para pasar el
tiempo, traté de recordar lo que había sucedido la tarde anterior.
Habíamos venido a una fiesta. Me presentaron a un grupo de perso-
nas, luego Zuleica me dio una poción para beber. Me había noqueado.
Lo que siguió era demasiado vago para ponerlo en pensamientos. Re-
cordé haber visto a Nélida, al Sr.. Abelar y a una joven bonita que no
conocía antes. Y Manfredo también estaba allí, ladrando en el fondo.
Recordé haber visto al nuevo nagual, a Nélida frotando mi cabeza y
contándome cosas. Pero en un instante se habían ido y me había que-
dado dormida soñando sueños inquietantes.
Carlos se puso de lado. Traté de volver a dormirme pero no pude.
Una parte de mí estaba completamente despierta, completamente aler-

86 Taisha Abelar. Textos inéditos


ta, lista para luchar contra el peligro. Un perro ladraba sin cesar a lo
lejos. Entonces debí haberme quedado dormida porque lo siguiente
que supe fue que Carlos me estaba sacudiendo diciendo que era hora
de irse. Quería regresar a Estación Vicam para encontrarse con Benny
para mirar las máscaras de Pascola y donarlas al museo etológico.
Me puse la camisa de manga larga y los pantalones de algodón con
cordón ajustable que alguien había dejado en mi bolso, y agradecida-
mente me puse un par de guaraches. Cuando cruzamos el puente de
madera, en nuestro camino de regreso a donde habíamos estacionado
el auto, me di vuelta y miré la casa por última vez. A lo lejos vi a Zuleica
saludándome, sonriendo como si compartiéramos un secreto. Le devol-
ví el saludo y cuando nuestros ojos se encontraron, tuve la certeza de
que la volvería a encontrar. Aceptaría su invitación para quedarme con
ella, y Emilito también estaría allí, y mi vida cambiaría.

Taisha Abelar. Textos inéditos 87


Las Máscaras de Pascola 9

M
is piernas estaban rojas e hinchadas. La loción que Zuleica
me había dado para las picaduras de las pulgas no había ayu-
dado en nada. Por el contrario, algo en ello parecía hacer
que las picaduras fueran aún más virulentas. Me recordó el
momento en que había tenido varicela cuando era niña, solo que ahora
estaba mucho más incómoda.
—¿Qué me dio Zuleica que me dejó inconsciente? —Le pregunté a
Carlos mientras conducíamos hacia Estación Vicam.
—Cacao.
—¿Quieres decir que solo había cacao en polvo en esa bebida? No
lo creo.
Carlos asintió con la cabeza.
—Pensó que te gustaba el chocolate caliente. Que te distraería de
las picaduras.
—Me gusta, pero nunca me había afectado así antes.
—Lo que te afectó fue el arte del mesmerismo de Zuleica, —expli-
có—. Ella puede mover el centro de la conciencia de una persona con
su cuerpo de ensueño. Todo lo que tiene que hacer es mirarte a los
ojos, o tocar tu frente, o la parte posterior de tu cuello u omóplato y
apagarás como una luz.
—¿Estás seguro de que no había nada en la bebida? —Insistí.
—Absolutamente. No necesita recurrir al uso de drogas o pociones.
Zuleica es una bruja del más alto calibre. El nagual Julián se lo enseñó
él mismo. Ella tiene una afinidad por ti porque eres como ella, un poco
loca. Algún día, ella te mostrará su arte.
—¿Qué podría ser? —Yo pregunté—. ¿Noquear a la gente con una
palmada en la espalda?
Carlos bajó la visera del auto para protegerse del resplandor del
sol. —Zuleica es una ensoñadora consumada. Acecha con el cuerpo de
ensueño. Cuando la encuentres de nuevo, te enseñará cómo acechar
con el doble.
—¿Qué es acechar con el doble? —pregunté.
—Tendrás que esperar hasta que Zuleica te lo muestre, —dijo Car-
los—. Ella es la maestra en eso. Como he dicho, aprendió del nagual
Julian y de alguien más en nuestro linaje.
—¿Quién era esta otra persona?

Taisha Abelar. Textos inéditos 89


—Un brujo de logros infinitos. Todo lo que puedo decirte es que el
linaje de don Juan está en deuda con esta persona, así como él está en
deuda con nuestro linaje.
Quería preguntar más sobre este misterioso personaje y sobre el
arte de Zuleica, pero ya habíamos llegado a Estación Vicam. Benny
esperaba delante de su casa. Cuando vio nuestro automóvil, dio saltitos
y dijo que conocía a varias personas que podrían tener máscaras a la
venta. Se ofreció a acompañarnos para que no nos perdiéramos. Al
principio, pensé que solo estaba siendo cortés o quería la compañía
de su amigo, pero cuando vi que una roca ordinaria era un poste de
señalización, o un cactus indicaba un giro en una carretera, era eviden-
te que necesitábamos la guía de alguien que conociese el terreno a la
perfección.
Sería imposible encontrar la casa o tienda de alguien a menos que
uno hubiera estado allí antes, y a veces, ni siquiera entonces. Incluso
con Benny en el automóvil, tuvimos que dar marcha atrás en varias
ocasiones, para tomar un giro perdido en una carretera que apenas
era visible.
Cruzamos la autopista y nos desviamos hacia una carretera que,
según Benny, nos llevaría a Potam, donde vivía don Felipe, un tallador
de máscaras. Era una proeza simplemente encontrar una casa en par-
ticular, porque todas se parecían. La casa típica tenía paredes de caña
trenzada, a veces recubierta de barro, y un techo compuesto de capas
de caña que descansaban sobre unas vigas de mezquite con tierra api-
lada sobre la caña. Los materiales de construcción incluían ladrillos de
adobe, caña con postes de soporte de mezquite y vigas. A veces, podía
ver esteras de caña partida, que servían como parte del techo. Todas
las casas tenían dos o tres habitaciones y una ramada que consistía en
un techo apoyado en postes de mezquite torcidos. Además de ofrecer
protección contra el sol, la ramada servía como área de almacenamien-
to de hierbas y maíz que se colocaron encima para secar.
Las casas estaban rodeadas de cercas, de cinco o seis pies de altura,
hechas de caña trenzada, que a veces brindaban a las personas total
privacidad. Vi corrales con una cabra, un cerdo o un burro esporádicos,
y por supuesto gallinas y los perros más escuálidos al sur de la frontera.
En todas partes podía oler la madera de mezquite quemada de los fue-
gos de la cocina. Lo que me sorprendió fue que, a excepción del ladrido
ocasional de un perro o el graznido de un cuervo, todo estaba en silen-
cio. No pude evitar notar el fuerte contraste de la ruidosa comunidad
mexicana de Vicam donde vivía Benny y los asentamientos yaquis.
—Debo girar a la derecha, —preguntó Carlos mientras conducía-
mos por los yerbajos
—Eess, gira aquí, —dijo Benny señalando por la ventana.
—¿Es ese el árbol de Mesquite donde me voy a la izquierda?
—Eees, ve a la izquierda, —respondió Benny.
—¿Crees que el fabricante de la máscara estará en casa?, —pre-
gunté.
—Eees, él siempre está, —dijo Benny—. Si no, iremos a la tienda.
Traté de entender por qué Benny estaba precediendo todas sus res-
puestas con ‘eees’. Pensé que podría ser algún tipo de taco español
usado en esa parte de Sonora, o tal vez, una palabra yaqui. Mientras
esperábamos a que Benny regresara de un viaje rápido a los arbustos,
le pregunté a Carlos qué significaba “ees.

90 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Benny lo usa cada vez que dice algo, —dije.
Carlos se rio. —Está diciendo ‘yes’ en inglés. Benny está tratando
de aprender inglés. Conversa un poco con él. No seas tímida.
Cuando Benny regresó, le pregunté qué vendían los yaquis en sus
tiendas.
—Sillas de montar y productos enlatados, —dijo—. Café, azúcar y
coca cola.
Dondequiera que hubiera una tienda, Benny dijo que la conocía y
que tenía la intención de llevarnos a todas ellas.
—¿Dónde están todas las mujeres? —pregunté después de haber
pasado solo hombres en el camino.
—Dentro de sus casas, —respondió Benny—. No salen a menos
que tengan una razón, como obtener agua del pozo, o madera para los
fuegos o para obtener suministros de la tienda.
—No puedo creer que haya una tienda por aquí, —dije. No podía
ver nada más que adobes con raíces bajas y vegetación desértica.
—Eees, ahora vamos allí a buscar máscaras, —explicó Benny.
Seguimos un camino de tierra surcado por las lluvias, hasta que
llegamos a una casa de barro, como todas las demás estructuras de la
zona, solo quizás un poco más grande. Sacos de grano estaban apila-
dos contra una pared. No tenía ventanas, solo una puerta pintada de
turquesa. Varios indios altos yaquis estaban parados cerca de la entra-
da; otros estaban sentados en un banco de tablones bebiendo refrescos
de naranja y lima. Todos llevaban sombreros para protegerse del sol
del mediodía. Algunos hombres tenían bigotes y eran mayores, otros
eran muchachos jóvenes en la adolescencia y, como de costumbre, no
había mujeres.
Carlos estacionó el auto y lo seguí a él y a Benny a la tienda. Me
sorprendió ver una variedad de productos. Había un largo mostrador, y
en las paredes había estantes llenos de productos enlatados, así como
sacos de harina, azúcar y café. Una sección de la tienda estaba dedi-
cada a herramientas y equipos agrícolas ligeros, como cuerdas, palas,
máquinas y otros instrumentos.
Benny habló con el propietario con quien parecía tener una relación
amistosa. Después de un rato, el hombre salió por una puerta con cor-
tinas que conducía a una habitación trasera.
—Tiene algunas máscaras en la parte de atrás, —me dijo Carlos—.
Ha ido por ellas para que las veamos.
Benny abrió la nevera y sacó varios refrescos que bebimos, mientras
esperábamos a que regresara el hombre. Cuando levanté la vista, noté
que una chica detrás del mostrador me miraba. Debió haber salido de
la habitación de atrás porque no estaba en la tienda cuando entramos,
y estaba segura de que no había entrado por la puerta principal. Tenía
el pelo corto y rizado oscuro y hermosos rasgos delicados. No podía
haber tenido más de diecisiete años. Su piel era suave y marrón y tenía
los ojos negros más grandes que había visto en mi vida.
Carlos comenzó a hablar con ella. Hablaron con voz tan baja que
apenas pude oírlos, pero pude ver por sus expresiones serias que los
dos estaban discutiendo algo importante. La joven parecía al borde de
las lágrimas. Carlos intentaba consolarla. Él la rodeó con un brazo y le
acarició la cabeza. Finalmente, la chica se volvió hacia mí y me lanzó
una mirada de odio que podía hacer que la sangre de una lagartija se
cuajara, luego se escurrió a través la cortina en la habitación trasera.

Taisha Abelar. Textos inéditos 91


Antes de que pudiera preguntarle a Carlos quién era la niña, el due-
ño de la tienda regresó con tres máscaras de madera talladas y las dejó
sobre el mostrador. Eran máscaras utilizadas por los bailarines durante
las celebraciones de Pascola. Estaban pintadas de negro con marcas ro-
jas alrededor de los ojos y en las mejillas. Una crin blanqueada formaba
una franja de flequillo sobre la frente y servía como cejas, mientras que
mechones más largos de pelo de caballo colgaban del frente de la más-
cara como una perilla o barba. Alrededor de los bordes había triángulos
y círculos tallados. Dos tenían una cruz en la frente, la tercera máscara
tenía una lagartija pintada en cada mejilla.
Carlos negoció sobre el precio, ya que el hombre no parecía que-
rer separarse de las tres máscaras. Cuando Benny comenzó a irse,
arrastrándonos con él para demostrar que no estábamos interesados,
el hombre aceptó vender y vi dinero cambiando de manos.
Al salir pasamos unos sombreros colgados en un estante. Carlos
probó unos pocos hasta que encontró uno que le quedaba bien, que
dejó en la cabeza. Benny se quitó el sombrero raído y se puso uno
nuevo.
—Elige uno, —me dijo Carlos—. Nadie en Sonora se va sin som-
brero.
El primero que me puse parecía encajar, pero no había espejo en la
tienda para ver cómo lucía. Capté mi reflejo al costado de un termo de
acero inoxidable en el mostrador. Me gustó. Parecía menos extranjera
con un sombrero puesto.
Carlos pagó los sombreros y los refrescos. El dueño salió con no-
sotros y cuando miré hacia atrás, vi a la chica parada en la puerta
observándonos. Por un momento sentí pena por ella. Sus opciones
parecían terriblemente limitadas. Podría casarse con uno de los jóvenes
que estaba parado afuera de la tienda admirándola, y luego pasar su
vida cuidando de él y sus hijos. Lo más probable es que ella nunca iría
más de diez millas fuera del área. Tal vez visitaría a un pariente en una
de las ciudades vecinas para una boda o un cumpleaños, e intercambia-
ría chismes sobre el último nacimiento o lloraría por alguien que había
muerto recientemente. O si tuviera suerte, podría conseguir un trabajo
como empleada doméstica en uno de los moteles en Ciudad Obregón
o Guaymas. En pocas palabras, el futuro de la joven estaba sellado de
la manera más sombría.
El fuerte graznido de un cuervo de un álamo cercano me atrapó por
sorpresa. Recordé otra vez cuando estaba teniendo un diálogo mental
similar con respecto a una mujer que nos había servido en el restau-
rante de Santa Ana, pero que resultó ser una curandera. Me había
equivocado entonces; y por la forma en que la chica me había mirado,
sentí que estaba equivocada de nuevo.
Observé a la joven a través del espejo lateral mientras Carlos y Benny
hablaban con el dueño y algunos de los jóvenes que estaban junto a la
puerta. Uno de ellos parecía estar dando instrucciones a Carlos, ya que
apuntaba a la distancia hacia el este. Sentí que la chica estaba mirando
a Carlos con lo que solo podía llamar admiración o cariño. Entonces me
golpeó que la chica estaba enamorada de él. Sentí una punzada de celos
que inmediatamente traté de ocultar sonriéndole a Carlos mientras subía
al auto. Mientras nos alejábamos, dejando a Benny para hablar con algu-
nos amigos con los que se había cruzado, observé a la chica que nos miró
hasta que desaparecimos detrás del polvo y los arbustos.

92 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿Quién es esa chica? —Pregunté mientras continuamos por el
camino de tierra. El polvo estaba entrando en mis ojos y me hizo es-
tornudar.
Por un momento, Carlos guardó silencio. —Esa es Josetina, —dijo
finalmente—. ¿No te acuerdas?
El nombre era muy familiar. De repente, me estallaron los oídos y
recordé dónde la había visto. Ella era la chica que me había asaltado en
la casa de Zuleica.
—¡Ella es una bruja! —dije con voz entrecortada—. ¿Qué está ha-
ciendo aquí? Y no me digas que está ayudando al dueño de la tienda,
como esa mujer en el restaurante de Santa Ana.
—No, ella solo vino por algunas provisiones.
—¿Quieres decir que ella vive por aquí?
De nuevo un largo silencio.
—Parece que le gustas mucho, —le dije—. ¿La conoces desde hace
mucho tiempo?¿De qué estaban susurrando ustedes dos allí?
Carlos se encogió de hombros. —Ella quiere que la lleve a los Esta-
dos Unidos, —dijo—. Le estoy enseñando inglés.
Por un instante caí en una tristeza familiar. Estaba segura de que
Carlos le estaba enseñando inglés para poder traerla a los Estados Uni-
dos.

Aquí falta una página

el “yo Estos sentimientos de amor y odio, celos o envidia no desapa-


recían simplemente cambiando el lugar de uno. Estaban profundamen-
te arraigados, enterrados en cada célula de nuestro ser. Para deshacer-
nos de estos sentimientos, tendríamos que hacer más que recapitular
nuestras vidas. En palabras de Zuleica, tendríamos que transformarnos.
El auto alcanzó a la carretera con un golpe seco. Me alivió ver a
Carlos sonriendo. Quizás, después de todo, no estaba apegado a la
chica de la tienda. Respiré más tranquila y me perdí viendo las sombras
y los colores que el sol proyectaba sobre el paisaje desértico mientras
conducíamos hacia la casa de don Felipe, el fabricante de máscaras.
Su casa tenía una cruz de madera en el patio y estaba situada al
borde de un campo cultivado. Era más espaciosa que las otras casas
que había visto, y estaba construida con buenos ladrillos de adobe y la
tierra a su alrededor estaba limpia y bien apisonada.
Carlos me pidió que esperara en el auto mientras hablaba con don
Felipe, pero yo insistí en entrar. Don Felipe nos presentó a su esposa,
quien inmediatamente salió de la habitación, como si ella fuera dema-
siado tímida para hablar con extraños. Don Felipe era mayor, alto y
tenía un sentido de silencio a su alrededor. Sus ojos no eran brillantes
ni ardientes, sino más bien distantes, como si miraran a otro mundo.
Sospeché que leía español, porque tenía varios libros en un estante. En
su manera conversacional proyectaba simplicidad e inteligencia. Pare-
cía conocedor de muchos temas.
En un momento, sentí que la discusión se centró en la crónica de
Rahum y algunos de los héroes legendarios de la historia yaqui, porque
escuché los nombres de Calixto Muni, Cajeme, Tetabiate y Juan Ban-
dera mencionados repetidamente. Carlos me había dicho antes que
Calixto Muni era un líder yaqui del siglo XVIII que había organizado a

Taisha Abelar. Textos inéditos 93


los yaquis en una unidad militar para luchar contra los mexicanos. Juan
Bandera, quien afirmó haber tenido una visión de la Virgen de Guada-
lupe, también organizó unidades militares de Yaquis bajo una bandera
de la virgen. Tetabiate, después de la derrota de Cajeme, reorganizó
los restos de las fuerzas yaquis en las montañas al norte del río Yaqui,
y libró una guerra de guerrillas contra los mexicanos durante muchos
años.
Sentí que don Felipe no quería venderle máscaras a Carlos. Pero
cuando Carlos dijo que estaba trabajando con don Juan, a quien don
Felipe parecía conocer, se levantó y fue a la trastienda y sacó una
máscara envuelta en una tela roja. Desdobló cuidadosamente la tela
para revelar una máscara diferente a las que habíamos encontrado en
la tienda. Esta máscara era realmente espeluznante. Estaba sin pintar y
no tenía adornos de crin de caballo. Los rasgos faciales estaban distor-
sionados como en un gruñido. La boca estaba abierta, los ojos ligera-
mente inclinados, uno más alto que el otro. La madera era blanca con
capas de remolinos naturales en su grano. Era hermosa, pero al mismo
tiempo, impresionante.
Carlos le dio la gracias a don Felipe y nos fuimos.
—¿Por qué esa máscara es tan diferente? —pregunté, caminando
hacia el auto.
—Esta es una máscara de un aliado, —dijo Carlos—. Las otras más-
caras son para los danzantes de Pascola.
Carlos colocó cuidadosamente la máscara en el maletero y la envol-
vió en una toalla para protegerla.
—¿Qué es un aliado? —pregunté, tratando de pensar si Clara o
Juan Miguel Abelar habían tratado ese tema alguna vez.
—Un aliado es una fuerza que existe fuera del mundo de la per-
cepción ordinaria, —dijo Carlos—. Esa fuerza puede tomar cualquier
forma cuando está al servicio del brujo.
—¿Quieres decir que cualquier cosa puede ser un aliado? —pregun-
té.
—No, son entidades específicas que no tienen forma, pero pueden
tomar la forma de cualquier cosa que deseen emular, dependiendo de
la energía que aprovechen del mundo humano.
—¿Alguna vez has visto uno? —Pregunté.
—Don Juan me mostró su aliado en varias ocasiones y casi me
asustó hasta la muerte. Una vez tuve que luchar con él y pensé que yo
estaba acabado.
—¿Es como una bola de energía? ¿Chisporroteate y algo azulado?
—Podría ser un hombre, una puerta negra gigantesca, un animal
feroz, cualquier cosa. Pero sí, está lleno de energía chisporroteante.
Le conté a Carlos sobre una serie de sueños recurrentes que tuve,
o al menos pensé que eran sueños. Me estaba alojando en la casa de
Clara en la hermosa habitación que me había asignado. Me estaba
quedando dormida cuando escuché ruidos afuera de mi puerta en el
pasillo. Al principio, pensé que eran pasos, alguien grande caminando
por el pasillo. Aterrorizada, puse mi cabeza debajo de las mantas y
esperé que los ruidos desaparecieran.
Pero no lo hicieron. A veces había algunos rasguños en la puerta,
como si un animal enorme estuviera rondando afuera tratando de en-
trar. En mi estado de semi-sueño, me levantaba y empujaba una cómo-
da pesada frente a la puerta para que nada pudiera entrar. Pero era en

94 Taisha Abelar. Textos inéditos


vano. La fuerza, o lo que sea que estuviera detrás de la puerta, debía
ser tan terriblemente fuerte que la cómoda se movía a un lado, empu-
jada por una chisporroteante energía. Solo me quedaba allí mirando al
aparador antiguo alejarse de la puerta, y ver la puerta abultarse hacia
mí con una fuerza tremenda a punto de romper sus bisagras.
O volvía corriendo a mi cama y me escondía, preferiblemente deba-
jo de ella. O me quedaba allí tan petrificada que no podría moverme.
Recordé haber intentado gritar, pero nada salió de mi boca. A veces
me despertaba jadeante, empapada en sudor. O bien, me despertaba
en el piso frente a la puerta, parcialmente cubierta por el cómoda. Mi
corazón latía con tanta fuerza que tardaba horas en calmarse.
Estos encuentros se volvieron tan recurrentes que le conté a Clara
sobre ellos.
—Esa fuerza no es nada a despreciar, —dijo con seriedad—. Dices
que la puerta está a punto de estallar con sus bisagras. ¡Cuidado! Lo
que sea que esté merodeando por allí trata de de entrar.
—¿Qué pasará si sucede? —pregunté—. ¿Moriré?
—Quién sabe, —dijo—. Esa fuerza está decidida a atraparte.
—¿Por qué está mi busca? —pregunté—. ¿Qué hice mal?
En mi mente, recorrí toda la gama de todos los pecados de comisión
y omisión, y había muchos de ellos.
—No es lo que no hiciste, —dijo sacudiendo la cabeza patética-
mente—. Es lo que hiciste. Has estado haciendo tus pases de brujería,
especialmente, en el que agarras la puerta corredera imaginaria y la
abres. Esa es la que inició todo esto. Y esa es la que puede salvarte en
un momento de apuro.
—¿De qué tipo de momento de apuro estás hablando, Clara? ¿De
verdad la fuerza viene en mi busca?
—Puedes apostar tus botas. Yo diría que está a punto de emerger
a través de la puerta en cualquier momento, y cuando lo haga, tendrás
que pelear.
Sentí que mi estómago se hundía allí mismo.
—Prefiero huir que pelear, —dije—. Soy una cobarde. Solo preten-
do ser dura. Y a veces ni siquiera finjo bien.
Clara me miró de arriba abajo aturdida y sacudió la cabeza. —Solo
dices que eres una cobarde, por costumbre, —comentó—. Eres más
fuerte de lo que permites ser.
—Déjame ser el juez de eso, Clara, —insistí—. Y digo que cuando
se trata de fuerzas de pesadilla, soy una cobarde.
Ella se rió y suspiró resignada. —Hazlo a tu manera, Taisha. Real-
mente no importa lo que seas. Lo que cuenta es lo que hagas cuando
la fuerza entre por esa puerta.
—¿Qué tengo que hacer? — pregunté.
—Lo agarras así y lo sacudes como una enorme toalla turca.
Ella lo mostró levantando sus dos puños como si estuviera agarran-
do algo en el aire y comenzó a mover sus brazos hacia arriba y hacia
abajo salvajemente, sacudiéndose mientras sostenía algo invisible que
era imparable en su furia.
—Mantente agarrada a eso, —advirtió—. No te atrevas a soltarte,
no importa lo duro que te golpee.
Justo ahí supe que estaba perdida, pero mi mente racional necesita-
ba saber lo peor que podía pasar, así que pregunté:
—¿Qué pasará si lo suelto?

Taisha Abelar. Textos inéditos 95


Ella detuvo sus extraños giros y me miró a los ojos. Su expresión era
fría y siniestra. —El aliado te tragará, —dijo—. Le gustan los pequeños
cobardes tiernos—. Y luego hizo los ruidos más mordaces siniestros
con los dientes, mientras decía: —¡Mmm, que rico, que bueno!—, una
y otra vez.
Mientras Clara continuaba con sus ¡que ricos!, se frotó el estómago
y se dio unas palmaditas en la cabeza al mismo tiempo en círculos
opuestos. Entonces supe que uno de nosotros había perdido la cabeza
y me pregunté si no era yo.
En ese momento decidí ignorar su consejo ya que rayaba en lo
absurdo, y para mi alivio, no tuve el encuentro otra vez el resto de esa
semana. Pero la semana siguiente, justo antes de mi período menstrual,
sentí la fuerza nuevamente. Esta vez, estaba merodeando afuera de mi
puerta con una mayor ferocidad. Cuando me paré frente a la puerta,
me di cuenta de que se trataba de algo muy grave con la feroz luz blan-
ca que aparecía por debajo de la puerta y a través de las grietas en los
costados, grietas que se agrandaban a medida que la puerta robusta era
empujada fuera de sus bisagras.
Ni siquiera tuve tiempo de correr a mi cama. La puerta se abrió a
un lado, o más bien se rompió, y se echó a un lado, y me encontré cara
a cara con la luz blanca mas cegadora que era del tamaño del marco
de la puerta. Estaba petrificada, congelada hasta la médula. No podía
gritar ni respirar. Cuando comenzó a avanzar hacia mí, estaba a punto
de desmayarme. Entonces me di cuenta de que este chisporroteante
globo de luz era absolutamente consciente. Antes de desmayarme, es-
cuché en mi oído la voz de Clara que decía ¡que rico, que delicioso! a
y otra vez.
Tuve un momento de decisión, o ser arrastrado por la roca de luz, o
agarrarla y sacudirla como Clara me había mostrado. Cierta fuerza den-
tro de mí se recuperó, y a pesar de mí misma, instintivamente me lancé
hacia adelante sumergiéndome en la bola de luz de cabeza como si uno
se sumergiera en una gran ola en el mar. Sabía que sería electrocutado,
frito hasta quedar crujiente como cuando se tira un secador de pelo a la
bañera; pero para mi sorpresa, la electricidad no era para nada calien-
te. El chisporroteo era fresco, pero tremendamente enérgico.
Lo así y agarré con todas mis fuerzas mientras me golpeaba, prime-
ro de un lado a otro al tiempo que intentaba deshacerse de mí, luego en
círculos, cuando rodamos por el suelo. Me sentí como si fuese barrida
por una ola al fondo del océano. Su fuerza era tan fuerte que perdí el
conocimiento, pero algo en mí seguía agarrándose.
Luego, gradualmente, la fuerza pareció disminuir. Se volvió más
dura, rígida y luego más flácida, habiendo perdido mucho de su calidad
chisporroteante. Se volvió plana y esponjosa, después, casi vaporosa,
hasta que se evaporó por completo y me quedé en el suelo sin asir
nada.
Tomé una profunda respiración y sudando, caminé hacia mi cama.
Todo lo que podía pensar era: —¿Qué demonios fue eso?— Cuando
me desperté a la mañana siguiente, le conté a Clara lo que había suce-
dido. Ella ya no parecía interesada.
—Ahora, no volverán a molestarte, —fue todo lo que dijo—. Te
sorprendería cómo se corre la voz en el plano energético. Las fuerzas
saben que lo que les espera si se meten con Taisha.
—¿Qué fuerzas son esas? —Le pregunté a Clara.

96 Taisha Abelar. Textos inéditos


Ella dijo que era solo una fuerza que impregnaba el universo, haces
de energía, conscientes y depredadores como todo lo que existe.
Recordar el encuentro me dio escalofríos. Me acerqué a Carlos en
el asiento delantero, de modo que mi brazo tocó el suyo. Volvimos Es-
tación Vicam en completo silencio.

Taisha Abelar. Textos inéditos 97


Las Danzas de Pascola 10

E
ncontramos a Benny en la tienda de Estación Vicam donde
estábamos comprando pan y fruta para nuestro almuerzo. Dijo
que si nos apurábamos podríamos llegar a Potam a tiempo
para ver las danzas de Pascola que formaban parte de las ce-
lebraciones en honor a la Santísima Trinidad, la patrona de la iglesia.
En el camino le pedí a Benny que me contara sobre las festividades.
Explicó que incluían bailar, cantar, tocar instrumentos musicales, proce-
siones coloridas y fuegos artificiales después del anochecer.
—Y, por supuesto, mucha comida y bebida, —agregó con una son-
risa.
Bajo la guía experta de Benny, llegamos a Potam en tiempo récord.
Las calles estaban tan llenas de gente que nos costó maniobrar el au-
tomóvil entre la multitud de espectadores. Yaquis y mexicanos de todo
Sonora se habían reunido para las celebraciones que se llevaban a cabo
en la plaza frente a la iglesia. Se habían establecido dos ramadas, en
los lados este y oeste de la plaza, gestionadas por dos grupos de cuatro
gerentes del festival, o fiesteros.
—Los cuatro que llevan tocados rojos y banderas rojas gestionan la
ramada occidental, —dijo Benny—. Los de la ramada oriental llevan
tocados azules y llevan banderas azules.
Estiré el cuello para ver a los diferentes gerentes dando vueltas de-
trás de las ramadas.
—¿Por qué tienen trajes de diferentes colores? —Pregunté.
—Los azules son los cristianos, —explicó Benny—. Los rojos son
los moros.
—No sabía que hubiese moros en Sonora, —dije sorprendida.
Carlos me dio un codazo. —No son realmente moros, —dijo con
impaciencia—. Solo están interpretando el papel de moros. Verás, la
fiesta es una dramatización del conflicto del siglo XV entre los cristianos
y los moros en España.
Cómo esa lucha europea se había entretejido en las ceremonias de un
pequeño pueblo yaqui estaba más allá de mi conocimiento de la historia.
Me di cuenta de que los fiesteros o moros rojos llevaban un pequeño som-
brero en forma de cono hecho de madera de unos centímetros de altura.
En la parte superior había una media luna metálica de la que colgaba una
tela roja que cubría sus cabezas y la mayor parte de la cara del moro.

Taisha Abelar. Textos inéditos 99


—Tenemos que mirar a los azules, —dijo Carlos, señalando en la
dirección opuesta. Los cristianos están en el lado este.
—¿Por qué tenemos que observar a los cristianos? —Pregunté, in-
trigada por lo que estaban haciendo los moros.
—Porque es en la ramada oriental donde danzan los pascola y los
ciervos, —explicó.
Me puse de puntillas para ver a los hombres vestidos con el aparejo
azul en la cabeza. Noté que llevaban cintas azules atadas a la cabeza; la
tela cubría completamente su cabello y la parte superior de sus hom-
bros. Ellos también llevaban palos de madera, pero, en lugar de una
media luna, tenían una cruz de metal en la punta.
No podía ver bien, así que nos movimos por una abertura en la mul-
titud a un lugar cerca de los escalones de la iglesia. Desde allí teníamos
una vista panorámica del extremo este o cristiano de la plaza donde se
realizaría el baile. Los músicos ya habían comenzado a calentar sus vio-
lines, arpas, silbatos y tambores. Luego salieron los danzantes, vestidos
con un delantal como lienzo, chalecos con flecos, polainas y máscaras.
—¿Cuál es el significado de las danzas de Pascola y de las másca-
ras? —Pregunté de pie en una pared baja para tener una mejor vista—.
¿Hay un significado religioso en las danzas?
—Lo hay, —dijo Carlos—. Los yaquis creen que el bautismo ya exis-
tía antes de la llegada de los españoles. Los que no deseaban ser bau-
tizados quedaron encantados. Tenían el poder de trascender la muerte
y existían en un plano invisible superpuesto en el territorio tribal yaqui.
Los yaquis creen que hay otro mundo que siempre está ahí, igual que
este mundo que nos rodea.
—¿Son las personas invisibles espíritus o fantasmas?
—No están muertos, —explicó Carlos—. Los yaquis los llamaron
la gente del Monte. Creen que los no bautizados o los invisibles son el
origen de las danzas y la música que se toca para la pascola.
—Hay historias de cuevas en las colinas donde los hombres se han
encontrado con personas invisibles y han aprendido a tocar la música
de las danzas de pascola directamente de ellos—, intervino Benny.
—¿Qué pasa con las danzas mismas? —Pregunté—. ¿Quién les en-
señó los movimientos?
—La gente del Monte, —dijo Benny—. También se aprenden con
la ayuda de las personas invisibles. A veces se puede escuchar música
pascola en el monte donde no hay gente. Y los yaquis saben que son
las personas del Monte las que tocan. Personalmente, creo que es el
viento. Pero bueno, no soy un yaqui .
Observé el extremo este donde había comenzado la danza. Los
danzantes estaban haciendo los movimientos más extraños, ya que no
tenían control sobre la musculatura de sus brazos y piernas. Y los so-
nidos que salieron de sus bocas fueron gruñidos y chillidos animales, a
diferencia de cualquier sonido humano que haya escuchado.
—Se ven sobrecogedores, —le susurré a Carlos—. Y suenan aún
más sobrecogedores.
—Eso es porque están dando la impresión deliberada de que pro-
vienen del mundo de los espíritus. La razón por la que usan máscaras
y emiten esos sonidos ininteligibles, es porque aún no han aprendido a
hablar el idioma de los hombres, ni a mover sus brazos y piernas como
es propio de los seres humanos. Los danzantes deben ser introducidos
gradualmente en el mundo de los hombres.

100 Taisha Abelar. Textos inéditos


A medida que nos acercábamos a la ramada oriental, Benny expli-
có, y Carlos tradujo, otros aspectos de la tradición yaqui. Aprendí que
se cree que los danzantes tienen una conexión directa con los animales
del Monte, a quienes consideran sus guardianes y maestros. Todo el
baile es una dramatización del pasaje de un mundo, el reino invisible
de la existencia eterna, al mundo de los límites temporales y espaciales
habitados por el hombre. Y luego regresaban a lo intemporal con la
ayuda de los animales que representaban las máscaras..
Cuando observé a los danzantes con sus disfraces, noté que en sus
pantorrillas y tobillos llevaban bandas en las que se cosían cientos de ca-
pullos que se sacudían cada vez que daban un paso. Danzaron en círcu-
lo, moviendo sus brazos y piernas rítmicamente al ritmo de los músicos.
Después de un tiempo parecieron perder su extrañeza y se movieron
suavemente en sincronización con la música. Luego avanzaron hacia el
centro de la plaza, luego se giraron separándose para mirar hacia las
cuatro direcciones, todo mientras golpeaban con los pies para que los
cascabeles de los capullos emitieran un sonido seco y áspero. Se mez-
claron con la música de los violines, tambores y flautas, de modo que
juntos produjeron una mezcla hipnótica de reverberación mesmérica.
Después de un tiempo, otro danzante salió para unirse al grupo de
danzantes de pascola. Benny dijo que él era el danzante del venado,
lo que se denotaba por el hecho de que llevaba la cabeza de un venado
como parte de su disfraz. Simbolizaba el venado mágico que habitaba
Monte, el reino que existía antes de que comenzara el tiempo. Acom-
pañando al danzante del venado, había un grupo de cantantes que
cantaban canciones especiales.
—Eees. Las canciones venado son muy poéticas, —dijo Benny.
—¿Sobre qué son? —Pregunté.
—Son canciones de cosas que sucedieron hace mucho tiempo.
Pero no es necesario creer que realmente sucedieron o que son ver-
daderas para apreciar su belleza. Los yaquis se enorgullecen de contar
estas historias.
Vi cómo el danzante del venado movía su cuerpo burlón. Parecía
tener una gran resistencia. Su cabeza estaba inclinada como en trance,
inducida por los movimientos rítmicos de las gigantescas sonajas de
calabaza que sostenía en cada mano. Ya no parecía consciente del
mundo que lo rodeaba, como si sus propios movimientos repetitivos lo
hubieran llevado a otro reino.
Me di cuenta de que los sonidos monótonos también tenían un efec-
to deletéreo en mí. Parecía haber entrado en un leve estupor provoca-
do por el sonido repetitivo de los instrumentos y por el golpeteo rítmico
de los pies del danzante que hizo repiquetear el racimo de capullos en
sus tobillos. En un punto, parecía como si estuviera viendo el mundo
del danzante superpuesto a la realidad que estaba frente a mí.
Cuanto más enfocaba mi atención en el danzante que llevaba la
máscara de venado, más comenzaba a balancearse mi propia cabeza.
Escuché una voz dentro de mí que me decía que mantuviera mis ojos
en el danzante. Sus movimientos parecían particularmente suaves,
como si fuese impulsado por una fuerza externa; como si su cuerpo
ya no estuviera hecho de carne y hueso. Era fluido, vacío, fusionándo-
se con el mundo de las personas invisibles y los animales espirituales.
Quizás, lo que los yaquis creían era cierto; y danzar y llevar máscaras
le permite a uno trascender la propia humanidad, deslizarse fuera del

Taisha Abelar. Textos inéditos 101


control del tiempo y percibir momentáneamente desde una perspec-
tiva diferente.
Al igual que los brujos que me habían entrenado, un danzante con-
sumado puede agarrar el conocimiento y ver las cosas más allá de las
limitaciones de su forma humana. Quizás, por un momento, a través
de la unión con el baile y el sonido del silbato de caña, los tambores y
el traqueteo de miles de capullos secos, puede convertirse en lo que era
antes de que la mente analítica comenzara a dominar al hombre. Está
en el camino de recuperar su herencia y, una vez más, volverse uno con
las personas invisibles del plano atemporal.
Cuando observaba a los danzantes golpear el suelo con las piernas
y moverse en semicírculo, me di cuenta de lo incomprensible que era
el mundo del indio yaqui para un extraño. A menos que una persona
se convirtiera en un danzante de Pascola, empapada de las maneras
yaquis, uno no podría apreciar realmente el evento que estaba teniendo
lugar. Y para ser danzante, uno tenía que ser miembro de la cultura ya-
qui, e incluso entonces, tomaría años de entrenamiento con un maes-
tro enseñante para perfeccionar el arte. A menos que uno aprendiera
directamente de una de las personas o animales invisibles del Monte.
Para mí estaba claro que una descripción externa, como las pre-
sentadas por los antropólogos, no describiría adecuadamente lo que
sucedía dentro de la cabeza del danzante del venado yaqui. Un antro-
pólogo, como observador, solo podría describir lo que veía desde su
punto de vista externo; por ejemplo, los disfraces, los pasos de danza
o las historias que los cantantes contaban sobre la historia yaqui. El
antropólogo analizaría los mitos yaquis, grabaría su música y eventual-
mente los archivaría en los archivos entomusicológicos como parte de
una tradición moribunda.
O podría examinar la estructura social yaqui para ver cómo se orga-
nizaban las personas en términos de estatus y los roles o sus relaciones
de parentesco, o podría detenerse en los comportamientos prescritos
o prohibidos que los miembros necesitan cumplir. Podía discutir las
tareas que cada persona tenía que cumplir para que las festividades se
desarrollaran sin problemas. Por ejemplo, cuáles eran los deberes de
los fiesteros azules y rojos. O podría examinar la función que tenían las
festividades y las danzas al servir a la comunidad o su importancia para
fortalecer la solidaridad social.
Era obvio que las celebraciones le daban al pueblo un fuerte sentido
de cohesión comunitaria. Cientos de personas se habían reunido con
sus familias y parientes de las ciudades vecinas para ver las danzas y
esperar a que se sirviera comida y comenzaran a beber. Sin duda, un
antropólogo informaría que las festividades ofrecen a sus participantes
y espectadores la oportunidad de escapar de la rutina mundana de la
vida cotidiana. A través de la expresión ritual, saca la mente colectiva
del reino de lo profano y la eleva al nivel de lo sagrado, reviviendo los
mitos siempre presentes del pasado. A medida que los danzantes cuen-
tan historias con sus máscaras y movimientos, las personas pueden
revivir los eventos de la historia yaqui, dando así carne y sustancia a
los acontecimientos que pueden haber ocurrido o no en el tiempo real.
A medida que la gama de explicaciones antropológicas de las festivi-
dades recorrían mi mente, era evidente que para comprender algo, no
era suficiente ver las cosas desde un punto de vista objetivo, describien-
do las cosas para que otros investigadores pudieran replicar lo que uno

102 Taisha Abelar. Textos inéditos


escuchaba y veía. Para comprender el fenómeno, uno necesitaba ser
miembro de esa sociedad o grupo. ¿Cómo era, me preguntaba, estar
detrás de la máscara del danzante, crear el festival, no como un extra-
ño, sino como un miembro del grupo, y ver el mundo como lo veía el
mismo danzante del venado? En otras palabras, uno tenía que morder
una manzana para saborear o experimentar su esencia, no simplemen-
te describir sus propiedades desde el exterior.
Sin embargo, lo contrario también era cierto. A un indio yaqui, sin
haber asistido a una universidad, le resultaría imposible comprender los
conceptos y teorías de la disciplina de la antropología. Para una perso-
na que no sabía leer ni escribir, las reglas de la vida académica serían
incomprensibles. El danzante enmascarado nunca podría convertirse
en profesor de antropología, a menos que pasase de rango y ascen-
diera por la carrera académica. Para eso, tendría que comenzar a una
edad temprana para aprender las ramificaciones de la vida académica.
Tomaría años de entrenamiento especializado, tal como para conver-
tirse en un danzante de pascola.
Cuando terminaron las danzas, los danzantes se mezclaron con la
multitud para entretener a los niños, como era parte de sus deberes.
Los padres habían izado a sus hijos sobre sus hombros, para que pudie-
ran ver los payasadas y las cabriolas que estaban teniendo lugar. Noté
al niño frente a mí, montado en la espalda de su padre. Por un instante,
tuve la certeza de que yo también había cabalgado en la espalda de
alguien, y no de niña. Sin embargo, por mi vida no podía recordar
cuándo había sido.
Luego, mientras observaba al niño, mirando sobre el hombro de su
padre, un recuerdo total me golpeó, como soplado por la brisa persis-
tente que seguía revolviendo la nuca. Me vi colgando del arnés en el
árbol gigante frente a la casa de Clara. Alguien estaba parado al pie
del árbol, agarrándome las piernas y balanceándome de un lado a otro.
No tuve náuseas ni mareos. Por el contrario, estaba gritando de júbilo,
para que me empujaran de nuevo, porque la sensación de balanceo era
una delicia para mí.
Miré hacia abajo y vi a Carlos empujándome. Me preguntó si quería
montar sobre sus hombros. Le dije que era demasiado pesada, pero él
dijo que el arnés soportaría la mayor parte de mi peso. Me puse sobre
sus hombros y me aferré a su cabeza. Enganchó sus brazos alrededor
de mis piernas y nos movimos en pequeños círculos. Nos reíamos tanto
que ni siquiera me di cuenta de que el arnés se había enredado. Cuando
me soltó, estaba girando como un trompo que se había enrollado.
Sacudí la cabeza para disipar el recuerdo. No podría haber suce-
dido, pensé; era algo que solo estaba imaginando. Sin embargo, la
visión y el sentimiento de haber conocido a Carlos antes era tan fuerte
y definido que tuve problemas para disiparlo. Sujete su brazo, para no
separarme mientras nos movíamos entre la multitud en nuestro camino
de regreso al auto.
Benny quería quedarse para el baile y los fuegos artificiales, pero
Carlos dijo que necesitaba hacer otra parada para recoger algunas más-
caras y tal vez un conjunto de cascabeles de capullos para el museo.
Dejamos a Benny en compañía de algunos de sus amigos y volvimos a
la estación Vicam. Pero antes de llegar al pueblo, Carlos repentinamen-
te se desvió de la carretera principal, hacia una carretera oscura como
si supiera exactamente a dónde se dirigía.

Taisha Abelar. Textos inéditos 103


Después de varios kilómetros de un viaje lleno de baches, estacionó
el automóvil en un área de tierra bien apisonada cerca de una casa de
adobe casi completamente oculta por arbustos. Cuando salimos, dijo
casualmente, que no estábamos allí para mirar las máscaras, sino que
era la casa de don Juan y que quería ver si estaba en casa. Carlos gritó
anunciando nuestra presencia, pero nadie vino a la puerta. Esperé en
el auto mientras Carlos caminaba por el camino para ver si podía pillar
a don Juan que regresaba de la tienda. Carlos dijo que tenía la fuerte
sensación de que lo encontraría en el camino como lo había hecho en
las ocasiones anteriores en que había venido a visitarlo.
Durante un tiempo esperé en el auto, luego me cansé y decidí sen-
tarme en un banco que estaba cerca de la casa. Quería dibujar las
cercas y la construcción de la casa de Sonora, para complementar los
bocetos que había hecho antes en el chaparral del desierto. Llevé una
botella de agua mineral del auto y me puse cómoda en el banco tosca-
mente tallado.
Después de unos minutos, un hombre fornido de unos cincuenta
años salió de la casa y se estiró como si hubiera estado dormido. Lo
saludé e intenté explicar en español quién era y por qué estaba sentada
debajo de su ramada.
—Ya sé quién eres, —dijo en inglés.
Llevaba un sombrero y cuando se presentó como Juan Matus, se lo
quitó de la cabeza e hizo una leve reverencia a la manera de un caballe-
ro. Cuando se levantó de nuevo, pude ver su rostro. Sentí mi estómago
hundirse y mi boca abierta mientras registraba un momento de pura
confusión. Era Juan Miguel Abelar. Apenas podía reconocerlo, pero
era inequívocamente él. Tenía la misma fuerza y vitalidad,
​​ y los mismos
ojos brillantes que podían cambiar en un instante de calma a ferocidad..
—Señor Abelar, ¿qué hace vestido de indio yaqui? Casi no lo reco-
nocí.
—Cuando estés en Roma, haz lo que hacen los romanos, —dijo con
una sonrisa—. En estas partes me conocen como Juan Matus. Pero
puedes llamarme como quieras.
Después de que la conmoción inicial de verlo había disminuido, me
sorprendió lo fácil que era estar en su compañía. La energía que impar-
tía al encuentro hizo que mi rigidez inherente desapareciera. Sabía que
debería haber estado aterrorizada por él, pero de alguna manera no lo
estaba. Exudaba una sensación de razonabilidad y equidad que daba la
impresión de que, en todos sus tratos, era impecable. De hecho, estaba
tan tranquila con él que quería considerarlo como un pariente familiar.
—Simplemente no me llames abuelo, —bromeó leyendo mis pen-
samientos.
—Le llamaré don Juan, como hace Carlos, —le dije—. Como usted
dijo, cuando estés en Roma, haz lo que hacen los romanos.
El asintió. Noté que en su porche había un conjunto de cascabeles
de capullos como los que habían usado los danzantes de Pascola, y
también varias máscaras similares a las que Carlos había comprado en
las tiendas vecinas.
—Al ver esos cascabeles de capullos, pensé que un danzante de
Pascola vivía aquí, —dije—. ¿Va disfrazado como uno?
Don Juan se rio. —Aprendí un poco de los pasos de baile yaqui
en mi juventud, —admitió—. Viví muchos años en Pascua, un pueblo
yaqui de Arizona.

104 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿Qué tipo de bailes hacía? —Le pregunté.
—La danza del venado era mi especialidad, —dijo caminando hacia
donde estaba sentada. Echó un vistazo a mi cuaderno en el que ya ha-
bía comenzado a dibujar parte de la ramada y algunas de las máscaras.
—¿Puede contarme sobre la danza del venado? —Pregunté cubrien-
do mis dibujos con mi antebrazo. No le conté sobre las danzas que
acababa de ver en Potam.
—¿Quieres una demostración? —me ofreció.
Por un momento dudé preguntándome si no debería esperar a que
Carlos regresase.
—Carlos no volverá por bastante tiempo, —me informó don Juan—
. Ahora mismo se dirige a Ciudad Obregón por algunos negocios.
—¿Qué tipo de negocio? —Pregunté alarmada—. Además de que
su auto está aquí, ¿cómo va a llegar allí?
—Alguien lo está llevando en su automóvil, —dijo con énfasis en el
su de ella. Me miró como para evaluar mi reacción.
Registré un momento de inquietud. —¿Quiere decir que está bus-
cando más máscaras? ¿Y qué hay de mí? ¿Qué se supone que debo
hacer, esperar en el auto hasta que regrese?
—No eres el único negocio que tiene, señorita, —dijo don Juan con
severidad—. En este momento está ocupado en otra parte. Te dejó aquí
a mi cuidado.
—¿Pero cuándo regresará?
—No esta noche, —dijo secamente. Me dirigió una mirada que no
dejaba espacio para más preguntas o comentarios.
»Siempre te han interesado los movimientos y las artes marciales,
—me recordó—. Las danzas yaquis son bastante diferentes de los mo-
vimientos orientales.
Don Juan se agachó y comenzó a ponerse los cascabeles de capu-
llos que había sacado de una estaca. De cerca, pude ver que estaban
hechos de cientos de larvas de polillas secas cosidas en una correa an-
cha de cuero que se ató alrededor de las pantorrillas. Luego tomó una
máscara de la cabeza de un venado, como la que había usado el dan-
zante del venado de Potam. Parte de ella estaba hecha con la cabeza de
un venado real con orejas, un hocico puntiagudo y astas.
Don Juan estaba listo para demostrar la danza del venado. Ansiosa-
mente, tomé mi libreta y lápiz para apuntar notas. Benny había expli-
cado que los danzantes enmascarados se comunicaban con el reino de
los invisibles a través de sus movimientos, pero aún no sabía cómo se
hacía o qué significaban los pasos de danza.
Don Juan comenzó a deslizar suavemente sus pies arenosos sobre el
piso de tierra debajo de la ramada, aparentemente rozando el suelo con
cascos de venado. Su espalda estaba ligeramente arqueada y su cabeza
miraba hacia abajo. Con los tobillos y las rodillas doblados, sus movi-
mientos adquirieron una apariencia elegante y grácil como si se identi-
ficara con el animal que representaba la máscara. Su cuerpo se volvió
más ágil, sus movimientos ligeros pero contundentes. Giró la cintura y
el torso de un lado a otro, balanceando sus brazos rítmicamente detrás
de él al sonido seco de los capullos. Luego siguió una serie de sacudidas
rasposas pero amortiguadas mientras golpeaba repetidamente el suelo,
alternando sus pies.
Él comenzó a cantar en un tono monótono en un idioma que no
podía entender. Los golpes y el traqueteo continuaron hasta que mis

Taisha Abelar. Textos inéditos 105


párpados se pusieron pesados. Pensé que debía ser el calor o la emo-
ción del día lo que me estaba cansando y me esforcé por mantener los
ojos abiertos. Pero pronto mi cabeza comenzó a balancearse como la
de don Juan, hasta que ya no pude permanecer despierta. Lo último
que recuerdo es que mi bloc de notas se deslizó de mi regazo al suelo,
pero no tuve la voluntad de levantarlo.
Estaba viendo un círculo de luz púrpura delante de mis ojos que se
abrió hasta que ya no vi a un hombre disfrazado de ciervo, girando con
el sonido de los cánticos y los cascabeles. Estaba viendo un bosque y,
frente a mí, mirando hacia atrás a través de la abertura del ojo morado,
había un magnífico venado. El traqueteo hueco se desvaneció en la dis-
tancia y se mezcló con el viento que susurraba, las ramas de los pinos,
las hojas en el suelo y con la corriente de un arroyo cercano.
Hipnotizada, vi al venado observándome. Sabía lo que estaba pen-
sando. Sus palabras, -para esta charla fría de ensueño de un venado-,
me llegaron por el susurro de las hojas del suelo. Más sonidos sin pala-
bras salieron de su boca como una fuente de burbujas que flotaban ha-
cia mí. Al instante, yo y el ciervo nos hicimos amigos, porque también
él podía comprender mis pensamientos.
—No te sorprendas de que puedas entenderme, —dijo el venado sin
mover su boca. Aunque habló sin palabras, ese fue el significado que
expresaban sus ojos—. Si dejas de lado tus ideas limitantes de lo que es
real e irreal, pueden suceder todo tipo de cosas. Los venados también
pueden hablar y tener sentimientos.
Pensé, ¿estoy soñando? ¿Qué le pasó al desierto? ¿Cómo llegué a
este bosque olvidado? Apenas había pensado en estas cosas, cuando el
venado me dijo que el bosque existe en otro reino, el reino del mito, y
uno entra en ese reino dejando ir el mundo en el que vive.
—Pero, ¿cómo sucedió esto? —Me pregunté—. ¿Acabo de que-
darme dormida?
—Los sonajeros del chamán ayudaron a transportarte, —explicó
el venado. Sus ojos líquidos brillaban a la suave luz de la tarde—. Sus
sonidos rítmicos te hicieron dormir y te hicieron despertar en este reino
encantado. Soy tu amigo, tu animal guardián. Si tienes alguna pregunta
sobre asuntos, solo encuéntrame y te diré las respuestas. Ahora hay
algo en particular que te gustaría saber.
Instintivamente busqué mi libreta. Quería escribir todo lo que decía
el venado, para que cuando despertara, tener pruebas que realmente
había estado donde parecía que estaba. Quería hacerle al ciervo todo
tipo de preguntas, detalles sobre el bosque y la naturaleza del mundo
en el que estaba, pero cuanto más trataba de pensar, menos podía
formular mis pensamientos.
—¿Cuál es el significado de la vida? —Solté.
El venado me miró por un instante y luego comenzó a reír, y
mientras se reía, un millón de burbujas salieron de su boca hasta
que una niebla dorada se levantó a mi alrededor, opacando comple-
tamente el bosque y el venado mismo. Todo lo que escuché fue el
torrente que corría y fue ese sonido lo que me trajo de vuelta a la
cabaña del desierto, y al danzante del venado enmascarado que es-
taba de pie sobre mi cuerpo desplomado mirándome. Lentamente,
recordé quién y dónde estaba y me maravillé de la hechicería por la
cual don Juan me había transportado al reino de los sueños. Que-
ría preguntarle si él también había visto al venado, o si realmente

106 Taisha Abelar. Textos inéditos


se había convertido en el venado, pero hablar requería demasiado
esfuerzo.
Don Juan se quitó la máscara y me examinó de pies a cabeza. Sabía
que había visto una visión. Quería preguntarle cómo se hizo, cómo se
había abierto el ojo morado justo en frente de mí, pero me indicó que
permaneciera en silencio. Le dio a sus cascabeles de capullos unos
cuantos batidos más cuando se alejaba de mí, luego se agachó y desató
los cascabeles de sus tobillos.
—Los capullos están hechos de larvas de polillas secas, —explicó,
sosteniéndolos para que yo los viera—. Cuando tantos se juntan, tie-
nen el poder de romper barreras y transportar. La máscara del venado
llama al espíritu guardián para que se acerque a la ventana de este
mundo. Sin embargo, es fácil escabullirse. Tuviste un corto viaje, pero
ahora sabes que se puede hacer. Y puedes volver al mundo de los sue-
ños cuando quieras.
Miré a don Juan, creyéndolo solo a medias. Se me ocurrió pensar
que había puesto algunas hierbas en polvo en el agua que había estado
bebiendo cuando se agachó para mirar mi dibujo. Y eso fue lo que me
había afectado. Eché un vistazo a la botella en la repisa de ladrillo de
barro.
—Fue la máscara del venado y los cascabeles de capullos, —me
aseguró—. Nada en tu bebida. Si la danza y el danzante tienen poder,
juntos pueden transportar a112¡ uno al otro lado.
Don Juan colgó los cascabeles en un clavo en el poste de la ramada.
Cuidadosamente envolvió la máscara de venado en un pedazo de tela,
luego se excusó y entró a la casa para guardarla.
El crepúsculo se derramó sobre el suelo proyectando sombras lí-
quidas por todas partes. Durante mucho tiempo me quedé mirando el
cuaderno en el suelo, esperando que don Juan volviera para poder ha-
cerle más preguntas. Pero cuando no salió, finalmente obtuve suficien-
te energía para entrar a la casa y buscarlo. Pero don Juan no estaba
allí. Parecía haberse desvanecido, quizás a través de esa ilusoria grieta
en el mundo de los sueños.

Taisha Abelar. Textos inéditos 107


Limpieza con Angélica 11

H
acía demasiado viento para sentarse debajo de la ramada al
anochecer, y era demasiado espeluznante esperar dentro de
la casa de don Juan, así que decidí sentarme en el auto hasta
que Carlos o don Juan regresaran. Estaba absorta en escribir
mis notas, cuando escuché un golpe en el parabrisas. Casi salté a través
del techo del auto. Don Juan estaba mirando a través del cristal, indi-
cándome que bajara la ventana.
—Vamos a caminar, —dijo cuando salí del auto. Llevaba un bulto
atado a la espalda como una mochila.
—¿Pero no estará oscuro pronto? —Dije.
—Tanto mejor, —respondió.
Obedientemente, me puse el poncho y el sombrero y lo seguí al
chaparral. Según mi brújula, que siempre llevaba conmigo, nos diri-
gíamos en dirección oeste. Mientras caminaba detrás de él, noté sus
manos. Las puntas de sus dedos medio y anular estaban curvadas y
presionadas contra las palmas, mientras que los dedos pulgar, índice y
meñique se extendían en una posición natural.
—Mantén tus dedos así y no te cansarás, —dijo levantando su mano
para que yo la viera—. Y posicionar tu mirada justo sobre el horizonte
ayuda a calmar tus pensamientos. Si tienes éxito, tendrás más energía
mientras caminas.
—¿A dónde vamos? —Le pregunté tratando de copiar la posición
de su mano.
—A un lugar de poder, —dijo acelerando el paso.
A pesar de que mantenía mi mirada justo sobre el horizonte como
don Juan me había recomendado, no pude calmar mis pensamientos.
Estaba alineando en mi mente todas las preguntas que no había podido
hacerle antes. Ahora estaban a punto de salir.
—¿Fue realmente el poder de la máscara y los movimientos de la
danza lo que me hizo tener esa visión del venado? —Espeté.
—El ruido de los capullos fue la línea que te llevó al mundo de los
sueños y el vínculo que te trajo de vuelta, —dijo don Juan—. Pero el
danzante mismo puede mover a alguien con su intento.
—¿Qué quieres decir con intento? —Yo pregunté.
—Quiero decir que la energía que sale del danzante puede afectar
la energía del observador y puede cambiar el mundo que lo rodea. Tú,
siendo líquida, fuiste movida fácilmente.

Taisha Abelar. Textos inéditos 109


—¿Pero hay realmente otro mundo en el que uno pueda entrar?
¿Cree en el mito yaqui del reino del Monte poblado por gente invisible?
¿Y qué hay de los animales espirituales, existen?
Se detuvo para mirarme por un instante.
—Después de lo que has visto, ¿cómo puedes hacer esas preguntas?
— Solo quiero su opinión, —dije a la defensiva.
—Los indios yaquis lo llaman el reino del Monte, pero yo lo llamo
el mundo de los sueños, —dijo—. Las mujeres sois mejores para entrar
en este reino que los hombres porque sois menos rígidas en sus expec-
tativas y creencias. Ahora, no más preguntas. Caminemos en silencio.
Las colinas distantes ya estaban bañadas en tonos de púrpura oscu-
ro. Y el cielo era lo que mis maestros de arte siempre habían llamado
un cielo perfecto de acuarela; con nubes ondulantes en diferentes tonos
de gris, rojo y rosa. Llegamos hacia un grupo de verdes arbustos y una
larga hilera de álamos. Cuando estábamos más cerca, pude ver que las
ramas superiores de los árboles habían sido cortadas, como si hubieran
sido cosechadas o alguien hubiera hecho un mal trabajo de poda. Aún
así, era una de las pocas áreas del terreno donde había una vegetación
exuberante.
—Ese es el río Yaqui, —dijo don Juan señalando el grupo de ár-
boles—. Atraviesa el territorio, trayendo la única fuente de agua a la
tierra. Es por eso que los lugares a lo largo de él son puntos de energía.
Las plantas y los animales acuden a ellos, así como los espíritus que
buscan humedad.
Cruzamos un puente de tablones bajos, que parecía a punto de des-
moronarse bajo nuestros pies.
—No es muy grande, —comenté, mirando hacia abajo—. Y está
prácticamente seco. De alguna manera esperaba un verdadero río lleno
de agua.
—Tras las lluvias se llena, —me aseguró—. Pero nunca es muy an-
cho.
Bajamos por la barranca hasta un arroyo al otro lado. Era una de
las áreas donde la tierra estaba húmeda. Don Juan me dijo que tuviera
cuidado porque las rocas estaban resbaladizas. Después de caminar un
rato por el arroyo, nos sentamos en una roca. Don Juan se quitó la
mochila, metió la mano y me entregó un pan mexicano redondo y una
naranja, y unas tiras finas de carne seca. Estaba hambrienta porque no
había comido desde el almuerzo. Habíamos perdido la comida en el
festival de la Santa Trinidad, porque como visitantes, no sería seguro
para nosotros comer de los vendedores ambulantes.
Comencé a pelar la naranja y me limpié los dedos con algunas
hojas secas. Desde donde nos sentamos, podía escuchar los camiones
que retumbaban en la carretera agitando nubes de polvo y los tubos de
escape.
—Los camiones en México tienen nombres que los propietarios les
han dado y que pintan sobre el parachoques, —explicó don Juan—. El
que acaba de pasar se llama ‘corazón herido’.
Me preguntaba cómo sabía eso, porque no había forma de que pu-
diera haber visto el camión desde donde estábamos sentados.
—Yo veo, —dijo con desinterés.
—¿Qué significa ver, don Juan?
—Significa diferentes cosas para diferentes personas. A veces, es
tener la certeza de que una cosa es así. Otras veces es una voz que te

110 Taisha Abelar. Textos inéditos


dice algo específico. O puede ser una sensación visual de ver fibras
de energía o colores moviéndose alrededor de una persona, planta,
animal u objeto. Incluso puede ser un anhelo que te atrapa y no te
deja ir.
—Tengo un anhelo que no me deja ir, —dije—. Pero no sé qué es.
Nunca puedo expresarlo. Viene de muy lejos.
Don Juan me miró por un momento y luego sacudió la cabeza. —
Eso no es ver, eso se llama consentirse.
Soltó un chorro de risa genuina. Quería discutir con él, pero él negó
con la cabeza.
—Apuesto a que tiene algo que ver con encontrar el amor, —dijo
dándome un codazo.
—Supongo que tiene razón, —admití—. ¿Pero los hechiceros no
aman o quieren ser amados?
—Lo hacen. Pero no en la forma en que la gente común se ena-
mora y desenamora. El afecto de un brujo es incomparable. No tiene
ningún interés o apego personal a su sentimiento. Se da sin ningún
compromiso. Y una vez dado, nunca jamás se desdice.
La rotundidad de sus declaraciones me dio escalofríos. Hizo que
cualquier noción de amor con la que me hubiera topado pareciera in-
significante, inferior y empapada en una entrega emocional.
—No sé si podría comprometerme de una manera tan definitiva y
absoluta, —le dije, ofreciéndole la mitad del pan.
Don Juan se rió y dijo que no tenía nada que ver con la elección
personal o el compromiso. Era más bien una cuestión de destino, al
que uno aceptaba y actuaba impecablemente o se oponía a su último
aliento.
—El flujo del destino que une a las personas es raro y misterioso, —
dijo suavemente—. Solo un loco ciego o un criminal del conocimiento
no aceptará tal regalo.
—¿Qué es un criminal del conocimiento?
Tenía los ojos brillantes como si recordara algo que sucedió hacía
mucho tiempo. —Alguien que sabe lo mejor, pero obstinadamente
se niega a actuar según su conocimiento. —Luego se echó a reír y
dijo en broma: —No te preocupes, esta no es una propuesta de un
anciano.
También me reí pero un poco más nerviosamente de lo que preten-
día. Don Juan estaba lejos de ser un anciano
Pasó otro camión. Me preguntaba a dónde iba. Quizás a Mazatlán,
o Guadalajara, o incluso tan al sur como Ciudad de México. Le co-
menté a don Juan que nunca había estado en ninguno de estos lugares.
—Irás pronto, —dijo con tanta certeza que me sentí obligada a pre-
guntar:
—¿Cómo lo sabe? ¿Está viendo de nuevo?
—Carlos te llevará allí, —dijo—. Zuleica está en Guadalajara espe-
rando por ti. Ella tiene algo que enseñarte.
—¿No puedo quedarme aquí con usted? —Le pregunté sintiéndome
a gusto en su compañía y con un miedo a muerte de lo que Zuleica
tenía que enseñarme.
—No, tu camino es diferente. Todos estamos obligados a ayudarte,
pero no eres como nosotros. Tienes que regresar a Los Ángeles. Tie-
nes otras cosas que hacer.
—¿Qué tendré que hacer? —Pregunté alarmada.

Taisha Abelar. Textos inéditos 111


— Eso corresponde al espíritu decidirlo. Te dirá y tu poder dictará
de lo que eres capaz. —Me dio un codazo y dijo suavemente—. Eres
capaz de más de lo que te das cuenta.
En ese momento, una ráfaga de viento agitó las hojas de los álamos.
Sentí un escalofrío que entró en mis huesos. La consecuencia de no
estar a la altura del desafío del espíritu era demasiado exagerada como
para formularla, así que, aunque pensé que no sabía cuál podría ser ese
desafío, decidí agarrarlo.
—Dígame más sobre el danzante del ciervo, don Juan. Exactamen-
te, ¿cómo entra el danzante en otro reino?
Don Juan se quitó el sombrero y se limpió la frente con un pañuelo
que él tenía en el bolsillo de su camisa.
—Al principio, entrar en el mundo de los sueños puede ser una
experiencia aterradora; o solo puede parecer un sueño del que uno
no se despierta. Pero para un hechicero, ese sueño es real y si entras
en ese mundo con la suficiente frecuencia, se volverá real para ti
también.
—¿Cómo pueden un hechicero o un yaqui decir que el mundo de
los sueños es real? —Pregunté—. ¿No pueden distinguir la diferencia
entre el estado de vigilia y los sueños?
—Para los hechiceros es real porque pueden actuar en el estado
de sueño con certeza y control. Acechan sus sueños; pueden aprender
cosas, encontrar cosas, comprender cosas que no están claras en el
mundo cotidiano.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas sobre el futuro, o lo que alguien está haciendo a kilómetros
de distancia. Es una forma de ver más allá de lo que está frente a ti.
—¿Está hablando de adivinación, don Juan?
La literatura antropológica estaba llena de referencias de cómo en
las culturas primitivas el chamán, entra en trance para ver lo que de-
para el futuro, para diagnosticar enfermedades o para buscar el trata-
miento adecuado. Los médicos hechiceros africanos eran particular-
mente aficionados al uso de humo y huesos carbonizados o el hígado de
pollos para hacer pronósticos. Magia, hechicería, adivinación, brujería,
todas estas áreas eran parte de la tradición antropológica; pero siempre
parecían tan alejadas de nuestras actividades cotidianas, nuestras vidas
personales. Para los yaquis, tales actividades no parecían extrañas en
absoluto. Don Juan mismo había usado su danza para abrir la puerta
al mundo de los espíritus, a una realidad diferente. Un mundo que
era para un brujo tan real y predecible como el mundo cotidiano para
nosotros.
—El reino mágico de los yaquis no es extraordinario, —dijo don
Juan—. No es una parte de lo sobrenatural o un aspecto de de la dico-
tomía sagrada y profana que los antropólogos se arman tan fácilmente.
—¿Cómo sabe lo que hacen los antropólogos? —Pregunté.
—Arizona está llena de antropólogos, —rió—. Especialmente en
las áreas tribales alrededor de Tucson. Alguno siempre está tratando
de hacer que un pobre inocente responda un cuestionario por unos
pocos dólares. Van haciendo esquemas de categorización sin saber de
qué están hablando.
—Mis sentimientos exactamente, —dije—. Pero traté de decírselo a
uno de mis profesores una vez y él me acusó de no ser un profesional
material y procedió a echarme de su despacho.

112 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Tienes que aprender a acechar a tus profesores, —me recomen-
dó don Juan—. O te devorarán para el desayuno. Esos profesores se
dan un banquete con las alumnas jóvenes.
—¿Cómo los acecho? —Pregunté.
—Trata a la Universidad como un coto de caza. Si vas allí para ser
descubierta, o para que te guste, o para hacer una declaración, te cae-
rás de bruces. Si sienten que los estás desafiando, los pinches tiranos
comenzarán a dar pelea y casi siempre ganan.
—¿Cómo puedo superarlos? —pregunté—. Son hombres, son mez-
quinos y tienen el poder.
—Caminas alrededor de ellos con pies de gato, y nunca les haces
saber tus opiniones o lo que estás pensando. Un acechador consumado
no tiene opiniones. Se adapta a cualquier circunstancia, rápida y sua-
vemente como el viento. Si creen que te tienen acorralada , ya estás en
otro lugar. Sé evasiva e incontenible, pero devastadoramente poderosa.
—Eso suena como una contradicción para mí, —dije.
En ese momento, otra ráfaga de viento agitó las hojas del suelo.
Sopló un montón en mi regazo. Don Juan se rió y dijo que yo iba a
hacerme una excelente acechadora, siempre que tratara todo como
un desatino controlado, y me hiciera cero a mí misma para que nadie
pudiera agarrarme.
—Además, solo alguien que es tan ligero como el viento puede atra-
vesar las rajas entre los mundos, —continuó don Juan.
—¿Qué quiere decir con las rajas entre los mundos? —Pregunté.
—Los hechiceros ven que el mundo de los espíritus existe y que
existen otras entidades además de los seres humanos y los animales que
deambulan por la tierra, —dijo don Juan—. Pero existen detrás de una
pared que está llena de rajas, por así decirlo. Un hechicero da ese co-
nocimiento por sentado al igual que los occidentales dan por sentado
la creencia en Dios, el cielo, el método científico, o la infalibilidad del
Papa, o caminar en la luna, o cualquier otra cosa que afecte sus vidas
cotidianas.
—¿Está diciendo que Neil Armstrong nunca caminó en la luna? ¿O
que atravesó una especie de grieta cósmica para llegar allí?
—De ningún modo. Solo que se necesita un esfuerzo tremendo
para que el hombre traiga a su conciencia el resultado final de un hom-
bre caminado en el espacio exterior. O que un hombre en Roma es el
representante directo de Dios en la tierra, o que una Virgen concibió
un hijo. A la luz de estas hazañas de intención, el conocimiento de que
otras entidades coexisten con el hombre en la tierra no requiere un
gran salto de fe.
Miré alrededor. Nunca había considerado a los espíritus como parte
de mi mundo cotidiano, pero cuando era niña ví sombras que cobra-
ban vida y, a veces, sentía la presencia de un ángel guardián. También
asumí que existían santos, hadas, elfos y duendes, aunque nunca había
visto uno. Por lo tanto, no fue tan difícil aceptar que los indios yaquis
también tenían entidades espirituales, como el espíritu venado con el
que me había encontrado, que los protegen y aconsejan al igual que
nuestros ayudas sobrenaturales.
—Si los yaquis dicen que hay un mundo espiritual y que aprenden
en sueños, una persona tendría que experimentar este tipo de apren-
dizaje para saber de qué están hablando, —le dije a don Juan—. Si los
yaquis se dirigen a un reino mitológico y lo tratan como realidad, para

Taisha Abelar. Textos inéditos 113


comprenderlo, el antropólogo debe hacer lo mismo. Debe hacer de sus
mitos su realidad.
Le dije a don Juan que es tarea de los antropólogos describir lo me-
jor que puedan lo que sucede en otra cultura, en otra realidad, la forma
en que los miembros de esa cultura la ven y la viven. Por lo tanto, tiene
que estar igual abierto y accesible a los fenómenos que encuentra, no
importa cuán extraños puedan ser; no importa cuán diferente sea de
sus propias expectativas o experiencias. En resumen, el trabajador de
campo debe suspender el juicio mientras investiga. Solo así podría ir
más allá de su forma de pensar limitada, su etnocentrismo; y su prejui-
cio perceptual. Además, al ver otra realidad, la propia realidad otorga-
da al autor perdería su máxima importancia.
—Las mujeres son las mejores hechiceras, —dijo don Juan después
de escuchar mi discurso—, y sin duda también las mejores antropólo-
gas.
—¿Porqué es eso?
—Porque son mucho más sensibles que los hombres. Pueden ex-
perimentar y aceptar cosas más allá de su alcance con mayor facilidad
sin la insistencia en reafirmarse como lo hacen los hombres. Por otro
lado, las mujeres son mucho más vulnerables y deben ser protegidas
del choque de encontrarse con otras realidades. Tienden a entregase y
perder sus fundamentos en un abrir y cerrar de ojos.
Me reí porque, por un momento, pensé que había dicho que las
mujeres pierden sus bragas a la primera de cambio.
-Eso también, -dijo don Juan riendo-. Pero desafortunadamente
nunca hay escasez de hombres para apoyarlas en ese departamento.
En una nota más seria, agregó que si una mujer era sobria, valiente
y aventurera, y no perdía sus bragas, podría descubrir misterios más
allá de sus expectativas más salvajes.
—¿Pero no tiene que tener ayudantes espirituales? —Pregunté.
—Es cierto, algunos espíritus son ayudantes, —continuó don
Juan—. Cada persona, al nacer, recibe un animal tótem que lo protege
y aconseja durante toda su vida. Quizás, el tuyo sea el venado.
Me gustaron los venados. Nací en una zona llena de bosques y mu-
chos venados. Disfruté estar en el bosque, estando quieta, permane-
ciendo oculta. Tenía que estar de acuerdo, tenía algo en común con los
venados respecto al modo de temperamento.
—¿Cuál es su animal tótem? —Le pregunté.
—El cuervo. Siempre he tenido una afinidad con ellos, desde que mi
maestro me mostró cómo convertirme en uno.
—También me gustan los pájaros, —le dije—. Sueño a menudo que
estoy volando.
—Los cuervos son excelentes acechadores, —agregó don Juan—.
Y algunas de las máscaras de Pascola los representan.
Terminé la naranja y el resto de la carne seca.
—El danzante, si tiene poder, puede convertirse en el animal que
representa, —continuó don Juan—. He hablado con un buen número
de bailarines de Pascola y los he observado. Para algunos, la danza
es simplemente un medio para presumir, pero para otros la danza es
un vehículo; la máscara, la música y el movimiento hipnótico de los
cascabeles de capullos lleva al danzante al reino espiritual. Allí puede
aprender sobre los misterios del universo e incluso encontrar respuestas
a las preguntas fundamentales de la vida.

114 Taisha Abelar. Textos inéditos


Don Juan me dio un codazo y supe que se estaba refiriendo a lo que
le había preguntado al espíritu venado. O tal vez Carlos le había conta-
do sobre nuestra reunión en el departamento de Antropología cuando
le hice la misma pregunta.
—Si encuentras al venado en tus sueños, —me aconsejó—, pregún-
tale sobre el significado de la vida. Él te dirá lo que quieres saber.
—¿Es eso lo que usted hace, don Juan? ¿Aprender en tus sueños?
Don Juan asintió con la cabeza. —Y a través del ver. En este mo-
mento veo que hay un parche de angélica creciendo allí. Exactamente
la planta por la que hicimos todo este camino para encontrar.
Nos levantamos y caminamos hacia la curva del arroyo donde don
Juan había dicho que las plantas estaban creciendo.
—¿Para qué son las plantas? —Pregunté.
—Son invaluables para las hechiceras, —dijo—. Les da sobriedad,
propósito y les amortigua los cambios perceptivos erráticos a los que
son propensas, especialmente durante sus períodos menstruales.
Anteriormente mientras caminábamos, se había detenido de vez
en cuando para permitirme examinar ciertas plantas a corta distancia.
Me había advertido que no las recolectara, sino que recordara cómo
se veían, por si alguna vez necesitaba encontrarlas. Había Manzanilla,
salvia y una pequeña planta con flores azules. Él había dicho que no
estábamos allí para recoger hierbas, sino para aprender a almacenar
energía. Me aseguró que si alguna vez necesitaba sanarme, debería ma-
nipular la energía directamente, no ingiriendo ninguna planta. Había
una excepción a esta regla, y esa era la planta de angélica.
Caminamos hacia unas grandes plantas de color verde amarillento
que parecían apio alto y cubierto de maleza. Se habían brotado alrede-
dor de una yarda y en las puntas había mechones de tallos secos con
pequeñas semillas marrones.
—Esta es la angélica, —dijo trancando un poco de la hoja y frotán-
dola entre sus dedos.
—Huele a apio, —dije oliendo—. ¿A qué sabe?
—Descúbrelo por ti misma, —dijo y me dio unas pocas semillas
para masticar. Sabían a apio amargo.
—¿Hago una infusión de las hojas o semillas? —pregunté.
— Puedes o masticas las semillas directamente, pero en tu caso es
mejor fumarla.
—¿Cómo la fumo?
—Primero secas los tallos y luego los aplastas un poco y los pones
en una pipa y enciendes un fósforo.
—Nunca he fumado nada en mi vida, —dije.
—¿Ni siquiera marihuana? —Bromeó.
—Un amigo mío me dio un porro una vez para probar, pero no me
gustó. El humo realmente me lastimó los pulmones y me hizo estornu-
dar. Verá, soy alérgica al humo.
—Esto no es marihuana, —dijo con seriedad—. Además, proba-
blemente inhalaste demasiado humo en tus pulmones cuando deberías
haber permitido que el humo te envolviera.
—¿Qué hace el humo de Angélica? —Pregunté.
—Limpia las fibras energéticas del cuerpo.
Dio un paso atrás y me dirigió una mirada tambaleante, movien-
do los ojos de arriba abajo desde la cabeza a los pies. Hay una gran
cantidad de restos adheridos a sus fibras a pesar de tu recapitula-

Taisha Abelar. Textos inéditos 115


ción, —dijo—. Así que en casos difíciles como tú, uno tiene que usar
humo para limpiar el doble. No tienes que inhalarlo. Solo deja que
el humo te acaricie. El sabe qué hacer. Te limpiará sin que tengas
que dirigirlo.
Don Juan recogió algunos de los tallos secos y los puso dentro de
su mochila. Dijo que me los daría más tarde. Si se me acabara, tendría
que encontrar el siguiente lote yo misma.
—¿Qué haré si no puedo volver aquí? —Dije.
—La angélica crece en todas partes, —respondió—. Puedes encon-
trarla en abundancia en los cañones alrededor de Los Ángeles. Luego
debes dejar que los tallos se sequen y encontrar una pipa en tus sueños
y poner algunas hojas trituradas dentro. O puedes encender la punta
del tallo directamente.
Nos sentamos en un tronco y él me pidió una cerilla. Saqué un li-
brito de fósforos del bolsillo, porque junto con la brújula, siempre llevo
un librito de fósforos en los bolsillos para poder observar su llama cada
vez que lo necesitaba. Me preguntaba cómo don Juan sabía que tenía
fósforos conmigo. Encendió un tallo seco de aproximadamente tres
pulgadas de largo sosteniendo una cerilla en su punta. Luego movió
el tallo de un lado a otro frente a mi nariz y permitió que el humo me
envolviera. El humo me atrapó, me quemaron los ojos y no me gustó
en absoluto la sensación. Pero cuando el humo se disipó, experimenté
una calma y claridad sin precedentes.
Al principio no pude señalar exactamente cuál era la diferencia,
luego me di cuenta de que mi calma era el resultado del hecho de que
mi diálogo interno se había detenido por completo. No tenía más pen-
samientos. Estaba contenta de percibir directamente, sin filtrar todo a
través de palabras y pensamientos. Sentí que el yo que siempre estaba
al mando había desaparecido. De alguna manera, el humo había deja-
do las cosas absolutamente quietas, de modo que no había separación
entre el yo analítico y las cosas en las que pensaba.
Sutil como era, parecía la diferencia entre la noche y el día. Durante
el día, todo está agitado, las calles están llenas de tráfico y ruido, la
energía de las personas, y la tensión y la prisa de la vida, llena el pro-
pio ser. Por la noche, las cosas se calman. Nadie va a ninguna parte.
Las aves también se han asentado en sus nidos y todo está en reposo.
Así me sentí después de inhalar solo unas pocas bocanadas de humo;
completamente en reposo, sin prisas, sin preocupaciones, todo había
vuelto a su lugar natural. El mundo era como debería ser, sin la cons-
tante interferencia de pensamientos y expectativas.
Fue una exquisita sensación de serenidad lo que trajo el humo. Era
como quemar incienso en una iglesia. Comencé a respirar profunda-
mente desde mi abdomen y saboreé la tranquilidad y la facilidad de no
tener nada que decir, nada que hacer, y ningún lugar a donde ir, ex-
cepto estar donde estaba en ese preciso momento. Era como si mi ser
se hubiera mezclado con la eternidad extendiéndose frente a mis ojos.
—El humo de la angélica es así, —dijo don Juan sintiendo mi estado
de ánimo—. No espera nada de ti. Humildemente hace su trabajo de
limpiar los restos del pasado. Si estás emocionalmente molesta o agi-
tada, rodéate de humo de angélica. No es necesario inhalarlo. Y solo
úsalo cuando te sientas agitada y necesites calmarte. Nunca abuses de
él. Junto con la recapitulación, servirá como un medio para limpiar y
calmar la inclinación errática de tu naturaleza.

116 Taisha Abelar. Textos inéditos


Don Juan reiteró que no necesitaba usar una pipa o realmente in-
halar. Podía encender un poco el tallo y dejar que el humo se elevara
mientras sostenía el pedazo de raíz de angélica en mi mano izquierda.
El efecto sería el mismo. El olor a humo a mi alrededor sería suficiente
para aclarar mi mente y hacer que cesara mi diálogo interno.
Hizo un pequeño fuego con madera, luego colocó algunas ramas de
angélica que había recogido del suelo, encima del fuego. Nos sentamos
frente a él por un rato y de vez en cuando usó su chaqueta para avivar
el humo en mi dirección. Cuando el fuego se extinguió, tomó un palo
y señaló los restos remanentes.
—Antes querías saber sobre ver, —dijo—. Los antiguos hechiceros
de nuestro linaje utilizaron muchos métodos diferentes para compren-
der el estado de las cosas. Usaron granos de maíz, los patrones en las
nubes, la formación de hojas en los árboles y en el suelo, o después
de que se había apagado un fuego, la colocación de la madera carbo-
nizada.

(agregar la sección del capítulo sobre fuego y adivinación)

Taisha Abelar. Textos inéditos 117


El sueño del cuervo 12

E
ra pasada la medianoche cuando volvimos a la casa de don
Juan. El auto de Carlos estaba estacionado donde lo había de-
jado, así que supe que no había vuelto. Quería dormir en el
coche con las ventanas enrolladas y las puertas cerradas, pero
don Juan no quiso ni oírlo.
—Mi casa está a tu disposición, —dijo con un aire de galantería—.
Por favor siéntete como en casa. Me aseguró que estaría perfectamen-
te segura, y él personalmente garantizó que su casa no tenía pulgas
porque él no tenía animales. Encendió una linterna de queroseno y
la dejó sobre la mesa que estaba al lado de un catre. Me entregó una
cobija de lana doblada y dijo que tenía que ir a Torim para ver algunas
personas. Hizo hincapié en que él no volvería hasta el día siguiente.
—¿Qué pasa si alguien viene husmeando por aquí? —dije cohibida.
—Nadie te molestará, —me aseguró.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
— Esta casa está bien protegida.
—¿Por qué?, ¿Por un sistema de alarma invisible? —dije con risa.
—Podrías decir eso. Tengo un guardián que ahuyenta cualquier vi-
sita indeseable.
Al principio, pensé que se estaba refiriendo a un perro de guardia,
pero antes de que pudiera preguntarle quién era su guardián, él dijo:
—¿te lo muestro?.
—No, no, no. Voy a creer en su palabra, —dije repentinamente
asustada.
Si iba a dormir allí, no quería que nada escalofriante traicionara mi
imaginación.
—Si ves o escuchas algo inusual, lo mejor es que lo ignores, —dijo.
Asentí y tomé la manta. Cuando el salió de la habitación, me acosté
en el catre que tenía un tosco colchón de crin de caballo. Intenté dor-
mir, pero el sueño no venía. Una parte de mí estaba completamente
despierta, en estado de alerta; la otra parte estaba tratando desespe-
radamente de dormirse. En vez de sentir la dureza del colchón debajo
de mí, me sentí como si estuviera suspendida en una guata suave de
algodón cálido y adormecedor. Yo le atribuí esta rara sensación a las
extrañas vibraciones en la habitación que hacían que se disolviera toda
la dureza. Era un cuarto líquido, moviéndose, cambiando formas en la
oscuridad. O, tal vez, era mi sangre o adrenalina surgiendo a través de

Taisha Abelar. Textos inéditos 119


mi cuerpo, o el estar en la guarida del nagual, pero el zumbido se hizo
más fuerte y mi cuerpo pareció desaparecer y todo lo que quedaba de
mí era un ligero hormigueo general.
El sentimiento era una reminiscencia de la primera noche que había
pasado en la casa del árbol de Clara. En esa ocasión, estar suspendida
del suelo había hecho que mi cuerpo se expandiera, como un globo
hacia afuera, y me había envuelto con la misma sensación de flotar de
la que no tengo ninguna referencia en términos de mi forma o tamaño
físico. Emilito había explicado después esta sensación como la salida
de mi doble y el hacerse cargo, porque estar en la casa del árbol había
inhibido el tirón de la gravedad en mi cuerpo físico.
Estaba recordando a Emilito y la misteriosa casa del árbol, cuan-
do escuché un chasquido que sonó como una ramita rompiéndose,
viniendo de una pila de cestas en la esquina de la habitación. Todos
mis sentidos se pusieron alerta. La parte delantera de mi cuerpo pare-
cía completamente abierta como si hubiera un enorme agujero abierto
donde deberían estar mi estómago y mi pecho. Me esforcé por ver en
la oscuridad, pero solo podía ver los contornos de la parafernalia en la
habitación; unas cuantas calabazas colgando de cuerdas, dos máscaras
yaquis, una de un ciervo, otra de un cuervo enganchado al poste; la
silueta de la linterna de queroseno sobre la mesa.
Escuché el ruido otra vez. El chasquido podría haber sido un grillo
gigante, excepto que el sonido estaba demasiado recortado, demasiado
frágil. Era más como el clic de un juguete de metal de una tienda bara-
ta, en forma de rana o de un ratón que se rompe cuando se presiona
y suelta la palanca de metal. Ahora el clic estaba al otro lado de la
habitación; parecía haberse movido más cerca del catre. Me levanté un
poco, apoyándome contra el saco de arpillera doblado que servía como
almohada. Salté cuando escuché el sonido al lado de mi cabeza
El clic sonó de nuevo, esta vez por la puerta. Hizo que el área en mi
sección media saltara cada vez que sonaba. Cualquier cosa que fuera
el sonido, estaba definitivamente saltando por la habitación, como si
intentara llamar mi atención. Mientras permanecía despierta tratando
de anticipar un lugar desde donde el clic vendría, me di cuenta de que
en el mundo de los hechiceros estaba repleto de lo inesperado. Decidí
seguir los consejos de don Juan e ignorar lo que sea que hubiera en
la habitación. Debo haberme dormido, o yo andaba a la deriva en un
sueño que parecía totalmente real. Estaba quitando la máscara de cuer-
vo de la pared y me la puse en la cabeza. Don Juan me iba a mostrar
algunos movimientos. Primero él demostró cómo debía colocar mis
pies. Doblando las rodillas, tenía que levantarme sobre las bolas de mis
pies luego caer sobre los talones repetidamente. Yo copiaba su acción,
levantando los talones del suelo y luego rápidamente los colocaba abajo
de nuevo. Después de un tiempo, se convirtió en un solo desempeño
parejo que involucraba las coyunturas de mi tobillo y rodilla. Sentí que
mis piernas se volvían gomosas, viscosas; mis manos colgaban sueltas a
mis costados. Me imaginé a mí misma como un vitivinicultor pisotean-
do una tina de uvas con mis pies descalzos.
Luego, siguiendo el ejemplo de don Juan, arqueé la parte superior
de mi de espalda como si yo fuera elevada por una fuerza, y llevando
mis brazos fuera de los costados de mi cuerpo, los abrí como las alas de
un enorme pájaro. Mi cabeza estaba inclinada hacia adelante y estaba
mirando hacia abajo mientras levantaba mis brazos hacia arriba y hacia

120 Taisha Abelar. Textos inéditos


abajo junto con mi respiración. Yo agité mis brazos una y otra vez en
una acción repetitiva. Después de lo que pareció una eternidad, el suelo
frente a mí se abrió y ya no estaba soñando que estaba parada agitando
mis brazos en vuelo simulado. Yo estaba en verdad en el aire, volando
sobre una impresionante vista del desierto. Pude ver vegetación, las
zanjas de riego, las carreteras, y las cercas de pitaya alrededor de las
casas de adobe con techos planos. Mientras me elevaba en el aire, moví
mis brazos con tanta fuerza que me estaba cansando. Escuché a don
Juan decir que no tenía que aletear tan fuerte; sino que podría, si lo
deseaba, simplemente deslizarme.
Ante esta sugerencia, me dejé ir y experimenté la más exquisita sen-
sación de deslizarme a través del aire. Podía sentir el viento agitar mis
elegantes plumas negras. Y en la distancia pude ver las más hermosas
montañas nevadas. Sospeché que eran las montañas sagradas del mí-
tico mundo yaqui, pero eran tan reales como cualquier otra formación
del mundo de vigilia. Eran impresionantes por su esplendor; más her-
mosas que cualquier paisaje que haya visto en esta tierra. Volé sobre el
valle, elevándome, luego batiendo mis alas, solo para planear de nuevo.
Entonces escuché música dirigiéndose hacia mí desde la distancia. A
medida que la música llenaba todo mi ser, experimenté un estado de
exquisita felicidad. Escuché a don Juan decir que podía aterrizar si esta-
ba cansada. Miré hacia abajo y vi un bosquecillo de árboles y me dirigí
hacia las ramas superiores.
—Puedes dejar de mover los brazos ahora, —dijo don Juan—. El
cuervo ha aterrizado con seguridad.
Me encaramé en la rama y descansé. Podía sentir mi cuerpo de cuer-
vo, mi pico y cabeza, y mis alas emplumadas. Me estaba acicalando a mí
misma como lo hacen los pájaros, felices de estar en el árbol con la brisa
que susurra entre las hojas. Cuando descansé, bajé en picado a un campo
y comencé a saltar al suelo. Después de un rato, otro cuervo, vino y saltó
a un lado mio. Entonces la cosa más extraña sucedió. El cuervo me montó
y nos apareamos como hacen los cuervos. No es que tuviera la menor
idea de cómo se aparean los cuervos. Sin embargo, estaba segura de que
estaba experimentando el acto de la manera en que los cuervos lo hacían.
De hecho, el otro cuervo, en muy poco tiempo, me tuvo en la posición
que quería, y siguió un intercambio placentero. La comprensión de que el
otro cuervo era don Juan lo hizo mucho más excitante.
En ese sueño, vi y sentí cosas que para la mente racional son in-
comprensibles Y aunque mi mente racional fue rebasada, mis sentidos
estaban agudos y experimenté una efusión del más profundo afecto.
Fue esa oleada de emoción la que creó tal agitación en lo profundo de
mí que siempre recordaría el sentimiento de mi cuerpo de cuervo y lo
que es planear por del aire más ligera que el viento.
Al cabo de un rato, el campo desapareció y volví a encontrarme pa-
rada en la casa de don Juan, agitando mis brazos en el estilizado vuelo
del cuervo. Sentí que algo áspero me rozaba la cara y oí una respiración
que no era la mía. Me di cuenta de que la manta estaba frotando mi
mejilla y que era yo quien respiraba pesadamente mientras dormía.
Como en el momento de la fusión de la doble conciencia, desperté y
me encontré acostada en el catre Me acordé de cada detalle del sueño
y cerré los ojos para recuperar la sensación del viento arremetiendo
contra mí y traer de regreso la gloriosa cadena montañosa que rodea
el exultante valle.

Taisha Abelar. Textos inéditos 121


Durante mucho tiempo, permanecí despierta en la oscuridad, la
mitad escuchando por si el sonido de los clics regresaba, pero se habían
detenido. Lo mismo sucedió con el fuerte zumbido que había permeaba
la habitación. La luz brillaba a través de la ventana al amanecer. Me
incliné hacia mi libreta y bolígrafo y escribí todo lo que pude recordar
sobre el sueño del cuervo. La imagen del terreno era cristalina, y pude
escuchar la música de las montañas y sentir sus notas melódicas vibrar
suavemente dentro de mi cuerpo. Cuando terminé de escribir mis re-
cuerdos, dejé mi cuaderno a un lado y me dormí de nuevo. Me desperté
varias horas después con el sol brillando en mis ojos. Me di cuenta por
la luz, que iba a ser un día extremadamente caluroso. Me senté cuando
escuché a don Juan entrar por la puerta.
—¿Cómo estuvo tus alojamiento? —preguntó abriendo un saco de
comestibles que había puesto sobre la mesa—. Confío en que no muy
incómodo.
—Tuve el sueño más vívido de volar sobre el desierto, —dije.
Me pidió que describiera el sueño en detalle, lo cual hice, porque to-
davía estaba fresco en mi mente. Me miró y sonrió como si supiera que
yo deliberadamente, había dejado fuera la parte sobre los dos cuervos
que retozaban el campo.
—Convertirse en un cuervo en los sueños no es tan inverosímil, —
dijo—. Hacerlo mientras estás despierto es otro asunto.
—¿Cómo puedes convertirte en un cuervo mientras estás despierto?
—Con intento inflexible, el cuerpo seguirá a la mente donde vaya,
—me aseguró.
Le pedí que explicara qué quería decir con eso.
—Lo haces todo el tiempo, —dijo—. Por ejemplo, cuando activas
un recuerdo llamado infelicidad, todo tu ser completo se sumerge en
ese sentimiento y te vuelves infeliz. Es por eso que no se recomienda
entregarse a cualquier cosa. La mente no está separada del cuerpo,
aunque preferimos pensar qué así es.
Abrí un poco de agua mineral y tomé un sorbo.
—Cada vez que nos miramos en un espejo, —dijo don Juan—, o
vemos nuestro reflejo en un estanque de agua, creemos que vemos a
la misma persona que vimos la última vez que miramos. Podemos ver
algunos cambios como arrugas o una barba más larga o una expresión
diferente. Pero sabemos estos las diferencias son superficiales. No nos
hacen otra persona. Hemos aprendido a reconocernos como seres que
cambian, pero a nuestro ojo interno, sin embargo, somos los mismos.
Se inclinó hacia mí y acercó su rostro incómodamente al mío. —
Pero no es más que un espejismo, —susurró—. Por eso nunca deberías
mirarte muy de cerca en un espejo; te arreglarás a ti mismo permanen-
temente como algo que no quieres ser.
Sospeché que Clara le había contado mi reiterada solicitud de tener
espejos instalados en el baño de su casa. Tuve un momento difícil ajus-
tándome a no ver mi reflejo y seguí tratando de obtener vislumbres de
mí misma en cualquier superficie brillante y reflejante.
Reiteró que estamos cambiando constantemente y nunca somos lo
mismo de momento a momento. Cada nuevo pensamiento, acción o
experiencia nos hace diferentes Es solo el recuerdo de nosotros mismos
lo que nos asegura que somos continuos, estables y familiares.
—Si siempre estamos cambiando, —dije—, ¿Cómo podemos reco-
nocernos a nosotros mismos?

122 Taisha Abelar. Textos inéditos


Dijo que no hay forma de reconocernos a nosotros mismos, porque
somos un misterio. Totalmente desconocidos para nosotros mismos y
para los demás.
—Ese es uno de los preceptos del acecho, —subrayó—. Yo lo
aprendí de mi benefactor, el Nagual Julián, y te lo paso a ti. Somos un
misterio indescriptible.
—Pero yo sé quién soy, —dije.
—Eso es porque eres una tonta, —dijo don Juan riéndose—.Es es-
túpido creer que solo porque tienes un nombre, una dirección, un
trabajo, o vas a la escuela, ya te conoces a ti mismo o a los otros.
»Estos atributos no son tu verdadero ser; son solo formas de descri-
bir quién eres, para que puedas hablar acerca de ti misma como una
persona social.
—¿Está diciendo que no existo?
—Existes, pero no de la manera que tu piensas, —dijo. Don Juan
enfatizó que la idea de que el cuerpo es una constante entidad continua,
es una de las suposiciones más difíciles de romper.
—¿Porqué pasa eso? —Pregunté tomando un bocado del pan que
trajo.
—Porque las personas se identifican con sus cuerpos, que ellos per-
ciben de la manera que es aceptada por el mundo que los rodea.
Argumenté que el cuerpo físico es verdadero y no una apariencia.
Pero él insistió en que mantener esta posición deriva de una percep-
ción limitada y sentido común incorrecto.
—Tu cuerpo es una idea, una abstracción, —reiteró él—. Como
tú lo consideras depende de tu cultura y la modalidad del tiempo en
que tú vives. Por ejemplo, las personas del pasado no tenían la misma
perspectiva del cuerpo que tenemos nosotros. Y el hombre occidental
no tiene la misma vista de él que tiene un hechicero.
—¿No tenemos básicamente la misma estructura física? —pregun-
té—. ¿Dos brazos y piernas y un torso?
—Si tuviéramos la misma composición física, todos seríamos capa-
ces de hacer las mismas cosas, —respondió—. Pero la mayoría de la
gente no puede volar el aire, o atravesar paredes, o extender sus fibras
luminosas para viajar a través de grandes distancias. O desaparecer
justo en frente de tus ojos.
Debo haberle dado una mirada burlona, porque​​ agregó: —Algu-
nas personas no pueden percibir el cuerpo etéreo o energético que
les permitiría realizar estas hazañas extraordinarias. Por lo tanto,
a diferencia del hechicero que diariamente se sintoniza y vigoriza
su cuerpo energético, su doble, la persona promedio no hace nada
para mejorarlo, pero sí hace todo para realzar su auto importancia,
su persona social.
—¿Qué quiere usted decir con auto-importancia? —pregunté.
Don Juan pensó por un momento mientras elegía sus palabras.
—Es poner un énfasis indebido en la idea que una persona tiene de sí
misma. Con el objeto de que esa idea se convierta en realidad, se le
debe dar energía constante. Uno siempre debe atenderlo, sostenerlo,
reforzarlo, mimarlo con el fin de mantenerlo vivo.
Cuando le pregunté por qué era así, don Juan respondió que la gen-
te ha perdido contacto con sus misteriosos orígenes que les represen-
tan lo desconocido y solo son dejados con una imitación insignificante,
un idea quimérica que ellos consideran como real.

Taisha Abelar. Textos inéditos 123


—Si las personas se dieran cuenta de que son desconocidas para sí
mismas y para los otros, no se considerarían a sí mismos importantes
ni se apoyarían con sentirse especiales. Ellos sabrían que ya son espe-
ciales. Pero habiendo perdido de vista su verdadero misterio, ellos in-
tentan hacerse los misteriosos y tratar de actuar de manera importante.
Pero eso es un error mortal.
—¿Por qué es eso un error?
—Porque nunca deberíamos intentar ser nada, —respondió—.
Nuestra naturaleza misteriosa ya nos hace todo lo que podríamos ser.
Don Juan dijo que quería dar otro paseo y me dijo que terminara de
comer para poder acompañarlo.
—¿Qué hay de Carlos? —Le pregunté—. ¿No debería estar aquí
por él? ¿No volverá hoy?
Don Juan me entregó una tira de cecina de vaca y me dijo que la
masticara despacio.
—Tengo la sensación de que Carlos estará ocupado la mayor parte
del día, —dijo.
Me moría por saber con qué estaría ocupado exactamente Carlos.
Sin duda era la joven bonita que había visto el otro día en el tienda . Me
imaginé que pasaría el día enseñándole inglés, o quién sabe que más.
Al darse cuenta de mi preocupación, don Juan me dio un firme golpe
la parte superior de la cabeza con los nudillos.
—Sé lo que estás pensando. ¿Por qué un hombre querría otra
mujer cuando te puede tener a ti? Tu mezquina posesividad es inútil
por aquí, —dijo con brusquedad—. Tienes una idea de ti misma de
que eres celosa y posesiva. Entre más pronto te deshagas de esa
idea, mejor estarás.
—Así es como piensa la mayoría de las mujeres, —dije.
—Entonces, de eso es exactamente de lo que tienes que proteger-
te —dijo él con severidad—. Recuerda, la auto-importancia mata. No
desperdicies tu energía limitada defendiendo posturas que son insoste-
nibles. Aférrate a tus respaldos.
Se rió de su juego de palabras. Luego continuó con práctica fran-
queza. —En el momento en que un hombre le presta atención a una
mujer, ella deja caer sus soportes.
—Eso simplemente no es así, —dije—. Una mujer puede amar a un
hombre puramente, sin ninguna implicación física.
—Pero ¿puede ella amarlo si él ama a otras mujeres, y no molestar-
se por eso? —desafió.
Lo pensé por un momento. Tenía razón. Desde mi propia experien-
cia, y de las personas que había conocido, un amor desinteresado como
ese realmente no es rentable en nuestra cultura.
Me encogí de hombros. —Si está hablando de poligamia, —le
dije—. Yo no creo que las mujeres deberíamos soportar eso.
Estaba tan en contra de los hombres que eran infieles, que para mí,
solo la fidelidad total funcionaría. Recordé lo miserable que había sido
la vida de mi madre a causa de los deslices de mi padre. De ella había
aprendido que los hombres eran maestros despiadados que no se de-
tendrían ante nada para usar a una mujer y luego echarla a un lado sin
siquiera echar una mirada hacia atrás.
—No estoy hablando de poligamia, —dijo don Juan—. Estoy ha-
blando sobre la libertad de la importancia personal. Nadie es único o
privilegiado por alguna exageración de la imaginación.

124 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Pero si no nos vemos como únicos o especiales, ¿cómo podemos
distinguirnos de otras personas y cosas? —pregunté.
—¿Por qué quieres distinguirte de la gente o de las cosas? —él re-
plicó—. Se necesita individualidad para interactuar en el mundo de
la gente, pero ya sabes cómo hacerlo. Lo que estoy sugiriendo es un
modo alternativo de ser en el que tu cuerpo energético interactúa con
el espíritu.
—¿Y qué es el espíritu?, —pregunté.
Don Juan me miró fijamente por un momento; sus fríos ojos se vol-
vieron fieros como los de un águila. Su mirada me obligó a mirar hacia
otro lado. Se rió entre dientes, levantó una de las calabazas que había
atado a su cinturón, abrió el tapón y tomé un sorbo Me sentí obligada
a repetir mi pregunta.
—Realmente no sé, —dijo—. Podemos volver a nuestra origen, in-
cluso actuar a partir de eso, pero nunca podemos saber o decir qué es.
—Entonces, ¿de qué sirve, si no podemos hablar de eso? —Protesté
en un tono que rayaba en queja.
Don Juan me agarró por los hombros y los sacudió como si fuera
una muñeca de trapo.
—Deja de consentirte en la auto compasión y actúa como una gue-
rrera.
Él pisoteó el suelo con fuerza repetidamente como un toro listo
para atacar, dándome una mirada feroz que hizo sus fosas nasales se
dilataran. Su pantomima era tan realista que tuve que hacerme a un
lado temiendo que me embistiera. Pero en lugar de cargar, de repente
giró ligeramente sobre sus talones y salió por la puerta. Me indicó que
lo siguiera. Caminamos por el camino de tierra por un tiempo, luego,
inesperadamente, se desvió hacia el chaparral. Era todo lo que podía
hacer para seguirle el ritmo. Después de una caminata agotadora, du-
rante la cual empleé técnicas de no-hacer, como mantener mi mirada
sobre el horizonte, mis manos en la posición correcta, y mantener un
silencio prolongado, todavía estaba respirando pesadamente cuando
llegamos a una formidable formación rocosa.
Don Juan me dijo que me sentara en un peñasco grande y que
redujera la velocidad de mi respiración. Dijo que en la tradición de la
hechicería había cientos, si no miles de técnicas de no hacer, cada una
diseñada para producir un efecto específico que había sido intentado
por los hechiceros de su linaje. La posición de la mano era una de
ellas, tal como lo era observar un punto sobre el horizonte mientras se
camina. Reiteró que él personalmente pensaba que no-hacer era una
de las mejores formas que un acechador tiene para interrumpir rutinas
o reacciones habituales de la vida cotidiana de uno.
—Haz la técnica del cerillo, —sugirió, —para tranquilizarte.
—¿Ahora?
Él asintió y vertió unas gotas de agua de su calabaza en una depre-
sión en la roca. Saqué mi caja de fósforos, y sosteniendo uno entre
el pulgar y el índice, lo golpeé y llevé la llama a siete u ocho pulgadas
delante de mis ojos. Mientras la observaba, inhalé la llama en el área
entre los ojos, hasta que la llama casi se había apagado. Entonces, sin
extinguir la flama, sumergi la punta del cerillo en el agua para enfriar el
final, y lo transferí al pulgar y al índice de mi mano izquierda. Sostuve
el cerillo al revés, por lo que la llama ahora estaba ardiendo a unas
cuantas pulgadas de mis ojos.

Taisha Abelar. Textos inéditos 125


—Acerca la llama azul a tus ojos, —dijo don Juan—. Usa el intento
para jalarlo adentro de ti.
Hice una serie de nueve cerillos, quemé un extremo y luego lo giré
boca abajo mientras lo transfería a mi mano izquierda y observaba
mientras la llama ardía en el otro extremo. Después de nueve fósforos,
me dijo que parara. Él me instruyó para que respirara profundamente
desde el abdomen y luego comenzar a practicar otra técnica de no-ha-
cer que implicaba expandir mi conciencia detrás de mí, por encima de
mí, y en la distancia a mí alrededor.
—¿Qué debo tratar de buscar o sentir?, —le pregunté.
—No importa, —dijo—. Tal vez, un árbol a tu espalda, o un pájaro
en la rama sobre ti, o una nube en el cielo sobre tu cabeza. El propósito
de esta técnica de no-hacer es estirarse a sí mismo como si uno estuvie-
ra arrojando una red gigante.
Explicó que extender deliberadamente la conciencia de uno, que
usualmente se dirige hacia adelante, tiene el efecto de despertar al cuer-
po energético o doble, al romper los límites de confinamiento que uno
ha aprendido a considerar como el cuerpo físico de uno.
—Cuando tu mente y tu respiración son capaces de llegar más allá
de los límites reconocidos del cuerpo físico, —explicó don Juan—,
entonces sabrás que las cosas están vacías, y que la continuidad física y
mental es solo una expresión de la mente o del ser social.
Me aseguró que nuestra percepción del mundo está fundamental-
mente ligada a cómo percibimos nuestros cuerpos y a qué tan flexible
es nuestra respiración. Para cambiar nuestra percepción del mundo,
debemos comenzar cambiando nuestra conciencia de nuestro cuerpo.
Debemos saber que nuestros cuerpos están en constante flujo; sin em-
bargo, para no perder el control durante nuestras andanzas etéreas,
nuestra conciencia tiene que estar firmemente fijada.
—¿A qué se fija nuestra conciencia? —pregunté.
—No al yo ni a los objetos del mundo, —me aseguró—. Porque esto
te mantendrá encerrado. Más bien, está anclado a la respiración de la
persona. La respiración es la línea que te puede sacar de tus límites, y
hacer que tu cuerpo físico aparezca y desaparezca.
Me dijo que cerrara los ojos y que anclara mi conciencia a mi res-
piración.
Me puse aprensiva. A veces, cuando practicaba algunos de las los
pases de brujería que Clara me había enseñado, sentía que mi cuerpo
se derretía. Pero nunca me aventuré demasiado en ese carril por miedo
de perderme o a convertirme en desconocida para mí misma. Incluso
cuando soñé que era un cuervo, estaba consciente de ser yo misma
soñando que era un cuervo. Entonces comencé cautelosamente. De
acuerdo con las instrucciones de don Juan, yo iba a permitir que mi
conciencia fluyera hacia afuera en todas direcciones, mientras yo alar-
gaba mi respiración. Luego tenía que vincular el estirar mi mente al
flujo rítmico de la respiración. Finalmente tendría que fusionar mi res-
piración, que era limitada, a la ilimitada respiración de la tierra.
Me dijo que respirara detrás de mí, alto por encima de mí y fuera
a ambos lados, hasta que el vasto desierto a mí alrededor se moviera
rítmicamente con la expansión y contracción de la respiración. Des-
pués de un tiempo de concentración, tuve la sensación de moverme
como un enorme fuelle; todo mi panorama estaba pulsando al mismo
ritmo. En un momento, yo estaba tan lejos, que apenas podía oír la

126 Taisha Abelar. Textos inéditos


voz de don Juan instándome a que abriera mis ojos y le describiera mi
experiencia.
—Ya no era consciente de mi cuerpo, —dije—. Se volvió tan enor-
me que pareció desaparecer por completo.
—Tu cuerpo no puede desaparecer, —dijo — por la simple razón de
que nunca estuvo allí en primer lugar.
Me froté las pantorrillas para devolverles la sangre.
—Es la forma en que colocas tu atención la que te hace pensar que
tienes un cuerpo físico, —dijo don Juan—. Coloca tu atención diferen-
temente, y tendrás un cuerpo diferente, quizás el de un caballo o una
vaca o un halcón.
Le dije que no quería el cuerpo de un caballo o una vaca. Pero que
no me importaría ser un halcón, temporalmente.
—No necesitas preocuparte por cambiar tu forma permanente, —
me aseguró—. El destino te ha dado la forma de un ser humano, y no
importa donde estés, ese recuerdo siempre te llevará de vuelta a esa
configuración particular, al menos por el momento.
Sugirió que ya que había yo soñado ser un cuervo volando sobre
paisajes, podría intentarlo, si tenía suficiente energía, sostener esa con-
figuración por un corto tiempo usando la respiración y mi atención
para lograr el cambio.
—Acechar con el doble es lo que te permite mantener el punto de
encaje fijo en la nueva posición de sueño, —dijo—. Significa dando
rienda suelta a todas las ramificaciones de ser un cuervo. Lo que signi-
fica volar, cómo se sienten y se mueven los cuervos, qué significa inte-
ractuar con otros pájaros, e incluso aparearse como pájaro. Lo hiciste
en tu sueño antes.
»Veamos si puedes mover tu punto de encaje a esa posición ahora,
partiendo de tu estado de vigilia.
Despejó un área de tierra y extendió mi poncho. Entonces me dijo
que me acostara boca abajo y repitiera la respiración que acababa de
hacer. Una vez más, debía colocar toda mi conciencia fuera de mí mis-
ma, luego usar mi mente para imaginar que había formado alas y mi
respiración para crear la sensación de volar. Después de un período
de intensa concentración y respiración controlada, sentí una pesadez
a cada lado de mí. Era como si tuviera alas gigantescas, moviendo de
manera rítmica el patrón de mi respiración. El área de alrededor de mi
cara había crecido largo y puntiagudo, mientras mis piernas y brazos
se habían vuelto insensibles y pesados, hasta que desaparecieron por
completo. Estaba mirando hacia abajo, la tierra había vuelto transpa-
rente y pude ver los campos debajo de mí; todo el tiempo, la expansión
rítmica de mi aliento mantuvo las alas gigantes en movimiento.
En un momento, escuché a don Juan susurrar que debería reducir
la velocidad de mi respiración y volar por un momento. Ante esa suge-
rencia, mi respiración se hizo más lenta. Podía sentir el viento cuando
las escenas debajo de mí se movían y las copas de los árboles, decenas
de arbustos y colinas distantes aparecían a la vista. Entonces tomé otra
respiración y estaba volando otra vez.
Después de un rato, don Juan me dijo que me detuviera. Dijo que
yo debería abrir mis ojos y concentrarme de nuevo en mi cuerpo físi-
co. Mientras lo hacía, noté que el área que correspondía a mi barbilla
estaba completamente entumecida; había estado presionada contra el
suelo duro. Mis brazos y piernas también estaban dormidos y pasó al-

Taisha Abelar. Textos inéditos 127


gún tiempo antes de que pudiera volver a moverlos. Don Juan masajeó
enérgicamente mis pantorrillas y brazos hasta que sentí una aguda y
dolorosa sensación de hormigueo. Cuando esa sensación se apagó, me
sentí sólida de nuevo.
—¿Estaba soñando? —Le pregunté una vez que le había descrito a
don Juan mi experiencia.
—No estabas dormida, —me aseguró don Juan—. Usaste tu intento
y te concentraste en tu respiración para cambiar tu forma. Cuando la
respiración da vida a una idea, esa nueva configuración se vuelve real.
Dijo que la clave para cualquier transformación o cambio de forma
de hechicería combinaba el aliento con una idea para darle vida.
—La mayoría de las veces, una persona tiene una idea sin el poder
de la respiracion para materializarla, —dijo—. O puede tener la ade-
cuada energía de la respiración, sin el intento de darle forma y direc-
ción. Pero cuando la respiración y el intento se unen como movimiento
y dirección, energía y forma, entonces una nueva realidad es creada y
sostenida mientras los dos están unidos. Eso es lo que los hechiceros
llaman acechar con el doble. Significa usar el cuerpo energético para
percibir una realidad con forma y sustancia y validez energética.
—Ciertamente fue como si hubiera tenido alas y estuviera volando.
Y yo no recuerdo haberme quedado dormida, —dije—. Ha sido tan
real como el mundo frente a mí ahora.
—Por supuesto, no podrías sostener eso por mucho tiempo. —
don Juan continuó—. Porque concentrar la respiración y corporizar
una idea, toma una energía extraordinaria. Te presté algo de la mía
para que no tuvieras ningún problema en concentrar la respiración y
dar vida a una realidad diferente. Una realidad que encontraste por tu
cuenta antes cuando estuviste ensoñando. Ahora reactivaste ese mismo
lugar perceptual. Así que ahora tienes otra posición a la que ir, que es
tan real como la de ser un ser humano.
Él reiteró que al combinar intento y respiración, uno puede por un
tiempo cambiar la percepción de uno y de su realidad, y uno deseará
moverse más allá de los límites restrictivos de la propia configuración
corporal.
—Esto es lo que los hechiceros pueden hacer con el doble, —repi-
tió—. Y esto es lo que hacen los hechiceros: expanden las posibilida-
des de percibir más allá del límite que nos está permitido como seres
sociales. En otras palabras, esto maximiza la experiencia como seres
conscientes.
Don Juan continuó diciendo que convertirse en un pájaro o un ani-
mal, era una de las posiciones de poder transmitidas por los antiguos
hechiceros de su linaje. Es una de las técnicas de no-hacer de las que
todavía se utilizan hoy.
—Ser un ser humano implica más que nacer, vivir y luego morir, —
dijo—. Significa expandir el potencial de uno yendo más allá de los lími-
tes conocidos de la propia existencia y saltar a lo desconocido. Porque
tener un cuerpo no es simplemente ser esa cantidad de carne y hueso
que tiene que ser alimentado y mantenerlo vivo a cualquier costo.
»Estar vivo, —enfatizó él—, es ser consciente, ser un punto de vista
que nunca conoce sus propios límites. Sin embargo, uno debe intentar
comprender la propia naturaleza, intuir desde una perspectiva finita,
las posibilidades infinitas de uno. Don Juan dijo que otro precepto del
acechador era nunca conocer lo que era, pero actuar siempre como

128 Taisha Abelar. Textos inéditos


si él lo supiera. Darle contenido más sustancioso a la realidad y luego
descartarla.
»Eso es lo que significa estar vivo, —dijo—. Intuitivamente captar
lo maravilloso del mundo, y saltar audazmente en el infinito a pesar de
nuestras limitaciones racionales para vincular nuestra respiración con
cualquier cosa que podamos imaginarnos hasta que nos volvemos tan
fluidos y desconocidos para nosotros mismos, que nos convertimos en
lo inimaginable. Acechar con el doble es intentar tocar las fuentes sin
fondo de nuestros misteriosos orígenes.
Don Juan me sugirió que me sentara en silencio por un momento y
pensara en lo que había dicho, porque cambiar de formas en la tradi-
ción de los hechiceros era un acto deliberado de no-hacer del cuerpo,
una compleja maniobra de acecho.
—Solo partiendo del silencio interno se puede alcanzar el nivel
profundo de conciencia que nos permitirá comprender y movernos
intuitivamente —dijo él—. Solo mediante la relajación y la sobriedad se
puede eludir el control implacable de la razón
Descorchó su calabaza y me dio de beber. Enseguida me sentí mejor
y noté que el temblor nervioso que se había apoderado de mi sección
media casi había desaparecido.
—No es nuestro cuerpo lo que nos hace iguales día tras día, —de-
veló él después de un largo silencio—. El cuerpo de uno está constan-
temente degenerando, y pronto morirá. Considera tu cuerpo como a ti
misma y tú también degenerarás y morirás .
—Entonces, ¿cómo me debo considerar a mí misma? —pregunté.
Don Juan sonrió. Sus ojos se convirtieron en dos rendijas mientras
me miraba. ——Mírate a ti misma como un espíritu que deambula por
el reino de lo inmutable —respondió—. Considérate uno con la mis-
teriosa oscuridad que nunca aumenta o disminuye. Considérate a ti
misma como estos, y tu potencial será ilimitado.
Don Juan explicó que mientras que nuestros cuerpos y nuestras ac-
ciones están en flujo constante, solo el reino de la oscuridad misteriosa
permanece constante porque no se le puede agregar ni quitar nada.
Por lo tanto, para tener una continuidad genuina, que en esencia no
es continuidad en absoluto, debemos vincularnos a la capa más allá del
mundo de la apariencia. Nuestros cuerpos deben volverse tan abstrac-
tos que seamos conscientes del no-ser.
—Somos lo que no somos, —dijo Don Juan crípticamente—. Y lo
que pensemos que somos, es temporal, ilusorio y solo el más pequeño
fragmento de nuestra verdadera naturaleza.
—Entonces, si nunca podemos conocernos a nosotros mismos —
dije—, me parece demasiado solitario, un camino demasiado aislado
para ser beneficioso.
Siempre pensé que incluso si las personas fueran indiferentes hacia
los demás, ellos todavía estaban allí para recurrir. Estar sin uno mismo
sería estar sin otros, y eso me pareció el modo más frío y más desolado
de existencia.
—No hay forma de que puedas estar contigo misma o con otros,
—don Juan reiteró—. Excepto como desatino controlado. Somos la
manifestación vacía de una fuerza inescrutable que los hechiceros lla-
man el Águila.
Dijo que la luz que llega a nuestros ojos son las emanaciones del
Águila. Hizo hincapié en que es un error para nosotros considerar

Taisha Abelar. Textos inéditos 129


nuestros actos como nuestros, o pensar en nosotros mismos a cargo o
bajo el mando. Porque hacer eso solo perpetúa la falsa dicotomía de un
ser que es la fuerza motivadora de una acción y otro ser es el hacedor
o ejecutor detrás de esa acción. Es ese concepto erróneo mente-cuerpo
lo que esta en la raíz de nuestra confusión. Lleva a una falsa visión del
mundo.
—Dale tu aliento y energía a la perpetuación de la persona social, y
tu verdadera naturaleza permanece para siempre oculta, —advirtió don
Juan—, por el yo, o por la imagen social y cultural que uno acentúa con
la propia fuerza de la vida, es un error. Es solo una forma de pensar y
hablar, y no lo que somos en absoluto.
Admitió que nuestra verdadera naturaleza es una con la fuerza sub-
yacente que los hechiceros llaman el águila. Los videntes pueden ver
fluir su energía a través de nosotros y componiendo nuestro propio ser;
y debemos reconocer humildemente esa fuerza vital, o permanecemos
ciegos a todo lo que nos rodea. Yo quería que don Juan me contara
más sobre este misterioso poder que actúa a través de nosotros. Se
encogió de hombros y respondió que no había nada más que decir al
respecto; que, simplemente éramos diferentes aspectos de las emana-
ciones del Águila, tal como era todo lo demás en la existencia.
Lo presioné para que explicara sus atributos.
—Los hechiceros no han podido desentrañar su misterio a pesar de
que a lo largo de la antigüedad, los videntes han puesto todos sus es-
fuerzos en intentar entenderlo. Y debido a esta incapacidad lo llamaron
el Gran Insondable. Los viejos brujos lo llamaron el Águila porque se
encuentra con su pico abierto listo para devorar la conciencia en el mo-
mento de la muerte. Sus emanaciones son comandos porque debemos
seguirlos, así como los planetas deben seguir sus órbitas en el cielo.
Los que humildemente aceptan los comandos del Águila, permanecen
sanos y fuertes; aquellos que luchan contra ella, se agotan y encuentran
una muerte prematura.
Hizo hincapié en que solo al aceptar la fuerza que nos mueve po-
demos encontrar bienestar y propósito; felicidad; luchando contra ella
trae enfermedad e infelicidad.
—Para crear cualquier cosa, —explicó—, debemos extraer de las
emanaciones del águila, desde su lado oscuro y llevarlo a ser, eso es, al
campo de la conciencia del hombre. Así es como los hechiceros hacen
que las cosas sucedan: Es la esencia de la magia. Como todo tiene un
lado oscuro y un lado claro, los elementos duales de movimiento y
descanso, de actividad e inacción, las cosas pueden voltearse al revés.
Y así es como los hechiceros cruzan los límites del mundo visible hacia
el reino de lo invisible.
—¿Está hablando del reino mítico de los indios yaquis? —pregunté.
—No solo estoy hablando del reino de los indios yaquis, —enfati-
zó—. Estoy hablando de toda la existencia. Si tu conciencia está vincu-
lada al origen de todas las cosas, puede lograr aparentemente hazañas
imposibles.
—¿Cómo se hace eso?
—Sigue el ritmo natural de las cosas y muévete con la energía a tu
alrededor, —dijo—. Si quieres actuar, debes estar tranquila. De la mis-
ma manera, si quieres descansar, debes llenarte de actividad.
Dijo que cuando ambos elementos, ser y no ser están en equili-
brio, de modo que por dentro somos inmutables e imperturbables, pero

130 Taisha Abelar. Textos inéditos


afuera somos fluidos y cambiantes, luego reflejamos el poder detrás de
todas las cosas. Añadió que para reflejar el reino de lo inmutable, tene-
mos que suspender nuestra visión cotidiana del mundo. Él subrayó que
suspender nuestros juicios humanos es el primer paso para el reino de
lo incognoscible, y para que esto suceda, calmar el diálogo interno es
un prerrequisito fundamental.
—Por lo tanto, es de suma importancia lograr el silencio interior a
través de la práctica de la recapitulación, los pases de brujería, y todas
las técnicas de no-hacer de brujería que te han enseñado, —dijo—.
Solo de esta manera puedes perderte a ti misma y ser una con la in-
mensidad.

Taisha Abelar. Textos inéditos 131


Sitios de Poder 13

L
a tarde trajo un alivio fresco. Don Juan y yo habíamos camina-
do a un sitio donde habían tenido lugar erupciones volcánicas
hace millones de años. El área estaba sembrada de enormes
pedazos de lava y trozos de obsidiana brillante que se extendían
en el desierto como una gruesa alfombra gris.
—Los indios yaquis lo consideran a este un lugar de poder, —co-
mentó don Juan—. Dicen que hay energía atrapada en toda esta roca
de lava.
—¿Qué tipo de energía? —Pregunté recuperando el aliento.
—El tipo de energía que puede hacer que uno descubra cosas del
pasado. Todo lo que uno tiene que hacer es levantar una piedra, guar-
dar silencio y escuchar su mensaje.
—¿Realmente cree que las rocas pueden hablar? —Yo pregunté—.
¿No es un poco descabellado?
—No confíes en mi palabra, —respondió don Juan—. Descubre por
ti misma si es cierto o no.
Señaló una colina no muy lejos de donde estábamos.
—Caminemos hasta la cima de ese montículo. Ese es el mejor lugar
para escuchar rocas.
Caminamos por el terreno irregular. Aunque llevaba un par de zapa-
tos gruesos con suela de crepé, las rocas y el cristal de obsidiana eran
afilados y las piedras sueltas me dificultaban caminar. Tuve cuidado de
evitar los parches de nopal con púas espinosas que sobresalían entre
los grupos de rocas. Una vez me dijeron que las espinas de los cactus
eran extremadamente peligrosas, ya que podían alojarse en el cuerpo
y viajar al corazón o incluso al cerebro, causando una muerte súbita.
No sabía si eso era cierto o no, pero no iba a poner a prueba la teoría.
Cuando llegamos a la cima del promontorio, me quedé sin alien-
to. Me senté a descansar, contemplando la magnífica vista. Pude ver
todo el valle del desierto con su sinuosa carretera serpenteando en
dirección sureste. Las colinas moradas en la distancia yacían como un
corte irregular contra el cielo. Al parecer, de la nada, un cuervo soli-
tario voló hacia nosotros graznando al pasar por encima. Don Juan
levantó la vista para notar su dirección de vuelo. Estaba volando hacia
el sol de la tarde.
—¿El vuelo de los cuervos significa algo en particular? —Pregunté.

Taisha Abelar. Textos inéditos 133


—Puedes apostar que sí, —respondió sacudiéndose el sombrero—.
Especialmente si uno tiene afinidad con ellos. Los cuervos pueden ser
portadores de mensajes. Pero es fácil malinterpretar los presagios.
—¿Qué pasa si interpretas mal el mensaje? —Pregunté.
—Todo tipo de cosas desafortunadas, —dijo solemnemente—. Po-
drías terminar avanzando a toda velocidad, cuando deberías estar es-
perando tu tiempo. O podrías perder una oportunidad adecuada en el
camino, porque dudas en actuar.
—¿Quiere decir que un cuervo podría salvarte la vida? —Dije.
—Podría, —concordó don Juan—. Los cuervos y otras entidades
sirven como guías. Le dicen a un brujo qué hacer y cuándo hacerlo. En
el mundo del guerrero, el momento oportuno es crucial. Si pierdes tu
oportunidad, puede que nunca vuelva.
La finalidad de sus palabras me dio escalofríos. Sabía a qué se refe-
ría. Había una condición de estar fuera de sincronización con la vida.
Era un sentimiento de desequilibrio interno; de nunca atrapar la cresta
de la ola y cabalgar con ella, sino siempre de que se rompía encima de
ti. Por lo tanto, en lugar de un viaje impresionante, uno se siente abati-
do, abrumado, como si algo hubiera chocado con una fuerza completa
cuando uno no estaba listo o cuando menos lo esperaba…
—Eso es lo que quiero decir con momento oportuno, —coincidió
don Juan cuando le describí este estado.
—¿Qué causa esta condición de estar fuera de lugar? —Pregunté.
—Haber perdido nuestra conexión con nuestro doble, —dijo.
—No entiendo. ¿Puede explicar a qué se refiere?
—Quiero decir que cuando nacemos estamos intrínsecamente co-
nectados a nuestro otro lado. Las líneas de comunicación con la ima-
gen más amplia, por así decirlo, están abiertas. Pero a medida que
crecemos, cortamos gradualmente esa conexión y vivimos con solo la
mitad de nuestro ser. Por lo tanto, siempre estamos desequilibrados y
tenemos la sensación de que nos falta algo.
Don Juan hizo una pausa por un momento como si se preguntara
si continuaría o no.
—Hay algo más, —dijo—. Tiene que ver con la forma en que una
persona es concebida.
—Si me va a contar sobre la teoría de la concepción aburrida, ya la
escuché de Clara.
—Bueno, vuelve a escucharlo porque obviamente no se ha calado
adentro. La descendencia de cualquier relación amorosa estará llena
de energía y tendrá el poder de vivir el momento solo si ambos padres
están sexualmente excitados. Si solo uno de los padres tuvo un estallido
de excitación, la naturaleza energética del niño estará desequilibrada y
una parte de él siempre se quedará atrás. Si ninguno de los padres está
muy excitado, como suele ser el caso después de muchos años de vivir
con alguien, el niño será lo que llamamos una concepción aburrida, y
no será capaz de captar enérgicamente el flujo de la vida.
—Es un escenario sombrío, —dije—.¿No hay nada que se pueda
hacer al respecto? Después de todo, no somos responsables de lo que
sucedió durante el momento de nuestra concepción.
—Por supuesto, hay otros factores además del impulso energéti-
co inicial, y eso es el desafío de restablecer el vínculo con el doble.
Cualquiera puede hacer eso, sin importar cuán letárgicamente se haya
concebido.

134 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿Cómo se puede restablecer un enlace con el doble? —Pregunté.
—Reduciendo la importancia personal. No preocupándote por la
concreción de las cosas. Volviéndose abstracto en el pensamiento y
el comportamiento de uno. Tratando todo como manifestaciones de
energía, y no como una realidad objetiva. Enfocarse en uno mismo
requiere la energía que uno necesita para actuar de manera eficiente.
Por ejemplo, arrepentirse de acciones pasadas o estar demasiado invo-
lucrado o preocupado con el resultado de algo, agobia a una persona
de modo que no puede actuar de manera eficiente, espontánea y en el
momento adecuado.
—¿Qué pasa si simplemente no sabes qué hacer o cuándo hacerlo?
—Le dije en un tono de queja.
—Debes detenerte y esperar hasta que captes el movimiento de
las cosas, —respondió don Juan—. Y escucha los presagios; observa
las indicaciones emitidas por el mundo que te rodea. Actúan directa-
mente sobre tu cuerpo energético. Por supuesto, para eso tienes que
ser absolutamente fluida y reducir tus deseos a nada. No debes tener
prisa ni necesidad de controlar o manipular las cosas. Entonces puedes
escuchar los susurros del mundo. A veces los presagios te dicen cómo
hacer algo. Como, por ejemplo, qué planta elegir para una dolencia en
particular. O predicen el resultado de un curso de acción. Naturalmen-
te, otras fuerzas también pueden decirte estas cosas.
—¿Qué otras fuerzas son esas?
—La voz de ver, por ejemplo. Esa viene directamente de tu cuerpo
energético. O puede venir de otra entidad que te aconseja. En cualquier
caso, te aconseja desde un lugar no accesible para tu cuerpo físico co-
tidiano. Y tienes que abrir un canal a ese lugar.
Don Juan estaba inusualmente serio, seguía mirando la ladera como
esperando que alguien o algo sucediera. En un impulso, levantó los
brazos sobre su cabeza y se estiró. Imité sus movimientos que podrían
compararse con un mono colgándose de las ramas invisibles de los
árboles. No pude evitar notar que el cielo era azul celeste, no gris y
brumoso como en Los Ángeles, donde a veces no se pueden ver los
rascacielos a pocas cuadras de distancia. El cielo era un dosel claro
e impenetrable, puro y cristalino. Me imaginaba que podría escuchar
sonidos a kilómetros de distancia, ya que no había nada en el aire que
impidiera que las ondas vinieran hacia nosotros.
—Siéntate aquí un rato, tranquiliza tus pensamientos y escucha las
rocas de lava, —dijo don Juan—. Iré al otro lado de la colina para no
perturbar tu concentración.
—No perturbará mi concentración, —le dije, pero él ya estaba gi-
rando en una curva. Estaba a punto de seguirlo cuando se me ocurrió
que podría haber ido a mear detrás de una roca. Decidí quedarme e
intentar escuchar las rocas como él me había sugerido, aunque no tenía
la menor idea de lo que quería decir al escuchar las rocas, o lo que se
suponía que debía oír si las escuchaba.
Me llevó mucho tiempo calmar mis pensamientos. Estaba enojada
con mi madre por no haber estado sexualmente excitada cuando ella
me hizo. Aunque Nélida me había contado por su ver que mi padre
había estado fuera de sí con pasión, a mi madre no le había gustado y
apenas había sentido algo. La culpé por mis deficiencias, por ser de-
pendiente de otros para mi bienestar, de lo cual yo era muy consciente
que era una situación desastrosa. Mientras estaba reflexionando sobre

Taisha Abelar. Textos inéditos 135


esto en mi mente, mi ojo fue atrapado por un objeto brillante de unos
veinte pies enfrente de mí. El sol se reflejaba en una pieza de cristal, o
tal vez era obsidiana, o incluso una pieza de metal. Cuando lo observé,
mi diálogo interno cesó gradualmente.
En el desierto donde todo es árido, la mente parece aplanarse como
para reflejar el terreno. Los picos internos irregulares de preocupación
y descontento se disuelven de modo que por dentro y por fuera no
haya barreras, expectativas ni ideas preconcebidas que interfieran con
el flujo natural de energía. Mientras continuaba con mi práctica de ob-
servar, experimenté un momento de liberación bienvenida, como si las
preocupaciones que me habían estado agobiando me hubieran despe-
gado de repente. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de las
horrendas preocupaciones de la carga sobre el yo colocado sobre uno.
Parecía mucho más fácil simplemente dejarlo ir, en lugar de transpor-
tarlo como un equipaje inútil.
Ojeé el suelo hasta que encontré lo que estaba buscando. Una roca
que estaba cerca del objeto brillante, parecía enfocarme como un faro.
Cogí la roca y la miré. Era una pieza ordinaria de lava, ligera y porosa,
pero de alguna manera, desarrollé una compenetración con ella. Puede
sonar extraño el formar un vínculo de simpatía con un objeto inani-
mado, pero esa roca tenía movimiento en su interior. La observé; era
lisa y redonda, y tenía motas amarillas saliendo de su superficie negra.
Seguí las líneas con mis ojos. Entonces vi el resplandor a su alrededor,
un color pulido brillante que parecía amigable e incluso impresionante
al mismo tiempo en su eternidad.
Siguiendo una directiva interna, sostuve la roca contra mi abdomen.
No esperaba oír nada, porque no escuchaba con los oídos y don Juan
no había especificado lo que tenía que hacer. Pero sorprendentemen-
te, el trozo de lava amorfo comenzó a decirme cosas. Me aseguré de
que simplemente lo estaba imaginando, pero no importaba; lo oía de
todos modos. Era una especie de juego al que jugaba para seguirle la
corriente a don Juan, para tener algo de qué informarlo más tarde.
Mentalmente, le pregunté a la roca de dónde venía, e inmediatamente
recibí una fuerte sensación de hormigueo en mi útero, e instantánea-
mente supe cosas sobre la roca que para la mente racional habrían sido
absurdas.
Por ejemplo, la roca me contó sobre la profundidad de la tierra
desde donde había venido, diciendo que era como un útero. Nació,
o más bien fue vomitada por una fuerza tremenda hace eones. Me
contó cómo calcula el tiempo en términos de eones en lugar de años
como lo hacemos nosotros. Y visto con el rango temporal limitado que
llamamos historia, nuestras vidas son insignificantes con respecto a los
eones pasados. Me habló de nuestra ceguera, de ese grave error con
el que operamos, de que creemos que manipulamos la naturaleza y la
controlamos a ella, a nosotros mismos y a los demás. Cuando en reali-
dad esto es solo un espejismo, una cualidad de autorreflexión y, sobre
todo, una escasez de tiempo.
Mientras sostenía la roca, tuve una sensación peculiar de ver la ima-
gen más amplia, en la que estaba siendo controlada, conducida por
fuerzas implacables hacia una destrucción inevitable.
Sentí esto en mi sección media como una serie de ondas suaves.
Fue un movimiento amortiguado proveniente del núcleo de la roca
mientras la sostenía contra mi abdomen. Estaba absorbiendo la esencia

136 Taisha Abelar. Textos inéditos


de la roca hasta que todo mi cuerpo se sintió como si estuviera cubierto
de capas de vibraciones sutiles. Luego una profunda melancolía me
agarró, cuando surgió una pregunta existencial tras otra. ¿Por qué es-
toy viva? ¿Quién soy? ¿Cuál es el sentido de todo esto?
Por un tiempo me senté en la cima de la colina en el medio de la
nada, contemplando la futilidad de la vida, cuando un temblor que me
atravesó como un trueno me sacudió hasta el centro. Sentí una libe-
ración de sentimientos que no pude nombrar o aislar. Me acordé de
las palabras de Clara: que las fuentes de la complacencia del hombre
no tienen fin. En lugar de luchar o contenerlo, dejé pasar el escalofrío
hasta que todo volvió a estar quieto.
Me sentí exhausta, como si un volcán hubiera estallado derramando
montañas de aferramiento y preocupación. Experiencias que no había
recapitulado a fondo brotaron tan repentinamente que no pude parar
a examinarlas. Ni siquiera tuve tiempo de respirar profundamente para
alejar los sentimientos. Comprendí cómo el bagaje de la memoria y la
experiencia me habían hecho pesada, cargosa, incrustada de preocu-
paciones sobre lo que pensaba, sentía, quería ser o no quería ser. Estas
fabricaciones mentales solo habían servido para agobiarme, por lo que
siempre estuve fuera de sincronización con el tiempo y la vida.
Quise dejar ir todo lo que había dentro de mí, dejarlo todo atrás,
comenzar sin nada, para poder ser libre, pero algo en mí no quería de-
jarlo ir. Se aferraba a la vida y rasgaba el olvido. Sin embargo, el men-
saje de la roca de lava era dejar las cosas como están; no preocuparse
por trivialidades, no esforzarse o interferir. Las cosas se cuidarían de si
mismas. Vive para hoy, porque el peso de todos nuestros ayeres nos
arrastrará hacia abajo, y los pensamientos sobre el mañana nos distrae-
rán de nuestro propósito actual. La roca me dijo que hay una forma de
percibir sin poseer, y eso era simplemente permitiendo que la vida se
desarrolle, sea lo que es, exterior pero inextricablemente fusionada con
el yo en cualquier momento en particular.
Miré la roca y le di las gracias por sus mensajes. Estaba a punto de
ponerla en mi bolsillo para llevarla como un recordatorio de lo impor-
tante que es soltar cuando sentí un golpecito en mi hombro derecho.
—¿No has aprendido nada de tus deslumbrantes comprensiones?
—Escuché decir a una voz.
Instantáneamente dejé caer la roca y miré hacia arriba petrificada,
jadeando en lugar de respirar. Allí delante de mí estaba Nélida. Recibí
tal sacudida en mi sección media que temí tener que ir al baño en el
acto. Nélida me dijo que asumiera de inmediato una postura medio
sentada, medio arrodillada, que los brujos usan en momentos de gran
agitación. Ella me ayudó a meter la pierna derecha debajo bajo la entre-
pierna con el pie derecho presionando el perineo; mi rodilla izquierda
estaba doblada y mi muslo y pantorrilla presionados contra mi cuerpo.
—Usa esta postura de protección cada vez que recibas un susto o
una sacudida, —aconsejó.
Me senté allí unos momentos para recomponerme. Tenía la certeza
de que Nélida se había manifestado de la nada en la ladera como la
aparición de una Virgen. Entonces me di cuenta de lo absurdo de esto y
me dije que probablemente Nélida había estado esperando al otro lado
de la colina y don Juan le había dicho dónde encontrarme.
—Me gusta mejor la explicación de la Virgen apareciendo de la
nada, —dijo Nélida con una sonrisa—. Podría ser la Virgen de la Lava.

Taisha Abelar. Textos inéditos 137


Construyamos una gruta aquí en este lugar. La gente vendría de todas
partes para venerarme. Como dice el dicho: “Donde hay veneración,
incluso las rocas emiten luz.
Me reí de su humor alegre y comencé a sentirme más a gusto. Néli-
da se sentó en una roca cercana. No pude evitar notar lo elegante que
estaba vestida. Llevaba una falda pantalón de color caqui y una chaque-
ta a juego y botas negras altas hechas de suave cuero Napa. Parecía
que era un anuncio de una revista de viajes.
—¿Envidias mi atuendo? —Preguntó ella notando mis miradas fur-
tivas.
Sentí que me sonrojaba. Lo último que quería hacer era envidiar la
ropa de Nélida, pero algo en mí no podía evitarlo. Estaba tan desali-
ñada, tan arrugada que me sentí como un montón de tierra junto a su
aspecto genial y fresco. ¿Cómo podría alguien verse tan elegante en el
desierto? Nunca se me ocurriría vestirme para ir correteando entre las
rocas y los cactus.
—Desearía no envidiar todo el tiempo, —me quejé—. Pero no pue-
do evitarlo. Cada vez que veo a alguien con algo caro o bonito, también
lo quiero.
Ella se rió y me recordó que acababa de pasar una hora purgándo-
me de mis deseos y apegos.
—¿Qué pasó con todas tus comprensiones catárticas, joven señori-
ta. ¿Yo también? —dijo sonriendo—. Bueno, al menos tus miradas no
incluyen las entrepiernas de los hombres.
—Te ruego me disculpes ¿Por qué miraría la entrepierna de un
hombre?
Nélida sonrió. —Te sorprendería la cantidad de mujeres que están
obsesionadas con las nalgas de los hombres. Cada vez que algunas
mujeres se cruzan con a un hombre en la calle, sus ojos se desvían
automáticamente en esa dirección.
—Bueno, para mí las entrepiernas de los hombres son la parte me-
nos interesante de su anatomía, —dije molesta.
—Quizás, —dijo con un brillo—. Pero lo que quiero decir es que
nuestros ojos están entrenados para buscar cosas. Para algunos de no-
sotros, es una cara o un trasero buenos, mientras que para otros son
prendas de vestir. Todos fuimos entrenados como monos para captar
y codiciar cosas.
—Supongo que tienes razón, —dije—. Pero no puedo evitar querer
las cosas emocionantes que tienen otros.
—No sabes que tener posesiones no es importante, —dijo—. No
hay necesidad de esforzarse o luchar. Todo se cuida solo a sí mismo.
Le conté como mi madre había pasado toda su vida esforzándose
por adquirir cosas; porcelana, muebles, adornos para la casa. Y si no
tenía el dinero para comprar ciertos artículos, que generalmente era el
caso, se sentiría privada e infeliz. Siempre había esa mirada de decep-
ción y envidia en sus ojos cada vez que íbamos a visitar a amigos y ella
veía algo para su casa como un juego de utensilios de cocina a juego, o
maletas a juego, o cuando una de sus amigas aparecía con un vestido
o un abrigo nuevos.
—Me negué a llevarme cualquier cosa que ella me había guardado
cuando me fui, —dije desafiante.
—Puede que no te hayas llevado sus manteles bordados que estaba
guardando para ti en su arcón de ajuar, —dijo Nélida—, pero cierta-

138 Taisha Abelar. Textos inéditos


mente te llevaste su envidia. Habría sido mejor tomar las servilletas y los
cubiertos y dejar atrás la codicia. Esa sensación de codicia fue el legado
que ella te transmitió.
—Es fácil dejar algo sólido como servilletas, —dije—. Esas cosas
son reales. Pero la envidia no es real. ¿Cómo puedo dejar ir algo que
no es real?
—Comienzas recapitulando, —dijo Nélida.
—Ya lo recapitulé y no funcionó.
—Funciona. Pero sigues volviendo a las cosas que deberías haber
dejado de lado hace mucho tiempo.
—Ni siquiera me había dado cuenta de que era parte de mi equipa-
je, —dije.
—Bueno, ahora eres consciente de ello, —dijo—. La energía sale de
los ojos y también entra a través de ellos. Así que controla tus miradas.
Es extremadamente importante entrenar los ojos.
—¿Cómo se pueden entrenar los ojos?
—Poniendo todo tu intento en forjar tu cuerpo energético y nunca
desviarte de ese propósito, —dijo Nélida—. Recapitular es solo el co-
mienzo. Afloja tu afiliación con la vida cotidiana y disminuye la fuerza
con la que los objetos inciden en la energía desde tus ojos. Ahora usa
esa energía adicional no para reforzar tu envidia, sino para forjar tu
cuerpo energético, tu doble. En lugar de reflejar la envidia, usa tus ojos
para energizar el doble. Solo con tu cuerpo energético podrás hacer el
vuelo abstracto.
—¿Por qué lo llamas vuelo abstracto? —Pregunté.
—Los Hechiceros creen que hay otros universos además de este en
el que nacimos, —respondió ella—. Pero solo alguien que ha almace-
nado suficiente energía puede cruzar y moverse a través de diferentes
intersecciones.
—¿Cómo son los otros universos diferentes? —Pregunté
—El mundo en el que nacemos es sólido y está determinado por
la materia orgánica regida por leyes físicas, —dijo—. Es lineal y está
objetivamente organizado en términos de tiempo y espacio. Pero con
suficiente energía podemos cruzar los límites que separan mundos so-
bre mundos. Mundos en los que la energía es inorgánica, no lineal sino
circular, siempre presente y atemporal. No esta compuesta de materia,
sino de energía y conciencia. Y uno solo puede entrar en los otros rei-
nos volviéndose sin forma y prácticamente abstracto. En esencia, uno
se convierte en el cuerpo ensueño y este cruce es el vuelo abstracto. Así
que no desperdicies su energía en envidiar objetos sólidos que nunca
puedes llevar contigo, sino que solo te abruman y te harán quedarte.
Usa tu energía para forjar tu cuerpo energético a fin de que puedas
hacer el vuelo abstracto.
—¿Cómo forjo mi cuerpo energético? —Yo pregunté.
Nélida no respondió, pero me hizo un gesto con el dedo índice para
que la siguiera. Salimos de la cima de la colina y nos detuvimos en un
claro donde ella me dijo que encendiera un fuego. Cuando habíamos
reunido suficiente madera, encendí un fuego con mis fósforos. Solo
entonces Nélida se acomodó en una gran roca y comenzó a hablarme
otra vez.
—Un pase de brujería en particular tiene el intento de forjar el cuer-
po energético, —dijo—. Y algún día alguien te lo mostrará. Ahora
debemos usar la llama para cambiar la dirección de tus ojos para que

Taisha Abelar. Textos inéditos 139


ya no reflejen las preocupaciones humanas, sino el cuerpo de ensueño,
los ojos del doble.
Ella me dijo que mirara la llama a través de los párpados medio ce-
rrados, luego volviera la cabeza hacia la izquierda y visualizara el fuego
que venía de esa dirección. Luego tuve que mover mi cabeza hacia el
centro nuevamente y mirar la llama real nuevamente y girar mi cabeza
hacia la izquierda nuevamente y visualizar la llama. Después de repetir
esta acción, dijo que mis ojos estaban apartados de la dirección de la
vida cotidiana para que las cosas del mundo ya no me atrajeran tanto.

140 Taisha Abelar. Textos inéditos


Invitados de la vida 14

N
élida se puso de pie y, con unos pocos golpes de su pie,
apagó el fuego.
—¿No deberíamos esperar aquí a don Juan? —dije.
Ella dejó escapar una risa exuberante. —Él sabrá dónde
encontrarnos si quiere.
Subimos un cañón escalonado. Estaba exhausta y estaba tomando
enormes bocanadas de aire.
—No creo que pueda llegar a la cima sin descansar, —dije.
—No seas tan débil. ¿No tienes curiosidad por saber a dónde te
llevo?
—Necesito un descanso, —insistí.
—Lo que necesitas es recordar que eres un invitado de la tierra, —
dijo Nélida mientras se sentaba en una roca—. Podemos descansar en
las rocas, apoyándonos contra los árboles, o simplemente presionando
nuestros dedos contra el centro de la palma. Pero no nos damos cuenta
de que podemos obtener energía de las cosas pequeñas, porque cree-
mos que estamos aquí como conquistadores de la tierra.
Me senté en una roca. Inmediatamente, sentí algo de la energía de
la roca que entraba en mi columna a través de la presión ejercida sobre
mi cóccix.
Nélida continuó hablando. —Cuando sentimos que somos dueños
de las personas y las cosas. Somos derrochadores y arrogantes. Somos
coercitivos y hacemos, maltrato de nuestro estilo de ser.
Para mi sorpresa, la roca era cómoda y quería hacerle preguntas
a Nélida sobre cómo podría yo prolongar este momento de descan-
so.
—No creo que podamos extender la noción de propiedad para in-
cluir gente, —dije—. Esta no es la edad media en la que un señor feudal
posee su tierra y a sus súbditos.
—No te engañes, Taisha. Una madre gobierna a sus hijos; los espo-
sos aún son dueños de sus esposas; un sacerdote domina su congrega-
ción, y los medios hipnotizan a las masas. El mundo abunda en tiranos,
amos y esclavos.
Nélida dijo que era mejor abandonar tan arrogante o sumiso com-
portamiento y adoptar el papel de un humilde invitado.
—¿Por qué un invitado?, —pregunté moviéndome en el sofá-roca.

Taisha Abelar. Textos inéditos 141


—Un invitado es libre, —dijo Nélida. No se espera mucho de él y
el lugar que está visitando y las personas allí no están bajo su pulgar.
No espera nada, pero se le da todo. Los brujos dicen que esto hace un
viaje gozoso.
Estaba en silencio, tratando de aplicar el consejo de Nélida a mi
propio estado de ser. Siempre pensé que era una marca de carácter
ser adquisitivo, competitivo, y siempre que sea posible en control de
personas.
—¿Por qué no simplemente aceptar que nosomos dueños y no con-
trolamos nada, —dijo Nélida. Tenemos que usar las cosas para ayudar-
nos en nuestro viaje, es cierto. Pero nada es nuestro para mantenerlo
o controlarlo.
—¿Cómo puedes decir eso? —Dije sintiéndome amenazada. Había
crecido con la sensación de nunca haber tenido suficiente de cosas ma-
teriales o detener el control de mi vida. Ahora esta hechicera decía que
era perjudicial tener apegos materiales.
Como si sintiera mi repulsión, Nélida me informó que, contraria-
mente a cómo parecía, los hechiceros no codiciaban las posesiones ni
trataban de dominar a las personas.
—De hecho, los hechiceros sostienen que ni siquiera la ropa en
nuestras espaldas es nuestra, —dijo con un destello—. ¿Cómo nos
puede pertenecer algo cuando no tenemos el poder para sostener-
lo?
—Los zapatos que llevo me pertenecen; los compré yo misma, —
dije jugando al abogado del diablo.
—Y supongo que los conservarás por el resto de tu vida, mucho
tiempo después de que hayan cumplido su propósito, —se mofó Nélida
con una risa burlona.
Ella me tenía atrapada. Me era imposible descartar cualquier cosa, a
pesar de que ya no funcionara ni tuviera algún uso para ella.
—No tiene sentido aferrarse, —dijo Nélida en un tono más suave—.
Cómo puede tu ropa pertenecerte cuando ni siquiera el cuerpo que la
usa es tuyo?
Pensé que ella estaba llevando la idea de no ser dueño de nada al
extremo. Comencé a defender mi punto como si mi vida dependiera de
ello. Pero ella simplemente se rió de mí.
—Es mejor abandonar desde el principio la idea de tener o poseer
cosas, —aconsejó—. Y adopta un nuevo modo de considerarte a ti
misma y a los demás en el que nada es nuestro, ni siquiera nosotros
mismos. De esta manera atraviesas la farsa de tener cosas y la carga de
tener que cuidar tus posesiones. Los acechadores son fluidos y frugales.
Están libres de lastres.
No me gustó lo que decía. Tuve visiones de tener que disponer de
mis cosas en una venta gigante de garaje. La frugalidad del mundo de
los brujos era repugnante para mí. Yo fui educada con la idea de algún
día tener una casa, muebles, un automóvil y hermosa ropa elegante.
Cuando era adolescente, miraba revistas de moda, e imaginaba que
algún día sería capaz de poder comprar la ropa presentada en ellas. Y
tenía que admitir que el sueño de ser dueña de mi propia casa estaba
siempre por encima del horizonte.
—Sigamos caminando mientras hablamos, —dijo Nélida y se puso
de pie. Ella acarició la roca en la que había estado sentada como si
fuera un cachorro, luego rastreó con el olfato algunas veces.

142 Taisha Abelar. Textos inéditos


—El ajuste que los hechiceros tienen que hacer, —dijo mientras ca-
minaba —, es que dejan de considerar su cuerpo como suyo. Entonces
no hay nada que puedan perder, ni siquiera la vida misma.
Nélida explicó que uno de los objetivos fundamentales del acecho
es cuidar el cuerpo, no como un objeto o posesión, sino como un in-
vitado temporal. Al tratarlo impecablemente, dijo, lo convertimos en
el vehículo más eficiente para nuestro viaje. Esto significa que no te
permites comer, beber ni nada que te haga sentir cansado, enfermo, o
incomodo. Y nunca estás necesitado o deseando porque no hay nada
que te haga falta.
Argumenté que lo que una persona sentía era resultado de sus cir-
cunstancias.
—Algunas personas, —le informé—, nacieron en circunstancias
desafortunadas, como la pobreza, y tienen que luchar para superarla.
—Eso puede ser verdad, —admitió—. Pero una vez que una perso-
na recapitula su vida, la pobreza ya no puede tocarla.
—No veo cómo eso puede ser cierto, —dije.
—Simplemente porque ya no están allí para ser tocados, —dijo ella.
—¿Cómo puede una persona vivir así?, —discutí—. Tenía trece
años antes de que tuviera un vestido nuevo. Y no estaba feliz.
Nélida se rió de mi tono autocompasivo. —Quieres decir que usaste
el mismo vestido viejo durante trece años? Eso es increíble.
—No, por supuesto que no —le dije molesta. Me refiero a que todo
lo que tenía para ponerme hasta ese momento eran los vestidos usa-
dos que me pasaban mis primas. El vestido nuevo fue un regalo para
mi decimotercer cumpleaños. Todavía recuerdo cómo mi madre me
llevó a una tienda de ropa para elegir el vestido que quisiera. Yo casi
me desmayo por la tensión de tener que elegir el vestido perfecto que
pensé que me duraría el resto de mi vida. Sabía que nunca obtendría
otro. Me llevó horas probarme cosas, y una toma de decisiones agoni-
zante porque tenía que ser el vestido perfecto. Además, temía que en
cualquier momento mi madre perdiera la paciencia y nos iríamos a casa
sin comprarme nada.
»Cuando finalmente elegí un vestido de verano granate y azul mari-
no con holanes, mi madre me miró patéticamente y dijo: No me digas
que vas a elegir ese, y supe que había tomado la decisión equivocada.
Pero insistí obstinadamente en que quería ese vestido y no otro. Cuan-
do yo llegué a casa lloré porque parecía una funda de almohada.
Nélida se rió aún más fuerte y me urgió a que dejar de sentir lastima
por mí misma. Ella dijo que había sido afortunada porque pude haber
hecho convertido ese vestido, aunque pareciera una colcha, en un ob-
jeto de poder.
—O podrías haberlo rasgado en pedazos y tirado a la basura, —dijo.
Me impactó escuchar lo que decía.
—Nunca podría haber hecho eso, —dije—. Era el único vestido
nuevo que había tenido. Además, tenía que usarlo para mi fiesta de
cumpleaños.
—Míralo de esta manera, —dijo—. Cuando no quieres nada, ese es
el único momento en el que puede disfrutar de la vida. Nunca sabes qué
va a pasar después, pero desde que ya no estás apegada a nada, no im-
porta; simplemente disfrutas del paseo. Ese es el camino del hechicero.
Me parecía imposible llegar a un estado de desapego tan completo
y admiraba a Nélida inmensamente por haberlo alcanzado.

Taisha Abelar. Textos inéditos 143


—¿Cómo puede una llegar a ser tan desapegada? —pregunté—.
¿No es simplemente natural desear tener cosas?
Nélida sacudió la cabeza. —Los hechiceros dicen que nuestros ape-
gos y deseos son comandos hipnóticos y, por lo tanto, pueden rom-
perse si son conscientes de ellos y usando otros comandos hipnóticos.
Toma tus ojos, por ejemplo.
—¿Disculpa? —.
—Tus ojos. ¿Eres consciente de que los frotas constantemente?
Le dije que me picaban los ojos y que probablemente era alérgica
a alguna de la flora en los alrededores. Pero no sabía que estuviera
frotándolos todo el tiempo.
—Tus ojos pican porque los irritas al frotarlos. ¿Por qué no simple-
mente dejarlos solos?
Argumenté que si los ojos de uno ardían frotarlos era una reacción
automática. Nélida sacudió la cabeza; sus ojos brillaban a la luz del sol.
—Supongo que consideras que tener los ojos sensibles es una ven-
taja, —remarcó ella—. Pero te aseguro que no lo es. Si dejas de preo-
cuparte por ellos, la picazón se irá.
—¿Cómo puedo hacer eso?
—Siendo consciente de tu mano y dándote la orden de no frotarlos,
—dijo—. De esta manera, tendrás un breve momento de silencio para
alterar el hábito. Puede llevar semanas o meses de esfuerzo deliberado,
pero tarde o temprano el comando hipnótico se romperá y tú ya no
podrás alcanzar tus ojos sin darte cuenta de ello.
No pude ver por qué estaba haciendo una montaña de un grano de
arena y estaba a punto de alcanzar mis ojos, pero me contuve. Nélida
dijo que la mayoría de las cosas que hacíamos eran hábitos de los que
ya no éramos conscientes pues nos controlaban.
—Ser celoso, envidioso, el reaccionar de cierta manera, todos in-
volucran una conciencia que tú has hecho realidad y, por lo tanto,
gobiernan tu ser, —dijo ella.
—Pero estás hablando de sentimientos, —dije—. ¿Cómo puede
ayudar lo que sientes?
—Puedes cambiar un sentimiento de la misma manera que puedes
detener el exceso al comer, beber, fumar o cualquier otra cosa que
quieras cambiar.
Nélida explicó que el secreto del éxito radica en ser consciente del
comportamiento que queremos cambiar y luego alterar deliberadamen-
te su fluir por un acto de no-hacer. Cuando interrumpimos el flujo na-
tural de un sentimiento o acción, estamos practicando lo que los brujos
llaman no-hacer.
—Los hechiceros practican el no-hacer para cambiar, —dijo—.
Pero primero debes darte cuenta del patrón, y para eso necesitas una
recapitulación profunda y rigurosa. Si, como en tu caso, has aprendi-
do reaccionar sintiendo pena por ti misma o envidiando a los demás,
entonces cada vez que llegue ese sentimiento, sé consciente de ello.
Acéchate a ti misma; rastrea tus debilidades. Entonces tienes la opción
de continuar o cambiar. Finalmente, puedes intentar cualquier cosa an-
tes de que te atrape.
—Suena fácil, pero ¿es realmente posible cambiar un hábito de por
vida?
—Apuesta que sí, —dijo Nélida—. Pero se necesita una gran canti-
dad de energía. El recapitular, te ayuda a adquirir esa energía adicional

144 Taisha Abelar. Textos inéditos


necesaria para hazañas extraordinarias como romper las órdenes hip-
nóticas de la gente.
Me acordé de que Clara dijo lo mismo.
—La dificultad surge cuando nos volvemos obsesivos y convertimos
todo en otro hacer, —dijo Nélida. —No debes considerar el no-hacer
como un juego. Realízalo con la suficiente frecuencia y verás que los
sentimientos y los deseos son solo lugares donde hemos acumulado
energía. Elimina esta energía y eliminas el deseo mismo.
Nélida se puso de pie y se estiró. Al menos pensé que era lo que ella
estaba haciendo.
—Otra cosa, —dijo—, el no-hacer no funcionará sin el manto de
confianza de los hechiceros.
Por más que lo intenté, no pude recordar a nadie hablando acerca
del manto de confianza.
—El pase de los hechiceros que acabo de mostrarte permite que tu
cuerpo energético se envuelva en esa capa, —dijo Nélida.
Estiró los brazos a cada lado y dio un profundo respiro. Luego
levantó los brazos al nivel de los hombros y dobló los codos man-
teniendo las palmas de sus manos hacia abajo. Ella mantuvo los
omóplatos juntos mientras sus brazos apenas se movían en absoluto.
Luego exhalando lenta y uniformemente, acercó sus brazos al frente
y colocó las palmas juntas con las yemas de los dedos apuntando
hacia arriba.
—¿Por qué los hechiceros llaman a este movimiento, el manto de
la confianza? —pregunté.
—Este movimiento tensa las bandas de energía a través del pecho.
Al empujar el pecho hacia afuera y los omóplatos hacia atrás, entonces
las líneas de energía que están caídas se ponen tensas de nuevo. Esa
barra que cruza el pecho del cuerpo energético sirve como escudo. Las
cosas rebotan y eso le da a uno una sensación de confianza cuando
enfrenta el mundo del hacer.
Repetí el movimiento varias veces hasta que me sentí cómoda con
eso. Con una oleada de energía, llegué a la cima de la cresta, tro-
pezando con rocas sueltas mientras trepaba por el sendero. Cuando
llegué arriba, dejé escapar un jadeo involuntario. Escondido en los altos
árboles frondosos estaba un alto muro gris que se había desmoronado
parcialmente, y un arco destruido que conducía a una hacienda en rui-
nas. Podía ver estatuas rotas y columnas en el suelo. Pasos cubiertos de
malezas llevaban a un área plana que una vez había sido un magnífico
patio. Había incluso una iglesia que era parte del complejo y muchos
edificios secundarios externos que se agrupaban dentro de las paredes.
Sentí mi corazón saltar de emoción.
—¿Qué diablos está haciendo una hacienda tan grande aquí? —Ja-
deé.
—Fue construida hace cientos de años y fue trasladada a este lugar
por los antiguos hechiceros, —respondió Nélida—. Tu asombro provie-
ne de la energía que los brujos dejaron en ese lugar.
—Espera un momento, Nélida. ¿Dijiste que los hechiceros lo trasla-
daron a este lugar? ¿Cómo fue eso posible? Hubiera tomado un equipo
de trabajo de miles de personas para desmantelar los edificios origina-
les y moverlos piedra por piedra sobre este terreno accidentado.
Nélida sacudió la cabeza. —No lo desmontaron ni lo reconstruye-
ron, —dijo—­. El antiguo hechicero lo intentó. Podrían causar que ciu-

Taisha Abelar. Textos inéditos 145


dades enteras se movieran simplemente usando su intento. Una simple
hacienda no fue una gran hazaña para ellos.
Nélida sugirió que camináramos por los terrenos exteriores para
hacer nuestra presencia conocida Porque el lugar rezumaba el intento
de los brujos y teníamos que anunciarnos primero, antes de irrumpir
en él. Mientras caminábamos ella destacó que los edificios habían sido
colocados deliberadamente sobre una fisura energética en la tierra, y
por eso exudaba poder. Fue este poder, el que le dio a mi cuerpo un
impulso adicional, mientras que antes estaba inactivo.
—Cuando circula la energía, la fatiga abandona el cuerpo, —dijo
mientras llegamos a las paredes que hacía mucho tiempo se habían
derrumbado.
De repente, Nélida dejó escapar un grito que me puso los pelos de
punta en mis brazos.
—¿Tengo que gritar también?, —pregunté con un escalofrío.
—Por supuesto. Tienes que dejar que el intento sepa que estás aquí.
De otra manera puede escupirte. Entonces no podrás escapar lo su-
ficientemente rápido, si el poder de los viejos hechiceros se regresa
contra ti.
Respiré hondo, miré hacía la entrada y grité intento tres veces lo
más fuerte que pude. Un eco, como si los antiguos hechiceros grita-
ran de vuelta, lo hacía aún más inquietante. Cuando terminé de gritar,
Nélida me miró a los ojos y me preguntó cómo me sentía. Le dije que
estaba muerta del susto, pero a pesar de eso, yo me sentía totalmente
renovada.
—Bien, —dijo ella—. Eso significa que la energía de los antiguos
hechiceros tiene un efecto beneficioso en ti y podemos proceder.
—¿Qué pasa si en vez de ello, me siento cansada? —pregunté.
—Tendríamos que regresar por donde vinimos y te perderías las
lecciones guardadas para ti aquí. Ahora, siéntate y deja que el silencio
te envuelva, para que podamos proceder a través de los portales.
Había oído a Nélida decir esto antes, muchas veces, pero todavía no
sabía qué significaba dejar que el silencio me envolviera en un nivel
práctico.
Le pedí que fuera más específica. Ella respondió que acababa de
hacerlo, hasta cierto punto, con la ayuda del grito del brujo. Ella ela-
boró ​​que para estar en silencio, uno tenía que soltarse y para eso,
uno necesitaba agarrarse de algo más, por ejemplo, la luz del sol, o la
respiración, o del intento mismo a través del grito de poder. De esta
forma, se libera energía y se puede aprovechar el poder. Nélida explicó
que ese poder revelador y acumulativo era el objetivo principal de los
antiguos hechiceros.
—¿Y cómo se revela el poder? —pregunté.
Nélida se sentó en un escalón cercano. Ella adoptó la posición de la
pantorrilla derecha en frente del pecho con sus manos envueltas alrede-
dor de su pantorrilla, mientras estaba sentada sobre su pierna izquierda
doblada. Ella me dijo que asumiera la misma postura de no-hacer de los
antiguos hechiceros.
—Hay muchas maneras de atraer el poder, —comenzó—, pero to-
das se reducen a una cosa, y es realizar cada acción con conciencia. Ya
sea que te sientes, camines o comas o practiques los pases brujos, cada
respiración que tomes debe ser una respiración de poder. Entonces,
gradualmente, el espíritu comienza a revelarse y tu cuerpo energético

146 Taisha Abelar. Textos inéditos


se despierta. El grito te permite despejar un camino hacia el intento, así
como darle una sacudida a tu cuerpo energético.
Salté diciendo que estaba lista para explorar las ruinas y examiné
algunas de las figuras que había visto en el patio. Quizás eran artefactos
precolombinos que podría llevar al museo de arqueología de la univer-
sidad. Pero Nélida se mantuvo firme.
—Siéntate. No estamos aquí para una búsqueda del tesoro o para
investigar para un trabajo final.
Ella me aseguró que tales exploraciones no tendrían sentido, porque
no me ayudarían en mis tareas para revelar y aprovechar el poder. Las
únicas cosas que serían de algún valor para nuestro propósito actual,
eran el silencio y el desprendimiento.
—No te subas a la parra y conviertas esto en otro hacer —advirtió
ella—. Deja que el poder actúe a través de ti. Entonces todo caerá en
su lugar de forma natural.
Le dije que su recomendación era demasiado vaga para ser de cual-
quier valor práctico. Se inclinó más cerca y susurró que revelaría la
única cosa que tenía valor práctico, porque era la clave de la libertad.
—Los antiguos hechiceros eran personas muy prácticas, —dijo—.
Tan prácticos, de hecho, que se perdieron en los procedimientos. Los
brujos modernos vieron que el camino de los antiguos conducía a la
ruina. Entonces ellos aislaron la impecabilidad como su única guía. ¿Y
por qué es la impecabilidad la clave para la libertad?
Nélida no esperó a que yo ofreciera una respuesta.
»La impecabilidad es el otro lado del espíritu. Como dos lados de
una moneda o dos lados de una colina.
Quería preguntarle qué quería decir con impecabilidad, pero ella
me detuvo con un gesto de su mano. Suavemente ella cambió su posi-
ción para llevar su rodilla izquierda al pecho y se sentó sobre su pierna
derecha doblada. Yo la imité. Giró para mirar la cima de la colina que
acabábamos de bajar.
—Los antiguos hechiceros podían atravesar esa ladera y aterrizar en
la parte superior o en el otro lado, —dijo Nélida—. No necesitaban su-
bir a la cima primero como lo hicimos nosotros. Solo necesitaban con-
ciencia e intento de controlar la dirección de su vuelo. Pero algunos de
nosotros tenemos menos energía, por lo que todas nuestras acciones
deben orientarse hacia ser impecables. Solo de esta manera, podemos
almacenar suficiente energía para dejarnos ir del yo personal y aterrizar
al otro lado de la montaña.
Nélida tomó un palo y dibujó una curva en el suelo que se parecía a
la inclinación de una ladera de la montaña.
—De este lado está la impecabilidad, —dijo señalando con su
palo—. Nuestros cuerpos y nuestras acciones y todas las cosas que ve-
mos y sentimos, deben estar sintonizadas con la conciencia y el control.
Por otro lado es el puro entendimiento el que nos hace abandonarnos
a nosotros mismos. En el medio hay una barrera compuesta de preo-
cupación que vela todo. Es la niebla que debe ser purificada para ver
claramente el otro lado.
Nélida señaló la línea media de su dibujo: la parte pesada que for-
mó la ladera de la montaña. Ella dijo que en nuestro estado hipnótico,
nosotros solo vemos el yo personal y dirigimos todo hacia su engran-
decimiento. Dado que es el yo que gobierna nuestras acciones, estas
son superficiales, mal hechas y llenas del yo. Creemos que el yo es

Taisha Abelar. Textos inéditos 147


inmortal, en consecuencia somos indolentes como si tuviéramos todo
el tiempo del mundo a nuestra disposición Pero una vez que nos da-
mos cuenta de que hay algo más allá del yo, algo velado y misterioso,
comenzamos a dirigir nuestra atención y esfuerzos para desvelarlo y
explorar su misterio.
—Mientras menos se enfatice el yo, más alto se elevará el espíritu,
—dijo Nélida—. Por otro lado, cuanto más auto importantes somos,
más nos aferramos a las emociones, juicios e ideas. Elimina el énfasis
en el yo y el espíritu se elevará.
—¿Hay un canto o respiración especial que uno pueda hacer para
deshacerse del yo de una vez por todas? —pregunté.
—¡Que pregunta! ¿Te has olvidado de la recapitulación? ¿Has per-
dido de vista los pases de brujería?
—No, solo quise decir que había una manera más corta y rápida. La
recapitulación toma mucho tiempo.
—No hay atajos al poder, —dijo Nélida—. Sin embargo, todo es útil
cuando se hace con la actitud adecuada.
—¿Cuál sería la actitud adecuada?
—Cuando uno es sincero y cumple su propósito; cuando uno
hace no actúa para beneficio personal; cuando una es abandonada
y no le importa un pito lo que le suceda a sí misma, entonces la
montaña del auto-reflejo llega a ser tan transparente que el espíritu
puede ser visto.
Nélida hizo hincapié en que liberar el cuerpo energético y la inter-
vención del espíritu era el objetivo de los modernos hechiceros.
—¿Por qué es el objetivo?
—Porque solo la libertad puede traer alegría y tranquilidad a nues-
tras vidas, —dijo—. Solo los actos puros y humildes pueden atraer
poder cuando es necesario atajar los juicios y las acciones de los simios.
Nélida agregó que así como las personas no saben cómo vivir sin el
yo, los antiguos hechiceros no sabían cómo vivir sin el poder.
—Los hechiceros modernos tienen una orientación diferente, —
dijo.
—¿Cómo están atados?
—No están interesados ​​en controlar a las personas; los hechiceros
modernos están atados al espíritu.
Por un tiempo estuvimos inmersas en un silencio total. Dejé que el
lugar me llenara de su carga vibrante. Entonces me di cuenta del sonido
de los pájaros. Quizás habían estado allí todo el tiempo, solo que no los
había notado antes.
—Es difícil dejarlo ir, —continuó Nélida —. Porque tememos que no
tendremos nada a lo que recurrir. Pero eso es solo porque todavía no
nos hemos dado cuenta de que el yo personal es ilusorio.
—¿Cómo se deja ir finalmente, entonces?, —pregunté.
—Dejar ir es una cuestión de abandono. Cuando uno lo hace, es
todo de una vez. Para algunos, puede llevar años de deliberación; para
otros solo toma una comprensión repentina. Pero cuando uno final-
mente se abandona a si mismo al poder, trae consigo una fluidez que
hace que las acciones del yo parezcan aburridas y engorrosas en com-
paración.
Nélida hizo hincapié en que dejarse ir del yo era un arte del ace-
chador. Uno no tiene reparo en abandonar al yo personal, porque le
resulta una carga demasiado pesada de llevar.

148 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿Por qué es el yo una carga?, —pregunté —¿No nos ayuda en
nuestra vida?
—Debería hacerlo, pero en la mayoría de los casos es una fuente
de miedo y descontento. Si realmente escuchas tu monólogo interno,
te das cuenta de que no es más que una larga lista de quejas o auto
afirmaciones. Un acechador hace un inventario de su charla interna, la
examina y luego la descarta. Te recomiendo hacer lo mismo. Porque
el monólogo interno te vincula a los sentimientos que pertenecen a
tus padres y a sus padres por generaciones atrás. Y a menos que tú
te deshagas de ellos, se extenderán hacia el futuro atrapándote por el
resto de tu vida.
El sonido de los pájaros se detuvo. Hasta el viento había dejado de
soplar. En algún lugar, a lo lejos, escuché un crujido en la maleza; tal
vez un conejo o un lagarto escapándose. Entonces escuché los sonidos
de un grillo y me di cuenta de que ellos también estaban bajo el hechizo
de un comando hipnótico.
—Los hechiceros, para poder ser libres, se escinden de la herencia
humana o lo que llamamos la condición humana, —continuó Nélida—. A
través de la disciplina, se retiran de la cadena de existencia simiesca, sin
futuro ni pasado que los ate. Los budistas llaman a esto liberarse de la rue-
da de la vida. Los brujos lo llaman vomitar la existencia simiesca de uno.
Un sentimiento de miseria me invadió. Sabía que estaba perdida. El
proceso de recapitular era interminable. Todo lo que hice, sentí o espe-
ré era combustible para la recapitulación. A menos que dejara de actuar
totalmente, estaba creando más enredos: en teoría podía apreciar la
necesidad del no-hacer, pero en la práctica real, quería tener el control,
ser querida y respetada por otros, estar en a cargo de mi vida. La idea
de no obtener estas cosas, me llenaba de frustración.
—Ya estemos de acuerdo con las enseñanzas de la hechicería o no,
—continuó Nélida sintiendo mi estado de ánimo—, la autorreflexión
debe detenerse o de lo contrario pasaremos toda nuestra existencia
tratando de cumplir las expectativas de nuestros padres y nuestros se-
mejantes. Lo que es peor, nos convertimos en nosotros mismos en los
pinches tiranos con los que luchamos por derrocar. Solo dejando el
hogar, la familia, el pasado y el futuro podremos ser realmente libres.
Le pregunté a Nélida qué quería decir con dejar la casa. Me había
ido de casa, sin embargo, no era libre.
—Eso es porque todavía llevas los sentimientos de tus padres conti-
go —dijo—. Eres ambiciosa como tu padre, estás buscando amor como
tu madre; quieres éxito instantáneo sin esfuerzo. Estás en una compe-
tencia mortal con tus hermanos y eso te pone en desacuerdo con todo
y todos a tu alrededor. Por lo tanto, las preocupaciones humanas están
tan cerca de ti como puedan estar.
»Dejar la casa no es simplemente decir adiós a familiares y amigos o
poner distancia entre ustedes. Implica renunciar a tu lugar en la cadena
alimenticia emocional, esa línea que está compuesta de antepasados
y difuntos. Debes renunciar a tu herencia humana y sus recompensas
y seguridad, y apartarte del atolladero de los asuntos humanos. Solo
cuando estás tan desapegada que ya no estás atada a un yo personal,
puedes decir sinceramente que ya no eres el hijo de tus padres. Mien-
tras uno esté enganchado al yo, uno estará enganchado a los demás,
—insistió ella—. Solo cuando uno no tiene nada, no espera nada y no
necesita nada, está uno verdaderamente sin un yo.

Taisha Abelar. Textos inéditos 149


—Pero yo hice la recapitulación y todavía estoy enganchada a los
demás, —dije quejándome.
Nélida se levantó y me miró sorprendida como si dudara de lo que
estaba diciendo.
—Estás enganchada al intento del hechicero. Todo lo que necesitas
hacer es aceptarlo. Has evolucionado a través de la acumulación de
poder en algo más. Y es por eso que estamos aquí en este lugar de los
hechiceros antiguos: para demostrarle a tu razón de que ya no eres más
la hija de tus padres.
—¿Cómo haremos eso?
—Al examinar el fondo y el primer plano.
Le di a Nélida una mirada en blanco. Sin otra palabra, se levantó y
me pidió que la siguiera al patio. Pasamos por una serie de habitacio-
nes pequeñas, con puertas de no más de cuatro pies de altura.
—Los antiguos hechiceros deben haber sido enanos, —murmuré.
—Cámaras de recapitulación, —dijo Nélida—. Pero no estamos
aquí para recapitular, sino para practicar la observación y, a través de
la observación, mover nuestro punto de encaje al lugar de los antiguos
hechiceros.
Ella me dijo que me sentara, que me pusiera cómoda apoyada contra
una pared. Frente a mí había una serie de pilares, siete para ser exactos,
organizados en un grupo. Parecían haber sido, en un tiempo, los soportes
de techo muy bajo o un altar muy alto. Los observé por un largo rato mi-
rando no con mis ojos, sino con un sentimiento que emanaba de mi útero
como Emilito me había enseñado. En un momento, tuve éxito empujando
los pilares lejos de mí usando mi observar. Entonces, de repente, no eran
los pilares los que estaban siendo empujados, sino que yo estaba siendo
arrojada hacia arriba y hacia atrás a una gran distancia.
Me encontré en la cima de una colina mirando hacia abajo a los pila-
res. Estaban al final de un túnel largo, diminuto y en foco nítido como si
estuviera mirando a través del extremo equivocado de los binoculares.
Entonces cada uno de los pilares se hizo más alto, tan alto como el
cielo. Era como si una cuadrícula gigante con grietas se había forma-
do delante de mis ojos. El mundo, como normalmente se percibe, se
dividió en segmentos con cada segmento separado por una columna
negra. Estaba mirando al cielo y al mismo tiempo detrás del cielo en el
infinito. Entonces, los pilares se encogieron y volví a mirarlos de frente.
Nélida dio un codazo a mi costado. Me di cuenta de que me había caído
y tal vez me había desmayado.
—Lo que pasó, —exclamé sentándome— es que tuve una completa
distorsión de la percepción. Esos pilares eran enormes y yo estaba mi-
rándolos desde la cima de una colina.
—Eso no fue una distorsión perceptual, —clarificó Nélida cuando
le dije lo que vi. —Desde que entraste en el mundo de los hechiceros,
tus acciones se realizan en un contexto diferente, solo que tu razón
se rehúsa a aceptar esto. Si solo ves lo que te dice tu razón, tus actos
tienden a ser poco profundos, al azar. Para ver la profundidad del con-
texto, tienes que quitarte a ti misma del entorno inmediato y eso es
exactamente lo que hiciste.
—Dime otra vez lo que hice.
—Expandiste tu visión. El lugar de poder de los hechiceros te permi-
tió hacer esto. De lo contrario, nunca sabrías lo que eres y dónde estás
en cualquier momento. No ver de dónde vienes es desastroso.

150 Taisha Abelar. Textos inéditos


Le pedí que explicara con más detalle lo que sucedió para poder
entender mejor a qué conducía.
—Estabas en el acantilado mirando las ruinas y de repente te en-
contraste sentada en esta roca mirando los pilares. Tú podrías pensar
que solo soñaste que estabas sentada en la cima de la colina y que los
pilares eran tu sueño. Eso es porque considerabas las ruinas que viste
anteriormente desde el suelo como reales.
»Por otro lado, tal vez recuerdes haber caminado por el lado de la
montaña, pero si no recuerdas haberte sentado en esta roca puedes
pensar que estas soñando ahora. La vista desde la cima de la colina y
las cosas que ves son nuevas pertenecientes a dos repuntes diferentes
de la realidad.
»La manera en que las ruinas aparecen; su propia existencia depen-
día de la posición de tu punto de encaje. Hoy lograste moverlo ligera-
mente, así que viste desde dos perspectivas distintas.
Lo que Nélida decía era que lo que percibimos depende de nuestra
capacidad e intensidad para la concienciación. Como nuestro punto de
encaje se mueve, también lo hace nuestra percepción del mundo que
nos rodea. Nélida continuó diciendo que es a causa de que podemos
mantener nuestro punto de encaje estable que podemos estar de acuer-
do y hablar sobre las cosas que vemos.
—Pero el mundo no es solo lo que podemos acordar, —enfati-
zó—. Los hechiceros dicen que son muchos los niveles de la realidad
y despertar el cuerpo energético nos permite tener una conciencia
más aguda, así que nada es lo mismo. Tú experimentaste esto por ti
misma.
Nélida me había dicho a menudo que el mundo está vivo y en flujo
constante. Pero parece que yo siempre había recaído en mi habitual
vista de ello. Ella dijo que esto se debe a que los patrones se vuelven
fijos y se almacenan en un vasto depósito de memoria para ser usados
una y otra vez. Esto resulta en la sensación de que el mundo que perci-
bimos es concreto y predecible.
—Los seres humanos somos extremadamente limitados en nuestro
repertorio de sentimientos y acciones. Deberías saberlo por la recapi-
tulación. Nosotros somos como los borrachos que se dirigen directa-
mente a la botella sin nunca cuestionar por qué bebemos o incluso la
conveniencia de beber.
Ella manifestó que un conjunto de patrones está presente en noso-
tros desde la infancia y es reforzado por comandos hipnóticos que nos
hacen repetirlos una y otra vez.
—Nos volvemos limitados porque ya no miramos la imagen más
grande. Simplemente permitimos que nuestros cuerpos sigan las líneas
de menor resistencia, y eso es, todo lo que nos es familiar y conocido.
Ser consciente significaría permitir que nuestro cuerpo energético ac-
túe por nosotros independientemente de lo que podemos haber apren-
dido a considerar como fácil o razonable. Permitir que la conciencia
nos guíe, sería comparable al alcohólico que rechaza la botella a pesar
de que todo su ser ha aprendido a desear el licor.
—¿Se detienen sus ansias alguna vez?
— Sí, al vaciar nuestro almacén a través de la recapitulación, rom-
pemos el control que la concreción tiene sobre nosotros, —dijo—. Hay
un camino más rápido. El cuerpo energético puede despertarse re-
pentinamente y ver que el yo no es importante. Una persona que se

Taisha Abelar. Textos inéditos 151


libera de las limitaciones del auto reflejo percibirá de manera totalmente
diferente.
Tuve que estar de acuerdo. Al despertar mi cuerpo energético, toda
mi perspectiva había sido alterada. Sin embargo, la perspectiva del
cambio permanente parecía asombrosa aunque básicamente valía la
pena. Para despejar mi cabeza observé las rocas.
—¿Realmente tengo que dejar atrás el mundo familiar y entrar en
alguna extraña realidad, —le pregunté por fin.
—Solo necesitas renunciar a tu idea del mundo. Pero eso es todo.
Porque son nuestras ideas las que nos fijan y nos hacen concretos.
Y podrías preguntar ¿por qué tenemos que abandonar nuestras ideas
para ser libres? Porque las ideas son limitantes, mientras que la energía
no tiene límites. Para ser uno con la energía pura, primero debemos
eliminar el obstáculo del yo, porque es la niebla que cubre lo real e
inmediato con lo falso y lo interpretado.
Comencé a apretar mis omóplatos para adquirir confianza. Mien-
tras escaneaba los pilares, experimenté otra distorsión perceptual: se
mecían con el viento. Cuando se lo comenté a Nélida, dijo que siempre
había distorsiones. La vida era energía moviéndose sin restricciones,
sin embargo, la encarcelamos y la contenemos al eliminar posibilidades
que no se ajustan a nuestras expectativas razonables.
—Quien ve que la realidad es simplemente un punto de vista, actúa
sin una razón y no espera recompensas, —dijo Nélida.
—¿No sería una persona tan terriblemente sola? —pregunté.
—Tal persona no está sola porque se ha alineado con esa fuerza que
nos mueve y nos hace completos.
—¿Cómo sabré si estoy actuando desde el espíritu o por mí misma?
— pregunté dándome un fuerte apretón en los omóplatos.
Nélida me dio una mirada desapasionada. —Mientras continúas ac-
tuando impecablemente, acumulas poder personal para que finalmente
el espíritu y tu ser se vuelvan uno. Entonces todos tus actos son el re-
flejo del intento del espíritu.

152 Taisha Abelar. Textos inéditos


El Cuerpo Energético 15

N
élida me llevó a la cima del acantilado desde donde había visto
las ruinas. Ella dijo que era un lugar que los antiguos hechice-
ros llamaban un punto de poder gemelo.
—¿Por qué lo llaman un punto de poder? —Pregunté de-
teniéndome para recuperar el aliento. Miré hacia atrás al otro lado del
valle. Pude ver el sendero serpenteando a lo largo del cañón bordeado
de rojo. Me sorprendió la distancia que habíamos recorrido en un corto
tiempo.
—Los antiguos hechiceros han imbuido a las rocas y la tierra de su
intento, —dijo Nélida—. Las columnas y el punto en el acantilado des-
de donde viste las ruinas, forman un arco energético que permitió que
tu cuerpo energético fuera alejado de sus amarres. Regresar a ese lugar,
sellará tu cuerpo energético y lo llenará de vitalidad. Sin embargo, no
recomendaría pasar la noche allí.
—¿Porqué es eso?
—Porque el humor sombrío de los antiguos hechiceros te desviaría
de tu propósito, —dijo Nélida—. Ya eres lo suficientemente sombría.
No necesitas ser empujada al límite.
Me reí nerviosamente. Estaba de pie peligrosamente cerca del borde
donde un paso falso conduciría a una fuerte caída de cientos de pies.
Vi rocas ominosas que parecían haber sido incrustadas debajo por una
inundación torrencial. Ahora una corriente serpenteaba en un curso
desigual. Era difícil creer que un río hubiera cortado tan profundamente
la ladera de la montaña. Ahora la corriente parecía estar atrapada allí
abajo sin esperanza de escapar.
Nélida señaló una mesa plana al otro lado del barranco y dijo: —Es
el lugar de allí.
—Me da miedo volver allí, —le dije a Nélida, alejándome del bor-
de—. De alguna manera, ese lugar no me pareció amigable.
Nélida me miró de reojo.
—¿Qué te hace pensar que los lugares de poder tienen que ser
amigables, especialmente los puntos gemelos de poder de los antiguos
hechiceros? Todo lo que se necesita para que un lugar sea útil es que
haya un intento particular que fluye de la tierra.
Continuamos avanzando hacia el área desde donde había visto las
ruinas. Me ardían los muslos. Tenía que parar cada quince pasos más

Taisha Abelar. Textos inéditos 153


o menos porque la subida era decididamente cuesta arriba. Nélida me
había dado una botella de agua de Peñafiel que me dijo que bebiera
lentamente. Había llegado a la última gota y estaba a punto de tirar la
botella cuando ella me detuvo con un fuerte agarrón en mi brazo.
—Debes actuar impecablemente, —dijo—. Eso significa no dejar
nada atrás.
Até la botella vacía a una presilla de mis jeans y seguimos caminan-
do. Cuando llegamos al área plana, Nélida tomó una serie de respira-
ciones profundas y me preguntó si notaba algo en particular sobre el
lugar. Inhalé un par de veces y luego le dije que el aire parecía ser más
delgado, más claro y más transparente. Ya no estaba cansada.
—Tienes razón, —dijo Nélida—. El aire aquí es ligero, no pesado
como el aire al que estás acostumbrada a respirar. Este aire ha sido
purificado a través del intento de los hechiceros para que solo quede la
esencia de la vitalidad.
No estaba preparada para ir tan lejos como para atribuir mi reno-
vado bienestar a la esencia de la vitalidad, pero respirar el aire parecía
energizarme. Nélida me instó a llenar mis pulmones con la carga vital.
Mientras respiraba, ella reveló que los antiguos hechiceros solían prac-
ticar sus ensueños aquí y que habitaban en las cuevas que salpicaban la
ladera de la montaña.
—¿Por qué eligieron este lugar en particular como su punto de po-
der? —pregunté.
Nos sentamos en una roca plana que tenía una ligera depresión,
como si la roca hubiera sido tallada para sentarse. Aunque, no pude
evitar notar que quien se había sentado allí antes tenía glúteos más
grandes.
—Hay ciertas grietas naturales en la corteza terrestre a través de
las cuales uno puede deslizarse, —dijo Nélida—. Los antiguos videntes
fueron expertos en encontrar estas grietas y atravesarlas. Transmitieron
este conocimiento de generación en generación. Estamos sentadas en
una de esas grietas ahora.
Me levanté de un salto. Nélida se rió y dijo que no era una grieta
geológica o una falla, sino una abertura en la corteza energética de la
tierra.
—¿Los hechiceros que vivían aquí eran ermitaños? —Pregunté sen-
tándome de nuevo.
—Muchos de ellos lo fueron, —admitió—. Al igual que muchos de
los hechiceros modernos que usan estas cuevas hoy en día. Pero esta-
ban recluidos no porque viviesen solos o fuesen hombres santos, sino
porque han logrado separarse de las preocupaciones humanas.
—¿Por qué es eso? ¿Los hechiceros son misantrópicos?
Nélida sacudió la cabeza, se llevó las rodillas al pecho y se abrazó
las pantorrillas. Copié su postura. Inmediatamente, sentí una cálida
sensación de zumbido en mi pecho y abdomen, que me calentó a pesar
del viento que soplaba a nuestro alrededor.
—Los hechiceros no son misantrópicos, —dijo con un destello—.
Nos divertimos inmensamente en compañía de otros. Nuestro maestro,
el nagual Julián, a menudo entretenía a sus invitados con elaborados
melodramas y divertidas presentaciones teatrales. Sin embargo, en me-
dio de esta juerga, lograba mantenerse alejado de las personas. Los he-
chiceros, aunque parezcan hombres y mujeres comunes, no son como
otras personas en absoluto.

154 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿Qué los hace diferentes?
—Vivir en su lugar de poder, aprender de la tierra y ver la energía
directamente les hace considerar todo como fluido y temporal. A través
de la recapitulación, un hechicero rompe sus lazos con el mundo y con
el yo. Mientras separa estratégicamente de él perturbaciones extrañas,
simplifica su vida y sus deseos, se aísla de las preocupaciones humanas
y deliberadamente lanza y asegura una línea misteriosa.
—¿Es una línea de energía? —pregunté.
—Sí, pero no a la tierra o a las personas. Es una línea que lo vincula
al intento. Cuando se completa su cambio, puede regresar al mundo
de las personas y, sin embargo, permanecer separado de ellas. No im-
porta dónde esté, solo o en compañía de otros, su único vínculo es el
intento, y solo el espíritu puede reclamarlo.
Sentí un escalofrío repentino por la finalidad y la soledad que impli-
caba ese vínculo.
—Vamos a encender el fuego, —sugirió Nélida como si sintiera mi
estado de ánimo.
La ayudé a juntar madera seca y organizarla en una pila. Ella me pi-
dió algunos fósforos y golpeó uno en una rama. El fuego emitió un cru-
jido que lanzó chispas volando hacia arriba. Pronto un cálido resplan-
dor llenó el claro. Le dije que don Juan había dicho que los antiguos
hechiceros sabían cómo predecir el futuro a partir de la distribución de
las brasas, cuando el fuego se había extinguido.
—Los viejos hechiceros sabían mucho sobre muchas cosas, —dijo
Nélida mientras arrojaba otra rama sobre las llamas—. Podrían exami-
nar los restos de las ramas quemadas y predecir el futuro.
—¿Cómo podría alguien decir el futuro de trozos de madera carbo-
nizada? —quise saber.
Nélida dijo que los hechiceros que conocían la técnica no solo po-
dían predecir los eventos por venir, sino que también podían examinar
el estado actual de las cosas para evitar calamidades o sucesos no de-
seadas.
—Una persona con la facilidad, observa la disposición de las brasas
moribundas y las ramas, y los poderes del fuego y la madera le dicen
lo que quiere saber.
—¿Sabes tú cómo hacer esto?
Nélida asintió con la cabeza. —Tiene que ver con la forma en que
las ramas yacen después de que se apagó el fuego y el patrón que
producen las chispas moribundas que dan la pista. Por ejemplo, si el
fuego se apaga repentinamente y cinco ramas permanecen brillantes,
entonces ocurrirá algo repentino o en una escala grandiosa.
—¿Cómo sabes eso? —Pregunté mirando el fuego.
—Porque las cinco direcciones están iluminadas a la vez, —respon-
dió ella—. Si, por otro lado, el fuego se apaga lentamente, y todavía
quedan muchas ramas encendidas, haciendo un patrón circular, enton-
ces el cambio de los eventos será gradual y para mejor.
Nélida agregó que la dirección hacia la que apuntan las ramas car-
bonizadas también es una indicación. Una rama grande que apunta
hacia el norte, significa gran agitación o actividad; el este es la dirección
del amanecer y la sabiduría, el sur del calor y la nutrición, y el oeste de
la introspección y el misterio.
—Ahora, si una rama apunta hacia arriba, o si una ráfaga de viento
apaga el fuego, estás en serios problemas.

Taisha Abelar. Textos inéditos 155


—¿Porqué es eso?
—El intento indica la dirección del cenit, y eso siempre significa un
movimiento gigante.
—¿Todavía no veo qué tiene que ver un fuego con los eventos que
afectan a los seres humanos?
—Nuestros cuerpos, los elementos, la energía del fuego, los cuatro
puntos cardinales se fusionan en uno, —explicó Nélida—. Así es como
podemos examinar la disposición de la madera carbonizada y ver cómo
se relaciona con nuestras vidas.
Ella dijo que era un error considerarnos separados de los elementos,
ya que las mismas fuerzas que mueven el fuego gobiernan nuestros
cuerpos energéticos.
—La razón por la que nos consideramos separados de todo lo de-
más, —explicó Nélida—, es precisamente porque estamos pensando.
Es un pensamiento que nos separa de la totalidad y nos hace olvidar
nuestro origen común.
Se acercó al fuego y me dijo que extendiera mis manos cerca de las
llamas.
—Puedes atraer la energía del fuego a tu cuerpo a través de tus
palmas, —sugirió—. Permite que el calor se fusione con tu cuerpo para
calentarlo.
Extendí mis palmas y sentí el calor del fuego fluir en mis manos,
hasta que tuve tanto calor que comencé a transpirar. Ya no necesitaba
mi poncho y me lo quité.
—Todos estamos hechos de luz, —continuó Nélida—. La luz activa
nuestro cuerpo energético y, aunque tenemos una forma humana, para
un hechicero que ve, somos esencialmente filamentos de luz.
Nélida llamó a nuestro lado humano nuestra herencia de mono, y
agregó que nuestra herencia animal nos hace actuar de una manera
rebelde
—Tenemos otro lado que está totalmente oculto.
—¿Cómo sabes que existe este otro lado si está completamente
oculto? —Quise saber.
—Los hechiceros lo ven, y todos sabemos que está ahí, —me asegu-
ró—. ¡Pero por cerca que esté (¡porque es nuestro propio ser!), siempre
permanece fuera del alcance. Mientras nos aferremos a nuestra forma
de simio, nunca podremos aprovechar esa otra parte, la parte que los
hechiceros llaman el cuerpo energético o doble.
Suspiré y miré las brasas brillantes.
—Todos anhelamos algo fuera de nuestro alcance, —dijo Nélida
sintiendo mi estado de ánimo—. Vemos posibilidades en nuestros sue-
ños; deseamos ser más enérgicos, pero siempre tratamos de encontrar
satisfacción en las cosas del mundo. Por lo tanto, estamos condenados
al fracaso.
—¿Porqué es eso?
—Porque la parte que estamos buscando para completarnos no está
en el mundo, —dijo—. Esa parte es el cuerpo energético ... Pertenece
al reino de la energía pura. Para aprovecharlo, debemos dirigir nues-
tros ojos a otro lado.
Nélida dijo que solo la recapitulación nos permite ver que las po-
sesiones físicas e intelectuales que hemos acumulado tan asiduamente
son un espejismo frente a los ojos. Sin embargo, nos aferramos a ellas
como si nuestra propia supervivencia dependiera de ello, a pesar de

156 Taisha Abelar. Textos inéditos


que es solo un acuerdo ilusorio basado en nuestra participación en un
marco perceptual común.
—¿Por qué es tan importante la recapitulación? —pregunté.
—La recapitulación te permite construir una plataforma energética
desde la cual puedes evaluar las preocupaciones y experiencias que
llamas tu vida. En otras palabras, la recapitulación te permite tener la
oportunidad de entrar en contacto con el otro.
—¿Cómo es el otro?
Nélida me miró a través del resplandor de las brasas moribundas.
—Es la luz la que nos mueve antes de que haya sido moldeada por
las interpretaciones. No hay nada peor que limitar nuestra energía a
las circunstancias de nuestra vida. Desde la infancia, nos hacemos con
una forma y nos deformamos por las etiquetas, hasta que pensamos en
nuestro personal yo es todo lo que hay, y perdemos completamente de
vista nuestro ser energético o doble.
—¿Me puede dar un ejemplo concreto? —Le pregunté estirando
mis piernas que comenzaban a sufrir calambres por estar sentada en
granito duro.
—Por ejemplo, considera no tener posesiones, —dijo.
—¿No son las cosas importantes? —pregunté—. Ves tanta pobreza
en el mundo. ¿Quién puede culpar a la gente por querer una mejor
manera de vivir?
—Muchos de los hechiceros de nuestro linaje experimentaron la
pobreza, pero ellos mismos no eran indigentes.
Argumenté que un niño que solo conoce la pobreza no tiene defen-
sas. Todo su mundo se vuelve indigente y pobre. Nélida asintió con la
cabeza.
—Peor aún, su espíritu se vuelve mezquino, codicioso y retorcido,
—dijo mirándome directamente—. La ruina material provocada por
las circunstancias de la vida no es nada comparada con la debilidad del
espíritu. Mientras que el cuerpo pobre o hambriento puede ser curado
con la nutrición adecuada, no hay cura para un espíritu raquítico. Solo
le espera la falta de satisfacción y la miseria.
Quería saber si era posible evitar la pobreza del espíritu si uno nacía
en una situación de deterioro material.
—Si tienes suficiente energía, no puedes ser tocado por nada, —me
aseguró Nélida—, incluso si estás rodeado de gente pobre y mezquina.
Nélida dijo que para un hechicero que ve, todas las cosas son iguales
porque son energía. Por lo tanto, un hechicero que vive en una choza
se considera rico mientras que una persona común que vive en la ciu-
dad puede considerarse pobre a pesar de que tiene una casa llena de
muebles y un armario lleno de ropa.
»¿Quién crees que es más pobre? , —preguntó Nélida—, ¿el hechi-
cero en las montañas o la persona en la ciudad?
Le dije que “aunque tiene más, la persona en la ciudad era más
pobre”, pensando que eso era lo que quería escuchar.
Nélida sacudió la cabeza. —Mientras una persona no haya separado
su cuerpo energético de la idea de pobreza o riqueza; mientras no haya
recapitulado su vida, es pobre de espíritu, —dijo.
Algo que dijo acerca de estar separada de las riquezas, evocó un
incidente infantil. A veces, sin razón aparente, mi padre llegaba en casa
con una caja de pasteles franceses. Mis hermanos y yo nos parábamos
alrededor de la mesa y discutimos sobre quién tomaría cada pieza, ya

Taisha Abelar. Textos inéditos 157


que solo había una por persona. Quería comerlos todos o al menos
más de uno, pero tenía que esperar hasta que me tocara elegir, ya que
la edad tenía prioridad invariable. Sería la última y todos los buenos
pasteles cremosos ya habían sido seleccionados por mis hermanos,
padre y madre. Me quedaría con la tarta de frutas, o un flan de huevo
cuando hubiera matado por la crema de hojaldre o el pastel de choco-
late que comían mis hermanos.
¿Por qué te inquietas tanto? —preguntó Nélida cuando le conté la
historia—. ¿No sabías que los pasteles son todos iguales? No importaba
cuál elegiste o cual quedó en la caja.
Argumenté que no eran todos iguales en absoluto. Algunos tenían
glaseado de chocolate, otros tenían crema de vainilla y el napoleón
que mi padre siempre elegía, tenía una costra escamosa. Pero Nélida
insistió en que yo estaba siendo arbitraria diciendo que uno era intrín-
secamente más deseable que el otro.
—Todos están hechos con harina, azúcar, huevos y leche, — dijo—.
Solo varía su apariencia. ¿Por qué exprimir tus entrañas para una ligera
variación en apariencia externa?
Nunca lo había pensado de esta manera. Visto desde una perspec-
tiva desapegada, todos habían sido más o menos lo mismo. Lo que
hacía mejor a uno u otro, fue la insistencia de mis hermanos en que
su repostería era mejor que la mía. Codiciar uno y volver la nariz hacia
otro era ser arbitrario y mezquino.
—Deberías haber dejado que tus hermanos tuvieran todo lo que
querían, y aun así disfrutar del que tenías, —dijo—. Podrías haber
practicado ser indiferente a sus órdenes hipnóticas.
—Todo lo que sabía era que los odiaba por tomar las mejores pie-
zas, —dije—. Pero ahora veo que tienes razón; la harina, la leche y el
azúcar son iguales sin importar en qué forma los pongas.
—Solo cuando una persona ha encontrado ese terreno común en
el que todos las cosas son iguales, es realmente libre, —dijo Nélida—.
Porque entonces se ha liberado de las circunstancias de la vida que
limitan sus posibilidades.
Nélida se levantó y caminó hasta el borde del claro. Ella miró hacia
el fondo del barranco. Yo tenía la sensación de que la corriente estaba
aprisionada por las enormes paredes del cañón.
—Nuestro cuerpo energético es como esa corriente, —dijo señalan-
do hacia abajo—. Los lados del cañón son las circunstancias de nues-
tras vidas que nos encarcelan. Incluso cuando miramos hacia arriba,
todo lo que vemos son los muros de nuestra prisión. Nuestra única
esperanza de libertad es fluir constantemente hacia adelante con un
intento inflexible.
»Tenemos que tener coraje y optimismo, especialmente cuando co-
menzamos a recapitular nuestras vidas, —continuó Nélida—. Debemos
saber que los muros que nos rodean son ilusorios; no pueden moldear-
nos para siempre; no pueden detenernos en nuestro viaje. Al igual que
la corriente, nuestra energía debe fluir hacia adelante y no evitar ningún
rincón o grieta, pero tampoco quedarse merodeando para nunca llegar
a nuestro destino final.
—¿Cuál es ese? —pregunté.
—El mar, —dijo Nélida—. El vasto mar eterno.
Nélida me dejó sola en la cima de la colina para reagrupar mi ener-
gía. Ella había dicho que iba a hacer algunos no-haceres de hechicería

158 Taisha Abelar. Textos inéditos


en una de las cuevas cercanas. Quería desesperadamente ir con ella,
pero ella insistió en que me sentara en silencio y dejara que el poder del
lugar me energizase. Para dejar pasar el momento, observé un charco
estancado, resto de una lluvia reciente. En él pude ver reflejados los
cantos rodados cercanos y un desaliñado árbol toyón. Por un tiempo,
vi las rocas brillando en el líquido verde y negro. Una brizna de luz solar
que perforaba las ramas hacía que el agua ondeara. Observé el charco
durante mucho tiempo; el movimiento en el parecía estar hipnotizán-
dome y portar un mensaje silencioso.
Miré hacia arriba a los árboles y rocas desde donde estaba el sol
brillando. Eran los mismos árboles y rocas que había visto reflejados en
un charco de agua, y sin embargo no lo eran. Había otro mundo y el
reflejo de las cosas era su entrada. El mundo que llamamos real estaba
compuesto de sustancias, como árboles, rocas y agua que podíamos
nombrar, sin embargo, eran tan ilusorias como las imágenes en la pis-
cina de agua.
Me puse de pie y comencé a practicar algunos pases de brujería.
Hice la figura de ocho vertical en el aire con la palma de mi mano.
Extendí mis brazos y apreté mis omóplatos para fortalecer mi capa de
confianza. Recogí la chispa de energía de la tierra con la punta de mis
dedos y me los traje a la frente.
Cuando terminé de moverme, comencé a buscar en la maleza una
planta que Nélida me había pedido que recolectara. Cuando tenía un
bulto lleno, encontré a Nélida sentada en una roca como si tuviera es-
perando que pasara por allí.
—¿Encontraste la hierba que te pedí que buscaras? —preguntó ella.
Le dije que tenía algunas en mi mochila. El olor era extremadamen-
te asqueroso y sin duda apestaría la bolsa en las próximas semanas.
—¿Qué vas a hacer con las plantas?, —le pregunté.
—Voy a hacer una pasta para frotar las picaduras infectadas en tus
piernas, —dijo—. Una ventaja adicional es que evitará que el vello del
cuerpo vuelva a crecer, por lo que no tendrás que afeitarte las piernas.
Me pregunté cómo sabía que tenía costras y cortes de rasurarlas
continuamente con cuchillas de afeitar desafiladas, que yo era demasia-
do floja o tacaña para reemplazarlas.
Cuando Nélida tomó las hierbas, le conté sobre la comprensión que
había tenido con los reflejos del sol en el charco de agua. Ella se enco-
gió de hombros sin impresionarse.
—Cuando la mente y el cuerpo están tranquilos, se crea una pe-
queña grieta y puede escurrirse una idea, —dijo—. Es por eso que sigo
instándote a callar y dejar que la voz del espíritu te diga qué es qué. De
lo contrario, nunca comprenderás nada.
Me entregó una tira de carne seca, similar a la carne que don Juan
me había dado. Me pregunté si vendría de la misma carne de poder.
Comí con gusto. Caminar me había dado hambre. Nélida se inclinó
de nuevo contra el tronco de un árbol y dijo que quería contarme más
sobre la voz del ver, que era otra forma de hablar sobre la voz del es-
píritu. Ella estuvo de acuerdo en que la idea que yo había tenido en la
piscina de agua fue un comienzo, pero había mucho más.
—¿Qué crees que causa que alguien levante la cabeza y mire al sol?,
—preguntó Nélida mirándome fijamente—. Cuando toda su vida solo
miró su reflejo en un estanque de agua estancada, ¿qué hace que una
persona gire repentinamente en la dirección de otra?

Taisha Abelar. Textos inéditos 159


Me aventuré a adivinar. —Quizás, la persona se aburrió de mirar su
propio reflejo, —dije, usando el género masculino para contrarrestar
su uso del femenino.
—Pero la persona no sabe qué lo que ve son solo reflejos —Argu-
mentó Nélida—. Ella piensa que esto es todo lo que hay en el mundo.
—¿Podría haber vuelto sus ojos por casualidad o por suerte? —Pre-
gunté yo.
—Podría ser, —estuvo de acuerdo—. Pero hay otra posibilidad.
Ella esperó a que yo hiciera otra sugerencia.
—Tal vez, el sol era tan brillante que atrajo los ojos de la persona
hacia él —ofrecí.
Nélida asintió con la cabeza; sus ojos comenzaron a brillar. —Tienes
razón. —Dijo ella—. El sol atrajo sus ojos con su brillo.
Nelida explicó que el sol, en este caso, era lo que los hechiceros
llaman intento. Cuando uno ha pulido su vínculo con el intento, el
poder del intento es lo suficientemente fuerte como para apartar los
ojos del auto-reflejo. Antes de que esto pueda ocurrir, el cuerpo y la
mente deben ser purificados a través de la recapitulación y los pases
brujos.
—Practicar los pases de brujería y limpiar las líneas del pasado usan-
do el aliento, convirtiéndose en uno con sus actividades, ya sea estudiar,
coser, dibujar o cualquier otra cosa que pudieras hacer, te transforma a
ti misma. Siempre que, por supuesto, hagas estas cosas con el propó-
sito de los hechiceros.
—¿Cuál es el propósito del hechicero?
—Evolucionar, —dijo Nélida—. Despertar al Intento para que uno
pueda ver el mundo a través de ojos lúcidos. Los ojos de la persona
común están nublados por los pensamientos. Sus sentimientos están
retorcidos por las preocupaciones. Tú primero debes despejar un cami-
no hacia el Intento, antes de que puedas comenzar a atraerlo. Luego
puedes tocar gradualmente el cuerpo energético, y cuando está tan
brillante como el sol, te sueltas y permites que el intento te mueva.
—¿Cómo te mueve? —Pregunté.
—Con energía, querida. Con energía. Una vez que abandonas la
mente racional que hace que todo sea real, el intento te lleva al lado de
la energía pura.
Nélida dijo que se necesita una gran cantidad de recapitulación para
permitir dejarte ir de los juicios, opiniones y nuestra incesante necesi-
dad de control. Pero una vez que uno hace el cruce, es como si siempre
hubieras entendido, solo antes, que uno no tenía el poder de ver que
nada existió de otra manera.
—Concéntrate en intentar un puente hacia el cuerpo energético,
— aconsejó Nélida—. Haz los pases mágicos, luego usa su energía e
intenta cruzar al otro lado con plena conciencia. Solo entonces puedes
escapar del destino que te espera como ser humano.
—¿Qué destino me espera? —Pregunté con un escalofrío. Temía
que ella hubiese visto algo en las brasas carbonizadas del fuego y supie-
se algo que yo no sabía.
—El destino de tus padres, naturalmente.
Pensé en mis padres. Mi madre había muerto de cáncer después de
un largo episodio de enfermedad. Mi padre murió de cirrosis hepática
después de meses de dolor insoportable. Me congelé al pensar en lo
que tenía el destino reservado para mí si no lograba cruzar.

160 Taisha Abelar. Textos inéditos


—La enfermedad prolongada y la muerte son todo lo que tienes
que esperar, —dijo Nélida leyendo mis pensamientos—. Y no importa
si uno muere rico o pobre, joven o viejo, pacíficamente o lentamente
de alguna horrible enfermedad. Lo que importa es que las personas
mueren desprevenidas, en consecuencia todos van al mismo lugar.
Le pregunté a Nélida si había algún tipo de hades donde todos los
que no sabían iban cuando morían. Nélida se rió y dijo que a menos
que nos unamos con nuestros cuerpos energéticos, el infierno está aquí
en esta tierra.
—¿Pero no necesitas un maestro que te ayude a cambiar y llegar
a tu cuerpo energético? —Pregunté—. Sé que cuando regrese a Los
Ángeles, no estarás allí y no sabré qué hacer.
—No necesitamos maestros, —me aseguró Nélida—.Cualquiera
puede cruzar. Todo lo que tenemos que hacer es soltar nuestras pose-
siones. Intentarlo; cumplir con la orden de los hechiceros. Pero, ¿quién
quiere recapitular sus vidas y dejarse ir de sí mismo?
Nelida estaba hablando de mí otra vez. Quería defenderme y argu-
mentar que había recapitulado muchísmo, pero sabía que sería inútil.
Quedaban enormes reservorios que ni siquiera había tocado.
—Realmente no hay mucho más que decir sobre el tema, —Nélida
dijo—. De hecho, te estoy hablando solo para convencerte de que tus
afirmaciones vacías y tu apego no conducirán a la libertad. Sostenerse
en el yo es un desperdicio de energía. Es mejor usar esta energía para
forjar el doble de modo que el intento pueda jalarlo a la libertad
Nélida reiteró que todo lo que hay que hacer es consentir y aban-
donar la necesidad deliberada de controlar, que caracteriza a nuestra
vida diaria.
—Cada vez que practiques los pases brujos enfócate en el abdomen
y deja que la energía fluya sin obstáculos. Además, nunca te sientas
importante o que has logrado algo.
—¿Cuál es la razón de ello? —Pregunté.
—Solo cuando uno está no-haciendo y no-es, puede el intento arrai-
garse —Nélida dijo.
—¿Cómo se puede hacer algo y no hacerlo al mismo tiempo? Siem-
pre me ha sido difícil entenderlo.
—Dejas ir y permites que la energía actúe a través de ti, indepen-
dientemente de lo que hagas. Cálmate y guarda silencio. Considera
esto como tu nueva tarea de hechicería: volverte callada y profunda.
Nélida sacó un termo de una mochila y vertió una taza de agua para
que yo bebiera. Hábilmente atornilló la parte superior y devolvió el
termo a su bolsa
—Desarrollar el cuerpo energético es otra tarea de hechicería que
debes cumplir, —dijo tomando un sorbo de agua—. Algunas personas
son más expertas en esto que otras. Pero todos comienzan en el mismo
lugar; con un fuerte apego al yo.
—¿Cómo se rompe este apego?
—Uno simplemente decide que ha tenido suficiente de consentir y
malcriar al niño en nosotros, y uno comienza a vivir una vida disciplina-
da. Todo lo que te hemos mostrado es para facilitarte que renuncies a
tu obsesivo interés personal.
Asentí. Algo en mí estaba de acuerdo con lo que Nelida estaba
diciendo; pero otra parte de mí todavía no quería dejar de estar en con-
trol . La idea de que alguna fuerza externa me gobernaba era antitético

Taisha Abelar. Textos inéditos 161


a mi idea de independencia. Sentí que a menos que me afirmara a mí
misma, siempre sería la última en elegir el pastel y tendría que tomar
lo que queda.
—No tengas miedo de esforzarte. La libertad debe ser ganada. —
dijo Nélida—. Aprovecha tu cuarto de centímetro de suerte y dale tu
mejor esfuerzo, pero no para mejorar tu ego.
Sintiendo mi renuencia a cambiar, Nélida continuó. »Una parte de ti
quiere rendirse, mientras que la otra parte se aferra. En consecuencia
hay conflicto Pero una vez que se toma la decisión, no hay más lucha,
solo propósito, deleite y aceptación.
Nélida se puso de pie y dijo que quería practicar un poco de pases
brujos para ayudar a unificar el cuerpo y la mente y liberar la energía que
estaba atrapada en varios centros del cuerpo. Ella dijo que a través de
nuestro hábito de sostenerse a todo la energía se estanca. Un hechicero
deja ir todo y no lleva nada dentro de él que bloquee el flujo de energía.
—La primera área que necesita ser liberada es el centro sexual. —
Dijo Nélida.
—¿Por qué, porque es el más bajo?
—No, debido al énfasis puesto por nuestra cultura puritana, —me
corrigió—. Esta rigidez se expresa a si misma en necesidades emo-
cionales de amor y nuestra excesiva atención puesta en el cortejo y el
apareamiento. El cortejo y el apareamiento son tan dominantes que no
dejan energía para nada más. Liberarlo y purificar la energía atrapada
en los centros sexuales revitaliza todo el cuerpo, incluyendo los centros
ubicados fuera del capullo luminoso.
Cuando yo le pregunté de qué estaba hablando, ella repitió que los
pases de brujería aumentan la energía de uno o pueden hacerse como
un medio de invocar al intento. Eran puertas al no ser, así como un me-
dio de interrumpir los hábitos que el cuerpo ha desarrollado a lo largo
de una vida de hacer.
—Los pases brujos despiertan el cuerpo energético, —dijo Néli-
da—. Están diseñados para liberar la energía atrapada. Pero nunca
debes pensar en ellos como simples ejercicios, ni aun como artes mar-
ciales, yoga o tai chi.
—¿Por qué es así?
—Su intento es diferente. Fue establecido por los hechiceros de
tiempos antiguos.
—¿Se los inventaron?
—No, no fueron inventados simplemente. Estos pases descienden
en nuestro linaje a través del sueño o del espíritu mismo. Cuando ten-
gas suficiente energía, tú también serás capaz de sacar pases brujos
directamente del espíritu. La voz del ver te dirá todo lo que necesitas
para saber acerca de los pases brujos.
Nélida aclaró que lo que fuera que llegase a los hechiceros en cualquier
momento estaba diseñado para un propósito dado. Los hechiceros, es-
pecialmente los acechadores, son extremadamente flexibles. Ellos siguen
los designios del espíritu. Todo lo que hacemos es vaciarnos y permitir
al intento que nos mueva. Es por eso que no hay dos pases de brujería
iguales. Y uno nunca sabe qué pase debe hacer hasta el momento de ha-
cerlo. Este es el sentido en el que los practicamos hoy. Los hacemos para
llevarnos a la conciencia y la libertad. Usados adecuadamente, su intento
puede ayudar a uno a escapar en una ráfaga de luz.

162 Taisha Abelar. Textos inéditos


No-Ser 16

E
n el camino de regreso a la casa de don Juan, tomamos un
camino diferente. Era empinado y estaba surcado por la llu-
via, y las inundaciones repentinas habían erosionado la tierra
arcillosa. Después de una hora de caminata, Nelida me tocó la
cabeza con un movimiento rápido de su dedo.
—Estás hablando contigo misma de nuevo, —dijo en tono de ad-
vertencia.
Era cierto. Me estaba quejando internamente de que me dolían los
músculos y de cómo deseaba tener más destreza física para seguir el
ritmo de alguien del doble de mi edad. Me reí por puro nerviosismo.
—No son los músculos lo que necesitas para caminar, —me corrigió
Nelida—. Es la fuerza interna. Caminar con fuerza interna requiere
muy poco esfuerzo. De hecho, ninguno en absoluto.
Ella dejó de caminar y me pasó la mano por la columna para in-
formarme de que dos corrientes fluían a ambos lados de la columna
vertebral.
—Cuando te llevé a esta caminata, fue para almacenar tu energía y
equilibrar tus fuerzas positivas y negativas, no para agotarlas, —dijo—.
Estos canales están interconectados con otros, uniendo los órganos
internos con los músculos, los tendones y la piel.
Explicó que cuando los hechiceros ven el cuerpo energético, ven
que está formado por una fuerza sutil que fluye a través de canales bi-
laterales y simétricos, que unen el frente y la parte posterior del cuerpo
para formar un circuito continuo. Para un vidente, parece un huevo o
capullo luminoso que rodea el cuerpo físico. Entre los omóplatos, a un
brazo de distancia hay un punto de intensa luminosidad que ella llamó
el lugar de la conciencia.
Ella enfatizó que los pasajes de energía deben mantenerse abiertos
para que la fuerza sutil circule libremente. Cada vez que una persona
se esfuerza demasiado física, mental o emocionalmente, se crea un
bloqueo, en el cual las fibras de luz se anudan. La energía es constre-
ñida en un área, produciendo un exceso en otra, como al represar una
corriente. Esto produce un desequilibrio energético que causa enferme-
dades en el cuerpo.
Nélida encontró un área plana y me dijo que la limpiara de rocas y
escombros.

Taisha Abelar. Textos inéditos 163


—Acuéstate sobre tu espalda y fusiónate con la tierra tensando y
relajando todos sus músculos, —dijo.
Hice lo que me indicó, extendiendo mi poncho como una manta.
Me pidió específicamente que notara la diferencia de sentimientos
entre tensar y relajar varios grupos musculares.
—Tensar y relajar implican dos energías opuestas, —explicó, mien-
tras colocaba mi mochila debajo de mi cabeza como una almohada—.
Si una persona está demasiado relajada o débil, necesita tensarse. Si
está demasiado tensa o agitada, necesita relajarse. Cuando las fuerzas
de tensión y relajación están en equilibrio, la persona experimenta sa-
lud y bienestar.
Nélida profundizó diciendo
​​ que el cuerpo se regula naturalmente
y encuentra su estado óptimo de equilibrio que no solo es importante
para mantener la salud, sino también para tomar conciencia de las
fuerzas universales que nos rodean.
Cuando volví a sentirme descansada y mi respiración volvió a la
normalidad, me dijo que me sentara. Una vez más, trazó una línea en
mi columna hasta la coronilla de la cabeza, deteniéndose para señalar
varios centros con una suave presión de sus dedos.
—La primera compuerta está en el coxis; la segunda está entre los
riñones; la tercera está más alta, opuesta al plexo solar; otra está entre
los omóplatos; otra está en la nuca, y hay una aquí, en la parte superior
del cráneo.
Ella presionó suavemente el último lugar con su pulgar colocando
sus dedos como abanicos abiertos en la parte posterior de la cabeza.
—Estas áreas son centros de almacenamiento de energía, —expli-
có, tocando ligeramente las seis áreas nuevamente para que pudiera
notarlas—. También refinan la energía a medida que fluye por la parte
posterior.
Mientras presionaba, sentí una leve corriente o vibración. Después
de un tiempo, sentí que mi respiración se ralentizaba y se volvía pareja.
Mi caja torácica, que estaba tensa por caminar, ahora se expandió y
contrajo con facilidad, lo que me permitió tomar más aire. Mientras
masajeaba mi espalda baja cerca de los riñones, experimenté un dolor
agudo. Ella dijo que masajear el cuerpo libera un exceso de energía que
tiende a acumularse en los músculos, especialmente alrededor de las
articulaciones. Una forma de masaje era con las palmas o los dedos,
moviéndolos a lo largo de las vías que rodeaban el cuerpo. Los hechi-
ceros también podrían señalar con el dedo índice para abrir cualquier
bloqueo de energía.
Nélida enfatizó que en el mundo del brujo había que evitar el com-
portamiento extremo porque se iba demasiado lejos en una dirección,
se gravaban las fuerzas complementarias que se necesitan para equi-
librarse. Agregó que una persona debe esforzarse por la comodidad
y el equilibrio para lograr el nivel óptimo de eficiencia en cualquier
tarea.
—El centro de la vida y el bienestar está en el cuerpo energético,
—dijo ella, subiendo nuevamente subiendo un dedo por mi columna
vertebral—. Entre los dos canales a cada lado de la columna vertebral,
hay un tercer pasaje. Cuando el punto de conciencia pasa por la parte
posterior y entra al útero, una se calma y se centra. El cuerpo energéti-
co es tan sutil que uno apenas nota el movimiento del punto de encaje.
Sin embargo, cuando se aleja de sus anclajes, el lugar detrás de los

164 Taisha Abelar. Textos inéditos


omóplatos, es como si entráramos en un mundo diferente. Toda lucha
humana parece insignificante .
Por un tiempo nos sentamos en silencio. Luego señaló mis botas
y comentó que no hay nada peor que usar zapatos que no te quedan
bien.
—Solo cuando tu energía y tus actividades están en perfecta con-
cordancia, no te das cuenta ni de ti ni de lo que haces, —dijo.
Le pedí que explicara su declaración.
—Debido a que las personas quieren ser notadas, —comenzó—,
continuamente llaman la atención sobre sí mismas y sobre sus actos.
Estar concentrado en hacer algo siendo indiferente al resultado, signifi-
ca prestar toda su atención a la tarea. El estado más efectivo, para un
acechador, —continuó Nélida—, es estar completamente absorto en
el momento, de modo que uno no desperdicia energía pensando en el
pasado o el futuro.
Le pregunté si no era irrazonable preocuparse por si uno estaba
excediéndose o no. Nélida respondió que uno nunca debe preocupar-
se por nada, porque preocuparse significa que uno ya está desequili-
brado.
—Dicho de otra manera, —explicó—, si estás pensando mientras
actúas, serán esos pensamientos, no la acción, los que permanecerán
en tu memoria. Por otro lado, si estás en silencio mientras actúas, cuan-
do intentas recordar las acciones, habrá poco que recordar. Es por eso
que los hechiceros dicen que el yo es una idea. Cuando entiendes esto
y dejas de mantener tu monólogo interno, otra conciencia asciende al
primer plano.
Cuando pensé en lo que había dicho Nelida, parecía coincidir con
lo que había sentido al realizar la recapitulación. Había experimentado
una especie de retirada, una separación de mí misma y del mundo tal
como lo conocía. Una parte de mí (que consistía en todo lo que recor-
daba haber experimentado en el mundo), parecía haberse desprendi-
do y estaba flotando sin problemas. Detrás de esto yacía un sustrato
de conciencia que era silencioso, vasto y vacío. Sirvió de fondo para
apoyar las actividades. Pero debido a que toda mi atención siempre se
había centrado en mi yo que pensaba, esa infraestructura silenciosa
había pasado desapercibida. Con la recapitulación, la distinción fue
clara; existía una separación entre yo como un conglomerado de ideas,
sentimientos, actividades y esta otra conciencia indefinible y silenciosa.
—Mientras recapitulaba, —le dije a Nelida—, parecía que la concien-
cia ya no estaba unida a mi yo familiar. Parecía estar flotando afuera,
observando las respuestas que habitualmente había considerado como
mi yo familiar. Mientras que el yo personal está lleno de lucha, tensión y
estrés por vivir, la otra conciencia es imparcial e indiferente, un silencio
oscuro, perfectamente contenido, sin pensamiento ni deseo.
—Lo que estás describiendo es la relación entre la conciencia del
yo personal y la conciencia del cuerpo energético, —aclaró Nelida—.
La respiración de recapitulación y los pases de brujería te permitieron
activar el cuerpo energético. Desde esa perspectiva puedes ver que el
yo cotidiano es solo una apariencia sostenida por el poder del habla y
el pensamiento.
Nelida explicó pacientemente que después de que una persona ha
barrido su pasado personal con la respiración, el yo que se recuerda ya
no es capaz de afectar el presente.

Taisha Abelar. Textos inéditos 165


—¿Una persona todavía usa el yo para interactuar? —pregunté.
—Lo usa, pero al mismo tiempo sabe mucho mas que creer que lo
que ve es todo lo que hay en el mundo, —respondió Nelida.
—No entiendo, —dije— ¿Podrías ser más específica?
—Una persona usa el yo y el cuerpo físico en situaciones cotidianas,
pero sabe que es una fachada, solo para mostrar, —explicó Nelida—.
Como una fachada, tiene un frente elaborado, sin nada detrás. Uno
ya no cree que el yo sea importante o todo lo que hay que ser. Uno
ve todo como un desatino controlado flotando en un mar de misterio.
Nelida enfatizó que el desapego ocurre naturalmente una vez que la
conciencia ya no se identifica con el yo personal.
—Cuando el yo que piensa permanece al servicio de la conciencia
pura, uno se vuelve cada vez más tranquilo. Además, nuestras acciones
son fáciles y eficientes. Esto se debe a que la energía que alguna vez
se reservó para realzar el yo personal, se emplea directamente para la
creatividad, la salud y el bienestar.
Nelida reiteró que confundir la conciencia pura del cuerpo energéti-
co con el ser personal y pensante es mortal.
—No solo obliga al cuerpo energético a seguir las acciones de un
maestro indisciplinado o un niño rebelde, sino que también engaña a la
persona para que crea que lo que uno ve es todo lo que hay en la exis-
tencia. El yo personal está vinculado a los sentidos y busca gratificación
inmediata en las cosas que son finitas. El cuerpo energético nunca debe
estar vinculado a los sentidos ni confundirse con nada. Solo entonces po-
drá retener el lugar que le corresponde como conducto de la fuerza vital.
—¿Porqué es eso?
—Porque cuando la conciencia se identifica con las cosas de las que
es consciente, incluido el yo o la mente, se nubla por las interpretacio-
nes de la vida diaria. Debes permitir que el vidente en ti te guíe, —en-
fatizó—. Y no dejes que el yo personal levante y hunda la conciencia
como un yo-yo en un intento de satisfacer todos sus caprichos.
Tuve que estar de acuerdo en que es infernal estar constantemente
a merced de los sentimientos de uno y de los demás. Pero sabía que
cuando se trataba de la práctica real, era un asunto diferente.
—Lo que está involucrado es un darle la vuelta a la tortilla, —con-
tinuó Nelida—. Y eso solo se puede hacer volviendo la atención al
silencio que está más allá del habla y el pensamiento
—¿Qué es exactamente la conciencia pura? —pregunté.
—La conciencia del no-ser, —dijo—. Es un vínculo directo a una
fuerza que los hechiceros llaman intento: una fuerza que no es el yo,
pero que da lugar a todas las cosas, incluido el yo. Cuando comprendas
esta contradicción, verás que no hay nada que defender y nada sobre lo
que reflexionar, ni siquiera el yo.
Después de un largo silencio, Nelida continuó diciendo que la men-
te experimenta una armonía perfecta cuando los canales derecho e
izquierdo del cuerpo se fusionan y la conciencia cruza al cuerpo ener-
gético. Este estado es reflejado por un movimiento específico del punto
de encaje.
—Cuando uno está centrado, es fácil ver la energía directamente,
—explicó Nelida—, porque el cuerpo físico ya no hace lo que él siente.
Si intentas recordar cómo se siente tu cuerpo cuando está en un estado
de mayor conciencia, o cuando experimentas las líneas del universo,
te garantizo que tendrás dificultades para recordar estas sensaciones.

166 Taisha Abelar. Textos inéditos


Tuve que estar de acuerdo. Cualquier sentimiento que experimenté
durante la recapitulación en la cueva o en los árboles era tan diferente
de los sentimientos que estaba acostumbrada a tener, que luego no
pude recordarlos.
—Eso es porque en los árboles, estabas operando directamente
desde tu cuerpo energético, tal como lo estás haciendo ahora mien-
tras estás conmigo. En los árboles tu cuerpo energético se despertó.
Suspender a alguien de los árboles, es una maniobra de brujería para
romper la fuerza que la gravedad ejerce sobre el cuerpo físico y conso-
lida el cuerpo energético.
Nelida explicó que todas las experiencias dejan un rastro en el cuer-
po. Mantenerse erguido, por ejemplo, implica una cierta distribución
de presión y peso en las piernas y también una tensión y relajación
de ciertos grupos musculares. Sentarse implica un patrón diferente de
conciencia corporal, dependiendo de cómo la gravedad ejerza su fuerza
sobre el cuerpo físico.
—Estar suspendido de los árboles o treparlos, rompe la fuerza de la
gravedad y permite que el cuerpo energético se haga cargo, —dijo—.
Además, el hecho de que no había horizontes lejanos te permitía con-
centrarte en la inmediatez del momento. Y como no tienes una historia
de sentimientos para actuar en el momento sin reflexión, te volviste
silencio porque no tenías palabras para describir lo que estabas ha-
ciendo. Por eso es tan difícil recordar lo que sucedió después de que te
despertaste en los árboles.
—¿Qué pasó exactamente?
—Estabas entrenando tu cuerpo energético para acechar, —dijo
Nelida—. Las sensaciones y respuestas novedosas que antes no se en-
contraban en tu almacén de experiencia, te permitieron forjar tu cuer-
po energético. Ya has experimentado lanzar tu red luminosa y entrar
en la caverna negra sobre tu cabeza. Estos también son casos de ace-
cho con tu cuerpo energético.
Nelida se recostó contra una roca, estiró las piernas y me dijo que
me sentara en silencio mientras refrescaba mi memoria sobre no-hacer.
—No-hacer es actuar sin actuar; es no tener palabras o etiquetas
para describir tus acciones.
—¿Cómo se puede actuar sin saber lo que estás haciendo? —pre-
gunté.
—Actuando desde un silencio profundo, sin involucrarse con tus
acciones, —respondió ella—. En el momento que no estás atado a las
expectativas o al resultado de tus acciones, no notarás tus acciones.
Como zapatos que te quedan bien.
Nelida agregó que cuando uno está vacío y silencioso por dentro,
pero lleno de vigor y actividad, está actuando sin actuar. Por otro lado,
si estamos llenos de preocupación, ansiedad y expectativas, y tenemos
poca energía dirigida hacia nuestra tarea, estamos actuando de una
manera muy ineficiente. Debemos disolver a la persona en nosotros,
para que podamos ser libres de ser y hacer. Cuando uno no tiene de-
seos o ambiciones, pero está vitalmente involucrado en la acción en
cuestión, sabe infaliblemente cuándo continuar y cuándo parar.
—Hay una puerta al no-ser, —dijo Nelida—. Se abre para que uno
pueda entrar. Una vez dentro, el poder renueva y revitaliza el cuerpo
energético, o puede destruirnos. Es indiferente. Pero para encontrar
la apertura se tiene que ser desinteresado, y para atravesarlo con con-

Taisha Abelar. Textos inéditos 167


ciencia, uno tiene que deshacerse de algunos apegos a nuestro mundo
familiar.
—¿Qué hace uno dentro de la puerta?
—Permites que el fuego interno te disuelva y experimentas el no-
ser.
—¿Es eso lo que sucede cuando la gente muere?
Por un momento guardó silencio. —Todo se origina desde allí y
vuelve a él, —dijo Nelida—. Algunos lo llaman el útero o el creador
del universo. Otros lo llaman el destructor del universo. Eso es lo que
sucede. El mundo tal como lo conocemos llega a su fin.
Nelida explicó que para prolongar la vida durante más de sesenta o
setenta años, tenemos que disolver el cuerpo físico una y otra vez sin
perder la conciencia. Una persona puede dejar ir poco a poco a través
de la recapitulación, o al morir una persona se ve obligada a renunciar
a todo de una vez. Tenía curiosidad por saber más sobre el misterioso
desmoronarse al que ella aludía.
—¡Para los hechiceros es el reino más allá de la muerte! —dijo Neli-
da—. Es familiar para nosotros y para tí porque, aunque no lo sepas
conscientemente TÚ has estado allí muchas veces antes.
Jugué nerviosamente con mi Kleenex, solo para darme cuenta de
que lo había hecho pedazos. Puse las piezas en mi bolsillo para no dejar
rastros de basura en el suelo.
—Puedes verlo de esta manera, —continuó Nelida—. El cuerpo que
tienes ahora está dormido. Todavía no ha aprendido las complejidades
de acechar con el doble, de no-hacer y de no ser. Pero tu conciencia es
vieja y te hemos llevado más allá de la barrera del ser muchas veces. Es
por eso que las sensaciones allí no te son desconocidas.
Le pregunté por qué dijo que mi conciencia es vieja. Ella explicó que
algunas personas tienen una conciencia que se extiende atrás al reino
del no ser.
—¿Qué tan atrás? —Quise saber.
—Solo tú puedes responder esa pregunta, —respondió Nelida—.O
más bien solo tu conciencia que es vieja puede decir qué tan lejos ha
viajado en el no ser.
—¿Es como la reencarnación? —pregunté.
—No hay reencarnación, —respondió ella—. Tampoco hay pasado
ni futuro. La conciencia es solo conciencia. Hay infinitas líneas que
cruzan el universo. Cada una de ellas es un conglomerado de concien-
cia. Todo lo que digo es que tu conciencia ha viajado en otras líneas,
además de la que amalgama este mundo.
De repente, me sentí aprensiva. Experimenté un momento de confu-
sión, en el que una parte de mí sabía algo, pero no podía decir qué era.
—Practica disolviendo tu cuerpo físico, —recomendó Nelida—.
Solo así podrás responder tus preguntas. Ir más allá tu yo individual
te pone en contacto con la antigua conciencia. Ya sabes por tu reca-
pitulación que el yo es solo una tapadera; un escudo que usamos en
el mundo. Para acechar con el cuerpo energético, tienes que expe-
rimentar el no-ser muchas veces y acumular conciencia para hacerlo
reconocible.
—¿Cómo puedo acechar con el cuerpo energético sin el nagual o tú
o Emilito para guiarme?
—Ya te dije que la mejor manera de no ser es dejar de hablar con-
tigo misma. Que puedes hacer todo por ti misma. También te dije que

168 Taisha Abelar. Textos inéditos


hacemos el mundo con nuestras palabras y pensamientos, que junto
con acciones y sentimientos constituyen nuestro ser. No-ser es no tener
pensamientos, ya sea sobre nosotros mismos o sobre el mundo.
—¿Cómo puede uno no tener pensamientos?
—No pensar no es lo mismo que ser imbécil, —dijo Nelida—. Mas
bien, te lleva a la conciencia pura y al silencio, que son los requisitos
para no ser.
»Estar en el silencio interno, —continuó Nelida—, es no hacer jui-
cios o distinciones entre el bien y el mal, yo y los demás, entonces y
ahora. Y lo más importante, significa no tener conceptos de ningún
tipo. Intenta sentir y actuar con tu cuerpo energético, entonces puedes
evitar las trampas de pensar siempre en las cosas.
—¿Está mal pensar en las cosas? “
—No, no está mal, pero es una distracción hablar siempre contigo
misma. Hacer esto y aquello nunca te llevará al cuerpo energético.
Razonar solo produce un conocimiento limitado y una conciencia de
mala calidad. Hay una manera mucho más inclusiva de entender, y eso
es intuir directamente sin la intervención del pensamiento.
Me sentí triste, abatida. Supe que cuando regresase a Los Ángeles
y a la Universidad, pensar y razonar sería todo lo que me esperaba.
—Hemos hablado de esto antes, —me recordó Nelida—. Todo se
reduce a esto. Considera al yo como algo sin importancia; de hecho,
tan poco importante que lo olvidas por completo. Luego, por fuerza,
comenzarás a forjar tu cuerpo energético.
—¿Qué pasa cuando esté en la escuela y tenga que estudiar para un
examen? ¿Cómo puedo usar mi cuerpo energético, entonces? ¿Y qué
pasa cuando estoy hablando con profesores y compañeros?
Tocó la parte superior de mi cabeza y dijo que si uno es desinteresa-
do, gradualmente, los límites entre el perceptor y el objeto que se perci-
be desaparecen. Describió el desinterés no como una condición moral,
sino como un estado impersonal en el que uno ya no se considera a
sí mismo como una entidad separada. Un estado en el que no hay un
concepto del yo que percibe, ni de la cosa percibida.
—¿Qué siente la persona de este estado?
Nelida pensó por un momento y luego respondió. —Es como si uno
hubiera perdido algo o lo haya perdido de vista y no pueda recordar qué
es. Pero como no es importante, ya no está interesado en encontrarlo.
Nelida dejó en claro que la razón por la cual el yo es generalmente
tan apreciado es porque lo usamos como nuestro punto de referencia
único y constante con respecto al mundo. Es el centro desde el cual
pensamos, sentimos y damos forma a nuestra existencia, y lo hemos
estado forjando desde que éramos niños.
—Abandona el yo y elimina las fluctuaciones del pensamiento, —
continuó—. De la misma manera, incluso tus pensamientos y el yo se
borran. Luego puedes acechar con el doble, entonces ves a tus pro-
fesores y a tus compañeros de clase como un desatino controlado.
Entonces todo es igual y puedes comprender cualquier concepto di-
rectamente con tu cuerpo energético. Entonces eres verdaderamente
capaz de tener un romance con el conocimiento sin la intervención del
pensamiento y el yo; estarás operando desde el punto del no ser donde
el yo personal ya no es tu punto de vista principal. Entonces el vidente
en ti te dirá qué es qué.
—¿Por qué el no-ser es tan importante?

Taisha Abelar. Textos inéditos 169


—Pensar te hace hacer preguntas estúpidas, —dijo—. Las mara-
villas surgen de los reinos del no ser: salud, visión clara, comprensión
directa, poderes misteriosos. Pero una persona necesita una concen-
tración total y una disposición de abandonar el yo personal para abrir
la puerta y deslizarse en la plena conciencia.
Nelida me escudriñó a la luz ámbar.
—¿Estás dispuesta a dejar ir tu maravilloso yo? —preguntó a que-
marropa.
Por un momento dudé, pensando que ella quería decir que yo era
realmente maravillosa. Entonces asentí aunque sabía que ella se refería
a lo contrario.
—Ciertamente lo espero, —dijo—. Porque tu decisión sera testada
antes de lo que piensas.

170 Taisha Abelar. Textos inéditos


Diciendo adiós 17

C
ontinuamos caminando por senderos que casi siempre iban
cuesta abajo. El camino pedregoso con roca suelta dificultaba
gravemente el caminar y tenía que ser extremadamente cuida-
dosa de no resbalar. Más de una vez perdí el equilibrio sobre
el esquisto que se convertía en un pequeño deslizamiento de tierra, y
aterricé en mi parte trasera. En lugar de ayudarme a levantarme, Nélida
me regañó por ser torpe. Llegamos a una choza escondida en la male-
za. Expresé desconcierto sobre porque alguien viviría en el desierto tan
lejos del pueblo más cercano.
—A estas alturas debes saber que las casas de los brujos se encuen-
tran donde uno menos las espera, —dijo ella.
—¿Quieres decir que los hechiceros viven aquí? —Dije deteniéndo-
me en seco.
—Sí, si viven. Pasaremos la noche aquí y caminaremos de regreso
temprano por la mañana. Mañana terminará nuestro interludio de tres
días.
Comencé a frotar mis ojos y le dije que apreciaba mi tiempo con ella
y que no quería que llegara a su fin.
—No caigas en el sentimentalismo. Sabes que está en la naturaleza
de las cosas que lleguen a su fin. Afortunadamente ya dijimos adiós.
Le aseguré que nunca dije tal cosa.
—Aferrarse es consentirse, —dijo con firmeza y caminó hacia la
puerta de la choza—. Estás cabalgando con el poder del hechicero
ahora. Pero cuando regreses a Los Ángeles, tendrás que confiar en tu
propio poder. Por lo tanto, debes comportarte de manera impecable o,
de lo contrario, el ave de la libertad volará lejos y tú te quedaras sintien-
do lastima por ti misma debajo del árbol.
Las palabras de Nélida me dieron una sacudida aleccionadora. La
idea de que el espíritu se iría volando y de que nunca volvería a verla
a ella, era más aterradora que cualquier cosa que pudiera imaginar.
Entramos en la cabaña de adobe; estaba fresco dentro. La habitación
estaba escasamente amueblada. Solo un colchón con una manta dobla-
da y un baúl tallado de madera cubría las paredes. Una mesa y dos cajas
anaranjadas colocadas a sus lados estaban en el centro de la habitación.
Nélida se sentó en el colchón, se llevó las rodillas al pecho y cruzó los
brazos alrededor de ellas. Una posición que ella me había enseñado a

Taisha Abelar. Textos inéditos 171


asumir cuando quería relajarme. Las piernas dobladas cubrían la ener-
gía a lo largo del frente del cuerpo y evitaba que la energía se disipara
a través de la agitación.
—Estamos en manos del poder y debemos aceptar humildemente
lo que nos ofrece —continuó ella en un tono suave—. No controlamos
nada y no debemos aferrarnos, porque en el curso circular de las cosas
el final siempre es uno con el principio.
—Pero, ¿cómo sabemos cuándo vendrá el final, o si habrá otro
comienzo?, —pregunté.
Nélida enderezó sus largas piernas y me miró directamente.
—Te preparas para el final siempre diciendo adiós al principio. Lo
haces de forma natural, con tanto estilo y afecto como si dijeras hola.
Algo se estaba formando en mis pensamientos. Ya vi lo que venía
aunque no había poder en la tierra para evitarlo. Si yo seguía hablando
tal vez habría algo a lo que pudiera aferrarme después de que ella se
hubiera ido, aunque solo fuera a sus palabras. Le dije que no entendía
cómo uno siempre podría estar diciendo adiós, cuando uno no sabía
cuándo se iría.
—Pero no lo ves, Taisha, te vas todo el tiempo. Cada momento
dejas una cosa para abrazar algo más. El simple hecho de ir a algo
nuevo significa que le estás diciendo adiós a lo que has dejado atrás. Si
nunca dices tu opinión y das las gracias, si te aferras continuamente a
lo que pasó, ¿cómo puedes alguna vez tener la energía para aceptar el
maravilloso presente?
—¿Qué quieres decir exactamente con aferrarte?, —pregunté obsti-
nadamente. siguiéndola a la mesa.
Nélida explicó que aferrarse era tanto una actitud mental como una
sensación física. Mentalmente, uno se retrae, una y otra vez por algo
que ya no está en el entorno inmediato. Físicamente, uno se contrae,
a medida que se aferra a ideas o recuerdos que son ilusorios Las cons-
tricciones mentales y físicas refuerzan entre sí, para que uno no pueda
abrirse voluntariamente y aceptar plenamente los nuevos desafíos que
se presentan continuamente.
—Si te aferras, estás plagada de una sensación de pérdida y nos-
talgia. —acentuó Nélida sentándose en una de las cajas naranja—. Así
que siempre te sientes insatisfecha. Sería mucho más prudente no afe-
rrarse, sino simplemente dejar ir. Entonces sentirás que no has perdido
nada, porque ya has aprovechado al máximo lo que quedaba. Mi con-
sejo es no agarrarse de nada más allá de un límite.
Nélida explicó que decir adiós al mismo tiempo que decir hola,
es el arte del acechador de reconocer y aceptar la impermanencia
de la vida.
—Nada permanece igual, pero el cambio constante no debería afec-
tar a un acechador experimentado, para cuando llegue el cambio él o
ella está listo.
—¿Cómo podemos estar preparados para el cambio cuando no sa-
bemos qué sucederá después o dónde sucederá?
Nelida me agarró la mano con la que me estaba frotando los ojos.
Abofeteándola como uno abofetearía a un niño, ella dijo que no debía
frotarme en mi agitación sino permitir que la energía en mis ojos flu-
yera libremente.
—Como acechadores, estamos listos para el cambio, —continuó
Nélida en un tono tranquilo—, porque aceptamos nuestro destino, que

172 Taisha Abelar. Textos inéditos


es evolucionar. Somos capaces de cambiar nuestra conciencia fácil-
mente y sin problemas para que coincida con los eventos que están
cambiando a nuestro alrededor. Al ser uno con el momento, un acecha-
dor no nota el cambio y nunca siente una pérdida.
Por lo tanto, nuestras vidas siempre están llenas y, sin embargo,
siguen siendo para siempre un signo de interrogación abierto.
—Me sentiría más segura si nuestras vidas estuvieran contenidas
entre paréntesis —murmuré.
—Eso es porque te has acostumbrado a los barrotes de tu prisión.
Pero cuando tu vida es un signo de interrogación constante, no se sabe
de lo que eres capaz de hacer. Tal vez, incluso escapar del último signo
de exclamación: ¡nuestra muerte!
—¿Qué tal si amas a alguien o quieres algo que no puedes tener?
—argumenté—. Entonces estás obligado a sentirte decepcionado o en-
gañado.
Nélida sacudió la cabeza.
—Tu nunca quieres nada que no puedas tener, —respondió ella—.
Tal como nunca quieres nada que puedas tener. Al recapitular tu vida
y practicar no-hacer, cambias tu actitud, y con eso quiero decir, que tu
mente se vuelve fluida, así que no te apegas a nada. Entonces lo que
venga a tu camino es más que suficiente. Tampoco esperas que la cosa
dure. Entonces, lo que sea que se retire de ti, se ha quedado tiempo
demás, pero tu energía intrínseca nunca se queda ni se va.
—Pero dijiste que tendremos que irnos mañana, —protesté—. Qui-
zás yo nunca te vuelva a ver.
Nélida se puso de pie y se detuvo en la pequeña ventana cortada
en el adobe.
—Quizás te hayas ido pero nunca tendré que dejar este desierto.
¿Cómo puede ser eso?
—Simplemente porque nunca estuve aquí.
Me estremecí. Nélida dijo esto con tanta certeza que incluso si yo
quisiera dudar de ella, no podía. Impulsivamente la abracé. Ella estaba
sólida y sin embargo indescriptiblemente vacía al tacto. Cuando cerré
los ojos ya no podía sentirla. Entonces me di cuenta de que su presen-
cia en la habitación dependía de pistas visuales y auditivas que estaban
en gran medida, basadas en mi memoria de ella, más que en su exis-
tencia real. Ese pensamiento me dio una sacudida de miedo genuino.
Instintivamente, me moví hacia atrás unos cuantos pasos.
—Estar aquí y no aquí al mismo tiempo es a lo que los hechiceros
se refieren con acechar con el doble, —dijo Nélida—. Significa que ser
no es más real que no ser.
—Ahí vas otra vez, hablando en acertijos de nuevo, —le dije con
miedo de que se desvaneciera en cualquier momento. Parecía impa-
ciente con mi incapacidad para comprender.
—Significa, —continuó cuando vio en mi rostro una verdadera con-
fusión—, que no estar aquí es tan real como estar aquí. El hecho de
que este desierto o esta choza sea algo que me rodea, algo que amo
profundamente, no puede ser negado. Pero si otra escena me rodea, la
amaría con la misma intensidad, porque el sentimiento de afecto está
dentro de mí, y solo en la escena durante el tiempo que elija colocarlo
aquí.
Ella me miró solemnemente. —Es cierto, tomo mi conciencia y
energía conmigo donde quiera que vaya, —dijo ella—. No dejo nada

Taisha Abelar. Textos inéditos 173


atrás. Tu, por otro lado, dejas todo detrás como un cometa. Cualquiera
puede seguir tu rastro. Yo llamo a eso acecho patético.
—¿Cómo puedes no ser y aún sentir afecto?, —le pregunté.
—Ese es el enigma del corazón que toma a los acechadores toda
una vida para desentrañar, —dijo ella—. Algún día lo entenderás.
Tomó dos tazas de porcelana de un estante y las dejó sobre la mesa
junto con una tetera. Me sorprendió ver que estaban hechos de por-
celana exquisitamente fina, tan fuera de lugar en una choza de adobe.
Su presencia inesperada me dio una verdadera sacudida e imaginé por
un momento que Nélida las había sacado del aire, porque no me había
dado cuenta ellas en el estante, al entrar a la habitación. En una estufa
portátil de queroseno, puso a hervir el agua. Mientras ella preparaba
el té, yo levanté una de las tazas para examinarlas. La porcelana azul y
blanco tenía un patrón de diseño de sauces. Yo me pregunté si el juego
de té era una antigüedad de la dinastía Ming, en cuyo, caso era invalua-
ble. Demasiado para hechiceros que no están interesados en posesio-
nes personales, pensé. Nélida respondió a mi sorda pregunta diciendo
que ella había adquirido el juego de té durante sus viajes a Oriente.
Agregó que no importaba lo valioso que fuera o qué edad tenía porque
para ella siempre estaba aquí y siempre ahora. Nelida me sirvió mi taza
con té de flores aromáticas.
—Esta taza que estaba vacía unos momentos antes, ahora está llena
de té, —dijo ella mientras bajaba la tetera—. O puedes llenarla con la
sustancia que sea que hayas elegido. Pero la taza es la misma sin im-
portar lo que contiene, ¿no estás de acuerdo?
Asentí y esperé a que aclarara su punto de vista.
Nélida explicó que una vez que una persona ha recapitulado y ha
adquirido desapego, su cuerpo energético ya no tiembla cada vez que el
mundo se mueve a su alrededor. Porque están vacías y permiten que el
intento las mueva, tienen un centro que es constante y aparentemente
no se mueven en absoluto.
—¿Nadie te enseñó sobre el mantenimiento del centro?, —pregun-
tó ella sorprendida.
Le dije que Clara y Emilito me habían enseñado muchas cosas, in-
cluyendo cómo mantener el equilibrio mientras trepamos árboles para
no marearse o tener náuseas al colgar boca abajo. Mediante el enfocar
la mirada en un punto específico, parece que el mundo está moviéndo-
se mientras el cuerpo permanece estacionario.
Nelida asintió cuando terminé de describirle algunos de los precep-
tos de Emilito para trepar a los árboles. Levantó su taza y tomó un
sorbo.
—Debido a que la taza no tiene grietas, puede contener cualquier
cosa. Puedes vaciarla o llenarla y sigue siendo la misma taza.
»Pero si tuviera una grieta en ella, entonces notarías que el té gotea
poco a poco hasta que se acaba. Entonces la taza, si pudiera sentir,
sentiría que había perdido algo.
Estuve de acuerdo en que si una taza tuviera la naturaleza para sen-
tir, que debido a la grieta y al té que se tira, la taza podría experimentar
una sensación de pérdida e incluso podría sentirse infeliz, insatisfecho
o nostálgica del pasado.
—Eso se debe a que la copa está rota, —dijo mirándome. Pero
si tu quitas la grieta, entonces cuando la taza se llena y se vacía, no
sentiría una pérdida porque es la naturaleza de una taza estar vacía o

174 Taisha Abelar. Textos inéditos


llena. Mientras que no está en la naturaleza de una taza funcional el
estar agrietada o rota. Una taza que tiene un agujero o no tiene fondo
ya no puede funcionar más para lo que fue intentada, es decir, ser un
contenedor.
—No entiendo todavía qué tiene que ver eso con cualquier cosa.
Nélida explicó que si el cuerpo energético tiene agujeros o está
lastimado, la persona siente el drenaje de la fuerza vital y disputa para
contener la pérdida inevitable acaparando y aferrándose. De lo que
una persona no se da cuenta es que no es el miedo a perder lo que lo
hace aferrarse sino la debilidad de su ser energético que es la causa de
su confusión.
Nélida aclaró que todos nosotros éramos como tazas, algunos con
grietas, otros sin fondo, mientras que otros eran fuertes e intactos.
—Los fuertes nunca se aferran o sienten una pérdida cuando las
cosas se van, ——dijo Nelida—, porque independientemente de si es-
tán vacías o llenas, su naturaleza esencial permanece intacta. Tales
personas pueden ir y venir y prescindir de las pesadas actitudes de los
débiles, quienes se aferran a cada miga que llega a su camino, siempre
temiendo que alguien pueda llevársela lejos. Son como mendigos que
se pelean por las migajas porque sienten que nunca volverán a comer.
—¿Qué puedes hacer si eres una taza con una grieta?, —pregun-
té—. ¿Hay alguna esperanza para los mendigos necesitados?
—¡Recapitula! Haz los pases brujos. Vacía y restaura tu energía.
Olvídate del té y el agua, el jugo de frutas que no puedes contener. No
trates de llenarte una y otra vez; solo hará que se filtre y exacerbe su
sentido de pérdida. Dedica toda tu energía a la revitalización. Entonces,
cuando seas fuerte de nuevo, no importará si estas conteniendo agua
o jugo de toronja. Puedes estar vacía o llena, pero nunca eres posesiva
acerca de cualquier cosa o temerosa de soltar.
—¿Por qué no eres ya posesiva? —le pregunté sintiéndome embria-
gada por el té aromático.
—Porque ya sabes que lo importante no es lo que te llena, sino tu
vínculo con el intento. Practica el no-hacer, vacía tu taza para sellarla.
Una vez que esté energéticamente sellada, entonces sabrás que nada
hace falta.
Nélida aclaró que estar necesitados o ser codiciosos realmente signi-
fica que uno es dependiente energéticamente de otros para su sustento.
Entonces, uno está siempre a merced de alguien, o pidiendo limosna
de ayuda energética.
—Pero si sumerges tu taza en la vastedad, entonces nada puede
molestarte o decepcionarte porque entonces estás empapada en la
fuente de todas las cosas. Entonces una persona nunca teme decir
adiós porque él o ella saben que básicamente no hay nada que dejar ni
lugar a donde ir.
—¿Qué pasa con los platillos? —pregunté.
Nélida se echó a reír a carcajadas si hubiera tenido algo hilarante-
mente gracioso.
—Tíralos, —sonrió—. No tenemos un uso para los platillos. Es me-
jor descansar sobre la inmensidad misma. Nélida puso su taza en la
mesa y explicó que descansar en la vastedad, significa olvidarse de uno
mismo tan completamente que no hay diferencia entre uno mismo y su
entorno. Entonces el mundo se conforma a nuestro intento. Cuando
no nos damos cuenta de nosotros mismos, entonces nuestra elección

Taisha Abelar. Textos inéditos 175


del momento oportuno es perfecta; entonces ya no sabemos si nos
estamos moviendo o si somos movidos. Entonces lo insondable guía y
protege nuestro ser.
—Pero primero debemos confiar en nuestra impecabilidad, —dijo Né-
lida—. Vacía tu taza a través de la recapitulación para que no tengas la
sensación de agotamiento y pérdida. Luego, mientras estás vacía, repara
los daños a tu cuerpo energético a través de los pases brujos. Finalmente,
después de que estes energéticamente en buen estado y estés clara y
cómoda contigo misma y otras personas, entonces puedes comenzar a
irradiar esta claridad y facilidad para todas tus empresas y encuentros. No
importa lo que surja, un acechador será capaz de manejarlo con la facili-
dad y el deleite que brota de la profundidad del no ser.
—¿Qué pasa si las personas con las que estoy son nerviosas e in-
felices? —pregunté, colocando mi taza cuidadosamente sobre la mesa.
Nélida la llenó con más del delicioso té—. ¿No me contaminaría con
sus estados de ánimo negativos?
Estaba pensando en un hecho que sucedió no hace mucho tiempo
en el departamento de antropología.
Estaba subiendo en el elevador cuando Tim Howard, un estudiante
graduado, me acorraló y de manera agresiva me dijo, —¿Cómo es que
siempre estás sonriente. ¿Descubriste la fuente de la felicidad?
Me puse nerviosa. Inmediatamente comencé a explicar que no me
daba cuenta que siempre estaba sonriendo y exigí saber cómo sentirse
feliz podría ser ofensivo. Pero cuando llegamos al tercer piso, ya estaba
completamente deprimida y agotada de energía.
—Si exudas facilidad y deleite desde la profundidad de tu ser, tu
contaminaras a otros, —me aseguró Nélida.
—¿Y si son tan fuertes que me influencian?, —insistí.
—No hay forma de que alguien pueda afectar a un acechador por-
que su propósito de guerrero no puede ser influenciado. Ahora, si estás
agrietada o estás buscando ser aceptada o estás invirtiendo y esperando
beneficios, entonces todo se filtra o entra y puede afectarte. Como en
el ascensor, toda tu energía se mueve al lugar del daño para repararlo
pero no para disponer, porque no puedes retener o cambiar nada; ni
puedes sellar ninguna cosa cuando estás tan llena de ti misma. Pero
una naturaleza completa se mantiene dentro de sí mismo. No necesita
que se le añada nada, ni nada le puede ser quitado. Ni siquiera los sen-
timientos de adquisición o de pérdida.
Nelida extendió la mano sobre la mesa para acariciarme la mano cari-
ñosamente. Ella me aseguró que después de recapitular mi cuerpo ener-
gético era bastante fuerte y por eso podía hablar conmigo. Era erróneo
para mí persistir en sentirme débil simplemente por costumbre.
—Una persona que está unida a al intento mismo, disfruta de la
compañía de los demás pero nunca se aferra o está necesitada, sim-
plemente porque su vacío y plenitud le impiden conocer la necesidad
o la tenacidad.
Nelida explicó que fortalecer el cuerpo energético implica cambiar
el comportamiento de uno y renunciar a los sentimientos de desespera-
ción que no sirven para nada.
—¿Dónde está el ser? —le pregunté sintiéndome abrumada.
Nélida sonrió y le dijo que la mejor manera de consolidar el cuerpo
energético de uno era a través de la recapitulación, resultando en una
limpieza de la confusión asociada con la existencia cotidiana.

176 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Es la disolución del conflicto y la agitación interna lo que pone al
yo personal a descansar, —dijo Nélida—. Resulta en fusionar los mun-
dos interno y externo de uno, de modo que lo que uno piensa, hace y
dice es lo mismo que pasa.
Estaba oscureciendo. Nélida se levantó y señaló la cama. —Que
tengas un buen descanso. Voy a dar un paseo corto. Adiós.
—Te refieres a hasta luego, ¿no? —Dije.
Nelida se paró por un momento y sonrió. Luego salió y cerró la
puerta detrás de ella. Cuando me desperté a la mañana siguiente, Don
Juan estaba parado en la puerta mirándome. Dijo que me levantara
porque era hora de marcharse.
Bajamos del cañón por un sendero diferente y caminamos de re-
greso a su casa. Mientras caminábamos, estaba llena de una energía
vibrante. Me sentí abierta, porosa y ligera.
Quería preguntarle dónde había ido Nélida y contarle todas las co-
sas que ella había dicho y lo que había pasado en las ruinas, cuando él
me detuvo con un movimiento de su mano. De repente, no pude poner
mis recuerdos en palabras. Supe que algunas cosas nunca podrían ser
forzadas a ponerse en palabras y tenían que permanecer en el nivel del
conocimiento silencioso.
Carlos estaba esperando cuando llegamos a la casa de don Juan.
Mi corazón saltó con alivio al verlo de nuevo. Solo habían sido tres días
pero me pareció que había sido por siempre. El no preguntó donde
había estado.
Era el acertijo del corazón al que Nélida había referido que tomaría
una vida en develar. Al mirar a los ojos con brillo resplandeciente del
nuevo nagual, supe entonces que tenía que ver con dejarse ir del yo y
de aceptar los dones que el espíritu ofrecía sin preguntar, sin interferir.

Taisha Abelar. Textos inéditos 177


La Catalina 18

C
aminamos hacia un grupo de casas de adobe. Carlos había
estacionado el auto aproximadamente a un cuarto de milla por
la carretera para que no se viera desde las casas.
—Te mostraré dónde esperar pero no quiero entrar o cru-
zar el camino de la curandera, —dijo con una mirada furtiva.
—¿Por qué no quieres que la curandera te vea? —Pregunté con
recelo.
«Porque esa curandera es una bruja. He tenido algunos altercados
con ella en el pasado. Así que es mejor que no te asocie conmigo o
con don Juan.
Estaba cada vez más aprensiva. —¿Qué debería decirle si me pre-
gunta por qué estoy aquí?
—Solo di que eres una estudiante de antropología y que ella fue
encarecidamente recomendada por alguna persona en la estación de
Vicam. Y estás aquí porque quieres que vea las picaduras de pulgas en
tus piernas.
Por el aspecto del lugar, quien vivía allí parecía tener mucho éxito.
La casa era más grande que las otras casas yaquis del área, y los te-
rrenos a su alrededor se veían limpios y bien cuidados. Incluso había
algunas plantas ornamentales en macetas junto a la puerta que agrega-
ban un toque decorativo. Una pareja de ancianos estaba sentada en un
banco debajo de la ramada. Dos corpulentas damas mexicanas estaban
de pie en el patio, esperando su turno para ver a la curandera. Sentada
en otro banco había una mujer con un niño, y junto a ella estaba senta-
da una mujer que amamantaba a un bebé completamente cubierto por
un chal. Al lado de la casa había un pequeño corral donde se guardaba
un burro. Cuando me volví, pude ver a un hombre desaparecer detrás
del corral, como si no quisiera que lo vieran.
—Doña Catalina es la mejor curandera de Sonora, —dijo Carlos
mientras nos sentábamos en un banco vacío a cierta distancia de la
casa—. Tanto mexicanos como indios vienen a verla. Don Juan dice
que ella tiene más poder que todos los curanderos juntos de esta
área.
Noté un toque de orgullo y también miedo en su voz cuando dijo
esto.
—¿La conoces bien? —Yo pregunté.

Taisha Abelar. Textos inéditos 179


—Para nada. La conocí una vez en una reunión de algunos de los
colegas de don Juan. Aunque, en varias ocasiones, he visto su trabajo.
Ella puede extraer el órgano de un paciente, mojarlo en alcohol y po-
nerlo de nuevo en su cuerpo sin hacer una incisión o extraer sangre.
—Vamos, —dije con incredulidad. Eso es imposible. Ella debe estar
usando algún tipo de engaño.
Había escuchado sobre la “cirugía psíquica” utilizada por algunos
médicos. Su propósito es similar a la cirugía occidental, excepto que no
se extrae sangre y el paciente está consciente durante el procedimien-
to. Pero a diferencia de la cirugía occidental, inmediatamente después
los pacientes pueden levantarse y salir de las instalaciones sin cicatrices
ni efectos nocivos.
—Apuesto a que es una cuestión de curación por la fe, donde el
paciente es altamente sugestionable, —expresé.
La literatura antropológica también abunda en estudios de curande-
ros de la fe que a través de la imposición de manos hacen que el pa-
ciente experimente una especie de catarsis durante la cual se produce la
curación. Había visto una demostración de tal curación en la televisión.
La gente simplemente dejó caer sus muletas y comenzó a caminar de
nuevo, o milagrosamente podían escuchar o ver. Nunca le había dado
mucha credibilidad a este tipo de curación y siempre había considera-
do que pertenecía a la categoría de lo que los antropólogos llamaron
“curación por conversión histérica”. Los efectos en tales casos fueron
generalmente temporales y trataron los síntomas en lugar de la enfer-
medad en sí, que a menudo regresó cuando la persona recuperó el
sentido y se eliminó el esfuerzo de apoyo público.
—Ella no es una sanadora de fe, —dijo Carlos con decisión.
—Entonces, ¿cómo practica su arte doña Catalina? ¿Utiliza un jue-
go de manos?
Según los relatos antropológicos, la única forma en que tal cirugía
podría producirse, ya que desafía la razón y las leyes de la ciencia, es
mediante el uso de algún tipo de artimaña. La explicación habitual que
se ofrece es que los espectadores se ponen en trance hipnótico me-
diante el uso de sonidos repetitivos, como cantos o tambores. Luego,
el curandero se pone a trabajar produciendo efectos espectaculares,
de la misma manera que un mago realiza trucos que sorprenden a una
audiencia que solo ve lo que el mago les permite ver.
—No. Ella no usa el juego de manos, —dijo Carlos—. Algunos char-
latanes probablemente confían en trucos como tener un órgano de
repuesto bajo la manga, pero Catalina hace algo más, mucho más
espectacular.
—¿Que es eso? —Le pregunté riéndome de la imagen de alguien
con el corazón o el hígado de una cabra goteando escondido debajo de
su poncho y mostrándolo en el momento justo para sorprender a los
espectadores.
—Catalina cura cambiando la realidad a su alrededor, y cualquiera
que sea testigo de la operación, incluido el propio paciente, participa
en esta realidad alterada.
—No entiendo, —dije, alejándome de un paciente con tos que había
venido a pararse junto al banco donde estábamos sentadas.
—Si partimos de la premisa, como lo hacen los hechiceros, de
que el mundo real también es un mundo de ensueño y que puede
ser alterado perceptivamente si uno tiene suficiente poder, enton-

180 Taisha Abelar. Textos inéditos


ces la curandera, que también es bruja, puede cambiar la realidad
sumergiéndolos, al alterar el consenso de las personas involucradas.
Entonces, todos los que están presentes en realidad presencian un
mundo con nuevos parámetros de percepción; se ven obligados a
reconocer lo que ven con un nuevo acuerdo intersubjetivo para re-
emplazar el antiguo.
—¿No es esta una forma de hipnosis masiva? —Dije.
—No realmente, —respondió Carlos—. A menos que llames estar
vivo o lo que estamos experimentando ahora como una forma de hip-
nosis. Lo que hace Catalina es alterar la conciencia de sus pacientes
y la conciencia de quien sea que esté presenciando su curación, y por
supuesto su propia conciencia que está sujeta al ensueño y las habilida-
des de acecho de los hechiceros. Entonces pase lo que pase con ellos
es tan real como el mundo que estamos viviendo ahora sentados aquí
en este banco.
—¿Quieres decir que ella usa el cuerpo de ensueño durante sus se-
siones de curación? —Pregunté.
—Eso es lo que sucede. Aprendió a utilizar partes de la realidad de
sus sueños y es capaz de proyectarlas en la realidad cotidiana de las
personas de manera tan poderosa y completa que se producen inte-
rrupciones profundas. Luego, utiliza sus técnicas de acecho para com-
pletar las fracturas y forma una vida reconocible para los espectadores,
aunque sus características son marcadamente diferentes de la realidad
cotidiana, pero igual de reales.
—¿Cómo es diferente de la realidad cotidiana?
—Bueno, ella puede sacar un órgano sin extraer sangre. Dentro de
nuestra realidad consensuada eso es imposible de hacer.
—Ya veo lo que quieres decir, —dije con un escalofrío.
Me preguntaba cómo los curanderos como Catalina adquirieron po-
deres tan extraordinarios para poder cambiar el mundo que los rodea
y hacer que todos los que están dentro de su campo de energía experi-
menten lo inconcebible. Esperando mi turno, me puse más incómoda,
preguntándome qué me haría una vez que entrara en su campo de
energía. Carlos me había asegurado que sus poderes eran genuinos y
que no había trucos involucrados y que su fama atestiguaba sus habili-
dades como curandera.
Tuvimos que esperar más de dos horas hasta que todas las personas
delante de nosotros hubieran sido vistas. En todo ese tiempo tuve una
visión de la curandera, aunque el hombre que acechaba detrás del co-
rral salió y se quedó allí un rato mirándonos desde la distancia. Cuando
llegó nuestro turno, Carlos me dijo que entrara y que me esperaría en
el auto. Me recordó que no mencionara que estaba asociada con don
Juan o con él mismo. Sino que estuviese atenta y viese si podía detectar
algo extraño sobre la curandera. Hizo hincapié en que debía permane-
cer en silencio y consciente para poder captar todo lo que pudiera de
las técnicas de acecho de doña Catalina.
Entré en la casa con temor. Una joven yaqui me saludó con una mi-
rada severa. Parecía muy capaz e incluso estaba vestida de enfermera
con un uniforme blanco limpio con sandalias blancas. Ella me preguntó
cuál era mi problema. Inmediatamente le mostré las picaduras en mis
piernas que afortunadamente todavía estaban rojas y virulentas. Ella
asintió y tomó una tarjeta blanca de una caja de archivo de metal y
escribió mi nombre junto con la fecha y la razón por la que estaba allí.

Taisha Abelar. Textos inéditos 181


Cuando la curandera estaba lista para verme, su joven asistente me
condujo a la habitación interior detrás de una puerta de madera oscu-
ra. La joven le entregó mi tarjeta y salió de la habitación en silencio.
Inmediatamente sentí que estaba en la presencia de una mujer extraor-
dinaria. Doña Catalina era alta, quizás de unos cuarenta años, y vestía
una bata blanca abierta sobre una blusa y una falda recta. Su cabello
negro azabache estaba recogido por una diadema y se mantenía en su
lugar en un moño alto. No tenía arrugas y tenía una cara bellamente
esculpida. Pero lo que más me llamaron la atención fueron sus ojos;
parecían arder con una energía proveniente de cada centímetro de su
vibrante cuerpo. No había visto ojos así excepto en don Juan y sus
asociados. Esta mujer era hermosa y tenía un misterioso poder interior.
Detecté una confianza y una forma de mando que al mismo tiempo me
tranquilizaron, incluso me colocaron un poco a su merced.
Pensé que el primer requisito previo de una situación de curación
exitosa, la de la fe en la habilidad del curandero, se cumplía fácilmen-
te en este caso. Además, doña Catalina parecía tener una amabilidad
y una preocupación que me tranquilizaron de inmediato a pesar del
hecho de que era una desconocida. Intenté hablar con ella en español
lo mejor que pude. Ella sonrió ante mis esfuerzos y dijo en un inglés
bastante bueno: —Quiero que te acuestes en la cama con la cabeza en
alto.
Me acosté en una cama estrecha cubierta con una sábana blanca y
limpia y una almohada pequeña. Siguiendo sus instrucciones, mantuve
la cabeza en alto, lejos de la almohada, que es lo que pensé que había
dicho. Era una posición incómoda y no podía entender por qué no po-
día bajar la cabeza. Pero ella había dicho específicamente que se acos-
tara con la cabeza en alto, así que me estiré el cuello para mantener la
cabeza fuera del catre. Quizás, fue parte del procedimiento de curación.
Doña Catalina levantó suavemente mis perneras y examinó las pi-
caduras de mis piernas. No estaban tan rotas o hinchadas como antes,
pero todavía picaban y eran virulentas. Ya se habían formado algunas
costras donde no había podido evitar rascarme. Estiré el cuello para
ver qué hacía doña Catalina; me estaba limpiando las piernas con un
líquido picante.
A estas alturas mi cuello se estaba cansando y apenas podía man-
tenerlo alejado de la almohada. Doña Gatalina abrió suavemente el
cierre frontal de mi levis y aflojó la camisa para descubrir mi estómago.
Luego se puso un poco de loción en las manos y comenzó a masajear
mi abdomen de forma circular, primero en el sentido de las agujas del
reloj, luego en sentido contrario.
Mientras movía sus manos, sentí que sus dedos hacían cosas extra-
ñas: sentía como pequeños pies de roedores moviéndose por todo mi
abdomen causando una sensación de picazón, como si ella estuviera
buscando algo a través de su sentido del tacto.
En un momento dado, me di cuenta de que lo que había querido de-
cir doña Catalina era que me acostara en el catre, boca arriba, y que no
había querido decir que mantuviera la cabeza en alto. Relajé los múscu-
los de mi cuello y me reí de mí mientras mi cabeza alcanzó agradecida
la almohada. Había obedecido literalmente de nuevo, como siempre,
como en el momento en una clase de patinaje sobre hielo cuando el
instructor nos había dicho a todos que patinasemos con la música y me
dirigí directamente hacia los altavoces de sonido.

182 Taisha Abelar. Textos inéditos


Apenas podía evitar reírme nerviosamente de mi misma. Debía ha-
ber sido extraño para doña Catalina ver una gringa que no quería dejar
que su cabeza tocara la almohada. Sabía que debía haber pensado que
tenía miedo de piojos o que su almohada no estaba lo suficientemente
limpia. Tenía un impulso incontrolable de reírme de mi propia estu-
pidez e hice todo lo posible para reprimir mi alegría mientras doña
Catalina seguía explorando mi estómago.
—¿Te estoy haciendo cosquillas? —preguntó ella notando mis son-
risas reprimidas.
—No, estoy bien, —le dije, tratando de controlar mi atolondramien-
to.
Observé la expresión de doña Catalina mientras trabajaba. Esta-
ba tranquila y seria. Se hallaba totalmente absorta, buscando con sus
dedos pistas de lo que estaba sucediendo debajo de la piel. Cuando
terminó de examinar mi sección media, hizo un gesto para que pudiera
volver a ajustarme la ropa.
—Tienes gusanos, —concluyó—. Voy a darte un medicamento.
Aparte de eso, estás perfectamente sana.
Me sorprendió escuchar que tenía gusanos intestinales. Repasé
mentalmente una lista de cosas que había comido desde que vine a
México. Llegué a la conclusión de que la causa probablemente era la
carne de burro que había comido en Santa Ana.
—¿Cómo me deshago de ellos? —Pregunté metiéndome la blusa.
—Aléjate de los hombres, —dijo de manera casual.
—¿Le ruego me disculpe? —No podía ver qué tenían que ver los
hombres con parásitos intestinales.
—Todavía tienes muchos gusanos dentro de ti, —repitió.
Entonces recordé lo que Clara había dicho sobre los gusanos ener-
géticos. Ella me había dicho que durante el acto sexual, los hombres
dejan filamentos energéticos dentro del cuerpo de una mujer que a
la vista parecen miles de gusanos luminosos. Permanecen dentro del
cuerpo de una mujer durante siete años, alimentándose de su energía
y haciéndola debilitarse a medida que los machos receptores se forta-
lecen. Cada contacto renovado entre un hombre y una mujer fortalece
los lazos y hace que los gusanos enérgicos sean aún más activos. Tal
vez la picazón que tuve en mi abdomen fueron los gusanos empujados
por los dedos palpantes de doña Catalina.
—¿Qué puedo hacer para deshacerme de ellos? —Pregunté alarma-
da—. ¿Además de mantenerme alejada de los hombres?
Durante años había estado llevando una vida célibe, para no reno-
var la conexión o el vigor de cualquier gusano contraído en encuentros
pasados.
—Aléjate de los hombres, —repitió—. Luego, con el tiempo, los
gusanos morirán solos.
Asentí. Me preguntaba cómo sabía ella sobre los gusanos lumino-
sos. Si era de conocimiento común entre los hechiceros. O tal vez, era
una trampa sutil para que revelara mi conexión con Clara o don Juan.
Decidí jugar al abogado del diablo.
—¿Cómo puede estar segura de que aun tengo gusanos?, —pre-
gunté.
—Los sentí con mis manos, —respondió ella—. Hay más en tu lado
izquierdo que a tu derecho. Será más difícil deshacerse de ellos. Todavía
estás apegada a ellos y los llamas tuyos.

Taisha Abelar. Textos inéditos 183


No podía pensar por qué sería así. Hice una recapitulación exhaus-
tiva de todos los encuentros sexuales y me sentí muy distante de ellos.
Observé a doña Catalina llenar una pequeña botella de plástico con un
líquido rosado que parecía pepto bismol. Cerró herméticamente la tapa
y colocó la botella sobre la mesa.
—Debes tomar una cucharadita tres veces al día, —indicó—. Lavar
allí con agua hervida con romero, comer más y preocuparse menos.
—¿Qué le hace decir que me preocupo? —Pregunté tímidamente.
Ella me miró directamente a los ojos.
—Puedo decírtelo por la condición de su bazo, —respondió ella—.
No solo estaba masajeando tu estómago, estaba examinando cada uno
de tus órganos internos; tu hígado, bazo y riñones. Puedo decir lo que
sientes en ellos. Si están felices o tristes, tranquilos o agitados.
—¿Quiere decir que los órganos internos tienen emociones? —Pre-
gunté.
Ella me dio la sonrisa más extraña y asintió. —Si no los tratas bien,
no te darán un momento de paz, —dijo y me entregó la medicina
rosa.
Le pregunté cuánto costaba. Ella se encogió de hombros y dijo que
la botella de plástico y la medicina costaban veinte pesos, pero que po-
día pagar lo que quisiera a su asistente cuando saliera. Le di las gracias
y estaba a punto de irme cuando ella me detuvo.
—Conoces a Juan Matus, ¿no? —dijo con una certeza que no deja-
ba lugar a dudas—. ¿Te envió aquí?
Recordando la orden de Carlos de no mencionar que estaba rela-
cionada con ellos, no sabía qué decir, así que solo la miré tontamente.
—¿Te trajo?, —exigió de nuevo con una mirada helada.
Estaba totalmente a la defensiva.
—No, no lo hizo, —dije.
Me miró sorprendida, como si no me creyera.
—Realmente, no vine con nadie con ese nombre, —insistí.
Ella abandonó su actitud agradable.
—Vine con un amigo. Me está esperando en el auto.
Ella me dirigió una mirada penetrante que congelaría a un lagarto,
luego me miró de arriba abajo. —No eres como el resto, —dijo—. Cier-
tamente no viniste aquí para curarte. Tienes motivos ocultos. ¿Viniste
aquí para espiarme o para robar mi poder?
—Por supuesto que no, —dije conmocionada—. Le aseguro que
tuve las mejores intenciones.
—No te creo. Viniste a robar mis secretos curativos, ¿no?
De repente me aterroricé. Comencé a sudar frío. Quería irme pero
ella saltó frente a la puerta bloqueando la salida. No podía entender lo
que había pasado con doña Catalina. Un momento antes ella era un
ángel atento. Su amabilidad y confianza, lo supe ahora, eran técnicas
de acecho diseñadas para volverme desprevenida. Ahora fue un cam-
bio instantáneo; ella era una enemiga, una peligrosa adversaria, una
bruja negra del tipo más maligno.
—No sé a qué se refiere, —le dije—. Tengo que irme ahora. Por
favor, apártese. —Y para igualar su confianza, agregué, aunque no tan
enérgicamente como me hubiera gustado: —Se lo advierto, sé artes
marciales.
Ante eso me miró y se echó a reír. Di unos pasos hacia atrás para
establecer más distancia entre nosotras. Conocía las artes marciales,

184 Taisha Abelar. Textos inéditos


pero qué bien haría eso frente a esta formidable oponente que no solo
era más grande que yo, sino mucho más poderosa. Cada centímetro de
Catalina estaba lleno de una energía agresiva pero enfocada. Mientras,
yo, por otro lado, estaba acobardada hasta que choqué el catre y no
pude retroceder más.
Catalina simplemente se rió de mí mostrando sus fuertes dientes
blancos. Su risa parecía ser un desafío, una sonrisa brutal de agresión,
en la que no había nada amistoso o humorístico.
—Si no se aleja de esa puerta, gritaré pidiendo ayuda, —advertí—.
Mi amigo está junto al auto. Él vendrá corriendo.
En realidad, eso era solo parcialmente cierto. Lo que me había olvi-
dado de agregar era que Carlos había estacionado el auto a un cuarto
de milla de distancia y que habíamos caminado hacia su casa. Si él
estaba en el auto, no me habría escuchado incluso si hubiera gritado a
toda velocidad.
—Y mi amigo está esperando en el corral al otro lado del patio, —
dijo ella con una sonrisa—. Él vendrá corriendo incluso si no grito. Si
no me crees, solo mira por la ventana.
Miré por la ventana y vi al mismo hombre que había estado al ace-
cho junto al corral, parado en el patio. A esta distancia me di cuenta
de que había algo familiar en él. Entonces recordé dónde lo había visto.
Fue mientras cruzaba la frontera en Nogales. Fue el indio quien me hizo
desmayar y aprovechó la oportunidad para meterse en el bolsillo mi
bolígrafo de oro. Sentí que el miedo se apoderaba de mi núcleo cuando
el me dio un gesto de reconocimiento muy imperceptible, como si él
también recordara el incidente. Supe que no había escapatoria de este
dúo de hechiceros.
—¿Quién es ese hombre? —Exigí saberlo.
—És mi protector, —dijo Catalina con una sonrisa—, así que no
intentes ninguna triquiñuela.
Con un solo movimiento de su mano, tiró de su cinta para el pelo,
y su cabello cayó sobre su hombro. Era absolutamente salvaje, sus ojos
ardían de furia. Estaba tan asustada que me temblaban las rodillas y casi
me siento en el catre. En un impulso decidí escapar por la ventana. Sal-
té al catre y abrí la ventana abatible. Pero solo había sacado la cabeza
y el torso cuando sentí algo como grilletes de hierro que se cerraron
sobre mis tobillos. Grité y vi a la bruja tirando de mis pies. Pateé tan
fuerte que ella tuvo que soltarlos y saltar hacia atrás. Pero ella me tenía
en una posición desventajosa. Yo estaba jadeando, con furia fría. Solo
tenía mis cristales para poder apuntarlos hacia ella, fue el pensamiento
que me vino a la mente. Pero estaban en un cajón de mi escritorio en
Los Ángeles. Me hicieron mucho bien allí, cuando realmente sentí que
necesitaba usarlos aquí.
No me importó. Metí la mano en el bolsillo y fingí sacar algo. Man-
tuve mis manos en la posición adecuada para lanzar dardos de cristal,
con los brazos extendidos y los dedos índices apuntando directamente
hacia ella.
—Cuidado, tengo cristales, —grité.
Mientras la miraba fijamente, una oleada de fuerza desconocida me
llenó. Ya no me temblaban las rodillas, se volvieron fuertes y mis pier-
nas se sentían cada vez más largas, ya que se cargaban con una energía
que se elevaba de la tierra. Mi espalda chasqueó y se enderezó, cuando
la energía se disparó desde el suelo a través de mi cuello y la parte

Taisha Abelar. Textos inéditos 185


superior de mi cabeza. Parecía ser muy alta, mi cabeza prácticamente
tocaba el techo y la miraba hacia abajo, todavía apuntando con los
dedos con el cristal imaginario en mis manos.
De alguna manera eso hizo el engaño. Catalina salió del alcance de
mi puntería y me dio una mirada asustada. Al momento siguiente, ella
estaba segura de sí misma otra vez, pero estaba furiosa.
—Juan te envió ¿no? —dijo—. Eres su aliado.
—Está loca, —dije bajando las manos, —los aliados no son huma-
nos.
Traté de controlar mi respiración y, al hacerlo, me encogí de ta-
maño hasta que ya no estaba estirada. Me acerqué a la puerta con las
piernas elásticas, justo cuando se abría y Carlos entró. Me sentí tan
aliviada que no tuve tiempo de considerar lo que había sucedido. Esta
sensación de estar estirada era familiar. Lo había sentido antes, aunque
no sabía dónde ni cuándo.
—Esa bruja no me dejaba irme, —le murmuré a Carlos—. Así que
casi la golpeé con mis cristales.
No sabía lo que estaba diciendo. Mis manos eran como hielo. Me
castañeteaban los dientes. Estaba congelada de frío.
Carlos echó un vistazo a Catalina, me agarró del brazo y me sacó
de la casa. Podía escuchar la extraña risa de la mujer que nos seguía
hasta el auto.
—Esa mujer está loca, —dije con voz entrecortada—. Ella no quería
dejarme ir. Siguió insistiendo en que don Juan me envió a robar su po-
der. No sé lo que me pasó. Creo que aluciné por puro enojo o miedo.
Estaba tan enojada que casi paso a través del techo. Y no quiero decir
eso en sentido figurado.
—Catalina es el viento del norte, —dijo Carlos—. Y muy peligrosa.
—¿Por qué me trajiste con ella?, —pregunté—. Al principio parecía
tan amable y competente.
—Porque ella tiene poder, —respondió—. Pensé que podrías ver
cómo funciona un verdadero acechador. La viste en acción.
—Ciertamente lo hice. ¿Pero no fue muy peligroso? —pregunté.
Supo que no venía allí solo por las piernas mordidas de pulgas. Aunque
me dio un poco de loción que dejé en la casa.
—Mientras ella no sospechase que estabas conmigo, pensé que es-
tarías a salvo. Pero veo que me equivoqué. Ella vio a través de ti de la
manera correcta.
—No de inmediato, —le corregí—. Solo más tarde, cuando estaba
a punto de irme.
Cuando subimos al auto, Carlos me pidió que contara todo lo que
sucedió desde el momento en que entré en la casa, lo cual hice lo mejor
que recordé.
—Todo comenzó de manera tan amigable. Tuve que evitar reírme
porque pensé que ella había querido que mantuviera la cabeza erguida
durante toda la sesión por alguna razón misteriosa. Así que mantuve
esta posición incómoda durante todo el tiempo que mi cuello pudo
soportarlo. Luego, cuando me di cuenta de mi error, no pude evitar
reírme.
—Eso debe haber sido lo que la sacó de la pista, —dijo Carlos—.
Tú riendo. Y manteniendo tenso el estómago. Ella realmente no podía
ver dentro de ti hasta que relajaste tu cuerpo. Entonces ella pudo verte.
—¿Qué quieres decir?

186 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Catalina siendo una vidente puede ver que tu energía no fluye de
la misma manera que sus otros pacientes.
—¿Qué quieres decir con que no fluye de la misma manera? ¿Cómo
es diferente?
—No es exactamente el patrón humano del movimiento energéti-
co, —dijo Carlos—. Eso es lo que le dio la idea de que eras el aliado
de don Juan.
—Ciertamente sospechó. Me preguntó si don Juan me había envia-
do, y yo insistí en que no lo había hecho. Entonces ella realmente se
enojó y me acusó de venir a robarle su poder, lo cual ciertamente no
era el caso.
Carlos escuchó el resto de mi relato en silencio, especialmente
cuando le conté sobre el extraño hombre en la parte de atrás de
su casa. Me castañetearon los dientes. Solo pensar en esa mujer y
su protector me hizo temblar. Viento del norte o no, ciertamente
podría hacer que alguien se congelase hasta la médula. Carlos dijo
que ya no debería hablar de ella, porque cuanto más hablábamos de
ella, más fácil era para ella rastrearnos a través de nuestros pensa-
mientos.
—¿Quieres decir que nos va a seguir?
—Es una bruja poderosa. Puede seguirnos hasta los confines de la
tierra si lo tiene en mente. Pero creo que solo quiere que salgamos de
esta área. Será mejor que tomemos nuestras cosas y nos vayamos.
—¿Quieres decir que nos está sacando de la ciudad? ¿Qué pasaría
si nos fuéramos?
—Ella podría hacer que la vida fuera muy incómoda para nosotros,
especialmente de noche. No quisiera incurrir en su ira más de lo que
ya hemos hecho.
—Pero no quise hacer ningún daño, —dije. —Ni siquiera sabía lo
que se suponía que debía buscar.
—Sus técnicas de acecho, —me recordó Carlos.
—¿Como que?
—¿No notaste su apariencia? ¿Era vieja o joven? ¿Confiada o tran-
quila?
—Ella estaba muy hermosa, confiada y tranquila. Me gustaba. No sé
por qué ella reaccionó como lo hizo. ¿Estás seguro de que no debemos
volver y hablar con ella? ¿Enderezar las cosas?
—Créeme, es mejor no antagonizarla más. Su poder no tiene fin.
Ya viste lo joven que se veía.
—¿Qué quieres decir? ¿Se disfrazó? ¿Cuántos años tiene?
—Ella es una compañera del Nagual Julian. Eso la hace muy, muy
vieja.
—Eso la haría tener más de cien, —dije con voz entrecortada—.
¡Pero ella no parecía un día más de cuarenta!
—Exactamente. Saldremos de aquí de inmediato.
—¿Crees que ella nos dejará ir?
—Tu despliegue del doble la tomó por sorpresa. Vi el final de ello.
Debes haberle puesto el miedo al demonio.
—Qué despliegue. Todo lo que quería hacer era salir de allí.
— Algo vino en tu rescate. Y no fui yo.
—¿A dónde iremos? —Pregunté.
—Tenemos dos opciones, —dijo Carlos—. Podemos ir al norte a
Los Ángeles, o podemos ir al sur a Guadalajara.

Taisha Abelar. Textos inéditos 187


En ese momento, un cuervo bajó de la rama de un árbol y voló hacia
las colinas en la distancia. Abrí mi brújula y verifiqué la dirección; volaba
hacia el sur.
—Mi sentimiento es que todavía tenemos asuntos pendientes en
México, —dijo Carlos cuando el automóvil ganaba velocidad.

188 Taisha Abelar. Textos inéditos


El Mercado 19

C
ondujimos por la noche sin parar. Tenía miedo de cerrar los
ojos incluso por un instante por miedo a ver el rostro de la
bruja, Catalina. Incluso con los ojos abiertos, no podía sacar
su rostro de mi mente. Se había metido en mis pensamientos
y se había establecido allí, como si hubiera dejado su energía dentro de
mí, o hubiera eliminado algo de la mía que era vital para mi bienestar.
Estaba segura de que ella estaba haciendo brujería en el nivel de lo
invisible, y todos mis esfuerzos fueron para librar una agotadora batalla
de voluntad. Carlos tenía razón, ella nos estaba examinando con dete-
nimiento, y tenía una ansiedad persistente de que si me dormía, algo
terrible sucedería.
Por un instante, mis ojos descendieron y, en mi estado de sueño, las
manchas de suciedad y luz reflejadas en el parabrisas se convirtieron en
la asombrosa cara de Catalina con grandes dientes y ojos brillantes. Los
árboles afuera eran su cabello negro que fluía como un hada llorona.
Sacudí la cabeza para disipar su imagen, pero no pude evitar obsesio-
narme con lo que había sucedido.
Ahora su rostro se había grabado en mi memoria para siempre,
como una llama después de mirarla demasiado tiempo. Me sentí como
una polilla volando erráticamente alrededor de una bombilla; incapaz
de romper la relación que tenía con esa mujer y su poder. Además, no
pude evitar preocuparme por los gusanos luminosos que, según ella,
estaban drenando mi energía. Pensé que me había librado de todos
ellos durante la recapitulación que había hecho bajo la guía de Clara.
Pero los siete años no habían transcurrido, y según los brujos, esa era
la duración de los gusanos luminosos que existen dentro del útero de
una mujer.
Todo lo que podía pensar era que Catalina había despertado los
gusanos luminosos en mi estómago al masajearlo. Pensé en la chica de
la tienda que quería ir a Estados Unidos con Carlos. Sentí una punzada
de celos y me odié por sentirme así. La bruja, Catalina me había dado
duro. A pesar de que lo negaba, todavía estaba apegada a los hombres,
y ser amada y aceptada era prominente, a pesar de todo lo que dijese
o hiciese en sentido contrario.
Traté de pensar en otras cosas, pero la oscuridad a nuestro alre-
dedor era demasiado envolvente. Parecía más oscura que una noche

Taisha Abelar. Textos inéditos 189


normal. Eso me preocupó. Miré a Carlos, pero él estaba tan nervioso y
preocupado como yo. Para distraerme, le pedí que describiera el siste-
ma de parentesco de los indios yaquis, y si tenían el patrón de relación
de burla de la suegra, predominante en tantas otras culturas.
—¿Hay evitación de la suegra entre los yaquis? —pregunté. Carlos
me miró como si fuera una cucaracha.
»Quiero decir que según Malinowsky, basado en su trabajo en las
Islas Trobriand, generalmente hay una estructura de evitación estable-
cida entre el esposo y la madre del esposo. ¿O es entre el hermano de
la madre y la hija de la hermana? Eso sería un tabú de incesto ya que
lo convertiría en su tío.
—Es mejor quedarse callado, en lugar de decir tonterías,— dijo Car-
los volviendo la vista hacia la carretera.
Sentí una sacudida. Sabía que estaba enojado conmigo por el gusa-
no luminoso. Me sentía como una traidora, culpable de seguir estando
enérgicamente unida a los hombres que por ahora yo no importaba un
bledo. Tenía un pie en el mundo de la brujería, el otro, gangrenoso,
estaba inmerso en el mundo de los asuntos humanos. Tras una búsque-
da más profunda, me di cuenta de que todavía estaba preocupada por
encontrar el amor, pensando en quién me cuidaría en momentos de
necesidad y qué me pasaría si no tenía éxito en el mundo de los bru-
jos. Estaba invirtiendo, esperando recompensas por mis esfuerzos. Y
cuando no recibía recompensas, tendía a rendirme y volver a mi patrón
familiar de comportamiento.
Mientras conducíamos en la oscuridad, los recuerdos volvieron a
aparecer. No podía creer que tuvieran una valencia emocional tan po-
derosa. Estaba segura de que Catalina había engendrado una lata de
gusanos durante su tratamiento, y por eso, podía recordar cada detalle
de las cosas que habían sucedido años atrás.
Tenía catorce años, estaba golpeando las puertas de la iglesia a las
dos de la mañana queriendo desesperadamente que un sacerdote es-
cuchara mi confesión. No podía soportarlo más. Tenía miedo de morir
en la noche y ser condenada al infierno eterno por hacer las cosas
que había hecho la trágica pareja del sermón del domingo del padre
O’brien. Ese domingo en la misa nos contó lo que les había sucedido
a dos adolescentes en su parroquia anterior que habían ido en coche a
las montañas para hacer cosas vergonzosas. Mientras estaban absortos
en caricias y besos, y otras cosas que él dejó deliberadamente vagas,
el freno de mano se soltó y el coche rodó por la ladera de la montaña,
matando a los jóvenes al instante. Cuando sus cuerpos fueron encon-
trados, para sorpresa de sus padres, estaban en varios estados de des-
nudez. El padre O’Brien había dicho que su muerte había llegado tan
repentinamente que ni siquiera tuvieron tiempo de hacer un acto de
contrición. Y ahora sus almas están en sufrimiento perpetuo.
Las puertas de la iglesia habían sido cerradas y nadie vino a escu-
char mi confesión. Me cansé de golpear y me enfurecí tanto que juré
que nunca volvería a esperar nada de la iglesia. Dios me había cerrado
su corazón en mi hora de necesidad y yo haría lo mismo con él para
siempre. Le di una fuerte patada a la gruesa puerta de madera, escupí
en el suelo, y como estaba tan agitada y necesitaba mear, me puse en
cuclillas y oriné allí mismo, en los escalones de la iglesia. Nunca más
volví a confesarme, y para una profunda angustia de mi madre, decidí
dormir hasta tarde todos los domingos y no asistir a misa.

190 Taisha Abelar. Textos inéditos


Cuando le conté este evento a Clara, ella me dijo que tuve suerte
de que ningún sacerdote hubiera estado allí para abrir la puerta de la
iglesia. Porque confesarse y arrojarse a la misericordia de un sacerdote
o de Dios mismo, en un momento de debilidad, era lo peor que cual-
quiera podía hacer. Ella dijo que, al contrario de lo que podría haber
pensado en ese momento, el poder no me había abandonado después
de todo, porque al orinar en los escalones de la iglesia había roto mis
lazos con la iglesia para siempre. Ella me había asegurado que orinar
es una de las mejores formas en que los brujos tienen para cortar sus
conexiones con las cosas.
—Yo también pasé un tiempo horrible desvinculándome de la Igle-
sia, —había revelado—. Solía ​​esperar la misa del domingo para poder
reunirme con amigos. Luego iba a sus casas y comíamos y cotilleába-
mos toda la tarde. Ese fue el único placer que tuve en mi vida, así que
me aferré a él como si no hubiera un mañana.
—¿Cómo rompiste ese hábito? —pregunté.
—Mi maestro, el Nagual Julián, me hizo recoger toda mi orina
durante días en frascos. Luego, una noche, tarde, tuve que ir a la
iglesia de mi ciudad natal y cuando no había nadie allí tuve que lle-
nar todas las cuencas de agua bendita con orina y también la fuente
bautismal. Luego tuve que subir al altar y llenar los cálices y agregar
un poco de orina al dispensador de incienso. Imagina a la mañana
siguiente (porque me hizo ir un sábado), la sorpresa del sacerdote y
feligreses cuando se bendecían con mi orina. No vi el humor en ese
momento, porque estaba muerta de miedo y me sentí culpable por
años después de cometer un sacrilegio sagrado. Pero el nagual Ju-
lián dijo que eso es exactamente lo que hacemos, tratamos de ben-
decirnos y santificarnos usando la meada de otra persona, como si
fuese sagrada. Años más tarde, vi la ironía y el toque de genio en el
plan de acechador del nagual. Tú, por otro lado, no habías seguido
ningún plan; simplemente fuiste allí a mearte y el espíritu se encargó
del resto sin que te dieses cuenta.
Mientras conducíamos en un silencio incómodo, inhalé los recuer-
dos y los exhalé suavemente. Varias horas después llegamos a la ciudad
de Los Mochis. Nos detuvimos en un restaurante moderno abierto toda
la noche para comer. Estaba hambrienta. Mis piernas me picaban te-
rriblemente por la culpa, la tensión y la falta de sueño. Casi deseé no
haber dejado la poción de Catalina en su casa. Sin embargo, me habían
dicho que nunca aceptara comida o bebida de nadie, y por supuesto
medicina. ¿Quién podría decir lo que esa loción contenía o podría ha-
berme hecho después del arrebato de ira de la Catalina?
Pedimos tocino y huevos en la cafetería bien iluminada. Carlos
parecía cansado, pero me sentí aliviada al ver que él también estaba
hambriento. De alguna manera, todavía teníamos nuestro apetito, por
lo que las cosas no podrían haber estado totalmente fuera de control.
Durante la comida seguí agachándome para rascarme las piernas por-
que mi levis se frotaba contra las picaduras, haciendo que me picasen
aún más.
—Conozco una farmacia en esta ciudad, —dijo Carlos, notando mi
malestar—. Cuando abran por la mañana, iremos allí. También hay un
curandero que trabaja en el mercado de hierbas...
No podía creer lo que oía. —Otro curandero, no, —dije con firme-
za—. Simplemente me niego a ir.

Taisha Abelar. Textos inéditos 191


—No, esto es diferente, —me aseguró Carlos—. Es un herbola-
rio. Ha estudiado farmacología y plantas medicinales. Es muy experto.
Además, es una buena idea cancelar el poderoso efecto que Catalina
tuvo en ti.
Esta fue la primera vez desde que dejamos Sonora que Carlos había
mencionado el nombre de la hechicera. Pensé que tal vez habíamos
puesto suficiente distancia entre nosotros para neutralizar la atracción
de su poder.
—Muy bien, si crees que es una buena idea, —dije, frotando mi
pantorrilla contra la pata de la mesa—. ¿Cómo llegó a ser tan poderosa
la Catalina? —pregunté.
—Todas las mañanas antes del amanecer ella camina cinco millas
hasta la cima de una colina y se queda allí desnuda para absorber la
energía de la tierra y el viento, —respondió.
—¿Como sabes eso? —pregunté—. ¿La has visto desnuda?
Carlos se rio nerviosamente. —No. Don Juan me lo dijo. Es como
una prima de su línea. Aunque, como dije, ella realmente pertenece a
la partida del Nagual Julián.
—¿Por qué no fue con ellos cuando dejaron el mundo?
—Ella no estaba lista. Supongo que todavía quería hacer cosas en
el mundo.
Nos registramos en un motel y pasé el resto de la noche en un sue-
ño reparador. Sentí que había un montón de gente en la habitación. Si
abría los ojos rápidamente, podía ver a algunos de ellos de pie junto a
mi cama, ya que no podían desaparecer lo suficientemente rápido. Y
ciertamente podía escucharlos susurrando. Don Juan estaba allí y otros
dos hombres; los tres llevaban trajes. Percibí su presencia y su volumen,
pero no pude distinguir su rostro, aunque pensé que uno de ellos era el
hombre que Catalina había llamado su “protector”.
En un momento de mi sueño, estaba acurrucada sobre mi lado iz-
quierdo, tiritando como un perro por el frío. Uno de los hombres me
estaba dando con un bastón para ver si me despertaba. Sentía y podía
ver y escuchar lo que estaban haciendo, pero no podía moverme. De-
cidí fingir que dormía para poder escuchar lo que decían, porque sabía
que estaban susurrando sobre mí.
—Todavía está atrapada en lo que sucedió en la escuela secundaria,
—dijo don Juan molesto.
—No puede dejar de consentirse, —dijo otro.
—Idiota, —dijo el hombre que estaba me tocando—, Eso es lo que
hará una educación católica. No hay fin para su autocompasión. No fue
como si se hubiera entregado al padre O’Brien
—¡En su mente lo hizo! —alguien dijo en un tono patético que hizo
reír a todos.
Debo haber hecho algún tipo de movimiento, porque alguien pre-
guntó: —¿Creéis que nos puede oír?
—Yo no diría que Taisha lo pasó, —respondió don Juan—. Es muy
astuta. Hablemos con ella; tal vez podamos darle un poco de sentido.
Luego comenzaron a hablarme y decirme cosas; qué hacer para
enderezar mi vida; cuán importante era dejar el pasado y no aferrarse
a los recuerdos; y cosas sobre la recapitulación, que dijeron que era un
proceso interminable. Sentí su fuerza e ​​imparcialidad y me sentí segura
en su presencia. Don Juan fue tan indiferente y sin prejuicios que me
sentí aliviada. Supe que si a alguien tan noble le importaba un pito lo

192 Taisha Abelar. Textos inéditos


que yo era o hacía, no podía ser tan malo. Debian estar en lo cierto,
solo estaba complaciéndome.
Me contaron muchas cosas sobre mí y sobre Carlos y sobre las co-
sas por venir, pero sabía que no sería capaz de recordar ni una fracción
de lo que habían dicho. Y luego uno hizo algo que siempre recordaría.
Él comenzó a cantar una canción. Era una canción sobre decir adiós
y dejar recuerdos atrás, incluso los felices que hicieron reír a nuestros
corazones. La canción era muy extraña, porque relataba momentos
específicos que yo había vivido. Fue como si esa canción fuese hecha a
medida para mi vida y las palabras describieron lo que estaba sintiendo
en lo más profundo de mí.
Por supuesto, comencé a llorar, no porque fuera una canción tris-
te, sino porque era sobre mí. Era una canción de hacer las paces con
el corazón y con la juventud perdida. Era una canción de liberación,
hermosa y fuerte porque capturaba la esencia del momento. Resumía
la temporalidad de la vida. Al escucharla, me sentí purgada y sentí una
profunda gratitud y amor por aquellos que me estaban ayudando sin
ningún motivo. Esa melodía simple había llegado a lugares que ninguna
palabra podría haber tocado.
A la mañana siguiente recordé lo que había sucedido en la habita-
ción la noche anterior. Quería escribir todo para poder entenderlo más
tarde y seguir los consejos que me habían dado, pero todo lo que pude
recuperar fue la esencia de algunas de las cosas que me contaron y,
por supuesto, la canción que todavía estaba en mi mente tejiendo su
hechizo melódico.
Después del desayuno, nos dirigimos al centro de la ciudad, estacio-
namos el auto cerca de la plaza y caminamos hacia el mercado.
—Esta persona tiene un puesto en el mercado donde vende hierbas
medicinales, —dijo Carlos—.Creo que está en esta isla si no me equi-
voco.
Caminamos por las hileras de vendedores de frutas y un puesto que
vendía aves. Las gallinas colgaban boca abajo con la cabeza cortada y la
sangre goteaba en una sartén de abajo. Me sentí indispuesta). No era
una visión grata de ver tan pronto después del desayuno.
Carlos hizo algunas preguntas sobre si el hombre que estábamos
buscando estaba allí ese día. Una mujer fornida con una cinta roja
tejida en sus dos largas trenzas, señaló un puesto al final de la fila. Era
más que un stand: Era casi una pequeña sala de consulta, dividida con
madera contrachapada y cortinas. Había un letrero en la cortina que
decía el doctor está fuera.
—El curandero volverá pronto, —dijo un joven delgado y demacra-
do que era el asistente del curandero.
Nos condujo detrás de la cortina y me pidió que me sentara en una
caja. Una brisa cálida llegó a través de la apertura de la tela haciendo
que el cuarto sin ventanas estuviera aún más cargado. El piso de ce-
mento estaba limpio y había un altar con flores marchitas, una estatua
de la virgen y algunas velas goteando. Un baúl era la única pieza vo-
luminosa en el área, aparte de las cajas y una silla. En él, el curandero
había expuesto su parafilia. Apiladas contra una pared había hierbas
secas atadas entre sí con trozos de hilo rojo. No reconocí ninguna de
las hierbas, excepto la angélica que había ido a buscar en el lecho de
un río con don Juan. Al lado de las hierbas secas había un mortero de
granito y una mano de mortero para moler las medicinas hasta conver-

Taisha Abelar. Textos inéditos 193


tirlas en polvo. Una hilera de frascos cuidadosamente etiquetados con
diferentes hierbas en polvo, otros en forma de raíces y otros en hojas,
alineados en la pared.
Cambié mi posición sobre la caja de Pepsi Cola, o más bien me in-
cliné para mirar la llama parpadeante de las velas que el asistente había
encendido en el santuario. Me picaban las piernas locamente y era todo
lo que podía hacer para evitar rascarme. Carlos me había comprado un
par de mitones blancos de algodón para que si me rascaba, no me sa-
case sangre ni me dejase cicatrices en las piernas. Saqué las manoplas
de mi bolsillo y me las puse por si tenía un ataque de picazón que no
podía controlar. Parecía que tenía patas blancas de gato.
—Iré a ver si puedo encontrar al curandero, —dijo Carlos.
Insistí en que se quedara conmigo y no se fuera como lo hizo en la
casa de doña Catalina. Mientras discutíamos esto, se abrió el telón y
una mujer encorvada que se apoyaba en un bastón torcido entró en la
habitación interior. Era todo lo que podía hacer para caminar. El asis-
tente la saludó calurosamente y la ayudó a sentarse en la única silla que
Carlos había desocupado.
—¿Es ella la curandera? —pregunté a Carlos consternada.
Carlos sacudió la cabeza. —No lo creo. Ella debe ser una de sus
pacientes.
Pero el asistente nos la presentó como la esposa del curandero. Ella
siguió alabando con entusiasmo los poderes de su esposo, diciendo que
él había curado el hombro de su hijo, que se había dislocado mientras
cavaba una zanja de riego.
—¿Por qué no la cura a ella? —le susurré a Carlos—. Parecía estar
en las últimas.
La anciana chasqueó los labios y me miró de arriba abajo con desa-
probación. Sentí que a ella no le gustaban mucho los estadounidenses
con sus formas suaves y amortiguadas. No estaba dispuesta a enemis-
tarme con nadie después de la experiencia con doña Catalina, así que
dije Buenos días y sonreí tan gentilmente como pude.
Ella asintió y dijo buenos días, pero no sonrió.
El curandero debe ser anciano si esta es su esposa, pensé. Justo
en ese momento, un hombre duende, quizás de unos cuarenta años,
entró por la cortina. Era alto para un mexicano, delgado y exudaba una
especie de vitalidad enjuta y fuerte. Tenía una barba puntiaguda y bien
recortada que me daba la impresión de un caballero español ausente
de su hacienda. Y como los españoles, su piel era clara. Sus ojos eran
amables y tenía unas líneas de expresión bien marcadas alrededor de
los ojos y la boca que le daban una apariencia traviesa. Iba vestido con
un pantalón gris carbón y una camisa blanca tipo túnica con bordados
en la parte delantera que, con un poco de imaginación, podía pasar por
una bata de médico.
Carlos, el curandero, don Vicente, y su asistente charlaron amiga-
blemente en español durante un rato, mientras su esposa, que se pa-
recía más a su madre o incluso a su abuela, miraba en silencio. Luego
el curandero se inclinó ceremoniosamente y nos pidió permiso con
formalidad para comenzar a practicar su arte curativo. Era tan caballero
que instintivamente confié en él. Su asistente nos había dicho antes,
mientras su esposa nos informaba de su destreza, que podía diagnosti-
car una enfermedad evaluando el color y la forma de la energía de una
persona que rodean su cuerpo.

194 Taisha Abelar. Textos inéditos


El curandero comenzó mirándome como si evaluara el estado de mi
energía. Me preocupaba lo que él podría ver, especialmente después
del choque con la Catalina. Habría ocultado todas las cosas malas si
hubiera podido, incluidos los gusanos luminosos extraños, pero ¿cómo
podría uno ocultar lo que ya era invisible? El curandero se volvió con
ojos nublados y un poco atontado, y parecía estar mirando a través de
mí, así que no había lugar para esconderse. No me gustó la forma en
que sacudía la cabeza consternado. Después de un incómodo intervalo,
abrió más los ojos y con el ceño fruncido le susurró algo a Carlos en
español.
—Él cree que es un caso de embrujamiento, —dijo Carlos.
—¡Brujería! Lo sabía. Pero él ni siquiera ha mirado las picaduras de
las picaduras todavía. —Comencé a enrollar las piernas de mi pantalón.
El curandero miró las partes rojas e hinchadas y asintió mientras
repetía lo que había dicho antes: —Embrujamiento.
—Ahora está seguro de que es brujería, —dijo Carlos.
La anciana del rincón asintió con la cabeza.
—¿Pero la brujería no tiene que ser hecha por un enemigo?, —pre-
gunté—. No tengo enemigos en México, excepto tal vez por Catalina,
pero tuve las picaduras antes de tener la discusión con ella. De modo
que sé que ella no las causó.
—Él piensa que una mujer celosa te puso el maleficio, —dijo Carlos.
—No conozco a ninguna mujer celosa, —dije, excepto yo misma.
No pude evitar pensarlo.
Don Vicente examinó las picaduras cuidadosamente, luego tomó
dos velas blancas y las pasó de lado a lado a lo largo de mis pantorrillas.
Periódicamente sacudía las velas en el aire como para deshacerse del
veneno que las velas les habían atraído. Luego sacó un matraz de líqui-
do amarillento del santuario, que dijo que era agua bendita, y lo roció
sobre mis piernas. Me encogí como si fuera el mismo Satán. Porque
recordé la historia de Clara sobre orinar en las fuentes de agua bendita
de la iglesia. Estaba segura de que el líquido era la orina del curandero.
Luego, el ayudante tomó de la parte superior del cofre un sonajero
con un mango largo y se lo dio al curandero que lo sacudió vigorosa-
mente alrededor de mi cuerpo. Con los ojos cerrados, don Vicente
tarareó un canto monótono mientras seguía sacudiendo el sonajero
como para alejar a los malos espíritus.
El sonido del sonajero me hizo recordar a la chica que había visto en
la tienda Yaqui, el día que compramos nuestros sombreros y las másca-
ras de Pascola. Volví a ver la mirada de desprecio que me había dado la
chica mientras estaba sentada en el asiento delantero del coche. Pero
yo ya había sido mordida, ¿cómo ella podía haber causado esto? Estaba
pensando en las posibilidades de enfermedades causadas por el mal de
ojo, cuando don Vicente interrumpió mis pensamientos.
—Alguien quiere que seas tan miserable como sea posible, —dijo—.
Puede que no hayan causado las picaduras, pero ciertamente están
evitando que ellas se curen.
Me pregunté si el siniestro diagnóstico de don Vicente era correcto.
Había oído hablar de brujería en mis cursos de antropología, pero siem-
pre había pensado que las maldiciones y el mal de ojo eran conceptos
que las personas primitivas usaban para explicar el mundo de causa y
efecto porque de alguna manera carecían de racionalidad o pensamien-
to lógico. ¿Podrían los malos sentimientos de alguien afectar realmente

Taisha Abelar. Textos inéditos 195


a otra persona físicamente? Después de conocer a Catalina, estaba
segura de ello.
Me contuve. Era demasiado fácil culpar a otros por el propio descui-
do o mala fortuna. ¿Era realmente mi incomodidad algo que una mujer
celosa me había deseado o era algo que yo había atraído sobre mí? Ver
causa y efecto en un plano sobrenatural, que no podía ser refutado, me
pareció una manera fácil de explicar cualquier cosa. Decidí que las pul-
gas me habían mordido simplemente porque mis piernas estaban allí y
descubiertas. Sin embargo, cuanto más pensaba en las otras personas
sentadas en la misma habitación, algunas con faldas con las piernas
también descubiertas, me di cuenta de que ninguna de ellas había sido
mordida. Estaban expuestas al mismo piso de tierra, las mismas pulgas;
y era cierto, las pulgas habían descendido sobre mí con una venganza
particular.
—¿Qué puedo hacer al respecto? —pregunté preocupada. Espera-
ba no tener que matar un pollo o beber la sangre de una cabra o algo
por el estilo.
Don Vicente dejó el sonajero y buscó en su baúl. Sacó un amuleto
en una cuerda hecho con una pequeña semilla que se parecía extraña-
mente a un ojo. Dijo que necesitaba usarlo alrededor de mi cuello du-
rante nueve días, luego la hinchazón y la picazón habrán desaparecido.
El amuleto llamado ‘ojo del venado’ contrarrestaría la fuerza del veneno
enviado por el malvado mago, con quien dijo que había tenido contac-
to. El curandero también me dio una estampilla de San Jorge, matando
a un dragón, que debía colocar debajo de la almohada mientras dormía.
Me puse la estampilla en el bolsillo y bajé las piernas del pantalón.
Decidí seguir las instrucciones de don Vicente al pie de la letra, aunque
sabía que el asesino de dragones no había sido un verdadero santo;
porque según la Iglesia Católica, San Jorge nunca había existido ofi-
cialmente y tampoco había dragones. Me di cuenta de que lo que era
superstición en una cultura era la realidad en otra. Además, qué sabía
sobre el mundo sobrenatural y sus ramificaciones. Estaba atrapada en
la vida ordinaria pensando en mí misma, sin esperanza de escapar, a
menos que sucediera algo drástico.
Salimos del área con cortinas que había sido un santuario aparte del
mundo, y entramos en el ajetreo del mercado. Don Vicente se dirigió a
Carlos en privado en tono amigable. De vez en cuando me miraba y se
echaba a reír. Me preguntaba si le estaba contando más sobre el mal de
ojo y qué hacer para contrarrestarlo.
Su esposa nos había seguido a través de la cortina y se alejaba lenta-
mente, deteniéndose para mirar en varios de los puestos. Ya no estaba
inclinada, y había perdido su cojera y había abandonado su bastón.
Desde mi punto de vista, parecía una mujer joven con una espalda ex-
quisitamente recta. Quería seguirla por el mercado para ver qué estaba
haciendo y cómo había logrado una metamorfosis notable. Pero Carlos
se me acercó y me dijo que era hora de irnos. Le di las gracias a don
Vicente y nos fuimos.
—¿Qué te dijo el curandero? —pregunté cuando nos detuvimos
para comprar algunas bananas cortas y rechonchas en un puesto, fuera
del mercado principal.
Carlos dudó un momento y luego dijo: —Don Vicente piensa que
estás un poco loca y por eso eres tan susceptible a la brujería.
—¿Qué lo hace pensar eso? —pregunté.

196 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Pudo distinguir por su ver que tu campo de energía es errático.
Algo en ti está saltando por todas partes.
—¿Cómo pudo distinguirlo?
—Pudo verlo en tus ojos.
Carlos me miró a los ojos como para ver si lo que don Vicente
había dicho era cierto. —También dijo que si no haces algo pronto
respecto a tu complacencia, tu salud se verá afectada. Entonces será
difícil curarte.
—Bueno, si se trata de un equilibrio interno, —dije—, soy un caso
sin remedio. Acabo de ver a su esposa alejarse sin rastro de cojera; y
su espalda estaba completamente recta. Ni siquiera estaba usando su
bastón.
—¿Qué?
—Digo, su mujer, cuando ella caminó por la isla no estaba cojeando.
Y no estaba en absoluto inclinada.
—Creo que estás empezando a ver cosas, —dijo Carlos con una
risa nerviosa—. O eso, o don Vicente tiene razón. Alguien te ha em-
brujado.

Taisha Abelar. Textos inéditos 197


Guadalajara 20

C
arlos condujo hacia el sur por la carretera panamericana.
Mantuvo la vista en la carretera y no relajó su concentración
durante las largas horas de conducción. Le ofrecí relevarlo al
volante, pero él se negó, diciendo que era peligroso para el
conductor inexperto sortear las curvas en las carreteras mexicanas, y
que necesitábamos llegar a una gran ciudad tan rápido como lo permi-
tiera la seguridad.
Mientras conducíamos, tuve la sensación de que alguien o algo nos
seguía, flotando afuera del lado del pasajero. Ese sentimiento me había
puesto tan ansiosa que tuve que luchar para mantener los ojos abiertos.
Seguí a la deriva hasta quedarme dormida y me encontré de vuelta en
el desierto de Sonora flotando sobre el chaparral. Pude ver hileras de
enormes cactus de agave y racimos de altos saguaros, y las largas líneas
oscuras de zanjas de riego. Yo sabía que algo estaba mal: Me sentía
vaporosa, como si no tuviese sustancia, o que la mayor parte de mí
estaba en otro lugar.
Cuando estuve despierta, estaba desorientada. No podía pensar y
no podía formular una respuesta coherente a las preguntas de Carlos.
Me preguntó sobre mis estudios, qué cursos planeaba hacer en el oto-
ño. Ese mundo estaba tan distante que no podía recordar los títulos del
curso, los nombres del profesor o las personas con las que había tenido
contacto en la Universidad. Trastabillaba con mis palabras como si es-
tuviera borracha o tuviera un impedimento para hablar.
—Pareces mi abuela turca, —dijo Carlos—. Ella siempre mezclaba
sus pes y bes y retorcía las palabras. Solía avergonzarme de ella porque
pensaba que tenía un fuerte acento, pero luego me di cuenta de que
tenía afasia.
—Bueno, yo no tengo afasia, —dije molesta—. Solo parece que no
puedo enfocar mis pensamientos.
Carlos giró hacia un arcén de la carretera, detuvo el auto y examinó
mis pupilas. Llegó a la conclusión de que La Catalina se había apode-
rado de mí y que no estaba dispuesta a soltarme.
—¿Qué quiere ella con nosotros? —pregunté, castañeteando mis
dientes con un escalofrío interno.
—Tu visita repentina y tu comportamiento sospechoso fue interpre-
tado como un intento de arrebatarle su poder, —dijo Carlos—. Ella ha

Taisha Abelar. Textos inéditos 199


actuado de la única manera que sabía para defenderse de una fuerza
inexplicable.
Carlos reiteró que teníamos que poner una distancia aún mayor en-
tre nosotros, y también rápidamente, por haber ofendido a La Catalina
al no dejar en claro quiénes éramos y por qué habíamos ido a verla.
—¿Por qué querría lastimarnos si es parte del grupo de hechiceros
de don Juan? —pregunté.
—No se trata de lo que Catalina quiere, —explicó Carlos—. Pero
una vez que ciertas fuerzas se ponen en movimiento, no hay nada que
ella pueda hacer para retraerlas. Es como la recapitulación. Una vez
que tu intento y respiración son enviados, cualquier persona que se
encuentre en su camino está acabada.
—¿Crees que ella podría tomar represalias contra su voluntad?
Carlos volvió a encender el auto. —No hay forma de saber qué
podría hacer, —dijo—. Por lo tanto, debemos continuar nuestro viaje y
reunir nuestro poder.
Cuando le pregunté a Carlos hasta qué tan al sur estábamos hu-
yendo, dijo que seguiríamos manejando hasta que nos quedásemos sin
energía, o hasta que algo nos dijera que parásemos. Tenía la sospecha
de que yo ya me había quedado sin poder. Desde el momento de la reu-
nión en la casa de Sonora donde las pulgas me habían atacado, hasta el
encuentro con la Catalina, las cosas no habían salido bien. Racionalicé
estos desenlaces desafortunados, como resultado de no haber estado
adecuadamente preparada sobre quiénes eran estas personas o qué
yo esperaba. Si hubiera estado mejor informada, habría manejado los
encuentros con más delicadeza. Sin embargo, al mismo tiempo, sabía
que en el mundo de los brujos la prueba de fuego de un guerrero siem-
pre llegaba disfrazada, para ver si uno podía actuar impecablemente
sin previo aviso o preparación, sino simplemente por una convicción
interna.
Ya era tarde cuando llegamos a Guadalajara. Carlos estacionó el
auto cerca del Hotel de Mendoza, cerca de la larga plaza del parque Ta-
patía. Salimos y caminamos hacia un área donde había una glorieta en
una plataforma elevada con escalones que servían como escenario. Se
había reunido una orquesta; los músicos parecían estar preparándose
para tocar, porque estaban calentando sus violines y trompetas. Una
multitud de buen tamaño se había juntado para escuchar el concierto y
pasear por los senderos del parque.
Enormes edificios de estilo colonial rodeaban el parque. Al oeste
estaba el Teatro Degollado, el hogar de la Orquesta Filarmónica de
Jalisco. Más adelante pudimos ver partes del palacio de gobierno. Las
calles se desviaban en varias direcciones desde la plaza central. A mi
izquierda había un enorme edificio con puertas de madera talladas que
se abrían a una serie de escalones. Parecía ser un edificio gubernamen-
tal de algún tipo con una estatua de un hombre montado en un caballo
frente a una fuente. Carlos quería ir a la estatua.
—¿Podemos quedarnos a escuchar el concierto? —pregunté.
Carlos asintió con la cabeza. Buscamos un banco donde pudiéra-
mos sentarnos y escuchar la música, pero todos estaban ocupados por
familias y parejas jóvenes. Me di cuenta de que no estábamos en el
mejor lugar para escuchar a la orquesta. El lugar estaba lleno de viejos
con bastones, abuelas que cuidaban niños bulliciosos y mujeres jóvenes
que desfilaban ante las miradas apreciativas de los hombres jóvenes.

200 Taisha Abelar. Textos inéditos


Las vías también estaban llenas de vendedores de globos, flores arti-
ficiales y molinetes. Otros puestos y carros vendían algodón de azúcar,
frutas, helados y todo tipo de ropa, incluidos canarios en pequeñas jau-
las. Nos quedamos un rato esperando a que comenzara la orquesta. A
lo lejos pude ver las torres gemelas de la catedral. Era una sorprendente
mezcla de estilos bizantino, gótico y árabe. Carlos dijo que las torres de
200 pies fueron erigidas en 1848, después de que un terremoto destru-
yó las estructuras originales. Las torres estaban bellamente decoradas
con azulejos amarillos y azules que brillaban al sol de la tarde.
En la dirección opuesta, al otro lado del parque, al este según mi
brújula, había tres casas de pisos con rejas que cubrían las ventanas.
Macetas de geranio en flor y otras plantas adornaban los balcones del
segundo piso al que se accedía por hermosas puertas francesas que
se abrían hacia ellos. Una casa en particular me llamó la atención.
Sus persianas estaban recién pintadas de azul. Parecía exudar vitalidad
desde cada piedra. Comparadas con ella, las otras casas parecían mo-
nótonas y viejas.
—La orquesta está a punto de comenzar a tocar, —dijo Carlos to-
mando mi brazo—. ¿Caminamos alrededor de la plaza para encontrar
un lugar mejor?
Comenzamos a pasear, pero me puse cada vez más incómoda. Tuve
la inquietante sensación de que me seguían o de que alguien que no
podía ver me estaba mirando. Me volví tímida, irritable, porque sabía
que quienquiera que fuera me estaba escudriñando a un nivel profun-
do. Casi había olvidado a la Catalina en la agitación del parque, pero
esto era algo más que no tenía nada que ver con las represalias de la
Catalina.
Miré a las personas sentadas o las que estaban de pie en los bancos
para poder ver a los músicos, pero no reconocí a nadie. Vi niños con
sus madres, adolescentes anticuados, una anciana y un caballero. Lue-
go había una mujer de mediana edad fuerte y atractiva, que llevaba una
bolsa de malla llena de paquetes. No vi nada fuera de lo común.
La banda había comenzado a tocar. Sonaban fuera de tono. Tocaban
el Vals de Viena de Strauss, que había sido una de las piezas favoritas de
mi madre. Lo había tocado una y otra vez en el piano de modo que había
grabado en mi memoria. Estaba reflexionando sobre cómo debería ser in-
terpretado cuando un hombre se acercó a Carlos y comenzó a hablar con
él. Al principio no le presté atención, porque estaba absorta en encontrar
los fallos de los músicos. Pero cuando me volví y vi la cara familiar casi
completamente oculta por un sombrero, mi boca se abrió.
—Emilito, —grité—. ¿Qué haces aquí? ¿Realmente eres tú?
Nos quedamos allí por un momento mirándonos el uno al otro. Se
me llenaron los ojos de lágrimas porque había pensado que nunca lo
volvería a ver.
—Consintiéndose siempre, —dijo y guiñó un ojo diabólicamente—.
¿Has estado practicando lo que te enseñé?
—No lo he estado, —confesé—, pero voy a la universidad como me
recomendaste.
Emilito asintió con la cabeza. Le susurró algo a Carlos que de re-
pente se excusó, diciendo que tenía que hacer un recado, pero que se
uniría a nosotros más tarde. Estaba tan feliz de ver a Emilito que apenas
oí lo que Carlos decía. Comencé a seguirlo cuando se fue, pero Emilito
me agarró del brazo para detenerme.

Taisha Abelar. Textos inéditos 201


—Déjalo ir, querida. ¿¿No te gusta mi compañía? —Sonaba real-
mente enojado como un niño que estaba a punto de ser abandonado
Me empujó en la dirección opuesta hacia otro banco, a cierta distan-
cia de la orquesta. Me volví para ver si podía ver a Carlos para pedirle
que no me dejara sola en una ciudad desconocida, pero él ya había
desaparecido entre la multitud.
—Lo verás más tarde, —me aseguró Emilito—. ¿Ahora qué hay de
tu práctica de acechar con el doble?
—¿Qué quieres decir?
—Acechar con el doble, —repitió con un chasquido exasperado de
su lengua—. ¿Lo has estado practicando?
No supe qué decir. Traté de recordar lo que me había enseñado con
respecto a ese tema, pero mi mente estaba llena de contusión. Miré sus
grandes ojos de lémur y noté la decepción en ellos. Quería decir que
entendía lo que quería decir y que estaba practicando diligentemente
todos los días, pero eso habría sido deshonesto, así que dije: —Hones-
tamente, no sé si he estado acechando con el doble.
Me recomendó que me recostara en el banco, cerrara los ojos y
tratara de recordar lo que me había enseñado sobre ese tema.
—¿Recuerdas cómo encontrar cosas, cómo hacer las cosas, cómo
mover las cosas con una fuerza derivada del silencio interior y más allá?
—el sugirió.
Cerré los ojos e intenté calmar mi respiración errática. Luego, cuan-
do me caí en estado relajado recordé algo que Emilito había dicho
hace mucho tiempo mientras vivía en los árboles bajo su cuidado. Me
había quejado de que como no podía abandonar la casa del árbol, lo
cual había sido nuestro acuerdo, no podía practicar las formas de artes
marciales que Clara me había enseñado. Para eso necesitaba mucho
espacio y preferiblemente un piso de madera dura.
—Practica artes marciales con tu doble, —recomendó Emilito—.
Esa es la mejor práctica de todas formas.
—¿Cómo practico artes marciales con mi doble cuando ni siquiera
puedo salir de la casa del árbol? —pregunté.
Emilito se había reído y, para mi sorpresa, había ejecutado una serie
de los movimientos corporales más elegantes e imposibles que jamás
había visto. Justo debajo de la casa del árbol, Emilito se había volteado
hacia atrás y luego lateralmente en círculos, girando su cuerpo en un
plano horizontal como un frisbee. Y sabía que no estaba usando po-
leas o cuerdas, o películas extra rápidas para acelerar sus movimientos
como lo hacían en las películas de artes marciales para dar la impresión
de actores desafiando la gravedad. Ver los excelentes movimientos de
Emilito desde la casa del árbol, fue una delicia. ¿Por qué no me había
enseñado antes de que me lamentara? Ahora que no podía dejar los
árboles, era demasiado tarde para aprender a girar en el aire.
—Practica estos movimientos con tu doble, —había repetido y nue-
vamente me mostró el movimiento de giro lateral.
—¿Pero cómo practico eso sin caerme del árbol? —Yo había pre-
guntado.
—Usa tu imaginación e inténtalo, -dijo-. Intento, intento, intento, —
gritó con un graznido agudo como de pájaro mientras caminaba hacia
la casa.
Esa noche y todas las noches subsiguientes durante varias semanas,
antes de conciliar el sueño, visualicé los movimientos que Emilito había

202 Taisha Abelar. Textos inéditos


mostrado. Me vi haciéndolos una y otra vez hasta que me encontré
haciéndolos en mis sueños. Con un poco de práctica, el cuerpo de
ensueño podría moverse de cualquier forma que quisiera. Descubrí que
podía hacer los volteos más complicados y las curvas hacia atrás, podía
saltar desde el suelo a la casa del árbol y volver a bajar de un solo salto,
usando no poleas y cuerdas, sino la energía de mi sección media. Y po-
día hacer algo que siempre había querido hacer, pero que nunca podría
lograr con mi cuerpo despierto, sin importar cuánto me estirara, y eso
era tocar la barbilla con los dedos de los pies. Después de eso, Emili-
to me mostraba movimientos de forma regular, los cuales practicaba
primero visualizándolos y luego repitiéndolos una y otra vez hasta que
podía hacerlos en mis sueños.
Abrí los ojos y le dije a Emilito lo que recordaba: que mientras esta-
ba en la casa del árbol, practicaba largas secuencias de movimientos,
combinando las técnicas que desafiaban la gravedad que él me había
mostrado, en nuevos patrones, de modo que todas las noches pudiera
ensoñar hacer combinaciones de movimientos.
—Eso es acechar con el doble, —dijo Emilito, complacido—. Eso
es enviar el doble como un explorador para poner las cosas en orden.
Luego, cuando lo haces, es muy fácil porque la energía ya se ha desple-
gado para producir un cierto efecto. El resto sigue por sí mismo.
Me di cuenta de que, a pesar de mi razón, esa era la forma en
que hacía prácticamente todo, desde practicar movimientos de artes
marciales, escribir un ensayo, dar un informe en una clase, diseñar un
vestido, componer un poema o cocinar un guiso. Siguiendo el patrón
que había aprendido bajo la tutela de Emilito, siempre configuraba la
forma por la noche, en un estado tranquilo y reparador. Ponía los ci-
mientos y me imaginaba siguiendo los movimientos de hacer esa cosa
en particular.
Por ejemplo, si iba a hacer un vestido, seguía todos los pasos en
el orden exacto que necesitaba para hacerlos. Me veía seleccionando
el material apropiado, doblándolo, cortándolo, tomando las piezas en
su orden correcto y cosiéndolas juntas. Veía qué camino sería mejor
y hacía cambios si era necesario, repitiendo la secuencia en un orden
diferente. Una voz me decía si había una mejor manera de hacerlo, y
cuando la hubiera completado, de la manera más económica y eficien-
te, siempre que sintiera que era el momento adecuado, permitiría que
la actividad se desarrollara hasta su finalización. Era como si la cosa ya
estuviera hecha y yo fuera solo el agente, silenciosamente haciendo los
movimientos de su ejecución.
Lo mismo sucedería si tenía que dar un informe en una de mis cla-
ses. Me visualizaba escribiendo el papel mientras estaba en un sueño
ligero. O más bien, me quedaba en blanco y algo aislaba un tema y
me decía cómo organizarlo de la manera más precisa y comprensible.
Cuando estaba organizado, lo ponía en el papel exactamente como lo
había escrito con mi cuerpo de ensueño.
Me di cuenta de que los años de recapitulación me habían permitido
visualizar en detalle escenas enteras y secuencias largas sin ninguna
dificultad. Algo me decía qué decir o hacer y me veía y oía decirlo y
hacerlo. Luego, cuando llegaba el momento de dar el informe, o hacer
la actividad, procedía como si ya estuviera terminado.
—Acechar con el doble, es útil cuando vas a la facultad, —dijo Emili-
to después de que le había explicado cómo procedía—. Pasa por alto el

Taisha Abelar. Textos inéditos 203


pensamiento y va directamente a la fuente de energía que nos permite
actuar de manera más eficiente.
—Supongo que uso el intento, —dije—. Si necesito encontrar algo,
como una blusa específica para combinar con una falda, digo en voz
alta Necesito una blusa o encuéntrame la blusa perfecta, y la fuerza
que hay ahí fuera me pone en frente encontrarla en algún momento
durante el curso de los eventos. No tengo que hacer nada. Me lo trae.
Emilito dijo que ese era el arte del acecho: llegar al punto en que
uno no hace nada, pero permite que el poder del intento altere la
realidad de manera tan sutil que los elementos intentados aparecen
como elementos en la vida diaria. Es un proceso armonioso de cambio
de percepción a través de la fuerza del intento, algo tan misterioso y
sutil que parece que no sale de ninguna parte. Emilito enfatizó que esa
fuerza solo responde si uno es impecable en la vida diaria y si no tiene
apego a las cosas. Los sentimientos de desesperación, aferramiento,
avaricia o necesidad frustrarán que fluya libremente la energía requeri-
da para que el intento responda las órdenes silenciosas de uno.
—No debes ser tan impecable, —dijo Emilito—, si puedes acechar
con el doble usando el poder del intento. O tal vez eres la niña de los
ojos de alguien y alguien te está prestando su poder.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Quién me estaría prestando
su poder? ¿Nelida?
—No estoy hablando de Nelida, —dijo Emilito—. Ella te cuida, para
ver que no te desvíes del camino. Esto parece algo diferente.
Olfateó el aire un par de veces como si tratara de determinar algo.
De hecho, olfateó en todas las direcciones como si oliera algo intangi-
ble.
—¿Qué estás haciendo, Emilito? —pregunté—. ¿Olvidé ponerme
desodorante esta mañana?
—No querría saber sobre eso, —dijo—. Estoy interesado en deter-
minar quién te presta su poder
—Quizás sea el señor Abelar, el nagual Juan Matus o el nuevo na-
gual, Carlos.
—Juan Matus es tu maestro, cierto, —dijo Emilito—. Pero él es
bastante tacaño con su poder. No lo prestaría por nada. Y Carlos está
a cargo de llevarte a la libertad. Pero esto huele a otra cosa. Como si
alguien te hubiera hecho un regalo. Y tú ni siquiera lo sabes.
De repente tuve miedo, sintiendo algo que estaba más allá de las
palabras. Era tan oscuro que provenía de la oscuridad misma.
—Alguien te ha estado enseñando cosas por la noche, —anunció
Emilito como un oráculo—. Y sé quién debe ser.
—Quién. Emilito. Dime.
—No depende de mí descubrir el pastel, —dijo—. Si tu verdadero
benefactor quiere revelarse, que así sea. Si no, deja que permanezca
en secreto.
Con la mera mención de la palabra “secreto”, me dio un escalofrío.
Todo mi cuerpo se estremeció desde la médula de mis huesos hacia
afuera. Experimenté lo que don Juan había llamado el escalofrío del
guerrero. Dijo que sucedía cuando una fuerza mueve el cuerpo etéreo
directamente y con tanta fuerza que luego es registrado por el cuerpo
físico.
—¿No puedes decirme a quién te refieres, Emilito? Ahora tengo
miedo de irme a dormir por la noche.

204 Taisha Abelar. Textos inéditos


—Y deberías, —dijo con seriedad—. Alguien te ha estado mostran-
do cómo manipular el intento. Pero no solo desde las copas de los
árboles, sino desde los niveles más profundos del más allá.
—Entonces, ¿cómo es que no recuerdo o ni siquiera sé de qué estás
hablando? —pregunté—. ¿Y por qué sigo siendo una mierdecilla?
—Porque ese alguien le está enseñando a tu doble directamente.
Muy astuto. Debe venir mientras duermes profundamente. Es por eso
que no lo recuerdas, y es por eso que puedes permitirte ser tan com-
placiente. Si tuvieras un poco más energía serías consciente y sabrías
de quién estoy hablando, porque tu doble ya lo conoce íntimamente.
—¿Él? ¿Es un él?.
Todavía pensaba que podría ser Nelida. Pero cada vez que ella
entra en mis sueños, generalmente soy consciente de su presencia.
No hay nada secreto sobre ella. Por el contrario, es abierta y alegre,
casi hasta el punto de ser nutriente de una manera indiferente. Esta
otra fuerza sonaba demasiado siniestra. No me gustaba la idea de que
alguien o algo estuviera manipulando mi energía mientras dormía. Y
especialmente no una figura masculina.
—Siniestro es correcto, —dijo Emilito con un escalofrío de guerrero
tan exagerado que su cuerpo vibró de pies a cabeza. Fue tan cómico
que me reí por puro nerviosismo—. El verdadero misterio es ¿por qué
estaría tan interesado en los iguales a tí?
—No sé de qué estás hablando, —dije—.Nadie está interesado en
mí. Ese es solo el problema. Realmente soy un intranscendente trozo
de mierda ignorado por todos.
Dije eso con toda la autocompasión que podía reunir, porque sentía
que Emilito, Nelida, Clara y don Juan me habían abandonado.
—Ya, ya, habitante de los árboles, no tengamos nada de esa mierda
de autocompasión, —dijo Emilito con un codazo que casi me largó
del banco—. Nadie te abandonó. Tienes tu propio camino, y no está
aquí con nosotros. Lo que sea que te enseñemos tiene que ser para tu
cuerpo de ensueño o doble, y no tienes que estar en México para eso.
—¿Por qué no?
—Una pregunta estúpida, —dijo Emilito—. Porque, como sabes
muy bien, el cuerpo de ensueño no está limitado por el espacio y el
tiempo. Podemos encontrarnos en cualquier lugar y en cualquier mo-
mento, incluso en la ciudad de Los Ángeles.
La forma en que dijo eso había hecho que Los Ángeles sonara ab-
solutamente encantador.
—Lo sé, Emilito. Lo que quise decir es por qué tienes que enseñar
el doble, por qué no puedes simplemente enseñar mi cuerpo físico di-
rectamente, como solías hacerlo. Por qué no puedo quedarme aquí en
Guadalajara contigo.
Emilito me dio una mirada burlona de horror. —¿Qué tienes en
mente? —dijo moviéndose a su lado del banco—. ¿Y qué te hace
pensar que alguna vez le enseñé a tu cuerpo físico? ¿Sabes algo que
yo no?
—No, no quiero decir eso. Sé que estás más allá de toda esa basura
masculina y femenina, y yo también. Simplemente no me gusta estar
sola en Los Ángeles lejos de todos ustedes.
—No estás sola, ahora que has encontrado a Carlos, el joven na-
gual, —dijo Emilito—. Él te cuidará. Y el resto de nosotros siempre
somos conscientes de tu presencia.

Taisha Abelar. Textos inéditos 205


—¿Quieres decir que me ves?
—Por supuesto, vemos tu cuerpo energético y conocemos tus pen-
samientos más íntimos.
Levantó una ceja y sacudió la cabeza.—Así que será mejor que con-
tinúes recapitulando. Cuanto más fuerte sea tu intento, más pura debes
ser.
Le conté a Emilito sobre algo que me había estado preocupando.
Tenía un trabajo a tiempo parcial en un grupo de mecanografía mien-
tras iba a la facultad, y cada vez que aparcaba mi automóvil para ir a
trabajar, un joven, un poco retrasado y tal vez sin hogar me esperaba
en la esquina preguntando si podía limpiar mis parabrisas por algo
de dinero. Durante un tiempo simplemente dejé que los limpiara y le
daba algunos dólares a cambio. Pero como conducía allí o cinco veces
por semana, no necesitaba que limpiaran mi parabrisas cada vez, así
que decía que no, gracias. A veces, sentía pena por él y le daba algo
de dinero de todos modos. Especialmente después de que me dijo que
tenía que tener cuidado con lo que comía porque sufría de úlceras es-
tomacales.
La idea de que tenía úlceras sangrantes, como mi hermano mayor
cuando era adolescente, hizo que la situación fuera aún más conmove-
dora. Quería darle todo el dinero que tenía, pero al mismo tiempo tenía
un presupuesto ajustado de estudiante y tenía que vigilar lo que gasta-
ba, y no quería que me limpiaran las ventanas, así que no sabía qué
hacer. Llegué al punto en que temía conducir hasta el estacionamiento
de mi trabajo, porque no quería ver a esta persona.
Para evitar encontrarlo, fui tan lejos como para estacionarme calle
abajo, pero él me encontraría de todos modos de camino a casa. Él
decía: “ahí está mi amiga”, en un tono tan agradable que me hacía
sentir como una rata si no le daba dinero, y me enojaba por haberlo
hecho. Me volví tan culpable y molesta con esta rutina que un día me
paré en seco cuando estaba fuera de mi vista y dije en voz alta: “Ya es
suficiente, no quiero volver a ver a esa persona”.
Al día siguiente, me sentí aliviada al ver que el joven no estaba en
la esquina. Pero no pensé en nada esperando verlo allí al día siguiente.
Pero no lo encontré. Pensé que estaba de vacaciones, aunque no podía
entender dónde o cómo. Después de una semana de no verlo, temía
que pudiera estar enfermo y me sentí doblemente culpable. Con el
paso del tiempo, el joven no regresó. De hecho, nunca lo volví a ver.
Cuando yo terminé mi relato, Emilitos sacudió la cabeza. —Ahora
estoy seguro de que alguien te ha estado enseñando a acechar con el
doble. Esas cosas no suceden así como así
—¿Qué crees que le pasó a ese hombre, Emilito? —pregunté sin-
tiéndome alarmada—.¿Por qué nunca volvió?
—No importa lo que le sucedió, —dijo Emilito—. Puede que se haya
ido de vacaciones de la forma en que te hubiera gustado creer; o tal vez
fue atropellado por un automóvil mientras lavaba el parabrisas; o tal vez
se mudó a un esquina de la calle donde los negocios eran mejores. O
tal vez murió de úlceras o de desnutrición. Lo que le haya sucedido no
es el problema aquí.
—¿Qué estas diciendo? —pregunté—. ¿Cuál es el problema?
—El hecho de que nunca volviste a verlo, significa que eres capaz
de alterar el flujo del intento. Al expresar tu deseo, moviste algo. Tu

206 Taisha Abelar. Textos inéditos


intento alejó a ese joven de esa esquina. Cómo o adónde fue movido,
es irrelevante.
—No quería que sufriera ningún daño, —protesté—. Simplemente
no quería que me siguiera molestando. Tú mismo dijiste que un ace-
chador nunca debe estar sujeto a rutinas. Y darle dinero cada vez que
lo veía, era una rutina .
—Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Fuiste capaz de inte-
rrumpir una rutina alterando el flujo del intento. Eso es acechar con el
doble. Y alguien te ha estado enseñando cómo hacerlo.
—Todavía no creo que haya tenido nada que ver conmigo, —dije—.
Podría haber sido una coincidencia. Probablemente tenía otro lugar a
donde ir.
—Llámalo coincidencia, brujería, hechicería o lo que quieras, —dijo
Emilito—. El punto es que nunca volviste a ver al joven. ¿A quién le
importa un bledo cuál es la razón o qué explicación quieres utilizar? Y
tu inquietud es una indicación de que tuviste algo que ver con eso, ya
sea que lo sepas o no .
—¿Quién crees que me está enseñando esto? —pregunté aún no
convencida.
—Ya te dije que no me corresponde decirlo, —respondió—. Pero
hay otro secreto que puedo revelarte, si me sigues.
—Prefiero esperar a que Carlos regrese, si te es lo mismo, —dije
con miedo a lo que Emilito podría revelarme.
La orquesta había dejado de tocar hace mucho tiempo. Emilito salto
del banco y dijo que no podíamos esperar a que Carlos regresara. Es-
taba oscureciendo y quería llevarme a conocer a su amigo que vivía en
una casa cercana. Señaló hacia el oeste y dijo que si estirabamos el cue-
llo, podríamos ver la casa desde donde estábamos parados. Pude ver la
esquina de un balcón de madera, solo se veía un poco de barandilla, y
el resto estaba cubierto por los edificios adyacentes. Para mi sorpresa,
estaba señalando la casa detrás de la esquina; la casa que tenía el bal-
cón con flores, la que más me había gustado al llegar a la plaza.
—¿Quién vive allí? —pregunté—. ¿Y estás seguro de que Carlos
estará allí esperándonos?
—Una bella dama, —dijo Emilito—. Y estoy absolutamente seguro
de que Carlos estará allí. ¿Pero nos estará esperando? Lo dudo mucho.
Probablemente se esté divirtiendo muchísimo.
Dijo eso con un guiño de lobo que implicaba todo tipo de cosas dia-
bólicas. Experimenté una oleada de celos que era demasiado obvia para
ocultarla. Emilito sacudió la cabeza porque sabía que había golpeado un
punto doloroso. Por su risa, me di cuenta de que había puesto a prue-
ba deliberadamente mi declaración de ser independiente como mujer:
Había fallado miserablemente.
Caminamos a la casa en silencio. Tenía un paso tan seguro que tuve
que hacer un esfuerzo para seguirle el ritmo para no perderme en la
multitud y terminar en un lugar desconocido. En el camino dijo que
tenía algo que quería mostrarme, algo solo para los ojos del doble o del
cuerpo de ensueño y que teníamos que apurarnos porque el crepúsculo
era el mejor momento para presenciar tales vistas.

Taisha Abelar. Textos inéditos 207


Acechando con el doble 21

E
milito me llevó a la casa colonial española más hermosa que
había visto que no fuese la de Clara. Afuera, tenía una sencilla
fachada con rejas en las ventanas y varios balcones del segundo
piso con vista a las calles de abajo. El balcón que había admi-
rado desde la plaza estaba repleto de geranios en macetas y gruesos
helechos verdes. Quien vive aquí ama las plantas, fue la sensación que
sentí cuando entramos por la enorme puerta de doce paneles.
Dentro, el patio era fresco y oscuro. Me recordó a un claustro de
otra época. Columnas y arcos con una fila de pasarelas de piedra.
Parterres elevados enmarcaban un pequeño huerto con árboles fruta-
les. Porciones de las altas paredes estaban cubiertas de madreselvas y
glicinias colgantes que crecían enrejadas. Los fríos bancos de piedra
estaban flanqueados por flores que crecían en macetas de cerámica
con un esmalte de color verde azulado marmolado, y en una maceta de
piedra crecía un enorme cactus de agave.
A un lado había un pasillo oscuro que conducía a un pequeño pa-
tio con jardín. Un banco de madera tallado con respaldo alto estaba
colocado contra la pared, y un hermoso árbol de jacarandá sombrea-
ba el recinto rectangular. A un lado había una gruta de piedra, con
una delgada cascada que desembocaba en una pequeña piscina. La
casa y los terrenos me parecieron el lugar más tranquilo del mundo.
De vez en cuando podía escuchar el alboroto de los pájaros, pero
incluso ellos estaban callados y suavizados como por respeto a la
santidad de la casa. Pensar que este oasis de tranquilidad existía en
el corazón de una ajetreada ciudad cosmopolita parecía en sí mismo
un acto de poder.
—Siéntate en este banco y espera a que la señora de la casa se
muestre, —sugirió Emilito—. Ahora que te he entregado, me iré.
—Espera, espera, Emilito. No conozco a la señora de la casa. ¿No
te quedas y me la presentas?
—Claro que la conoces, —dijo Emilito sorprendido—. La conociste
en Sonora. Se llama Zuleica.
Al mencionar su nombre, recordé a la dama de la fiesta que me ha-
bía dado el cacao para las picaduras de pulgas. Ella había querido que
me quedara con ella, pero lo había rechazado. No tenía idea de que ella
vivía en un entorno tan hermoso.

Taisha Abelar. Textos inéditos 209


—¿Pero qué debo hacer cuando me encuentre con ella? —pregun-
té.
Emilito me dio una mirada severa. —Cuando te encuentres con
ella, sé impecable, —aconsejó—. Eso es todo lo que cualquiera puede
hacer.
Antes de que pudiera preguntarle qué significaría la impecabilidad
en esta situación, salió por una puerta lateral que daba al pasillo. Me
senté en el banco, sintiéndome triste, mirando a los peces jugando en
el estanque. Pero la armonía de esa casa y las ondas en el agua pronto
me hicieron sentir somnolienta, pero de una manera agradable. Exhalé
un par de veces, y con mi respiración todas mis preocupaciones pare-
cieron fluir hasta que no quedó nada más que una profunda sensación
de bienestar. Cerré los ojos y escuché el agua correr sobre las pequeñas
rocas, e imaginé ver el pequeño pez dorado que ahora se había escon-
dido debajo de algunas plantas acuáticas.
—Si tan solo este sueño despierto durara para siempre, —escuché
que decía la voz de una mujer.
Me di vuelta y miré hacia el corredor oscuro pero no vi a nadie. Pero
esas palabras resumieron en mí el momento, porque así es exactamen-
te como me sentía.
—Así es, querida, descansa y deja que el sonido del agua te lleve a
donde sea.
La voz vino de mi izquierda, muy cerca. Sorprendida, abrí los ojos
y vi a una mujer alta que vestía un caftán negro con un motivo indio
alrededor de un cuello alto. Su cabello castaño estaba recogido en un
agradable aunque algo anticuado modo de hacerlo. La piel de su rostro
era tersa y sus cejas se arqueaban expresivamente con la ayuda del lápiz
de ojos. Su boca era delgada y delicada y sus ojos estaban fijos en mí de
una manera tan penetrante que supe que era Zuleica.
Ella también podría hipnotizarme con su mirada si quisiera, pensé,
pero de alguna manera no me importó. Confié en ella; porque en
un nivel profundo éramos iguales. Entonces surgió la comprensión de
cómo éramos iguales y eso me hizo sentir incómoda. Los dos estába-
mos un poco locas y teníamos que usar toda nuestra energía para hacer
una presentación coherente de nosotras mismas ante el caos total.
—No me tienes miedo, ¿verdad? —preguntó solícita Zuleica—. Por-
que te lo aseguro, estoy aquí para ayudarte.
—No tengo miedo, —dije y lo dije en serio. Zuleica estaba tan lejos
de la mezquindad del mundo que exudaba fuerza y vitalidad
​​ en su voz
y movimientos. Excepto por sus ojos ardientes, ella era la imagen de
calma y serenidad.
—Vas a quedarte conmigo por un tiempo, y voy a enseñarte cómo
acechar con el cuerpo de ensueño, —dijo.
—Pero aún no he terminado de recapitular, —dije—. ¿No debería
continuar con eso?
—Recapitular es importante, pero también lo es ensoñar. Tengo
que prepararte de la manera adecuada ahora porque hay muy poco
tiempo. Luego puedes practicar pot tu cuenta. Sin embargo, mientras
estés aquí, debes seguir mis instrucciones. ¿De acuerdo?
No tuve más remedio que asentir con la cabeza, porque ella estaba
asintiendo con la suya.
—Ensoñar y observar van de la mano, —comenzó Zuleica—. Ya
entendiste eso cuando observaste las ondas en el estanque. Ahora deja

210 Taisha Abelar. Textos inéditos


que el sonido del agua te lleve. Así es como comienzas. Encuentras
algo en el mundo que brilla o resplandece y lo miras fijamente. Luego,
encuentras un sonido, como lluvia, agua de un arroyo, incluso el ruido
de la ciudad. Y sigues los sonidos. Luego lo transfieres a tus ensueños
obrservándolo en los ensueños o escuchando ese sonido mientras duer-
mes.
Sabía a qué se refería. Una vez tuve un pulidor de rocas que hacía
un ruido terrible. Como tenía que mantenerlo encendido las 24 horas
del día para que las piedras se pulieran mientras chocaban entre sí en
el pulidor, pude escuchar ese ruido mientras dormía. Recuerdo que el
ruido me llevaría a lugares a los que no quería ir. Así que finalmente
tuve que apagar la máquina por la noche.
—Hay ejercicios que puedes hacer para mover tu conciencia al otro
lado, —dijo Zuleica.
—¿El otro lado?
—A tu cuerpo de ensueño.
Ella habló con una voz melódica tan suave que me tranquilizó solo
escucharla.
—Cuando duermas, debes permitir que el cuerpo de ensueño se
vuelva consciente, consciente de sí mismo. Tú haces esto al principio
mirando tus manos y luego levantándote de la cama para moverte al-
rededor. O puedes encontrar cualquier otra cosa que quieras, tal como
el objeto que observas durante el día. O algo en particular que quieres
encontrar. En otras palabras, el cuerpo de ensueño debe responder a
tus órdenes. Acechar con el doble es controlar tus movimientos en un
esfuerzo específico y no gastar tu energía en un arrebato loco.
—¿Cómo se gasta la energía? —pregunté.
—Poco a poco, armoniosamente. Trata de prolongar el esfuerzo de
tus ensueños el mayor tiempo posible, pero siempre reserva energía
para que puedas despertarte y no perderte en lugares de los que no
podrás volver.
»Ahora, te mostraré algunos ejercicios específicos que puedes prac-
ticar.
Colocó un cojín en el suelo frente a una mesa baja de hierro forjado y
me dijo que me sentara cómodamente, cruzando las piernas si lo desea-
ba. En el centro de la mesa colocó una pequeña vela azul y la encendió.
Después de parpadear por un momento, la llama amarilla formó un óvalo
perfecto e inquebrantable. Zuleica sopló suavemente sobre la llama, ha-
ciendo que saltara de lado por un instante. Cuando pasó la corriente de
aire, la llama se enderezó y volvió a la calma. Observé a Zuleica con aten-
ción porque sabía que había una lección sobre lo que estaba haciendo.
—Hay dos lados para todo, —dijo sentada en una silla de caña con
respaldo alto—. Y eso incluye la mente. Por un lado, puede pensar,
razonar y reflexionar sobre sí misma para crear y sacar conclusiones.
La otra cualidad de la mente es estar en silencio, inactiva y sin pensar.
Todos sabemos cómo razonar y reflexionar sobre nosotros mismos,
pero lograr silencio es más difícil.
Sin levantarse, volvió a soplar la llama. Me sorprendió ver que la
llama saltó como lo había hecho antes.
—La mente es como esta llama. Salta con la más mínima perturba-
ción y se agita en el momento en que una brisa la toca, —dijo—. Los
pensamientos y los deseos son como ráfagas de aire; activan la mente
y la hacen revolotear.

Taisha Abelar. Textos inéditos 211


En un tono claro, explicó que hay dos enfoques para lograr el si-
lencio mental. Se puso de pie y colocó su mano alrededor de la llama
para formar un escudo parcial, luego sopló de nuevo. Esta vez, la llama,
protegida por su mano, no parpadeó.
—Una aproximación al silencio y el sosiego es proteger la mente de
las perturbaciones externas que pueden inquietarla. Tú haces eso ale-
jándote de las fuerzas disruptivas o perjudiciales que amenazan tu bien-
estar. En otras palabras, te retiras y te escondes en tus profundidades.
El segundo método, dijo Zuleica que era más difícil de lograr porque
involucraba una delicada maniobra de proteger la mente no de la in-
fluencia externa sino de su propia influencia. En este caso, dado que los
estímulos perturbadores provienen del interior, no hay forma de correr
o retirarse al yo, ya que la mente misma está agitada y corriendo. Por lo
tanto, uno tiene que detener la agitación fijando la mente en algún pun-
to, como una imagen, idea o sonido, y de esta manera hacerla inmóvil.
—La quietud es el producto de la disciplina y el entrenamiento, —
dijo Zuleica—. Eso implica detener el diálogo interno enfocándose en
un solo punto, o expandiendo la conciencia para fusionarse con el gran
silencio que existe más allá de los límites del pensamiento.
Mientras escuchaba su charla, sentí una quietud asentarse en mí
como si no viniera de sus palabras sino de su propio ser.
—No ser perturbado significa que nada puede desviar tu atención
de su centro, —dijo ella sintiendo mi estado de ánimo—. Uno de los
mejores métodos para lograr esto es observar un objeto encendido o
luminoso.
Me preguntó si había entendido las dos aproximaciones para silenciar
la mente, que según ella eran realmente métodos de observar. Cuando
dudaba, ella los repetía. En primera instancia, el cuerpo y la mente son
removidos de los estímulos perturbadores, retirándose o alejándose de
ellos. Esto puede lograrse porque las fuerzas disruptivas provienen del ex-
terior. En segunda instancia, el cuerpo y la mente son mantenidos firmes,
porque las perturbaciones surgen dentro del propio ser.
—Es mejor usar una combinación de ambos métodos; retirada y
fijación, —dijo—. Es por eso que estás aquí en esta casa tranquila don-
de nadie te moleste. Mientras aprendes estas técnicas de observación,
debes retirarte del mundo exterior. Pero también debes retirarte del
mundo que llevas dentro de ti fijando tu mente a través de las practicas
de observación.
—¿Qué hace realmente fijar la mente? —pregunté.
—Solo una mente fija o centrada te permite la libertad de venir e ir
cuando quieras.
Le dije que no entendía cómo una mente fija podía permitir que uno
se moviera. Parecía ser una contradicción. Zuleica levantó cuidadosa-
mente la vela y la movió lentamente de un lado a otro para que la llama
no temblara, pero que fueran iluminadas diferentes áreas de la mesa.
—Observa que la llama no parpadea y, sin embargo, se mueve. Una
conciencia fija y constante le permite ver cualquier cosa, moverse en
cualquier dirección sin volverse agitada por lo que ve o hace. Por lo tan-
to, puedes ir y venir a cualquier parte y sin embargo estar en control.
Zuleica puso la vela en la mesa para que la llama quedara justo al
nivel de mis ojos.
—Si tu mente no está fija, y tus pensamientos saltan por todos los
lados, lo que sea que veas te atraerá y afectará tu conciencia. Entonces

212 Taisha Abelar. Textos inéditos


tendrás que luchar para liberarte antes de que seas libre para moverte
a otra cosa. Y al poco tiempo tendrás tantos lazos que no podrás mo-
verte en absoluto.
—¿Qué ocurrirá entonces?
—Tendrás que recapitular tus actos para liberar tu energía, —dijo—.
Esto es porqué recomendamos que uno siempre recapitule los eventos
del día de modo que uno sea libre de su influencia, y uno no construye
lazos energéticos.
Zuleica enfatizó que recordar los eventos de mi vida combinado con la
respiración que aprendí no solo puede limpiar los lazos del pasado, sino
también mantener la conciencia en una condición fluida en todo momen-
to del día. Una vez liberada, la conciencia puede enfocarse y usarse al
servicio del intento, o el espíritu que nos gobierna y nos da vida.
—Debemos usar nuestra conciencia para liberar la conciencia, —
dijo—. Así como usamos una aguja para sacar una astilla en un dedo.
Ahora, basta de explicación. Pongámonos a practicar.
Zuleica me ordenó observar la vela por un momento y luego colocar
las palmas de mis manos sobre mis ojos y visualizar la llama. Por un
momento miré la llama, luego cerré los ojos y los cubrí con las palmas.
Pude ver un círculo verde amarillento, luego apareció una llama dorada
que se convirtió en un brillante resplandor rojo anaranjado. Pronto la
llama fue reemplazada por una pequeña abertura negra que se formó
frente a mis ojos.
Zuleica me dijo que repitiera el ejercicio de observar la llama y luego
cubrirme los ojos con las palmas. Esta vez, la luz rojiza parecía moverse
hacia mi derecha, y era difícil mantenerla centrada en mi nivel de visión
interior. Ella dijo que debería tratar de mover la imagen de la llama más
cerca y más lejos de mí, mientras mantenía mis ojos cubiertos con mis
palmas. Después de un tiempo pude sostener la imagen de la llama y
alejarla o acercarla usando la fuerza de mi mente.
—Esta práctica de observación te ayudará a desarrollar tu capacidad
de concentración, —dijo Zuleica cuando abrí los ojos nuevamente—.
Del mismo modo que los pases de brujería fortalecen tu cuerpo ener-
gético, tu control mental puede agudizarse mediante las técnicas de
observación.
Agregó que visualizar una luz no solo calma los pensamientos, sino
que también activa un centro de energía fundamental en la parte pos-
terior de la cabeza, vigorizando todo el cuerpo. Ella remarcó que con
la práctica continua, ya no necesitaría mirar una vela, sino que podría
ver la llama simplemente cerrando los ojos. La luz, una vez fijada, me
ayudaría a concentrarme en un solo punto, excluyendo todas las demás
influencias.
—Esta es una forma de silenciar la mente, —dijo Zuleica—. Aunque
te estás concentrando activamente, tu mente está en reposo porque no
está dispersa en mil direcciones.
La forma de descanso más estimulante, explicó, no es el sueño
pasivo en el que una persona está a merced de sueños perturbadores,
sino una concentración activa y controlada, en la que uno atiende solo
a la luz vigorizante frente a los ojos.
Me recomendó que me pusiera de pie y caminara un rato para
aflojar mis extremidades antes de continuar con el segundo ejercicio de
observación. Cuando volví a sentarme en el cojín, vi que Zuleica había
colocado una gran pluma de cuervo negro sobre la mesa.

Taisha Abelar. Textos inéditos 213


—Hora, te mostraré otra forma de silenciar la mente, —dijo—.
Siéntate en silencio, respira naturalmente y sin pensar, mira la pluma.
Ella dijo que debía centrar mi atención en la pluma hasta que me
fusionase a ella. Ella dijo que era posible fusionarse con cualquier ob-
jeto que uno estuviera observando de modo que ya no era una entidad
separada, sino algo vivo y parte del propio ser energético
—¿Cómo es eso posible? —pregunté—. ¿Todos saben que el mun-
do está hecho de objetos separados?
Zuleica arqueó una ceja. —¿Lo es realmente? —preguntó—. Los
objetos solo están separados cuando pensamos en ellos. Cuando los
observamos, se fusionan en un solo campo de energía que también
incluye nuestros cuerpos energéticos.
Me miró para ver si comprendía lo que decía. Debo haberle dado
una mirada tonta porque ella agregó: —Acabo de revelarte un secreto
de brujería e insistes en tomarlo como una declaración ordinaria. Pien-
sa en lo que dije.
Estuve en silencio por un momento. —Todavía me parece una plu-
ma ordinaria, —dije tercamente.
Zuleica sacudió la cabeza. —El aquí y el allá son uno. El allá y el aquí
son uno. Nada está separado de nada.
Mientras observaba la pluma, noté que mi respiración se volvía más
lenta, más rítmica. Se había bajado a mi abdomen. Mis pensamientos
se desvanecieron y me sumergí en un profundo silencio. Parecía que
Zuleica tenía razón. En un momento la pluma era consciente y me ob-
servaba; irradiaba energía hacia mí como si fuera consciente de que la
estaba mirando. Tenía la clara certeza de que, si lo intentaba, yo podría
hacer que la pluma se soltase de la mesa y flotara en el aire, para que
estuviéramos unidas energéticamente.
Después de un rato, Zuleica me dijo que moviera la cabeza en pe-
queños círculos para descansar los ojos; habían comenzado a llorar por
la tensión de mirar a la pluma. Explicó que el objetivo de la observación
no era mirar fijamente un objeto, sino dejar que los ojos acariciaran
suavemente el objeto, de modo que respondiendo a los sentimientos de
uno, se abriese y emanara su propio sentimiento y conocimiento
—Es una fusión de ambos sentimientos, desde el observador y el
objeto, lo que resulta en una combinación común de conciencia y una
sensación de confianza y afecto mutuos, —dijo Zuleica.
Además, explicó que esta sensación de apertura y empatía es el
resultado de detener el diálogo interno y permitir que la sensibilidad
interna de uno se derrame y se fusione con lo que sea que uno está
observando.
—Elige cualquier objeto que te agrade, —dijo Zuleica—. Nunca mi-
res nada que sea desagradable o aterrador.
—¿Porqué es eso?
—Porque a través de una observación fija, abres centros en tu cuer-
po energético y la energía del objeto entrará dentro de ti. Del mismo
modo, si no estás de buen humor, no debes infligir tus sentimientos
negativos en los objetos que te rodean concentrándote en ellos, inde-
pendientemente de si son rocas, plumas de personas.
Descansé los ojos haciendo círculos con la nariz primero en sentido
horario y luego en sentido antihorario. Cuando me relajé de nuevo,
Zuleica me dio un tercer ejercicio para fijar la mente, uno que consistía
en visualizar una figura o forma.

214 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿Qué tipo de forma debo visualizar? —pregunté.
—Cualquier forma agradable servirá, —respondió. Cogió mi cua-
derno de dibujo e grabó un círculo. En su centro, dibujó un círculo más
pequeño y lo sombreó de negro. Ella dijo que siempre era agradable
visualizar un círculo porque representaba la integridad del universo del
cual no se podía agregar ni quitar nada. Visualizar un círculo, dijo que
llenaba de una sensación de plenitud y bienestar que se necesitaba para
un viaje alegre.
Zuleica me dijo que cerrara los ojos y, moviéndolos en el sentido
de las agujas del reloj, dibujase un círculo lenta y suavemente con mi
mente. Entonces mi sentimiento interno fue saltar al centro del círculo
y pararme momentáneamente allí. Luego debía fijar mi atención en la
parte superior y comenzar a inscribir nuevamente el círculo y repetir
el procedimiento de empujar a través del centro. Zuleica explicó que
el movimiento circular de los ojos y el salto mental hacia el centro del
círculo deberían repetirse hasta que pudiera hacerlo con gran concen-
tración.
Este ejercicio me pareció más difícil que el anterior. Me dio sueño.
Comencé a bostezar y a agitarme.
—Cuando observamos hacia adentro nuestra forma externa, uno
no debe agitarse ni dejar que sus pensamientos vaguen, —advirtió Zu-
leica—. Si lo hacen, inmediatamente trae tu atención a tu tarea.
Explicó que saltar al centro del círculo tenía un efecto muy poderoso
en los puntos de energía ubicados detrás de los ojos. Empujar hacia el
centro del círculo ayudaba a abrir el pasillo o la puerta al otro mundo.
—¡¿Qué hay del otro lado ?! —Quise saber.
Zuleica vaciló. —Quizás todo, quizás nada. Pronto lo verás por ti
misma.
Ella sugirió que continuara grabando círculos para calmar y forta-
lecer la mente. Ella me aseguró que empujando suavemente pero con
firmeza hacia el centro, desarrollaría una firmeza e imperturbabilidad
que eran indispensables para viajar con el cuerpo energético.
Después de practicar la técnica varias veces más, Zuleica se puso
de pie y me dijo que seleccionara una de las tres técnicas que me había
enseñado y que la practicara mientras atendía a algunos asuntos. De-
cidí observar la vela encendida; de alguna manera encontré atractiva la
suave llama amarilla. Cuando cerré los ojos, todavía podía ver la llama
y practiqué moverla de un lado a otro. Parecía que solo habían pasado
momentos, cuando Zuleica regresó y me dijo que apagara la vela.
—Siempre que la mente esté agitada o inquieta, asegúrate de hacer
uno de estos ejercicios, —aconsejó—. La llama dorada, una vez fijada
en tu mente, brillará a través de la niebla como un faro del otro lado.
Una vez fijada, incluso si tus ojos están cerrados, estará allí frente a ti
para calmar tu corazón.
Nos sentamos en una oscuridad casi total porque el sol ya se había
puesto, y ella aún no había encendido los faroles exteriores.
—¿Por qué es importante aquietar la mente?, —pregunté.
—Si vinculas tus acciones al nivel de silencio profundo, —dijo Zulei-
ca—, habrás logrado una hazaña delicada: la de la inacción completa o
no-hacer. Una vez que uno aprende a aprovechar la energía del no-ha-
cer, uno puede llegar a ser verdaderamente poderoso.
Explicó además que para lograr cualquier cosa, necesitábamos un
intento inflexible que le diera a los actos dirección y propósito, así

Taisha Abelar. Textos inéditos 215


como una conciencia refinada y sutil que le diera poder a los actos de
uno. Ella enfatizó que solo una conciencia refinada y sutil nos permitirá
llegar más allá del mundo de la forma y entrar en las capas de energía
de los otros reinos.
Se inclinó más sobre su silla y dijo en voz baja: —Ahora voy a reve-
lar el segundo de los secretos de los brujos. Cuando practicas la obser-
vación, realmente estás practicando ensoñar mientras estás despierta.
Nuevamente me miró para ver si entendía su significado.
—Estás enfocando la energía del intento, que es la abstracción en sí
misma y te alejas del nivel físico hacia el reino de la energía pura.
Explicó que el intento es la fuerza que mantiene unidas las cosas,
les da orden y poder. Observar despierta la conciencia subyacente que
los brujos llaman intento, esa fuerza que nos permite percibir, y une
nuestro cuerpo directamente a ella. También es esta fuerza firme e in-
flexible llamada intento, la que distingue los actos de poder de los actos
superficiales y arbitrarios de la vida cotidiana.
—A través del observar, tu cuerpo físico se transforma gradualmen-
te para que coincida con tu vitalidad mental. Finalmente, el cuerpo se
vuelve tan ligero que se convierte en energía pura. Cuando esto sucede,
uno está soñando con la totalidad de uno mismo. Todo lo que uno tiene
que hacer es intentar algo y el cuerpo lo percibirá. Esto sucede porque
uno se ha vinculado al intento y está ensoñando con el poder de la crea-
ción misma. Las técnicas de observación fueron diseñadas por brujos
de la antigüedad para llegar a esta sutil manipulación de la percepción.
Zuleica recogió la pluma y la dejó caer suavemente sobre la mesa.
—Practica el observar y eventualmente purificarás tu cuerpo para
que se vuelva tan ligero como esta pluma, —dijo—. Cuando tu cuerpo
se transforma en energía pura como tu mente, no habrá diferencia en-
tre lo que piensas y lo que eres. El aquí y el allá del espacio y el tiempo
se fusionarán en una conciencia única de ahora, y tu mente y tu cuerpo
ya no estarán separados, sino será una sola unidad energética de ser
aquí.
Mientras hablaba, sentí que alguien más nos observaba desde la
oscuridad del corredor. Al principio solo pude ver un vislumbre de una
figura; luego lo vi allí parado, como si escuchara nuestra conversación
u observara mi práctica. Lo había notado antes y había girado la cabeza
para ver si el hombre todavía estaba allí. Supuse que era alguien que
vivía en esa casa, porque la casa era grande con muchas habitaciones.
Zuleica sonrió: —Todavía no es hora de conocerlo, pero lo harás
pronto cuando seas más invisible. Por ahora, concéntrate en tus prác-
ticas.
—¿Quién es ese hombre? —pregunté alarmada.
—El que hace que la oscuridad responda, —dijo.
—¿Responda a qué?
—Así su invitación, a su intento. Él es el maestro del intento. Cuan-
do aprendas a acechar con el doble, él vendrá y te mostrará su arte.
—¿No puedo conocerlo ahora? —pregunté.
Ella se rió y dijo que no estaba en condiciones de conocer a nadie en
mi estado energético actual. Y requería una gran cantidad de energía
interactuar con el Maestro del Intento.
—En la oscuridad lo sientes. Él hablará a tu doble directamente.
Cuando llegues al punto del conocimiento silencioso, él te guiará y tú
lo sabrás.

216 Taisha Abelar. Textos inéditos


—¿Qué sabré?
—No puedo decirte eso. Simplemente lo sabrás directamente, y si
alguien te pregunta, tú misma no podrás decir qué es lo que sabes. Será
demasiado profundo, demasiado vasto para las palabras. Tratarás de
recordarlo, pero no podrás pensar en ello, porque lo que sabes está tan
alejado del pensamiento que las palabras te fallarán.
—Entonces, ¿de qué sirve?, —pregunté—. Si no recuerdo lo que
me enseñe, o no podré decir qué es, ¿qué sentido tiene saber algo?
—Harás que las cosas sucedan, —dijo—. Harás que la oscuridad se
mueva y se manifieste en la luz.
Por un tiempo, traté de averiguar qué quería decir, y de repente lo
supe. Como Emilito me había advertido, alguien ya me había estado
mostrando cómo acechar con el doble. No sabía a qué se refería Zulei-
ca, pero sabía que yo ya lo sabía. Me llegó la certeza de que el Maestro
del Intento me había estado enseñando todo el tiempo. La forma más
cercana en que podía explicarlo era que había estado instalando algo
en un área que estaba más allá de mi atención, más allá de mis sueños.
Era un lugar donde no existían sueños y, sin embargo, la energía fluía
sin obstáculos por pensamientos o deseos o incluso imágenes surgidas
en el sueño.
Con esa comprensión, el hombre salió de las sombras. No me sor-
prendió ver que era el mismo hombre que había encontrado en el cruce
fronterizo en Nogales; el que había hecho que me desmayase empujan-
do la parte superior de mi espalda. Y al que había visto de nuevo en la
casa de Catalina, cuando había señalado por la ventana a su protector.
Parecía conocerme también y, sin embargo, yo había puesto los
ojos en él solo dos veces por lo que podía recordar. Él asintió somera-
mente desde la distancia. Evité su mirada porque recordé lo que había
pasado la última vez que lo había mirado a los ojos. No dijo nada, y
supe que no había nada que decir. Pero la presión de su presencia hizo
que mis pensamientos se detuvieran y los músculos de mis brazos y
piernas se hincharan cuando una corriente de energía me atravesó. Po-
día escuchar zumbar el aire a mi alrededor. Respiré hondo, absorbiendo
bocanada de aire por la boca. Entonces sentí la nuca explotar cuando
él vino, o más bien, se acercó.
Vi moverse su boca; él estaba diciendo algo, pero no podía escu-
charlo. Era un sonido silencioso y ese susurro sin voz me estaba empu-
jando. Me caí de espaldas en el banco y tuve que aferrar mi querida vida
para no desmayarme. Entonces sentí que se abría la parte superior de
mi cabeza y algo salió tan violentamente que terminé en San Francisco.
Supe que era San Francisco porque podía ver el puente Golden
Gate. Me elevaba sobre las agitadas aguas grises y podía ver dónde se
desprendía la pintura de color óxido con las enormes fajas de hierro
sostenidas por cables. Luego estaba volando alrededor de rascacielos,
grandes edificios de oficinas con ventanas de vidrio oscuro. Volé muy
fuerte para no quedar atrapada entre los edificios, que tenían fuertes
corrientes de aire circulando a su alrededor. Podía escuchar el rugido
ensordecedor de las unidades de aire acondicionado en la parte supe-
rior de los edificios. No me gustó esa zona ni un poco. Fue tan amena-
zante que me asusté. Las sombras del alto edificio en las calles de abajo
hacían que la escena fuera oscura y siniestra.
Pude escuchar un sonido horrible, miré y supe que era un helicópte-
ro, y estaba siendo absorbida por la pala de la hélice, porque el viento

Taisha Abelar. Textos inéditos 217


era terriblemente fuerte y no podía luchar contra él. Hice un esfuerzo
supremo para alejarme usando cada pizca de mi energía de mi útero.
Luego me sentí succionada por un túnel largo por una cuerda que es-
taba unida a mi cuerpo en algún lugar del otro extremo. Fui arrastrada
hacia el sur, a través de diferentes terrenos que pasaban zumbando de-
bajo de mí a una velocidad fantástica. Vi o más bien sentí que el paisaje
cambiaba de ciudades, a desiertos, a ciudades y lagos mientras cubría
miles de millas geográficas en solo segundos. Cuando el ajetreo cesó,
me encontré en Guadalajara, en el patio, desplomada en el banco de
la casa de Zuleica.
Abrí los ojos y encontré a Zuleica mirándome. Le dije dónde había
estado. No le agradó oír de mis viajes.
—Gastas toda tu energía en un estallido incontrolado. Recorriste
una gran distancia por nada. Y para qué utilidad.
—No sé qué pasó, —dije.
—El maestro de las tinieblas te prestó parte de su energía y la des-
perdiciaste en un viaje de placer a campo traviesa, eso es lo que suce-
dió. Espero que al menos disfrutases de las vistas.
Sacudí mi cabeza. —Todo pasó demasiado rápido, como una pelí-
cula que se reproduce a una velocidad ultrarrápida. Acabo de vislum-
brar agua, desierto y edificios, y muchas ciudades debajo.
—Vislumbres. Vislumbres. De qué sirven los vislumbres, —dijo Zu-
leica—. Estamos tras el control. Tienes mucho trabajo por delante an-
tes de poder usar tus técnicas de acecho para controlar tu vuelo o lo
que sea que elijas hacer con la energía de tus ensueños. Así que prac-
tica, practica.
Ella me dejó sola en la oscuridad para que pudiera seguir practican-
do los ejercicios de observación.

218 Taisha Abelar. Textos inéditos


El otro lado 22

D
espués de varias semanas de practicar observar y ensoñar,
técnicas que Zuleica me había enseñado, me encontré con
un silencio extraño que se asentaba sobre mí. Ya no tenía
ninguna prisa; no tenía citas que cumplir; ningún lugar a don-
de ir y nadie con quien hablar. Raramente vi a Carlos o a don Juan, y
cuando nuestros caminos se cruzaban, generalmente me evitaban. Me
podía mover libremente en la planta baja de la casa de Zuleica y en el
patio y jardín, pero no se me permitía la planta alta o fuera del recinto.
Mi comida era traída por un sirviente y yo dormía en una plataforma
alta por lo que necesitaba una escalera de tijera para subir.
Durante el día trabajé en algunos bocetos. Dibujando, me di cuenta
de que había otra forma de mirar; me permitía pasar horas en silencio
sin aburrirme. Por la noche, practiqué encontrar mis manos en mis
sueños; moverme sin cambiar la escena; localizando cierto objeto que
Zuleica había especificado de antemano, y dándome comandos en mis
sueños, que llevaría a cabo con tanto detalle como fuera posible. Una
tarde, estaba mirando las ondas en el estanque. Era el crepúsculo y
el pequeño patio era una masa de densas sombras. Todo estaba tan
quieto que pensé que podía escuchar susurros al otro lado de la casa.
Nuevamente sentí a una persona acechando en la oscuridad. Pero esta
vez, el hombre salió bruscamente de las sombras y se paró ante mí.
Lo reconocí como el Maestro de Intento, pero antes de que pudiera
decir algo, desapareció en una ráfaga de ondas que comenzaron desde
sus pies y ondularon hacia arriba para abarcar la parte superior de su
cabeza. Para mi asombro, él realmente había vibrado hasta la no- exis-
tencia justo ante mis ojos. Se fundió en la oscuridad tan misteriosamen-
te como había aparecido.
Antes de que pudiera asustarme demasiado, Zuleica vino y se sentó
al lado mío en el banco.
—El maestro del intento, acaba de mostrarte cómo fusionarse con
la oscuridad, —dijo—. No le temas. Abrázala. Sé una con la noche.
Hazte invisible tal como él lo es.
Sentí algo dentro de mí luchar, resistir. No quería ser invisible. Que-
ría ser reconocida y notada. Estaba cansada de ser pasada por alto.
Deseaba que otras personas me ayudaran a deshacerme de mi mal
humor y dilemas, no que me ignoraran aún más. El recuerdo de las

Taisha Abelar. Textos inéditos 219


burlas de mis compañeros de la escuela secundaria molestándome, y
mis maestros criticándome porque no hablaba inglés, me inquietó. Mis
compañeros de clase decían: —¿Qué te pasa, te comieron la lengua los
ratones? —y tomaban turno para tirar de mi coleta. Luego me dejaban
comiéndome el coco en un banco mientras ellos corrían a jugar a saltar
la cuerda o a patear la pelota. Prometí que obtendría la atención que
sentí que merecía y que ya no sería una pelagatos asustada. El esfuerzo
de toda mi vida fue una lucha para cumplir esa ambición. Ahora Zuleica
me decía que me hiciera invisible y que fuera una don nadie silenciosa
e invisible de nuevo.
—El entrenamiento de un acosador es el arte de ser invisible, —Zu-
leica susurró como si siguiera la corriente de mis pensamientos—. Una
acechadora pasa desapercibida en todas las situaciones, y nunca llama
la atención sobre sí misma.
—¿Nunca? —Dije recordando la galleta de la fortuna que tuve una
vez y decía: Hay solo una cosa peor que el que hablen acerca de
uno y es el que no se hable. Eso era cierto. Era más fácil ser criticado
o insultado que ser ignorado, pasado por alto. No quería no existir.
Alguna parte de mi luchó desesperadamente por sobrevivir; Era una
parte pequeña que se conformaba con la crítica más que con el olvido.
Me hubiera gustado que Carlos y don Juan se tomaran el tiempo para
evaluar mi progreso o incluso la falta de progreso, pero siempre pasa-
ban junto a mí por los pasillos sin decir una palabra.
—Déjate ir, —dijo Zuleica—. Déjate ir de todo. Solo déjate ir.
—¿Por qué debo? —dije tercamente.
—Para que las ondas de energía de la eternidad puedan volcarte
en otros reinos. No pueden alcanzarte si te escudas contigo misma.
¡Solo si eres invisible las ondas pueden afectar tu cuerpo energético
directamente!
Algo en mí todavía luchaba contra la idea de ser yo misma.
—Deja ir tu mierda, —espetó Zuleica.
La escuché decir eso una y otra vez y mientras lo decía algo en
mí comenzó a rendirse. Comencé a dejar ir, aunque no sabía de qué.
Pero seguí dejando ir más y más hasta que me volví esponjosa, como
una almohada gigante. Y cuando la almohada se disolvió, me convertí
en un pequeño punto que se encontraba en algún lugar de la negra
inmensidad. Y luego perdí conciencia de ser un punto, y yo no era
nada.
—Cruza, —dijo una voz—. Deja que las ondas de energía del univer-
so te empujen al otro lado, al mundo donde estamos.
Seguí la voz y la escuché hablar de un universo paralelo, casi idén-
tico al nuestro que existía detrás de una barrera. Esa barrera estaba
formada por nuestras preocupaciones, nuestras ideas de la realidad,
nuestra afiliación energética a la vida cotidiana, y fundamentalmente
por nosotros mismos. Entonces yo escuché la voz de Nélida repitiendo
lo que me había dicho aparentemente hace mucho tiempo, cómo ni
siquiera el cuerpo es nuestro para mantenerlo; que la esencia de la vida
es prestada, no nuestra para aferrarnos a ella. La esencia de la vida es
fluida y nuestra conciencia debe ser fluida también para moverse con
ella, o se dispersa para siempre en la fragmentación del mundo en el
que nacimos. Pero que hay una salida, y esa es dejarse ir y no ser nada.
Abrí los ojos y vi que todavía estaba sentada en el banco junto al es-
tanque, pero en lugar de Zuleica, Emilito estaba allí mirándome. Tam-

220 Taisha Abelar. Textos inéditos


bién estaban Carlos y don Juan, Nélida y otras personas dando vueltas
por el patio. La comida había sido colocada en un aparador. Yo estaba
en medio de alguna parte yendo con fuerza máxima. La gente estaba
teniendo una discusión animada. Ellos estaban comparando descripcio-
nes de sus viajes, de las cosas que habían visto en el universo gemelo,
como lo llamaron.
—Hay un papa pero él no es célibe, —dijo Carlos—. Él tiene una
esposa gorda y parlanchina.
—Ah, pero ¿vive en Roma? —preguntó don Juan crípticamente. Él
parecía estar más relajado que de costumbre; casi jovial.
Carlos pensó por un momento, como si fuera una pregunta cap-
ciosa.
—He visto la arboleda más exquisita, —interrumpió Emilito. Los
árboles son de colores verde oscuro y enormes. Excelentes árboles para
trepar.
—He hablado con muchas personas, son saludables y vitales, pero
totalmente de mente cerrada, —agregó don Juan—. No pueden ima-
ginar o especular. Todo su comportamiento es ritualista, compulsivo y
gobernado por reglas.
—Su lenguaje es fascinante, —continuó Carlos—. Su unidad funda-
mental no es el fonema basado en el sonido, sino un elemento estruc-
tural sintáctico. Sus cerebros chocan directamente entre sí en la forma
de un marco estructural acordado regido por reglas de sintaxis.
—He visto una máquina de escribir que escribe con sílabas, prefijos
y sufijos en lugar de letras. Cada tecla es prácticamente una palabra
en sí misma, —dijo don Juan—. Eso es algo que Taisha debe explorar.
Me emocioné mucho al enterarme de tal máquina. Quise saber más
al respecto, pero otras personas contribuyeron con sus descripciones
de descubrimientos que habían hecho sobre ese mundo. Aprendí que
la gente allí tenía una tabla periódica de elementos químicos, pero en
lugar de tener los 52 elementos habituales; su mundo tenía 76 elemen-
tos y algunos de ellos no eran los mismos que los de nuestro mundo.
—Hay algunos animales que son muy extraños, —dijo don Vicente.
Y plantas muy inusuales que nunca había visto antes. Gran parte del
conocimiento para curar proviene de este mundo.
Tuve un momento de inspiración repentina. —Están hablando de la
reino de las personas invisibles del Monte, —dije—. ¿Se refieren a que
los indios yaquis tienen razón? Realmente existe un mundo paralelo al
nuestro. ¿Y realmente existen plantas y animales mágicos?
Don Juan asintió con la cabeza. —La parte triste es, sin embargo,
que para los indios Yaqui el reino de lo invisible ahora es solo un mito.
Pueden obtener un vislumbre de él, pero no pueden entrar con la tota-
lidad de ellos mismos. Entonces para ellos debe seguir siendo solo una
parte de su mitología.
—¿Porqué pasa eso? —pregunté yo.
—Su mundo cotidiano se ha vuelto demasiado real y abarca todo
para ellos, —explicó don Juan—. La puerta ha sido cerrada hermé-
ticamente por una barrera de preocupación humana que no pueden
penetrar. Sin embargo, no siempre fue así; pero ahora el mundo oc-
cidental ha incidido en el Yaqui con tanta fuerza que, para ellos, esa
puerta permanece sellada para siempre. Todo lo que pueden hacer es
relatar historias de ese mundo y contar historias de la magia y maravilla
de tiempos pasados.

Taisha Abelar. Textos inéditos 221


Miré a mi alrededor buscando a Zuleica pero ella no estaba a la vis-
ta. Entonces noté que mi entorno se veía de alguna manera diferente.
Aunque nosotros estábamos en la misma casa, no era igual. Se parecía
más a como se veían el patio y la casa después de una larga sesión
de observar las piedras y los muros. No pude poner mi dedo en ello,
pero me di cuenta de que las baldosas no eran exactamente cuadradas;
eran romboides, y siempre hubo una ligera inclinación hacia el piso y
las paredes, si tuviera mi nivelador y plomada conmigo, podría haber
determinado su verticalidad con certeza. Así como estaban, es decir,
parecían estar cambiando como lo hacían después de mis sesiones de
observar.
Los azulejos eran brillantes y vibraban, lo que hacía que sus formas
se alteraran muy poco Las vigas del techo del corredor no eran pa-
ralelas como deberían haber sido. Y luego noté que los árboles eran
diferentes también Más grandes, más llenos, su follaje más denso. Y
mientras yo estaba allí, me di cuenta de la gente en el patio. Se veían
impecables, puros, vacíos como si tuvieran forma pero no sustancia.
Emilito me miró como Zuleica lo había hecho cuando yo estaba
totalmente preocupada por algo que llamaba mi atención. Entonces lo
vi guiñarme un ojo y asentir con la cabeza. De repente supe cuál era
su secreto, los misterios que había querido revelarme cuando tuve sufi-
ciente energía para comprenderlo. Ahora lo entendí sin que él tuviera
que decirme. El era el cuerpo de ensueño de Zuleica. Esa fue la razón
por la cual Zuleica no estaba allí en la habitación.
Emilito asintió en silencio esperando que terminara con mis bur-
bujeantes comprensiones. También sabía que si eso era así, entonces
yo también estaba en mi cuerpo de ensueño y también todos en la
sala y por eso ellos se veían tan brillantes. Además, la casa, el banco,
las mesas, la comida que se había dispuesto en el patio, todo era
parte de otro mundo. Había cruzado al mundo gemelo sin siquiera
darme cuenta de eso. Y eso significaba que los descubrimientos que
todos habían estado compartiendo, no se trataba de un mundo de
sueños distantes inaccesibles, sino sobre la realidad misma que ahora
estábamos habitando.
En el momento en que me di cuenta de esto, Emilito dijo: —Así es
Taisha. Yo soy el otro lado de Zuleica, y tú eres tu cuerpo de ensueño,
el otro lado de ti misma. Usaste la onda energética del universo para
cruzar al mundo paralelo, el que existe al lado del nuestro—.
Me pellizqué para ver si yo era real, y parecía ser tan sólida como
podía ser, dado mi estado de excitación y entusiasmo al darme cuenta
de dónde estaba.
—Estamos en otra trenza del universo, —explicó Emilito. La que
se superpone con el mundo de todos los días; compuesto por la mis-
ma energía solo ligeramente diferente. Ahora ya sabes lo que significa
hacerse invisible y lo que es estar acechando con el doble. Y por qué
siempre enfatizamos la sobriedad y el control. Sin control la concien-
cia se dispersa. Puedes prescindir del yo de la vida cotidiana, pero no
puedes prescindir de la sobriedad y la claridad. La conciencia debe
permanecer intacta, no importa dónde te encuentres para que puedas
continuar percibiendo.
Abracé a Emilito y le agradecí por toda su ayuda. Para mi sorpresa
parecía ser sólido y, sin embargo, no lo era, porque abarcamos vo-
lúmenes de espacio, como dos almohadas gigantes que se abrazan.

222 Taisha Abelar. Textos inéditos


Pero la razón por la que podía entenderlo, era porque yo también era
sustancia.
—Pero, ¿cómo es posible que seas un hombre cuando Zuleica es
una mujer?—pregunté—. Mi cuerpo de ensueño no es el de un hom-
bre.
Me toqué rápidamente para ver si lo que yo estaba diciendo era
verdad.
—El nagual Julián nos enseñó cómo mover nuestros puntos de en-
caje a la posición de un hombre, —explicó Emilito. Fue un extraordina-
rio desafío el ser hombre y lo tomé. —Es tan cansado tener un agujero
entre tus piernas, —agregó con un suspiro exagerado—. Lleva a todo
tipo de comportamiento extravagante.
Todos se rieron de acuerdo, especialmente los miembros femeninos
del grupo. Entonces vi a Carlos indicándome que me acercara a él.
Yo me di cuenta de que lo había conocido por siempre y ahora sabía
dónde era que nos había conocido. No fue en el departamento de
antropología de la universidad, como había pensado por primera vez,
sino que fue aquí, en el mundo gemelo, el cual había visitado a menudo.
Habíamos hecho muchas cosas en este lado, cosas que eran inconcebi-
bles desde el punto de vista del mundo cotidiano.
Entonces vi a una mujer joven de mi edad. Ella era rubia, tenía ojos
azules y era pequeña y muy bonita. Se llamaba Florinda y ella era la
pupila de la mujer mayor, con el mismo nombre, que era la contrapar-
tida de Nélida.
—Tú y yo somos hermanas, —le dije abrazándola afectuosamen-
te—, porque la reconocí de otros encuentros, aunque no podía recor-
darlos en detalle.
—Recuérdense bien una a la otra, —dijo don Juan—. Porque se
encontrarán de nuevo en el mundo de la vida cotidiana y olvidarán que
ya se conocían. Tendrán que empezar desde cero para reconstruir este
sentimiento de afecto imparcial.
La mujer nagual, Carol, a quien recordaba haber visto antes tam-
bién estaba allí. Ella era la joven que le había dado a Carlos el pan en
la panadería en Hermosillo. Pero yo ya la conocía. Ella me ayudó a
izarme en la casa del árbol y me había cuidado mientras estaba incons-
ciente por tres días y dos noches.
—Y también nos volveremos a ver en el otro lado, —dijo ella—,
seseando un poco en la palabra lado. —Pero no olvidaremos. Siempre
recordaremos que nos amamos—, y ella me abrazó con tanto cariño
que una emoción abrumadora me envolvió y supe que estábamos uni-
das para siempre en todos los universos.
Don Juan nos puso a las tres alrededor de Carlos y puso nuestras
cabezas juntas para que se tocaran. Nos dijo que su tarea era asegu-
rarse a través de todo nuestro entrenamiento que nuestros puntos
de encaje estuvieran en la misma posición. Y a pesar de que nues-
tros puntos de encje serían constantemente desplazados a lo largo de
nuestro entrenamiento, se moverían en el mismo ritmo y en la misma
dirección, de modo que los cuatro funcionen como una sola unidad
y sean capaces de amalgamar una consistente realidad que compar-
timos.
—Durante algún tiempo Carol tendrá que quedarse de este lado
con nosotros, —.siguió—. Pero en realidad no estarán separados; el
vínculo de energía establecido en este mundo se mantendrá a través de

Taisha Abelar. Textos inéditos 223


los límites entre los universos gemelos. Solo tienen que guardar silencio
y abandonarse para saber dónde está cualquiera de ustedes.
Sabía a qué se refería, pero también me asusté. Por experiencia era
evidente que el universo era vasto y uno podía fácilmente perderse.
También era consciente de mi tendencia a caer en auto -obsesiones y
en luchas por la independencia que solo podrían establecer barreras y
bloquear la energía que nos mantiene unidos. La parte más peligrosa
era que nos encontraríamos de nuevo en el mundo de los asuntos hu-
manos, donde nuestro poder sería mínimo, disminuido por las preocu-
paciones de la vida diaria y la ausencia de don Juan y la energía de su
grupo de hechiceros. Nosotros estaríamos operando en una conciencia
de bajo nivel, coloreada por la interferencia masiva de la mayor parte
de la humanidad con sus propias obsesiones y preocupaciones.
—Florinda será tu compañera y actuará como tu contrapeso, —dijo
don Juan—. Ella se encargará de que no te entregues demasiado. Si lo
haces, ella estará en tu garganta como un jaguar feroz.
Florinda dejó escapar un gruñido y chasqueó los dientes varias veces
en un gesto de morder. Todos rieron.
—Mejor ten cuidado, o ella estará en tu garganta, —advirtió don
Juan.
—Y yo nunca estaré en tu garganta, —dijo Carol con dulzura.
—Escucha a Florinda; ella es más sobria que tú. Ustedes flanquea-
rán al nuevo nagual y viajarán con él, perfeccionándose hasta que Ca-
rol Tiggs regrese.
—¿Cuándo volverá? —pregunté.
—Solo el poder puede decidir eso, —respondió don Juan—. Y su
impecabilidad. —Hizo una pausa por un momento—. Si quieren ver
a su amada de nuevo sean impecables. Hagan su recapitulación y no
piensen más en sí mismas.
Carol nos dio una sonrisa melancólica urgiéndonos a seguir.
—Cuento contigo, Taisha, —susurró para que nadie pudiera oír—.
Tú me jalarás y yo te jalaré. ¿De acuerdo?
Asentí pero sin decir palabra pregunté, ¿cómo? Ella me mostró su
mano izquierda. Llevaba un anillo de oro y diamantes que parecía un
pequeño monstruo. Ella me dijo que lo mirara por un momento y que
lo recordara siempre. Porque un día, me lo daría como una señal de
que habíamos estado juntas antes.
—En el mundo de la vida cotidiana es muy fácil olvidar, —dijo. —
Las señales de prueba siempre son bienvenidas.
—Nunca olvidaré, —juré abrazándola—. Te halaré con mi afecto.
—Esta tarde tienes suficiente energía para captar la verdad del uni-
verso gemelo como un reino de existencia genuino, —dijo don Juan—.
Pero no es tan fácil cruzar con tu cuerpo. Puedes atrapar vislumbres de
él en sueños, pero, venir aquí con la totalidad de ti misma lleva año de
entrenamiento y almacenamiento de energía, e incluso entonces, hay
innumerables obstáculos y no hay garantías.
—Entonces no volveré, —dije—. Me quedaré aquí con todos ustedes.
—Eso no es posible, —dijo con severidad—. Tienes que perfeccio-
narte a ti misma en el mundo de los seres humanos. Tienes que empe-
zar desde ese punto y viajar aquí.
—¿Porqué?
—Porque ahí es donde la mayor parte de tu energía está enraizada.
Además no hay ninguna ventaja de estar de este lado. Un acechador

224 Taisha Abelar. Textos inéditos


debe ser fluido para que puedas moverte a cualquier parte. Debes ser
tranquila e impecable sin importar donde estés; en este mundo, o en el
que vives, o en cualquier otro lugar en la banda infinita de posibilidades
que nos hace seres conscientes.
—Deja el yo atrás y podrás ir a cualquier parte, —dijo Carol—. Tu
tarea es disolver todo lo que hace que un ser humano esté anclado en
el mundo de los seres humanos.
—Entonces, dejaré todo aquí, —dije.
Don Juan sonrió. Me aconsejó que mientras estábamos en el mun-
do cotidiano, toda la energía obtenida de la recapitulación y acciones
impecables podría cruzar para ser almacenada aquí con ellos. Carol se
quedaría para actuar como un faro y ayudar a consolidar nuestro do-
ble. Cuanto más impecables fuésemos y menos énfasis pusiésemos en
nuestro ser personal, más fortaleceríamos nuestro otro lado, o cuerpo
energético.
—Serán como ardillas recolectando nueces para el invierno, —dijo
Carol—. Sus seres enérgicos se volverán más fuertes y concisos, hasta
que algún día podrán inclinar la balanza y encontrar la totalidad de su
ser de este lado sin dejar nada para el mundo de los simios humanos.
Ese día, dijo, nos volveríamos invisibles para el ojo humano y consoli-
daríamos la totalidad de nosotros mismos en el otro lado.
Todo estaba claro como el cristal. Ahora sabía la importancia del
entrenamiento de los hechiceros; la recapitulación era para deshacerse
uno mismo de recordar el pasado y liberar la energía atrapada de uno;
perder la importancia personal impediría a uno colocar energía inde-
bida en el fraguado ser social, convirtiéndolo así en una característica
permanente. Los pases brujos le permiten a uno disolver la solidez del
cuerpo y purificarlo enérgicamente. Perder la historia personal libera
a uno de la compulsión de relacionarse con un solo modo de ser, nos
ayuda a impedir ser sujetados por otros con sus pensamientos y expec-
tativas.
Para evaluar el progreso y la transformación de uno, los brujos usan
los pinches tiranos que encuentran en su mundo cotidiano. De esta ma-
nera, hacen seguro de que el cambio no es simplemente una idealidad
sino una real metamorfosis corporal a un nivel energético fundamental.
Al considerar el mundo como un desatino controlado, un acechador
está seguro de no enredarse con las preocupaciones humanas. Solo de
esta manera se puede liberar suficiente energía y fluir para moverse con
el cuerpo de uno hacia el mundo gemelo.
Silenciar el diálogo interno a través de las técnicas de observación
tiene un triple propósito: primero bloquea el refuerzo y las afirmaciones
que constantemente nos hacemos a nosotros mismos de que el mundo
es tal y tal; segundo, nos permite almacenar la energía necesaria para
hacer el cruce; y tercero crea una abertura en nuestros cuerpos ener-
géticos para que las ondas del universo puedan volcarnos hacia el otro
lado. Pensé en lo que Zuleica había dicho sobre dejar ir y hacerse invi-
sible. Ahora sabía por qué todo lo humano tenía que ser abandonado.
Los brujos utilizan los mismos métodos que los fenomenólogos,
como suspender el juicio, cuestionar los aspectos dados por sentado
del espacio y el tiempo. Pero los brujos no solo describen fenómenos
sino que realmente trascienden la realidad. La realidad está constitui-
da por la existencia y condición de nuestro aparato sensorial que nos
capacita para percibir el mundo. Los hechiceros, al realzar deliberada

Taisha Abelar. Textos inéditos 225


y consistentemente esa capacidad de percepción a través del almace-
namiento de energía, se liberan a sí mismos del encarcelamiento de un
solo modo de ser. La brujería es realmente la capacidad de percibir más
que la persona promedio.
—Taisha está filosofando incluso en el mundo gemelo, —dijo Emi-
lito en voz alta.
—Déjala conceptualizar y especular todo lo que quiera, —don Juan
dijo.
—Algún día podrá vivir sus realizaciones. Además, significa que ella
y Carlos se llevarán muy bien. Todos sabemos cómo se da él al análisis
y las interpretaciones conceptuales—.
—Como el nagual Elías ante nosotros—, dijo Emilito.
Don Juan asintió con la cabeza.
—Bueno, entonces dejemos que Taisha especule sobre esto, —dijo
Emilito—. Los aquí y allá de la casa del árbol.
Gire para mirarlo. Sus ojos brillaban de la emoción de una revela-
ción. Asintiendo con la cabeza, me hizo pensar al respecto. No sabía
a qué se refería.
—Vivir en la casa del árbol, te dio una perspectiva diferente sobre
aquí y allá, —dijo.
—No sé a qué te refieres—.
—No había horizonte en tu mundo, —dijo alzando la cara tan cerca
de la mía que sus rasgos se volvieron borrosos.
Entonces caí en la cuenta de que al pararme ante la casa de Clara,
los terrenos de la parte delantera de su casa, incluidos los árboles gi-
gantes y la casa del árbol, todo había existido en el mundo gemelo. Yo
había pasado muchos meses de mi entrenamiento en este lado. No es
de extrañar que Emilito hubiera insistido en que volviera a recapitular,
diciendo que tenía que hacerlo varias veces porque había muchas capas
de existencia que atravesar. Tuve que hacerlo una vez con mi cuerpo
cotidiano y otra vez con el doble
Además, Emilito tenía razón; mi prolongada estadía en la casa el ár-
bol y los árboles, había alterado la relación entre mi cuerpo y el terreno.
Mi punto de reunión, o centro para organizar la percepción, había sido
desplazado a otro punto de mi cuerpo energético, por lo tanto permi-
tiéndome experimentar diferentes relaciones espaciales y temporales.
Ahora que enfoqué mi atención en eso, recordé que el follaje de mu-
chos de los árboles era tan espeso que tanto el cielo como el horizonte
estaban completamente oscurecidos. La percepción del mundo en los
árboles no se presentaba en términos de espacios lejano y cercano.
Más bien todo fue inmediato, íntimamente relacionado con mi cuerpo.
Fue un excelente entrenamiento para expandir los límites de mi
conciencia del espacio. Cuanto más trepaba los árboles, más fluido se
volvía mi punto de encaje, hasta que pude balancearme de rama en
rama sin sentir separación entre mí y mi entorno Me dio una nueva
perspectiva del mundo, totalmente diferente del que tenía mientras es-
taba en el suelo. Para trepar a los árboles tenía que hacer coincidir mi
físico con el de las ramas y las hojas.
Toda mi existencia estaba determinada por el aquí y el ahora. Por-
que cualquier distracción podría haber causado una pérdida de equili-
brio y una caída resultando en mi muerte. En un momento dado, todo
mi ser estaba enfocado en una preocupación específica; el manejarse
a través de las ramas. El pasado, futuro y lo lejano se habían fusionado

226 Taisha Abelar. Textos inéditos


en un solo punto: el ahora inmediato que se regía por mi particular
tarea a la mano.
Había disuelto mi antiguo modo de estar en el mundo a través
de mi primera recapitulación en la cueva, y yo había incorporado
una nueva, la de un morador de árboles, al nunca dejar los árboles.
Experimenté una nueva solidez corporal que a veces se expresaba en
una intensa sensación de claustrofobia. Podía disipar esto fusionándo-
me con los árboles enérgicamente, o creando una nueva experiencia
en el espacio o en el tiempo, en cuyo caso mi cuerpo tenía que disolver
las ramas a mi alrededor y moverse más allá de ellos. Lo hice a través
de una segunda recapitulación, que expandió mi horizonte temporal; y
practicando los movimientos corporales que Emilito me mostraba pe-
riódicamente desde el suelo, los que expandieron mi horizonte espacial.
—Tú recapitulaste en los árboles, practicaste ensoñar e intentar en
los árboles e incluso pudiste hacer movimientos fuera de los árboles
saltando con tu cuerpo energético a un reino diferente, —me recordó
Emilito—. Todo esto es acechar con el doble. Fue hecho posible aban-
donando la memoria de los límites del ser físico.
—Te mudaste de los árboles a otra realidad, —dijo don Juan—. A
un reino que es inaccesible desde el mundo de la vida cotidiana. Usaste
el intento para catapultarte de una trenza del universo a otra. Ahora
sabes a qué nos referimos cuando decimos que intentar son alas que
llevar a un hechicero a extenderse a través de la eternidad. Pronto mi
grupo estará partiendo en esas alas, pero nos encontraremos de nuevo,
en algún lugar de los pliegues del ensueño y de allí nos catapultaremos
a la libertad.
Quería preguntarle cuándo y a dónde irían y más específicamente
cómo nos catapultaríamos a la libertad, pero mi energía de ensueño
estaba disminuyendo. Sabía que pronto me despertaría en el mundo de
la vida cotidiana, y allí, olvidaría la mayor parte de lo que había ocurrido
aquí. Sería como un sueño vívido, fragmentado por un poco de tiempo,
luego se desvanecería y se fusionaría con la densa niebla que separaba
los universos gemelos.
—Me tengo que ir ahora, —le dije—. No creo que puedan mante-
nerme aquí con ustedes.
—No. —dijo Don Juan con firmeza—. Si vienes, tendrá que ser en
las alas del intento sopladas por tu propia fluidez.
Pensé en el consejo de Nélida de decir siempre adiós a cada mo-
mento porque nunca más volvería. Ella captó la corriente de mis pen-
samientos.
—La impecabilidad es decir hola, gracias y adiós todo en un mo-
mento a través de tus magníficas acciones, —dijo mientras me abraza-
ba—. De esa manera siempre estarás tranquila, sin remordimientos y
sin ningún pendiente.
Asentí. Resumió todo lo que sentía en pocas palabras porque nada
más se necesitaba decir. Miré a todos, tratando de incorporarlos en mi
memoria de observación antes de que se desvanecieran en la niebla.
Desperté gradualmente sintiéndome sólida de nuevo. Estaba acostada
en mi cama en la casa de Zuleica, entumecida y desorientada. Y luego
recordé partes y piezas de un mosaico gigante. Sabía que existía otro
mundo, un mundo que era tan real como el que había aprendido a
llamar mío. Sabía que yo no era nada. Que lo que pensaba que era, es
una fabricación, una consolidación temporal de componentes unidos

Taisha Abelar. Textos inéditos 227


por la fuerza de algún efecto pero nunca podría ser considerado como
real. Había otra realidad, paralela a la nuestra, y tampoco era real.
La posición de nuestros puntos de encaje lo era todo. Amalgamaba
mundos sobre mundos y nos permitía experimentarlos como nuestro
mundo, como el mundo.
El mundo de la vida cotidiana era solo una posibilidad perceptiva
desde un número infinito de posibilidades que conforman la existen-
cia. El entrenamiento del acechador es ser fluido, invisible sin apego a
uno mismo y a las cosas, para poder retroceder y encender antorchas
sin perder energía o perderse. Vivir en el mundo de la vida cotidiana
era como ser un estudiante en una clase. Tenía que hacer una buena
presentación, tenía que parecer que yo sabía de lo que estaba hablan-
do, que quería decir lo que dije. Necesitaba luchar por el orden y la
coherencia. Pero cuando la clase terminaba, lo que se haya dicho no
significaba nada, solo era una estructura ordenada creada para en ese
momento y no pretendía ser tomada en serio como algo real o creíble.
Era un ejercicio que tenía que descartarse cuando la necesidad hubiera
terminado para poder seguir adelante en un viaje interminable.
Así era con la realidad gemela. Estaba compuesta de personas y
animales y vegetación como nuestro mundo, solo que diferentes. El
bosque de árboles en la casa de Clara, la casa del árbol, Emilito y yo
habíamos sido parte del mundo gemelo. Me di cuenta de que había
pasado tramos enteros de tiempo allí sin siquiera saberlo. Pude entrar
ahí bajo el poder de don Juan y su grupo de hechiceros que me entre-
naron.
Él y su grupo de hechiceros a través de una vida de entrenamiento
habían acumulado suficiente energía para cruzar de un lado a otro sin
perder su conciencia, su control y sobriedad. Con el entrenamiento, yo
también sería capaz de hacer el gran cruce y tener suficiente energía no
solo para percibir el mundo gemelo sino para mantener esa posición
del punto de encaje lo suficiente como para recordarlo en detalle. Y
con energía adicional para ser capaz de describir el lugar y el camino
para que el oyente en este lado pudiera comprenderlos y tal vez incluso
hacer ese viaje él mismo.
Carlos entró en la habitación donde me había despertado. Examinó
mis ojos para ver si era yo otra vez y asintió satisfecho. Me dijo que
recogiera mis cosas porque íbamos a regresar a Los Ángeles. Un nue-
vo año académico comenzaría pronto, y no sería auspicioso perder el
primer día de clases.

228 Taisha Abelar. Textos inéditos

También podría gustarte