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Taisha Abelar
Textos Inéditos
Taisha Abelar
Índice
Nota de da autora.........................................................................5
El significado de la vida.................................................................7
Nogales.....................................................................................15
Santa Ana.................................................................................23
Hermosillo.................................................................................35
El camino a Guaymas.................................................................47
Guaymas de noche.....................................................................59
Estación Vicam..........................................................................69
La Fiesta...................................................................................77
Las Máscaras de Pascola.............................................................87
Las Danzas de Pascola................................................................97
Limpieza con Angélica..............................................................107
El sueño del cuervo...................................................................117
Sitios de Poder.........................................................................131
Invitados de la vida...................................................................139
El Cuerpo Energético................................................................151
No-Ser....................................................................................161
Diciendo adiós.........................................................................169
La Catalina..............................................................................177
El Mercado..............................................................................187
Guadalajara.............................................................................197
Acechando con el doble............................................................207
El otro lado .............................................................................217
Nota de da autora
L
a conferencia sobre métodos de investigación antropológica
había dejado muchas preguntas sin respuesta para mí, después
de la conferencia. Más avanzada la tarde, yo le hice una visita
al profesor asistente para aclarar algunos puntos planteados
por el profesor. Cuando entré en la oficina, encontré al asistente de
enseñanza en su escritorio comiendo pistachos. Estaba deliberadamen-
te lanzando las cáscaras por la ventana apuntándole a los estudiantes
desprevenidos en el césped del piso de abajo. Una vez había estado
sentada en los escalones del edificio, debajo de esa misma ventana,
cuando algo había aterrizado en la parte superior de mi cabeza. Yo
pensé que eran las palomas que se posaban en los toldos de la azotea,
pero descubrí, tras una inspección más cercana, que lo que me había
golpeado no eran excrementos de paloma, sino cáscaras de pistacho.
Ahora entendí de dónde venían esas cascaras.
Este es un verdadero pobrecito, pensé viendo a Rex Jones rubori-
zarse al ser atrapado en sus trucos. Tenía una sonrisa avergonzada y
un comportamiento aniñado y el sentido general al que Clara Méndez
se había referido como el síndrome del pobrecito. Ella había seña-
lado que todos nosotros estábamos operando bajo el mando social y
psicológico que teníamos que considerarnos y presentarnos en todo
momento si es posible, a la luz de pobre bebé. En el momento en que
ella me dijo esto, lo resentí inmensamente y discutí el punto, pero des-
pués de un análisis más a fondo, tuve que admitir que yo misma amaba
ser considerado como una pobrecita. No solo eso, sino que no había
encontrado a nadie que no cayera en esa categoría.
—Espero no molestarte, —le dije a Rex Jones—, pero la conferen-
cia de hoy trajo a colación algunas cosas que quisiera discutir contigo.
Es decir, si no estás demasiado ocupado.
Con un empellón de su pierna, Rex Jones empujó su silla giratoria
lejos de la ventana. —¿En qué puedo ayudarte? —dijo él señalando una
silla.
Yo me di cuenta de que él echó un vistazo a la línea de mi falda que
se subió al sentarme.
—No entiendo cómo los antropólogos pueden saber lo que está
sucediendo en una cultura ajena, cuando ni siquiera hablan el idioma.
—dije jalando mi falda hacia las rodillas.
M
iré mi reloj; eran las 5:53 A. M. Había conducido directo
desde Los Ángeles a Nogales, parando solo dos veces para
repostar combustible y para pellizcar algo de comer. Carlos
me había pedido que lo encontrara a las nueve en punto
frente a la estación de autobuses Greyhound, pero yo me había dado
un amplio margen de maniobra en caso de que hubiera mucho tráfico
o de que tuviera problemas con el automóvil.
Mientras estacioné el auto en un estacionamiento nocturno cerca
de la terminal de autobuses, me preguntaba si había tomado la decisión
correcta al venir; Carlos había sonado extraño durante la breve conver-
sación telefónica. Era como si no pudiera hablar o se mostrara reacio
a hacerlo. Pude fácilmente haber malentendido la hora y el lugar de
nuestro encuentro. La línea telefónica tuvo una gran cantidad de está-
tica con una voz femenina de un hablante de español interrumpiendo.
Yo había asumido que era la operadora pero ahora no estaba segura.
A pesar de la sensación de haberlo conocido antes, en verdad yo no
conocía realmente a Carlos ni estaba familiarizada con México, pues
nunca me había aventurado más allá de los alrededores de la casa de
Clara. El México rural era para mí un país hostil y accidentado donde
cualquier cosa podría pasarle a los viajeros desprevenidos. Además,
había estado exagerando cuando le dije a Carlos que hablaba español.
Las pocas clases que había tomado en la universidad no me habían
dado un buen manejo del idioma. Una vez más, parecía que me había
metido en una situación para la que estaba completamente mal prepa-
rada para manejar.
El largo viaje me había dejado exhausta; puse la alarma de mi reloj
de pulsera a las ocho y media, luego me estiré a lo largo en el asiento
trasero para relajarme. Con los ojos cerrados, practiqué un poco de
respiración para la recapitulación, una práctica que me había olvidado
de mantener. Me pregunté si al volver a México, sería capaz de enten-
der mejor algunos de los inconcebibles eventos que habían tenido lugar
bajo la guía de Clara y su grupo de hechiceros.
Esos eventos ahora parecían tan distantes que al tratar de recordar-
los me invadió una melancolía profunda. Mi constante preocupación
conmigo misma y mis actividades diarias habían nublado mi visión. Y
a pesar de los meses de recapitular y de las incontables promesas que
H
acía calor en el desierto de Sonora; casi 38 grados a la som-
bra. En un automóvil sin aire acondicionado, era como estar
en un horno encendido en baja temperatura. Había apren-
dido a hacer carne seca de esa manera, dejando las tiras
delgadas de carne en una rejilla del horno para que se deshidrataran
durante la noche. Las ventanillas del Chevrolet se abrieron y el aire
caliente sopló en mi cara. Me sentí como un pedazo de carne seca,
deshidratada y sin vida.
—¿Puedes ser más específico en cuanto a lo que vamos a hacer
en este viaje de poder? —Le pregunté a Carlos bajando la visera para
proteger mi ojos del resplandor del camino.
Carlos me miró rápidamente mientras conducía. —Es difícil de ex-
plicar, —dijo disminuyendo la velocidad en una curva—. Vamos a con-
tinuar sin ningún plan específico y permitir que el espíritu nos guíe.
Eso es lo que hago cada vez que vengo a México a ver a don Juan. Me
abandono a las circunstancias tal como se presentan.
—Eso me suena bien, —dije—. ¿Pero vamos a conducir sin rumbo
o nos dirigimos a algún lugar en particular?
—Vamos a los pueblos yaquis de Vicam y Potam con la esperanza
de encontrar máscaras ceremoniales para el museo Etnográfico. Esa
será nuestra maniobra evidente; pero esencialmente, estamos buscan-
do poder.
—¿Cómo sabremos cuando lo encontremos? —Pregunté limpiando
el sudor de mi frente con una servilleta de papel.
Carlos se rió con mi expresión de dolor. —Lo sabremos porque algo
en nosotros cambiará, o cambiará nuestra percepción del mundo. De
cualquier manera nuestro viaje comienza allí, en los pueblos yaquis.
—¿Por qué allí?
—Porque es donde don Juan y sus asociados se reúnen para reno-
varse a sí mismos. Ahí es donde los hechiceros de su grupo vienen a
buscar el poder.
El terreno de Nogales a Hermosillo estaba desolado; por millas no
había nada que ver excepto el saguaro gigante y el espinoso largo oco-
tillo intercalado con toyones y arbustos pequeños. De vez en cuando,
pasábamos por un denso racimo de tunas con pájaros pequeños pico-
teando su fruta roja. Para distraerme, traté de identificar tantos tipos de
A
última hora de la tarde llegamos a Hermosillo. Nos detuvimos
en la intersección principal para permitir que un grupo de
niños en edad escolar vestidos con blazers azules y pantalones
hasta la rodilla cruzaran la calle. Estaban acompañados por
patrulleros que llevaban una señal de stop amarilla y blanca en alto.
Cuando el anciano bajó el letrero, los autos reanudaron su movimiento
errático, tocando la bocina mientras cruzaban la intersección. Con las
ventanas cerradas, pude escuchar los timbres de las bicicletas, los mo-
tores de los automóviles y los ladridos de los perros.
Pasamos las casas con plantas de geranio en macetas que decora-
ban sus escalones, y vallas y puertas ornamentadas de hierro forjado
que protegían las entradas. Las alfombras de buganvilla borgoña cu-
brían partes de las raíces, se enroscaban alrededor de chimeneas o
colgaban en gruesos grupos de enrejados o barandas de balcones.
Carlos estacionó el auto cerca de la plaza hecha en un parque circu-
lar con bancos y una glorieta en el centro.
—Vamos a estirar las piernas por un momento, —dijo—. Quiero
parar en una panadería que conozco y comprar algo de pan y también
fruta antes de ir a Guaymas.
Me sentí aliviada de poder salir del auto y caminar antes de con-
tinuar nuestro viaje. Los chiles que había comido en Santa Ana me
habían trastornado el estómago y necesitaba ir al baño.
—Ahora no me sigas con tu cuaderno, —dije seriamente.
Carlos se rio.
—Fue mi amigo, Larry, quien hizo el estudio; yo solo lo ayudé en
algunas ocasiones.
A lo largo de nuestro viaje, Carlos me había entretenido con una
historia de cómo un amigo suyo en la Universidad estaba interesado
en estudiar el comportamiento en el baño, de manera intercultural.
Para este efecto, Larry mantuvo un cuaderno sobre las actividades de
la gente en los baños. Tenía registros precisos sobre quién entró en las
instalaciones públicas; cuánto tiempo pasaron en los urinarios o en los
cubículos; si escribieron graffitis en las paredes; cuánto papel se consu-
mió durante cada caso; si se sonrojaron y, de ser así, cuántas veces; y
cuando fue posible, información sobre si se limpiaron de adelante hacia
atrás, o de atrás hacia adelante, y así sucesivamente.
M
anejamos en silencio. Busqué en mi mente algo que decir,
pero una pequeña charla nunca había sido mi punto fuerte.
Cada tema que surgía como una posibilidad para la discu-
sión, lo descartaba inmediatamente como demasiado trivial
o demasiado técnico para una conversación casual. El estricto guar-
dián, alojado en algún lugar en el fondo de mi mente, seguía censuran-
do cada tema antes de que pudiera mencionarlo.
—¿Quién era esa mujer hermosa en la panadería?, —pregunté de
repente.
—¿Qué mujer? —respondió manteniendo sus ojos en el camino—.
No recuerdo a nadie en particular.
No sabía cómo abordar el tema sin sonar celosa y posesiva, así que
lo dejé caer. Sin embargo, no podía sacar a esa persona de mi mente,
estaba segura de que no era mexicana, aunque su piel era oscura, era
más por bronceada que un pigmento natural. No había estado lo sufi-
cientemente cerca como para ver sus ojos, pero si lo hubiera hecho, sé
que habrían sido azules. Por su vestido tenía la certeza de que era de los
Estados Unidos, y por sus modales sospechaba que ella y Carlos eran
más que conocidos casuales.
Me reí de mí misma al darme cuenta de que ya estaba compitien-
do con una mujer que ni siquiera había conocido. A pesar de la re-
capitulación que había hecho bajo la guía de Clara y Emilito, seguía
reaccionando como una mujer en lugar de la manera disciplinada y
distante de una bruja. Clara me había advertido que mi comporta-
miento con respecto a los hombres sería un patrón muy difícil de
romper. Para ciertas actitudes y expectativas se inculcaron en niñas
a una edad temprana para cumplir con sus imperativos sociales y
biológicos.
—La feminidad, —me había advertido Clara poco después de que
comenzara mi recapitulación—, incluye ser celosa, posesiva y tratar
al hombre como si fuera un niño dependiente e indefenso. Implica el
mandato de que si se él extravía o se desvía, tendrá para ser perdona-
do, por eso es lo que se espera que una mujer cargue: debe apoyar a
su hombre en todas las condiciones.
—Nunca toleraría semejante comportamiento, —dije con firmeza.
C
arlos se estacionó cerca del muelle para que pudiéramos mi-
rar hacia el mar picado. Las siluetas de misteriosas bodegas
y muelles secos, iluminados con luces blancas se dibujaban
contra el cielo del crepúsculo. De alguna parte en el océano,
llegaron los profundos soplidos de una bocina de niebla. Los sonidos
regresaban a la orilla acarreando un humor sombrío. El único sonido
más solitario que una bocina de niebla era el soplido de los frenos de
aire en la noche cuando los camiones hacen una parada gradual. Ese
sonido siempre evocaba en mí la imagen de vastas planicies y de un
conductor solitario sin refugio ni hogar.
El aire estaba fresco. Me envolví en mi poncho para mantenerme
tibia. Recordé una manta afgana de ganchillo que tenía de niña, que
había desapareció junto con mis otros recuerdos, cuando el primo de
Clara había puesto las cosas de mi departamento en almacenamiento.
Quien sea que haya revisado mis cosas había hecho un trabajo minucio-
so para eliminar la identidad de la persona a quien pertenecían. Habían
descartado deliberadamente artículos que tenían un significado perso-
nal, como mi álbum de fotos, el tigre de peluche de la infancia, también
mi chaqueta favorita de gamuza, el uniforme de karate y la cinta negra,
que siempre había usado para practicar. Lo que se empacó en las cajas
de almacenamiento, fueron artículos como platos, ollas y sartenes, toa-
llas y ropa que apenas se habían usado. Podrían haber pertenecido a
cualquiera, sin sentido de historia personal o de individualidad.
Yo estaba en medio de la nostalgia lamentando mi pérdida, cuando
vi un sobre blanco pegado a una de las tapas de las cajas. Adentro,
había una nota de Nélida; decía: No te lamentes por tus recuerdos;
entonces fue entonces; ahora es ahora. Sujetados a la tarjeta había
siete crujientes billetes de cien dólares. La implicación era que debía
comprar lo que necesitara.
Por un momento, me quedé allí con la nota y los billetes en la
mano. Luego, cuando comenzaba a calmarme y evaluar la situación,
me di cuenta de la magistral maniobra de acecho por parte de Nélida.
Ella sabía que yo tendría problemas para separarme de mis recuerdos,
así que, de un solo golpe, ella lo había hecho por mí. La idea de que
nunca la volvería a ver, hizo que mi ira se desvaneciera y mi apego por
las cosas pareciera insignificante. Ahí y entonces, prometí hacer lo que
N
o había dormido bien. Los sueños que tuve fueron tan vívidos
que en realidad podrían haber sucedido. Desperté sintiéndo-
me exhausta porque había estado caminando por terreno
montañoso toda la noche. Durante el desayuno, le pedí a
Carlos que me dijera a dónde íbamos y qué me esperaba al llegar ahí.
—Todo lo que puedo decir que es que voy a llevarte a conocer a
algunas personas, —dijo él sin mostrar emoción—. Y no hay forma
de saber qué esperar cuando lleguemos a la fiesta porque el poder es
impredecible.
—¿La fiesta? ¿Qué tipo de fiesta?—
—Una reunión, una fiesta, —dijo Carlos mientras hacía señales a la
camarera para pedir la cuenta.
—En ese caso, será mejor que me cambie con algo más presenta-
ble, —le dije.
Mientras Carlos pagaba la cuenta, me apresuré a cambiarme a mi
habitación. La única ropa elegante en mi bolso de viaje era una falda
de lino beige y una blusa sin mangas que había comprado con el dinero
que Nélida me había dejado. Había puesto las prendas en la bolsa en el
último momento sin saber si me las pondría. Ahora me los puse rápida-
mente y salí corriendo por la puerta. Carlos estaba de pie junto al auto
revisando el anticongelante bajo el capó.
—¿Dónde es exactamente la fiesta? —Le pregunté tratando de con-
tener mi emoción.
—En el pueblo yaqui de Bacum, —dijo cerrando el capó con gol-
pe—. Como te dije, quiero que conozcas a algunas personas con las
que he estado asociado. Están teniendo una pequeña reunión en tu
honor.
—¿Mi honor? Pero nunca los conocí, ¿verdad?
—No, no lo has hecho. Pero están ansiosos por conocerte.
—¿Por qué? ¿Les hablaste de mí? ¿Cuándo los viste?
No habíamos dejado de estar en compañía uno del otro desde que
habíamos cruzado el frontera. A menos que Carlos se hubiera escapa-
do de su habitación durante la noche, no había forma de que pudiera
haber conocido a nadie. Quizás alguien le llamó por teléfono o le envió
un mensaje. Una extraña agitación me poseyó. Las únicas personas
que había conocido en México fueron Clara, Nélida y el Sr. Abelar, y
L
as casas estaban señaladas por un camino de rocas redondas
del río. Un fuego de cocina ardía cerca. Podía oler el aroma
familiar del humo de madera de mezquite, común en esa área.
Seguimos el estrecho carril hasta la parte trasera de una casa
que tenía una sola ventana sin vidrio ni mosquitera. Un ramada cubría
una cocina abierta donde los utensilios de cocina y cestas colgaban de
clavos colgados en los dos postes exteriores. Había maíz atado en ma-
nojos sobre el toldo para que se secase al sol.
Debajo de la ramada, dos mujeres preparaban comida en una pa-
rrilla abierta. Una estaba sentada en un banco de tablones frente a un
metate. Estaba aplastando tortillas en sus palmas y luego colocándolas
en la sartén para cocinarlas sobre el fuego. La otra mujer se encargaba
de girarlas y retirarlas cuando estaban hechas. Los familiares o invita-
dos se sentaban en cajas naranjas volteadas de lado, o se paraban en
pequeños grupos bebiendo refrescos. Gallinas y un par de perros mal-
encarados huyeron del recinto. Una niña de seis o siete años, vestida
con un mono de levis y una camiseta sucia, comía maíz de la mazorca
cerca del umbral.
Me quedé allí, rodeada de extrañas imágenes y sonidos, y un mon-
tón de personas sonrientes. Todo lo que podía pensar era que me do-
lían los pies, porque una pequeña piedra se había enganchado entre las
correas de mis sandalias.
Lamenté no haberme puesto los zapatos adecuados para caminar.
Había querido lucir elegante, pero todo parecía haber conspirado con-
tra mí. Mi cabello se había soltado, mi falda estaba arrugada, mi blusa
estaba rota y estaba sudando profusamente.
Todos abrazaron a Carlos como si fuera un viejo amigo. Cuando me
los presentaron, me miraron y cortésmente me estrecharon la mano.
Parecían felices de conocerme. Elogiaron mi ropa y examinaron el
color y la textura de mi cabello como si fuera un mono en un zoológico.
Una mujer parecía preocupada por los rasguños en mis brazos. La niña
era tímida y me evitaba por completo. Llegó un perro y orinó a mis
pies, y una de las damas tuvo que echarlo pidiendome disculpas.
Una mujer menuda con una larga trenza negra en la espalda y dien-
tes blancos y puntiagudos me pidió que me sentara en una caja naranja
y hospitalariamente me entregó un refresco. Se lo agradecí y después
M
is piernas estaban rojas e hinchadas. La loción que Zuleica
me había dado para las picaduras de las pulgas no había ayu-
dado en nada. Por el contrario, algo en ello parecía hacer
que las picaduras fueran aún más virulentas. Me recordó el
momento en que había tenido varicela cuando era niña, solo que ahora
estaba mucho más incómoda.
—¿Qué me dio Zuleica que me dejó inconsciente? —Le pregunté a
Carlos mientras conducíamos hacia Estación Vicam.
—Cacao.
—¿Quieres decir que solo había cacao en polvo en esa bebida? No
lo creo.
Carlos asintió con la cabeza.
—Pensó que te gustaba el chocolate caliente. Que te distraería de
las picaduras.
—Me gusta, pero nunca me había afectado así antes.
—Lo que te afectó fue el arte del mesmerismo de Zuleica, —expli-
có—. Ella puede mover el centro de la conciencia de una persona con
su cuerpo de ensueño. Todo lo que tiene que hacer es mirarte a los
ojos, o tocar tu frente, o la parte posterior de tu cuello u omóplato y
apagarás como una luz.
—¿Estás seguro de que no había nada en la bebida? —Insistí.
—Absolutamente. No necesita recurrir al uso de drogas o pociones.
Zuleica es una bruja del más alto calibre. El nagual Julián se lo enseñó
él mismo. Ella tiene una afinidad por ti porque eres como ella, un poco
loca. Algún día, ella te mostrará su arte.
—¿Qué podría ser? —Yo pregunté—. ¿Noquear a la gente con una
palmada en la espalda?
Carlos bajó la visera del auto para protegerse del resplandor del
sol. —Zuleica es una ensoñadora consumada. Acecha con el cuerpo de
ensueño. Cuando la encuentres de nuevo, te enseñará cómo acechar
con el doble.
—¿Qué es acechar con el doble? —pregunté.
—Tendrás que esperar hasta que Zuleica te lo muestre, —dijo Car-
los—. Ella es la maestra en eso. Como he dicho, aprendió del nagual
Julian y de alguien más en nuestro linaje.
—¿Quién era esta otra persona?
E
ncontramos a Benny en la tienda de Estación Vicam donde
estábamos comprando pan y fruta para nuestro almuerzo. Dijo
que si nos apurábamos podríamos llegar a Potam a tiempo
para ver las danzas de Pascola que formaban parte de las ce-
lebraciones en honor a la Santísima Trinidad, la patrona de la iglesia.
En el camino le pedí a Benny que me contara sobre las festividades.
Explicó que incluían bailar, cantar, tocar instrumentos musicales, proce-
siones coloridas y fuegos artificiales después del anochecer.
—Y, por supuesto, mucha comida y bebida, —agregó con una son-
risa.
Bajo la guía experta de Benny, llegamos a Potam en tiempo récord.
Las calles estaban tan llenas de gente que nos costó maniobrar el au-
tomóvil entre la multitud de espectadores. Yaquis y mexicanos de todo
Sonora se habían reunido para las celebraciones que se llevaban a cabo
en la plaza frente a la iglesia. Se habían establecido dos ramadas, en
los lados este y oeste de la plaza, gestionadas por dos grupos de cuatro
gerentes del festival, o fiesteros.
—Los cuatro que llevan tocados rojos y banderas rojas gestionan la
ramada occidental, —dijo Benny—. Los de la ramada oriental llevan
tocados azules y llevan banderas azules.
Estiré el cuello para ver a los diferentes gerentes dando vueltas de-
trás de las ramadas.
—¿Por qué tienen trajes de diferentes colores? —Pregunté.
—Los azules son los cristianos, —explicó Benny—. Los rojos son
los moros.
—No sabía que hubiese moros en Sonora, —dije sorprendida.
Carlos me dio un codazo. —No son realmente moros, —dijo con
impaciencia—. Solo están interpretando el papel de moros. Verás, la
fiesta es una dramatización del conflicto del siglo XV entre los cristianos
y los moros en España.
Cómo esa lucha europea se había entretejido en las ceremonias de un
pequeño pueblo yaqui estaba más allá de mi conocimiento de la historia.
Me di cuenta de que los fiesteros o moros rojos llevaban un pequeño som-
brero en forma de cono hecho de madera de unos centímetros de altura.
En la parte superior había una media luna metálica de la que colgaba una
tela roja que cubría sus cabezas y la mayor parte de la cara del moro.
H
acía demasiado viento para sentarse debajo de la ramada al
anochecer, y era demasiado espeluznante esperar dentro de
la casa de don Juan, así que decidí sentarme en el auto hasta
que Carlos o don Juan regresaran. Estaba absorta en escribir
mis notas, cuando escuché un golpe en el parabrisas. Casi salté a través
del techo del auto. Don Juan estaba mirando a través del cristal, indi-
cándome que bajara la ventana.
—Vamos a caminar, —dijo cuando salí del auto. Llevaba un bulto
atado a la espalda como una mochila.
—¿Pero no estará oscuro pronto? —Dije.
—Tanto mejor, —respondió.
Obedientemente, me puse el poncho y el sombrero y lo seguí al
chaparral. Según mi brújula, que siempre llevaba conmigo, nos diri-
gíamos en dirección oeste. Mientras caminaba detrás de él, noté sus
manos. Las puntas de sus dedos medio y anular estaban curvadas y
presionadas contra las palmas, mientras que los dedos pulgar, índice y
meñique se extendían en una posición natural.
—Mantén tus dedos así y no te cansarás, —dijo levantando su mano
para que yo la viera—. Y posicionar tu mirada justo sobre el horizonte
ayuda a calmar tus pensamientos. Si tienes éxito, tendrás más energía
mientras caminas.
—¿A dónde vamos? —Le pregunté tratando de copiar la posición
de su mano.
—A un lugar de poder, —dijo acelerando el paso.
A pesar de que mantenía mi mirada justo sobre el horizonte como
don Juan me había recomendado, no pude calmar mis pensamientos.
Estaba alineando en mi mente todas las preguntas que no había podido
hacerle antes. Ahora estaban a punto de salir.
—¿Fue realmente el poder de la máscara y los movimientos de la
danza lo que me hizo tener esa visión del venado? —Espeté.
—El ruido de los capullos fue la línea que te llevó al mundo de los
sueños y el vínculo que te trajo de vuelta, —dijo don Juan—. Pero el
danzante mismo puede mover a alguien con su intento.
—¿Qué quieres decir con intento? —Yo pregunté.
—Quiero decir que la energía que sale del danzante puede afectar
la energía del observador y puede cambiar el mundo que lo rodea. Tú,
siendo líquida, fuiste movida fácilmente.
E
ra pasada la medianoche cuando volvimos a la casa de don
Juan. El auto de Carlos estaba estacionado donde lo había de-
jado, así que supe que no había vuelto. Quería dormir en el
coche con las ventanas enrolladas y las puertas cerradas, pero
don Juan no quiso ni oírlo.
—Mi casa está a tu disposición, —dijo con un aire de galantería—.
Por favor siéntete como en casa. Me aseguró que estaría perfectamen-
te segura, y él personalmente garantizó que su casa no tenía pulgas
porque él no tenía animales. Encendió una linterna de queroseno y
la dejó sobre la mesa que estaba al lado de un catre. Me entregó una
cobija de lana doblada y dijo que tenía que ir a Torim para ver algunas
personas. Hizo hincapié en que él no volvería hasta el día siguiente.
—¿Qué pasa si alguien viene husmeando por aquí? —dije cohibida.
—Nadie te molestará, —me aseguró.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
— Esta casa está bien protegida.
—¿Por qué?, ¿Por un sistema de alarma invisible? —dije con risa.
—Podrías decir eso. Tengo un guardián que ahuyenta cualquier vi-
sita indeseable.
Al principio, pensé que se estaba refiriendo a un perro de guardia,
pero antes de que pudiera preguntarle quién era su guardián, él dijo:
—¿te lo muestro?.
—No, no, no. Voy a creer en su palabra, —dije repentinamente
asustada.
Si iba a dormir allí, no quería que nada escalofriante traicionara mi
imaginación.
—Si ves o escuchas algo inusual, lo mejor es que lo ignores, —dijo.
Asentí y tomé la manta. Cuando el salió de la habitación, me acosté
en el catre que tenía un tosco colchón de crin de caballo. Intenté dor-
mir, pero el sueño no venía. Una parte de mí estaba completamente
despierta, en estado de alerta; la otra parte estaba tratando desespe-
radamente de dormirse. En vez de sentir la dureza del colchón debajo
de mí, me sentí como si estuviera suspendida en una guata suave de
algodón cálido y adormecedor. Yo le atribuí esta rara sensación a las
extrañas vibraciones en la habitación que hacían que se disolviera toda
la dureza. Era un cuarto líquido, moviéndose, cambiando formas en la
oscuridad. O, tal vez, era mi sangre o adrenalina surgiendo a través de
L
a tarde trajo un alivio fresco. Don Juan y yo habíamos camina-
do a un sitio donde habían tenido lugar erupciones volcánicas
hace millones de años. El área estaba sembrada de enormes
pedazos de lava y trozos de obsidiana brillante que se extendían
en el desierto como una gruesa alfombra gris.
—Los indios yaquis lo consideran a este un lugar de poder, —co-
mentó don Juan—. Dicen que hay energía atrapada en toda esta roca
de lava.
—¿Qué tipo de energía? —Pregunté recuperando el aliento.
—El tipo de energía que puede hacer que uno descubra cosas del
pasado. Todo lo que uno tiene que hacer es levantar una piedra, guar-
dar silencio y escuchar su mensaje.
—¿Realmente cree que las rocas pueden hablar? —Yo pregunté—.
¿No es un poco descabellado?
—No confíes en mi palabra, —respondió don Juan—. Descubre por
ti misma si es cierto o no.
Señaló una colina no muy lejos de donde estábamos.
—Caminemos hasta la cima de ese montículo. Ese es el mejor lugar
para escuchar rocas.
Caminamos por el terreno irregular. Aunque llevaba un par de zapa-
tos gruesos con suela de crepé, las rocas y el cristal de obsidiana eran
afilados y las piedras sueltas me dificultaban caminar. Tuve cuidado de
evitar los parches de nopal con púas espinosas que sobresalían entre
los grupos de rocas. Una vez me dijeron que las espinas de los cactus
eran extremadamente peligrosas, ya que podían alojarse en el cuerpo
y viajar al corazón o incluso al cerebro, causando una muerte súbita.
No sabía si eso era cierto o no, pero no iba a poner a prueba la teoría.
Cuando llegamos a la cima del promontorio, me quedé sin alien-
to. Me senté a descansar, contemplando la magnífica vista. Pude ver
todo el valle del desierto con su sinuosa carretera serpenteando en
dirección sureste. Las colinas moradas en la distancia yacían como un
corte irregular contra el cielo. Al parecer, de la nada, un cuervo soli-
tario voló hacia nosotros graznando al pasar por encima. Don Juan
levantó la vista para notar su dirección de vuelo. Estaba volando hacia
el sol de la tarde.
—¿El vuelo de los cuervos significa algo en particular? —Pregunté.
N
élida se puso de pie y, con unos pocos golpes de su pie,
apagó el fuego.
—¿No deberíamos esperar aquí a don Juan? —dije.
Ella dejó escapar una risa exuberante. —Él sabrá dónde
encontrarnos si quiere.
Subimos un cañón escalonado. Estaba exhausta y estaba tomando
enormes bocanadas de aire.
—No creo que pueda llegar a la cima sin descansar, —dije.
—No seas tan débil. ¿No tienes curiosidad por saber a dónde te
llevo?
—Necesito un descanso, —insistí.
—Lo que necesitas es recordar que eres un invitado de la tierra, —
dijo Nélida mientras se sentaba en una roca—. Podemos descansar en
las rocas, apoyándonos contra los árboles, o simplemente presionando
nuestros dedos contra el centro de la palma. Pero no nos damos cuenta
de que podemos obtener energía de las cosas pequeñas, porque cree-
mos que estamos aquí como conquistadores de la tierra.
Me senté en una roca. Inmediatamente, sentí algo de la energía de
la roca que entraba en mi columna a través de la presión ejercida sobre
mi cóccix.
Nélida continuó hablando. —Cuando sentimos que somos dueños
de las personas y las cosas. Somos derrochadores y arrogantes. Somos
coercitivos y hacemos, maltrato de nuestro estilo de ser.
Para mi sorpresa, la roca era cómoda y quería hacerle preguntas
a Nélida sobre cómo podría yo prolongar este momento de descan-
so.
—No creo que podamos extender la noción de propiedad para in-
cluir gente, —dije—. Esta no es la edad media en la que un señor feudal
posee su tierra y a sus súbditos.
—No te engañes, Taisha. Una madre gobierna a sus hijos; los espo-
sos aún son dueños de sus esposas; un sacerdote domina su congrega-
ción, y los medios hipnotizan a las masas. El mundo abunda en tiranos,
amos y esclavos.
Nélida dijo que era mejor abandonar tan arrogante o sumiso com-
portamiento y adoptar el papel de un humilde invitado.
—¿Por qué un invitado?, —pregunté moviéndome en el sofá-roca.
N
élida me llevó a la cima del acantilado desde donde había visto
las ruinas. Ella dijo que era un lugar que los antiguos hechice-
ros llamaban un punto de poder gemelo.
—¿Por qué lo llaman un punto de poder? —Pregunté de-
teniéndome para recuperar el aliento. Miré hacia atrás al otro lado del
valle. Pude ver el sendero serpenteando a lo largo del cañón bordeado
de rojo. Me sorprendió la distancia que habíamos recorrido en un corto
tiempo.
—Los antiguos hechiceros han imbuido a las rocas y la tierra de su
intento, —dijo Nélida—. Las columnas y el punto en el acantilado des-
de donde viste las ruinas, forman un arco energético que permitió que
tu cuerpo energético fuera alejado de sus amarres. Regresar a ese lugar,
sellará tu cuerpo energético y lo llenará de vitalidad. Sin embargo, no
recomendaría pasar la noche allí.
—¿Porqué es eso?
—Porque el humor sombrío de los antiguos hechiceros te desviaría
de tu propósito, —dijo Nélida—. Ya eres lo suficientemente sombría.
No necesitas ser empujada al límite.
Me reí nerviosamente. Estaba de pie peligrosamente cerca del borde
donde un paso falso conduciría a una fuerte caída de cientos de pies.
Vi rocas ominosas que parecían haber sido incrustadas debajo por una
inundación torrencial. Ahora una corriente serpenteaba en un curso
desigual. Era difícil creer que un río hubiera cortado tan profundamente
la ladera de la montaña. Ahora la corriente parecía estar atrapada allí
abajo sin esperanza de escapar.
Nélida señaló una mesa plana al otro lado del barranco y dijo: —Es
el lugar de allí.
—Me da miedo volver allí, —le dije a Nélida, alejándome del bor-
de—. De alguna manera, ese lugar no me pareció amigable.
Nélida me miró de reojo.
—¿Qué te hace pensar que los lugares de poder tienen que ser
amigables, especialmente los puntos gemelos de poder de los antiguos
hechiceros? Todo lo que se necesita para que un lugar sea útil es que
haya un intento particular que fluye de la tierra.
Continuamos avanzando hacia el área desde donde había visto las
ruinas. Me ardían los muslos. Tenía que parar cada quince pasos más
E
n el camino de regreso a la casa de don Juan, tomamos un
camino diferente. Era empinado y estaba surcado por la llu-
via, y las inundaciones repentinas habían erosionado la tierra
arcillosa. Después de una hora de caminata, Nelida me tocó la
cabeza con un movimiento rápido de su dedo.
—Estás hablando contigo misma de nuevo, —dijo en tono de ad-
vertencia.
Era cierto. Me estaba quejando internamente de que me dolían los
músculos y de cómo deseaba tener más destreza física para seguir el
ritmo de alguien del doble de mi edad. Me reí por puro nerviosismo.
—No son los músculos lo que necesitas para caminar, —me corrigió
Nelida—. Es la fuerza interna. Caminar con fuerza interna requiere
muy poco esfuerzo. De hecho, ninguno en absoluto.
Ella dejó de caminar y me pasó la mano por la columna para in-
formarme de que dos corrientes fluían a ambos lados de la columna
vertebral.
—Cuando te llevé a esta caminata, fue para almacenar tu energía y
equilibrar tus fuerzas positivas y negativas, no para agotarlas, —dijo—.
Estos canales están interconectados con otros, uniendo los órganos
internos con los músculos, los tendones y la piel.
Explicó que cuando los hechiceros ven el cuerpo energético, ven
que está formado por una fuerza sutil que fluye a través de canales bi-
laterales y simétricos, que unen el frente y la parte posterior del cuerpo
para formar un circuito continuo. Para un vidente, parece un huevo o
capullo luminoso que rodea el cuerpo físico. Entre los omóplatos, a un
brazo de distancia hay un punto de intensa luminosidad que ella llamó
el lugar de la conciencia.
Ella enfatizó que los pasajes de energía deben mantenerse abiertos
para que la fuerza sutil circule libremente. Cada vez que una persona
se esfuerza demasiado física, mental o emocionalmente, se crea un
bloqueo, en el cual las fibras de luz se anudan. La energía es constre-
ñida en un área, produciendo un exceso en otra, como al represar una
corriente. Esto produce un desequilibrio energético que causa enferme-
dades en el cuerpo.
Nélida encontró un área plana y me dijo que la limpiara de rocas y
escombros.
C
ontinuamos caminando por senderos que casi siempre iban
cuesta abajo. El camino pedregoso con roca suelta dificultaba
gravemente el caminar y tenía que ser extremadamente cuida-
dosa de no resbalar. Más de una vez perdí el equilibrio sobre
el esquisto que se convertía en un pequeño deslizamiento de tierra, y
aterricé en mi parte trasera. En lugar de ayudarme a levantarme, Nélida
me regañó por ser torpe. Llegamos a una choza escondida en la male-
za. Expresé desconcierto sobre porque alguien viviría en el desierto tan
lejos del pueblo más cercano.
—A estas alturas debes saber que las casas de los brujos se encuen-
tran donde uno menos las espera, —dijo ella.
—¿Quieres decir que los hechiceros viven aquí? —Dije deteniéndo-
me en seco.
—Sí, si viven. Pasaremos la noche aquí y caminaremos de regreso
temprano por la mañana. Mañana terminará nuestro interludio de tres
días.
Comencé a frotar mis ojos y le dije que apreciaba mi tiempo con ella
y que no quería que llegara a su fin.
—No caigas en el sentimentalismo. Sabes que está en la naturaleza
de las cosas que lleguen a su fin. Afortunadamente ya dijimos adiós.
Le aseguré que nunca dije tal cosa.
—Aferrarse es consentirse, —dijo con firmeza y caminó hacia la
puerta de la choza—. Estás cabalgando con el poder del hechicero
ahora. Pero cuando regreses a Los Ángeles, tendrás que confiar en tu
propio poder. Por lo tanto, debes comportarte de manera impecable o,
de lo contrario, el ave de la libertad volará lejos y tú te quedaras sintien-
do lastima por ti misma debajo del árbol.
Las palabras de Nélida me dieron una sacudida aleccionadora. La
idea de que el espíritu se iría volando y de que nunca volvería a verla
a ella, era más aterradora que cualquier cosa que pudiera imaginar.
Entramos en la cabaña de adobe; estaba fresco dentro. La habitación
estaba escasamente amueblada. Solo un colchón con una manta dobla-
da y un baúl tallado de madera cubría las paredes. Una mesa y dos cajas
anaranjadas colocadas a sus lados estaban en el centro de la habitación.
Nélida se sentó en el colchón, se llevó las rodillas al pecho y cruzó los
brazos alrededor de ellas. Una posición que ella me había enseñado a
C
aminamos hacia un grupo de casas de adobe. Carlos había
estacionado el auto aproximadamente a un cuarto de milla por
la carretera para que no se viera desde las casas.
—Te mostraré dónde esperar pero no quiero entrar o cru-
zar el camino de la curandera, —dijo con una mirada furtiva.
—¿Por qué no quieres que la curandera te vea? —Pregunté con
recelo.
«Porque esa curandera es una bruja. He tenido algunos altercados
con ella en el pasado. Así que es mejor que no te asocie conmigo o
con don Juan.
Estaba cada vez más aprensiva. —¿Qué debería decirle si me pre-
gunta por qué estoy aquí?
—Solo di que eres una estudiante de antropología y que ella fue
encarecidamente recomendada por alguna persona en la estación de
Vicam. Y estás aquí porque quieres que vea las picaduras de pulgas en
tus piernas.
Por el aspecto del lugar, quien vivía allí parecía tener mucho éxito.
La casa era más grande que las otras casas yaquis del área, y los te-
rrenos a su alrededor se veían limpios y bien cuidados. Incluso había
algunas plantas ornamentales en macetas junto a la puerta que agrega-
ban un toque decorativo. Una pareja de ancianos estaba sentada en un
banco debajo de la ramada. Dos corpulentas damas mexicanas estaban
de pie en el patio, esperando su turno para ver a la curandera. Sentada
en otro banco había una mujer con un niño, y junto a ella estaba senta-
da una mujer que amamantaba a un bebé completamente cubierto por
un chal. Al lado de la casa había un pequeño corral donde se guardaba
un burro. Cuando me volví, pude ver a un hombre desaparecer detrás
del corral, como si no quisiera que lo vieran.
—Doña Catalina es la mejor curandera de Sonora, —dijo Carlos
mientras nos sentábamos en un banco vacío a cierta distancia de la
casa—. Tanto mexicanos como indios vienen a verla. Don Juan dice
que ella tiene más poder que todos los curanderos juntos de esta
área.
Noté un toque de orgullo y también miedo en su voz cuando dijo
esto.
—¿La conoces bien? —Yo pregunté.
C
ondujimos por la noche sin parar. Tenía miedo de cerrar los
ojos incluso por un instante por miedo a ver el rostro de la
bruja, Catalina. Incluso con los ojos abiertos, no podía sacar
su rostro de mi mente. Se había metido en mis pensamientos
y se había establecido allí, como si hubiera dejado su energía dentro de
mí, o hubiera eliminado algo de la mía que era vital para mi bienestar.
Estaba segura de que ella estaba haciendo brujería en el nivel de lo
invisible, y todos mis esfuerzos fueron para librar una agotadora batalla
de voluntad. Carlos tenía razón, ella nos estaba examinando con dete-
nimiento, y tenía una ansiedad persistente de que si me dormía, algo
terrible sucedería.
Por un instante, mis ojos descendieron y, en mi estado de sueño, las
manchas de suciedad y luz reflejadas en el parabrisas se convirtieron en
la asombrosa cara de Catalina con grandes dientes y ojos brillantes. Los
árboles afuera eran su cabello negro que fluía como un hada llorona.
Sacudí la cabeza para disipar su imagen, pero no pude evitar obsesio-
narme con lo que había sucedido.
Ahora su rostro se había grabado en mi memoria para siempre,
como una llama después de mirarla demasiado tiempo. Me sentí como
una polilla volando erráticamente alrededor de una bombilla; incapaz
de romper la relación que tenía con esa mujer y su poder. Además, no
pude evitar preocuparme por los gusanos luminosos que, según ella,
estaban drenando mi energía. Pensé que me había librado de todos
ellos durante la recapitulación que había hecho bajo la guía de Clara.
Pero los siete años no habían transcurrido, y según los brujos, esa era
la duración de los gusanos luminosos que existen dentro del útero de
una mujer.
Todo lo que podía pensar era que Catalina había despertado los
gusanos luminosos en mi estómago al masajearlo. Pensé en la chica de
la tienda que quería ir a Estados Unidos con Carlos. Sentí una punzada
de celos y me odié por sentirme así. La bruja, Catalina me había dado
duro. A pesar de que lo negaba, todavía estaba apegada a los hombres,
y ser amada y aceptada era prominente, a pesar de todo lo que dijese
o hiciese en sentido contrario.
Traté de pensar en otras cosas, pero la oscuridad a nuestro alre-
dedor era demasiado envolvente. Parecía más oscura que una noche
C
arlos condujo hacia el sur por la carretera panamericana.
Mantuvo la vista en la carretera y no relajó su concentración
durante las largas horas de conducción. Le ofrecí relevarlo al
volante, pero él se negó, diciendo que era peligroso para el
conductor inexperto sortear las curvas en las carreteras mexicanas, y
que necesitábamos llegar a una gran ciudad tan rápido como lo permi-
tiera la seguridad.
Mientras conducíamos, tuve la sensación de que alguien o algo nos
seguía, flotando afuera del lado del pasajero. Ese sentimiento me había
puesto tan ansiosa que tuve que luchar para mantener los ojos abiertos.
Seguí a la deriva hasta quedarme dormida y me encontré de vuelta en
el desierto de Sonora flotando sobre el chaparral. Pude ver hileras de
enormes cactus de agave y racimos de altos saguaros, y las largas líneas
oscuras de zanjas de riego. Yo sabía que algo estaba mal: Me sentía
vaporosa, como si no tuviese sustancia, o que la mayor parte de mí
estaba en otro lugar.
Cuando estuve despierta, estaba desorientada. No podía pensar y
no podía formular una respuesta coherente a las preguntas de Carlos.
Me preguntó sobre mis estudios, qué cursos planeaba hacer en el oto-
ño. Ese mundo estaba tan distante que no podía recordar los títulos del
curso, los nombres del profesor o las personas con las que había tenido
contacto en la Universidad. Trastabillaba con mis palabras como si es-
tuviera borracha o tuviera un impedimento para hablar.
—Pareces mi abuela turca, —dijo Carlos—. Ella siempre mezclaba
sus pes y bes y retorcía las palabras. Solía avergonzarme de ella porque
pensaba que tenía un fuerte acento, pero luego me di cuenta de que
tenía afasia.
—Bueno, yo no tengo afasia, —dije molesta—. Solo parece que no
puedo enfocar mis pensamientos.
Carlos giró hacia un arcén de la carretera, detuvo el auto y examinó
mis pupilas. Llegó a la conclusión de que La Catalina se había apode-
rado de mí y que no estaba dispuesta a soltarme.
—¿Qué quiere ella con nosotros? —pregunté, castañeteando mis
dientes con un escalofrío interno.
—Tu visita repentina y tu comportamiento sospechoso fue interpre-
tado como un intento de arrebatarle su poder, —dijo Carlos—. Ella ha
E
milito me llevó a la casa colonial española más hermosa que
había visto que no fuese la de Clara. Afuera, tenía una sencilla
fachada con rejas en las ventanas y varios balcones del segundo
piso con vista a las calles de abajo. El balcón que había admi-
rado desde la plaza estaba repleto de geranios en macetas y gruesos
helechos verdes. Quien vive aquí ama las plantas, fue la sensación que
sentí cuando entramos por la enorme puerta de doce paneles.
Dentro, el patio era fresco y oscuro. Me recordó a un claustro de
otra época. Columnas y arcos con una fila de pasarelas de piedra.
Parterres elevados enmarcaban un pequeño huerto con árboles fruta-
les. Porciones de las altas paredes estaban cubiertas de madreselvas y
glicinias colgantes que crecían enrejadas. Los fríos bancos de piedra
estaban flanqueados por flores que crecían en macetas de cerámica
con un esmalte de color verde azulado marmolado, y en una maceta de
piedra crecía un enorme cactus de agave.
A un lado había un pasillo oscuro que conducía a un pequeño pa-
tio con jardín. Un banco de madera tallado con respaldo alto estaba
colocado contra la pared, y un hermoso árbol de jacarandá sombrea-
ba el recinto rectangular. A un lado había una gruta de piedra, con
una delgada cascada que desembocaba en una pequeña piscina. La
casa y los terrenos me parecieron el lugar más tranquilo del mundo.
De vez en cuando podía escuchar el alboroto de los pájaros, pero
incluso ellos estaban callados y suavizados como por respeto a la
santidad de la casa. Pensar que este oasis de tranquilidad existía en
el corazón de una ajetreada ciudad cosmopolita parecía en sí mismo
un acto de poder.
—Siéntate en este banco y espera a que la señora de la casa se
muestre, —sugirió Emilito—. Ahora que te he entregado, me iré.
—Espera, espera, Emilito. No conozco a la señora de la casa. ¿No
te quedas y me la presentas?
—Claro que la conoces, —dijo Emilito sorprendido—. La conociste
en Sonora. Se llama Zuleica.
Al mencionar su nombre, recordé a la dama de la fiesta que me ha-
bía dado el cacao para las picaduras de pulgas. Ella había querido que
me quedara con ella, pero lo había rechazado. No tenía idea de que ella
vivía en un entorno tan hermoso.
D
espués de varias semanas de practicar observar y ensoñar,
técnicas que Zuleica me había enseñado, me encontré con
un silencio extraño que se asentaba sobre mí. Ya no tenía
ninguna prisa; no tenía citas que cumplir; ningún lugar a don-
de ir y nadie con quien hablar. Raramente vi a Carlos o a don Juan, y
cuando nuestros caminos se cruzaban, generalmente me evitaban. Me
podía mover libremente en la planta baja de la casa de Zuleica y en el
patio y jardín, pero no se me permitía la planta alta o fuera del recinto.
Mi comida era traída por un sirviente y yo dormía en una plataforma
alta por lo que necesitaba una escalera de tijera para subir.
Durante el día trabajé en algunos bocetos. Dibujando, me di cuenta
de que había otra forma de mirar; me permitía pasar horas en silencio
sin aburrirme. Por la noche, practiqué encontrar mis manos en mis
sueños; moverme sin cambiar la escena; localizando cierto objeto que
Zuleica había especificado de antemano, y dándome comandos en mis
sueños, que llevaría a cabo con tanto detalle como fuera posible. Una
tarde, estaba mirando las ondas en el estanque. Era el crepúsculo y
el pequeño patio era una masa de densas sombras. Todo estaba tan
quieto que pensé que podía escuchar susurros al otro lado de la casa.
Nuevamente sentí a una persona acechando en la oscuridad. Pero esta
vez, el hombre salió bruscamente de las sombras y se paró ante mí.
Lo reconocí como el Maestro de Intento, pero antes de que pudiera
decir algo, desapareció en una ráfaga de ondas que comenzaron desde
sus pies y ondularon hacia arriba para abarcar la parte superior de su
cabeza. Para mi asombro, él realmente había vibrado hasta la no- exis-
tencia justo ante mis ojos. Se fundió en la oscuridad tan misteriosamen-
te como había aparecido.
Antes de que pudiera asustarme demasiado, Zuleica vino y se sentó
al lado mío en el banco.
—El maestro del intento, acaba de mostrarte cómo fusionarse con
la oscuridad, —dijo—. No le temas. Abrázala. Sé una con la noche.
Hazte invisible tal como él lo es.
Sentí algo dentro de mí luchar, resistir. No quería ser invisible. Que-
ría ser reconocida y notada. Estaba cansada de ser pasada por alto.
Deseaba que otras personas me ayudaran a deshacerme de mi mal
humor y dilemas, no que me ignoraran aún más. El recuerdo de las