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Luis Thielemann (2020). “A pesar de todo, tener un plan.

Apuntes sobre la
neutralización de la izquierda en tiempos de crisis política.”
Revista Rosa, 25 de febrero.

La izquierda del siglo XX fue derrotada y la profundidad de esa derrota muestra lo


enorme que fue su propuesta de cambio social. El tono de la izquierda actual es su
neutralización, un estadio después de la derrota. Existen partidos de izquierda y existe
una política real en la que algunos de ellos inciden, y otros hacen del rechazo a incidir
su única forma de incidencia. Pero no va más allá de administrar lo que hay. Todo el
arco de izquierda comparte la incapacidad de modificar los fundamentos del orden
capitalista. Las discusiones sobre estrategia son declaraciones de principios, que apenas
sirven de litúrgica encomienda en las introducciones de documentos que nadie toma en
serio. Gramsci decía que gran política es la tentativa de excluir a la gran política de la
vida estatal y de reducir todo a política pequeña. La gran política del dominio capitalista
neutralizó a la izquierda en la pequeña política. Allí discute cuánto debe comprometerse
en las instituciones y formas de la segunda, cerrando el horizonte a imaginar la primera.

Es notoria, entre quienes se declaran de izquierda, la ausencia de una acción que tienda
a caminos de enfrentamiento y no sólo de malestar o negación sin respuesta. Lo
contingente, el capitalismo y su desigualdad clasista, lo inteligimos como una tragedia,
sobre la cual podemos llamar la atención, pero no modificar sus bases. Carecemos de
alternativa, pero es un dato de décadas. De lo que más carecemos es del sentido de
urgencia de que no tenemos alternativa. Se perdió no solo la estrategia, sino para qué
elaborarla. En el camino, generaciones de militantes se formaron en un idealismo
respecto de qué se trataba hacer política de izquierda. Hoy se carece de un diagnóstico
sobre la situación capitalista, pero que también sincere el esperanzador dato de que
siempre hay algo más que resistencia. Certezas mínimas pero que se constituyan en el
dato innegable que hasta los más desposeídos están en todo momento desarrollando
formas de pasar a la ofensiva, de vencer; no solo para mejorar la posición individual,
sino para poner el mundo al revés. Para que se formen clases, tiene que haber lucha de
clases, enfrentamiento constante entre grupos estructurados crucial, pero no
exclusivamente, en relaciones de producción. Para Thompson, “clase y la conciencia de
clase son siempre las últimas, no las primeras, fases del proceso real histórico“.

Lo más triste de la situación de la izquierda es lo difícil de visibilizar esa neutralización


como problema. Cuatro décadas de neoliberalismo son mucho para que perdure una
dialéctica de opresión y resistencia. En tanto tiempo se produce una normalidad sin
tanto roce, o donde se hacen tan rituales que pierden significado político. Se llama
resistencia al neoliberalismo a lo que no fue más que cultura marginal imaginada
como disidencia política; lo que no logró más que ser parte del ruido del progreso
capitalista. Así, la forma neoliberal de la democracia -caracterizada por la expulsión de
las mayorías y sus razones de la política, en pos de la supremacía de la razón de la
ganancia, y la reducción de la ciudadanía a agentes de mercado- tiene su lado
afirmativo. Propone, organiza y dispone una forma de la política en que cada individuo
tiene derecho (y hasta deber) de desear el destino que quiera, y los partidos de satisfacer
con propuestas y ver cómo les va en el mercado electoral. Todo el fenómeno sugiere y
rodea el cambio, pero de entrada asume que no puede cambiar mucho; solo hacer lo
mismo, “mejor”. Esta mercantilización de la política es su desactivación. Quizás una
forma sea el éxodo de la política descrito como crítica de la misma: aunque no tiene
posibilidad de modificar el sistema, defiende el valor de la negativa individual a
apoyarlo. El neoliberalismo logró que la desciudadanización de los proletarios sea vista
como elección personal y no como disolución de la potencia de la política moderna.

Discusiones sobre si la soberanía reside en el pueblo o el parlamento, cuando los únicos


armados son los Carabineros de la oligarquía; o sobre la libertad de expresión, cuando
solo la tienen los ricos y los pobres que se organizan y envalentonan a enormes costos,
lo expresan con amarga claridad: da lo mismo qué se concluya, pues la discusión no
tiene que ver con producir otra realidad. Más bien se relaciona con cómo cada uno se
posiciona -“mi opinión”- frente a una realidad que ya ni siquiera se ve como difícil de
modificar, sino como el paisaje natural de la vida posible. Se imagina que se hace
política cuando se contraría con palabras y maldiciones al poder, aunque ese ni se
entere. Critica a los partidos su burocratización con las mismas palabras que los
empresarios reclaman privatizar los servicios: funcionan de forma autoritaria
gobernados por una camarilla acomodada, tienen una imagen anticuada y no sirven para
los desafíos del presente, deben entregar mejores productos. Es como un colectivo de
consumidores furiosos reclamando a una marca que cumpla su publicidad. Frente a una
política tan mediocre y religiosa de sí, tan impotente como ridícula, dislocada de la
construcción de orden y solo haciendo espectacular el consenso; los militantes y
organizaciones de izquierda no han opuesto la práctica del poder, sino de la queja. Se
comprende que la funa sea una práctica que parece de fuerza, pero es dependiente. Es la
paradoja de una acción directa para demandar que otro se haga cargo, sea la policía, el
Estado o la turba anónima; pero no quien la realiza, pues por definición se declara
incapaz hacer justicia. Similar es el ejemplo de eternizar una protesta -fetichizar sus
prácticas y protagonistas-, sin alternativa a contra lo que se protesta. El caceroleo
interminable de quien no quiere organizarse. Es la política individualista, aunque sea de
a varios, que opina sobre la provisión de servicios que simulan la política, pero que no
participa en la disputa de poder que constituye a la política real. La pequeña política
formateada por el mercado es la última tecnología de la gran política de la dominación.
Establece la búsqueda del goce inmediato (aunque sea a través del martirio), pero no el
compromiso con la larga tarea de organizar y conquistar poder.

El problema no son los instrumentos de la práctica, sino las intenciones organizadas y


colectivamente compartidas de la misma. Las asociaciones de izquierda adolecen de ser
agrupaciones de individuos. Por su condición de estudiantes o profesionales de capas
medias, menos dependientes de sus organizaciones para mejorar su vida, o trabajadores
educados para imaginar sólo movimientos individuales como desarrollo de sus vidas.
No se conoce cómo viabilizar procesos de cambio social; partidos, movimientos y
colectivos no entienden cómo ser instrumentos políticos sostenidos en militantes, sino
corrientes de opinión de suscriptores. La neutralización de la izquierda tiene que ver con
que perdió la capacidad de ser útil como instrumento colectivo para mejorar la vida de
las clases trabajadoras. No es que la izquierda de otras épocas fuera gente más buena o
clara, tampoco que haya sido algo perdido por el totalitarismo (este fue consecuencia de
dicha pérdida). Se trató de que fueron capaces de producir organizaciones, prácticas e
ideas que le dieron utilidad a la política para las clases populares, manteniendo abierta
la herida social de la contradicción de una política pretendidamente democrática, pero
cuyo rol develado es sostener el consenso de la desigualdad de clases.
A esto contribuye una serie de políticos que aprendieron a vivir de la política en su
forma neoliberal, en el mercado de las ilusiones de reforma, los afectos y emociones que
bailan en la disputa política formal impotente del siglo XXI. El simulacro de los
programas devino en la farsa por todos asumida de recitar promesas. Tratan de formas
de gestión, ya no de principios. De eso ya se dijo bastante. No tanto de cuánto dependía
el orden del poder de la democracia. En el centro de toda esta crisis de la política
democrática está la ausencia de poder de los subalternos organizados. Aquello que en el
siglo XX se reconoció bajo distintas formas rojas, y se descompuso en varias miserias.
Como decía Tronti, sin el proletariado organizado, la política moderna no puede existir.

La política moderna, no es que esté en crisis, está muerta y no hay marcha atrás. Todo lo
que hoy se supone dinamiza la política, es en realidad el simulacro del enfrentamiento.
La ritualización del enfrentamiento -a pedradas o a votos, sin norte claro, ni menos
significación en las trayectorias colectivas y personales- constituye espacios medidos y
contenidos de una liturgia sobre el conflicto. No son simulacros, pero casi. Aunque
todavía potente, la política de los partidos y las elecciones tiende a perder importancia.
La gimnasia electoral y la lucha callejera resultan algo más parecido a evasiones del
problema de conquistar poder real; peor, evasiones al problema de tener ese problema.

Por la vía de la expulsión de la política de las clases subalternas, junto a la ritualización


de las prácticas políticas de la izquierda -institucionales o radicales-; se descompuso la
capacidad afirmativa de las clases populares. La neutralización de la izquierda luce
también como deseducación política de los trabajadores y los pobres. Se pierden los
aprendizajes sobre cómo funciona la política, cómo es posible modificar las relaciones
de fuerzas de clase en el Estado y en cada lugar, desaparece la educación política de los
subalternos y se impone la religión cívica del voto y cosas de exigir la boleta al pagar.
Peor, la izquierda ataca como “violencia” o “paternalismo” las posiciones que llaman a
una educación política en las clases subalternas, contra una especie de sabiduría política
innata de los pobres. Fuerte signo de conservadurismo es tratar la situación de los
pobres como si fuese algo a proteger, y no una urgencia que intervenir para transformar.

La deseducación política de las clases populares sirve a quienes hicieron de la izquierda


neutralizada una industria. Desde la recuperación de la capacidad de contestación
política de los grupos sociales golpeados por el neoliberalismo, nos hemos topado con
izquierdas presurosas de promover un nuevo atajo que se salte la tediosa pero eficiente
tarea de educar, organizar, luchar y avanzar. Abundan todo tipo de esperanzas políticas,
que inventan procesos con nombres imposibles de creer, “el gobierno del cambio”; que
se dan por concluidos con mediocres resultados y la desilusión de las masas que habían
entusiasmado.

Las formas de la neutralización emergen del error de subestimar la barbarie del orden,
de la ausencia de un realismo respecto de aquello que se dice enfrentar y la capacidad de
las fuerzas necesarias para ello. La tentación de ofrecer respuestas es otro teatro. Se
acabó la era de las grandes voces. Ya nadie cree en mesías o caudillos. Sin democracia
ni política moderna, reyezuelos y cortes pomposas se padecen más de lo que se apoyan.

Tal vez, se pueda comenzar más atrás, por una empatía práctica con la desconfianza
popular en la democracia existente, de la política como juego viciado. Volver a esa
certeza roja según la cual la única política que puede tener sentido emancipatorio es una
que parta de decretar que la contingencia de la política moderna ya terminó. Debe
observar y trazar caminos desde la llanura de los trabajadores y plantearlo como una
realidad que puede -y debe- ser transformada.

La izquierda puede descifrar lo que parece naturaleza en la dominación y disolver la


jaula de “pequeña política” en la que fue encerrada, para acceder a la “gran política”. Es
una conquista tecnológica que los subalternos desarrollaran capacidad política propia,
partido en el sentido histórico del término, y hayan intentado gobernar el mundo. Una
educación política de masas, no idealista, para aprender a organizar y conspirar, es
urgente; es una forma de superar la neutralización para activarse políticamente.

Es la vieja, pero evadida, tarea de producir organización y ciencia política directamente


sobre y entre la subjetividad antagonista específica de estos tiempos. No asumir nada
dado, todo por hacer, pero que debe hacerse. Son tiempos de construcción de una
alternativa, porque nadie sabe cómo o por qué construir.

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