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ANCIANOS

Sentados, los viejos del asilo respiran la paz


que el tiempo y la tristeza han domesticado.
Con frecuencia suelen contar historias
donde la gente huye.
Cuando hablan, sus gestos de náufragos
se afanan en reunir recuerdos.
En eso consiste su pesado trajín.
Con el cuerpo sosegado
permanecen en el ámbito figurado de los hechos lejanos.
Para ellos la vida fue una ocasión
y ahora, entre fechas de un cierto día,
esperan que se les asome el mundo.
Su tiempo gira en círculos multiplicado los ecos.
Como quien mira un carrusel, ellos aguardan esa voz,
ese rostro a los que se les adhirió el silencio,
esperan a los que la ausencia transformó en nostalgia.

Los viejos del asilo tienen anhelos


y temores de corto alcance.
El futuro para ellos consiste en esperar
que mañana sea un día soleado
y que no les duela el cuerpo.
Pocos son sus dilemas a la hora de elegir.
Los años no les alcanzan para ser más ambiciosos,
tampoco necesitan imaginación para vislumbrar la lejanía.
Ya han recorrido esos lugares sin los cuales no estarían aquí.
Su afán, aunque no desesperado,
es correr contra reloj para ver estallar la primavera,
para saborear los frutos del verano.
Miran el cielo y reciben a sus nietos si se puede
y entonces son pájaros que vuelan
dejando a la muerte con las manos vacías.

Hace ya casi un siglo un niño mordía el dolor


sin miedo a las heridas,
cruzaba un puente, abría un libro
y la distancia y el enigma no eran un estorbo.

Los viejos del asilo pueden enumerar los sueños que alimentaron,
los sueños que abandonaron y los que continúan siendo sueños.
Aunque saben de esperanzas frustradas,
sonríen, esperan y juegan a ser felices
para que el sueño les obedezca y sostenga sus días.
Son escasísimos los viejos del asilo
que creen que han vivido suficiente
y un alto porcentaje prefieren
la vida anterior al porvenir,
es decir, nada más que lo que fueron.

Favio Barqués
El Galpón, 04/08/2020

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