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He cometido la peor de las famosas infamias;

las fotografías que nunca me interesaron las


puse entre páginas de libros sabiendo la baja
probabilidad de volver a verlas porqué
también esos libros no dormían ni dormirán
jamás en la cabecera, jamás, y lo digo con el
respeto reverencial al objeto utilitario, pero es
imposible, prescindo de aquellos túmulos
cuoché, y es esa la razón, que no son tumbas
sino que cenotafios.
En cambio tu retrato, tu imagen arrebatada
con la pésima calidad de una Polaroid pero
con el fetiche en todo su volumen, como
conversación de borracho, que repite,
dictador, su martilleo sobre el yunque; ahí
estás, en el ahínco de la delicada gavilla
lavanda. Ahí, junto a la cinta lila que olvidaste
o te robé aquella tarde cuando descendiste y
emerguiste descompensada, entre el tumulto
de la ciudad de ayer¿ me hiciste recordar las
damas qué se desmayan? ¡ y yo sin sales
aromáticas! Bueno, tu retrato, ya amarillea
napolitano, y tiene raspones como un buque
de carga, así y todo tiene un lugar en mi
humilde habitación, y el estuche son las
mejores letras que se han escrito, y el polvo
planetario, me hace saber, la diferencia del
memorial y la tumba.
También entre las páginas habita la cinta de
raso metiche y metódica, parte del cuerpo del
libro, como lo es la cola del colibrí, ostenta el
cárdeno, el negro, el crema, y otras tantas
variaciones de una telita, que se arruga, y yo
la mojo, cuando me acuerdo y la plancho y la
mordisqueo con babas. Todo es factible,
verosímil, lengua franca de los reales
intereses del poeta, del poetastro, que se le
dificulta, tener un kárdex, un archivo de autor,
y va perdiendo, de cambio en cambio, de
gitanillo uso de no permanecer en algún lugar
para toda la vida, otro día te diré, de
naufragios y barcos, flotas completas de
recuerdos, que se los comió la densa niebla
del celo y que dispensé por el sabor del culo ,
disculpé la estupidez desastrosa de querer
borrar la historia, aunque sea una anécdota
estética, un beso en el parque, un trozo de
pastel compartido, como territorio común, en
un pacto, que nunca llegó a ser ni hielo ni
infierno; solo se recuerda con cariño colegial,
y se guarda más cerca, por su carácter
efímero, como ver un cometa o un unicornio
emborrachado durmiendo la siesta en las
faldas de una virgen del Cinquecento.

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