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Emmanuel Malherbert

Jacques Ancet: Lo que ahí está


La poesía contemporánea de expresión francesa, o más bien una corriente
bastante nutrida de ésta, se ha desarrollado en gran medida sobre un doble a prio-
ri heredado tanto de la muy fuerte influencia ejercida en los años 1960-70 sobre
los poetas por el pensamiento heideggeriano como de la fascinación por los
modos de expresión de la mística cristiana y de las sabidurías orientales, y en par-
ticular el budismo. Este doble a priori podría resumirse en dos postulados: 1) algo
se esconde detrás, o debajo, o más allá de la realidad tal y como creemos percibir-
la; 2) ese algo es del orden de una presencia a la que no es posible más que acer-
carse puesto que huye continuamente. Encontraría su expresión literaria en las
consecuencias que de ella se han extraído y que revisten un carácter paradójico y
problemático. La primera de esas consecuencias se cifra en la afirmación de que
el tal algo no podría en ningún caso ser objeto de racionalidad, sea la del logos
filosófico o la del logos científico; por lo tanto, correspondería del mismo modo al
Jacques Ancet
místico y al poeta decir aquello que escapa al alcance de la discursividad racional,
y producir algo así como un saber sobre ello –aunque ¿qué valor darle a semejante
“saber”, si no consiste a fin de cuentas sino en impresiones y sentimientos subje-
tivos? La poesía pues, y ésta es la segunda consecuencia, sería el lugar por exce-
lencia (o la experiencia –siempre inconclusa) del conocimiento de lo que sin em-
bargo se presenta como no conocible; se ve de este modo abocada a intentar decir
sin tregua algo que al mismo tiempo declara del orden de lo indecible. Además, y
es la tercera consecuencia, la poesía no puede desarrollarse más que en la
sospecha de sí misma (incluso en la negación de sí misma), o al menos en la per-
manente interrogación de lo que ella es, es decir, de la obligatoriamente vana ten-
tativa de acceder por medio de las palabras al conocimiento de lo que no es posi-
ble conocer (cuya postulación previa no es sin embargo garantía de efectividad).
Pero a las propias palabras, siguiendo, sacadas de sus contextos, las lecciones de
Nietzsche y Bergson, la poesía les reprocha su impotencia: adscribiéndose al
orden del concepto no serían sino instrumentos utilitarios, que fijarían lo inasible
y lo movedizo, el no todavía y el ya casi no, en la estabilidad grosera, sustancial,
de las figuras de la realidad común (Y a pesar de esto el arte del haiku reposa sobre
la confianza en las palabras, si no se lo interpreta según las pautas de lectura del
misticismo judeo-cristiano). Como se ve, la poesía es un problema. Problema de
un acto de palabra que tiene lugar a partir de un objeto que precisamente no lo
es (y ello tanto más cuanto que rehúsa ser nombrado), y problema de una palabra
que no llega a hacerse más que en la aceptación de su pobre y permanente de-
rrota, que no llega a su enunciación más que a condición de renunciar a todo
poder de enunciación. Se comprende mal pues cómo el poeta podría evitar, en su
obra, la dimensión de la reflexividad que tales dificultades imponen, pues no son
otra cosa que la amenaza o el recuerdo de su propia y siempre posible impoten-
cia. Pero al mismo tiempo, esta dimensión reflexiva amenaza a la poesía, pues
ésta corre riesgo de no ser más que el decir del acto poético, de sus angustias, de
sus decepciones, de sus escasos momentos de felicidad.
La poesía de Jacques Ancet se halla en el centro de esta problemática; cabe
incluso decir que se nutre de ella, que asume sus tensiones, que se desarrolla a
partir de éstas. Importa menos inscribir una obra en un marco o en un contexto
cuyo resumen resulta forzosamente simplificador, que ver en qué se cifra la sin-
gularidad de una palabra en el seno de un esquema que se podría aplicar a otras,
pero al que ésta termina por escapar. Como es sabido, es la desviación lo que
suscita el interés.

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“Ahí está; Quizá no existe ; Está / ahí. Lo imperceptible arde ; Algo está
llegando. ; Ahí está. Nadie sabe.; La voz habla. Ahí está ; Allí donde estés
algo / arde. Ahí está. Piensas: / no es nada de lo que se ve, / de lo que se oye,
sin embargo / ahí está.”; etc. Algo queda afirmado, asentado en modo indeter-
minado, desde el principio de Lo imperceptible (1), algo, en el centro de la pa-
labra, presencia (pre)supuesta, nunca aprehendida, nunca nombrada –“No tiene
nombre. Se pierden sus palabras.”– si las palabras no bastan. Pero la indetermi-
nación de lo que está ahí, la imposibilidad de nombrarlo, operan una inversión:
cosas y seres no habitan el poema más que en la medida en que éste los designa
en su relación con lo inaccesible, con lo imperceptible, aunque sea para subra-
yar su radical extrañeza. Hay en Jacques Ancet una especie de vaivén entre lo
que es el objeto del deseo (y también del poema), que se muestra huidizo, y la
materialidad banal, incluso trivial, que se impone en cascada de palabras, en api-
lamientos brutales y caóticos. Está todo lo que es fácil nombrar –“Insectos y
camiones, arroyos y embalses.”; “moto, cactus, postigo, cartera.”; “mariposa y
camioneta, oreja y corneja, servilleta y motocicleta, semblante y poniente. Todo
aquello que rima en la cabeza para producir el espesor del mundo, la estabilidad
de las cosas de la que no nos libramos.” (Díptico con sombra)–, lo que está en
el sentido aceptado de las palabras, y, además, lo que la obra trata de decir sin
lograrlo; está la realidad de las cosas insertas en las palabras, y, en el uso de las
palabras por la escritura, la búsqueda de una realidad más esencial para la poesía.
Esos vaivenes, presentes en toda la obra, son, a mi parecer, la expresión de la
búsqueda de un paso, de un vínculo: la evocación de las cosas es tanto la mani-
festación del enraizamiento reivindicado en este mundo como la afirmación de
que hay en el seno de este mundo “algo” que sobrepasa al sentido (común), al
borde del cual (es precisamente sobre el borde, “sobre el alambre”, en la espera
de lo que es inminente, donde se mantiene el poeta) conduce una manera par-
ticular de acoger a esos signos que las presencias cotidianas constituyen. Dicho
de otro modo, las cosas tienen nombre, y no serán dichas más que por ese nom-
bre; pero el nombre de la cosa no agota la cosa, es algo así como una invitación
a considerar la cosa de otro modo, no tal y como no es, sino tal y como puede
ser, sin que se llegue al agotamiento de su sentido. Por ello el sentido sólo se cons-
tituiría más allá del sentido, y nunca acabaría de constituirse. También por ello
“Los objetos buscan su nombre” pues hay “En cada cosa un destello / que bri-
lla. Como lo que, / en la frase, vibra más / que las palabras y las atraviesa / hacia
lo que no dicen.” (Lo imperceptible). Así, se comprende que si la poesía puede
asemejarse a la experiencia mística, sin embargo las dos difieren radicalmente en
su objeto. La poesía no pretende la superación de uno mismo hacia una trascen-
dencia, sino que ahonda en la inmanencia, cosa que no puede hacer más que a
partir de aquello en lo cual todo permanece a pesar de los pesares: la lengua. No
sorprende entonces que Jacques Ancet se haya interesado por la poesía del
haiku. Pues está claro, si se ponen a un lado los inevitables aspectos decorativos
o circunstanciales de esta práctica, que tal poesía denota una confianza más que
segura en el poder de la palabra: nombrar de la manera más simple, es abrir un
infinito de posibilidades; es reconocer que nunca una palabra ha encerrado nada
ni lo ha fijado. La poesía no busca más allá de las palabras, busca en las palabras,
aunque sea en las más banales. Tampoco conduce fuera de este mundo, es la
señal de la experiencia de este mundo, y ello porque no utiliza las palabras con
fines de utilidad, sino porque está atenta a “lo oscuro que hay en ellas” (Lo

(1) Nota de la T.: Se dan en español tanto los títulos de los libros de Jacques Ancet tradu-
cidos como los no traducidos.

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imperceptible). Seguramente es necesario leer de ese modo la oposición entre
“ídolos” e “iconos” de este verso: “Que mi voz circule entre las palabras, / que
no haga de ellas ídolos / sino los iconos de lo que viene.” (Díptico con sombra).
En el acto de escribir, que es exploración de lo cercano, a la vez dado y escon-
dido en las palabras, “la vida toma conciencia de sí misma” (La quemadura) en
una especie de iluminación dolorosa e incierta, en una quemadura que es la emo-
ción poética nacida de estar –en el sentido estricto de la expresión– en el mundo.
No hay otra palabra más que la de un cuerpo vivo en este mundo, y si algo hay
que buscar, es eso: “...dices quemadura pero no / no es fuego ni nada que se
pueda nombrar / quisieras creer que viene de más allá / dices alma dices ser y
es tu cuerpo” (La quemadura).
Así la poesía es una experiencia del cuerpo. Y es preciso pues que sea expe-
riencia de la duración. Ya se ha dicho que la palabra, el sentido, nunca pueden
ser fijados definitivamente. Por otra parte, las concepciones clásicas de la tem-
poralidad nos han acostumbrado a pensar que el presente sólo es un paso
evanescente entre esas dos dimensiones de la estabilidad que son pasado y
futuro. Si la poesía es experiencia de un cuerpo vivo, debe encontrar el acceso
al presente, a su duración, y llevar en sí misma, por tal razón, la fugacidad y la
estabilidad. Esta preocupación está desde el principio en la escritura de Jacques
Ancet. Nunca la ha abandonado. Veinticuatro horas, verano está constituido
por veinticuatro poemas de tantos versos como horas hay. La coerción, temáti-
ca y formal, empuja a la escritura hacia el instante, hacia el detalle registrado con
sumo cuidado. El juego de deslices se pone entonces en marcha: cada anotación
está abierta y cerrada a la vez, cada punto parado en el tiempo es paso, y la
estructura de conjunto, impuesta por la simetría de las horas del día, termina en
un volver a comenzar, no en la repetición. Del mismo modo, Imagen y relato
del árbol y de las estaciones consigue hacer de la temporalidad un espacio,
razón por la que me parece próximo al “paisaje de las cuatro estaciones” de los
antiguos pintores chinos y japoneses. Estamos habituados a las descripciones, la
descripción es declaración de lo que está ahí, estático. La descripción da la ima-
gen, no el relato; a menudo es incluso percibida como un obstáculo o un freno
para el relato, que es dinámico. Sin embargo Jacques Ancet se propone hacer
el relato de un árbol, lo que conduce a deshacer “la imagen” convenida del árbol
para construir “la historia” de la mirada que ve, y que ve en presente. Hay así
una aventura de la mirada, un recomenzar de los puntos de vista y de los puntos
de atención, de donde surge el espesor de una temporalidad presente en el seno
de la cual nada es nunca estable. La mirada construye la imagen de la cosa (el
árbol) del mismo modo que la mano que escribe o el cuerpo que piensa comple-
tan sin fin el sentido de la palabra. Una vez más, el acto literario es un acto de
atención a lo que está dado, pero de una atención que deconstruye para recons-
truir. Al operar así, la palabra, como la imagen, que no son ya sólo palabra e ima-
gen, se convierten en espacio de una experiencia en la que lo visible y el sentido
reconquistan la temporalidad presente, esencial a toda experiencia. Poco impor-
ta que se trate de vida o de poesía, ya que es lo mismo.
No se debería pues concluir que la obra de Jacques Ancet es una obra de
certezas. La dimensión de la duda está omnipresente, la búsqueda constante de
un algo que es quizá más fácil captar en una reflexión crítica que nombrar cuan-
do uno mismo lo experimenta o se encuentra confrontado a ello. Así lo atestiguan
quizá mejor que cualquier otra cosa las diferentes vías de escritura a las que ha

(2) Se señalan aquí las fechas de composición y no las de aparición de los libros

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recurrido el poeta en estos últimos diez años: exploración de formas fijas impares:
el 1 y el 3 (Sobre el alambre, 2002 (2), el 7 (Lo imperceptible, 1996, Vein-
ticuatro horas, verano, 1998), el 9 (Díptico con sombra,1ª parte, Se busca a
alguien y La última frase, 2000-2001), el 11 (La quemadura, 1999-2000); ver-
sos (casi) blancos (La habitación vacía, 1989-1995, Corte del corazón, 1994);
verso libre (Un trozo de luz, 2001-2002); poema en prosa (De la obstinada posi-
bilidad de la luz, 1981, y Bajo la montaña, 1985-1986/1991, reunidos en El
día no termina, 2001; Díptico con sombra, 2ª parte, 2003); narración (Imagen
y relato del árbol y de las estaciones, 1992-1994, que prolonga el ciclo de “poe-
mas novelescos” Obediencia al viento, 1974-1984, y la novela El desenlace,
1986-1988; ensayos (Un hombre sentado y que mira, 1987-1997, Bernard
Noël o la escampada, 1999); notas de escritura (Caídas, 1978-2000), y, desde
luego, traducciones. Vías que permiten decir que nada está parado, que hay que
volver a emprender la búsqueda de lo que se ha encontrado.

(Traducción de Amelia Gamoneda)

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