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Yo, la historia y el texto

Reflexiones sobre una experiencia personal


Por Pablo Ramos (Argentina)

Hay algo que me pasa seguido. Y quiero compartirlo porque me habría ayudado mucho que alguien compartiera algo así
conmigo en algún momento de mi vida, exactamente cuando vivía en Balvanera, hospedado temporariamente en el estudio
(una habitación de pensión, en realidad, pero muy linda y limpia y cómoda) de un escritor amigo; y es el hecho de que casi
todos mis primeros borradores son pésimos. Son esqueletos a veces sólidos pero la mayoría de las veces raquíticos de algo
que ni por asomo sé qué es, o lo que es mucho peor: que ni por asomo sé si puede llegar a ser. Primeros borradores en
máquina de escribir casi ilegibles, que dan ganas de tirarlos a la basura. Y más vale que más de una vez me saco esas
ganas.
A decir verdad, ahora que lo pienso, alguien compartió algo parecido conmigo, algo que me ayudó, porque lo sentí
como unas leves palmaditas en el lomo a la vez que el susurro de su voz me decía: “La cosa es así, macho, paciencia”.
Venía de quien para mí es un gran escritor, mucho más grande que Miller: Bukowski. Y venía en un poema. Ese poema
tan conocido: Cómo ser un gran escritor, que empieza con ese maravilloso y sano consejo “tienes que cojerte muchas
mujeres, bellas mujeres”; consejo sano, digo, para cualquier persona, sea o no escritor, sea hombre o sea mujer, je. Más
vale. Pero más allá de ese primer chiste (sabemos que Bukowski se cojía pocas mujeres antes de ser famoso), algunos
versos debajo de ese poema cuyo título promete la llave del milagro, la solución al fracaso, se puede leer algo profundo,
verdadero, concreto, honesto y, principalmente, generoso:

“y recuerda a los perros viejos,


que pelearon tan bien:
Hemingway, Celine, Dostoievski, Hamsun.
si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas
como te está pasando a ti ahora,
sin mujeres
sin comida
sin esperanza...
entonces no estás listo”

Es como si bajara a esos dioses a nuestra altura, o como si nos subiera a la altura de esos dioses, y nos ayudara a
pensar en la fantasía de que, en vez de pasarla mal, en ese momento, estamos viviendo el argumento de un largometraje
basado en nuestra autobiografía. Es que Bukowski siempre tiene eso, empieza como calentando, haciendo movimientos
cortitos, tirando ganchitos al aire, para dormirte después con mucha tranquilidad en el tercero o cuarto round. Sin un golpe
de más, con la energía justa, un crack, el hombre.

El poema dice muchas cosas más, deberían leerlo o releerlo, o re-releerlo. Tiene para mí el mismo valor didáctico
que Para ser novelista de John Gardner. De hecho, ese poema fue el primer taller literario de calidad que yo hice, donde
aprendí que, si se quiere escribir bien, hay que estar preparado para lo que es un trabajo duro. (Ojo, cuando digo “escribir
bien”, digo: tratando de imitar a Dios, siendo Dios, buscando la gloria eterna, con intenciones de cambiar el mundo,
tratando de que cada palabra perfore al lector, lo contamine, lo haga derretir de impresiones, lo alucine, que lo llene de
miedo, de vergüenza, de amor, de odio, de deseos de hacer el amor con el vecino o la vecina o el perro del vecino/a o el
elefante del circo ése de mierda del Soleil, o lo que sería mucho más asqueroso, con alguno de sus Clowns. O que le den
ganas de salir corriendo para abrazarnos o para patearnos el culo o para romper vidrieras o para romper espejos
retrovisores de autos estacionados en centros comerciales, etc., etc., etc. Eso es escribir bien; gerundio o no, adjetivo o no,
adverbio o no, lo aprende cualquier infeliz, así que no hay que creerse las boludeces que se dicen por ahí, las que yo digo,
por ejemplo, las que todos decimos cuando estamos boludos o tenemos un momento de boludez. Regla de tres simple y en
este exacto orden: yo, la historia y el texto. Lo demás es pura mierda).

Fue bueno para mí saber que eso les había pasado a otros antes, y tal vez sea bueno para ustedes saber que ahora me
sigue pasando a mí. Entonces no hay motivos para deprimirse por lo que uno tiene escrito, por lo que a primera vista se ve
como un interminable montón de tropiezos en el camino hacia una meta que parece que está cerca pero que no se llega a
alcanzar nunca. Todos escribimos de la misma manera, dice Abelardo Castillo en Ser escritor, como podemos. El asunto es
tener en claro a qué le queremos dar e ir ajustando esa puntería hasta acertarle al blanco. Tenemos toda la eternidad por
delante, ¿o no? (tranquilos los ateos que esto es mal sarcasmo). Y al fin y al cabo ninguno de nosotros está ansioso por
publicar (tranquilo, don César Aira, que esto es mal sarcasmo).
Dije que mis primeros borradores son malos y ahora quiero decir que de alguna manera (y ése es mi verdadero
talento) cada vez que corrijo indefectiblemente mejoro lo que había escrito. Y como soy negro, cabezón y peronista,
mientras hice el asado con el parqué del departamento de Berlín que tan amablemente me cedió mi Evita alemana (no la
Braun), pensé en otra regla, esta vez más simple que la de tres simple y posiblemente aplicable sólo para mí: mente
elemental si la hay. Una especie de regla de dos (tipo Star wars): más corrijo, más mejoro.

Pero no siempre fue así. Antes, y hablo del tiempo en que ya, lejos de ser una posibilidad de nuevo enfant terrible de
la literatura argentina o cualquier huevada por el estilo, cumplidos los treinta y dos años, mi fallecido amigo José Luis
Mangieri me publica Lo pasado pisado. En esa época yo todavía no había empezado a entender ni un poquito de lo que se
trataba la cosa. Es más, nunca me había puesto a pensar en la cosa, y ni siquiera imaginaba que había que ponerse a pensar
en la cosa. Era pura inspiración, pura alma cantarina vomitando giladas sin límite, a veces con suerte, la mayoría de las
veces con la consecuencia lógica: bosta. Y cuando intuía que algo estaba relativamente bien, quería mejorarlo para que
fuera perfecto, claro, pero lo corregía mal, y lo convertía en esa cagadita a la cual se habían acostumbrado mis oídos. Cada
vez que corregía algo lo empeoraba, lo volvía pretencioso, mezquino, deliberadamente literario, al decir de Enrique Syms
(tremendo escritor que quiero y admiro y del cual les prometo pronto mi crítica sobre El señor de los venenos): lo mataba.
Le quitaba, a la pequeña literatura inconscientemente que ahí había florecido, la poca vida, la poca pureza, el poco brillo
espiritual que podía tener. No porque yo no hubiera leído, ya en esa época era una máquina de leer, sino porque no es fácil
para ningún ego escuchar críticamente su propia música. Yo serruchaba el violín de las palabras sin piedad y a veces,
cuando le sacaba algún sonido decente, trataba de repetir esos movimientos, de quedarme en ese lugar un ratito a respirar
el alivio de una afinada casual (“siempre caza palomitas aquél que anda cazando”, diría Atahualpa Yupanqui).

Aparte de los poemas había escrito dos relatos. Uno a raíz de haber leído un cuento de Bernardo Jobson y el otro a
raíz de una experiencia personal. De esos dos relatos, uno fue directamente a la basura, y el otro está incluido en Cuando
lo peor haya pasado. Se los mostré a un amigo, Edgardo González Amer (aquel escritor que escribiera ese fabuloso libro
El probador de muñecas, editorial La rosa de cobre ¿recuerdan?) y, recomendado por él, llegué al taller de Abelardo
Castillo.

Duré pocos meses en el taller, pero di uno de los saltos más definitivos de mi vida. Yo aún bebía mucho y causaba
algunos problemas, y antes de aterrizar en la maravillosa falda de mi amada Liliana Heker (siempre fui un pollerudo),
llegué a leer esos cuentos frente Castillo y el grupo de taller. El primero, el que terminó en la basura, lo leí el primer día
que me tocó leer, y casi termino en Plaza Miserere, abajo de un tren. El cuento era la historia de un Jockey (nunca me
gustaron mucho los burros, pero hice el esfuerzo de que pareciera lo contrario) que en un gran premio, su primer gran
premio, se cruzaba en la pista y hacía rodar al caballo al que luego había que sacrificar. Como dije, yo había leído a
Jobson, ¿ya saben que cuento, no?: Los caballos no saben que es domingo. Y pensé: “Este tema de los caballos está
bueno” Y como lo de la rodada me parecía más efectivo, más espectacular (con más efecto quiero decir) que la historia
basada en una gris experiencia personal, me dije, “con este los mato". Y como Castillo fue uno de los mejores amigos de
Jobson pensé que además se iba a sentir secretamente orgulloso de mí. Lo leí.

Cuando terminé, en la rueda de críticas, me dieron duro, durísimo. El cuento no había emocionado a nadie, y nadie
se había creído ni un gramo mi amor por los caballos ni mi afición a las carreras: nadie había caído en la trampa. Castillo
interrumpió la matanza y me preguntó “¿Si en vez de poner un jockey, vos ponés un corredor de Formula-1 que derrapa y
se hace pelota contra las gomas del costado, el cuento es el mismo?” contesté rápido. “Sí, yo creo que sí, por supuesto”. Y
Castillo me dijo, más o menos, que no tenía tiempo para escuchar boludeces semejantes, que estaba un poco viejo, o un
poco cansado, o no me acuerdo bien qué, porque yo estaba ya tan rebasado de adrenalina y al borde del suicidio que no lo
pude escuchar hasta el final. Tal vez fue un poco duro el maestro, pero yo la iba de duro también. Recuerdo perfectamente
lo que sentí: “Esto te pasa por ser salame, por venir a un lugar así como si fuera un club de tenis, por no ir hasta el fondo”.
Me fui con el ánimo aniquilado. Voy a reconocer algo que me cuesta mucho reconocer: lloré, cuadras enteras caminé en
un mar de lágrimas. Destrozado, no por las palabras de Castillo, sino porque me reconocí, por primera vez en mi vida,
cobarde y mezquino. Me odié con toda el alma.

Pero al otro jueves volví al taller. Me dijo Castillo, tiempo más tarde, que cuando me vio llegar, supo que yo era un
escritor. Lo que él no sabe es que cada paso fue un calvario, con los pies metidos en dos macetas caminé de la pensión de
Pasco y México hasta su casa, sin un mango, llevando a cuestas el manuscrito del otro cuento, el terror de tener que volver
a leer y la vergüenza de que, conociéndo a Castillo hacía apenas unos días, iba a tener que pedirle, además, que me
aguantara con la guita, que la otra semana, si sacaba la lotería, capaz que le pagaba. El cuento manuscrito era Luces de
colores, que trabajaría junto a Liliana Heker más adelante, y al que en ese momento le faltaba mucho para llegar a ser lo
que es. Pero yo sabía que era algo mío, algo propio, fruto de una experiencia no-canjeable, de una realidad brutal. El
cuento era mío porque hablaba del bien y el mal que había en mi corazón. Tenía ese valor de origen: un lugar muy bueno
para que empiece a explorar alguien que empieza a escribir, un lugar válido. Hoy es el cuento menos logrado de mi libro,
pero el cuento que más quiero. Lo trabajé durante dos semanas, metiéndome en la historia, recordando detalles urbanos,
detalles que hablaban más de mí, de lo que yo era, que mil palabras ingeniosas. Cuando lo leí en el taller, las críticas
fueron duras otra vez, pero no recibí ni una sola descalificación. El cuento ya sudaba su verdad.

¿Qué fue lo que pasó durante esas semanas? ¿Qué fue lo que cambió entonces? La respuesta es clara: yo. Yo
cambié, no mi literatura. Porque mi literatura siempre estuvo ahí. “Yo no soy más o menos, yo soy todo o nada” me dije en
la hora más callada de mi noche (Rilke, sí, más vale) Y decidí escribir en serio. No escribir para ver qué pasa, sino escribir
para ver qué me pasa. Y no es lo mismo gato montés…

Vuelvo a Abelardo Castillo, “Uno no debe corregir texto, uno debe corregir persona”, algo así me dijo en una charla
en su casa, hace poco, por junio del año pasado, días antes de venirme a Alemania, días después de mi cumpleaños 43:
diez años después de aquel jueves. Y otra vez, como si mi destino luego de hablar con Castillo fuera el de vagar
ensimismado por las calles de Buenos Aires, caminé hasta Rivadavia y subí pensativo por la avenida hacia el oeste, hacia
el lado de mi casa (ahora tengo casa, en La Paternal). Hacía frío, pero no me quería subir a un taxi, no quería hablar con
alguien y contaminar la semilla que me habían metido las palabras de Castillo en la cabeza. Porque había sentido como si
él me devolviera algo, como si completara la enseñanza que había comenzado con tanta dureza años atrás ahora: cuando
yo estaba preparado para entenderla en profundidad. Tampoco pensaba lo que se dice “pensar” directamente en sus
palabras, simplemente caminé, porque creo que es eso lo que hay que hacer en esos casos: dejar que el consiente y el
subconsciente se empaten, que trabajen a la par, que se hagan amigos o que hagan carambolas. No sé cómo funciono allá
arriba, y cada vez que digo “yo” me siento en el pecho, ése es mi palo. Intelectualizar todo tiene el riesgo de intentar
manipular una respuesta rápida, o sea, una conclusión que podría ser más cercana a un dogma, o al menos a un precepto.
Yo sólo caminé, herido de amor por esas palabras, y el resultado fue esta revelación: desde esa vez, el jueves ese en que
casi me corto las venas con la cinta de la máquina de escribir, sin darme cuenta, empecé a cuestionarme a mí mismo antes
de cuestionar mi texto. Desde esa vez, cada vez que me enfrento a algo que escribí, me enfrento a mí mismo, y no a un
simple texto. O sea que, hace diez años que yo, sin saberlo, corrijo persona y luego escribo un texto nuevo, fruto de la
herencia del ser corregido, pero patrimonio total del nuevo ser: el ser parido en la corrección: la nueva mutación mejorada
de Pablo.

Por supuesto que hace falta talento, pero como dijo Poe, eso abunda. Ja, ja (¿habrá sido un chiste?) qué notable ese
hombre.

Me desahogó contar esto, y va dar lugar para que en el libro reflexione sobre otras cosas. Mientras tanto recuerdo la
perfecta conclusión de Castillo, tal vez hoy pueda decir Abelardo a secas, porque es también mi amigo, un amigo muy
querido: “Pablo, corregir es un trabajo espiritual”.

Gracias troesma.

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