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CursoFilosofiaBurilloX PDF
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Psicología de la afectividad
I. La personalidad
La psicometría
El carácter
En los irracionales la articulación entre los impulsos y la acción pasa por el «circuito
cerrado» de la estimativa o instinto. La percepción de realidades externas –junto
con intenciones innatas y patrones de conducta estereotipados–, dan como
resultado la acción instintiva. El desencadenamiento de ésta es “automático”,
inevitable, no es libre. El ser humano, por el contrario, se detiene a pensar; en él,
el “circuito” que se establece entre estímulos externos y necesidades internas no es
automático. La capacidad de considerar, meditar y deliberar, significa posponer la
acción; dicho con otras palabras, el ser humano piensa y desarrolla una vida
superior, porque puede abstenerse de actuar inmediatamente. Puesto que los
instintos no lo dominan, el ser humano domina la realidad a través del
pensamiento. Pensar detiene el automatismo de la acción instintiva; por eso, es
coherente decir que el ser humano no tiene instintos, ya que los instintos son
inmediatos –significan un paso a la acción tan irreflexivo como certero–, o, de lo
contrario, no son instintos sino ingenio, técnica y reflexión. En suma, el hombre
piensa porque es capaz de autodominio, las pasiones no lo dominan; él domina a
las pasiones y, por eso, domina el cosmos. Este concepto de autodominio lo
pusieron ya de relieve los filósofos griegos.
1. Apetito concupiscible:
deseo, inclinación al bien presente o ausente.
aversión, respecto al mal presente o ausente.
placer o gozo, descanso en el bien poseído.
dolor o tristeza, con respecto al mal presente.
2. Apetito irascible.
esperanza, reacción relativa a un bien futuro, arduo, estimado asequible.
desesperación, reacción relativa a un bien futuro estimado inasequible.
temor, en relación a un mal futuro estimado inevitable.
audacia, con respecto al mismo mal, pero estimado superable.
ira, es la pasión del mal presente e inevitable.
Los buenos sentimientos son una cualidad de la conciencia recta. Son “buenos”
porque hacen sentir de acuerdo con lo que es verdad y es justo. Buenos
sentimientos son la indignación ante el crimen o la injusticia descarada, la
compasión para con los débiles, la ira justa, el perdón generoso, la admiración del
heroísmo y la vergüenza de las acciones desordenadas. Son buenos los
sentimientos que mueven a emular a las figuras admirables. Una base para que
existan buenos sentimientos es la existencia de la admiración.
La admiración es la alta estima, el aprecio del bien, y de entre todos los bienes el
más alto es el ser humano. Por eso, en suma, todos entienden que tener buenos
sentimientos es lo mismo que ser humano. De todo eso la época de los monstruos
y del manga, la época pragmatista que exalta el dinero fácil o el éxito al precio que
sea, hace burla. La admiración no goza de buena prensa; está mejor visto el
antihéroe que el héroe. Buena parte de la literatura actual cultiva la sospecha: ese
«héroe» ¿qué va buscando, en realidad? El sentido de la admiración pasa
actualmente por una honda crisis. Por eso mismo, se entiende con dificultad
(apenas) la prioridad de la teoría, de los valores y del heroísmo. Vivimos en una
época que ha reinventado los gladiadores, que es fría para la belleza sencilla, fría
para los niños y la pobreza, fría para con Dios. Vivimos una época emotivista,
sentimental, pero de sentimientos poco elevados.
Además, sentimos casi siempre con los otros. Los sentimientos tienen un
componente social; el medio social educa (o estropea) la sensibilidad. Un
sentimiento básico es la simpatía. Los sentimientos son captados por el niño antes
que el significado de las palabras; en parte, sentimos de la manera que vemos
sentir. Aquí la quiebra de las tradiciones familiares, y de la familia tradicional, se
hace más sensible que en ninguna parte. Se diría que hoy no sentimos con los
sentimientos de los nuestros, de los padres y los abuelos, sino con los
protagonistas de la telenovela de moda. Podemos así estar sintiendo con la
sensibilidad de escritores que tengan una visión nihilista o amoral de la vida pero
que, con habilidad literaria nos aproximan a sus personajes como modelos; se va
configurando de esta manera una sensibilidad de masas, desarraigada de la familia.
Por el lado sensible somos fácilmente manipulables; el manipulador con oficio sabrá
esquivar nuestras defensas especialmente en el terreno de los afectos.
Se sugiere aquí una discusión sobre los clásicos y la divulgación de masas,
volviendo a la lectura del capítulo 1º de esta obra. Insinuamos la afinidad entre
sentimentalismo y pragmatismo. Max Weber (1864-1920) pronosticó que en el
siglo XX predominarían «especialistas sin alma y vividores sin corazón».
Las facultades se definen por sus actos, los actos por sus objetos. La definición de
una facultad descansa sobre la existencia y naturaleza de su objeto. Un objeto
diferente postula la existencia de una facultad, o potencia del alma, diferente. Tal
es el caso de la voluntad, que definiremos como apetito racional.
El objeto de la voluntad es el bien captado por el intelecto, es decir, la razón de
bondad. Pero no es indispensable que lo que atrae a la voluntad sea realmente
bueno, sólo se requiere que la mente lo capte como tal. El fin, objeto de la
voluntad, es el bien o lo que aparece como bueno.
Pero el bien no se presenta a la voluntad más que por medio del intelecto, que lo
conoce; de ahí la máxima que condensa la naturaleza y el dinamismo propios de la
voluntad: Nihil volitum, nisi praecognitum, nada es querido si no es previamente
conocido. Es imposible amar lo que se desconoce. Con respecto a la voluntad, lo
desconocido no existe, pues no atrae. Por tanto, la voluntad es una
potencia movida por la razón: esta le propone el bien como tal, es decir, en su
razón de bondad. Distinguiremos, además, el orden de la especificación del orden
del ejercicio, cuando se trate de los actos de la voluntad; lo que especifica es el
objeto (el bien, sea real o aparente), y quien ejerce la acción de querer es sólo la
voluntad. Por lo tanto, el entendimiento mueve a la voluntad en el orden de la
especificación, porque le propone objeto (especifica su acto). Sin embargo, la
voluntad pasa al ejercicio porque quiere (queremos porque queremos, libremente)
y, en el orden del ejercicio, la voluntad mueve al mismo intelecto y a todas las
demás potencias.
El apetito sensible, los deseos, tienen por objeto algún bien singular, conectado con
las necesidades orgánicas; la voluntad, en cambio, originada en la inteligencia,
trasciende todo lo singular y concreto. La voluntad ama la bondad, y este atributo
se identifica con la entidad o el ser; todo lo que existe es, en algún sentido, bueno.
De manera que el horizonte de la voluntad es ilimitado; quiere el bien sin límite,
el bien universal, en absoluto; capta la razón de bondad en cosas concretas, pero
éstas no serían queridas si no presentaran la razón de bondad, al ser juzgadas más
o menos acordes con la razón universal de bondad. En suma, la voluntad que
definimos como «apetito racional» se especifica por el acto de querer, el cual tiene
por objeto al bien conocido en absoluto, es decir, a la bondad existente en las cosas
y que, en abstracto, es una perfección o fin que atrae sin límite.
Justamente por este carácter abstracto o ilimitado de su objeto natural, el bien
como tal, la voluntad ama las cosas buenas (en parte buenas, en parte no lo
bastante buenas) porque delibera y elige, esto es, quiere los bienes finitos
libremente, con elección. Es propio de la voluntad el carácter de
facultad superior, tanto que, sin la razón, el ejercicio de la voluntad es imposible;
por eso, cuando falta conocimiento o advertencia racional, falta también
voluntariedad.
Los deseos son movidos por las cosas externas (son pasiones), la voluntad en
cambio mueve a todas las otras potencias del alma: activa o paraliza las facultades
sensibles y el mismo intelecto que, si es aplicado, entiende, y si la voluntad no lo
aplica a entender (atendiendo) no entenderá.
La emotividad se corresponde con la dimensión pasible del hombre, común a los
entes naturales (nos influyen la gravitación, la luna, las estaciones del año, toda
clase de factores externos que afectan a nuestros órganos), por la emotividad el ser
humano es sujeto pasivo de las fuerzas del cosmos; por la voluntad, en cambio, el
hombre es eminentemente dueño. Toda capacidad de dominio externo es, antes
que nada, capacidad de auto-dominio, y toda capacidad de dominio manifiesta el
señorío y libertad del querer. Por ser capaz de autodominio, es capaz de dominar el
influjo de los astros: el hombre es, por naturaleza, el señor de las estrellas. De este
modo tan sugestivo se expresaba, en relación a la voluntad, un antiguo pensador
cristiano de la era patrística (ss. II-VII d. C.)
El objeto de la voluntad (la razón formal de bondad) resulta desdoblarse en dos: los
bienes externos y los actos interiores, que pueden ser: actos elícitos, o actos de la
propia voluntad que dirige sus actos, y actos imperados, o actos de las demás
facultades, dirigidas o movidas por la voluntad.
Deseo de felicidad y elección
En la voluntad radica el deseo natural de felicidad, propio de todo hombre, así como
la capacidad de elegir entre bienes finitos.
En la filosofía creacionista aquel principio que Aristóteles había
denominado finalidad, obtiene la mayor universalidad: todos los seres existentes
están ordenados a un fin por el Creador. Este orden al fin no es nada diferente de
su naturaleza (physis), es «la esencia en cuanto principio de operaciones». El obrar
manifiesta el ser, y de él deriva; pero el obrar se ordena a un fin, pues observamos
que cada naturaleza posee una forma de obrar específica, constante. ¿Cuál es la
naturaleza de la voluntad? La pregunta equivale a esta otra: ¿cuál es la inclinación
natural de la voluntad? ¿Qué queremos de forma primera, natural? La filosofía
tradicional distingue, en atención a esa pregunta, entre voluntas ut natura, la
voluntad como apetito natural (de la razón) y voluntas ut ratio, o voluntad como
facultad deliberativa, discursiva o racional, que elige.
La voluntas ut natura quiere, de forma natural y necesaria, el bien en común o,
mejor dicho, la razón formal de bondad donde quiera que se encuentre. Queremos,
en cambio, de manera electiva y libre los bienes particulares, que realizan aquella
razón formal de bondad en mayor o menor grado. Por eso, la naturaleza de la
voluntad es la inclinación al bien en absoluto, la orientación a la felicidad como fin
último de la existencia. Los bienes (particulares) son queridos en la medida en
tanto que conocemos que realizan de alguna manera aquella razón formal. Nada
puede ser querido en cuanto mal o malo, porque el objeto de la voluntad es el bien.
La voluntad tiene, en suma, esta doble dimensión: es voluntad natural en
referencia al fin, y es voluntad electiva (deliberativa) en referencia a los medios.
Nadie delibera sobre el fin, sino sobre los medios. Bajo la óptica existencial, fin sólo
lo es el fin último, los fines que son queridos –a su vez– como medios, esto es,
como buenos para otra cosa, no son buenos absoluta sino secundaria y
derivadamente: son bienes o fines porque llevan a la consecución de un fin más
alto. Los medios participan de la bondad del fin al que sirven, todo su atractivo
deriva del fin; por ellos mismos, los medios no pueden ser queridos; por eso, se
debe llegar a un fin que sea último, esto es, querido por sí mismo y no por otra
cosa o, lo que es lo mismo, que no sea medio para nada. Decimos que todos
quieren de modo natural este fin último de la vida, y que este querer natural es el
«deseo de felicidad».
Toda la dinámica vital se explica por esta tendencia a la felicidad; pero la
inclinación natural a la felicidad no es libre y no se elige; ella supuesta, toda cosa
presenta algún interés o relevancia vital en cuanto ordenada a la felicidad. En todos
los bienes limitados buscamos y amamos la posesión del Bien sin límite, nuestra
felicidad. La aspiración a la felicidad es natural; la naturaleza de la voluntad (y de la
razón) humana se expresa en esta inclinación espontánea, del mismo modo que la
naturaleza del fuego en quemar, lucir y subir, o la de la piedra en pesar hacia
abajo. Pondus meus, amor meus, escribió San Agustín, «mi peso es mi amor»,
porque en la Naturaleza toda cosa pesa, o gravita, hacia un fin natural.
Este pondus u ordenación no es, por lo tanto, impuesto ni extrínseco en modo
alguno, no «violenta» la naturaleza, puesto que la violencia es una fuerza
extrínseca (impuesta desde fuera) que mueve a una naturaleza contrariando su
movimiento natural, pero sin conferirle ninguna nueva capacidad para obrar por sí
misma. Lo que hace violencia a una naturaleza es, por el contrario, lo que impide
su inclinación; por eso, es contrario a la naturaleza humana el intento de sofocar o
suprimir esta inclinación natural de la voluntad al Bien absoluto y sin límites.
Lo anterior plantea una cuestión del mayor interés vital. ¿No es acaso evidente que
ese bien sin límite, objeto de la tendencia voluntaria, es Dios? En consecuencia,
resultará evidente la existencia de Dios, mediante el solo análisis de las facultades
superiores. Liso y raso: el hombre tiene a Dios por fin último o a la nada; todo lo
demás serán medias tintas y las componendas de la inautenticidad. Es el
argumento por el deseo natural de felicidad (Cf. cap. 8, III), un argumento de gran
resonancia humana. Sin embargo, se debe distinguir todavía entre la felicidad en
sentido subjetivo y la felicidad objetiva. En el primer sentido significa
la posesión del bien capaz de colmar de gozo y descanso las potencias superiores
del alma, el intelecto y la voluntad. En el segundo sentido, significa el bien en sí
mismo. Falta, por tanto, demostrar que sólo el bien infinito y eterno es el objeto
adecuado de nuestro deseo natural de felicidad, y que este bien es asequible para
el hombre. Aristóteles reconoció que sólo Dios era un bien adecuado a la inclinación
del apetito racional, sin embargo consideró que tal bien no era asequible. Dios dista
infinitamente del hombre en perfección y no hay operación finita capaz de poseerlo.
Visto el asunto desde el paganismo antiguo, sólo Dios podía ser la felicidad del
hombre, pero el hombre sólo podía contemplarlo desde lejos, inadecuadamente, en
la especulación teórica; poseer a Dios no es una operación humana, sino divina.
El acto de la voluntad es amor, querer es amar. Como sucede con todos los
conceptos importantes, «amor» es una palabra que acepta diversas significaciones.
Existeamor natural, como en el caso de la planta que ama la luz; hay amor
sensible o deseo, como en quien ama el dinero o el vino; en fin, el amor se dice con
mayor propiedad de las personas, como amamos a los padres o a los amigos. ¿De
cuáles y cuántas maneras podemos amar? Aristóteles formuló una interesante
respuesta para esta pregunta. Puesto que los actos se especifican por sus objetos –
dice–, hay diversidad de amores, porque hay diversidad de bienes. En todo caso,
no obstante, el objeto del querer es el bien. Se pueden distinguir tres tipos de bien:
el placentero, la utilidad y la amistad. Según el filósofo de Estagira, en estos tipos
de bien se incluyen todos los demás; luego el bien puede significar: 1) gozo,
bienestar o placer; 2) utilidad, o 3) benevolencia o bien para alguien, para una
persona.
Esta división reconoce que el placer es un bien, no es un mal. También observa que
la utilidad es buena, constituye de hecho todo un universo de bienes: los útiles, los
bienes culturales, diríamos hoy. En fin, las cosas son amadas para las personas, no
por ellas mismas, sino en cuanto son para alguien. El amor de benevolencia, o
amistad, que significa querer el bien para alguien, es la razón de ser de los dos
anteriores. Solamente la predilección o amor de benevolencia es amor en absoluto.
En cambio, los otros amores son relativos, amamos los placeres o los útiles en
relación a una persona: a nosotros mismos o a nuestros amigos.
IV. La amistad
Descripción de la amistad
Definición de la amistad
La amistad es, en las páginas aristotélicas, una virtud atractiva y rodeada de toda
una constelación de virtudes humanas bellas. Tras la aproximación descriptiva
anterior, la definición que expresa la esencia del amor humano resulta natural: es
el amor de benevolencia.
Amar de manera preferente (eso significa «predilección»), sólo puede recaer sobre
un bien amable; pero ya sabemos que el bien puede ser de tres tipos: lo que es
bueno en sí mismo, lo agradable y lo útil. Pero «no utilizamos el nombre de amistad
cuando se trata del afecto a cosas inanimadas, porque entonces no hay
reciprocidad, ni se desea el bien del objeto (sería ridículo, en efecto, desear el bien
del vino; si acaso, se quiere que se conserve, para tenerlo); en cambio, decimos
que se debe desear el bien del amigo por el amigo mismo». Tenemos, en suma,
que el amor de amistad es: una benevolencia recíproca, esto es, conocida y
correspondida.
La amistad es una especie del amor, y el amor se funda en el bien. Dejando aparte
ahora el bien placentero y la utilidad, nos referimos a los bienes que son amados
por ellos mismos, y esta estima se llama predilección, porque no es un amor
cualquiera sino el amor per se, en absoluto. La benevolencia recíproca es la
amistad. Pero eso se matiza añadiendo que la benevolencia es el inicio de la
amistad, mas no aún la misma amistad, porque ésta le añade el mutuo
conocimiento y la correspondencia, más el trato frecuente.
Como el amor en general, también la amistad incluye tres especies: la de pura
benevolencia, la basada en el placer y la fundada en la utilidad:
«Tres son, pues, las especies de la amistad, en número igual al de las cosas dignas
de afecto. En cada una de ellas se da una reciprocidad no desconocida, y aquellos
que están animados de mutuos sentimientos de amistad quieren el bien los unos de
los otros en forma correspondiente a cómo se aman».
Acabamos este capítulo, pero retengamos algo que será de enorme ayuda a la hora
de abordar la filosofía social y la filosofía moral; en efecto, de todos los afectos el
más humano y profundo es el amor de amistad, o amor de persona. Ahora, lo que
causa y conserva el amor entre personas es la comunicación.
La comunicación estaba en la entraña del conocimiento, vimos más atrás. El
mecanicismo y el racionalismo era incapaces de comprenderla y explicarla. En los
capítulos siguientes veremos que el ser del hombre es, por su misma esencia, un
ser comunicativo. A su vez, este hecho, constitutivo, esencial, explica que el ser
humano sea sociable y social; y por lo mismo se comprende que existan normas,
legales y éticas, que hacen posible y armónica la coexistencia de las personas en
sociedades civiles particulares (Derecho positivo) y en la sociedad universal y
cosmopolita (Derecho de gentes, Derecho natural).