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Alrededor de Guadalupe PDF
Alrededor de Guadalupe PDF
(Versión sin corregir.)
La eficacia de lo imposible.
Yamila decidió no decirle nada a Santiago y esa mañana, antes de
que salieran a trabajar, se encerró en el baño con su cartera y
una pila de exámenes sin corregir. La vejiga le latía
dolorosamente, se sentó en el inodoro y revolvió con desesperación
el bolso. Encontró el test, despedazó el paquete y desplegó el
tríptico con las instrucciones. La letra muy chiquita. Yamila era
una mujer joven, pero sus ojos se habían resentido con las
lecturas del doctorado. Estrujando las piernas, vació la cartera
sobre el piso y desparramó el contenido hasta dar con los lentes.
Cinco minutos de espera, seis horas de retención. Recoger la orina
en el colector y humedecer la sonda. Repitió varias veces los
pasos mientras abría el blíster con los accesorios y los apoyaba
sobre la pila de exámenes. Luego se levantó la pollera, se bajó
las medias y la bombacha, y orinó intentando hacer blanco dentro
del diminuto colector de plástico.
Apenas treinta segundos. Aquella mañana se detuvo en doble mano a
unas cuadras del consultorio. Santiago le dio un beso fugaz en la
boca y se apeó. Con el tránsito matutino bramando a sus espaldas,
Yamila se permitió un minuto para observar a su marido. Un
hormigueo le encendió los labios y quiso llamarlo y pedirle que se
tomaran el día. Marcó su número, pero la “máquina de hacer bebés”
se le atravesó. Desde que hablaran, hacía ya más de un año, su
intimidad se había vuelto escrupulosa. Cada noche señalada,
Santiago se volvía hacia ella y ella hacia él, como dos esmerados
compañeros de trabajo. Él la penetraba, ella lo recibía, y al
final quedaba un desconsuelo que sólo se aliviaba durmiendo.
Yamila guardó el teléfono, aceleró el viejo gol y escapó del
microcentro.
Un minuto. Santiago la llamó a mitad de mañana. Yamila terminaba
su clase sobre “El Banquete” con un populoso pregrado. En la
primera fila, devorando todo con los ojos, una estudiante la
interpelaba. Vestía una remera blanca, con la boca stone estampada
en rojo “¿Por qué se ama lo bello?” Si hubiera sabido que cada
noche, cuando se apagaba la máquina, su profesora usaba la misma
remera como camisón, seguramente habría elegido otra prenda.
Yamila la miró en silencio, entonces sonó su celular y pidió
disculpas y se apartó. “No podemos tenerlo en casa, Santiago.”
“Estuve toda la mañana buscando una enfermera, pero es difícil a
tiempo completo” “¿Por qué hacés esto?” “Es mi viejo, Yamila”
“Esta bien. Voy para allá” “No hace falta”. “Voy para allá”.
Yamila pidió disculpas y abandonó la clase. La estudiante de ojos
hambrientos quedó sin respuesta.
Noventa segundos. Santiago le preguntó si estaba bien. “Dame unos
minutos, ya vamos”. Alguna vez, Santiago le había contado que sólo
recordaba dos abrazos de su padre: cuando se recibió de psicólogo
y cuando su madre murió. “Y creo que esa vez se confundió con
otro”. El doctor Jasón Haliquias había sido un exitoso psiquiatra.
Al enviudar, comenzó a deteriorarse. Implacablemente, día tras
día, fue perdiendo una parte de sí. La demencia lo encerró en su
casa con una vieja enfermera que lo cuidaba y que estaba
convencida de que el viejo era un santo. Inevitablemente, esa
magia se apagó y la devota acabó pidiendo unos días para visitar a
la familia y calmar sus nervios.
Dos minutos. Manejaba hacia la casa de su suegro pensando que la
pregunta tenía algo inquietante “¿Por qué amamos lo bello?” Más
tarde, cuando se encontró con Santiago, tarareaba el único tema
que conocía de los Stones. Él bromeó, los dos rieron. Después
recogieron a Jasón y lo llevaron al departamento de dos
dormitorios donde vivían. La primera noche nada ocurrió. Por la
mañana, mientras desayunaban unos mates, los dos se miraron
confiados. Santiago había suspendido sus pacientes esa semana.
Yamila lo cubría un par de tardes, colocaba su netbook en la sala
y le echaba un ojo al viejo, que deambulaba observando todo como
si no fuera de este mundo. Una noche, perdido y en agonía, Jasón
orinó en el pasillo. Santiago se puso nervioso cuando habló con
él. Yamila limpiaba la macha con papel de diario, tenía esa remera
con los labios Stone. El viejo se puso a llorar.
Tres minutos. Esa noche habían retomado la laboriosa tarea. Ella
pensaba en la belleza, echada de espaldas, con la boca de su
marido bufándole en el oído. Entonces Jonás entró en la
habitación, arrastrando el paso sordo de sus pantuflas y orinó
sobre los amantes. Ella gritó horrorizada. Pelearon. A partir de
ese día no volverían a tocarse, cada uno evitaría al otro como
quien elude una responsabilidad. Yamila comenzó a dormirse de
espaldas y Santiago esperaba el sueño con los dedos cruzados sobre
el pecho.
Cuatro minutos y medio. Había sido en ese mismo espejo, que ahora
duplicaba la pila de exámenes sin corregir y, en su cima, la sonda
dentro del colector con orina. Santiago regresó y, sin despedidas,
se llevó a Jasón. Yamila permaneció sentada donde estaba con la
sensación de haberse quedado con un regalo que no le pertenecía.
Las manos le temblaban. Su marido se ausentó tres horas. Cuando
escuchó la llave en el picaporte, ella se puso de pie. Él se
sorprendió “Pará” dijo Yamila ”Sé que es imposible. Pero dejame
ver algo” Y, midiendo con suavidad cada movimiento, con los ojos
cerrados, lo abrazó. Al principio, Santiago se mantuvo tenso.
Después un brazo de él la rodeó. Luego el otro.
Cuatro minutos cincuenta y cinco. Hicieron el amor en la sala y al
terminar, entre gritos e imploraciones, se tendieron sobre la
alfombra. Yamila apenas conservaba su camisa, Santiago tenía
anudado los pies con los pantalones. Respiraban agitados y la ropa
arrancada se extendía a sus pies como restos vegetales. Ella se
aproximó a su oído “Nos habíamos olvidado de qué se trata” “¿Y de
qué se trata?” “De la eficacia de lo imposible.”
Los muchachos corrían en la cancha, Ciro los miraba desde el arco.
Santi gambeteó entre las piernas del Bizco y se disparó por un
lateral. Alguien intentó pararlo y fracasó, Santi volaba. Ciro
pensó que no le haría eso a él, que Santi lo quería. Le temblaban
las manos, el sol le daba en los ojos. El Bizco gritó, era una
amenaza, Ciro bajó los brazos, Santi pateó, la pelota entró, fue
gol, Ciro no lo supo, corría, escapaba con la horda pisándolo, era
de tarde en el pueblo y no había un alma, la horda gritaba
hambrienta, Ciro corría tan rápido que no podía pensar, dobló en
una esquina y una mano lo agarró y lo arrastró dentro de un
baldío.
Esa tarde, cuando se recostaba a la siesta, Bruno supo que jamás
despertaría. A su lado, Clarita ya dormía el sueño relajado de los
bebés. “Morirse en una tarde de sol como esta” pensó “que
pelotudez.” Clarita se revolvió como si lo hubiera escuchado,
chasqueó los labios con el recuerdo de la teta y reinició el suave
roncar.
Bruno era psiquiatra por fatalidad. Un tipo estudioso que devoraba
lecturas con el ansia de un náufrago. No lo hacía por vanidad, era
un tipo más bien humilde, sino porque sabía que, tras cada
inmediata verdad, había una maravilla. Y cuando se llegaba a
descubrirla, la alegría era infinita. Por eso fue un libro el
primer regalo que le hizo a la mamá de Clarita. Quería que se
maraville con él. Maravillémonos juntos, pensó. Daniela hacía la
residencia en el hospital, era un rostro entre la pequeña multitud
de estudiantes de posgrado, uno que siempre estaba ahí, con esa
sonrisa enorme y esa boca llena de dientes como jazmines. Durante
una asamblea, cuando todos empezaban a irse y lo realmente
importante ocurría, se acercó a ella, le dijo unas palabras y le
pasó el libro. Vestía una blusa blanca, tres cuartos, con detalles
bordados. Olía ligeramente a limón. Tenía treinta y ocho pecas en
las mejillas. Bruno recordaba todo eso y mucho más, como la exacta
posición del sol, venus y júpiter en el instante en que el libro
pasó de manos. Pero, por alguna razón, no podía recordar el título
ni el autor. Un francés, tal vez. No importaba. Igual,
maravillarse sería inevitable.
...
Con esfuerzo, abrió los ojos. Tenía que apartar el sueño, quedarse
quieto. Quería hinchar ese instante hasta límite de lo posible.
...
Esa misma mañana, al despedirse, Daniela sonreía igual que la
primera vez, con todos sus dientes blancos, su boca como una flor,
en un solo gesto amplio y lleno de verdad. Un gesto que sólo podía
revelar alguien feliz. En esta última siesta Bruno descubría ese
gesto. Afuera el pueblo era una tumba. Bruno reía.
Sus hijas lo comprendieron; pese o lo que se dice, la adolescencia
es un tiempo de sabiduría. Pero su mujer no pudo tolerar el
imponderable peso del desamor: aunque rompió platos, arrancó
cortinas y le gritó con el rostro abotagado que ya no era un
pendejo, que tenía hijas grandes, aún así, merece nuestro respeto
quien sufre desamor porque, ya sabemos, es el más insoportable de
los dolores. Él hizo una pequeña valija. Su hija mayor lo ayudó en
silencio, los labios le temblaban.
...
Un pájaro aleteaba en la habitación. Bruno no se movió, los dedos
de Clarita casi le tocaban la nariz. Cuanto más. Cuanto más por
decir lo que hay que decir y hacer lo que hay que hacer. Cuánto
tiempo más. Si hubiera puesto el consultorio en casa, como decía
su exmujer, y abandonado esa empecinada actitud de hospital
público, tal vez se hubiera reciclado durante otros diez o quince
años. Era mucho más tiempo que esta felicidad incandescente y
efímera. Se hubiera muerto de hambre lentamente, día tras día.
Cuando la empresa de recolección de residuos encontrara el cadáver
de un paciente dentro de un contenedor, el hospital pasó, si no al
titular, al menos a las páginas dos o tres de la prensa. Para la
dirección no se podía seguir hablando del placer cuando la propia
existencia estaba amenazada, y el proyecto de la salita del amor
se marchitó antes de nacer. Por entonces, los dos sabían que
estaban embarazados de Clara. Fueron juntos a las asambleas, pero
Bruno habló poco. Estaba visiblemente distraído y sólo por
momentos cierto sentido del deber lo erguía en el asiento. Una
vez, cuando regresaban de una plenaria, se confesó con Daniela. “A
veces descubrís cosas tan luminosas en el mundo que quedás
prendido,tomado, y hasta lo más aterrador se desvanece.”
...
El pájaro se posó sobre el armario y extendió los alas. Su hija
mayor, con los labios temblando, le había dicho algo. Lo dijo sin
interrumpir lo que hacía, lo dijo sólo para que sea dicho. Bruno
quería recordar esas palabras.
“Cuidate” le había dicho.
“Esto es la desesperación de morirse”
“No” respondió el pájaro “esto en nada se parece a la muerte”
“Es cierto. Estoy angustiado. No es posible que haya muerto”
“En unos minutos más.”
“Todo esto ¿Realmente está pasando?”
“Sí. Las cosas nunca dejan de ocurrir.”
Pensaban, en el fondo, que podían no elegirse. Daniela aún se lo
repitió cuando canceló la boda, rompiendo con un noviazgo de diez
años para irse a vivir con ese otro que, entre cardos y flores
violetas, la había enamorado. Los souvenires nunca vieron la luz
del día, permanecieron en la fresca oscuridad de la caja, fueron
durante mucho tiempo algo que no recordaba nada. No fueron.
Tem 4 teorias de árvore que eu conheço.
Primeira: que arbusto de monturo agüenta mais formiga.
Segunda: que uma planta de borra produz frutos ardentes.
Terceira: nas plantas que vingam por rachaduras lavra um poder
mais lúbrico de antros.
Quarta: que há nas árvores avulsas uma assimilação maior de
horizontes.
Manoel de Barros. Seis ou treze coisas que eu aprendi sozinho.
Miguel se divorció de Antonella cuando entendió que no la amaba.
En cuanto a su hijo Daniel, estaba demasiado preocupado en ser un
padre primerizo y mayor como para prestarle atención al muchacho.
El único traje que le quedaba cómodo era el del doctor Santos, al
frente del área de traducción del relato político. Sin embargo,
cuando Julieta lo conoció, supo inmediatamente que Miguel era un
tipo sufrido. Cayó en la cátedra buscando un tutor para su tesina,
su tema era las traducciones al español de la poesía de Manoel de
Barros. Miguel le hizo un gesto con la mano. “Acá trabajamos con
comunicados políticos” Y ella respondió que precisamente por eso,
y Miguel no supo que decir. Ella expuso su idea. Catorce meses
después, cuando eligiera aquel vestido, no lo impresionaría tanto
como entonces.
Ella leyó:
”Cuarta: que hay en los árboles sueltos...”
¿Sueltos?
1 De Barros, Manoel. Seis ou treze coisas que eu aprendi sozinho. Leya, Sao Paulo, 2010.
miró a su padre ni una vez.
Es para mí—dijo ella.
¿Quién es? ¿Tu novio?
¿Qué pregunta es esa? Te voy a denunciar.
Eran apenas las siete de la tarde, pero ya era de noche y llovía
con furia. Julieta llegó empapada al bar y pasó directamente a la
cocina, donde le dieron un toalla y se colocó el delantal. Hacía
más de seis años que trabajaba ahí. Tenía a su cargo doce mesas
y ya era una experta en consolar borrachos y eludir cargosos. Pero
hoy nadie jugaba en la mesas de pool, ni reía a los gritos con un
porrón de cerveza. El bar estaba vacío, y Julieta miraba por los
ventanales. Un auto se detuvo y encendió las luces intermitentes.
¿Y ese?
El cocinero la sorprendió, era un chico de su edad que entrenaba
para boxeador. Julieta lo creía dormido.
Ni idea.
Se acercó al ventanal, la lluvia sobre el cristal desfiguraba las
cosas. Julieta se tapó la boca. El auto aceleró y se perdió en la
tormenta.
“Cuarta: Que hay en los árboles dispersos...”
Miguel nunca había estado en un bowling. Tuvieron que cambiarse el
calzado. Ella lo vio agacharse para atarle a su hijo los cordones
de las zapatillas. Lanzaron bolos y rieron. Daniel festejaba sus
buenos tiros buscando a su padre y alzando los puños. Cerca de las
seis, Julieta tomó su bolso y se despidió de los dos. Miguel la
invitó a cenar con ellos. Julieta subió el cierre de su campera.
La sonrisa había desaparecido. “No puedo”, contestó.
Llevó a su hijo a una pizzería. El calor de la noche invitaba a
beber en la vereda. Una hilera de pesadas palmeras surcaba la
avenida. Miguel pidió una cerveza y una coca. Miró al mozo:
Julieta también sabría destapar el porrón con una sola mano, sobre
la bandeja, con treinta clientes esperándola. Uma árvore avulsa.
Luego, padre e hijo volvieron caminando, callados y juntos. Cuando
entraron en el departamento, Daniel se arrodilló junto a las
cajas, y abrió una. “Dejá eso. Es basura.” Después vieron
televisión en la cama, una documental sobre los leones, hasta que
Daniel se quedó dormido. Entonces Miguel se levantó, encendió la
netbook y escribió un largo mail para la doctora Janaína
Rodrigues.
“Cuarta: que hay en los árboles...”
Tenían quince minutos antes de que empezara el ensayo, y Antonella
no encontraba las llaves del departamento. Buscó en los bolsillos
de su piloto y dentro de la cartera. Luego fue hasta el recibidor.
La puerta estaba cerrada y no había señales del llavero.
Dani. ¿Viste las llaves de casa?
Puteó en voz baja y regresó a la cocina.
¡Daniel!
El chico tampoco estaba en su habitación.
Mamá.
¿Qué pasa, Dani? ¿Por estás descalzo?
Vio el manojo de llaves en su mano.“Dame las llaves, Daniel.” El
chico retrocedió de espaldas. Antonella repitió el nombre de su
hijo. Daniel huyó al balcón, con su madre pisándole los talones, y
arrojó las llaves desde el quinto piso.
El bar era una lugar pequeño, decorado con motivos andinos. Cuando
Miguel llegó, Julieta se levantó a recibirlo. Al caminar, el
vestido se agitó como una llama azul. Santos la miraba
hipnotizado. Julieta notó su torpe esfuerzo para arreglarse:
llevaba zapatillas de tracking y un pantalón pinzado. En cada
mesa, las velas ardían dentro de conos de papel, y todo estaba en
penumbras. Uno de los invitados, un muchacho locuaz, de pelo
engominado, que entrenaba para boxeador, se envalentonó con un
champagne. Una pareja arriesgaba en la pista unos pasos de latino.
Miguel buscó a Julieta. La iluminaba la luz del celular. Lloraba.
No había signos visibles, pero Miguel sabía que lloraba. No
hubiera podido explicar cómo lo sabía. Le extendió una mano y la
sacó a bailar. Ella no pudo resistirse.
Era un mensaje del Fede.
Miguel asintió.
Me pregunta que si lo amo.
Julieta iba a decir algo más, pero él la interrumpió. Le dijo que
el amor la tendría que hacer libre. La muchacha se rió de él.
¿Para una mayor asimilación de horizontes?
¿Te gusta mi voz cuando leo portugués?
Miguel, impotente, asintió.
Al poco rato, Miguel roncaba suavemente. Julieta dejó el libro y
recostó la cabeza en el apoyabrazos. Permaneció con los ojos
abiertos mirando dormir al doctor Santos, mientras la claridad se
iba metiendo como una intrusa por el balcón.
Miguel se quedó en la vereda. Julieta se alejó taconeando en la
mañana vacía. El vestido se agitaba como una lluvia triste.
Después subió al ascensor y notó que estaba descalzo. Entró en el
departamento. Las dos cajas de cartón lo saludaron. Santos
enfureció, pateó las cajas hasta el balcón y las arrojó a la
calle. El corazón le golpeaba sin tregua y estaba muy cerca de
llorar cuando su celular sonó. Atendió. Antonella estaba fuera de
sí. Miguel le pidió que se tranquilizara y le hablara claro.
A esa hora, nueve treinta y cinco, se encendieron los gorriones en
los árboles de la vereda. Miguel comenzó a reír, cada vez más
fuerte, mientras Antonella le decía que era verdad, que a Daniel
no le gustaba el teatro, y que por favor viniese con unas copias
de las llaves porque se habían quedado encerrados.
Maia, Pablo y la calandria de fuego.
“Nada me queda en este mundo,
apenas estas hordas desatadas,
que me obligan a seguirlas
hasta los confines de la tierra.”
Ts'ai Yen
Dieciocho compases cantados en las trompetas de los Hunos.
(Siglo II – III DC)
“Es mejor que cualquier cañita voladora”
Estaba solo, el cielo pesaba sobre su cabeza. No había más que un
pájaro alborotado, el alcohol de quemar y el encendedor. Y, claro,
su voluntad. Quico abrió con cuidado la jaula y atrapó a la
calandria en un puño.
...
Cambió las sábanas de la habitación de huéspedes por unas nuevas,
estampadas con princesas y ogros verdes. Cerró las persianas y fue
como taparse los oídos. En lo oscuro, Maia encendió el velador y
las paredes y el techo se cubrieron de soles y medialunas y
estrellas.
Guada pasaría unos días con ellos, en la finca.
“¿De qué es el congreso?”
“De salud mental, creo.” respondió Yamila.
“Ya te dije lo de los cuentos”
“No. No me dijiste.”
“Si no le contás un cuento a la noche, no se duerme.”
“No jodas.”
“Ray Bradbury.”
“¿Y eso?”
“Son cuentos.”
“No te tengo ¿Sos nueva?”
“Somos del mismo curso.”
Sabía ocupar el espacio de manera de confundirse con las cosas. En
parte, era eso lo que buscaba Maia: alguien que echara poca
sombra.
“Ahí está.”
“¿Quién?”
Recogió el cabello sobre un hombro y fingió desinterés.
“¿Mira para acá?”
“No sé.”
“Fijate.”
Asomó la cabeza.
“Está mirando.”
“Ya sabía. Vos disimulá. Es un boludo.”
...
Pablo soportaba largas temporadas en su oficina de gerente –con un
ventanal importante sobre el río, secretaria y demás pero, al fin,
una oficina y todos los días, a las nueve de la mañana, se
quedaba un rato mirando los veleros mientras tomaba café y hacía
cuentas. Las naves surcaban las aguas con la gracia de un pájaro y
él seguía las estelas, recostado sobre el sillón ergonómico.
Hubiera podido vender todo, comprar un velero y meter el resto de
la guita en algún paraíso fiscal. Tiraría amarras en alguna de
esas islas del caribe y bebería ron y pescaría. Siempre, al llegar
a este momento de su fantasía, hacía un esfuerzo por incorporar a
Maia. Por razones que no podía comprender, ella no aparecía, ni
siquiera como paisaje. Para las nueve y diez todo regresaba a la
normalidad.
...
“¿Era más hondo que tu pileta?”
“Mucho, mucho más hondo.”
“¿Y después volvió a ser joven otra vez?”
...
Una foto, exhibida sobre el escritorio, lo mostraba en playa del
Carmen, posando con un amigo junto a un gran pez espada. Tres
fugaces años de indolencia. Había sido barman, guía de buceo,
gandul. Cumplió los treinta años en un conteo regresivo. Lo
celebró en la playa, a la noche, con un fogón y margaritas y
muchas drogas. Lo llevaron en alza, lo arrojaron al mar, una
española le hizo el amor bajo las palmeras. Cuando despertó
clareaba. Una pequeña multitud estaba tendida como las bajas de
una batalla. El fogón descargaba una fina voluta de humo. Todo
embebido en silencio, las ondas se desarmaban delicadamente sobre
la arena. Pablo avanzó tambaleante y se quedó mirando el mar
todavía oscuro. Una forma, que hubiera podido ser una alucinación,
emergió del agua. Un fragmento de voluntad hecho roca, un ser vivo
y mineral. Se arrastró con sus grandes aletas entre las botellas
vacías y los juerguistas desmayados, dejando una huella de surcos
zigzagueantes, espumosos de mar. Con lentitud y fuerza, cavó un
gran pozo a poco de donde estaba el fogón, echando arena sobre los
rostros inconscientes. Luego se volteó y llenó la cavidad con
cientos de huevos, blancos y redondos, que iba expulsando sin
esfuerzo. Cuando hubo acabado, los cubrió y regresó al mar.
Ese mismo día, Pablo compró un pasaje a Buenos Aires.
Era un gran animal de piedra suspedido sobre el abismo. No había
costas sino un cielo que era una totalidad despiadada de
estrellas. Las olas golpeaban la coraza de hueso, las aletas –
cubiertas de pequeños crustáceos empujaban el mar moviéndose con
la lentitud de un continente. Era impenetrable y estaba sólo en un
mundo sin orillas, sin solidez ni amenazas. La coraza era una
tormentosa ironía.
…
“¿Estás bien, Pablo?”
Estaba sentado en la cama, en lo oscuro. Maia encendió el velador
y un óvalo de luz ocre iluminó el techo.
La espalda de Pablo, amplia y recta, ligeramente ensanchada en los
hombros.
“Nada.” respondió, y se volteó a mirarla.
La mano de Maia se posó sobre esa espalda que era como el lomo de
un gorila. Pablo la atrapó y le besó los dedos. Pudo ver su propia
calentura en los ojos de ella. La desnudó, encarrerado por la
urgencia, liberó la carne mordida, arrancó todo lo que se
interponía entre los dos y la penetró.
Llorar era inconcebible. Con furia apretó los dientes y empujó y
gruñó y acabó desbarrancándose sobre el cuerpo sudado y trémulo de
Maia.
“Pablo.”
El hombre se atragantaba con el jadeo, de bruces sobre la mujer,
como si fuera a morir ahí mismo.
“¿Qué?”
“Nada. Nada.”
…
Una piedra arrojada desde la insensatez estallaría el parabrisas y
pondría fin a su aventura. El cuerpo de Jaime Feldman fue
proyectado fuera de la autopista, contra un cartel que sostenía no
haber mejor lugar para vivir que “Altos del Ludueña Country”. Al
día siguiente, Pablo lo reemplazaba en la gerencia. No entró en el
despacho: Ordenó que lo vaciaran y que quemaran las cosas. La
secretaria sugirió conservar algunos muebles, como la vieja
biblioteca de cedro, pero Pablo fue tajante e incluyó los libros y
demás útiles entre las cosas a arder. A las siete de la mañana
impartió las órdenes, para las nueve ya estaba listo el nuevo
despacho. Los empleados, cautos, diligentes y, en especial,
conscientes de las dificultades que conllevaba quemar tal volumen
de cosas, las ocultaron en el depósito del segundo subsuelo. Pablo
colocó su propia foto sobre el nuevo escritorio, una mesada de
mármol negro del Brasil.
La otra, que mostraba a Jaime navegando un mar impetuoso, juntaba
polvo sobre una pila de revistas, en el depósito del segundo
subsuelo.
...
Emiliano encabritó el motor de la bordeadora y el ruido histérico
–que ascendía en intensidad hasta doler en los oídos, para luego
decrecer y regresar otra vez—cruzó toda la finca y alcanzó el
sueño de Maia. La furia retrajo sus párpados. En el techo, la luna
y el sol del velador no se habían movido, el tiempo era un
presente eterno y artificial.
“¿Tiene que hacer eso ahora?”
“Disculpe, señora.”
Accionó la perilla del velador y el cielo se apagó.
“Realmente va a hacerlo.”
Eran las nueve de la noche y Pablo ya estaba entonado de alcohol.
Una morocha, sin sacar los ojos de la botella que se escanciaba
dentro de la boca de Jaime, se sentó a su lado y le acarició el
cuello con la punta de los dedos. Al llegar al fragor de las
últimas gotas, se volcó sobre el joven Dvorak y le introdujo una
lengua rosada y brillante dentro de la oreja.
“¿Ese es tu papá?”
Hubo una explosión de gritos y Jaime plantó la botella en medio de
la mesa. Entonces se golpeó el pecho y gritó sobre los aplausos y
los chiflidos:
“No hay nada. Nada.”
Montaron en el auto de Jaime. La tibieza y el silencio acentuaron
la ebriedad.
“Te voy a enseñar algo, Pablito.”
“¿Está apurado, tío? Son cincuenta pesos.”
El muchacho que cuidaba los coches se le puso enfrente y golpeó el
capó con una cachiporra de palo.
“Mirá que te lo rayo, loco.”
“¿Querés rayarlo?”
Jaime se apeó y lo encaró. De un manotazo le sacó el garrote.
“Vamos a hacer algo mejor.”
Todo ocurrió rápido, Pablo no pudo siquiera pensar en detenerlo.
Jaime descargó un violento golpe sobre el techo del auto, luego
sobre las puertas, los faroles, las ventanas, asperjando las
astillas de vidrio y plástico roto, golpe tras golpe.
Sonreía.
“Tengo hambre ¿Vos no tenés hambre, Pablito?”
El auto, en marcha, sonaba como una maraca de vidrio.
El agua de la ducha era cada vez más caliente. El vapor le ardía
en los ojos. Quiso escapar pero la mampara tenía llave, una
cerradura pequeña y dorada. Las aguas treparon por sus piernas
como vívoras y la penetraron por la boca, los oídos, el culo, la
nariz. Quiso gritar pero el agua hirviente la ahogaba. Maia
despertó. Había perros que ladraban lejos. Pablo roncaba con
grosera serenidad. Se sentó en la cama, tomó una pastilla y bebió
un sorbo de agua. Cuando se acostó nuevamente, Pablo se revolvió y
la abrazó. Maia sintió que algo se endurecía, vivo, caliente,
presionándola.
“Le gustan más lo ogros, Ma.”
Tomaron un par de mates casuales y salieron de compras.
“Tenés veintisiete años, hija.”
“¿Qué?”
“¿Cómo van las cosas?”
Los ojos de Débora cargaban tanto hielo como ternura.
“Vení. Quiero ver ese de ahí.”
Maia estaba pagando, sostenía la oblonga billetera bordó y miraba
fuera, hacia la galería del mall. Una tienda de artículos de
pesca. La vidriera tenía una gran foto de un río de montaña, con
un joven aventurero acuclillado sobre la orilla de piedra,
sopesando el peligro de las aguas oscuras y bravas.
“Mejor no.”
“¿Qué te pasa, hija?”
Movió la boca un buen rato, hacía pucheros fugaces.
“No sé, má.”
...
La última tarde –los papás de Guadalupe llegarían esa noche una
calandria incendiada voló sobre el alambrado lindero. Las dos
tomaban la merienda, equilibrando las frágiles vainillas embebidas
en chocolatada, cuando el pájaro irrumpió con alaridos
desgarradores, esparciendo una tenue lluvia de cenizas y un
penetrante olor a plástico quemado.
De un salto, Guada atravesó el jardín.
“No lo toques.”
“¿Qué le pasa?”
Maia la tomó de la mano.
“Vamos.”
Pero Guada no se movió. Estaba clavada en la tierra, con los ojos
fijos en la calandria.
“¿Qué le pasó? ¿Por qué está así?”
“Porque se murió, Guada.”
“¿Cómo que se murió?”
“Sí. El alma se fue a otro lugar. Ahora vamos a dejarla ahí, al
lado del árbol, para que se transforme en otra cosa.”
Escuchó la huida a sus espaldas. El hijo del jardinero corría tras
el telón verde de las tuyas. Un segundo después comenzaron los
alaridos de la bordeadora y Maia le perdió el rastro.
“¿Vos te vas a morir?”
“Sí. Pero falta mucho todavía.”
“A mí me contaron que si me muero, me muero para siempre. Pero los
viejitos no. Los viejitos, como vos o como mami, se mueren por dos
o tres días, y después vuelven.”
Nunca llegaba antes de las diez de la noche, se retrasaba en la
oficina todo lo que le era posible. Al terminar su día, casi
siempre a media tarde, se quedaba mirando los veleros hasta que la
noche se comía al río detrás de los cristales. Un tiempo atrás la
engañaba. Tumbarse a alguna de sus empleadas era tan fácil como
respirar. Pero rápido se dio cuenta de que no obtenía ningún
placer, apenas el cansancio necesario para dormir, arrombado sobre
el diván negro, descuidadamente en bolas. Abandonó todo eso y se
dedicó a soñar. Así le era un poco más fiel.
El vómito lo dobló.
“Vi un pajarito muerto.”
“Guada ¿Por qué no vas a ver si hay algo lindo en la tele?”
Le dijo que había sido el hijo del jardinero, ese que llamaban
Quico. Bañó una calandria con alcohol de quemar y le prendió
fuego. Lo había visto desaparecer tras las tuyas.
Después de estarse un rato mudo, Pablo dijo que iría por él.
“Ni se te ocurra. Mañana hablo con el padre.”
Pablo rehuía, la furia iba creciendo despacio, como un incendio.
Entonces gritó que mataría al muchacho. Lo mataría a golpes. Maia
corrió tras él y trató de taparle la boca.
Los vio forcejeando. Se quedó inmóvil en el sofá mientras el
televisor escupía un nuevo episodio de “Bob Esponja”. Pablo zafó y
escapó al jardín. Maia le cortó el paso en la pileta. Se gritaban,
Guada lo veía en los cuellos hinchados y las bocas torcidas. Se
alzó una mano, luego otra. Pablo la tomó por las muñecas y la
zarandeó. Maia se soltó con un codazo, tropezó y cayó en la parte
más profunda del agua.
Regresó tosiendo y escupiendo agua. Pablo la alzó en su regazo y
la cabeza le latió de dolor. Estaban empapados. Cuando los ojos se
le despejaron, advirtió que él tenía mucho miedo. Se le notaba en
la forma de la boca.
“Ey.” le dijo.
Pablo se reclinó sobre ella y le besó la frente. Quería decirle
algo, pero no podía parar de llorar.
Los barriletes de Jasón Haliquias.
“El hombre no puede conocer su mente porque su mente es lo único
de que dispone para conocerla. Puede conocer su corazón, pero no
quiere. Y hace bien.”
Cormack MaCarthy
Meridiano de Sangre
Supo que había estado llorando porque tenía la cara mojada.
Jasón Haliquias atravesaba la noche del geriátrico sentado en la
cama, bajo la penumbra ocre del velador. Su compañero de cuarto,
ese que llamaban Pepe, dormía. Pepe siempre dormía. Un tubo de
plástico le penetraba la nariz y le llegaba al estómago. Cada
tanto las enfermeras colgaban una bolsa llena de una leche espesa
con olor a aceite rancio y lo alimentaban. Jasón se pasó las manos
por los ojos mojados. No podía recordar lo que estaba haciendo, su
memoria era frágil y huidiza, hecha de retazos desencajados. Tenía
que tirar con cuidado de los hilos para recoger un nombre o un
rostro y en los peores momentos era como si soplara una tormenta,
y esos hilos se tensaran y estallaran como jalonados por
barriletes. Así perdió la memoria de su hija, y la tristeza que le
dejó no tenía forma ni contenido.
La nena se asomó por la puerta. Frisaba los tres años.
“Hola ¿Quién sos? ¿Sos mi nieta?”
La nena rió. Echó a correr. Jasón fue detrás.
“Guada. Guada.”
Todavía no había amanecido.
Pasaron junto al box de enfermería. Milagritos dormía sentada,
arrombada junto a otras cosas blancas. Siguieron. Se detuvieron
frente a una puerta que sólo estaba permitida para el personal y
Guada se adelantó y la empujó y entró en la sala de internación.
Allí, junto a cada una de las seis camas, un suero goteaba fluidos
turbios dentro de las venas de los ancianos.
“¿No puede dormir?”
Era la voz de una mujer.
“Yo tampoco tengo sueño ¿Me ayudaría a sentarme?”
Jasón arrastró las pantuflas hasta la última cama de la fila, tomó
a la anciana por los sobacos y la recostó contra la cabecera de
caños despintados. Las piernas de la mujer eran dos trapos que
seguían al cuerpo. Ella le tendió la mano.
“Latife Tendela ¿Usted?”
Hablaba con alegría, había chispas en sus ojos. Era su primer día
ahí.
...
“BuenosdíasseñoritaLatife.”
...
“No debería estar acá.”
“Nadie debería estar acá, Jasón. Y usted bien lo sabe.”
“Me olvido de las cosas.”
“Usted era un médico importante. Un psiquiatra ¿Recuerda eso?”
“Mi hijo me trajo. Santiago. Pero no sé por qué.”
“Fue abuelo hace poco. Usted me contó que a su hijo le costaba
atenderlo.”
“No necesito nada.”
“También me habló de una señora que vivía con usted.”
“Marta.”
“Ella lo cuidaba.”
“¿Dónde está Marta?”
“Marta falleció, Jasón.”
Latife intentaba acomodarse.
“¿Podría ayudarme?”
Jasón volvió a tomarla por los sobacos y la alzó aún más. Le
preguntó si estaba bien así.
“Espléndida.” respondió ella.
“Olvido las cosas.”
“Ya me lo ha dicho.”
Los dos rieron, pero ella lo dejó reír primero.
“No me dijo por qué está acá, Latife.”
“Un colectivo me fracturó la médula. Fue una desgracia, pero con
suerte. Dios me quitó las piernas pero me devolvió a mi hija.
Hacía más de diez años que no nos hablábamos.”
“¿Hicieron las paces?”
“Ella necesita tiempo para pensar. No me apuro. Cualquier día de
estos va a venir. Ya la conocerá. Es una muchacha muy hermosa.”
El viejo no dijo nada.
“¿En qué piensa, Jasón?”
“A veces recuerdo un jardín con madreselvas y mburucuyás, donde me
siento a tomar mates con una mujer. Ella lleva un chal sobre los
hombros y es muy blanca y frágil. “Mi loquito” me dice.”
“¿Y quién es ella, Jasón?
El viejo boqueó y agitó la cabeza. Después los ojos se le llenaron
de líquido como si una cañería maestra se hubiera roto detrás.
...
Pepe roncaba, hacía burbujas dentro de la sonda. A Jasón le
pareció que sonreía.
Sentado al borde de la cama, en la penumbra ocre del velador, el
viejo intentó reunir los barriletes que le quedaban. Tenía un
hijo: Santiago. También tenía una nieta. Se llamaba Guadalupe y,
creía, aún era pequeña. El tiempo y el espacio corrían como los
fotogramas de una película. Rostros de pacientes, momentos
sublimes de sus clases, un beso que no tenía rostro pero que ardía
en la boca. Una marejada de poder que lo erguía sobre la tierra al
escuchar su nombre y su título: el doctor Jasón Haliquias tiene
ahora siete años, toma un baibiscui y lo hunde en una taza de
chocolate “El Quilla”.
Un momento después, Jasón tenía apenas un hijo, una nieta y una
taza de chocolate.
Se apretó la cara entre las manos. Las retiró. Estaban mojadas.
Jasón entendió que había estado llorando. En la cama de al lado,
Pepe roncaba haciendo burbujas dentro de la sonda. A Jasón le
pareció que sonreía.
...
“¿Consiguió todo?”
El viejo se sentó junto a la cama y arrimó la silla. Del bolsillo
de su saco de lana extrajo una pastilla de base de maquillaje, un
lápiz de labios rosa y otro rojo.
“Es usted un ángel.”
“No encontré espejo” dijo el viejo.
“No importa. Usted me puede ayudar.”
Latife comenzó a aplicarse la base de maquillaje. Con cada pasada
arrastraba la piel flácida estirándola contra los huesos. Con los
ojos interrogó a Jasón. El viejo se llevó un dedo a su propia
cara.
“Acá.”
La vieja hizo unos retoques donde él le indicaba. Con el lápiz de
labios rojo marcó dos puntitos sobre las mejillas y los frotó con
los dedos. Después aplicó el color rosa sobre los labios.
“¿Qué le parece?”
“Está muy bien.”
“¿Me veo en buen estado? No quiero parecer enferma.”
“Se la ve muy bien, Latife.”
Colocó la pastilla de maquillaje y los lápices labiales sobre la
mesita de luz y cruzó las manos sobre el regazo y sonrió.
Miraban por la ventana vidriada hacia el patio interior que era
una pequeña selva de helechos. En el centro, Diana cazadora
reposaba sobre una fuente. Jasón había izado a Latife contra el
respaldo de caños despintados y con el correr de las horas el
cuerpo de la anciana se había ido deslizando hasta que la ventana
y el patio interior escaparon de su visión. Las manos que había
cruzado sobre su regazo ahora reposaban en cruz sobre el esternón,
estrujando puñados de sábanas.
Cuando la enfermera llegó a prepararla para dormir, con la jofaina
y las toallas que usaba para higienizarla, Latife le propinó una
potente bofetada. La muchacha retrocedió sorprendida y evitó así
otro golpe de puño que se dirigía a su cabeza. Un momento después,
eran tres enfermeras forcejeando sobre la vieja. Jasón retrocedió
hasta la ventana y se quedó mirando cómo se resistía la mitad del
cuerpo de su amiga.
La risa venía del patio. Jasón se volvió. Guadalupe corría
alrededor de la fuente siguiendo con un dedo el borde interminable
de piedra. Latife gritaba con chillidos atiplados. Un barrilete se
zarandeó y cayó en sus manos. El doctor Jasón Haliquias había
atendido incontables urgencias. La memoria le enderezó el cuerpo,
dejó de arrastrar las pantuflas y puso una pesada mano sobre el
hombro de la enfermera.
“¿Qué hace acá, Jasón?”
La enfermera habló con firmeza, pero al mismo tiempo soltó a
Latife y se hizo a un lado. El doctor Haliquias se colocó al borde
de la cama y habló con voz clara y poderosa.
“Es de noche, Latife.”
“¿Ya?”
“Sí. Ya es hora de descansar” se volvió hacia las enfermeras
“mañana hablamos con la trabajadora social, a ver si puede
arreglar otra visita ¿Qué le parece, Latife?”
Asintió. La boca entreabierta, pintada de rosa. Se dejó acostar
pero permaneció con los ojos abiertos.
El viento arremetió y el barrilete se perdió en la oscuridad. El
personal del asilo estaba estupefacto. A Jasón comenzó a temblarle
la boca y el aplomo se le desgranó en terrones sobre las
pantuflas. Se aferró de la mano de una enfermera y le preguntó al
oído:
“¿Quién es Julieta?”
Las mujeres de blanco lo sujetaron con gentileza del brazo y lo
sacaron de la sala de internación. Jasón alcanzó a ver al pequeño
ser insomne, que lo observaba por el hueco de las sábanas como un
sapo en su madriguera.
“Ayúdenla a dormir con un clonazepan” dijo el viejo “ Dos
miligramos. Mañana firmo el report.”
Las enfermeras lo guiaban con cuidado, apenas tocándolo, como si
fuera una bomba.
Milagritos hojeaba una cosmopolitan. Era una nota sobre “las diez
formas de hacerlo que ellos prefieren”. Jasón entró en el box y se
quedó mirando los anaqueles con el permanganato, el agua
oxigenada, los blísters con píldoras.
“Buenas noches, Jasón.”
Nada.
“¿Se siente bien?”
Agua oxigenada, una caja con guantes de latex, clorpromazina,
permanganato, risperidona.
“¿Se acuerda de mí? Soy Milagritos.”
La miró como a una cosa más de las que allí había, todas
repetidamente blancas, y se marchó sin más arrastrando el siseo de
las pantuflas.
“Pobre viejo.”
Latife dormía. Jasón se sentó a su lado y le sacudió el sueño.
“Dejame.”
“¿No vas a hablar más conmigo?”
Ella negó con la cabeza.
“Preguntame algo, Latife.”
“Váyase.”
El viejo hesitó. Luego izó su cuerpo de la silla y se marchó.
Milagritos alzó la cabeza de la revista. Jasón estaba otra vez
ahí. Con los ojos recorría los anaqueles como si viera todo eso
por primera vez. Después dijo “buenas noches” y regresó a su
habitación.
Pepe dormía con la barriga recién cargada de leche. Jasón se sentó
al borde de la cama, bajo la luz ocre del velador. No tuvo que
pensar mucho para concluir, clínica y rigurosamente, que ya no
tenía ningún piolín del que tirar. Sin nombre, sereno como un bebé
recién amamantado, se metió en la cama y se quedó dormido.
Alguien formado como usted sabe que la reacción es claramente
exotérmica. Además produce oxígeno y algunas trazas de vapor de
agua. Los otros subproductos son residuos sólidos, algunas sales
de magnesio y potasio que quedan adheridas en grandes lamparones
parduzcos, y que tienen poca utilidad. El dispositivo es de un
ingenio simple. Se cargan unos doscientos mililitros de agua
oxigenada dentro de algunos guantes y se los agujerea. El líquido
comienza a derramarse sobre otro recipiente, con el permanganato
potásico. La reacción calienta el látex y ensancha el orificio,
cae más agua oxigenada y la transformación se acrecienta.
Mientras, el oxígeno se acumula. Y el oxígeno es una molécula con
muy mal carácter, explota muy fácilmente.
Los equipos de rescate lo sacaron de su habitación y lo dejaron
junto a otros viejos, al pie de una palmera. Las camillas se
ordenaban a lo largo del boulevard y había otros grupos de
ancianos sentados bajo las frondosas hojas. Parecía el hospital de
un ejército en campaña. Jasón vio que el edificio vomitaba un humo
blanco y espeso que ascendía en glóbulos hasta que el viento más
alto lo dispersaba. La policía había acordonado el perímetro y
algunos familiares comenzaban a llegar y se identificaban ante las
enfermeras que revisaban listas y luego los guiaban hasta su
anciano. Todos arribaban madrugados por la noticia y muchos
vestían con apuro ridículo.
Jasón escrutaba los rostros.
“Papá.”
Era la voz de un hombre. Jasón se volvió, levantó su cuerpo del
suelo y los dos se abrazaron.
No tenía la más remota idea de quién era.
Se dejó llevar hasta más allá del cordón policial. En el perímetro
una enfermera le dio instrucciones al hombre y le entregó unas
recetas. Jasón columbró las camillas enfiladas sobre la vereda del
cantero central. No sabía qué cosa buscaba. Algunos familiares
lloraban y se mesaban los cabellos. Otros permanecían
inescrutables, como la chica esa, de brazos cruzados y mirada
baja, que hablaba con una viejecita pequeña y retorcida.
El hombre lo acomodó en el asiento trasero del auto. La mujer que
viajaba delante se volvió a saludarlo. Asegurada en su sillita de
viaje, una bebé ensayaba su reciente habilidad de sujetar. Jasón
le acarició la mejilla con un dedo.
“Hola.”
Varsovia.
Todo lo grande está en medio de la tempestad.
Martín Heidegger.
La primera que se acercó fue Clara, le dio un beso y le reventó
solemnemente un huevo en el centro de la cabeza. Fue un acto
inaugural al que le siguió la erupción de harina, el vino en
cajita, más huevos e incluso el tufo nauseoso de un creativo
copado que guardó las sobras de las lentejas de la semana
anterior. Guadalupe apretaba la sonrisa en los labios. Todos
gritaban y aplaudían.
Clara la abrazó.
“¿Dejaste algo de ropa?”
Nada. Guadalupe había empacado todo.
“No importa. Yo traje.”
“Obvio. Si sos una colgada.”
“Pará, boluda, no tirés.”
“No sale, Guada. Tenés un pan dulce en la cabeza.”
“Bueno. Dale. Un poco más despacio.”
Una melaza pestilente le atrapaba el cabello, Clara lo liberó con
paciencia. Volvió a echarle agua, le embadurnó la cabeza con
champú y frotó. Fue estrujando y ordeñando la melena, mientras
aquella cosa grisácea se desprendía y caía chapotenado como una
babosa.
“Siempre sobre el pucho, vos. ¿Ya tenés todo listo?”
Asintió. Fue un suspiro de cachorro triste.
“¿Qué pasa, Guada?”
“No sé si quiero empezar el doctorado. Y menos con mi tía.”
Las palabras le salieron desinfladas, como agotadas por el propio
esfuerzo de decirlas.
“Vos me dijiste que era una mina copada.”
“Si. Es una grossa.”
“¿Y entonces? No entiendo.”
Todo eso era muy estimulante.
“No quiero terminar en Río.”
“Tendrías que haberte cambiado antes.”
Metió la ropa sucia en el bolso y también se lo cargó al hombro.
Guadalupe llevaba un turbante de toalla verde en la cabeza.
“¿Sabés lo que decía mi viejo, Guada?”
El labio inferior de Clara se esforzaba en delatarla.
“¿Qué decía?”
La luna menguante brilla en cielo de Salónica. Las calles vacías
están llenas de su leche intangible. Me deslizo con rapidez por
los callejones centenarios, cruzo el pórtico de la sinagoga de Etz
Ha Haim. Falté a los rezos varios días, y rabí Barsilai nos ha
citado a mí y a otros jóvenes. Puede que sepa de nuestros planes y
quiera detenernos. Shlomo, mi primo, me previno, y decidió no
venir. Otros se afirmaron igual. Ahora, mientras me escabullo por
pasadizos evitando los puestos alemanes, ellos deben estar huyendo
a la montaña. Mi respeto por rabí es tan grande que postergo mi
partida y voy a reunirme con él. No sé de otro que venga.
Entro en el templo que está a oscuras, apenas una candela tímida y
naranja junto a rabí, que ha desplegado la torá y espera callado.
Unos rostros se voltean, otros como yo, somos apenas seis. Sé que
nuestro número es insuficiente y me les uno y espero en silencio.
Conozco las caras. Rabí Barsilai abre los ojos y los veo oscuros
como dos gotas de tinta.
“Sé del valor que hay en sus corazones. Al menos lo que el Creador
me permitió ver. La vista no es un azar. Lo que nos es revelado a
los ojos, exige responsabilidad.”
Nos miramos inquietos. Moshé Barsilai había sido detenido por la
Gestapo. Durante un año estuvo desaparecido y, cuando regresó, no
quiso hablar con nadie. Mi primo Shlomo tenía una opinión muy
formada.
“Sólo los traidores vuelven.”
La brisa que se metía por el balcón tenía ese perfume dulce de los
árboles desaforados de Río. Las hojas verdes aleteaban como
animales prehistóricos, apareciendo y desapareciendo por la
ventana del departamento. Pero Julieta no sacaba los ojos de los
papeles para contemplar el prodigio, leía con fruición, la
lapicera atenta como el arpón de un pescador. Guada, que se había
tirado en un sillón, todavía sentía esa fatiga pegajosa que dejan
los aviones. El sueño se le resistía, el cansancio le anestesiaba
la piel.
“¿Cosas de tus estudiantes?”
“Sí. Pesadísimos.”
“¿Todos?”
“No todos.”
Julieta buscó entre los papeles y le pasó un escrito de unas pocas
carillas.
“Mirá.” le dijo.
“Esta chica vive en una fazenda recuperada por el movimiento. Toda
una militante. Se las ha visto negras más de una vez. Pará es un
lugar muy difícil.”
“No conozco ningún lugar que no sea difícil.”
Julieta pensó que esa respuesta era pura nostalgia y que se le iba
a pasar sola.
Guadalupe leyó el escrito varias veces. Era una hermosa pieza. Las
oraciones tenían melodía, las palabras eran tibias. La historia,
siempre tormentosa, siempre gigante, siempre inabarcable. Acababa
y volvía a leerlo, hasta que sintió los ojos calientes, y un
escalofrío huyó por sus brazos.
“Vos ya estás extrañando.”
“No. Para nada. Bueno, un poco. Pero no es eso.”
“¿Y qué es?”
“¿Podré conocer a esta Lourdes Medeiros?”
“Varsovia.”
La escuelita, donde fueron el primer día, reunía chicos y chicas
de todas las edades, todos en patas, con alguna ventana de diente
de leche en la sonrisa. Al fondo un viejito, milenario como una
ceiba. Se aplicaba escribiendo en su cuaderno, ora con la mano
derecha, ora con la izquierda. Cuando la clase terminó, y todos
salieron a almorzar y a dormir la siesta, regueando, se acercó a
Guada y le regaló una goiaba.
“Zeze toca el acordeón. Es un gran músico.”
“Y barato. Cada música cuesta apenas un beso y una copita.”
Ocurrió por la noche que ese hombre, que apenas podía caminar,
resucitaba tocando el acordeón. Más bailaba la gente el ritmo
rápido del forró, más enloquecía Zeze. El triángulo batiendo
insistente, como la llamada de un pájaro; la guitarra a la que le
faltaba una cuerda, pero con un ejecutante tan hábil que hasta
hubiera parecido que el instrumento era realmente así, de cinco
tripas huérfanas.
“No puedo evitar ponerme triste. Aunque no puedas verme. Creí que
ibas a volver.”
“No estés triste. No es para siempre.”
“Es casi. Es muy lejos. Y yo ya te extraño.”
El cursor parpadeó cientos de veces. Guada no supo qué poner.
“¿Lo sabe alguien?”
“Todavía no. Ya te dije que tengo dudas. No sé todavía.”
“No tenes dudas. Dejate de joder. Ya te dije que no hay lugar para
espectadoras.”
“Vive, Ioseph.”
Se equivocó imaginando que Guadalupe se quedaría en Río. Julieta
había pensado en conseguirle un puesto en la universidad. Hubiera
podido visitar el asentamiento las veces quisiera. Pero su sobrina
dijo que no, que no estaba segura de querer eso.
“¿Pero qué vas a hacer? ¿Te vas a quedar?”
“No lo sé, tía.”
“¿Y la beca? ¿Qué digo en el posgrado?”
Tardó en responder. En el repertorio de sus dilemas, el doctorado
se había vuelto algo intrascendente.
“Que por ahora me voy a quedar acá, al menos un par de semanas.”
“Pero volvés ¿No? ¿Hablaste con tus padres?”
“Les escribí.”
“¿Qué te dijeron?”
“No lo sé.”
“Pero te respondieron.”
“Sí. Pero no abrí el mail todavía.”
“Guadalupe. Por el amor de dios.”
“Tengo que cortar, tía.”
Un mercante griego me deja en el puerto de Rávena. Mi camino es a
contracorriente, hacia el norte teutónico. Cruzan mi paso
caravanas de gentes macilentas, con sus sueños de hambre a
cuestas, que me observan como a un fantasma, un imposible. Cuando
quiero, desaparezco. Cruzo entre los soldados como una brisa. Voy
cortando pequeños trozos del pergamino que nos diera rabí Barsilai
y eso, milagrosamente, sacia mi hambre y me fortalece. Tengo, cada
vez, menos dudas.
Un mes de después, estoy en Praga. Coloco una piedra sobre la
tumba de rabí Loew y siento la presencia de su monstruosa
creación.
...
Lo real era el peso de su cuerpo en la hamaca, balanceándose en la
oscuridad. Los ojos grandes, insomnes de alegría, de ansia, de
temor. Un sentimiento sobre otro, una deliciosa combinación de
mosquitos, el canto ciego del ararapá, la sombra del bosque
dormido, silencioso como el perfil de un gigante.
Acomodó el cuerpo en el hueco de la hamaca, un brazo de almohada,
las piernas recogidas. Sobre el suelo apisonado correteaban
alacranes.
Todavía escuchaba el repiqueteo del triángulo. El rancho donde
dormían olía a sudor y a tierra y era hermoso. Todo era irracional
y festivo, violento y solidario a la vez. No había teoría que
explicase a la mulata Lourdes paranaense universitaria,
feminista recalcitrante ni menos a Zeze, o a los chicos de la
escuela, en cueros, con los libros bajo el brazo. Se preguntó
sobre las cosas de las que podía prescindir y si una vida así
valdría realmente menos que cualquier otra.
Pensó que podría llamarla y contarle. Tal vez Clara la ayudara a
ordenar las ideas o, mejor, tal vez quisiera conocer todo eso de
primera mano. Y, por qué no, ir allí, con ella, y dejar de
extrañarse de una puta vez.
En eso estaba, cuando escuchó los disparos.
Me ha dicho que su nombre es Pilecki. De seguro miente. Las carnes
consumidas por un hambre prolongada, los ojos como dos permanentes
estallidos. Avanza con una seguridad que me sorprende. Promete
guiarme hasta Varsovia. No temo. Camina a mi lado con inusitada
altivez y siento, ridículamente, que cuida de mí. Es de esa clase
de hombres que no puede prescindir de los otros.
Nos desviamos del camino principal, nos internamos en el bosque.
Por las noches, pasamos frío. Pilecki me dice que la zona está
infestada de alemanes y comunistas, y que debemos evitar que el
fuego nos delate. Nos arrebujamos al pie de un árbol. La noche es
clara y fría. Él me observa, juzga mi cuerpo saludable. Entre
tanta hambre, mi fortaleza ya me ha delatado otras veces. Escucho
su voz. Me habla con frialdad, tranquilamente.
“¿Sientes eso? Es mi puñal. Desde acá puedo sacarte el hígado con
dos tajos. Voy a hacerte unas preguntas. Si me mientes, hundiré la
hoja un centímetro. Y luego otro, y otro, hasta matarte ¿Entiendes
lo que te digo?”
“Entiendo.”
“¿Cuál es tu objetivo?”
“Busco a rabí Ziemba. Llevo un mensaje para él.”
“¿Quién te envía?”
“Moshé Barsilai, de Salónica.”
Siento el filo presionando mi piel. Ignora que no puede herirme.
Toco el pergamino en mi bolsillo.
“Menachem Ziemba está muerto.”
“Mientes.”
“¿Qué revuelta?”
…
Tenía una uña rota y Julieta revolvía el cajón de su escritorio
buscando un alicate. En media hora comenzaría el desfile de
doctorandos, con su pasión monotemática y su esencial
intrascendencia. Hasta la ventana llegaban las hojas carnosas de
ese árbol que crecía en el patio de la facultad. Todo el tiempo
Río peleaba contra una selva que se le metía por todas partes.
Todo era conflicto, desmoronamiento, resurrección.
Su colega Marta golpeó y entró sin esperar. Julieta había dado con
algo, al fondo del cajón. Escuchó el nombre de su sobrina, sintió
la estática erizándole los pelos, alzó los ojos. Marta con una
mano en el pecho, como si intentara tapar un agujero en el
esternón.
“¿Cómo?”
“Una revuelta, en Pará.”
“¿Y Guadalupe?”
“No sé, linda, no sé.”
Durante dos horas intentó comunicarse. Llamó a la policía de Pará
y a la embajada, donde no había un alma que supiera algo.
Esa tarde, con lo puesto, Julieta desembarcaba en Belem do Pará.
Tomó un taxi pero, en vez de ir a al hotel donde tenía reserva,
pidió al chófer que la llevara a la jefatura de policía. Demoraron
en llegar, las manifestaciones habían cerrado varias calles.
Durante el recorrido, la uña rota se enganchó en el tapizado y
Julieta la arrancó de un tirón.
...
“Aló?”
“Hola ¿Julieta Haliquias?”
“¿Quién habla?”
“Ah, sí. Perdoname, Clara, pero ahora no puedo hablar.”
“Guada no tiene señal.”
“Es raro. Hablamos seguido.”
“Sí. Pero ahora no tiene señal.”
“¿Está todo todo bien?”
“Sí, nena. Me agendo tu teléfono y te llamo cuando sepa algo.”
“¿Cuándo sepa algo?”
Pero Julieta colgó. Clara repitió la pregunta al tono intermitente
del teléfono.
“Por lo que dicen los informes, fue cerca de la madrugada. Es su
modus operandi. Iluminan los asentamientos con luces antiaéreas y
disparan unas cuantas ráfagas. En general no alcanzan a nadie, y
es muy raro que alguien muera o resulte herido. Lo hacen para
disuadir. Pero parece que ahora algunos, en el asentamiento,
respondieron. Eso calentó las cosas y los individuos estos
entraron. Nos informaron de unos quince heridos y seis óbitos,
cuatro mujeres, dos hombres. Todavía no fueron reconocidos. Otros,
huyendo, se perdieron en el bosque. Eso es todo cuanto sabemos,
profesora.”
“Rápido.”
Lourdes se perdió delante, luego regresó y le dio una mano para
pasar sobre un tronco que se pudría derrumbado de bichos.
Guadalupe recogió el pelo que se le caía, apelmazado, sobre los
ojos. Los pájaros enloquecían, el rojo furioso de la mañana
despertaba a la selva para lavarle la sangre.
“No puedo más, Lourdes.”
Tenía frío. Lourdes se sentó a su lado y esperó. De a poco, Guada
fue comprendiendo todo. Ni tiempo había tenido. Luego de los
disparos y los gritos, la mulata la había arrancado de la hamaca
para esconderla en el bosque.
“¿Y los otros?”
“No lo sé.”
“No debimos escapar así, Lourdes.”
Guadalupe lloró a conciencia, vació con esfuerzo toda la amargura
que se le pegaba en los huesos, deliberadamente, sabiendo que lo
necesitaba para poder seguir. Lourdes la abrazó.
“No te pongas así. Mi responsabilidad era cuidarte.”
“¿Qué vamos a hacer ahora?”
“Voy a llevarte a Belem.”
Desde lo alto de las copas, suspendidos de sus colas, los pequeños
monos las vigilaban. Llevaban los ojos enormes y oscuros. Hubo un
canto prolongado y lastimero.
Pilecki ha escapado de los grandes campos de exterminio. Me dice
que ha visto llegar a mi gente en grandes trenes, infinitos
vagones, que Salónica ha caído. Aquí, en medio de este bosque
helado, acaba mi misión. No hay aldea que no sea una tumba
derruida, no hay quien no esté dispuesto a vender a su hija por un
pedazo de pan. Mi pueblo ha sucumbido. Sin destino, me dejo
arrastrar por este extraño hombre.
Supo enseguida quién era, aunque nunca la había visto. Se sentó a
su lado y le habló en español.
“Hola”
La sorprendió.
“Vos sos Clara ¿No?”
La muchacha movió la cabeza.
“Yo soy Julieta.”
Recordé las palabras de mi madre. Que en paz descanse su alma, y
la de mi pueblo de Salónica.
Calladas, astrosas, cubiertas de barro, las dos mujeres emergieron
de la jungla que rodea a la ruta federal ciento cincuenta y cinco,
a la altura de Xinguara. Las encontró un camionero, que dio aviso
por radio a la policía. No se detuvo. Ellas, impasibles, lo vieron
alejarse como en un sueño. La ruta desierta. La ruta desierta y el
canto de los pájaros. Y el zumbido de los bichos. Y el sol.
“Su nombre, señora.”
“Medeiros Viana, Lourdes.”
“¿Y la señora?”
“Haliquias Rotmill, Guadalupe.”
“¿Cómo se escribe?”
Deletreó su nombre. El oficial era amable y respetuoso, llevaba la
camisa celeste percudida de sudor y las delicadas gotas, como
rocío, sobre la piel lisa y morena. Guada sólo había visto de
pasada su propio reflejo, sobre los cristales del auto policial.
Las alojaron en las dependencias de los cadetes, donde tomaron un
baño y comieron. Unas horas después regresó el amable policía. Les
extendió un celular primitivo, sostenido en un pieza por varias
vueltas de cinta adhesiva. Lourdes, con un gesto, le cedió el
turno.