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PRÓLOGO

En la tarde del lunes 17, en medio de la amenaza de una tormenta de nieve, un jet bimotor de servicios locales
despegó de una pista en las montañas y ascendió a los cielos sobre las Rocosas. A bordo iban doce pasajeros,
todos ejecutivos de importantes corporaciones, y quienes habían concluido poco antes una conferencia sobre
liderazgo que se llevó a cabo en un exclusivo centro de deportes invernales.
Se habían reunido el viernes anterior, llevando esquíes y botas y costosas vestimentas para la nieve, habiendo
volado desde los cuatro puntos cardinales por cuenta de sus respectivas compañías. Tras una recepción-coctel de dos
horas, un desconocido profesor se colocó detrás de un atril v empezó a describir principios de
administración. Su asistente, de cabello canoso, hombros encorvados por años de dolor, manejaba el proyector
de diapositivas desde la parte posterior del salón. Principios de liderazgo pasaban rápidamente a través de la lente
del aparato e iluminaban una pantalla improvisada.
A los diez minutos de iniciada la conferencia, los ejecutivos se vetan notoriamente inquietos y
desinteresados. El profesor subió ligeramente la voz, en un intento por continuar con sus puntos clave. La
atención y respeto disminuyeron proporcionalmente.
En la parte posterior del salón, uno de ellos ojeaba abiertamente las cotizaciones de la bolsa del The Wall
Street Journal. Otro abrió su portafolio sobre la mesa que tenía ante sí y empezó a susurrar en una micrograbadora,
dictando un memorándum que había pospuesto por varios días.

Cuando el orador dio la espalda al grupo para exponer una gráfica en la pantalla, un director en la fila del frente se
volvió hacia los que estaban detrás y simuló un bostezo reprimido. Un murmullo de risitas sofocadas corrió entre
quienes lo observaron. Otro le cuchicheó a su vecino, diciendo, "¡Cuentos de hadas! ¡No son más que cuentos
para niños!"
El profesor continuó, absorto en su presentación. Pero cuando se dio vuelta de la pantalla, no pudo
evitar el observar tres asientos vacíos cerca de la salida posterior: Se estaban yendo; uno a uno, cada vez que
les daba la espalda. Por la ventana, se podía ver que empezaba a caer la nieve. Pronto estarían perfectas las
pistas. Aquellos que aún permanecían sentados, miraban ansiosos el exterior y empezaban a inquietarse,
lanzando ostentosos miradas a sus relojes de pulsera.
Derrotado, el profesor pidió a su asistente que apagara la luz del proyector. En la oscuridad, sólo se
podía oír el chirrido de las patas de la mesa y el arrastre de pies. La puerta de salida se abrió y salieron
los rezagados, apresurándose hacia sus placeres privados.
El profesor olvidado se escabulló entre las sombras, caminó a tientas hasta la parte de atrás de la pantalla y
desapareció, dejando a su asistente la tarea de disculparse con la última ejecutiva y acompañarla hasta la
puerta.
Es posible que esta tenaz mujer se haya ido con la impresión de que el orador quedaba sumido en la
vergüenza, oculto detrás de la cortina —un fracaso, totalmente anticuado, totalmente irrelevante.
Sin embargo, la realidad era otra. Ni estaba resentido ni avergonzado. Estaba pensando, echando pestes,
enojado, planeando y urdiendo. Cuando oyó que se cerraba la puerta y que su asistente se acercaba a la
cortina, se dirigió a él con una voz sorprendentemente confiada.
— ¿Ya se fueron todos?—preguntó.
—Sí señor, los doce. Y... señor...
— ¿Qué pasa?
—Si le sirve de consuelo, ¡o siento. Ésta fue mi idea, después de todo.
—No pienses en eso ni un momento más —dijo la voz sorprendentemente alterada desde la parte de
atrás de la pantalla—. Tengo otras formas de enseñar, otras formas más efectivas. Lugares de reunión
menos cómodos y confrontaciones inevitables. No te preocupes por el público —agregó en tono burlón—.
¡Qué se vayan al infierno!
Para esa hora, los ejecutivos ya se habían precipitado hada sus suites, se habían despojado de la ropa de
viaje y puesto chaquetas rellenas con plumas y prendas de Itera. Algunos atacaron las pistas con la ferocidad
característica de marineros llenos de ansiedad por tocar tierra y encontraren el puerto la taberna más
cercana. Otros organizaron partidas de póquer con cuantiosas apuestas. Otros más corrieron a sus
habitaciones y abrazaron sus teléfonos para establecer contacto con sus servicios de correo de voz con M
pasión de amantes que se reencuentran. Y unos más, se sumergieron en tinas de hidromasaje, sus
cuerpos y pensamientos desapareciendo en el vapor y la rendición. Todos olvidaron al profesor y su
asistente, y lo que fuera que hubiese tratado de enseñarles.
Así, el largo fin de semana pasó para algunos de los más poderosos del mundo. Cuando terminó, varios
estaban bronceados por la penetrante luz del sol de las colinas de cristal y azúcar. Unos eran más ricos, oíros
más pobres. Unos cuantos se frotaban las rodillas suplicando siquiera una hora más en las tinas de
hidromasaje. Otros se crispaban nerviosos en sus costosos trajes de negocios —visiblemente ansiosos por
volver a la tensión y emoción de la caza corporativa.
Se reunieron en el pequeño hangar de aviación general, abordaron un jet de vuelos locales, se reclinaron
en sus asientos y se acomodaron para el corto vuelo hasta Denver.
En la torre de control de tráfico aéreo de Stapleton, la pequeña nave apareció primero como un
parpadeo constante, de movimiento veloz. Un joven controlador vigilaba la pantalla con un ojo y con el
otro observaba el creciente tamaño y frecuencia de los copos de nieve por la manchada ventana.
Aves invernales en camino a casa, murmuró para sí mismo, después estrujó el vaso del café y lo lanzó a través del
pequeño local hacia un cesto rebosante. La bola de pulpa húmeda chocó contra un escritorio gris de metal contiguo
al bote, rebotó en un ladrillo color crema de la pared y cayó en el cilindro. Satisfecho, el controlador volvió su
atención a la pantalla, a las aves invernales, al parpadeo que se acercaba en el radar. Había desaparecido.
Oprimió los controles de resolución de la pantalla, brincó con una descarga de adrenalina, se frotó los
ojos y acercó más a la pantalla su silla metálica. El AspenAir 409 se había esfumado.
Nuevas señales que surgían de los bordes de la pantalla distraían su atención y quedaron a la vista más
aviones que arribaban a Denver como polillas atraídas a una llama. Más trayectorias que controlar, más personas
que proteger. ¿Pero dónde estaba el AspenAir 409?
El pánico es contagioso. En unos cuantos segundos, dos supervisores se apretaron sobre el hombro del
controlador, reprendiéndolo y ayudándolo al mismo tiempo. Como si alguien hubiese aumentado
repentinamente la temperatura cien veces más, los tres hombres empezaron a gritar y sudar
desesperadamente. Uno de ellos arrancó el micrófono y envió un frenético mensaje a la escalofriante y
blanquecina atmósfera. —AspenAir 409, aquí Staplenton, ¿cambio? AspenAir 409, aquí Staplenton. Hemos perdido
contacto, cambio.
La bocina emitió cacareante estática y congeló sus corazones. Se sintió un silencio tan pesado como el plomo. Se
oprimieron más botones, se rascaron cabezas, se lanzaron recriminaciones.
—En ese vuelo viajaban doce empresarios muy importantes —dijo entre dientes el controlador. Resistió la
acometida del humor negro. Rechazó el apremio de preguntarle a su supervisor si los salvarían sus "paracaídas
dorados ", todos los beneficios y prestaciones de una jubilación temprana. Aguantó el impulso de preguntarles a
sus colegas si el inminente impacto provocaría un desplome o un alza en las acciones respectivas. Se limitó a
permanecer sentado, el nervioso aliento del supervisor calentándole ¡a parle posterior del cuello y se preguntó—:
¿Dónde diablos están?
Una docena de ejecutivos formaba una fila imprecisa, uno detrás del otro, las cabezas girando de un lado
a otro, las espaldas dobladas, corno las de muchos de los viajeros por negocios que están agotados. Reinaba
la oscuridad. El aire era pesado y fétido, inundado con el hedor a miedo. Los directivos miraban de soslayo y se
revolvían en una angustia desacostumbrada.
Una cadena de hierro corría de uno a otro de los doce, uniendo las esposas que tenían puestas en la mano
derecha. Cuando uno de ellos cambiaba de posición, levantaba una mano para secarse una frente sudorosa
o aflojarse la corbata, el resto se sobresaltaba por reflejo y le reclamaba al ofensor.
Algunos eran industriales del medio oeste. Se les notaba por sus hombros de jugadores de fútbol y sus
prácticos zapatos bostonianos de suela gruesa. Por sus vientres abultados por la cerveza y sus sobrios
trajes. Hombres del acero, de los automóviles, del caucho, de los futuros de panza de puerco.
Los que trasladaban su peso de un lado a otro, murmuraban oh y ah, eran sin duda financieros de Nueva
York o Londres —sus ligeros zapatos Swiss Bally trasmitían el calor del piso con toda la eficiencia del
aluminio—. Compradores de empresas —con o sin el consentimiento de éstas—. manipuladores de la bolsa,
negociadores en acciones y adquisiciones, cazadores de márgenes accionarios. Sus pañuelos de bolsillo, de
seda brillante y vistosa, se deslizaban por sus rostros en un intento vano por reducir el sudor. Muy
elegantes, sin duda, pero nada prácticos —no en este sitio.
Dispersos entre ellos, estaban el ocasional especulador en bienes raíces de California, el magnate de líneas
aéreas, el director de finanzas, el presidente del consejo. Y, por supuesto, los que apuñalan por la espalda, los
estafadores, farsantes, aduladores, "barberos", los que "conocen a todo el mundo", los traficantes de
influencias, y también embusteros y traidores. No es sorprendente que entre todos no se alcance la cifra de
doce. La mayoría calificaba en más de una categoría.
A sus lados, saltaban y centelleaban luces naranjas y rojas, avivando los muros de la caverna, dando
forma y movimiento a las sombras que ahí bailaban. El grupo se movió y rechinó la cadena. Murmullos de
maldiciones se dispersaron entre ellos.
Sonidos silbantes, como de vapor de caldera, surgían en suspiros desde el techo cavernoso. Desde alguna
parte más allá en la oscuridad se podían oír los penosos golpes continuos de un fuelle zumbante. El calor
aumentó en el vibrante piso de roca y empezó a brillar.
Las bufandas de cashimir, los guantes de piel de becerro, los ornatos de seda —distintivos del éxito—
salían volando de la fila en cuanto los ejecutivos podían arrancárselos.
Lucharon infructuosamente por despojarse de los abrigos y los sacos de los trajes italianos. Las prendas
que poco tiempo antes habían sido dobladas con todo cuidado por los sobrecargos del avión y se habían
colgado en la exclusividad de primera clase, ahora estaban suspendidas de los brazos encadenados,
torcidas, al revés, la escoria de excesos pasados.
Los zapatos los conserva ron El pisos se agrietaba y ,a través de las fisuras, chisporroteaban pequeños
hilos de vapor a presión. Chasqueantes arcos azules de electricidad se crispaban por todas partes,
trazando burlonas venas de poder y luz.
Por los muros sudorosos rodaba vapor condensado y crepitaba en el piso. Nubes de hedor los atacaron. El
aire estaba lleno de putrición. Y muerte. Y condenación. La desesperación vendría más tarde, en cuanto se
dieran cuenta de dónde estaban. Y por qué. Y lo que se necesitaría para escapar.
Una diminuta placa atornillada a la piedra parpadeante les dijo que estaban en el nivel doce, en el sub-
sótano. Con empujones mutuos y mirando por encima de los hombros, empezaron a conversar.
— ¿Nivel doce? ¡Vaya, esto debe ser el estacionamiento! ¿Alguien ha visto un Mercedes negro? ¿Con
placas de Connecticut?
— ¡Deja de tirar de la cadena! Tengo un codo de tenista que ya me está matando.
—Recuérdenme que nunca vuelva a volar en líneas comerciales-,
— ¿Dónde diablos están los teléfonos aquí? Tengo que llamar para ver qué mensajes he recibido.
— ¿A propósito, qué se tiene que hacer para conseguir un trago es este lugar? ¿Suplicar?
De repente, una retumbante voz surgió desde la oscuridad. "¡No es necesario suplicar!" La respuesta
fue tan inesperada y la voz tan repugnante que todos tiraron de la cadena y se colocaron las manos sobre
las orejas con dolor y miedo. Llamas abrasantes les saltaron al frente, mientras un vapor sobre calentado
salía de una grieta abierta en la superficie de la roca. Apareció una enorme figura, realzada por detrás con la
incandescente luz de un horno rugiente. De su cabeza estalló una corona de criaturas con alas de carbón y
explotaron en la oscuridad, aleteando como un cascabeleo de muerte.
La figura parecía un hombre, viejo y de hombros encorvados. No obstante, era difícil saberlo con certeza,
ya que llevaba puesto un traje plateado. Llamaradas y centelleos se reflejaban en el brilloso material, may
semejante al uniforme a prueba de fuego de un trabajador siderúrgico o al traje protector de un bombero. Un
pesado casco de metal, una máscara de soldador, protegía la cabeza, y de la parte posterior de un estrecho
rectángulo de grueso cristal ahumado, sobresalían dos puntos de luz, semejantes a rubíes, que señalaban a
los ejecutivos. Cuando se dio vuelta para examinar a los cautivos, se aclaró el cristal ahumado y, en el
interior, pudieron ver un leve movimiento de cabello cano. De nuevo escucharon la voz, el quejido tonal de
Dartfa Vaskr,* mitad respiración, mitad aversión.
—Personaje de la película "Guerra de las Galaxias". (N. de la T.)
—Las súplicas son algo muy común aquí —empezó—. No les servirán para nada.
Todos los ojos estaban fijos en el que hablaba mientras los corazones dejaban de latir, en espera. Nadie
se atrevió a moverse o hablar. La figura se acercó un paso más. —Permítanme presentarme. ¡Soy Reflecto!
—anunció orgullosamente—. Director de Operaciones de Satán. Y como he dicho, suplicar no les servirá
de nada.
— ¡Están en el infierno, tontos! ¡Y se espera que supliquen!
Reyes y príncipes, artistas, superestrellas de Hollywood, magnates de bienes raíces, leyendas de los
deportes —todos suplican aquí—. El infierno tiene una forma exclusiva para producir esa característica, la
de extraer a la superficie un exceso de humildad.
—Pero éste no es su infierno regular, de primera clase, amigos —continuó—. Miren a su alrededor. Aquí
no encontrarán príncipes o mendigos, ni estrellas, héroes, o leyendas de los deportes. Ellos tienen sus propios
lugares.
Éste, amigos míos, es exclusivamente para las almas de ustedes —gruñó sarcásticamente y levantó los
brazos, extendiendo las manos en un cálido ademán—. ¡Bienvenidos al infierno administrativo!
En ese mismo momento, un impetuoso prisionero gritó desde alguna parte en el centro de los dolientes
encadenados. "¡Dinero, entonces! ¡Si las súplicas no me van a sacar de aquí, estoy dispuesto a pagar lo que
sea!". Metió la mano en el bolsillo de la cadera y sacó su billetera, esperando lucirse con una pequeña
American Express dorada, tal vez con el deseo de ascender, aunque fuese al purgatorio nada más. Pero la
cubierta de piel de anguila estaba humeando y los hilos de plástico derretido escaldaron sus dedos. Lanzó
la billetera al aire y emitió un grito de dolor.
— ¡No! —rugió la figura en el traje plateado—. El dinero no tiene ningún valor para mí. ¡Me quema en el
bolsillo! —Su propio chiste lo divirtió, se rió disimuladamente y dio unos ligeros golpecitos en el azufre con la
pesada bota reluciente. Los ejecutivos encadenados temblaron y se miraron nerviosamente unos a otros.
Nunca se habían enfrentado a una respuesta como esa. ¿El dinero no tiene valor? Estaban mudos de
asombro, impotentes. Un hombre apacible, tal vez contador en otro tiempo, se asomó entre ellos y planteó
una modesta solicitud.
— ¿Qué es, entonces —preguntó—, lo que quiere que hagamos?
—No se trata de dinero —respondió el traje reluciente, la voz baja, las palabras deliberadas mientras
resonaban desde atrás la máscara de soldador, • como si llegaran desde el fondo de un corredor de más de
mil kilómetros de largo—. Ni se trata de sexo, poder, fama o seguridad, ni siquiera de una oficina en la
esquina. Tampoco requiero títulos o limosinas. No necesito bonos u opciones de compra de acciones a
precio fijo, ni les concedo ningún valor a las jubilaciones tempranas con todos los beneficios ni a los apretones
de mano de cualquier clase.
Los directivos se encogieron y escucharon asombrados. Ésta era, en efecto una experiencia nueva y
desconcertante. Sin duda, se trataba de una situación para la cual estaban totalmente impreparados. El
hombre hizo una pausa, y después dio un pisotón con una de las pesadas botas y agitó violentamente un
reluciente dedo enguantado sobre su encasquetada cabeza. —¡Sabiduría! —vociferó—. ¡Necesito tener
sabiduría!
Se estremecieron al unísono, y el terror ante el pronunciamiento provocó que se juntaran unos con
otros, ya que la palabra no significaba nada para ellos. ¿Sabiduría? ¿Qué es esta, sabiduría? Nadie
habló, ya que estaban seguros de que el secuaz de Satanás pronto se los diría.
—Ustedes saben de presupuestos y precios y costos —los sermoneó—. ¡Saben de cadenas de mando y
espacios de control y ventas y mercadotecnia, y saben cómo interactuar y enlazarse y ponerse en contacto y
sostener comidas de negocios! ¡Saben cómo darle un giro positivo a un proyecto desastroso, como adornar
un informe anual para que una inversión estúpida parezca brillante! —su tono de voz subía, su irritación
aumentaba—. ¡Pero! —gritó—, ¡están aquí porque carecen de sabiduría administrativa! ¡Su miopía, su
ambición, sus estilos empresariales bien intencionados y sus técnicas probadas simplemente ya no
funcionan! —Esperó una respuesta que nunca llegó.
—Simplemente no lo entienden, ¿verdad?
Nadie respondió. Sabían que esa cosa monstruosa no esperaba una contestación. Estaba a punto de
concluir y los consumía la ansiedad por saber lo que era esta sabiduría, cómo obtenerla y, lo más importante,
cómo usarla para salir de ahí como alma que lleva el diablo.
—Ustedes son doce —les dijo el demonio—, y doce son los pasos que los llevan a la libertad. Cada uno de
ustedes debe ganarse su propia salida del Infierno. Cada uno debe dar un paso. Si todos pasan, todos
escaparán. Si uno, si tan sólo uno fracasa, todos perecerán. Su destino está vinculado con la sabiduría con
la misma solidez con que el hierro enlaza ahora sus cuerpos.
— ¿Pero porqué? —preguntó un prisionero—. ¿Por qué no puede cada uno salvarse a sí mismo?
— ¡Maldita sea, porque lo digo yo! —bufó Reflecto—. ¡Éste no es un lugar de vacaciones, basura! No son
huéspedes, son prisioneros. ¡No pueden irse a la hora que quieran, hacer lo que se les antoje y ofender a
quien les plazca! Éste es el infierno, idiota, ¡no un hotel!
El hombre que había preguntado, respondió: —Considerando algunos de los lugares en que me he
hospedado, es difícil distinguirlos.
Todos los demás se estremecieron ante esta imprudencia, con la seguridad de que no se haría esperar la
ira de Reflecto. Pero, increíblemente, se rió.
—Usted tiene sentido del humor —!e dijo al hombre—. Eso está bien. Muy bien. Verán, para escapar, para
huir de este infierno, tienen que divertirnos a mí y a mi jefe. Cada uno de una manera diferente. Tienen
que instruirnos acerca de sus errores y triunfos, ilustrar nuestras débiles mentes diabólicas, por así decirlo.
Deben impartirnos sabiduría empresarial. ¡Y sin tonterías, sin basura del tipo de "cómo nadar con los
tiburones!" ¡También he visto a tiburones suplicar!
—El espíritu perverso quiere sabiduría perdurable, efectiva. Exige saber cómo lidiar con el mundo actual
allá arriba, bajo las condiciones competitivas de la actualidad, ya que, como se pueden imaginar, no hay
nadie más competitivo que mi jefe.
—Y no esperen tampoco que sea el diablo simplón de las pesadillas de su infancia. No es una caricatura,
ni un dibujo animado. Es macho más complejo, sus motivos son mucho más profundos. Mi amo es
malvado, sí, pero también es brillante. En ese aspecto, parásitos, no es distinto a cualquiera de ustedes. Y,
como muy pronto sabrán, para ver el interior de! infierno, tendrán que ver el interior de ustedes mismos.
—Enséñenle a la rancia truhanería sobre la calidad, el cambio y el control de costos. Siente un deseo
vehemente por aprender las reglas de la innovación. Ustedes lo ilustrarán en cuanto a la ventaja competitiva, la
administración por participación, la descentralización, el potenciar el poder de los empleados, y todo eso.
—De acuerdo, de acuerdo, ya entendimos —exclamó un prisionero ansioso—, sólo díganos cómo lo
quiere y se lo daremos. Vaya, sernos fáciles. Lo compraremos, secuestraremos a algún profesor y se lo
enviaremos por Federal Express. Mandaremos una orden de compra por fax, lo que quiera.
—Quiere historias.
— ¿Historias? —Preguntó el inquieto prisionero—. ¿Historias?
— ¡Exactamente! —Respondió el asistente del demonio—. Y no cualquier historia. Historias específicas.
Relatos que demuestren la inutilidad de sus pecados individuales. Historias que repudien sus errores. Que
reflejen un profundo remordimiento.
Un angustiado ejecutivo hizo un esfuerzo por acercarse más y habló en voz alta: ¿Conoce el cuento de los
tres tipos que entran a un bar y...
— ¡Cállese, estúpido! ¡No ha estado escuchando! Ya no están en Aspen, insectos. Aquí no pueden reírse de la
sabiduría. Deben sentirla profundamente y compartir conmigo su intensidad.
El grupo guardó silencio y el asistente de Satán procedió a describir el ejercicio.
—A cada uno de ustedes se le dará un tema, un block de papel tamaño oficio y un lápiz. Cada uno dispondrá
de dos semanas para elaborar un relato significativo, entretenido, tal vez hasta divertido. Cada uno debe
leer el relato ante mi amo, el demonio mismo. Si le gustan todas las historias, si aprende lecciones
perdurables de cada una, se les concederá permiso para marcharse. ¡Así, gusanos, es como pueden escapar
del infierno administrativo!
—¡Por favor! —Gritó en tono agudo un ejecutivo agotado por la tensión al final de la fila—. ¡Por favor!
¡Póngame en el potro de tormentos! ¡Hiérvame en aceite, lánceme a un foso lleno de lobos! ¡Cualquier
cosa, aceptaré cualquier castigo que me imponga! ¡Pero no me obligue a tomar un lápiz y escribir algo
original! Dios mío, hombre, ¿no tiene usted compasión?
— ¿Compasión? —Preguntó el asistente del demonio—. ¿Compasión? Difícilmente, y en especial para
gusanos como ustedes. Paciencia, eso es lo que tenemos aquí. Mucha paciencia. ¿Y ustedes, capitanes de
industria, magos de las finanzas, constructores de imperios, directores corporativos? —Hizo una pausa;
ellos temblaron—. Ustedes tienen dos semanas.
Enseguida, una falange de guardias en uniformes plateados, surgió de las sombras y, a empellones, llevó
a la hilera de ejecutivos sudorosos y conmocionados a través de una pesada puerta de acero
tachonada con relucientes cerrojos y chapas. Éste era el cuarto para la escritura: doce diminutos
cubículos, cada uno con un desgastado escritorio de acero gris y una silla naranja de plástico como de
sala de espera. En el Infierno Administrativo no hay prebendas.
A cada prisionero se le condujo a un cubículo y se le empujó a una silla. La cadena que los unía fue cortada
y, con grilletes en los tobillos, cada uno fue atado a la pata de su escritorio.
Todos ellos miraron tristemente la cubierta de metal. Ahí, como se les había prometido, estaban los
dos instrumentos de tortura: papel y lápiz. En la hoja superior del block, cada uno leyó un tema especial,
único. Lamentos de reconocimiento y desesperación resonaban por encima de los cubículos.
- En eso, se oyó un agudo chasquido, un látigo de asbesto serpenteó en el aire desde alguna parte y estalló
sobre sus cabezas. — ¡Silencio! —aulló Reflecto—. No debe oírse nada más que el sonido de lápices dando
salida a sus pobres ideas!
Doce humildes ejecutivos se enfrentaron al horror extremo: una hoja de papel en blanco. El látigo estalló
de nuevo, chasqueando en los espacios entre sus febriles mentes. Doce puntos de grafito cobraron vida y
corrieron sobre los campos de amarillo canario, arrastrando sabiduría a su paso. Empezaba la escapatoria
del Infierno Administrativo.

CAPÍTULO UNO
LOS HUESOS DE HAMMURABI
El prisionero número uno fue llevado por un estrecho corredor que conducía a un masivo y adornado
pórtico. Cuando el guardia accionó la palanca de bronce, el hierro enmohecido crujió y se abrió la puerta. El
prisionero número uno fue pateado hacia el aposento.
Se despatarró sobre las piedras ardientes. Se puso de pie tambaleante, aferrando un fajo de hojas de papel
amarillo como si en eso se le fuese la vida. El demonio estaba en una plataforma elevada, tras una pesada
cortina; pero cuando el prisionero número uno miró hacia arriba a través del humo y los vapores sulfurosos,
no vio nada. Entonces, el demonio habló desde las alturas.
— ¿Qué se siente ser empleado? —preguntó la voz sorprendentemente suave y calmada.
— ¿Empleado? —Preguntó el prisionero—. ¿A qué se refiere?
—Estás en la oscuridad, atemorizado. Estás escuchando órdenes de alguien a quien no conoces. Tú estás ahí
abajo y yo aquí arriba, escondido. ¿Te suena familiar?
— ¿Tiene algo que ver con la forma en que dirigí mi negocio? —sugirió el aterrorizado ejecutivo.
— ¿Naciste estúpido —preguntó con soma Satanás—, o desarrollaste esa deficiencia en una maestría en
administración de empresas? ¡Claro que tiene que ver! Dirigías tu compañía con puño de hierro, ¿no es
verdad? Dictabas órdenes e imponías el control desde la cima de una pirámide de poder. Te aislabas a ti
mismo. Gobernabas por edicto. Eras el clásico director de arriba hacia abajo.
—Ninguna compañía puede funcionar sin cierto grado de control —sugirió el sumiso prisionero. Después
añadió—: Era mi trabajo. Yo hacía las reglas y las aplicaba.
— ¿Ves a dónde te llevó? —preguntó el demonio.
—Sí —musitó el prisionero, mirando sus humeantes zapatos.
— ¿Tienes una historia para mí, entonces? ¿Un cuento acerca del control, el poder, las leyes? ¿Una historia
que corrija los errores de un fanático del poder en el infierno?
El prisionero levantó el fajo de papeles y respondió:
—Es un cuento acerca de huesos, señor.
¡Ooooh! —llegó la respuesta desde el fondo de la cortina—, ¡Ya me gustó! Espero que trate de muerte y
destrucción y crueldad todas esas cosas agradables —chilló Satanás.
—En efecto, así es, —susurró el empequeñecido ejecutivo.
— ¡Pues cuéntamela, hombre! —Ordenó en tono agudo el demonio—. Y —bajó la voz, pausando—... ¡más
vale que sea buena!
El prisionero número uno sostuvo el block cerca de su rostro, debido a que era extremadamente miope.
Los papeles temblaban y con voz trémula, empezó.
Esta es una historia que trata sobre huesos y sobre similitud y diferencia. Puesto que la dirección de una
empresa es una batalla constante entre el deseo por cada una de éstas: consistencia en el sistema para
todas las operaciones, frente a la flexibilidad y la adaptación local. Las grandes corporaciones han librado
estas guerras civiles: centralización frente a descentralización, uniformidad versus autonomía. Y grandes
líderes han tenido que determinar, diariamente, en qué casos resulta fatal el exceso de cualquiera de ellas.
Hammurabi es conocido en la historia como el legislador, el primer monarca que codificó reglas de
comportamiento, y como tal, son muchos los que le rinden reverencia. Este rey de Babilonia vivió desde
1792 hasta 1750 a.C. y los arqueólogos han encontrado su código. Es extraordinario en sus detalles y
particularidades. Cubre toda conducta imaginable, desde el precio de las alas de pollo hasta el castigo por
usar impúdicamente una túnica.
Hammurabi era un fanático del control.
No obstante, en sus días —y ante sus ojos— se le conoció como un gran estratega, un hombre de principios
e invariable dedicación. Esas cualidades, se nos ha dicho, forman el perfil de un líder. Esto, sabemos, puede
ser una fórmula para el desastre.
— ¡Cuenta la maldita historia! —Gritó el demonio—. Llega a la muerte y la destrucción!
El prisionero número uno se aclaró nerviosamente la garganta, hojeó dos páginas, encontró un nuevo punto
donde empezar y continuó la lectura.
En África Central, lejos de las costas y oculta entre la selva tropical, se encuentra una maravilla natural, cuyos
orígenes son especulativos. Es un enorme cráter en la tierra, lleno de agua y muy hondo. Algunos sugieren
que un meteoro chocó con la tierra, lo cual ocurrió hace millones de años. Otros dicen que fue obra de una
raza fanática de adoradores del demonio, quienes excavaron para encontrar el enlace con su antidiós. Sigue
en duda cómo se creó, pero en la actualidad está comprobado el contenido del cráter, en las profundidades
de su turbio líquido. Está lleno de huesos. Las oscuras aguas están saturadas con esqueletos.
Nuestros arqueólogos acuáticos descubrieron ahí miles y miles de esqueletos, de todas edades, sexos y
ocupaciones. No están atados como para un sacrificio o castigo, y no se les enterró con rituales o rodeados
con amuletos o símbolos para un viaje a un nuevo mundo. Yacen al azar, en grandes pilas revueltas, como si
hubiesen saltado, a la vez, como lemmings al mar, en la silenciosa fosa en esa selva. ¿Por qué?
El secreto tiene que encontrarse en el único registro escrito que se encontró entre montañas de calcio
submarino, un fragmento de piedra entre los huesos. El agua ha borrado la inscripción que contuvo en algún
tiempo, pero una esquina está cincelada con una escritura remota. En esa esquina se lee una palabra:
Hammurabi. Y esa palabra nos remite a una tierra a cientos de kilómetros al noreste. Más allá de Egipto, a
través del Levante y hasta el valle del Tigris y el Eufrates. Ahí encontraremos la cuna de la civilización:
Babilonia. Quizá ahí se halle la respuesta.
El trono de Babilonia lo ocupaba Hammurabi, el señor de Mesopotamia, el portavoz de Marduk, dios del
mundo. Y Hammurabi estaba afligido porque ciertas tribus remotas de su dominio no enviaban conscriptos
para las guerras de dominio; en efecto, huían de sus reclutas. Así que Hammurabi envió el aviso. Todos los
pueblos de todas las tierras enviarían a sus gobernadores o representantes a Babilonia. —Celebraremos una
reunión —proclamó.
Dado que temían despertar la ira del déspota, todos acudieron al llamado. Llegaron desde el Sudán y Egipto
y Etiopía. Desde Arabia, Persia y desde las costas del golfo. Y desde las islas también. Una variada colección
de embajadores, subordinados, Jefes supremos territoriales, todos al servicio de Hammurabi y a merced de
sus ejércitos. Y una vez que se reunieron en el gran Salón de Mandatos, apareció Hammurabi, acompañado
por su séquito de eunucos.
El tirano recorrió con la mirada a los congregados y se quedó pasmado con lo que vio. Ahí estaban hombres
bronceados, elegantes, con túnicas de lino adornadas con plata. Y hombres ataviados con pieles de jabalí,
engalanados con dientes de animales y pintados con ocre rojo. Otros más, de aun otras tierras con pieles
curtidas y el cabello con rizos cuidadosamente arreglados.
Estaban presentes, asimismo, hombres semidesnudos, cubiertos únicamente con taparrabos, con sus largas
cabelleras atadas con cintas de todos los colores. Otros lucían plumas, algunos tenían barbas y otros estaban
afeitados. Algunos con la piel aceitada, otros empolvados, unos más envueltos en pieles, o enfundados en
seda. Cada uno de los cien variaba en vestimenta y apariencia de acuerdo con las costumbres y el clima
locales. Esto molestó a Hammurabi. Esto no es un imperio, pensó, es una horda multicolor.
Por tanto, en vez de arengarlos sobre los principios de la conscripción y demandar más hombres y caballos
para proseguir sus campañas, Hammurabi amplió la agenda. —Hablaremos de control —les dijo—, de
consistencia, garantía de calidad y uniformidad de conducta. Estableceremos estándares mínimos y todos
los obedecerán —advirtió—. ¡Tendremos leyes!
Hammurabi seleccionó a sus eunucos más quisquillosos y los aisló en una cabaña de piedra. En ese sitio,
deberían formular y registrar los mandatos que darían algún sentido de homogeneidad a la barra de
ensaladas de imperio que dominaba. Debían redactar el Código de Hammurabi. Se disolvió la asamblea y los
representantes recibieron la orden de volver a sus puestos/ esperar la ley.
Mientras los eunucos escribían y soltaban risitas sofocadas en la cabaña de piedra, un mercader le presentó
a Hammurabi una nueva obra. —Se llama En Busca de la Excelencia, oh gran señor —empezó—, escrita por
dos profetas llamados Peters, el del Suéter Abultado, y Waters, el Hombre. En este libro hablan de imperios
excelentes y sus características, e invitan a otros tiranos a que los imiten y alcancen el éxito al hacerlo,
exactamente como lo hacen ellos. —Hammurabi quedó encantado con la obra.
Llevaba el libro consigo a todas partes, absorto en las características de los imperios excelentes. Lo llevó
incluso al zoológico real, y mientras estaba' sentado en una roca hojeando el libro, le llamaron la atención
dos vivaces monos. Detrás del recinto de madera, ambos estaban sentados también en una 'roca, y fingían
examinar con detenimiento un libro propio. Son imitadores, sin duda, pensó Hammurabi. En eso, su cerebro
de tirano se encendió como un olivo en llamas.
—¡Imitaré a los imitadores! —exclamó—. Copiaré lo que copiaron Peters el del Suéter Abultado y Walters el
Hombre. Jugaré a lo que hace la mano, hace el de atrás. ¡Pero con un ligero cambio! ¡Jugaré a que lo que vio
la mano hacer al de atrás de la otra mano, hace el de atrás —Y corrió a la cabaña de piedra, sorprendió a los
juguetones eunucos y les lanzó el libro—. Copien las reglas —ordenó—, y conviértanlas en mi código.
Después, inscríbanlas en una lápida y ¡manden una copia a cada feudo, avanzada, colonia, baluarte y
territorio bajo mi mando! Antes de dejarlos dedicados a su tarea, Hammurabi emitió tres órdenes
adicionales:
—Redáctenlas de modo específico —les dijo—. Y que sean obligatorias. ¡Y, por último, indiquen el castigo
por desobediencia!
Así, los eunucos se pusieron a trabajar. Una vez que inscribieron todas las reglas del libro mímico importado,
se dieron cuenta de que no decían gran cosa. Algunas eran vagas, otras no eran más que simple sentido
común. Por tanto, los eunucos añadieron especificidad y detalle, seguros de que complacerían a
Hammurabi. Y después de 30 días y muchas lápidas modificadas, quedó encantado. Los edictos esculpidos se
enviaron a sus destinos y se erigieron en cada territorio. Bueno, casi en todos.
Las leyes eran tan específicas —y muchas eran sólo pertinentes dadas las condiciones de Mesopotamia,
además de que habían sido redactadas en dialecto babilonio— que se presentó una gran dificultad para
interpretarlas y aplicarlas. De hecho, los portadores de las lápidas tuvieron serios contratiempos.
Por ejemplo, una de las leyes estaba diseñada para proteger a los burros de la crueldad de sus dueños, ya
que estos animales eran extremadamente frágiles y valiosos en la tierra de Hammurabi. A la letra, la regla
214 establecía, "Quien se desmonte para tomar agua durante un viaje, deberá primero atar firmemente su
asno (ass)* a un árbol". Y en el camino a las regiones interiores, tres de los portadores de las lápidas llegaron
a un oasis en el desierto.
Impulsados por la sed, procedieron a cumplir con los dictados de la ley. El problema fue que estos hombres
eran de las regiones interiores, donde el término “ass” tiene una connotación totalmente diferente y,
además, montaban camellos. Desafortunadamente, los árboles más cercanos estaban a 30 pasos del agua y
los hombres murieron mientras luchaban y tiraban entre el árbol y el pozo. Y los camellos se abastecieron de
agua, se rieron alegremente y se marcharon. Así que las lápidas nunca llegaron a las regiones interiores.
No obstante, el resto de las lápidas sí arribaron a su destino y se obligó a los pobladores a obedecerlas.
Veamos primero lo que sucedió en Etiopía.
En esta tierra del este de África, la costumbre local dictaba que los panaderos apartaran una hogaza de pan
por cada seis como limosna para los pobres. El pan recién horneado se colocaba en el borde de una ventana
especial de donde los mendigos, sabiendo que eran para ellos, pasaban y lo tomaban. Esta benevolente
costumbre se había seguido durante generaciones y a ella se debía la paz y la tranquilidad entre los
marginados.
La ley cambió esto.
La regla 764 estipulaba, "Quien tome lo que no haya comprado será culpable de robo y perderá la mano
empleada para tal acto". Y aun cuando era contraria a la costumbre local, el gobernador insistió en su
estricto cumplimiento. Cuarenta mendigos fueron mutilados al día siguiente de la llegada de las lápidas, con
lo que llegó a su fin la colocación de hogazas para los indigentes. Y miles de individuos necesitados, y sus
respectivas familias y animales, murieron.
"Juego de palabras intraducible, ya que en inglés “ass” significa asno y trasero.
Asimismo, otra costumbre establecía los matrimonios masivos, en los cuales todas las parejas elegibles se
unían en la cuarta luna llena del año. Los etíopes eran románticos y al amor se le daba importancia aun por
encima de las artes marciales. El ritual requería que cada novio fingiera que hacía desaparecer el corazón de
su prometida, huyera a la cima de la montaña y esperara la mano de la novia.
En la primera de esas ocasiones, unas cuantas semanas después de que llegaran las lápidas, el gobernador
asistió a la ceremonia. De pie en la cumbre de la montaña local esperaban doscientos hombres jóvenes,
rebosantes de afecto y expectación mientras las futuras esposas ascendían penosamente para unirse a ellos
en la celebración del año.
— ¡Esperen! —gritó el lugarteniente del gobernador—, es posible que estemos violando la ley! —Y citó la
regla 765, la cual decía, "Se modifica la regla 764 para incluir el robo de emociones y afectos, ya que son
hurtos del corazón".
Por lo tanto, se canceló la ceremonia y no se celebraron los matrimonios. Y, puesto que la regla 653 prohibía
que un hombre y una mujer procrearan fuera del matrimonio, el número de etíopes empezó a disminuir. Los
hombres agraviados se dedicaron entonces a las artes marciales y empezaron a matarse unos a otros en
cifras crecientes cada mes. En poco tiempo, todos estaban muertos. La ley debe obedecerse. Sólo podemos
intentar adivinar cual de los eunucos en Mesopotamia se habría sentido complacido.
Ahí estaba también el Sudán, un pueblo urbano con una gran ciudad densamente poblada en las márgenes
del río. Su problema habían sido las ratas, enormes plagas que nadaban hasta la orilla en la primavera y
llevaban la peste negra. Pero generaciones atrás los sudaneses habían inventado trampas infalibles y
suficientes para estos roedores y las cebaban con miel.
Podían llegar miles de ratas, pero a la mañana siguiente a la invasión, todas estaban muertas.
Mientras los alguaciles de la ciudad se preparaban para cebar las trampas para la acometida de ese año,
observaron una pequeña inscripción en el Código de Hammurabi. La regla 1253 estipulaba, "Todas la
trampas para roedores de todos tamaños se cebarán con queso de cabra".
Esto resultaba incomprensible, ya que los sudaneses no conocían ni el queso ni las cabras. Tal vez algún
eunuco en esa cabaña de piedra tenía un rebaño de cabras y deseaba su prosperidad. En todo caso, los
sudaneses fueron derrotados por las ratas, todos sin excepción, y los arrasó la peste negra. Las ratas estaban
muy satisfechas. La ley debe obedecerse.
Ahora los persas, una secta floreciente distante de Babilonia y su Hammurabi, si bien bajo su dominio. Aquí
la costumbre había dictado durante cientos de años un despliegue muy singular. A todas las mujeres entre
15 y 50 años de edad se las reclutaba como guerreros y con grandes esfuerzos defendían las fronteras de su
país contra invasores que no conocían ni se interesaban en Hammurabi. Los hombres, por otra parte,
permanecían en la aldea, cultivando la tierra y cuidando de los niños. Las mujeres eran temerarias e
intrépidas y cazadoras excelentes.
Pero la regla 8470 estipulaba, "Todos los hombres entre 15 y 50 años de edad serán guerreros y defenderán
la tierra. Queda prohibido a las mujeres, por su naturaleza y por esta ley, tomar las armas. Deben
permanecer indefensas".
Los persas trataron de adaptarse. A los hombres se les dieron las hondas, los arcos y las flechas. Sin
embargo, eran terriblemente ineptos en el manejo de armas de guerra y hubo muchas heridas y muertes
accidentales. Entonces llegaron los arios, a caballo con excelentes tiradores. Mientras las competentes
mujeres observaban, sus hombres fueron aniquilados. Y, al fin, sin armamentos o sorpresa u ocultamiento
siquiera, se asesinó o secuestró a las mujeres. Suponemos que algún eunuco en esa cabaña de piedra tenía
algún agravio contra las mujeres. En cualquier caso, la ley debe obedecerse.
Pero no en todas partes. En las regiones interiores, debido a la agonizante muerte de los tres sedientos
jinetes de camellos, las lápidas no llegaron a su destino y, por ende, no se alteraron las costumbres locales ni
las operaciones exitosas. Los pobladores prosiguieron su trabajo y se entretuvieron y prosperaron como
sabían hacerlo, gracias al destino y a los equívocos resultantes de la regla del asno en peligro de extinción.
De vez en cuando, en esta provincia centroafricana, en lo profundo de la selva y en los alrededores del
antiguo cráter, arribaban viajeros que informaban acerca del desorden que las lápidas estaban causando al
mundo. La población de las regiones interiores se estremecía de miedo ante los relatos, rogando día y noche
que nunca llegaran los mensajeros con la ley. Y su gobernante supremo, un hombre llamado DeCente, juró
que, de darse el caso de que aparecieran, nunca la obedecerían.
Pasaron los años y DeCente falleció. Su Hijo, Complaciente, tomó el poder. En ese entonces, se presentó un
mensajero de Babilonia y dio instrucciones al nuevo líder para que compareciera ante Hammurabi. El temor
invadió a las regiones interiores. Complaciente montó en un camello y partió para el encuentro en el cuartel
general. Atemorizados por su regreso, toda la población abandonó la aldea y acampó a la orilla del lago del
cráter. Todos / los días, cinco mil seres humanos se tomaban de la mano, alrededor del precipicio y mirando
la reluciente agua verde. Suplicaban "No nos des la ley ". "Sabemos cómo manejar nuestros asuntos". Con la
esperanza de que estas oraciones colectivas apaciguarían a sus dioses, la gente de las regiones interiores
esperaba el regreso de Complaciente.
Y regresó, en efecto, sonriendo mientras ascendía entusiasmado al cráter. Ahí, los cinco mil ciudadanos se
tomaron del brazo y, primero se asomaron por el borde del cráter y después, miraron hacia Complaciente
por encima del hombro. Un grito sofocado escapó de sus bocas conforme cada uno observaba que traía
consigo unas lápidas de piedra. La desesperanza los cubrió a todos y volvieron a fijar la vista en las hermosas
profundidades esmeraldas. Complaciente pidió que le pusieron atención.
— ¡No teman!—gritó—. ¡No traigo la Ley de Hammurabi conmigo!—Los ciudadanos tuvieron un asomo de
esperanza y sonrieron, mientras Complaciente añadía—: En cambio, tengo la Revisión Número de la Ley. Y
tengo más. ¡El Plan Estratégico de Hammurabi y su Presupuesto Anual!
Al escuchar esto, las cinco mil almas —al unísono, con los brazos entrelazados— saltaron al cráter y se
hundieron a través de la superficie reluciente en busca de la muerte inmediata. Las últimas palabras que oyó
Complaciente antes de que cayeran fueron —¡Hagamos lo que es mejor para nosotros!
Así, el misterio de los huesos en el vientre del foso descansa en paz y los críticos de Hammurabi señalan el
error que cometió.
—Muy buena —comentó el demonio—, muy buena, sin duda. ¡Me gustó especialmente la parte acerca de
los viajeros sedientos que atoraron los traseros a un árbol!
El prisionero número uno se sonrojó. —Nos dijo que deberíamos divertirle a la vez que le ilustrábamos.
—Ilústrame ahora, señor fanático del control. Dime la lección. ¿Cuál fue el error de Hammurabi?
—Trató de determinar acciones, objetivos, deseos y preferencias para personas a quienes no conocía e
impuso en ellas su particular sello de sabiduría. Se les codificó hacia la catástrofe, regulados a la ruina. Todo
en nombre de la uniformidad y la consistencia, las cuales, en ausencia de todo lo demás, parecen objetivos
admirables.
—Pero la "ausencia de todo lo demás" nunca es absoluta —chilló el demonio—. Los imperios y las
corporaciones no existen como recipientes vacíos estúpidamente esperando que alguien de la dirección
general los llene. Son viables por derecho propio, y diferentes. Y es así como debe ser.
—El imponer el orden donde se necesita, es un acto justo. Lo contrario es tiranía. El aplastar la variedad de
los otros con una especificidad severa no es creación de leyes, sino la obra de eunucos. Y el suicidio es el
único proceso que funciona de arriba hacia abajo. —El prisionero bajó los ojos, en espera de si había
terminado el demonio. A continuación, Satán emitió su juicio.
— ¡Felicitaciones, peón!—gruñó Satán. — ¿Por qué?
— ¡Te has convertido en el primer ex eunuco del mundo! —rugió con júbilo y golpeó la mesa de piedra. El
prisionero permaneció en silencio, confundido—. Humor —bufó el demonio—. Algo que no entendería un
fanático del control. —Después añadió lo siguiente—: Por primera vez en tu carrera, gusano, tu destino está
totalmente fuera de tu control. Está en las manos de los once imbéciles que te siguen. Más te vale esperar
que ellos hayan aprendido tanto como tú.
El prisionero número uno resplandeció de alegría y empezó a deslizarse hacia la salida. Al cruzar la puerta, se
encontró al siguiente prisionero, esperando entrar al aposento del demonio.
—Tiene sentido del humor —susurró el ejecutivo saliente con una sonrisa—. ¡Estupendo! —Suspiró la
siguiente víctima—. ¡Tengo una oportunidad!
— ¡Manden al siguiente idiota! —gritó la voz de la condenación, haciendo crujir la cortina con su potencia. El
prisionero número dos perdió la sonrisa cuando, de una patada, traspasó la puerta y cayó sobre el piso de
azufre.

CAPÍTULO DOS
LAS ASOMBROSAS CABEZAS DE DÍGITO
(Una breve historia de toma de decisiones)
"Y lo que falta no puede ser numerado". —Eclesiastés 1:14
Cuando el segundo prisionero se detuvo en el centro del oscuro aposento, escuchó un sonido martilleante,
como huesos secos castañeando sobre piedra. Entonces los vio, dos cubos de marfil que rodaban haría él;
dados, lanzados por el diablo.
¿No es una buena forma de tomar decisiones, verdad? —dijo la voz desde atrás de la tela.
El prisionero recuperó la sonrisa, y se arriesgó. —Se ha intentado, su majestad. Le llaman adivinación, el
proceso de toma de decisiones de los antiguos.
¿Cómo demonios esperas que el diablo sepa acerca de algo llamado adivinación?
Eh, sí, entiendo lo que quiere decir.
Enséñame, devorador de números —ordenó Satán—, ya que eso es lo que eres, ¿no es así? ¿Un devorador
de números?
Yo dirigía el servicio de encuestas más grande de la nación, oh perverso. Manejaba los números arriba y
abajo, hacia dentro y hacia fuera. Examinaba y ponderaba y promediaba hasta que podía asesorar a los
líderes corporativos sobre qué era más conveniente, qué era más seguro.
¿A eso es lo que le llaman adivinación, entonces? No me suena muy divino que digamos.
Oh no —respondió el prisionero—. Los antiguos usaban la adivinación. Nosotros usamos datos. ¡Explícate!
Utilizaban presagios, sortilegios, augurios y adivinación espontánea. Lanzaban huesos y leían los intestinos
de cabras y seguían los desvaríos de los lunáticos —explicó el solicitante—. Eran muy primitivos.
¿Ya qué han llegado ustedes, los modernos ejecutivos? ¿Algo nuevo, algo de alta tecnología?
¿Computadoras, tal vez?
Precisamente, señor—respondió el prisionero—. Datos científicamente derivados y estadísticamente puros.
Suena demasiado bueno para ser verdad —sugirió el demonio.
El prisionero levantó sus papeles como si fuesen una prueba legal. —Lo es —contestó.
Cuéntame entonces una historia sobre decisiones —ordenó Satán—. Dime, encuestador del infierno, cómo
llegan a conclusiones los ejecutivos.
¿Puedo llevarle a un nuevo escenario? —Inquirió el prisionero número dos—. ¿Podríamos tomarnos una
especie de vacaciones en una isla?
¡Por supuesto! —Exclamó el demonio—. Agrégale un poco de misterio y algo de romance, también.
Necesito un descanso. ¡He estado metido aquí abajo tanto tiempo que parece una eternidad!
El prisionero número dos, siempre en su papel de ejecutivo, sabía que cuando el jefe se ríe, lo más
conveniente es reírse junto con él.
¡Adelante, tonto! —rió con disimulo el demonio—. ¿A dónde me vas a llevar con este atento?
A la isla de Pascua, señor. A una pequeña manchita de tierra perdida en el océano Pacífico. Un lugar
rebosante con preguntas.
Dos dados más rodaron por los escalones, por debajo de la cortina y se detuvieron a los pies del prisionero.
—¡Empecemos! —vociferó el jefe.
El prisionero número dos borró la sonrisa del rostro y empezó su cuento.
Montan guardia por todas partes, estas grandes cabezas de piedra. Enormes e idénticamente esculpidas por
un pueblo desconocido, apuntan hacia el horizonte, como abandonadas y anhelando el regreso de sus
creadores. Y el visitante también busca indicios acerca de los misteriosos seres que alguna vez poblaron la
isla de Pascua. ¿Eran polinesios, peruanos o de otros mundos a los cuales regresaron en naves espaciales?
Después de años de incógnitas, ahora tenemos una teoría —y la evidencia que la respalda—. Pero debemos
empezar con la llegada de eses pobladores a la enigmática isla.
Eran refugiados de Micronesia, y llegaron a bordo de naves de hojas de palma entrelazadas. Una vez
instalados en la isla de Pascua, eligieron una reina, cuyo nombre era Microvisión. Reinó durante dos
generaciones; y después, la población y ella desaparecieron.
Eran los Cabezas de Dígito, una tribu decente, y pasaron las dos generaciones tallando réplicas de sí mismos
y enterrándolas hasta el cuello en las colinas y las playas. Cada estatua se numeraba y contaba, y cada una
tiene la boca abierta, como si hablara o respondiera.
Al principio, fue necesario tomar muchas decisiones: si instalarse ahí o partir para otras islas, si plantar
pastos comestibles o tubérculos, cuándo enviar emisarios a otras tierras y qué tipo de dioses adorar. Y, como
la toma de decisiones era algo nuevo, Microvisión probó todos los métodos primitivos: presagios, sortilegios,
augurios y adivinación espontánea.
Cuando Microvisión vio un éxodo masivo de tortugas marinas, por ejemplo, lo tomó como un presagio: con
toda seguridad los animales abandonaban la isla debido a que, en un breve plazo, la isla haría erupción como
un volcán. Se ordenó a todos los pobladores que siguieran a las tortugas al mar, y así lo hicieron. Después de
dos días de nadar "de a perrito", fiel y frenéticamente, se dieron cuenta de que en la isla no había un solo
volcán, ni siquiera una montaña alta. La creencia en los presagios llegó a su fin.
Después, Microvisión encontró un círculo de cinco piedras pulidas en la playa y quedó fascinada con ellas.
Cuando dejaba rodar las piedras desde su mano, observaba patrones extraños. Había descubierto la práctica
del sortilegio.
Mientras jugaba en esta forma, por azar, las cinco piedras rodaron en línea recta, una directamente detrás
de la otra. Microvisión ordenó a toda la población de varios miles de isleños que se formaran en una fila
similar. Un autobús mágico llegaría pronto, les dijo, y todos serían trasportados al cielo.
Así que formaron la fila y esperaron. Aves intrigadas volaban por encima y los observaban, sudando de pie
bajo el sol. Los delfines nadaban por la orilla y se reían de ellos. Pero no pasó ningún autobús. —Es posible
que no estemos en la ruta —sugirió Microvisión y sus súbditos se dispersaron y desplomaron. Dos días
después recuperaron la compostura y volvieron a esculpir estatuas Cabezas de Dígito. Era infinitamente más
sensato.
El augurio, la siguiente técnica para la toma de decisiones, la descubrió Microvisión por simple casualidad.
Estaba cenando junto a un arroyo de un bosque cuando, desde lo alto, un halcón dejó caer su presa por
accidente. Cuando la reina se llevaba un trozo de pina a la boca, una gran serpiente enroscada aterrizó en su
plato de hoja de palma. —¡Dioses supremos! —exclamó—, ¡tiene franjas de la cabeza a la cola! —Con la
convicción de que esto era un buen augurio, ordenó a los ciudadanos que se envolvieran con cuerdas, de la
cabeza a los pies.
No obstante la lealtad que le profesaban, la población se resistió a esta absurda solicitud. —Creemos en ti —
le dijeron —, pero hemos nadado "de perrito" días enteros, hemos permanecido bajo el sol esperando un
autobús; pero sabemos que si estamos envueltos de la cabeza a los pies nos será muy difícil tallar las
Cabezas de Dígito y alimentarnos y procrear —Microvisión tuvo que ceder. Tendría que practicar la
adivinación en otra forma.
Microvisión convocó a su tesorero, Dipso, quien se hallaba ocupado en la selva contando cocos. Dipso, como
no esperaba verla durante varios días, estaba dándose un gran agasajo con leche fermentada y bastante
embriagado; Bebía y bailaba y retozaba con algunas chicas, una práctica llamada "retozo en lo boscoso" y le
fue muy difícil conservar la compostura para su audiencia con Microvisión.
Así que cuando entró tambaleante en la choza de Microvisióny ella le pidió que la ayudara con las
decisiones, Dipso se puso a bailar y cantar —demasiado ido para apreciar la sobriedad de las
circunstancias—. Puesto que nunca había visto este aspecto de Dipso, Microvisión lo tomó como una
adivinación espontánea.
Dinos, oh, Dipso —imploró — , qué deben hacer las Cabezas de Dígitos para complacer a los dioses?
¡Vamos a darle al retozo en lo boscoso! —respondió Dipso con sonidos indistintos, sonriendo y
bamboleándose como una palmera al viento. Microvisión tomó su caracol marino y emitió una retumbante
nota por toda la isla.. ¡A los bosques, gritó, donde ejecutaremos el retozo!. No tenía idea de qué significaba
esto, pero le complació ver que sus súbditos lo aceptaran con tanto entusiasmo. Tal vez Dipso tenía una
comunicación directa con los dioses después de todo.
Por toda la isla se dejaron caer los martillos en la prisa por cumplir con los deseos de la reina. Todo el tallado
se detuvo y varias personas resultaron heridas en el clamor y el ímpetu por dirigirse a la orgía de baile y
bebida. No obstante, después de tres días y tres noches, Microvisión se cansó de observar
tanto regocijo y juerga desenfrenada. Además, ningún hombre le había pedido que retozara con él. —
Vuelvan a las Cabezas de Dígito —ordenó—. ¡Terminó la fiesta! —Y enseguida, ajustó cuentas con Dipso el
adivinador-. Ve a tirarte a la playa hasta que se le pasen estos efectos.
Microvisión se dirigió también, a la playa, para dar un paseo y pensar en nuevas formas para tomar
decisiones en los asuntos importantes. Ahí se tropezó por casualidad con su sobrina, una chica solitaria,
bastante tonta en ocasiones. Estaba contando los granos de arena y, en ese punto ya iba en cifras de siete
dígitos. Pero esta sobrina tenía una idea, así que dejó de contar y habló con Microvisión.
—Lo que necesitas, anciana —empezó—, es un sistema de información gerencial. —La reina la miró perpleja
y la chica prosiguió—. Un sistema de información directiva, su alteza, o mejor aún, un sistema de apoyo para
la toma de decisiones. Eso te dirá exactamente lo que debe hacerse. Reúne tus datos, encuesta a tu pueblo,
integra los resultados y actúa conforme a ellos. —Y le explicó todo el proceso a la reina, quien lo aceptó
gustosa, y emprendió inmediatamente el diseño e implantación de ese sistema.
En consecuencia, los Cabezas de Dígito se convirtieron en la población más encuestada, estudiada,
muestreada y analizada del Pacífico. Se elaboraron formas, se enumeraron las alternativas y los
encuestadores las distribuyeron a todos los ciudadanos. Los datos se depuraron, se descartaron las
respuestas injustificadas y se trazaron curvas. El método de apoyo para las decisiones inició su
funcionamiento y se abrió paso entre los asuntos de mayor perplejidad. Y Microvisión, igual que muchos
ejecutivos después de ella, suspiró con alivio. Aquí estaba la respuesta a sus plegarias. Ahora, liberada de la
carga de las decisiones, podría disfrutar las prebendas del poder sin ninguna de las responsabilidades. Con la
conciencia limpia y la rectitud de alguien a quien nunca se le podría achacar ninguna falta, se limitó a actuar
según los dictados de los dígitos.
Una de sus primeras encuestas tenía el propósito de determinar la necesidad de más estatuas, ya que sólo
había diez en esa época. La pregunta era, "¿Qué preferiría?" y las respuestas posibles eran: "(1) Tallar otra
Cabeza de Dígito de piedra; (2) ser ahogado en la laguna; o (3) casarse con Microvisión". ¡Los resultados
fueron sorprendentes! Noventa y nueve por ciento de los encuestados favorecían el tallado de más estatuas.
Así que se ordenaron más estatuas. A seis varones que eligieron las alternativas dos o tres, se les vio
deslizándose por la playa a media noche, remando frenéticamente en una canoa de carrizo.
Otro sondeo preguntaba, "¿Qué es lo que nos hace más falta?" y las posibles respuestas eran: "(1) más
estatuas; (2) el sacrificio es una mujer honesta; o (3) otra emigración de tortugas". ¡Y oh sorpresa! Noventa y
cinco por ciento de los ciudadanos eligieron más estatuas! La noche siguiente se vio a veinte mujeres que se
alejaban remando de la isla en una nave construida a toda prisa. Microvisión no se inquietó: diez eran
virtuosas y diez tenían piernas débiles. Además, estadísticamente no eran relevantes. Se ordenó que más
personas tomaran el martillo y el cincel.
Siguió una tercera encuesta. Las preguntas incluían: "Si se le diese la oportunidad de elegir, preferiría: (1)
tomar un autobús al cielo, o (2) seguir martillando y cincelando". El 59 por ciento se inclinó por e! cincel y el
martillo. —La mayoría gobierna —exclamó. Micronesia--. ¡Esto es muy divertido! —Pero el cincelado era
más lento ahora, ya que doscientos hombres, mujeres y niños estaban en fila bajo el sol. En tres días
perecieron por exposición a los elementos.
Microvisión, al observar este resultado, jugó con la siguiente encuesta, determinada a probar
definitivamente la resistencia de sus ciudadanos escultores de estatuas. Reunió a los restantes talladores
frente a su choza. Ahí se congregaron, con los brazos caídos, trozos de piedra incrustados en la piel, los ojos
cubiertos por el polvo. Todos tenían miedo, pero estaban demasiado cansados de tallar la roca para que les
importara en realidad.
A Dipso, con sus ojos inyectados y manos temblorosas, se le había concedido una dispensa especial del
tallado de roca. Con el añino alterado, ya que había estado bebiendo leche de coco fermentada durante
doce días seguidos, se situó tambaleante en su sitio favorito junto a la reina con un poderoso eructo.
Después pasó la mirada por la multitud, sonriendo impúdicamente a las mujeres jóvenes que estaban
presentes.
—Celebraremos un concurso —anunció Microvisión— para determinar su destreza en el tallado. —
Enseguida explicó las reglas—. Mis asistentes llevarán un minucioso registro de la cantidad de roca que retira
cada uno de ustedes. La persona con menos roca a su favor, será envuelta como una serpiente y arrojada a
la laguna. La persona con la mayor cantidad de piedra contraerá nupcias con Dipso. El resto de ustedes
nadará en el mar durante el lapso que requieran Dipso y su esposa para consumar su matrimonio. ¡Esto,
hijos míos, deberá motivarlos a ustedes! ¡Tomen sus martillos!
Microvisión se retiró al interior de su cabaña a esperar el resultado, con Dipso, sonriendo, a su lado. Cuando
cayó la noche Dipso fue expulsado de la choza por su hedor y modales groseros. Pero mientras la reina
permanecía acostada en su cama y Dipso tumbado sobre las hierbas en el exterior, no escuchaban ningún
martilleo a lo lejos, ya que nadie estaba tallando. Los pobladores, en cambio, estaban tejiendo naves para
huir. En la mañana, todos se habían ido.
Sorprendida, la reina se levantó y deambuló hacia el pie de las colinas. Estaban vacías, exceptuando los
centinelas silenciosos y el alto pasto meciéndose como el mar. Las herramientas habían sido abandonadas a
toda prisa en torno a monumentos sin terminar, con las Cabezas de Dígito a medio hacer. En eso se
incorporó trastabillando Diego, los ojos rojos y la cara hinchada y rascándose.
Me han dejado —dijo Microvisión llorando— y ahora tenemos una población de dos. Estadísticamente, no
es una muestra significativa —añadió irritada— ¡y no puedo decidir qué debo hacer! —Y en su enojo,
recogió un martillo que estaba a sus pies y lo arrojó contra una Cabeza de Dígito cercana, arrancando una
diminuta astilla de piedra de su rostro.
¡Viva el ganador del concurso! —gritó Dipso, babeando sobre el pecho y avanzando hacia la reina-. ¡Y viva mi
novia!
Ignoramos cómo perecieron estos dos últimos habitantes de la isla de Pascua. Sólo podemos especular. Tal
vez sí se casaron, pero se ha sabido que el consumo de leche de coco fermentada inhibe la virilidad. Es
posible que esto explique la extinción de la raza.
O pudiese ser el límite estadísticamente probado de la natación "de a perrito", la cual se ha demostrado que
falla después de periodos prolongados, incluso en el caso de una reina. Y hasta donde sabemos ningún
autobús se detiene en la isla de Pascua, ni en dirección al cielo, ni hacia ninguna otra parte. Simplemente no
hay datos
¿No hay datos? —preguntó la voz desde el oscuro trono. Era la primera vez que hablaba durante toda la
lectura—. Tal vez esa sea la respuesta—bufó—. ¿No lo ves, bodoque?
El prisionero número dos empezó a calcular la probabilidad de ascender a la tierra de nuevo, de salvarse él y
sus colegas de una eternidad en el infierno. Los números no eran alentadores. Mientras continuaba sus
cuentas en silencio, Satán respondió su propia pregunta.
—Los Cabezas de Dígito tenían todos los datos del mundo, y estaban a la disposición inmediata de su
encargada de la toma de decisiones. Sin embargo, el resultado fue miles de estúpidas estatuas, una
población que desapareció y un final demasiado repugnante para imaginarlo, incluso para mí.
—¡Diablos —continuó el demonio— el borracho con su teatro ese de adivinación espontánea tuvo más
sentido que Microvisión y todos los ejecutivos modernos que han seguido sus estúpidos pasos! ¡Cualquier
líder que espera escapar de la toma de decisiones al depender exclusivamente de datos no es mejor que
Dipso! La administración por números no supera al retozo en lo boscoso —murmuró entre dientes—. Y es
endiabladamente menos divertida.
Las asombrosas Cabezas de Dígito
—Maravillosamente dicho —le dijo el prisionero—: Usted debe ser un líder muy sabio.
—No abuses de tu suerte, devorador de números. Tal vez no sea sabio, ¡pero puedo detectar a un adulador
a un kilómetro de distancia!
Se ordenó que saliera el prisionero número dos y que enviara el siguiente ejecutivo. Mientras el prisionero
se escabullía de puntillas hacia la salida, oyó al demonio ordenar a su asistente: —Tráeme una jarra de leche
de coco fermentada. Y algunas bailarinas. ¡Ahora mismo!
CAPITULO TRES
EL CAFE DEL HUEVO DORADO
(Cómo el compromiso ahoga la innovación)
"De todas las palabras tristes de la lengua o pluma,
Las más tristes son éstas: ¡Podría haber sido!"
John Greenleaf Whittier, "Las palabras más tristes*

Cuando se sujetó a la prisionera número tres al abrasador escritorio de acero asignado, la breve nota
garabateada sobre el block amarillo de tamaño legal; fustigó su conciencia como un látigo de nueve puntas.
Había pasado casi una década, pero el recuerdo y la memoria aún persistían. Esta prisionera había sido
directora de un gigantesco conglomerado de alimentos.
Ella se había hecho de un nombre y había progresado en su carrera recortando no kilos, sino gramos de las
raciones de comida rápida. Rebanó segundos a los tiempos de cocción, untando la calidad en una capa tan
delgada como mayonesa en un bollo con ajonjolí. La prisionera número tres exprimía utilidades de las
operaciones de servicio de alimentos como si la compañía fuese una gigantesca botella con salsa catsup. Si
hubiera sido cantinera, se la habría acusado con toda justicia de echar agua al bourbon. En cambio,
formulaba rellenos, emulsiones y empaques que hacían que lo que era barato y rápido se viera saludable y
suculento.
La prisionera había enterrado este proyecto particular, lo había ocultado entre los archivos de la
corporación. Había esperado que se olvidara. Si nadie mencionaba su nombre nunca, tanto mejor. Pero ahí
estaba, garabateado sobre el block. El asistente del demonio sabía cómo lastimar, cómo reabrir las viejas
heridas. En la parte superior del block, la prisionera número tres leyó, "El café del huevo dorado”.
Mientras la magnate de la comida rápida permanecía de pie frente al trono de juez del diablo, sintió sus ojos
a través de la cortina. Se percató de esa antigua y familiar sensación, incluso aquí, en el infierno. Pero estaba
acostumbrada a sobresalir acostumbrada a sus sorpresas y a sus sospechas. En su primer comentario, Satán
confirmó ambas.
—Creí que todos eran hombres —señaló el diablo.
—También ellos —le dijo ella—. Todos lo creen.
En eso, sucedió algo totalmente inesperado. De repente, de la nada, surgió un eructo nauseabundo. Y, más
sorprendentemente aún, se elevó en el aire un recipiente de cartón, voló por encima de la cortina, rebotó en
el azufre y cayó a los pies de la prisionera. El diablo había estado comiendo pollo para llevar.
La prisionera se sobresaltó tanto que habló sin pensar, no sabía que entregaban aquí, suspiró sorprendida.
Tienen una endemoniada penetración del mercado —respondió una voz profunda desde detrás de la
cortina—. Harán cualquier cosa por un dólar.
La prisionera número tres guardó silencio, en espera de que se le dictara sentencia sin leer siquiera su
historia, sabiendo con certeza que sus pecados eran imperdonables. Pero parecía que Satán se estaba
moviendo. La cortina se agitó crujiente y por debajo, apareció una mano.
La prisionera esperaba que el demonio tuviese piel escamosa, de anfibio, o al menos unas garras de hierro o
huesos empapados en sangre. Sin embargo, la mano era casi humana. Un poco quemada, pero eso era de
esperarse. Lo que no se esperaba era lo que apretaba la mano. Un hueso de pollo, un hueso de la suerte.
Adelante, la apremió el demonio, moviendo el hueso para atraer la atención de la prisionera. Jala.
¡Arriésgate!
El temor congeló a la prisionera, anclada a la piedra, inmóvil y en silencio. El diablo se rió.
—Eso es, ¿verdad?
—¿Es qué, señor crujiente?
—Ese es tu rasgo fatal, hacedora de fortunas con comida rápida. No estás dispuesta a correr ninguna clase
de riesgo.
—No me agradan los juegos, su nefanda alteza. Prefiero conocer las consecuencias, y los resultados
predecibles son más manejables.
—Lo sé, lo sé. Y por ello que el hueso de pollo es una prueba idónea para ti. Aquí en el infierno tenemos un
dicho. Decimos que una buena idea nunca muere de un solo golpe. En cambio, sufre una muerte lenta y por
descuido. La innovación nunca es ejecutada muere picoteada por gallinas.
— ¿Has oído hablar de la prudencia temeraria? —preguntó el gran inquisidor.
—No, señor. Suena como una contradicción. ¿Cómo puede ser temeraria la prudencia?
— ¿Ya te olvidaste del café del Huevo Dorado, cobarde? ¿No has aprendido nada en las últimas dos
semanas?
—Sí señor; quiero decir, no, señor... Lo que quiero decir...
— ¡La innovación es el punto central aquí! —Dijo el demonio— ¡no la equivocación!
— ¿Debo leer mi cuento, entonces?
—Por supuesto —respondió el demonio—, por una vez en tu miserable vida ¡atrévete!
—Debo explicarle primero que los acontecimientos históricos que condujeron a este relato son reales.
Intervino una CÍA misteriosa, una fiebre del oro, una tendencia hacia los alimentos naturales. Y desde luego,
participaron gallina1!. Miles de gallinas.
— ¡Basta de advertencias y aclaraciones, mujer! ¡Cuenta la historia!
La CÍA fue el detonador de este drama cuando decidió entrenar a soldados tibetanos. "La Compañía"
deseaba que los montañeses se rebelaran contra los chinos comunistas, e invitaron a los líderes separatistas
a que enviaran tropas para que se entrenaran en Estados Unidos. Pero el asunto tenía que permanecer
secreto. El enemigo no debía descubrir que Estados Unidos estaba entrenando rebeldes para que atacaran
y, en este caso, el enemigo era doble: los chinos y el público estadounidense. Era necesario un escondite en
las montañas.
Se encontró uno en un campo del ejército abandonado en lo alto de las montañas de Colorado. Aviones de
carga llenos de montañeses tibetanos, víctimas de choque cultural, aterrizaron en el campo Petersen, una
base de la fuerza aérea cerca de Colorado Springs. Autobuses con las ventanillas cubiertas para evitar que los
detectaran, fueron introducidos furtivamente al campo y cargados. El viaje, y esta historia, empezó en la
noche.
Se dirigieron hacia el oeste, y hacia lo alto de las montañas. Jeeps y camiones con abastecimientos,
provenientes del cercano Fuerte Carson, se unieron al convoy, los faros con sólo un resquicio de luz y sus
soldados estadounidenses preguntándose qué demonios estaba pasando.
Este acoplamiento clandestino ascendió hasta el aire delgado de las alturas. Eludiendo los caminos
principales, se deslizaron a lo largo de estrechas salientes y pasaron por pequeños pueblos olvidados
aferrándose a los bordes de las montañas Rocosas. Con las ventanillas empañadas, los viajeros se pusieron
las chaquetas. Cada vez hacía más frío, y la oscuridad y el silencio eran más profundos.
Se adentraron lentamente por los bosques nacionales, hasta Buena Vista, pasaron por Granite, Leadville y
después Stringtown y Red Cliff. El aire y los habitantes escaseaban a cada kilómetro. El convoy dio vuelta en
uncamino de tierra y entraron al Campo Hale, el emplazamiento secreto para entrenamiento en la montaña.
Secreto desde la Segunda Guerra Mundial. Esta noche, volvería a la vida.
Mientras policías militares agitaban las manos para guiar a los camiones y autobuses a través de un acceso
para ganado, el soldado primero, Biliy Goetz, sacudió la cabeza para despertarse. Hacía seis meses que era
soldado y sabía cómo echarse una siesta cuando podía. Estaba vigilando el corredor del campo. Billy era
cocinero. Era oriundo de Pueblo y sus compañeros del ejército le llamaban mestizo.
Eso se debía a que el padre de Billy era anglosajón y la madre hispana. Había cursado hasta el segundo grado
de secundaria y nada, absolutamente nada más. Cuando se le reclutó, recibió su primer par de botas, el
primer examen dental, el primer juego de ropa interior nuevo —recién salido de la caja—. Ahora le estaba
dando el primer vistazo a personas del otro lado del mundo. El mestizo examinando a los mongoles. Los
descendientes de Genghis Khan ante el descendiente de Hernán Cortés, en el aire gélido de las montañas
excavadas. ¡Jesús, vaya que hacía frío!
Los tibetanos estaban hambrientos, así que Billy se puso a trabajar. Para la hora en que terminó el primer
desayuno, Billy descubrió muchas cosas acerca de estos extraños hombres. Llevaban puestos sombreros de
Mickey Mouse con grandes orejeras colgantes y ostentaban enormes bigotes con las puntas hacia abajo. Y
no les gustaba la comida del ejército. Gruñían mucho y escupieron el "rancho" que les había preparado, en la
tierra plana rodeada por altas montañas.
El campo Hale está aislado totalmente. Las señales de radio no llegan. Los hombres no quieren llegar. Con
montañas por los cuatro lados, era un escondite perfecto. Empezó el entrenamiento y Billy experimentó con
las raciones, tratando de complacer a los malhumorados soldados de los Hima-layas. Era una tarea difícil.
No obstante, en el transcurso de las semanas, entendió algunas palabras de su idioma y llegaron los
intérpretes. Y uno de los alimentos que comían era de fácil preparación: huevos. Los cocía, los revolvía, los
freía y los preparaba como ningún manual del ejército lo había especificado jamás. Por último, los hizo como
los cocinaba su mamá, y los tibetanos se los comieron de esa forma —y sólo de esa forma.
Los tibetanos los llamaban "pájaro en un nido", pero para Billy no era más que un huevo frito colocado en el
centro de una pieza de pan. Haz un hueco, vacía ahí el huevo, déjalo freír. Voltéalo, sírveselos y obsérvalos
sonreír.
Los tibetanos hablaron con él acerca de las mantequillas especiales que usaban, mantequilla de cabras y
vacas criadas en las cordilleras del Tíbet, en las nubes frías y limpias. Y hablaron de los pollos que criaban y
los alimentos que les administraban y los que no. Billy copió la receta en la medida en que se lo permitían
sus provisiones. Le decían que estaban bien, pero que habían comido mejores.
En cuatro meses, los tibetanos estaban de regreso en los autobuses con las ventanillas tapadas y rodando
hacia el aeropuerto de nuevo. Mientras habían estado practicando el descenso con cuerdas, las caminatas y
el campismo en las Rocosas en el invierno, algún burócrata en Washington se atemorizó un poco con este
asunto. Se cancelaba el trato. Billy dijo adiós, terminó su servicio y salió con rumbo a Pueblo con sus zapatos
del ejército"
Viajando de "aventón" desde la puerta sur del fuerte Carson, llegó a unos cuantos kilómetros de Fountain,
población de 4000 habitantes. Ahí se embriagó y gastó el dinero que recibió con la baja, en un antro llamado
Roundup Saloon. Trabajó dos días ahí, lavando platos, para reunir el costo del billete del autobús hasta
Pueblo. En eso, el cocinero se enfermó y Billy fue a dar a la parrilla. Nunca llegó a Pueblo. Permaneció en el
Roundup, atado a un empleo temporal, durante veinticuatro años.
Inesperadamente, llegó su época dorada. El oro de África del Sur estaba al alza porque los británicos estaban
a la baja, en las Malvinas, combatiendo contra Argentina. En Colorado y otros estados mineros surgió un
miniauge. Billy conoció a un hombre en el camino a Leadville, justo en las afueras del campo Hale. Tenía
algún dinero, quería abrir un restaurante para los mineros, y necesitaba a Billy. Billy tiró la espátula en una
hornilla grasienta y emprendió la marcha.
Ahí se encontró en su elemento. Mineros hambrientos y un cocinero que prepara huevos en un santiamén
siempre son una combinación explosiva. Abrió el Café el Huevo Dorado, donde se vendía cerveza y "pájaros
en un nido" y, prácticamente, tuvieron un éxito rotundo. Leadville estaba en su apogeo, debido a los metales
preciosos, y Billy Goat, como lo llamaban, tenía su propia mina de oro.
Pero según se desarrollaron los acontecimientos, el auge fue efímero y después de un año más o menos, los
únicos que se sentaban a las mesas de Billy eran los ocasionales cazadores de alces, hippies buscando la
iluminación en una montaña de las Rocosas, y turistas y periodistas que se extraviaban en busca de los
lugares de moda, como Telluride o Aspen. Leadville no aparecía en sus mapas. Billy Goat se quedó casi sin
recursos y muy cerca de la quiebra.
Los camioneros lo mantuvieron a flote, los que acarreaban piedra y tos que transportaban maíz y cebada a la
fábrica de cerveza Coors en Golden. Con el propósito de reducir costos, Billy empezó a criar gallinas y
obtenía la mantequilla de un extraño grupo de granjeros naturistas en la planicie, muy cerca de la línea
divisoria. Criaban al ganado sin hormonas o antibióticos, dejando que se alimentaran en los pastizales y
vendían los productos a un precio un poco más alto de su valor nominal en el mercado del este del país, un
mercado preocupado .por la salud. La mantequilla era buena, puesto que provenía de vacas alimentadas con
pasto, pero el ejército no la habría aprobado.
Una tarde, Billy estaba lanzando maíz a sus gallinas en el patio, cuando un camionero rechinó los frenos de
aire y se convirtió en un factor decisivo en la vida de Billy. El sujeto quería una cerveza. Entablaron una
conversación.
—¿Qué es esa mierda que se sale por la parte posterior de tu remolque? - —preguntó Billy.
—Es malta remojada, supongo. Acabo de recoger una carga en Coors. Son los residuos de la fabricación de
cerveza.
—Pues mí está ensuciando el corral—dijo Billy.
—Sí —suspiró el camionero—, pero fíjate en los pollos. ¡Se la están comiendo con gran entusiasmo!
Y en efecto. Los pollos se peleaban por ella, se picaban las plumas unos a otros en sus intentos por engullir
tanto derrame como pudiesen.
— ¿Crees que podrías detenerte aquí con frecuencia? —le preguntó Billy al camionero.
— ¿Qué te parece una vez a la semana?
—Suena bien.
Y lo fue sin duda, ya que los pollos recibían alimentos gratis y los costos de Billy bajaron una o dos muescas
más. En eso, apareció la reportera.
Billy ya rubia visto tipos similares antes, ataviados con botas de excursionistas, chalecos rellenos con plumas
y mochilas de nilón marca Lands' End. Había estado haciendo un reportaje sobre el estilo de vida en
Telluride. Quería añadirle cieno colorido local y se extravió en el camino hacia Leadville. Estaba ansiosa por
salir de ahí, pero tenía hambre y le faltaban varias horas para llegar a Denver. Se le sirvió un pájaro en un
nido. Gallinas alimentadas con malta y ganado magro que comía pasto y le encantó.
— ¡Esto es totalmente increíble! —le dijo a Billy mientras le daba la cuenta—. ¿Dónde aprendió a cocinar
así?
Billy pensó en decirle que en el ejército, o en el Roundup Saloon, pero ninguno sonaba lo suficientemente
impresionante. Así que se rascó la escuálida barba de chivo y respondió, —En el Tíbet, hace muchos años.
— ¡Sagrado karma!, exclamó. ¿El Tíbet? ¿La tierra santa, el lugar puro, el Horizonte Perdido, el Tíbet, donde
el promedio de vida es de 120 años?
—La tierra de mantequilla de mongoles —gorjeó Billy, disfrutando la conversación— y gallinas que se
desviven por una segunda ración.
El reportaje se trasmitió esa noche por módem desde Denver. En dos semanas, Telluride se trasladó a
Leadville, al Café del Huevo Dorado. ¡Billy Goat estaba de moda! A todo el mundo le encantaba este "pájaro
en un nido" y las tendencias en vigor que lo respaldaban. Personas con preferencia por los productos
naturales, gente que rechazaba la comida con grasa, personas en busca de la longevidad, gente con
convicciones anticomunistas o religiosas y personas con dinero e influencia. No pasó mucho tiempo antes de
que aparecieran los expertos en cuestiones legales.
Rápidamente se llegó a un acuerdo. Billy Goat sería presidente, las franquicias se extenderían de costa a
costa, ¡la montaña de dinero ganado sería más alta que el Pico Pike! ¡Olvídense del coronel Sanders,
gritaban entusiasmados, nosotros tenemos al soldado Billy! ¡Olvídense de las Big Macs, blasfemaban,
nosotros tenemos SOS: shit-on-a-shingle!* (* En el lenguaje del cuartel es carne con salsa cremosa en
tostada.)
Billy insistió en dos puntos: él usaría el nombre "Billy Goat de Leadville", y controlaría la receta. Tú mandas,
le dijeron. ¡Tú eres la gallina que pone los huevos de oro! Todos rieron, encendieron puros y empezaron a
hablar acerca de camisetas con el nombre de Billy Goat, muñecas móviles y de contratar al Dalai Lama para
anuncios de 30 segundos en la televisión.
Antes de que se diera cuenta, Billy estaba hablando por teléfono con su representante en Chicago. Había un
problema con el nombre, "Billy Goat de Leadville".
— ¿Has visto las repeticiones de Saturday Night Live*? —le preguntó a Billy.
—De vez en cuando. ¿Por qué?
—¿Has visto esas parodias donde Belushi y Akroyd están en un restaurante de hamburguesas y los cocineros
se la pasan diciendo, "hamburguesa con queso, hamburguesa con queso, no papas a la francesa, —papas
fritas, no Coca— Pepsi?
—Sí, era gracioso. ¿Y qué?
—Pues está basado en un café aquí en Chicago, un café de verdad. El lugar se llama The Billy Goat. No
necesitamos pleitos legales, amigo, y menos en esta etapa. No queremos asustar a los inversionistas. De
ningún modo.
Billy estuvo de acuerdo. Enseguida llegó el informe de mercadotecnia. Resultó que Leadville era un
obstáculo, un punto definitivamente negativo. "En una época en que las personas le tienen fobia al plomo**
—plomo en la pintura, plomo en la gasolina, plomo en las tuberías de agua— no podríamos venderle
Leadville a condenados a muerte, y mucho menos al consumidor dinámico, consciente de la importancia de
la salud".
Por consiguiente, le llamaron "Café Huevo Dorado del Soldado Billy" e hicieron que los trabajadores usaran
uniformes tipo recluta y le dijeron a Billy que ya no se pusiera sus nuevas botas de piel de víbora que había
comprado con descuento. Debía aparecer con zapatos del ejército —esa era la imagen que querían—. Así
era como querían posicionarlo. Biliy tuvo que atarse esos instrumentos de tortura, baratos con suela
parecida al cartón, propios de una prisión y empezó a desear estar de vuelta en el campo Hale.
'Programa de comedia semanal en la TV estadounidense. (N. del R. T.) "Lead significa plomo
Después tuvieron dificultades para disminuir el tiempo de preparación. Para que el negocio redituara
utilidades, el alimento tenía que estar listo en un promedio de 13 segundos desde la entrada de la orden
hasta la entrega al cliente. Si bien los adolescentes en uniforme de reclutas ponían todo su empeño, no
podían mejorar su promedio de 20 segundos por "pájaro en un nido". Se convocó a una junta de directivos.
—Me gusta su corbata —dijo un sujeto de fa avenida Madison cuando Biliy entró a la sala de conferencias—.
¡Parece fabricada por extrusión! —Todos se rieron, tratando de aliviar la tensión. De pronto, un ingeniero
industrial levantó la mano y dijo—, ¡Eso es! ¡Podemos producir por extrusión!
El especialista en procesos tomó un vuelo nocturno a Charlotte, Carolina del Norte, a la fábrica donde se
extraía tubería para drenaje de plástico PVC, y volvió con un arreglo que provocó una mueca en los expertos
en alimentos.
—Rentamos una hilera de trescientos metros, y en vez de fabricar PVC, la convertimos para que produzca
pájaros en un nido. Después llenamos las tolvas con yemas de huevo, claras y harina. Tenemos una tubería
dentro de una tubería dentro de una tubería. La tubería uno arrastra las yemas, la tubería dos, las claras y la
tubería tres la masa para el nido. ¡Estos amigos me dicen que podemos extruir doce metros por minuto! ¡La
materia prima pasa por agua caliente y después por agua fría y se cuaja en un tubo sin fin!
A continuación sacó una muestra del producto, un gran cilindro gelatinoso, poco firme y dejó que se
deslizara por la mesa. Con un cuchillo que sacó del portafolio, rebanó del extremo un disco de 1.5 cm. de
grueso. — ¡Voila! —exclamó—, ¡un interminable pájaro en un nido! ¡Y observen la consistencia! Todas las
rebanadas son exactamente iguales. —Billy recordó a los libélanos maravillados ante su versión real, quienes
afirmaban que el centro dorado rodeado por una corona bronceada les evocaba el recuerdo de los
crepúsculos libélanos, cada uno igual, pero todos diferentes.
Convencidos, aceptaron la opción de la tubería. El producto se volvía pegajoso, así que añadieron una tolva
con caolín, y después le inyectaron resina de madera para darle consistencia, y piedra caliza para rellenar y
hacerlo atractivo para el mercado de las mujeres que necesitan calcio.
—El vínculo con la cerveza es mortal —afirmó una mujer 2! informar sobre los resultados de pruebas de
mercado—. En una época en que tenemos caídas en las ventas de alcohol, en que todo aquel que es alguien
está en contra de conducir en estado de ebriedad y hay etiquetas de advertencia en todos los envases de
cerveza, ¿realmente podemos ofrecer un producto cuya materia prima proviene de gallinas embriagadas?
¿Quién podía discutir con ella? Se empezó a alimentar a las aves con gránulos de esto o aquello.
Poco después, descubrieron que los japoneses alimentaban sus gallinas con al alimentos derivados de peces
y cambiaron a éstos. Como resultado, los huevos sabían a carpa y las yemas adquirieron un tono casi blanco.
Pero a ninguno le importaba, era más barato. Además, los japoneses lo hacían, así que tenía que ser una
medida brillante.
Cuando se enteraron de que los granjeros que producían ganado libre de drogas sólo podían abastecerlos
con la décima parte de la mantequilla que necesitaban, recurrieron a sustitutos. Primero margarina, después
aceite vegetal hidrogenado, después aceite de palma congelado porque tenía un punto de encendido más
bajo y mayor viscosidad —las características clave de la fabricación—. También lubricaba el proceso de
extrusión; con eso hubiese sido suficiente.
Billy permanecía observando todas estas maniobras, impotente para detenerlas. Claro, se quejaba de que
cada modificación estaba arruinando la idea original, pero lo ignoraban. —Tú eres la gallina de los huevos de
oro —le decían— pero nosotros somos los expertos en extrusión o nosotros somos los expertos en
viscosidad, o los expertos en tiempos y movimientos o expertos en emulsionantes o analistas de estilo de
vida.
Al poco tiempo, Billy perdió la pista de qué era exactamente lo que iban a producir y vender. Un simple
huevo en una rebanada de pan tostado se convirtió en una imitación de PVC, un tubo de extrusión
gelatinosa en rebanadas enanas, hidrogenadas, con olor a carpa, viscosas, con punió de encendido bajo, de
calidad controlada. Se sentaba en las salas de conferencia con los pies en zapatos del ejército debajo de la
mesa: la gallina que eximía un cilindro continuo, sin fin y consistente de sustancia pringosa.
El primer restaurante se inauguró con gran fanfarria y un montón de dólares en promoción. Desde luego, no
pudieron conseguir al Dalai Lama para los anuncios en televisión, por lo que decidieron contratar a un sujeto
que una vez había representado a un guía sherpa en un comercial de American Express. En realidad era de
Pueblo. Billy lo conoció en la secundaria,
Y cuando todo terminó, el sujeto que no era tibetano, y que había representado a un guía en la televisión,
obtuvo más del negocio que Billy Goetz. Este hombre tenía un representante y recibió su dinero por
adelantado. Billy estaba por comisión. Excepto por lo que había gastado en las botas de piel de víbora que
no le dejaban usar, no percibió un solo centavo. En apariencia, al público estadounidense no le atrajeron
esas plastas de sustancia viscosa de pez, parecida a un frisbee, fría, palpitante, pálida, gomosa, sobre un
bollo con semillas de ajonjolí.
Billy volvió a tener la sensación de ser un cachorro de perro callejero mientras pedía un "aventón" desde
Leadville hasta la base de las montañas. No tenía ni diez centavos y estaba lloviendo sobre sus zapatos del
ejército. Consiguió que lo llevaran a la fuente de su juventud y permaneció de pie en el exterior del Round
Up durante unos cuantos momentos, preguntándose si debía entrar. Estaba pensando en la CÍA, los
autobuses con las ventanillas cubiertas, los fuertes aunque extraños hombres de las montañas, la fiebre del
oro, el camión de Golden, la gallina de los huevos de oro, la sustancia grasosa.
La puerta de tela metálica se cerró detrás del aspirante a innovador, el chico pobre dispuesto a arriesgarlo
todo, usado y desechado por los ricos dispuestos a no arriesgar nada. Billy deambuló hacia la oscuridad y el
estruendo. Acabado. Engullido. Muerto a picotazos por gallinas.
La prisionera número tres terminó su lectura, levantó los ojos del blocky miró alrededor de la sombría
caverna. El demonio estaba en silencio, o tal vez se había ido a la mitad de la historia. Como era
característico de ella, la prisionera número tres empezó a preocuparse.
En eso, percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Algo se movía bajo la cortina. Un hueso de la suerte de
nuevo. El diablo lo agitaba sugestivamente, ofreciendo otra oportunidad. La prisionera decidió arriesgarse.
Reprimió su temor mientras se acercaba al hueso, oliendo el aliento del demonio mismo. Emitía el calor y el
hedor de un tubo de escape de diesel. No obstante, la prisionera hizo acopio de su escaso valor, se puso de
rodillas y, como relámpago, agarró el grasoso hueso y tiró de él con toda su fuerza. El hueso se rompió.
— ¿Ganaste o perdiste? —preguntó el demonio invisible.
—No sé. No recuerdo, su alteza, si pierde el que tiene el segmento largo o el corto.
— ¡Ninguno! — ¿Qué?
— ¡No importa si tienes el extremo largo o el corto, tonta! ¡El perdedor es aquel que nunca rompe el hueso!
¿Se refiere al que apuesta a lo seguro? —preguntó la prisionera número tres, empezando a ver el vínculo
entre la historia y el juego del diablo con el hueso de la suerte.
Prudencia temeraria —respondió el demonio—. La posición más peligrosa es el no tomar posición. En los
negocios, el riesgo mayor reside en no arriesgarse en absoluto.
— ¿Es esa la lección de innovación? —preguntó la prisionera.
—Mira a tu alrededor —dijo Satán—. ¿Qué ves?
—Fuego —contestó la ejecutiva— y vapor y humo. Y huelo un aire insoportable y oigo gritos de dolor y
angustia.
—Es una escena interminable e invariable. Nunca es nueva, nunca mejora. Todo lo que ves aquí fue descrito
por Millón o Dante hace siglos. No tenemos innovación en el infierno.
La prisionera número tres escuchaba y consideraba. Satán continuó.
No tenemos innovación en el infierno porque no tenemos innovadores. Aquí no encontrarás a nadie como
Billy Goetz. :
— ¿No hay innovadores? ¿Por qué?
— ¡Porque el tiempo que les correspondía pasar en el infierno, lo están purgando en la tierra! ¡Tratando de
mejorar! ¡Tratando de jugársela! ¡Tratando de que se arriesguen los cobardes como tú!
La prisionera se estremeció y empezó a sentirse presa del pánico.
— ¿Significa eso que perdí? ¿Significa que no escaparé del infierno administrativo?
— ¡Fuera de aquí, mujer! —llegó el veredicto desde atrás de la corana— con más rapidez que un Huevo
McMuffin. La historia no tenía nada que ver con ello. Fue la prueba del hueso de la suerte. Lo intentaste. Por
lo tanto, ganas. Ahora vete —ordenó el demonio— y por cieno...
— ¿Sí señor?
—Dile a mi asistente que me envíe ensalada de col y unas cuantas servilletas. ¡Tengo los dedos llenos de
grasa!

CAPÍTULO CUATRO

LA CARRERA DE CARROS DECALIGULA


(La calidad desafía al fraude)
"La competitividad, que es el instinto del egoísmo, es otra palabra para la disipación de energía, mientras que la combinación es el
secreto de la producción eficiente".
—Edward Bellamy, Looking Backward

Reflecto escoltaba al cuarto prisionero rumbo a una estrecha caverna a su cita con Satán cuando tres acólitos agitados
corrieron hasta él y le bloquearon el paso.
— ¡Los lagos de magma están peligrosamente bajos! —exclamó uno de ellos—. ¡Las bombas están gastadas y los
pecadores que las manejan están cayendo como moscas!
—Pon más trabajadores en las bombas —sugirió Reflecto— ¡y usa los látigos!
— ¡Pero si ya están trabajando tiempo extra!
—Organiza un turno nocturno. Toma algunos pecadores del equipo asignado a los fuelles y opéralo con una cuadrilla
mínima —le dijo Reflecto, sabiendo perfectamente que estas medidas provisionales no resolverían el problema durante
mucho tiempo. Después susurró al prisionero—: Estamos operando este negocio con un mínimo de recursos. ¡El viejo es
tacaño como el demonio!
Un segundo asistente agitaba un listado de computadora, su rostro enrojecido y con arrugas de preocupación. —-Informe
de los representantes en campo —empezó, después de arrinconar a su superior en el túnel—. ¡Se están quedando sin
fondos allá arriba y amenazan con huelga!.
Reflecto se obligó a sonreír. —¡Esos equipos de tentación realmente son capaces de acumular cada cuenta de gastos!
—La inflación —exclamó el asistente—. En estos días es más difícil alimentar la codicia.
—Diles que este mes se centren en el sexo o en la pereza —le contestó Reflecto— o la glotonería. Diles que dejen de
tratar de competir con Wall Street. ¡Esos sujetos están fuera de nuestra liga!
El tercer informante sostenía una serie de planos. —La tubería de vapor se está deteriorando —le dijo a Reflecto,
agitando los dibujos como evidencia—. Necesitamos cambiar cuanto antes las válvulas defectuosas.
—Esa reparación no está en el presupuesto —respondió Reflecto—. Satanás nos tiene bajo un plan de austeridad, torpe.
Deja que chorreen otra semana más.
Cuando se alejaron los tres demonios disgustados, Reflecto se volvió hacia su prisionero, — ¿Te das cuenta de lo que
tengo que aguantar aquí? —le preguntó—. ¡Estoy harto! ¡Satán es tan agarrado con el dinero! Exprime a nuestros
proveedores, estafa a los subcontratistas, defrauda a nuestros represe/liantes en campo. —Después se llevó la mano a la
boca y murmuró—. Te ruego que guardes discreción, pero ya estoy buscando otro empleo. Mi curriculum ya está
circulando.
Cuando estaba terminando este último comentario, estalló una tubería de vapor que corría a lo largo del pasillo y disparó
una descarga de líquido supercandente sobre un lado de Reflecto, quien saltó y dio un alarido de dolor, al tiempo que se
frotaba el antebrazo. El vapor había encontrado una pequeña rasgadura en la manga, quemándole el brazo antes de que
pudiese apartarse.
— ¡Malditos trajes baratos! —exclamó—. Mira esta tela. El viejo insiste en comprarlos al proveedor que ofrece el precio
más bajo.
El prisionero número cuatro permaneció callado, aun cuando entendió la frustración de Reflecto y empatia con su
predicamento. Lo había visto antes. Diablos, lo había vivido. Al encontrarse por fin frente al demonio le diría al viejo
piel de yesca todo lo que se merecía.
— ¿El tema de tu historia? —preguntó Satán, impaciente ante el retraso para traerle al prisionero.
—La antigua Roma —respondió el prisionero—. Control de costos, administración de proveedores, calidad.
—Suena bastante tedioso. Ya conozco todo sobre eso.
— ¿Qué tal si lo condimento con un poco de codicia, glotonería, engaño, robo, perversión, asesinato, falsedad? ¿ Tal vez
incluso con un poco de sangre y fantasmas?
— ¡Ahora sí tienes mi atención! —Chilló Satán, incapaz de contener su júbilo—. Suena como un programa de
concursos en el infierno.
—Semejante, su putrefacción. En realidad, ocurre en la antigua Roma, pero los detalles gráficos continúan hasta estos
días, ahí arriba, en mi mundo de los negocios.
— ¡Malditos trajes baratos! —exclamó—. Mira esta tela. El viejo insiste en comprarlos al proveedor que ofrece el precio
más bajo.
El prisionero número cuatro permaneció callado, aun cuando entendió la frustración de Reflecto y empatia con su
predicamento. Lo había visto antes. Diablos, lo había vivido. Al encontrarse por fin frente al demonio le diría al viejo
piel de yesca todo lo que se merecía.
— ¿El tema de tu historia? —preguntó Satán, impaciente ante el retraso para traerle al prisionero.
—La antigua Roma —respondió el prisionero—. Control de costos, administración de proveedores, calidad.
—Suena bastante tedioso. Ya conozco todo sobre eso.
— ¿Qué tal si lo condimento con un poco de codicia, glotonería, engaño, robo, perversión, asesinato, falsedad? ¿Tal vez
incluso con un poco de sangre y fantasmas?
— ¡Ahora sí tienes mi atención! —Chilló Satán, incapaz de contener su júbilo—. Suena como un programa de
concursos en el infierno.
—Semejante, su putrefacción. En realidad, ocurre en la antigua Roma, pero los detalles gráficos continúan hasta estos
días, ahí arriba, en mi mundo de los negocios.
—Que empiecen los juegos —gritó el demonio—. ¡Y no escatimes la violencia innecesaria!
Cayo Calígula estaba sin duda alguna demente. Creía que era un dios y, para probarlo, practicó el incesto con sus tres
hermanas, afirmando que Júpiter había hecho lo mismo con su propia hermana Juno. No obstante su perversidad y
degeneración, el hombre era una auténtica celebridad. El secreto de la popularidad de Calígula entre los romanos
consistía en que, como emperador, los divertía. Las fiestas de Calígula eran realmente bestiales. ,
Derrochaba dinero a manos llenas en las masas, y nadie se interponía en el camino de las grandes competencias de
gladiadores que se celebraban en el coliseo para su entretenimiento. Cuando se le informó del alto precio de la carne
cruda para sus animales de su circo, por ejemplo, ordenó que se usaran a cambio criminales insignificantes. Formó a los
acusados en fila y ordenó a sus soldados, —Maten a los hombres que están entre ese señor de la cabeza calva y aquel
otro —ellos obedecieron.
Un día, Calígula presidía un sacrificio en el templo. Debía golpear ceremoniosamente a una bestia con un mazo de
madera. Por un capricho, Calígula se volvió hacia el sacerdote que sostenía el animal y le pegó con el mazo en el cráneo,
dejándolo inconsciente. Calígula consideró que eso había sido muy divertido. Y, desde luego, los demás sacerdotes
estallaron en un coro de risa nerviosa.
La posición de sacerdote en tiempos de Calígula era un tanto precaria.
La invitación a uno de sus banquetes era, asimismo, un honor bastante dudoso. En una de esas fiestas, Calígula empezó a
reírse sin causa aparente. Cuando un cortesano le preguntó el motivo de su regocijo, Calígula anunció, —Se me acaba de
ocurrir que sólo tendría que inclinar la cabeza y les cortarían la garganta a todos ustedes —a partir de esto, el alborozo
disminuyó bastante.
A pesar de todos sus defectos, Calígula sabía organizar una endemoniada carrera de carros, la más importante de las
cuales ocurriría en la celebración del nacimiento de su sexto hijo. La concubina (y hermana) del emperador, estaba
embarazada y se esperaba que diera a luz a un varón, o se la ejecutaría. Huelga decir que el estrés imperaba en esa época.
Edsel, un antiguo general de Calígula, dirigía los talleres de los carros imperiales. Había sido contratado por Calígula
para abastecer a todas las legiones romanas, Edsel había amasado una fortuna con la fabricación de millares de carros de
diseño y utilidad similares. Edsel compartía los perversos aires de grandeza y gustos de Calígula, de ahí que e laborara
grandes carros adornados que requerían tiros de caballos fuertes para movilizarlos.
Los carros oficiales de Edsel también eran famosos por su inconfiabilidad, ya que muchos fallaban a la mitad de la
batalla, precipitando a sus conductores a la muerte. Pero a Calígula le gustaba su ornato, los falsos fierres y las ostentosas
ruedas y ordenó que se fabricaran más. Edsel siguió prosperando.'
Con el propósito de obtener la máxima utilidad de cada uno de esos carros, Edsel ejercía una gran fuerza de negociación
entre los ruederos, tenderos, carpinteros y los que elaboraban los arneses. Con pedidos tan grandes, amenazaba a todos
los proveedores y los obligaba a pujar uno contra otro para obtener su favor. Baja el precio, les decía, u olvídate del
trabajo. Y cuando un proveedor aceptaba esos términos tan miserables, los compradores de Edsel se dirigían al siguiente
y le decían, —Ya tenemos un precio. Pero el tuyo tiene que ser más bajo —de esta forma, proveedores de todo el
imperio hacían concesiones con sus productos, y la guerra de precios entre ellos era tal que ellos mismos temían viajar en
los carros terminados.
Para evitar la miseria, los ruederos sustituían con suave latón el hierro en el centro de las ruedas. Los artesanos de arneses
usaban pieles de perros y gatos callejeros en vez de becerros finos. Los carpinteros empezaron a omitir un clavo de cada
tres y a rogar que los compradores de Edsel no notaran la ausencia. El engaño cundía por doquier.
Incluso los herreros a quienes se pagaba para ponerles las herradoras a los caballos imperiales, optaron por pintar las
pezuñas con una mezcla de mercurio y negro de humo para dar la impresión de que tenían herraduras. Los compradores
de Edsel estaban tan ocupados con el precio que no sospechaban nada. Los pocos que notaban las anomalías se
mostraban ambivalentes. — ¿A quién le importa? —se preguntaban a sí mismos—. De todos modos, los aurigas habrán
muerto antes de que los caballas empiecen a espumar del hocico.
Cuando Calígula estaba considerando la inminente carrera, llegó a Roma un aliado, a la cabeza de un pequeño
destacamento de soldados. Un mensajero comunicó a Calígula el suceso, quien caminó hasta la plaza, donde el carro del
extranjero le llamó la atención de inmediato. Era diferente de los que construía Edsel, más pequeño y de diseño discreto.
— ¿Quién construyó este extraño vehículo? —preguntó Calígula. Y el extranjero le respondió: —Es obra de un esclavo
liberado de Galia. Un hombre que sólo construye un número reducido y surte a los centuriones. Los centuriones saben
que un carro debe ser fuerte y confiable, o podrían tener problemas graves en batalla.
Calígula examinó de nuevo el carro y ordenó en tono de burla: —Que traigan a este fabricante a Roma y compita con su
mejor carro contra Edsel ¡Veremos a quién favorece Júpiter!
Sus órdenes se cumplieron. Técnico, el esclavo liberado, llegó con los proveedores y artesanos de su confianza. Al
contrario de Edsel, quien t solicitaba ofertas de cientos de proveedores, Técnico era más selectivo, y sólo contrataba a los
mejores, asegurándoles empleo continuo.
Mientras Edsel se apegaba al lema, "Espera el precio mínimo del máximo de oferentes", cuando negociaba la obtención
de materiales y servicios, Técnico invertía esa filosofía, proclamando, "Espera la máxima calidad del mínimo de socios",
pues Técnico consideraba a sus proveedores como socios; incluso cenaba con ellos y compartían conocimientos entre sí.
Edsel, por otra parte, se burlaba y engañaba a sus proveedores.
Conforme se aproximaba el día de la carrera y ambos constructores trabajaban en sus carros, Calígula empezó a tener
sueños inquietantes. En uno, vio al gran dios Júpiter ante él. Y Júpiter le dijo a Calígula, "Las leguas serán el legado".
Calígula quedó muy intrigado y a la mañana siguiente consultó a un tembloroso oráculo.
Es un mensaje directo —explicó el oráculo—. Con leguas, Júpiter se refiere a la distancia para la gran carrera de carros.
Y con legado, índica el número de hijos que tendrás ese día.
Una vez que conoció el significado, Calígula cambió la distancia de la carrera. No obstante que la tradición señalaba
cinco leguas, él proclamó (pie la extensión en leguas sería igual al número de hijos que había engendrado. Y los
ciudadanos, sabedores del esperado nacimiento, empezaron a apostar sobre el resultado del concurso de seis leguas.
Calígula, convencido de su victoria, apostó enormes flotas y tierras distantes en la competencia.
Edsel estaba en éxtasis. —Sé que mi carro recorrerá seis leguas —afirmaba—, ya lo he visto hacerlo en una ocasión —
además, dio instrucciones a los caballerangos para que extendieran la vida del carro con adiciones menores—: ¡Seis
leguas es todo lo que necesito —dijo— y ni una más!
Sin embargo, Técnico permanecía imperturbable. Y es que técnico había conducido sus carros por cientos de leguas sin
incidentes. Una legua más no afectaría el resultado.
La mañana del gran día, mientras las multitudes de plebeyos y patricios inundaban el coliseo, Calígula proclamó que al
ganador se le otorgaría un contrato para suministrar cinco mil carros al ejército imperial.
Edsel mismo condujo su majestuoso carro hasta el campo. Estaba todo engalanado con aletas de peces y efigies de
águilas y arneses de piel de perro, y la multitud se puso de pie y lo aclamó. Después apareció Técnico-, en un vehículo de
líneas puras, sencillo y sólido y la multitud contuvo el aliento.
Justo en ese momento, un mensajero corrió hasta Calígula con buenas noticias, ya que parecía que la concubina de
Calígula había dado a luz gemelos. ¡Y ambos varones! Calígula, recordando la aparición de Júpiter y la interpretación
del oráculo, ordenó que se aumentara la distancia de la carrera a siete leguas.
Edsel y Técnico colocaron sus carros en la línea de salida y Calígula se dirigió hasta el gran gong, el cual haría sonar
para que empezara el espectáculo. Mientras el emperador sostenía el mazo en lo alto, Edsel lo saludó dándose un golpe
en el pecho con el puño. Y Calígula, fiel a su costumbre, no golpeó el gong, sino la cabeza del juez de salida, quien cayó
de rodillas. Con esta señal prearreglada, Edsel fustigó al tiro de caballos y salió de estampida. Técnico, tomado por
sorpresa, lo siguió a una distancia de media legua.
En tanto que la multitud aclamaba, bebía y agitaba los brazos en una ola gigantesca de emoción, Edsel mantuvo la
delantera durante cuatro leguas. El polvo se levantaba de la arena cuando los carros giraban en cada curva.
En eso, el animal de punta del tiro de Edsel rompió el yugo de piel de perro y se separó de los demás, lo que ocasionó
que Edsel redujera un poco su velocidad. Técnico ganó ventaja. De la rueda izquierda del carro de Edsel salieron
disparados tres rayos hacia la multitud, empalando a un vendedor de vino y agitando a las masas. ¡Con sólo dos leguas
por delante, Técnico se emparejó con Edsel!
En la legua final, Edsel encontró su caída. Pues mientras corría lado a lado con Técnico ame la plataforma imperial, la
orilla de la rueda derecha salió volando y una lluvia de clavos y latón barato roció el rostro de Edsel, haciéndolo sangrar.
Luego, un león tallado se desprendió del frente del carro. Esto ocasionó que tropezara su tiro de caballos; y en su caída,
Edsel voló por encima de ellos hasta la tierra. Técnico continuó sin ningún incidente y ganó claramente.
Calígula, quien había estado devorando enormes cantidades de vino y pescado, sufrió de espasmos, le dio aplopejía y
regurgitó. Se apretó el pecho, gimiendo, mientras su rostro adquiría el color de uvas de primavera. Al ver el giro de los
acontecimientos, y al escuchar el rugido de aprobación para Técnico proveniente de la multitud, el sacerdote del templo
que había estado atendiendo a Calígula levantó un mazo de madera y lo despachó al más allá.
—Esa historia casi dio en el blanco —comentó Satán--. Tengo que reflexionarla un rato.
— ¿Me puedo ir, entonces?—preguntó el prisionero.
—No te vayas todavía. Tengo unas cuantas preguntas. Primero, ¿Sabes lo que significa "el más allá?"
—Infierno, hades, aquí. Éste es el más allá.
_ y —continuó el demonio—. ¿Crees en verdad que Calígula fue despachado para acá?
—Sólo añadí esa frase para darle un efecto dramático —afirmó el prisionero—. Sólo fue un recurso en el argumento.
—Oh, no, no lo fue. Es verdad. —El demonio se estaba poniendo sombrío, casi taciturno.
—Calígula lleva siglos aquí —confesó Satanás—. Ya tiene la planta y es irremplazable, aunque circula un rumor de que
ha presentado su curriculum en varias partes. Sin embargo, no nos referimos a él por su antiguo nombre. Le llamamos
Reflecto.
— ¿Tu asistente? ¿El hombre con el traje plateado?
—El mismo. Un trabajador incansable y, no obstante, conserva un sentido del humor deliciosamente perverso. ¿Alguna
vez te has preguntado por qué usa ese casco de soldador? Está cansado de que lo golpeen en la cabeza con un mazo de
madera.
No hubo respuesta. El prisionero, todavía atónito, no dijo nada. El demonio tampoco habló. Afuera, de pie, escuchando a
través de la puerta, Reflecto notó el prolongado silencio y se inquietó. Con cautela, abrió la puerta y metió la cabeza en el
aposento, todavía frotándose con la mano la creciente hinchazón en su antebrazo.
— ¿Está todo bien, señor? ¿Señor? —Reflecto. —Sí señor. A sus órdenes.
—Reflecto, tu traje se está viendo un poco andrajoso hombre. Pero estás de suerte. Verás, me encuentro en un repentino
estado de generosidad. Toma unos cuantos dólares de la caja chica y cómprate uno nuevo. ¡Y quiero decir que te lo
gastes todo en un bonito traje! Aléjate del vino y el pescado, ¿me oyes?
Reflecto maldijo entre dientes y tomó al cuarto prisionero por el brazo. —Ven —masculló—. Vámonos mucho al
diablo.

CAPITULO CINCO

EL CULTO PERDIDO DEL CONSENSO


(Equipo de trabajo in extremis)
"¿... debe ocasionar que cualquier grupo de personas, ya sean hombres libres o esclavos, se dividan en facciones, en conflicto unas
con otras e incapaces de cualquier acción conjunta?"
—La República, Platón

Tan pronto como el quinto prisionero entró al salón del trono del demonio, de la oscuridad surgió una orden
contundente. —Siéntate. ¡Ahí, en la banca!
El prisionero miró a su alrededor y la encontró, la única pieza de mobiliario en el tenebroso aposento. Era austera,
utilitaria, sin adornos y sin señales de ofrecer alguna comodidad. Un diseño muy discreto, pensó el prisionero, muy
aceptable. Se sentó y esperó.
—He estado leyendo —dijo Satanás—, leyendo sobre las civilizaciones perdidas y misterios del pasado. Y me he estado
haciendo preguntas, también.
El prisionero número cinco se murió en el asiento de madera pulida, preguntándose. ¿A dónde quería llegar la bestia?
—Me extraña el hecho de que algunas civilizaciones florezcan en la tierra y después desaparezcan sin dejar rastro
alguno. ¿Qué sucedió con los Anasazi, los nativos de los desiertos de Arizona? ¿O los Olmecas mexicanos, los que
construyeron grandes pirámides siglos antes de los aztecas o los mayas?
El prisionero número cinco era ejecutivo de recursos humanos, responsable específicamente de la creación de equipos,
sesiones de grupo y la creación de consenso en una enorme corporación. Y no tenía la menor idea de lo que el malvado
estaba hablando. Decidió continuar escuchándolo.
—Aparte de unas cuantas macetas y algunas piedras talladas, no sabemos nada de estos pueblos.
—Tampoco sé nada de ellos, príncipe oscuro. Yo estudio civilizaciones modernas: equipos, grupos de trabajo, sesiones
de grupo, cultura corporativa.
— ¿Te gusta la banca sobre la que estás sentado?
El prisionero sacudió confundido su cabeza. El demonio iba demasiado aprisa, saltando de un tema a otro. Sería difícil
seguirle el paso. Por último, asintió, sí. La banca era muy práctica.
—Es una banca Shaker, pobre experto en recursos humanos. Es toda función y nada deforma. Puro uso, nada de arte. Sin
adornos; ningún toque personal, individual, en absoluto.
—Muy bonita —murmuró el ejecutivo en RH, deslizando la mano sobre las sencillas tablas—. Pero se me dijo que usted
quería oír sobre creación de equipos y lograr consenso en el contexto de las corporaciones modernas. ¿Qué tiene que ver
la banca o los antiguos y misteriosos aztecas con ello?
Satanás siseó con desdén. Aquí, pensó el depravado genio, está una prueba viviente de la corrupción administrativa.
Aquí está un especialista en cultura corporativa sin conocimiento de otras culturas. La respuesta fue un gruñido. — ¡Los
Shakers, torpe! Están perdidos también. ¿No sabes nada de los Shakers?
—No, señor, debo confesar que no tengo ningún conocimiento ni opinión sobre ellos.
El demonio reprimió su exasperación y emprendió, con aire de superioridad, una arrogante explicación, muy semejante
a la de un profesor aburrido.
—Los Shakers fueron un culto religioso, idiota. Se originaron en Inglaterra en 1747, pero, un siglo más tarde, formaron
una gran colonia en Kentucky. Los Shakers fueron una secta milenaria que practicaba el celibato y una ascética vida
comunitaria. No se necesita un ejecutivo en recursos humanos para determinar la causa de su desaparición.
— ¿Cuál fue la causa?—preguntó el prisionero.
—Empieza con la palabra celibato, cerebro de fango. La separación de hombres y mujeres es excelente para el control
social, pero tiende a reducir generaciones futuras. No obstante, como puedes ver, esos Shakers producían unos
estupendos muebles hechos a mano. Los ejemplos abundan en los museos y las residencias más elegantes hasta nuestros
días. Ahora sabemos por qué un grupo de unos cuantos cientos de almas produjeron más de cien mil sillas —añadió
Satán—. No había sexo. ¡Se desahogaban con la madera!
—Mi cuento es similar, señor —exclamó el prisionero, eufórico ante la posibilidad de que se estuviese formando
rápidamente una especie de consenso con el ejecutivo-demonio—. Le contaré de otra secta muy poco conocida, los
Consensii, con una creencia igualmente antinatural. No dejaron grandes pirámides, ni una asombrosa astronomía. Pero
fueron únicos, ya que si bien incas y aztecas, mayas y otros pueblos mesoamericanos antiguos nunca aplicaron la rueda
al comercio y la industria, los Consensii inventaron la mesa redonda.
Hizo una pausa, esperando que el demonio demostrara su agrado, o su acuerdo, al menos.
— ¿La mesa redonda, eh? —preguntó el demonio—. Tal vez la mesa significó para ellos lo que el celibato para los
Shakers.
— ¿Sí señor?
—Muy bonitos muebles, pero ningún futuro. ¡Ja, ja, ja!
—Creo que tiene razón, señor. Creo que es probable que tengamos una interesante dinámica de grupo en acción, aquí
mismo, en esta conversación.
— ¡Suspende tu seudocharla y empieza a contar la historia!
El prisionero número cinco se aclaró nerviosamente la garganta y empezó a recitar de sus notas.
Empezamos esta búsqueda de información sobre el culto perdido- de Consenso con restos. Algunas excavaciones han
recuperado su arte, si es que se le puede llamar así. Es tan trivial e insípido. Sin colores, sin características, sin nada que
pudiese considerarse ligeramente ofensivo. El arte que hacían los Consensii agradaría a todo mundo. Esto explica su
consistente monotonía.
Sus moradas parecen de altura uniforme y tamaño invariable, ya que se consideraba ofensivo que una familia tuviese una
vivienda más cómoda que las demás. Sin embargo, sus figurillas son inusitadas. Cada una de ellas está sonriendo.
Animales, dioses, estatuas mitad bestia y mitad hombre, con frecuencia feroces, pero todas muestran una afable sonrisa.
En Consenso parece que era pecaminoso estar enojado o ser desagradable.
En cuanto a su dieta, el patrón que emerge es similar. ¿Cómo describirla? ¿Flemática? Tal vez sería mejor sugerir que
esa dieta haría aparecer la cocina inglesa como condimentada, estimulante. Comían en forma comunal, ve usted, y, para
no ofender los gustos de uno solo de sus miembros, se alimentaban con gachas y maíz crudo siempre.
La evidencia confirma su creencia en el mínimo común denominador, sin importar cuan vacío e insulso. Se puede uno
imaginar su música y rituales. Algunos sugieren que, entre los Consensii, una orgía era igual a un velorio. Y una orquesta
de Consensii debe haber consistido en un tamborilero dando golpecitos en una roca con una vara, staccato y
discretamente. ¿Por cierto, cómo empezó esta banalidad?
Su fundador, un hombre llamado Inocuo, se separó de los aztecas alrededor de 1500 a.C. Esto es comprensible, ya que
los aztecas eran salvajes, vengativos y sumamente volubles. Cubrían sus ciudades, México en particular, con la sangre de
sacrificios humanos. Y se vestían con coloridos mantos de plumas de loros y pieles de jaguar. Usaban vistosas cuchillas
con puntas de obsidiana para decapitar a sus prisioneros de guerra y construían montañas de cráneos para apaciguar a los
dioses. Repugnado, Inocuo prefirió darse por escapado.
Huyó a la selva y unió a un millar de prisioneros y esclavos, junto con algunos jefes aztecas descontentos. Construirían
una nueva sociedad, una en la que nadie sería mejor o peor que el otro, en la que se repudiaban los ostentosos y donde
destacar era ser rechazado. Donde todo se compartiría en partes iguales y todos estarían de acuerdo en cualquier decisión
que se tomara o no se llevaría a cabo. La llamarían la comunidad de Consenso.
Los líderes Consensii serían elegidos por voto unánime, y beberían cumplir con todos los requerimientos y caprichos de
cada uno de los ciudadanos. Toda idea o proyecto nuevo se expondría en la mesa redonda y se discutiría. Cada
ciudadano, de cualquier creencia y aptitud, opinaría según su criterio. Los argumentos en favor y en contra se inscribirían
en rocas cercanas para que todos los viesen y comentaran al respecto.
Los cultivadores de flores, por ejemplo, sugerirían que se les diese más terreno para sus plantas que a los que plantaban
maíz. Se sacaba la mesa redonda, y toda la comunidad dejaba caer herramientas y armas y corría al lugar de reunión.
Pasaban los días. La votación se tomaba y retomaba. Y las flores se marchitaban y el maíz se secaba.
O, se le pedía a Inocuo que nombrara un cierto día para festejar a uno u otro dios menor. Aparecía la mesa redonda, se
abandonaba el trabajo y se iniciaba el interminable debate para alcanzar el consenso. Al término de un mes, se acordaba
que cada ciudadano podría nombrar un dios para que se le honrara. Ésta es la razón por la cual, aun cuando en ese
entonces el ai o estaba formado, como ahora, por 365 días, los Consensii tenían 1174 días festivos.
Y, desde luego, ningún dios podía ser de mayor o menor importancia que los otros, ni su estela más alta o más baja, ni su
color más brillante o más tenue. El mínimo común denominador reinaba en Consenso, exactamente por igual, para todas
las cosas y para todas las personas.
¿Cómo se explica entonces la desaparición de un culto tan amable y conciliador? Recientemente se han publicado cuatro
libros populares con este preciso propósito. Sus conclusiones son todas creíbles, pero cada una es diferente.
Teoría Uno: El jaguar hambriento.
Un voraz jaguar saltó sobre un centinela apostado en la orilla del campamento de los Consensii. Antes de que los que se
hallaban cerca pudiesen ponerse de acuerdo sobre cómo salvar a su compañero, el animal le había arrancado el brazo
derecho y había desaparecido entre el follaje.
En la siguiente junta programada de la mesa redonda, se acordó que el ser manco era una clara desventaja para el
centinela. A fin de lograr la igualdad, y dado que no podían colocarle un nuevo brazo, todos los ciudadanos acordaron
atarse el brazo derecho en la espalda (la amputación les recordaba demasiado a los aztecas).
Una vez ejecutada esta acción, los Consensii mancos siguieron con sus tareas, si bien con una eficiencia un poco menor,
hasta que un picapedrero quedó prensado entre dos piedras que se cortaban para la imagen de otro dios más.
Desafortunadamente, perdió el brazo izquierdo. Salió la mesa redonda y las cuerdas. ¿Cuánto tiempo se requirió para
que los Consensii sin brazos se murieran de hambre? Tres días, máximo.
Teoría dos: La venganza de Moctezuma.
Encolerizado por la deserción de los Consensii, Moctezuma, el líder azteca, envió un grupo de ataque a través de las
húmedas selvas hasta su poblado. Alarmados, los habitantes convocaron una junta urgente y se reunieron alrededor de la
mesa para planear la estrategia defensiva. Los aztecas, al encontrarlos agrupados en un claro y ocupados con la
discusión, acabaron con ellos con la misma facilidad con que una guadaña de obsidiana corta el trigo de pie.
Teoría tres: ¿No se nos olvidó algo?
Los Consensii se encontraron ante un asunto particularmente difícil, algo como el número total de loros que cada familia
podía tener como mascotas, y se convocó a una discusión en la mesa redonda. Ya que estaban involucrados, se invitó a
los loros y participaron en la discusión. Pero, al igual que sus dueños, los loros eran repetitivos e inflexibles en sus
comentarios. Sobrevino el equivalente lingüístico a un ciclo sin fin en una computadora.
Los meses trascurrieron en un debate circular y la cosecha de maíz, sin nadie que la atendiera, se pudrió en los campos.
Desesperados, los hambrientos Consensii se llevaron otra semana para tomar la decisión de comerse los loros. Pero los
loros disintieron vehementemente, por lo que se dio carpetazo a la moción y el pueblo se murió de hambre. Y los loros se
alejaron volando.
Teoría cuatro: Un asunto delicado.
Esta teoría es un tanto escabrosa, aunque no demasiado inverosímil sí se loma en cuenta a los Shakers de Kentucky. Se
cree que la cuestión de destreza y prácticas sexuales fue incluida en la agenda de una mesa redonda. Los Concensii
ofrecieron sus opiniones respecto a cómo y con cuánta frecuencia debía ocurrir la cópula entre marido y esposa. Se
llamaron testigos y se tomaron testimonios con gran impaciencia.
Surgieron notorias discrepancias en cuanto a las prácticas individuales, metodología y resultados. ¿Cómo debería
efectuarse la unión entre hombre y mujer? reflexionaron; y, como es fácil imaginarse, esto condujo a argumentos y
explicaciones terriblemente largas y detalladas.
Finalmente se llegó a un bloqueo precolombino. A fin de interrumpir el debate y volver a los campos de maíz, ya que se
enfrentaban a la posibilidad de morirse de hambre, Inocuo, en su único acto de firmeza, proclamó que se aplazaba el
tema. Nadie practicaría el sexo hasta que el asunto no quedara resuelto a satisfacción de todos. Y los Consensii siguieron
la misma decepcionante senda que tomarían más tarde los Shakers —la de convertirse en los frustrados y los olvidados.
— ¿Son ésas las únicas teorías?—preguntó Satán.
—Sí, amo malévolo. Y de las cuatro, la última es la que ha vendido más libros.
—Sin duda. ¿Y qué me dices del mensaje que dejó el culto perdido de Consenso? Es universal, cerdo. Y actual. Incluso
tú, un simple mortal, deberías saberlo. El señuelo del consenso no está restringido a la península de Yucatán o a la época
de este cuento. Abunda en las empresas modernas de hoy. Todo lo que has hecho es divertirme, que es más de lo que la
mayoría de los pelmazos de recursos humanos han podido hacer alguna vez. ¿Pero no has extraído una lección del
cuento?
— ¿Cuidado con el consenso? —ofreció el tímido ejecutivo.
— ¡Lotería! —exclamó el diablo—. El consenso puede ser una divina helada en la selva competitiva, puede ser
refrescante, pero congelará al grupo en la inactividad. Recuerda esto: cuando se usa en exceso el bálsamo del acuerdo, se
convierte en el coagulante del progreso. Las cosas se detienen. El aceite del compromiso puede conducir a la oxidación
de la responsabilidad individual.
—En ese caso, gran parte de lo que he estado haciendo: la creación de equipos y obtención de consensos y sesiones de
grupo, ¿no ha sido más que una labor sin sentido? —preguntó el ejecutivo de recursos humanos.
—No del todo —respondió el diablo—. Es como la fabricación de muebles: benéfica hasta cierto punto. Si se rebasa ese
punto, como nos dirían los Shakers, se interpone en el camino de la acción real. Es similar al celibato, también.
— ¿Cómo es eso?
—Es mejor cuando termina.
Mientras el demonio se reía y daba pataditas regocijado por esta última muestra de su sabiduría, se condujo a la salida al
prisionero número cinco.
Una vez solo, Satanás meditó sobre la monotonía de su entorno, ¡a invariabilidad del dolor y la angustia, inalterables,
interminables. Y comprendía que así debería ser, para siempre. El Comité de Decoración Infernal, reuniéndose
semanalmente durante décadas, manejaba el diseño interior. El Comité Directivo sobre el Pecado tenía que aprobar todas
las conducías pervertidas y el mal que en un tiempo fue extravagantemente novedoso, ahora era simplemente aburrido.
Y el Grupo Especial para la Infamia Moral seguía debatiendo los vicios que había discutido por siglos. ¡Aún pensaban
que la pereza y la usura eran emocionantes! —No me sorprende que le llamen Infierno a este sitio —concluyó. Luego, se
irguió en el trono, abandonó estas reflexiones depresivas y decidió actuar.
— ¡Reflecto! —rugió—. ¡Cancela todas las juntas de comités programadas! Disuelve todos los grupos especiales y
directivos. ¡Deshaz las sesiones de grupo y elimina la mesa redonda de liderazgo!
Reflecto resplandeció de alegría y no pudo reprimir la respuesta al demonio: —Maravilloso, señor, simplemente
maravilloso! ¡Creo que tenemos una estupenda dinámica entre la gerencia y el staff de línea en este momento!
—Cierra la boca, cabeza dura. Yo me encargo de las ironías aquí —restalló el demonio con una sonrisa—. Cada vez que
oigo esas bobadas huecas y confusas, no puedo decidir si reírme o vomitar!
—En ocasiones, cuando hace una suena como la otra —murmuró entre dientes Reflecto.
— ¡Oí lo que dijiste! —Devolvió rápidamente el demonio—. ¡Vete de aquí ahora mismo! ¡Tráeme otro recurso
humano!
CAPÍTULO SEIS

EL LABERINTO DEL TORO


(Donde reina la burocracia)
"En las grandes crisis de la vida y en los grandes problemas de
., conducta y convicciones, nos confiamos en nuestros
sentimientos en vez de en nuestros diagramas".
—Juan Jacobo Rousseau, Confesiones.

Tan pronto como el sexto prisionero dejó el lápiz sobre el escritorio, un subalterno del demonio lo tomó del cuello de la
camisa y lo levantó de la silla. Mientras el asistente del traje plateado manipulaba torpemente tratando de abrir el grillete
sujeto al tobillo del prisionero, otro ayudante le colocó una venda sobre los ojos. El prisionero número seis fue llevado a
empujones, tirones y tropezones, desde la celda donde había cumplido con la tarea asignada, a lo largo de una serie
aparentemente interminable de tortuosos pasillos y galerías semejantes a un laberinto.
Las vueltas y cambios de dirección lo aturdieron. Empujones y gruñidos eran sus únicos guías; rudos manotazos y
patadas la única respuesta a sus preguntas. —¿Dónde estamos? —inquiría sin cesar—. ¿A dónde voy? —La réplica
consistía en otro empujón.
Después de horas de desconcierto y magullones, el prisionero número seis oyó un crujido misterioso, seguido por un
estruendo metálico. Sin saberlo, acababa de entrar a la sala del trono del diablo. El sonido de pisadas que se alejaban le
indicaron que se estaba quedando solo ahí, y el siniestro ruido
sordo de cerrojos asegurados se lo confirmó. Permaneció de pie ahí, sin ver, confuso, aterrorizado.—Bienvenido a mi
mundo —dijo una voz espeluznante, de tono áspero, amenazante.
— ¿Dónde estoy?—gimió el prisionero.
—Te deberías sentir en casa —escuchó. Luego se le erizó la piel al llegarle un tenue lamento desde alguna parte en la
oscuridad—. ¡Camina hacia delante!
El prisionero número seis dio tres pasos ciegos, tentativos, al frente y fue arrojado de espaldas sobre el piso. Una puerta
se había cerrado en sus narices.
— ¡Ponte de pie! —Ordenó la voz—. Gira a la izquierda y da cuatro pasos.
El atemorizado ejecutivo obedeció, contando cada paso. Sin embargo, el cuarto paso terminaba en un vacío. El pie se
hundió y lo siguió su cuerpo. Había caído en una fosa pestilente. Cosas resbalosas se le pegaban y agitó los brazos en la
oscuridad, tratando desesperadamente de orientarse, de salir del agujero, aunque fuese aferrándose con las uñas.
Cuando encontró la forma de ascender por el resbaladizo muro y salir del pozo, la voz le ordenó que fuese hacia ella.
Titubeante, inseguro a cada paso, el hombre obedeció.
- Extiende la mano derecha —se le dijo—. Hay un regalo para ti.
El prisionero levantó lentamente el brazo y lo tendió hacia lo invisible, sus dedos sentían el aire candente, abriendo y
cerrando el puño, mientras avanzaba a tientas en el vacío desconocido. De pronto sintió algo duro, frío; luego oyó un
ligero chasquido, un súbito ruido seco. Rayos de dolor le recorrieron el brazo y lo retiró con un sufrimiento indecible. El
prisionero número seis había introducido la mano en una trampa de acero para ratas.
Saltó convulsivamente a su alrededor, sacudiendo y tirando de la trampa para liberar su mano. Por fin, pudo
desprenderse, y la lanzó en la interminable oscuridad, resonando sobre la piedra.
— ¿Por qué me está haciendo esto? —suplicó al verdugo invisible—. ¿Qué he hecho para merecer este castigo?
El demonio respondió inmediatamente. —Veamos si esto se registra en tu torpe cabeza: No inventado aquí.
El prisionero no dijo nada.
—Hola —continuó Satanás, golpeando el trono con los nudillos—. ¿Hay alguien en casa?
El prisionero número seis, aun cuando seguía con los ojos vendados, empezó a ver la luz. En la tierra, el hombre había
construido una burocracia de primer orden. Una pirámide de poder tan incomprensible e impenetrable que, si bien le
proporcionaba comodidad y satisfacción, estaba prácticamente congelada en la inactividad. Y él mismo era el maestro
del síndrome de No inventado aquí.
Cuando se halló encerrado en la organización del diablo, cuando se encontró encadenado dentro de un cubículo poco
más grande que una de las casillas de sus intrincadas gráficas, el prisionero número seis empezó a preocuparse. Luego,
descubrió el tema de la tarea que se le había asignado. En la primera página de su block estaba escrita una palabra:
"Toro".* (*En inglés, la palabra bull significa toro y en el lenguaje del ejército se refiere particularmente a una excesiva
reglamentación de formalidades innecesarias.)
El demonio le dijo que se quitara la venda para que pudiese leer la historia. Pero primero, le advirtió Satán, tendría que
responder a una o dos preguntas.
—Tú eras un campeón de la estructura —empezó la voz—. Fuiste un maestro de la complejidad y el embrollo.
¡Estructura! ¡Estructura! ¡Estructura! Era tu ídolo, ¿no es verdad, zoquete?
También es la forma abreviada de Bullshit. que significa, entre otras cosas, mentira, engaño, exageración y palabrería barata.
(Trámites engorrosos y discursos huecos.) (N. del R. T.)
—Pero señor, la estructura es primordial en las organizaciones modernas. La estructura apoya la eficiencia.
— ¿En qué momento deja de ser apoyo la estructura y empieza a estrangular? —Replicó el demonio—. ¿En qué punto
las organizaciones se vuelven tan intrincadas que se osifican y se rompen al contacto con el cambio?
El prisionero número seis consideró su respuesta muy cuidadosamente, como siempre, y decidió no comprometerse,
como siempre.
—Oh, señor perverso, tú debes decírmelo. Yo sólo estoy aquí para aprender de ti.
—¡Palabrerías! —gritó el demonio enfurecido instantáneamente—. ¡Estás aquí para darme sabiduría, lacayo! Quítate
ahora esa maldita venda y háblame de burocracia y trámites intrincados, y cómo en cualquier organización la
complejidad no es más que una forma de construir el infierno en la tierra.
El prisionero número seis, tranquilizado con el fin del interrogatorio, se esforzó por enfocar los ojos bajo la penumbra de
las llamas del infierno. En cuanto empezó a leer, las palabras se volvieron nítidas. El mensaje, producto de la confusión,
adquirió una claridad cristalina.
El toro siempre ha sido un símbolo de gran peso y pensamiento torpe, y. he elegido usar esta metáfora en dos formas. Y
es que el toro no es únicamente un animal irreflexivo, obtuso y sin destreza, sino la institución que le da cobijo. Hablaré
de ambos. Empezaré en el mundo de hace muchos, muchos años.
En la mitología griega, la isla de Creta era el hogar del toro y del rey que pensaba como tal.
Recientes excavaciones cerca de Knosos, en Creta han revelado miles de tabletas que describen rígida jerarquía y
administración sistemática. Y los arqueólogos han descubierto grandes estatuas de toros, por todas partes. El centro de
esta civilización real era un laberinto, un intrincado palacio de pasadizos diseñados para desconcertar a los mortales. La
burocracia y el toro se unen, como el hecho y el mito. Y la estructura resultante es abrumadora.
Los minoanos tenían Creta, tenían Chipre y miles de islas en los mares Mediterráneo y Egeo. Y tenían un rey afable y
bondadoso: Minos I. Planeaba cuidadosamente y proveía para la educación y el bienestar de todos los ciudadanos,
quienes por ello le amaban. Fomentó el comercio y apoyó las artes. En todos los aspectos, Minos I era sabio. Pero Minos
I cometió un error. Minos I engendró a Minos II. Nació el toro.
Minos II era un tipo diferente de rey. Era tan posesivo como un niño y, además, temeroso. Dio por sentado que la riqueza
de sus pueblos era fija y que su tarea consistía en protegerla del exterior. Adoptó una actitud defensiva. Construyó el más
radical mecanismo de defensa: el laberinto.
¡Qué palacio tan impresionante! Enorme, extendido, lleno de pasadizos, entradas y habitaciones pequeñas sin números.
Se pidió a los arquitectos y contratistas que construyeran pasajes y recovecos que no condujeran a ninguna parte, y una
desconcertante colección de accesos y vestíbulos. Visto desde el cielo, el laberinto era una maraña incomparable. La
leyenda dice que, una vez dentro, ningún mortal podía escapar. Minos II habitaba completamente a salvo en su interior.
Era, también, el centro del gobierno. Y así, a sus salones sin números acudían administradores sin numerar. Estaban
separados por medio de reglamentos complejos y arcanos, mismos que estipulaban que aquellos que realizaban una
función particular se ubicaran en un sitio particular y en ningún otro.
A estos sitios se les dieron nombres siniestros: divisiones, departamentos, despachos, oficinas, comisiones, secciones. Y
a los elegidos que trabajaban ahí, se les llamaba secretarios y subdirectores, asistentes, funcionarios, agregados,
coordinadores y, algunas veces, varias combinaciones, como subdirector-asistente y funcionario-ejecutivo-coordinador.
Esto es sólo el principio, ya que las personas así clasificadas ejecutaban exóticos rituales. Interactuaban, coordinaban,
revisaban y aprobaban. Se sabía que consultaban y se involucraban e incluso participaban en enormes comités directivos.
Pero su mayor deleite provenía de otras actividades. Daban carpetazos y posponían y urdían completos planes personales
ocultos. Los minoanos eran muy imaginativos.
Todo esto era dirigido por Minos II, que se sentaba en el gran salón del trono en el centro del laberinto. Minos II tenía un
toro especial, también. Acechaba por los rincones, defendiendo el Status Quo, es decir, estado actual de las cosas. Era el
secreto de Minos II. Si alguien lograse penetrar las inverosímiles defensas, el toro lo embestiría.
Si bien él mismo no hacía nada, Minos II constantemente ordenaba más muros, más administradores, más subdirectores
asistentes. Como consecuencia, con el transcurso de los años, el laberinto se volvió tan intrincado que ni Minos II ni
todos sus colaboradores hubiesen podido salir, de haberlo deseado. Desde tiempo atrás, la ruta de salida se había perdido.
El palacio-rompecabezas estaba completo. Se sentían a salvo en su interior, pues ahí estaba su mundo. El exterior, en
cuanto a lo que a ellos se refería, no existía.
No obstante, sí existía, más allá de los muros y del centro de trabajo. Y una noche, provenientes del exterior, llegaron tres
sabios que buscaban comerciar con los minoanos e impartirles conocimientos del resto de la tierra.
Cuando Minos II se enteró, estalló en enojo. — ¿Quiénes son? —vociferó a su asistente-ejecutivo-adjunto-portador-de-
mensajes.
—Uno de ellos se llama Houdini, y se le aclama como un artista de la evasión. Tiene ingenio y destreza y se escapó de
Atenas, donde se le mantuvo en cautiverio. Houdini se compromete a liberarte, querido rey, de tu encierro. Y ofrece traer
hasta tu mente el mundo del conocimiento, a través de los laberintos.
— ¡Tonterías! —gritó—. Eso no se puede hacer. Y además, ya tenemos bastantes evasivas aquí! ¿Y quiénes son los
otros?
—El segundo es un navegante que proviene de los mares del norte. Se llama
así mismo Magneto, y trae consigo un extraño artilugio.
—¿Un arma? ¿Un tesoro? ¿Qué es ese aparato que porta?
—Lo nombra detector de toros, mi señor. Afirma que indica la dirección de la que surge el toro y la usa para escapar de
los toros de embestida feroz.
— ¡Toro! —vociferó Minos II. Y estaba indignado, ya que nadie sabía por cuál pasadizo o cuál corredor embestiría el
toro en el laberinto.
—El tercer sabio, señor, es una mujer. :
— ¿Sí? ¿Y por qué viene a molestarnos?
—Se la conoce como la experta en resolver acertijos, su alteza, y afirma que posee un talento especial para descifrar
procedimientos y simplificar lo que se ha hecho enigmático.
— ¡Ésta es la mayor amenaza que haya enfrentado nuestra tierra en toda su historia! —Gritó Minos II a todos los
presentes—. No podemos admitir conceptos extranjeros, ideas nuevas o sistemas innovadores! ¡Ninguno de estos
instrumentos o talentos se han inventado aquí! —Enseguida, escupió una blasfemia—: ¡Son NÍA! —los cortesanos
abrieron la boca atónitos. NÍA, sabían, era No Inventado Aquí, ¡una maldición tan horrible que superaba a la blasfemia;
NÍA era el mal. NÍA era más bajo que el excremento de toro.
Minos rugió una orden: —¡No debemos permitir que esos enemigos perturben el laberinto! —hizo una señal con la
cabeza al subdirector asistente del presidente adjunto y susurró—: Dales el tratamiento, acorde a la amenaza —el
cortesano sonrió, y frotándose las manos regocijado, salió.
Fuera del perímetro, los tres sabios aguardaban con una afable confianza. Habían oído hablar del Laberinto y sabían que
en su interior se necesitaban sus servicios. En eso, de pronto se vieron envueltos en una red de papeleos y Cinta roja*
arrojada desde un parapeto. (Cinta roja, o "Red tape", es una forma coloquial de referirse a la burocracia. (N del R.T.)
Atados y luchando por soltarse, se les colocó en salones separados, en espera de sus destinos.
El juicio del navegante empezó casi de inmediato. En un gran círculo dentro de una inmensa sala de conferencias, se
reunieron 360 administradores ejecutivos adjuntos en funciones. Una vez ubicados en cada punto de la brújula, un
.cortesano en cada grado, se colocó al navegante en el centro.
—¡Aquí hay toro! —anunció un subdirector de la coordinación de comunicaciones. Los 360 cortesanos sonrieron.
Enseguida, el de la voz lanzó el supuesto detector de toros hacia el centro del círculo, donde lo atrapó Magneto—.
¡Localiza al toro en dos minutos! —dijo en tono brusco el subordinado del rey—. ¡O prepárate a morir!
Magneto, con toda confianza, retiró la cubierta protectora del detector de toros y miró su cuadrante. Pero en vez de
oscilar levemente, como una aguja de brújula, y colocarse en una alineación definitiva, la flecha direccional del detector
empezó a girar, cada vez con mayor velocidad. Daba vueltas y vueltas y al desconcertado navegante le era difícil seguirla
con los ojos. En unos momentos más, estaba girando más aprisa que la hélice de un avión, señalando primero a un
laberíntico y después a otro, y a otro, para luego, aparentemente, apuntar a todas las direcciones a la vez.
Los cortesanos permanecían, mofándose, en el insultante círculo. El navegante giró en su centro y de pronto cayó
muerto, con una flecha que le atravesó el cuello. Nadie sabía quién la había disparado. Pero puesto que su tiempo había
terminado, todos se acreditaron el tiro. Los 360 corrieron a sus cubículos para escribir memoranda para el expediente
aclarando su singular valentía y aludiendo a la posibilidad de un aumento en salario por méritos.
Al día siguiente, al artista del escape se le llevó a un gran patio iluminado por el sol, las manos desatadas y sin ropa. Los
mismos 360 cortesanos rodearon el área, sentados en sillas plegables, sosteniendo cada uno una piedra del tamaño de un
puño. —Afirman que puedes escapar a cualquier perseguidor —gritó una voz desde la multitud. El sol caía
intensamente, ya que esto ocurría poco después del mediodía, y Houdini tenía que entrecerrar los ojos para ver al que
hablaba.
—Tienes el resto del día para eludir al perseguidor a tus pies —le gritó alguien—, o morir en el intento.
Houdini miró a su alrededor y no vio a nadie. Aparte de los cortesanos en el perímetro, el espacio estaba totalmente
vacío, excepto por él. ¿Dónde estaba ese misterioso perseguidor? Bajó su mirada al pavimento bajo sus pies y lo vio. Su
sombra.
Y por supuesto, cuando se movía, la sombra lo hacía también. Brincó y dio vueltas de campana, saltos mortales, se paró
de manos, hizo todo lo que se pudo imaginar, pero como no había una sola nube en el cielo, la sombra permaneció con
él.
Todo este tiempo, los cortesanos reían a carcajadas. Y, como lo dicta la naturaleza, el oscuro perseguidor de Houdini se
fue alargando conforme avanzaba la tarde. Por último, desesperado y derrotado, Houdini suplicó a la multitud. —Me
rindo —gritó—. ¡Nunca podré escapar de mi propia sombra!
Justo en ese momento, como en un acuerdo preestablecido, desde el perímetro se arrojaron con violencia 360 piedras
sobre el frustrado cautivo. Su efecto acumulado, desde luego, fue mortal. Y cuando se derrumbó sobre el piso in
extremis, el cuerpo cubierto por las piedras, por fin desapareció realmente su sombra.
Nadie había dado órdenes de matar al forastero, pero según lo anunció el teniente coronel lanzador lapidario, no se había
violado ninguna regla es este caso. Ninguno de los 360 había matado al hombre. Nadie se muere por una sola pedrada,
les explicó a todos. Nadie infringió ninguna norma. Nadie era responsable. Todos respiraron aliviados por esta
conclusión. Tal vez Houdini no pudo eludir su sombra, pero todos ellos habían quedado magistralmente libres de
cualquier responsabilidad. Todos se alegraron.
La experta en acertijos fue la siguiente.
Rogamos porque seas la mujer mago —empezó el vocero adjunto para estudios del cautiverio—. ¡Te tenemos un desafío
que merecerá tu respeto! —Las carcajadas que respondieron a estas palabras expresaban regocijo y belicosidad y luego
apareció una gran carreta cargada con tabletas.
Miles de tabletas, todas inscritas con minucioso detalle. Todas vinculadas, con referencias cruzadas e índices y algunas
en tres partes, y otras que se referían a tabletas en otras habitaciones y otras tierras. —Éste es nuestro triunfo —alardeó el
funcionario encargado de asignar trabajo para mantener ocupadas a las personas—. ¡Éste es nuestro procedimiento para
respirar! Te daremos treinta días para entenderlo y seguirlo y después verificaremos tu cumplimiento.
Enseguida, hizo una pausa, aspiró el aire viciado, y añadió una condición final. —Pero, puesto que eres decodificadora
de acertijos, te amordazaremos y te Heñiremos con cera las ventanillas de la nariz. ¡En esa forma, tendrás un incentivo
para seguir correctamente el procedimiento! ¡No obstante, tienes treinta días, así que no hay prisa! —bufidos y risas
frenéticos siguieron a este último comentario y se ató y amordazó a la mujer.
Y, por supuesto, falleció. Los investigadores se habían pasado toda una vida redactando el procedimiento y era
hermético. Nadie podía entenderlo y por eso lo consideraban un éxito.
Una vez terminada silenciosamente la tortura, por todo el laberinto se reanudaron el trabajo y el juego. No apareció
ningún visitante, ni salió ninguno de los habitantes. Los muros eran demasiado fuertes, los procesos demasiado
bizantinos.
Y, de repente, el toro perdió la razón.
Nadie sabe qué fue lo que precipitó esta calamidad. Algunos sugieren que olfateó a una vaca que pasó el Laberinto.
Otros, que se cansó de Minos II. Otros mis, que por fin el toro se dio cuenta que la vida ofrecía algo más que deambular
por callejones sin salida y atrapar burócratas que hacían llamadas El laberinto del toro personales por teléfono o leían
novelas, románticas. En cualquier caso, se destrampó.
Miles de cortesanos resultaron atacados y clavados contra las paredes o apisonados en el piso o cornados. Docenas se
acurrucaban en habitaciones olvidadas con la ilusión de que el toro no los buscara ahí. Sin embargo, la bestia encontró a
cada uno de ellos. Por medio de ataques al azar y sus instintos animales, extinguió a toda la población de minoanos
atrapados. Todos, menos Minos II. Al final, seguía con vida, acechando en los vestíbulos y dando traspiés de
departamento en departamento sin idea de dónde se hallaba. En eso, el toro lo descubrió.
El gigantesco toro bajó la cabeza y empezó a embestir hacia Minos II, rugiendo a su paso por el pasillo. Minos II lo
esquivó a través de una entrada y por otro pasadizo, pero el toro lo siguió, más cerca ahora. El rey y el toro corrieron por
el laberinto de un extremo al siguiente, el toro bufando y jadeando y el rey gritando mientras tropezaba con los
cadáveres.
—Ayúdenme —suplicaba—. ¡Ayúdenme a salir de aquí! —Pero, desde luego, nadie podía escapar del laberinto del rey.
El mismo se había asegurado de ello.
—¡Tráiganme al navegante! —Rogaba mientras corría, el toro oculto al acecho, en alguna parte—. ¡Dame el detector de
toros y podré evadir a esta bestia voraz! —Pero, por supuesto el detector de toros era NÍA y, tiempo atrás, había girado
hasta romperse.
— ¡Experta en acertijos! ¡Experta en acertijos! Te suplico descifres el laberinto, ambos quedaremos libres. —Pero, por
supuesto, ella también era NÍA y no había aspirado aire por años.
—¿Dónde esta Houdini, mi artista favorito del escape? ¿Dónde está ese genio, ese hombre maravilloso a quien haré rey
tan pronto como atravesemos la última puerta? —pero, por supuesto, Houdini también había sido NÍA y estaba más
muerto que una piedra.
Desesperado, el rey se dio vuelta y se enfrentó al babeante toro. Y agarró firmemente los cuernos de la bestia con ambas
manos y los apretó con todas sus fuerzas. —Tengo al toro por los cuernos —gritó orgulloso—. ¡Por fin agarré al toro por
los cuernos! —Pero el toro no se tragó esa afirmación—. Tengo al rey por las manos —rugió el toro.
El toro retrocedió la cabeza y sacudió a Minos II y lo vapuleó contra la pared. Y siguió impulsando la cabeza y ondeando
los cuernos, aplastando al rey contra cada división y separación del laberinto, golpeando a Minos II, aún aferrado a los
cuernos, hasta que lo hizo pedazos.
Después, rebosante de orgullo, los cuernos todavía cubiertos con la escoria sangrienta que quedaba de Minos II, el gran
toro empezó a hablar.
—Soy inmortal —gritó, su nueva voz resonando por los interminables salones—. Saldré de este lugar y encontraré a mi
especie y me multiplicaré y cubriré la tierra. ¡Y seremos los soberanos supremos para siempre!
—Un cuento maravilloso —dictaminó el demonio—, lleno de estupidez y orgullo, temor y crimen. Me gusta esa clase
de historias. "
—Me honra el que le resulte de su agrado.
—Sin embargo, tengo una pregunta —respondió Satanás—. ¿Es la historia realmente de origen antiguo, o es una fábula
moderna?
—Es parte historia y parte mito, señor. Tan vieja como la piedra.
—En eso estás equivocado, insecto —gruñó Satán—. ¡El toro está en todas partes, vivo y multiplicándose hasta estos
días! El toro que destruyó el laberinto tenía razón: nunca muere. Las corporaciones gigantescas han construido laberintos
de confusión y acertijos de procedimientos. Tenemos gobiernos e instituciones de todos tipos. Y los cortesanos aún
habitan en pequeños segmentos definidos, con pequeños puntos de vista definidos. Continúan reclamando crédito por
tareas que no han hecho y evaden la responsabilidad por lo que han hecho.
—En estos laberintos —continuó Satán— cualquier cosa que provenga del exterior se trata como inferior, es NÍA: ya sea
cliente, consumidor, competidor. Con la misma lógica, lo que está dentro de esos laberintos se considera superior, ya sea
torpe, peligroso o destructivo. Y las paredes siguen ascendiendo alrededor de estos lugares. Y el toro deambula entre
ellas, como soberano supremo.
— ¡Reflecto! —Gritó en cuanto salió el prisionero—. Mándame al siguiente cautivo. Pero que sea alguien diferente.
Estos idiotas quejumbrosos me están poniendo nervioso. Quiero ver a alguien nuevo e inesperado, alguien
particularmente repulsivo, ¡alguien realmente NÍA!
—Como usted guste —contestó el psicópata del traje plateado. Tengo en mente justo lo que solicita."

CAPITULO SIETE

EL TÉLEX REVELADOR
(La vergüenza es una cualidad administrativa)
"Escuché muchas cosas en el infierno. ¿Cómo?, entonces, ¿yo estoy loco?
¡Atención! y observen cuan sana, cuan calmadamente puedo contarles toda esta historia".
—Edgar Allan Poe, El corazón revelador

Desde una silla alta en la esquina del salón para escribir, justo al lado de la puerta, Reflecto vigilaba el trabajo del resto
de los penitentes. Unos arañazos delicados, que se detenían y reanudaban, hacían eco de cubículo a cubículo. Los
ejecutivos estaban escribiendo, algunos con rasgos elaborados, otros vertiendo historias con el abandono de los
condenados.
Sin embargo, desde un rincón llegaba sólo el silencio, después sollozos. Reflecto ladeó su visión casi de láser desde un
espejo en el techo y espió al hombre.
Con los codos apoyados en el escritorio, la cabeza en las manos, este hombre era presa de la angustia. Reflecto concentró
la atención en el block. Estaba ondulado por humedad, manchado con sudor. En eso, el tema de la historia saltó a la
vista. Una sola palabra: Vergüenza. El hombre no sudaba en absoluto. Estaba llorando. Reflecto se levantó de su lugar y
se acercó a él.
—Sentí su llegada —le dijo el prisionero a Reflecto cuando entró al cubículo—. Sentí su mirada, malvada, atisbándome
con desagrado.
¡Y no has escrito nada, cretino! —le gritó Reflecto—. ¡Estás desperdiciando el tiempo, hombre! ¡A este paso, nunca
saldremos de aquí!
¿Nunca saldremos de aquí?—preguntó el prisionero.
¡Quiero decir que ustedes nunca saldrán, ni tú ni tus asociados! —corrigió Reflecto, molesto por la torpeza con que había
puesto al descubierto sus verdaderas intenciones—. ¿Cuál es el problema?
—Sencillamente no puedo escribir acerca de eso —se lamentó el prisionero.
— ¿Acerca de qué? —preguntó Reflecto.
—A cerca de mí. De mis actos vergonzosos. Sé lo que he hecho y sé que está mal. Pero soy un hombre de negocios, no
un escritor. Necesito ayuda —suplicó—. Necesito ayuda urgentemente.
Reflecto gruñó disgustado y salió del cubículo. En un momento estuvo de regreso y dejó caer sobre el escritorio, junto al
húmedo block, un volumen encuadernado en piel,
— Usa esto como guía —le ordenó—. Es su autor favorito.
El prisionero levantó el pesado libro y examinó cuidadosamente el título: Las Obras Completas de Edgar Allan Poe. Lo
abrió y observó una nota de venta utilizada para marcar la página. Qué raro. En el recibo estaba impreso Aspen,
Colorado. Hojeó el contenido, susurrando los títulos.
—El pozo y el péndulo. El entierro prematuro. El doble asesinato de la calle Morgue; no es de extrañar que le agrade Poe
—dijo—. Estos temas son justo su estilo.
—En efecto, así es —respondió Reflecto—. Lee la introducción —ordenó— y entenderás la razón. —El prisionero abrió
el libro y empezó a leer en voz alta.
"En octubre de 1849, se encontró a un hombre semiconsciente en una calle lateral fuera de una casilla de votación en
Baltimore. Estaba incoherente, andrajoso. Hediondo a licor, fue llevado a toda prisa a un hospital. Pero
desafortunadamente, después de varios días sin recuperar el conocimiento, falleció. Fue uno de los más grandes
escritores y pensadores de la literatura estadounidense. Era Edgar Allan Poe, muerto a los 40 años.
Poe es el padre del cuento de horror psicológico, y un brillante, si bien profundamente atormentado, romántico. ¿Qué
ciudadano educado no ha leído Su corazón revelador, El cuervo, o El doble asesinato de la calle Morgue? ¿Quién no ha
sentido nostalgia y melancolía al sonido de su inolvidable 'Annabel Lee'?
¿Y por qué es Poe tan atemorizante, aun para nos otros, en la época actual? Presenta pocos monstruos, ningún mutante ni
bestias voraces. Se ocupa principalmente de seres humanos, su culpa, su vergüenza. Eso explica el poder de su horror. Y
su universalidad. Yes que Poe ha exhibido la vergüenza. La extrajo de los ocultos nichos de la psique y la describió en
blanco y negro. Su genio reside en que propició que cada lector, de todos los tiempos, la reconociera como suya. Es el
monstruo con que dormimos, y Poe le dio tamaño y forma y una voz.
La vergüenza se ha descrito como una fuerza selectiva en la evolución humana. Nos resguarda de acciones aberrantes y
amenazantes para la especie. Nos impide regresara la selva, con un apetito codicioso e irrefrenable por cualquier cosa y
por todo. Algunas veces".
—Pero la vergüenza no es aplicable en los negocios —sugirió el prisionero, mientras colocaba el volumen sobre el
escritorio y alzaba los ojos hacia la mirada fija de su guardia con traje plateado—. La vergüenza es un obstáculo, una
irrelevancia. El dinero lo es todo, ¿Y qué sabe Poe, un triste deprimido de la época Victoriano, del comercio y la
tecnología actuales?
—Ahora sabes por qué las historias son importantes —respondió Reflecto—. Las historias proporcionan una sabiduría
que nunca se puede proyectar en la pantalla de una sala de conferencias.
El prisionero sacudió la cabeza, intrigado, pero Reflecto continuó, a punto de agotarse su paciencia. —Lee El corazón
revelador—ordenó—.Y luego escribe sobre la vergüenza.
Cuando el prisionero acabó de escribir su relato muy personal, Reflecto estaba nuevamente de pie junto a su hombro,
impaciente por escoltarlo a la cámara de inquisición del diablo. Y una vez. Ahí, Satanás mismo estaba igualmente
impaciente por proseguir con la narración de las historias.
—Me dice mi asistente que me gustará este cuento —siseó desde los oscuros recodos de su cubil—. Ruego que
confronte crímenes atroces y malvados. Y —añadió— ruego los confronte en tu alma.
El prisionero reprimió su temor, adoptó la voz de un narrador y empezó.
Por favor, permítame presentarme. Soy un hombre de fortuna y prisa. He destazado muchas compañías para aumentar
las utilidades y eliminar el despilfarro. Tal vez piensen que soy inteligente, pero no es así; soy habilidoso, de la calle. Yo
no leo libros, yo exprimo activos para sacarles hasta la última gota de provecho. Los últimos libros que leí fueron las
caricaturas clásicas, versiones infantiles de las viejas aventuras irrelevantes de mendigos.
Yo compro y adelgazo compañías. Yo corto la grasa, optimizo el resto. En la carrera de ratas, soy la más rápida. Y la
más esbelta.
Eso se vio en Baltimore, donde di media vuelta a un hospital enfermo, exprimiendo los casos de caridad tanto que, en
seis meses, la tinta pasó de roja a negra. Rojo es el color de los corazones sangrantes. El mío es de color negro y lo aplico
a los resultados finales. Eso es todo lo que importa. Me aclaman por ello.
Desde ese pobre inicio, me hice de un nombre. Y dejé mi huella en compañías con grandes activos y productos
subvaluados. Yo, amigos no estoy loco, soy habilidoso.
Y la lista sigue creciendo. Primero fue en la petroquímica, una industria madura sin espacio para crecer. ¡Ja! ¡Espié el
tesoro escondido por todas partes! Las plantas procesadoras las trasladé a tierras amistosas, tolerantes con los negocios.
Instalé nuestras operaciones químicas en Burma, un país con mano de obra de diez centavos y un gobierno que se hace
de la vista gorda. El mínimo n activo, aunado a cero mantenimientos es igual a una utilidad máxima. La fórmula de la
habilidad.
O tomemos la agroindustria. Desperdicio, almacenaje, un inventario alto —los signos de la ignorancia—. El flujo del
producto es el flujo de efectivo, así de fácil. Yo sostengo tres teorías sobre la velocidad del activo, amigos: ¡Muévanlo!
¡Muévanlo! ¡Muévanlo! Y lo hicimos.
Cuando, en Estados Unidos, las leyes fedérales bloquearon la venta de nuestra fórmula infantil contaminada, de todos
modos la movimos: al Tercer Mundo. Ahí no les importa. Los bebés que se están muriendo de hambre no son delicados.
Las bodegas se vaciaron en un instante. Soy un mago: ¡hago que desaparezca la basura y que levite el dinero hacia mí!
La agroindustria moderna, ¡por favor! ¿A quién le importa si funciona con los granos de más bajo precio de las grandes
planicies? Yo alimento a lo más alto de la cadena alimenticia. A mí, denme productos de alto valor agregado, cítricos,
plátanos, mangos. Denme los campesinos descalzos de América Latina, que saben quién es el patrón. Convierte entonces
los mosaicos de campos de cultivos nativos en mares de productos similares. Oleadas de árboles, todos de la misma
especie, devolviéndome oleadas de dinero. El volumen es el rey y los europeos saltarán como changos con la fruta que
les embarco a un costo ridículo. ¡Déjenme contarles más sobre la habilidad!
El banquillo en el cual me sostengo sólo tiene tres patas. Juntas, forman las siglas POE (Productos Oceánicos
Empresariales). Ese es mi reino, aunque no sé absolutamente nada acerca de la metiloxidina, la Liga La Leche o
repúblicas bananeras. Yo conozco lo concerniente a la velocidad del activo, el flujo de efectivo y respuesta de mercado.
Soy un gimnasta en la competencia mundial y esos mis trucos.
Mi alcance es total, mis órdenes instantáneas. Y siempre tengo la oreja pegada al suelo, buscando tendencias,
debilidades; del momento para saltar.
El fax, o incluso el teléfono celular, es demasiado presionante, aun para mí. De vez en cuando, me escapo. Algunas
veces con una mujer, otras veces no. Cuando es no, es por una mejor razón. Necesito escaparme del ojo.
El ojo, los medios, los tontos en el otro extremo de los cables y la transmisión por aire. Los instrumentos que ayudan a
hacerme lo que soy, y a quienes uso para continuar mi juego. Cuando quiero exprimir a un sindicato u obtener un
permiso especial del gobierno, de inmediato grito que están jugando sucio. Piensen en los empleos perdidos. Piensen en
los negocios familiares que perderán sus clientes. Las historias llegan a su destino. La planta evita el aumento de salarios,
la licencia es aprobada. Aumenta el rendimiento de los activos.
Y los medios, el ojo estúpido, piensan que están dando a conocer la verdad. ¡Tontos! No son más que torpes
herramientas del negocio. Yo los manejo como si fuesen focas que ladran. Soy un genio para desarmar y desinformar.
Utilizo el ojo, a pesar de que lo odio.
Y cuando el ojo se sale de control, corro y me escondo. Como lo hice esta noche. Muy lejos del alcance de los teléfonos
y faxes y mensajeros y reporteros. Me dirijo a este lugar, hasta esta cabaña en el lago Corazón, en la parte norte del
estado de Nueva York. Más allá del centro de convenciones de Sagamore en el lago George, lejos de los caminos
principales.
Así que aquí estoy, solo. Fuera del alcance de todos porque la cosa está que arde. Si no pueden localizarme, no tienen
historia. Si no hay historia, estoy a salvo. El saqueo puede esperar.
Lenore es la única que sabe que estoy aquí, y sabe cómo mantener la boca cerrada. Sabe que puedo cambiarla de
asistente ejecutivo a mesera de cafetería en un abrir y cerrar de ojos. En mis manos está que tenga que mover el trasero
para conseguir las propinas. Que sus hijos vendan periódicos en la calle lo puedo hacer. Ella sabe muy bien lo que le
conviene.
Conduje mi auto desde la ciudad y llegué aquí al final de la tarde. Encendí la chimenea y cerré las cortinas, buscando
soledad. Y el bar está surtido como a mí me gusta. Especifiqué,- asimismo, que no quería nada electrónico, ni teléfonos,
faxes, ni luces siquiera. No hay electricidad en ninguna parte. Si quieren algo conmigo, tendrán que enviarme una
paloma mensajera. ¡Ja!
¿Qué fue eso? ¿Habrá ratones en este sitio? ¿Mapaches? Ahora ya no se oye nada, sólo el chisporroteo de los leños en la
chimenea. Pero ahí está de nuevo. Sé que escuché algo. Más vale que revise el sótano.
Dios, sí que está oscuro aquí. Un momento, esa ventana en lo alto deja pasar un delgado rayo de luz. Debe venir del
muelle, de algún farol. La luz ilumina hasta el rincón más distante y la sigo. ¡Oh. Dios mío! ¡Hace años que no veía un
aparato de éstos!
Es un aparato de télex, una enorme, rechinante y pesada terminal de comunicaciones. Quien sea que dirige la compañía
que alquila este lugar lo debe haber instalado hace una barbaridad de años, un intento de los años setenta por mantenerse
en contacto. ¡Ja! Esas viejas matracas impresoras estruendosas, sonaban como taladros neumáticos desde entonces,
vomitando montones de papel, una ruidosa carta a la vez, de algún idiota en el otro extremo de la línea. Parece una
reliquia de un servicio cablegráfico. ¿Dónde dejé mi copa?
Ya está mejor, el fuego va calentando más. Me imagino a esos imbéciles en la ciudad, corriendo de un lado a otro,
buscándome. Cabría suponer que ya deberían estar acostumbrados a esta rutina. ¿Acaso es la primera vez que a un barco
petrolero se le rompe una unión y unos cuantos pajaritos se llenan de aceite? De inmediato sueltan a una serie de
mentecatos que cubren las playas con paja y unas cuantas chicas escuálidas limpian del aceite a las gaviotas y vociferan
en demanda de cascos dobles. Les encantan las frases hechas. Ellos...
Un momento. ¿Toqué esa cosa? ¿La encendí? No, no, ni siquiera bajé hasta el pie de las escaleras. Sin embargo, ahí está
de nuevo, ese golpeteo, ese traqueteo. No estoy seguro de si lo oigo o me lo imagino. Suena como el ruido que se oye
cuando algunos chicos universitarios se sientan en primera clase en un avión, con un walkman colocado en la cabeza. No
se puede oír la música, pero se oyen las notas graves, sus vibraciones amortiguadas, ese ssshhh-sunk, ssshhh-sunk, a dos
asientos de distancia. ¡Lo vuelve a uno loco!
Revisaré ese télex, por si acaso. Cuando abro la puerta, el delgado rayo de luz alumbra todavía, pero hay algo diferente.
¿Es eso papel? ¿Estaba ahí antes?
¡Sí es papel! ¡Dios mío, se movió! ¿Qué es esto, una broma de mal gusto? ¿Dónde está mi encendedor? Oh, aquí está,
veamos qué es esto. Parece un encabezado, sólo una frase o dos. "Baltimore: Fuga de Gas en Burma. Miles huyen.
Empleados denuncian Mantenimiento Deficiente y Falta de Entrenamiento".
Puede haber estado ahí desde hace años. ¿Cuánto tiempo llevo aquí de pie, observando esta cosa? ¿Cinco, diez minutos?
No se ha movido ni un milímetro. Vaya, ni siquiera está conectado. ¿Dónde están las escaleras? ¡Yo me voy de aquí!
Una vez en la parte superior de las escaleras, en la oscuridad, podría jurar que escuché la impresión de otra línea. Ese
sonido de golpeteo y traqueteo sordo. Ese sonido metálico, como de percusión. ¿Me estaré volviendo loco? Démosle
otro vistazo a esa vieja reliquia.
¡Dios mío! ¡Ahora sí estoy seguro de que no estaba ahí antes! "Baltimore: Plaga en Honduras Arrasa la Economía. Los
Monocultivos Vulnerables, Hambruna Inminente". Debo haberlo pasado por alto la primera vez. Sí, eso es. Este aparato
está más muerto que un teléfono giratorio.
No obstante, aquí sentado junto al fuego de nuevo, no puedo evitar el preguntarme. ¿Es una noticia vieja? ¿Estará esa
maldita máquina conectada a una línea exterior? Tal vez sólo se olvidaron de desconectarla. Tal vez funciona con
baterías o algo así. ¡Hey! ¿Qué demonios está pasando? ¡No cabe duda de que lo estoy oyendo, estoy seguro!
Aprisa, aprisa, a las escaleras y baja a la oscuridad. ¡Enfoquen, malditos ojos! ¡miren! Hay más. No estaba alucinando,
¡sé que no estaba la última vez!
"Baltimore: Aumentos en Precios Golpean Naciones Pobres, Fórmula Infantil Inaccesible para Muchos. Impera la
Desnutrición Debido a Madres que Diluyen la Fórmula Estadounidense".
¡Los malditos campesinos! ¿Acaso esas madres no saben amamantar? ¿Acaso no saben...? Ahí está otra vez, ese
golpeteo es inconfundible. "Imposible localizar a Edgar Allan, Presidente de POE para Comentarios". ,
¡Dios todopoderoso! ¡Ahora sé que me están buscando! El ojo, el maldito ojo estará peinando cada cabaña en las
montañas, tratando de dar con mi pellejo. ¡Seguramente estuvieron atormentando a Lenore para que les dijera dónde
localizarme! ¡Espera! ¿Es un helicóptero lo que se oye allá afuera? ¡Dime que estoy oyendo cosas!
¡Corre, sube las escaleras y ábrelas cortinas! ¡Búscalas luces en el cielo! Ahí, ahí está. Están subiendo por el camino,
vienen tras de mí. ¿Qué es eso, una furgoneta de enlace via satélite? ¿Servicio de Mensajería RAVEN? Es la última vez
que le digo a Lenore a dónde voy. ¡Nunca más!
Dale cinco pesos, toma el maldito paquete y cierra la puerta. Y agradece que no era CBS o ABC. ¿Pueden creerlo? Hasta
las piernas me temblaban y no es más que un sobre que me envía Lenore. Pero, el mensaje... "Pronto llegarán a
entrevistarlo, señor. Traté de detenerlos, pero deben haber puesto a alguien a seguir su auto".
¡En cuanto regrese a la ciudad, la mato! ¿Bien, quién será esta vez? ¿Safer? ¿Jennings? ¿Geraldo? Espera, ahí viene otro
automóvil.
Puedo ver el equipo, sé que es el ojo. No puedo huir, debo permanecer tranquilo, debo deshacer. Puedo desinformar,
encubrir los hechos, darles el giro que más me convenga, puedo y tengo que hacerlo. No soy más que un ejecutivo
cansado, meditando en los bosques. Eso es todo.
Lo sorprendente es que no han venido a interrogarme acerca de la fuga de gas en Burma, la plaga en Honduras, ni
siquiera por la tempestad por la leche.
Quieren entrevistarme para una sección sobre el estilo de vida de los ejecutivos. Estos tontos incautos. Esos don nadie
pedigüeños de tonterías. ¡Ja!
Camino y respondo, camino y respondo. Escriben notas y toman unas - cuantas instantáneas con flash. Es como
lanzarles sardinas a las focas. En unos cuantos minutos, habremos terminado. ¿Qué es ese ruido? ¡No me digan que de
nuevo es esa maldita cosa en el sótano! Dios, ya suena más alto. Seguro lo están oyendo.
Me voy a la cocina, alejándolos de la puerta, tan tranquilo, tan indiferente. Y hablo más alto, por encima del traqueteo,
del castañeo, ¡pero cada vez suena más fuerte y más rápido y más incesante!
¡Es indudable que lo oyen, los idiotas tienen que oírlo! ¿Lo están ignorando, se están burlando de mí, me están
torturando? Suena como una ametralladora. ¿Cómo pueden seguir con esta comedia? ¿Cuándo lo admitirán por fin?
¡Estilos de vida, mis polainas! ¡Han venido a crucificarme!
Ya no puedo ni pensar siquiera. ¿Qué están diciendo? ¿Por qué se ríen? ¿Están esperando a que se acabe un rollo
completo de papel, listando todos los espeluznantes detalles? ¿Están grabando mis gestos, mi nerviosismo, mi sudor?
¿Se están divirtiendo con esto... clavándome a la pared, viéndome retorcerme?
¡Está bien, está bien! ¡Me rindo! ¡Bajen las malditas escaleras y vean el télex! Ahí está todo, hasta el último detalle, estoy
seguro. ¡Anótalo todo, maldito ojo hambriento!
Pero no se mueven: fingen que los asombra mi arranque.
Aquí, les grito, bajen aquí y acabemos de una buena vez. ¡Lean todo lo relativo al costo de mi codicia! Escriban sobre los
sobornos y el mantenimiento retrasado, escriban sobre los embarques de fórmula a la media noche, de las prácticas
desleales vendiendo productos a precios regalados, para desalentarlos de la alimentación al pecho y volverlos adictos a la
basura que producimos!
¡Cuenten cómo desbaratamos los sembradíos indígenas, cómo obligamos a los agricultores de subsistencia a cultivar
excedentes enormes, de plantas que no sirven para nada ahí! ¡Díganlo todo, chicos y chicas, díganselo todo al maldito
mundo! ¡Pero apaguen ese condenado télex, en este mismo instante! ¡Ya tienen suficiente evidencia para ahorcarme diez
veces!
Callados ahora, me siguen, dispuestos a hacer lo que yo les diga. Llegamos al aparato, encienden un reflector, y ahí está.
Silencioso, sin papel, nada. Está bajo una cubierta de telarañas. No ha funcionado hace años. No ha funcionado esta
noche. Y mientras medo y cuenta de mi error, terminan los terribles martilleos en mi cabeza. El ruido ha terminado la
habilidad. Me han descubierto.
Al terminar, el prisionero descartó la voz y los ademanes del protagonista de la historia y esperó. El tiempo se deslizó
lentamente. No llegaba ningún sonido de atrás de la cortina. Me ha descubierto, pensó. El diablo se ha dado cuenta del
plagio. El temor lo dominó por completo. En eso, se oyó la voz.
— ¡Cuentos de hadas! —exclamó en tono burlón—. Tan sólo cuentos de hadas. ¡Cuentos para niños!
— ¿Perdón señor?"
— ¿Te suena conocido, imbécil? —preguntó Satanás en tono severo, de profesor.
—Estoy confundido. Creí que le gustaba Poe.
—Tienes muy mala memoria, idiota. Yo sin embargo, recuerdo todo. Incluso recuerdo haber leído a Poe. Me acuerdo de
El Corazón Revelador. —Enseguida, el demonio empezó un resumen apresurado de esa parábola.
—Un hombre asesina a otro porque desprecia su ojo. Descuartiza a la víctima y oculta ¡asparles debajo de los tablones
del piso. Pero lo osamenta el sonido de los latidos del corazón muerto y la vergüenza descubre al villano. Tu cuento es
una sombra misteriosa de ese relato.
Aterrado por el descubrimiento, el prisionero se hundió en la desesperación. Entonces, el diablo pronunció una
declaración. —Te has robado la sabiduría de Poe —concedió—, pero eso no es vergonzoso. El pecado es ignorar la
sabiduría, no el usarla.
— ¿Estoy libre, entonces? —preguntó el prisionero, con un rayo de esperanza apareciendo repentinamente en su
entristecido rostro.
El prisionero pudo oír que el demonio respiraba profunda y ásperamente y supo que se acercaba la hora de la sentencia.
En efecto, la espera fue breve.
—Lo mismo que el personaje del cuento de Poe, has arrancado los tablones de tu vida y has visto lo que está debajo. Has
escuchado, como debemos hacerlo todos, los latidos de nuestro propio palpitante corazón. Y —el demonio hizo una
pausa— has reintroducido la vergüenza a la práctica gerencial. ¡Lárgate! —le gritó—. ¡Estás descubierto! ¡Te has
liberado a ti mismo!
Reflecto entregó el prisionero a un demonio asistente quien lo escoltó fuera del aposento y después se acercó a la cortina
de Satán, la incredulidad reflejada en el rostro.
—¿ Puedo preguntar humildemente, señor, por qué se permite escapar a ese desalmado? ¡Ese hombre es un monstruo,
mi príncipe pútrido, una víbora! Más nefasto que yo, o... —titubeó— o incluso usted.
—Era, Reflecto —respondió Satán— era un monstruo. Pero ahora es bueno. Ahora tiene candencia. Y una serpiente con
conciencia es una serpiente sin colmillos. Es poco más que un gusano inofensivo. Deja que se arrastre hasta el exterior.
—Oh, detestable duque de la pila de desechos —proclamó Reflecto—. ¡Su sabiduría se multiplica! ¡Con cada historia,
su esplendor se extiende más allá de todos los límites!
—Por favor, por favor —murmuró Satanás—, dime algo que no sepa, ¿quieres? Vete ahora y vuelve con otro gerente
con cerebro de gusano.
Una vez que salió Reflecto, el demonio sacudió la cabeza y susurró para sí mismo. —Lo conozco desde hace siglos y es
mi mejor hombre. Sin embargo, Reflecto todavía no sabe de qué se trata esto. ¡No soy yo quien necesita la sabiduría,
sino ellos! Sigo siendo el profesor y sigo enseñando. Sólo que en una forma más efectiva y satisfactoria. —Aún se reía
cuando se abrió la puerta y entró un estudiante fresco.

CAPITULO OCHO
LA MUJER CATARATA
(Visiones de un líder)
"Adelante, sólo el cobarde se queda atrás y es una locura volver
la mirada hacia la Ciudad del Pasado".
—Kahlil Gibran, Words ofLife

Después de escuchar, de siete de los prisioneros, ejemplos de errores administrativos, equivocaciones y corrupción de las
corporaciones moder¬nas, Satán necesitaba oír algo más edificante. Esperaba que Reflecto le llevase un mensajero de
esperanza, de heroísmo, alguien cuya actuación hubiese sido la correcta. Por tanto, si bien esperaba una diferencia,
cuando empezó a hablar el prisionero número ocho, su sorpresa fue considerable. Esta voz era extraña. Suave y enérgica
a la vez.
El prisionero número ocho era otra mujer. El emperador del infierno se levantó del trono al oírla y se inclinó contra el
velo, entrecerrando los ojos a través del apretado tejido para vería mejor. Algo debe estar sucediendo en la tierra,—
pensó, frotándose las manos regocijado—. Una mujer en ocho es una novedad. ¿Pero dos? ¿Podría ser esto una
tendencia? ¿Estarían a punto de abrirse las compuertas?
— ¿Está cambiando allá arriba? —Preguntó- Las están recibiendo bien? ¿Están preparados para el cambio?
—Algunos lo están, otros no. Los líderes osados lo respaldan. Los tímidos se aferran al pasado como niños a las faldas
de sus madres, o fanáticos a un mito fallido.
— ¿Así que los hay osados, eh? —preguntó Satanás, con un claro matiz de escepticismo en la voz—. ¿Sabes tú, mujer,
qué es la valentía?
—Yo soy valentía —respondió ella.
—Y orgullo, también se podría añadir —replicó Satán en tono de mo¬fa—. Pero en cuanto a tu valentía, ya lo veremos.
Percibo una cierta deferencia, un aire altivo en tu personalidad. La valentía consiste en decirles a las personas lo que no
quieren oír. La verdadera valentía, tanto en un hombre o en una mujer, significa enfrentarse a las verdades difíciles. ¡Al
demonio con los que se ofenden! El verdadero liderazgo enfrenta lo descono¬cido, confronta lo inesperado. Dirne—
susurró—, ¿estás preparada para eso?
—Estoy preparada para enfrentar mi futuro, si a eso se refiere.
—Enfrentar el futuro no es una señal de valentía—recalcó Sata¬nás—. Incluso los cobardes encogidos de miedo en
celdas de la prisión, condenados a morir al amanecer, tienen que enfrentar el futuro. Todos tienen que hacerlo. Pero sólo
unos cuantos pueden hacer el futuro. Sólo los valientes pueden modelar el mañana, cambiarlo, darle forma de acuerdo
con su voluntad. El resto son meros pasajeros en el río del tiempo.
—Es curioso que use esa metáfora —comentó la prisionera—: el tiempo como un río.
—La metáfora del tiempo como río es tan antigua como Herodoto —le explicó, el rostro todavía apretado contra la tela,
su atención clavada en las respuestas de la cautiva.
—Pero en ninguna parte del mundo dispuso el ritmo de un río el pulso de la vida con tanta intensidad como en el antiguo
Egipto —replicó ella—. Dado que el desbordamiento del Nilo era tan cíclico y predecible, la vida era lánguida y los
reinos duraban siglos. El cambio era una simple fluctuación anual, no un salto cuántico.
Espero que tu historia esté plagada de cambio, resistencia, visiones y calamidad —le advirtió Satán—. Me canso de los
errores administrativos. ¡Cuéntame una historia original!
Y así fue. Ella lo llevó al antiguo Egipto, a las cataratas del Nilo y de regreso nuevamente. Le habló de heroísmo y el
triunfo de lo nuevo.
En el Imperio Medio de Egipto, surgieron dos ciudades a lo largo del río Nilo. Ambas, ciudades comerciales,
flanqueaban el bendito río a cada lado, situadas entre los altos peñascos de al pie de una extensa meseta. A la izquierda, a
medio camino río arriba, desde el delta hasta las cataratas, se hallaba Estabile, la primera ciudad. Y, directamente
enfrente, estaba Flux, su contraparte. Convivían en próspera armonía, proporcionando cada una descanso y comercio a
los mercaderes del río en igual medida. La vida era buena en ambas, y la razón era el Nilo.
Alrededor del año 2000 a. C., en la ciudad de Estabile, una joven doncella fue seducida por el hijo del rey y dio a luz a
un niño. Pero el rey, Tradici-on, se enfureció. Con el fin de consolidar la paz entre las dos ciudades, tenía en mente dar a
su hijo en matrimonio a una princesa de Flux. Y, en consecuencia, actuó impulsado por la ira.
La doncella fue llevada a rastras hasta la orilla del río y se le arrancó al niño de los brazos. Tradici-on le preguntó a una
multitud de mercaderes, barqueros, ebrios de las tabernas y estibadores, "¿Qué debe hacerse con ella?" Y le
respondieron, "Arrójala al río y acaba con ella, porque es perversa".
Pero justo antes de que se cumpliera esa sentencia, Tradici-on mismo tomó al niño, lo levantó por encima de la cabeza y
lo estrelló contra imposte del muelle para después lanzarlo al agua. Enseguida, ordenó a su verdugo que le sacara los ojos
á la madre y la arrojara, igual que al niño, al aceptante Nilo.
Cegada y gimiendo de dolor, la mujer cayó al agua, luchó por respirar e imploró a la multitud que le ayudara a encontrar
a su hijo. Y un cruel chistoso gritó, "Está vivo y va a la deriva río arriba", cuando, en realidad, el niño estaba muerto e iba
arrastrado río abajo hacia el delta y el mar.
La acongojada mujer nadó ciegamente contra la suave corriente llamando al niño por su nombre y, una vez que
desapareció de la vista, la multitud se dispersó, y regresó a las tabernas, al barrio de las prostitutas y la olvidó. Tradici-on,
disfrutando el ejemplo, hizo que se esculpiera en una columna pública, con escritura hierática, lo siguiente: "La mujer
perversa con ojos de cataratas va en camino de las cataratas del Nilo". Y pensó que la inscripción era muy poética.
La vida continuó en las ciudades, como siempre, con el flujo y reflujo del Nilo. El Nilo realimentaba los campos fértiles
a lo largo de su ruta, desde las cataratas hasta el mar, y las franjas de tierra en sus riberas se volvían exuberantes y verdes,
mientras que todo lo que se encontraba más allá de la inundación de sus aguas era desierto.
La mujer catarata nadó contra la corriente durante sesenta días y sesenta noches, implorando a la oscuridad en cada
aliento por su hijo perdido. Mientras avanzaba e impulsaba el agua con sus brazadas, empezó a sentirla más fría, la
corriente más rápida. El río se estaba estrechando.
Sintió el flujo de los tributarios al vértice en el gran río; y siguiendo la corriente más fría, continuó remontando el río
hasta su fuente. Una mañana llegó a las descendentes y espumosas cataratas, y descansó. Ahí se construyó una humilde
morada para albergar los años de dolor y soledad que tenía ante ella. Y ahí habitaba, reflexionando y escuchando los
sonidos de la caída del agua.
Cada año, los campesinos a todo lo largo del Nilo esperaban la periodicidad de su desborde y adaptaban sus ciclos de
vida a la del río. La mujer catarata empezó a aventurarse en una pequeña balsa de carrizos, partiendo de la fuente del río,
con recorridos cortos al principio y después más largos, según adquiría destreza.
Cuando pasaba delante de los labradores en los campos, éstos le preguntaban: "¿Cuánto tiempo falta para que se
desborde el río?". Y ella respondía: "Después de que Ralos haya saludado cuarenta y dos veces".
Sus predicciones eran excepcionalmente precisas y aquellos que depen¬dían del Nilo se maravillaban con la visión de
esta visionaria ciega. Pero ella vivía en la fuente y escuchaba lo que ninguna persona vidente podría oír. Escuchaba al río
y sus matices de cambio. Su oído era tan agudo ese podía leer el agua, conociendo los volúmenes a partir de los
remolinos y borboteos y suspiros.
Una mañana oyó un mensaje en el balbuceo de los pequeños manantiales alimentadores en la montaña y preparó su
balsa para un largo viaje. Lila basta Estabile y Flux y advertiría a sus habitantes. Ya que la mujer catarata percibía lo que
un campesino ocupado o un rey soberbio no podían ver. Se wnía un desbordamiento monumental. Ella les avisaría.
Durante todo el recorrido, los campesinos le gritaban sus preguntas, Pero cuando les decía la terrible catástrofe que se
avecinaba, sonreían y volvían a su trabajo. Sabemos que se acerca un desbordamiento, se decían a sí mismos, ya que eso
sucede todos los años. Los desbordamientos son la vida, son constantes y vienen y van con gran regularidad. Lo que no
sabían es que hay de desbordamientos a desbordamientos.
Cuando la mujer catarata llegó a Estabile, aseguró su balsa y dando traspiés por las ahora desconocidas calles, se dirigió
a los alojamientos del rey. Un viejo guardia la reconoció de años atrás y la arrastró del cabello hasta la vivienda de
Tradici-on.
El tiempo no había embotado la enemistad del rey. Aun cuando trató de advertirle sobre el desbordamiento y le rogó que
protegiera la ciudad, "Tradición permaneció imperturbable. "Esa no es noticia", le dijo desdeñosamente; "nada es nuevo
aquí. No cambiaremos nuestro comercio ni alteraremos nuestras costumbres. ¡Esto es Estabile, no Flux!".
Tradición ordenó a sus maestros funerarios que se prepararan para sacarle las entrañas en la mañana. Sería vaciada,
tratada con cera, y rellenada con papiros para entregarla al paraje donde se enterraba a los indignos. Tradición actuaba así
porque oraba al mundo de la muerte y deseaba apaciguar a Osiris y a los dioses menores del pasado.
La mujer catarata fue azotada y encerrada en un sótano bajo el palacio cerca de los muelles. El final de su vida llegaría el
día siguiente, con el arribo de Ra.
No obstante, mientras la mujer se refugiaba medrosa en un rincón oscuro y húmedo, esperando su destino en la ya
habitual soledad, se presentó un sonido. Al principio extraño, pero después familiar e indicador. Oyó agua y descifró su
ubicación y dirección. Al levantar una baldosa del piso del sótano, la mujer catarata tocó un caño en operación, y en un
instante estaba dentro y viajando rápidamente hacia su descarga: el Nilo.
Cuando salió a la superficie, en el frío anochecer, escuchó sonidos de alborozo y la acción de remos en las cercanías. El
gran rey Dinámico, señor de Flux, se hallaba en una de sus majestuosas naves, recorriendo el río con entretenimiento y
deleite. Los remeros descubrieron a la mujer que flotaba y la subieron a bordo.
—Dadle alimentos y ropa —dijo Dinámico a sus sirvientes— y llevadla a nuestra orilla. La recibiré en la mañana. —Y
así se hizo.
Rompieron el ayuno juntos, compartiendo miel y pan y conocimiento. Dinámico recibió la noticia del inminente
Apocalipsis.
— ¿Pero cuándo ocurrirá eso? —preguntó el buen rey.
La mujer catarata contó con los dedos y hurgó en su memoria y respondió:
—Cuando Ra te haya saludado veintisiete veces, el río subirá y continuará subiendo y cubrirá todos los muelles, los
bazares y las bodegas. Los riscos donde descansa tu ciudad quedarán sumergidos. Y perecerá tu pueblo, a menos que se
trasladen a la meseta alta, más allá de la franja de tierra fértil.
Ésta era una noticia terrible y Dinámico se estremeció, ya que el traslado a la meseta ocasionaría el cese inmediato del
comercio y la permanencia en el desierto sería dura y difícil para los mercaderes y sus familias. No obstante, Dinámico
creía en Ra, en el dios sol, y creía en el río. Y al contrario del tirano al otro lado de las olas, Dinámico creía en el futuro.
Dictó que se preparara la ciudad y envió inspectores y exploradores por encima de los riscos y a la meseta.
Los habitantes de Flux protestaron y opusieron cierta resistencia a la medida y se llegó a cuestionar el liderazgo de
Dinámico cuando no estaba presente. Un culto particular, los Recalcitrantes, opuso más objeciones. Los Recalcitrantes
señalaban el costo del traslado, la alteración de los hábitos comerciales y la ventaja competitiva que el movimiento daría
a sus rivales en Estabile. Fueron tantas sus quejas y amenazas que la mujer catarata, a quien habían llegado a odiar en
corto tiempo, huyó temerosa al nacimiento del río, a la fuente del Nilo.
Cuando los comerciantes observaron el abandono de los muelles en Flux y a la población cargada con sus pertenencias
camino al desierto, se lo comunicaron a los mercaderes de Estabile, quienes se regocijaron ante la noticia.
—Son unos idiotas —declaró Tradición—. ¡Aceptan la clarividencia de una bruja ciega! —Y tal como había previsto,
los seguidores de Tradición duplicaron sus ingresos al incrementar su comercio.
Con el transcurso de los días, Flux cada vez se enfrentaba a más dificultades para mantener a su población. Los
Recalcitrantes se multiplicaron, las quejas se duplicaron y empezaron a notarse las privaciones. Ra salía y se ponía y el
río continuaba inalterable. —Cuando no hay nada a la vista —confió Dinámico a sus lugartenientes—, la visión es más
importante.
Así que persistieron y se completó el traslado. Ahí esperaron, en el calor y el polvo, mirando dolorosamente todos los
días, a la floreciente ciudad de Estabile al otro lado del río. La situación se volvió más crítica.
En la mañana del día vigésimo séptimo, Dinámico caminó hasta la orilla del río y observó a Estabile con pena. Hemos
sido unos tontos, pensó. Hemos especulado sobre lo que sucederá. Y ahí —continuó— está Estabile, próspera y
satisfecha. Ellos especularon sobre lo que sucede. Ellos han sido más inteligentes. En eso, algo llamó su atención.
Era una cosa insignificante, nada más que una cáscara de nuez de nogal que flotaba a gran velocidad. Pero Dinámico
contuvo la respiración y se metió al río y recogió la nuez de la corriente. Esto es, pensó regocijado. ¡La predicción se ha
cumplido!
La mujer catarata conocía las plantas que crecían en la parte más elevada del Nilo y le había dicho a Dinámico que los
nogales producen sus frutos en ramas más altas. Cuando se arrastra la fruta del nogal, había dicho, el desbordamiento es
inminente. Dinámico subió corriendo el acantilado, por delante de los muelles abandonados y las bodegas vacías y
reunió a su pueblo al borde de la meseta para que presenciaran la devastación que causaría el río en el valle.
Y ocurrió, en efecto, con una dimensión superior a sus más terribles sueños. Desde el sur rugieron paredes de agua y las
riberas del Nilo no pudieron contenerlas. El ruido de la catástrofe era casi ensordecedor, y los enfurecidos torrentes
acarreaban los desechos de vida de todas las aldeas y de la ciudad, desde las cataratas hasta el delta.
Un grito sofocado proveniente de muchas gargantas surgió de la multitud cuando, ante sus ojos, Estabile y sus habitantes
fueron sorprendidos por el suceso. Permanecieron en silencio y admiración, salvados por la previsión de una proscrita, y
reforzada por la visión de un gran líder.
Finalmente, los invadió un gran júbilo y emprendieron bailes y cantos. Todos ellos, es decir, excepto los Recalcitrantes.
Éstos estaban mucho más sombríos. Derramaron muchas lágrimas y empezaron a desvanecerse en la nueva ciudad,
procurando no ser vistos.
Cuando Dinámico retiró la mirada de la horrible destrucción de Estabile y los restos de la antigua ciudad de Fux, sonrió.
— ¡Por el futuro! —gri¬tó—. ¡Por la ciudad del futuro!
—Un cuento muy emocionante —pronunció Satán tan pronto cano terminó
la prisionera—. Muy original, muy motivador.
La prisionera número ocho guardó silencio, en espera de la sentencia. El demonio formuló una pregunta final. —
¿Entonces, era Dinámico un gran líder?
—Comparado con su contraparte1 al otro lado del río, ese cerdo llamado Tradici-on, ciertamente lo era.
— ¡Error! —Explotó el demonio—. ¡Error! ¡Error! ¡Error! ¡Yo había llegado a pensar que eras inteligente y resulta que
eres tan estúpida como todos los demás!
La prisionera enrojeció de enojo y apretó las mandíbulas. Sus palabras salieron en dentelladas tensas, agudas. —
Supongo que me podría explicar...
— ¡Espera un momento, bruja! —la interrumpió el diablo—. ¡Diantres! ¿Todos ustedes son tan sensibles? —La
prisionera no dijo nada. El demonio continuó, lleno de autosatisfacción, regodeándose en un aire de superioridad.
—Dinámico fue un buen hombre y un rey justo, estoy de acuerdo. Pero el hombre era un administrador, no un líder. Un
administrador consigue que las personas hagan lo que todos saben que debe hacerse. Un administrador controla las
cosas, mantiene a su gente en una sola línea. Eso fue lo que hizo, pero no significa que fuese en líder. Ésa es la diferencia
entre Reflecto y yo, ¿no lo ves? Él se ocupa de que todo funcione con eficiencia, él mantiene la actividad en el infierno.
Pero yo, yo soy el único con visión. ¡Yo soy quien ve lo que viene, lo que es nuevo, lo que tiene que cambiar! ¡Yo soy
Lucifer, mujer! ¡El líder del infierno!
En tono condescendiente ahora, como si hablase con un niño, se dirigió a ella de nuevo. —Vayamos ahora al núcleo de
tu problema. Has adornado tu respuesta de nuevo, aún te asusta confrontar la verdad. ¡Ydijiste que eras tan valiente!
Gruñó despectivo, dejando que surtiera efecto su perorata, y después bramó. — ¡Ahora maldita sea, habla como una
campeona! ¿Quién era el verdadero líder en tu historia? —Su respuesta fue inmediata y feroz.
— ¡La mujer catarata, vieja gloria con cuernos! Ella tuvo la visión, ella vio el futuro, fue ella quien logró que la
población hiciese lo que nunca habrían hecho sin ella. Consiguió su adhesión a un horizonte desconocido. Ella los
convenció de que ignoraran sus temores y rompieran con sus cómodas costumbres. ¡Ella los libró de sus cadenas, sus
prejuicios, su tímida y paralizante arrogancia! ¿Estás satisfecho, aliento de rata?
Reflecto, quien había estado escuchando al otro lado de la puerta, pensó que era el momento para entrar de nuevo.
Cuando sus pisadas resonaron sobre el azufre, el demonio emitió una orden. —Reflecto —gruñó— saca de aquí a esta
reina del hielo antes de que se derrita.
— ¿A dónde la llevo? —Preguntó el asistente con casco—. ¿Al Hades especial para Damas?
— ¡No, no! —Respondió Satán—, a la celda de transferencia. Lo último que necesito es otra arpía en el infierno.
Salieron apresurados y cuando se cerró la puerta tras ellos, Reflecto susurró a la mujer. —Por lo general, él no es así —
admitió—. Está de mal humor. Normalmente es un tipo cariñosísimo.
La mujer se detuvo y lo miró fijamente, una mirada que penetró su traje protector y le congeló el corazón. Dándose
cuenta al instante de lo torpe de súfrase, Reflecto la escoltó a la celda de espera y regresó al aposento de Satán sin una
palabra más.
Satanás, mientras tanto, reflexionaba nuevamente sobre la historia de la mujer; y cuando volvió su asistente, el demonio
se puso en pie de un salto, como si le hubiese caído un rayo. Vociferó una orden que se escuchó en el otro lado del
infierno. — ¡Reflecto!
En un instante el acólito se hallaba ante él, con su traje metálico reflejando flamas y chispas.
— ¿Sí, mi maligno amo?
— ¡A partir de este momento, se me conocerá por un solo título! —Anunció Satán—. Soy un convertido al cambio.
¡Ahora soy el Maestro del Cambio del Infierno.'
—¡Tráeme el organigrama —demandó— y el manual de recursos huma¬nos, los procedimientos, el plan estratégico, los
presupuestos anuales, el programa de calidad y el plan de mercadotecnia, de inmediato!
—Pero señor, er, es decir, pero Maestro del Cambio —interpuso Reflecto— tal vez debería actuar con más moderación
en este asunto. Es mucho lo que hemos construido durante los milenios. Sentimos orgullo y fe en ¡a forma en que
funcionan aquí las cosas. Podría ser imprudente...
— ¡Al demonio con todo eso!—gritó el diablo—. ¡Todo va a cambiar, ahora mismo!
—Pero el terror de la transformación, Maestro del Cambio, los peligros son muy grandes, los pecadores no están
preparados, los...
— ¡Vayamos al grano, deslumbrante zoquete. ¡Me espera una gran cruzada!
—Sólo escuche un cuento más, maestro de la mutación, er, quiero decir, Maestro del Cambio —Reflecto imploraba
ahora, las manos unidas, el temor desenfrenado—. ¡Se lo ruego!
—Una historia más, entonces. ¡Pero que sea breve! ¡Tengo que rehacer un mundo!
Reflecto exhaló un suspiro de alivio y corrió a la puerta. —Traigan al especialista en cambio de cultura —vociferó
Reflecto a los guardias en espera—. ¡Y dense prisa!

CAPÍTULO NUEVE

EL CAMBIO DE CULTURA DE CONSTANTINO


(El maestro del cambio del infierno)
"Sólo unos cuantos pueden conservar el justo medio, y no
eliminar lo que los antiguos establecieron correctamente, ni
despreciar las justas innovaciones de los modernos".
—Francis Bacon, Novum Organum

—Soy un emperador impaciente —advirtió Satán—, y se me dice que tú eres un especialista en cultura corporativa. Se
me dice también que tú asesoraste a los altos ejecutivos en este asunto del cambio. Sin embargo, debo advertirte que yo
tengo mis propios métodos para poner en práctica un nuevo orden de las cosas. El impacto y la sorpresa serán mis
tácticas. ¡Un cambio profundo, irreversible, implacable! Ése es el único camino.
—Hay un santo que coincidiría con usted-—sugirió el prisionero número nueve.
— ¿Qué? ¿Cómo te atreves a compararme con un santo? ¡Haré que te empalen en una pica al rojo vivo!
—Pues me haría un gran favor —respondió con toda calma el prisionero—, ya que así no tendría que ser testigo de
torturas más crueles,
— ¿Qué quieres decir?
—El destino de su organización. El caos que aparentemente ka resuelto desencadenar.
— ¡Yo me río en la cara del caos, imbécil! ¡Yo soy el Maestro del Cambio del Infierno!
—Tal vez sería conveniente que escucharas acerca del Maestro del Cambio del Cielo.
— ¡Eso lo tengo que oír! Empieza, reptil;
En el año 324 d.C., un aspirante mago del cambio tomó juramento como emperador de Roma. Su nombre era
Constantino y adoraba al Rey Sol, mismo que ordenó que se imprimiera en sus monedas y, en determinado momento,
llegó a interesarse en esa nueva cosa llamada cristianismo. Al final, este hombre impuso el cristianismo como la religión
oficial del imperio romano, y con ello, cambió la historia del mundo. Los templos paganos fueron saqueados, sus rituales
prohibidos. Se persiguió a miles y el campesino común tenía que adaptarse a una nueva serie de dioses e ideas, le
gustasen o no. Hay de cambios de cultura a cambios de cultura. Este fue el mayor.
—Y ahora —el prisionero número nueve hizo una pausa— contaré la historia desde la perspectiva de alguien que la
vivió. Hablaré en primera persona.
— ¿Por qué? ¿Cuál es el truco en este caso? —preguntó el demonio.
—La primera persona es más adecuada —respondió el prisionero—. Todo cambio ocurre en un nivel personal. Todo
cambio actúa sobre y por individuos. Debe oír de éste.
El demonio gruñó impaciente, luego se recargó en el trono para escuchar.
—Adelante —suspiró.
Soy un hombre humilde, sentado aquí en el frío y la humedad, escribiendo con una pluma de ave en el papel que me
proporcionaron los bondadosos monjes. Está oscuro afuera, en Alemania, y me temo que en todo el mundo. Por lo visto,
éste es el nuevo mundo, y yo no formo parte de él. La vela no es más que un cabo, como mi vida. Dedicaré la corta
duración de ambos a los recuerdos. Recuerdos de antes y después del cambio.
Encerrado y enrejado dentro de esta celda subterránea, soy un prisionero, pero uno agradecido, ya que aunque mi cuerpo
está restringido, mi alma es libre. Antes de venir aquí, la situación era a la inversa, para mí y mi aldea. Nuestros cuerpos
gozaban de libertad para trabajar y dormir y caminar, pero nuestras almas estaban esclavizadas. De las dos condiciones,
he elegido ésta. Limitado físicamente, libre en espíritu y contemplación. Pues aún soy un hombre, y los hombres no
pueden vivir de otra forma.
Teodoro, me llamaban, pero no yo, ya que cuando nací se me puso Thoris, antes del cambio. Mi nombre proviene de
Thor, y empuñaba su sagrado martillo sobre el yunque del sagrado Templo del Sol. Yo era sacerdote, adivinador de las
intenciones del Dios Sol. Leía las entrañas de las bestias y los huesos de las aves y le decía al pueblo cuándo plantar y
cuándo cosechar. Nunca pasamos hambre, entonces.
Sobre nuestro templo se alzaba el Dios Sol en toda su gloria, radiante en piedra y en ocasiones ceremoniales, engalanado
con guirnaldas de abeto y acebo. Cuando se iban a celebrar matrimonios, dejaba caer el martillo, se escuchaba el redoble
y éste atraía a la gente al templo. Y el hombre y la mujer se unían en amor y esperanza, y la gente bailaba y cantaba,
elevando sus plegarias a Afrodita y la diosa de la fertilidad: la Madre Tierra.
Se colocaban huevos en lugares ocultos, lo que simbolizaba los nacimientos esperados y se sacrificaba a la criatura más
prolífica: la liebre. Era una época de expectativas, de una Madre Tierra madura, de nacimiento.
Las moradas albergaban a la Madre Tierra, pequeñas efigies de ella por todas partes, con vientre abultado, enormes
senos y la alegría de la fertilidad en su semblante. Era una mujer fecunda, una creadora de milagros, la fuente de toda la
vida. Era como la tierra cuando recibía nuestras semillas, y tan generosa como ella. Y la adorábamos, y a la tierra, y a las
mujeres entre nosotros.
La nueva estación para sembrar era la época de la Madre Tierra, de la liebre, el huevo y el principio. Se labraban nuestros
campos, nacían nuestros animales. Despertábamos al nuevo año y nos afanábamos hasta la época del gran disco, la luna
naranja, otoño. Una vez cosechados los cultivos, nuestro júbilo seguro, orábamos por un invierno benigno, guardábamos
provisiones, apuntalábamos nuestras moradas. Y traíamos al árbol que nunca muere.
Este árbol era otro dios, ya que sus hojas eran perennes, siempre verde. En los días más oscuros, con la nieve y el viento
encolerizados sobre los campos y las provisiones menguando y la caza olvidada, mirábamos el árbol que nunca muere y
sabíamos que nosotros mismos no moriríamos.
Después, a mediados del invierno, se llevaba al árbol al templo y se cubría con velas y cintas y nueces y bayas. Ésta era
la época de la muerte. Determinábamos que nos pasaría por alto, como sucedía con el árbol, y despertaríamos de nuevo,
en la primavera, con la Madre Tierra. Y un nuevo sol, alto y cálido. Y alimentos frescos y más niños.
Así nos conducía el ciclo. Del nacimiento a la muerte, resurrección, revitalización, fertilidad, una gran entrega, una
previsión, una permanencia. Así fue nuestra vida durante miles de generaciones. Ésa fue nuestra creencia, desde los
principios del tiempo. Antes de Constantino.
Empezó en el año 312 d.C., en las vísperas de una enorme batalla. Constantino tuvo una visión mientras preparaba a sus
guardias alemanes y sus ejércitos fronterizos. Les ordenó que retiraran el emblema del Dios Sol de sus escudos y
penachos y que pelearan bajo la insignia del cristianismo. Él ganó la batalla. Nosotros perdimos nuestro mundo.
A partir de entonces, el culto al sol sólo se toleró con muchas restricciones y Constantino otorgó extensas tierras y
privilegios para esta nueva iglesia y la proclamó como la única. Pero, por supuesto, dado que vivíamos en una aldea
tranquila en el bosque, no sabíamos nada de estas razones. Todo lo que supimos fue gracias a los soldados.
Eran nuestros y les dimos la bienvenida. Después, cabalgaron hasta el templo y me arrastraron del yunque y derribaron
el relieve en piedra del sol. "De hoy en adelante" —ordenaron—, "¡seréis cristianos!"
Somos un pueblo amable, acostumbrado al ritmo de las estaciones y los símbolos de nuestro mundo, y nos
preguntábamos qué importancia tendría esto. Como representante, le pregunté al hombre que estaba al mando. —Eso es
todo lo que sabemos —gritó desde su corcel.
— ¡Seréis cristianos y nada más! —Dicho eso, espolearon sus monturas y cabalgaron por la colina, hacia la siguiente
aldea y el siguiente templo.
Así que erigimos sobre la puerta del templo la insignia que nos habían dejado y continuamos orando al Rey Sol, y
comerciando con monedas del rey Sol y adorando a la Madre Tierra y al árbol que nunca muere. Somos personas
complacientes. No deseamos hacerle daño a nadie.
En eso, llegó a la aldea otro séquito, protegiendo a un visitante. Un sacerdote cristiano, quien profesaba lealtad a un
obispo que residía a cientos de kilómetros de distancia. —Soy Rigor, el representante del real y único Dios —anunció—
y tú, Thoris, ¡quedas despedido!
— ¿Pero quién celebrará los matrimonios y ocultará los huevos y leerá las entrañas y adornará el árbol que nunca
muere? —pregunté, temblando.
— ¡Esos cultos están prohibidos! —respondió en voz alta, como para que se enterara todo el pueblo—. Ahora tenemos
nuevos dioses y nuevos rituales.
—Te ruego nos hables de ellos.
—Eso es todo lo que sé —respondió—. Estoy bajo la autoridad de Constantino y él dictará instrucciones al respecto en
una fecha posterior.
De este modo, Rigor tomó posesión del templo y empezó a efectuar cambios. Primero derribó el árbol que nunca muere
e hizo que fuera arrastrado a una pira y quemado. El humo atrajo a los pobladores de la aldea y a los campesinos, quienes
se quedaron horrorizados ante lo que vieron. Rigor no les prestó ninguna atención. — ¡Son paganos ignorantes! —
arengó a la multitud—y les he traído la luz.
— ¿Pero ahora que ha muerto el árbol que nunca muere, qué nos brindará consuelo durante las épocas de desolación —
preguntó uno los pobladores en tono de lamento— cuando se acerca el viento aullante y ¡os lobos aullantes?
—Eso es todo lo que sé —respondió—. Estoy bajo las órdenes de Constantino y él dictará sus instrucciones a ese
respecto en una fecha posterior.
Mientras se dispersaba la estupefacta multitud, sentí sus ojos posados en mí y el dolor de su vacío. Levanté las manos
sobre los hombros e indiqué que no había respuesta ni tregua. Y pensé para mí mismo que el ritmo se ha alterado y se ha
roto el ciclo.
Entonces, Rigor se dedicó a visitar las moradas de los habitantes de la aldea y ahí descubrió iconos y altares a la Madre
Tierra. Con gran aversión, los arrancó de sus sagrados lugares y vociferó que la Madre Tierra era una prostituta libertina.
—Instalaremos a la virgen en su trono —declaró—. Nosotros lloramos y sacudimos la cabeza.
¿Cómo nos traerá fecundidad una virgen, campos fértiles, vida del vientre? ¿Cómo podrán nuestras mujeres imitar a una
virgen? ¿Cómo empezará nuestra primavera, se multiplicarán nuestros animales, se renovarán nuestras vidas? ¿La
virginidad no es una negación? ¿No es acaso la ausencia de la fuerza de la vida? Estas preguntas se las formulé a Rigor.
—La cópula es bestial—me dijo—. Es de la tierra. —Pero yo ya sabía esto último y por eso respetábamos ese milagro,
era de la tierra. Pero, según Rigor, era sucio
—La tierra es basura, y eso es malo.
¡Estábamos confundidos! La tierra era limpia, era buena, predecía vida. Antes de Constantino.
Sucedió que nuestro pueblo, confundido y sin dioses, avanzó a tropezones durante un año. Plantamos y cosechamos
exiguamente, sin deseo y sin esperanza. Y Rigor hizo que se colocara a la Virgen en el trono dé la Madre Tierra y unas
cruces de madera plana remplazaron al árbol que nunca muere. Se nos ordenó que celebráramos la muerte en la
primavera y el nacimiento a la mitad del invierno.
Y se prohibieron los sacrificios de corderos y patos, ¡pero en cambio, debíamos celebrar el sacrificio de un hombre-dios
de Jerusalén! ¿Por qué estaba mal sacrificar a un cordero y sin embargo era correcto celebrar el sacrificio de un hombre
santo? Se me preguntaba una y otra vez. No sabía la respuesta, así que le pregunté a Rigor.
— ¡Porque Constantino así lo ha establecido! —respondió. Entonces, desistí de mi interrogación, ya que las respuestas
eran más desconcertantes que las preguntas. El mundo se volvió incoherente; se soltaron los hitos de la trama de nuestra
vida.
Al poco tiempo llegaron los soldados y reunieron a los hombres jóvenes y los llevaron a combatir a los descreídos al otro
lado de las montañas. Y las cosechas fallaron y la población fue a las colinas para restaurar sus almas y sus mundos. Pero
Rigor los obligó a regresar en contra de su voluntad y se ahorcó a muchos y la mayoría fue crucificada. En tributo,
supongo, ai nuevo dios de Constantino.
Fue entonces cuando yo abandoné la aldea, refugiándome en los oscuros caminos y, por último, los acólitos de Rigor me
encontraron, también, y me encerraron aquí, en esta celda. Y más me valió que así fuera, ya que el infierno reina en la
tierra en Alemania.
Y ahora han surgido facciones de este nuevo cristianismo. Un líder cristiano, Ario, ha proclamado que el Hijo no
comparte la divinidad con el Padre en el cielo, y en consecuencia, Constantino ha convocado a un concilio ecuménico. Y
Atanasio de Alejandría se ha enfrentado a Ario en creencias y en guerra, ocasionando más divisiones. El cristianismo se
está astillando, e incluso Constantino está construyendo un nuevo centro en Bizancio. ¿Quién ganará? ¿'Dónde será el
centro? ¿Y qué ocurrirá en Roma? No hay respuestas.
No hay esperanza, ni futuro. ¿Qué pasará con esos seres sonrientes, apacibles, que rogaban por hijos y cosechas y se
cobijaban en las oscuras noches del bosque con la esperanza del árbol que nunca muere? Les he preguntado a los
bondadosos monjes.
Pronto terminará, me dicen. Se establecerá el cambio, ya que se está imponiendo con la espada y la antorcha. Y la tierra
nunca volverá a ver los árboles engalanados a la mitad del invierno, ni los huevos ocultos de la primavera. Estos rituales,
admiten, han sido borrados. Si no este año, el siguiente. Con toda certeza, para el año 350 d.C., más o menos, habrán
desaparecido estos vestigios del pasado.
Pero algunas noches, todavía oigo el sonido del martillo de Thor, hasta hace poco tan perteneciente a mi corazón,
resonando por esos muros de piedra y elevando mi alma con sus campanilleos. Los monjes dicen que ahora son
campanas, de torres que se erigen sobre los templos. Suspiro y supongo que están desapareciendo los últimos vestigios
del mundo que conocí.
Por eso los registro como recuerdos, imágenes efímeras, fantasmales y dolorosas. Y acepto que cuando se lean estas
palabras en cualquier año y en cualquier lugar, el cristianismo habrá borrado todo y habrá salido triunfante. Estoy seguro,
lector, que nunca has oído hablar del árbol que nunca muere, todo enjoyado con fe, ni de la liebre y el huevo en la
primavera de esperanza. Estoy seguro de que el cambio terminó.
— ¿Este Constantino —preguntó el diablo— era tan tonto como para pensar que podía rehacer el corazón y la mente de
la gente de un día para otro? ¿Ignoraba acaso que los líderes inteligentes jalan a sus seguidores, en vez de empujarlos?
—Creía en su causa —aventuró el prisionero número nueve.
—Sí, por supuesto. Pero eso no importa si no logra que los demás también crean en ella.
— ¿Aún desea convertirse en el Maestro del Cambio del Infierno? —preguntó el prisionero.
— Yo soy lo que se me antoja! —gritó Satán—. ¡Pero puedes estar seguro de que nunca imitaré al Maestro del Cambio
del Cielo!
— ¿Entonces, príncipe de las tinieblas, todavía crees en el cambio masivo, impactante?
Satanás guardó silencio, y después expresó su conclusión cuidadosamente:
—Thoris me ha enseñado que el cambio en sí no es malo, ya que es un suceso neutral. Cuando se aplica en armonía con
las esperanzas y aspiraciones de la gente es, de hecho, bueno y correcto. Thoris y su pueblo estaban acostumbrados al
cambio —el cambio de estación—, los nacimientos y las muertes, las ausencias de las manadas de animales de caza. Sin
embargo, el robarle a uno sus visiones, el aplastar aquello en que se ha creído en el pasado, sin remplazaría sensata e
inmediatamente, y sin integrar a los creyentes en las bondades de la nueva fe, eso —y no la tierra— es lo sucio.
— ¿Y qué ha aprendido acerca de la naturaleza humana? —inquirió el prisionero.
— Yo conozco la naturaleza humana mejor que nadie —afirmó el demonio—. Conozco la perversidad y el orgullo que
afectan a tantos. No obstante, en el fondo de todo ser humano, existe una fuerza más potente en movimiento; así ha sido
siempre. No es la perversidad o el orgullo. Es el propósito. La gente no vive para trabajar y tributar. La gente vive por
propósitos: No es posible destruir el propósito sin remplazaría primero. De otro modo, se termina en un mundo infernal,
habitado por almas perdidas, deambulantes, que se dejan llevar por la corriente, sin ningún objetivo —desamparadas y
desesperadas.
—Lo sé —comentó el prisionero—. He visto su organización; hice el recorrido de sus operaciones. Labores penosas y
monótonas, dolor sin sentido, una fuerza de trabajo de zombies con la mirada vacía.
—¡Éste es el infierno, idiota! ¿Qué esperabas? —Y añadió con sorna—. ¡Lo diseñé yo mismo, a propósito! Pero aquí en
el infierno tenemos un dicho, y que al igual que todos nuestros dichos, se relaciona con el fuego: Se puede remplazar una
vela, pero sólo cuando se ha transferido la llama primero. En caso contrario, el mundo se hunde en la oscuridad.
—No es diferente de los cambios organizacionales irreflexivos que se hacen en la tierra —sugirió el prisionero—. El
propósito es extremadamente perecedero. A los cuerpos se les puede pedir que hagan cosas nuevas en formas nuevas
pero, con frecuencia, las almas son dejadas en el abandono.
El demonio desvió su atención del prisionero durante un momento, y casi enseguida, desde el interior de la cortina
protectora, surgió un lamento en tono agudo.
—¡Reflecto! ¡Llévate a este hombre de aquí! ¡Me obliga a pensar demasiado!
—Sí, oh Maestro del Cambio, como diga —llegó la respuesta desde el otro lado de la puerta.
—Y, Reflecto. — ¿Sí, su majestad Maestro del Cambio?
—¡Suspende la tontería esa de Maestro del Cambio! ¡Y devuelve estos procedimientos y gráficas al lugar donde los
encontraste!

CAPITULO DIEZ

LOS PENSAMIENTOS DE HAMBRE DE LOS ESCLAVOS


(El peligro del éxito)
"El peligro del pasado era que los hombres se volvían esclavos.
El futuro presenta el peligro de que los hombres se conviertan
en robots".
—Erich Fromm, Tener o ser

Reflecto se mantenía en posición de firmes, con su nuevo cautivo a su lado. Ninguno de los dos se movía, en espera de
que el diablo comenzara la inquisición.
—Mi asistente ha estado leyendo tu historia por encima de tu hombro —empezó Satán—. Es un maestro del espejo en el
techo. Me dice que tu relato es emocionante, aun cuando también sugiere que has compuesto un extenso relato, uno que
abarca siglos.
—Es verdad, oh retorcido profesor —respondió Reflecto—. Este prisionero abarca desde Shakespeare hasta Julio César.
Dibuja un inmenso tapiz de pecado, salpicado con sangre. Lo adereza con esclavitud, rebelión, tortura, apuestas, guerra,
destrucción, sexo, ¡casi todo lo que le gusta!
—Sí, sí —murmuró Satanás, culebreando en su trono en anticipado deleite—. Normalmente empezamos estas sesiones
con un interrogatorio, pero esta vez lo omitiremos. Estoy ansioso por oír la historia. Anhelo conocer tus pensamientos,
esclavo. Empieza.
Reflecto se alejó del ejecutivo y se retiró a una banca en la oscuridad, deseoso también de escuchar el cuento. El
prisionero se aclaró la garganta del vapor sulfuroso y empezó a hablar.
Shakespeare pone en boca de Julio César las siguientes palabras: "Rodéame de hombres gruesos, y tales que de noche
duerman bien. He allí a Casio, con su figura esbelta y hambrienta. Piensa demasiado y tales hombres son peligrosos". Y
el perverso tirano tenía la razón, ya que la esbeltez de pensamiento y el hambre por el futuro es peligroso para aquellos
que han engordado con el estado actual de las cosas. Y fue la daga de Casio la que hizo su punto final en los idus de
marzo.
— ¿Pero qué tiene eso que ver con la historia por contar? ¿Qué relación guarda con el liderazgo, torpe? —Lo
interrumpió Satán. La respuesta del prisionero fue rápida.
—Esto: que sólo dirigirán aquellos que ambicionan el futuro. Los esbeltos. Los hambrientos. Aquellos cuya conducta es
representativa de las palabras que Shakespeare escribió para Casio: "Ni prisiones sin aire, ni recios eslabones de hierro,
pueden detener la fuerza del espíritu".
— ¿Así que para hablar de líderes, debemos hablar de prisioneros? —Preguntó Satán, bufando con cinismo—. ¿Para
hablar de libertad tenemos que hablar de esclavos?
—Y para referirnos a todos éstos en la época del imperio romano, no podemos pasar por alto a un gran hombre —
respondió el prisionero—. Espartaco. Este esclavo no leyó a Shakespeare; el bardo se inspiró en él. Y llamó la atención
de Shakespeare. En la obra sobre Julio César, escribió, Cada esclavo tiene en su propia mano el poder para cancelar su
cautiverio”. Este es el pensamiento de hambre de esclavos como Espartaco. Conduce a noches en vela para los cesares, y
nuevos amaneceres para el resto de
nosotros.
— ¡Ahí está otra vez con Shakespeare! —Gimió el demonio—. ¡Este imbécil ha confundido el infierno con una clase de
literatura de preparatoria!
—Eso es fácil de entender —comentó Reflecto desde las sombras.
— ¡No necesito un comediante! —Vociferó Satán—. ¡Necesito un narrador de cuentos! Prosigue con la historia y deja a
Shakespeare fuera de ella., y así se hizo. Casi.
Era una época en la que los gigantes recorrían por la tierra. Pompeyo, el gran general romano, había alcanzado la victoria
en toda España. Piratas y atracadores recorrían los mares y capturaban esclavos y los vendían a los romanos, quienes se
deleitaban con su esclavitud y sus matanzas. Y los romanos se acostumbraron a los esclavos y establecieron una escuela
de gladiadores en Capua para entrenar a estas almas torturadas a pelear en combate. No se trataba de que combatieran
contra enemigos, ni era para la gloria de Roma, sino por el placer perverso que derivaban al verlos morir como diversión.
Espartaco era un soldado romano y constantemente pensaba en la libertad. Mientras otros se resignaban a su destino y
servían a Pompeyo, ya fuese como esclavos o soldados, Espartaco tenía hambre de más. Desertó del ejército y huyó de
los romanos que lo persiguieron. Para su desgracia, lo atraparon e hicieron esclavo. Pero el hombre conservó su espíritu,
luchando constantemente contra su cautiverio. Cuando se dieron cuenta de ello, Espartaco se convirtió en gladiador.
Se le entrenó en Capua, con pica y red y tridente y cuchillo. Fue enfrentado con enormes hombres robustos de Corinto y
Cartago y Etiopía y Egipto. Y Espartaco peleó como un león, porque llevaba fuego en el corazón. Empezó a llamar la
atención de los visitantes a la escuela, y empezó a extraer fuerza de sus convicciones.
Dos de tales visitantes eran muy jóvenes, de pie ante los recintos de los esclavos, observando a los gladiadores en el
interior. Siendo ambos patricios y, deseosos de apostar a los resultados de las competencias, trataban de esmerarse en la
elección de los futuros ganadores en sus propias guaridas.
En uno de los fosos estaba Espartaco, pero no llamó la atención de los dos jugadores. Espartaco era esbelto, no enorme.
Los demás eran competidores más atractivos: grandes y corpulentos mastodontes, elegidos por su fuerza física.
Los visitantes se trasladaron después a la arena de práctica y observaron unos cuantos encuentros. Espartaco se
enfrentaba a su instructor, un esclavo liberado llamado Muestra. Cuando Muestra desafiaba a un luchador estudiante, la
mayoría de las veces lo humillaba. La humillación tenía el propósito de despertar el rencor en el perdedor y volverlo más
mezquino para los verdaderos encuentros que seguirían.
Para este duelo, a Espartaco se le dio una daga y una pica, y Muestra portaba un hacha y una red de cota de malla. AI
principio, dieron vueltas uno en torno al otro, frente a los escasos espectadores, y después, Muestra empezó a mofarse de
Espartaco.
—Te aprisionaré con la red —le gritó— ¡y veremos la libertad con que puedes pelear!
Pero Espartaco no se dejó intimidar, dando vueltas silenciosamente con esa mirada esbelta y hambrienta que empezó a
llamar la atención de nuestros dos visitantes.
En eso, Muestra lanzó la red con gran esfuerzo, ya que era grande y pesada, cruzó por el aire y se acercó a Espartaco.
Pero Espartaco era enjuto Y ágil y con toda facilidad dio un salto y dejó que pasara por debajo de él.
Enojado, Muestra atacó a Espartaco y se enzarzaron en una lucha a brazo partido, blandiendo pica contra hacha. De
pronto, el hacha cortó la pica en dos, y Espartaco se quedó solamente con una daga corta.
Al ver su ventaja, Muestra lanzó un aullido de triunfo y atacó, blandiendo el hacha sobre su cabeza. Con un simple
movimiento hacia un lado, Espartaco lo dejó pasar con todo y su furia y Espartaco salió indemne.
— ¡Te partiré en dos! —Maldijo Muestra—, dando un giro y recuperando la compostura. De repente, se detuvo, inmóvil
en su lugar, con una daga sobresaliendo de su vientre.
Espartaco la había lanzado a treinta pasos y tomó a Muestra por sorpresa. Inmóvil Muestra no estaba mortalmente
herido. Mientras lo atendían otros gladiadores, Muestra volvió a maldecir a Espartaco. —Has roto las reglas. No puedes
lanzar la daga; no es una flecha. ¡Es sólo para combate cuerpo a cuerpo!
Sin embargo, Espartaco no le prestó atención. A él no le interesaban las reglas, ya que éstas lo esclavizaban. Años antes,
Espartaco había prometido solemnemente rebelarse contra las leyes de opresión. Sencillamente había visto una ventaja y
la había aprovechado. —Cualquier esclavo que ve ventaja y no la aprovecha —respondió Espartaco—, merece ser
esclavo.
Los dos visitantes estaban impresionados, pero por razones diferentes. Uno prometió apoyar a Espartaco si alguna vez se
le llevaba al coliseo en Roma para los grandes juegos. El segundo deseaba presenciar esa competencia también, pero
sólo para ver muerto a Espartaco. Este esclavo es demasiado inteligente, demasiado hambriento, pensó.
Llegó la fecha, años después, en que se encadenó a Espartaco a un contingente de competidores y se le envió al coliseo.
Como era la costumbre, la noche anterior al encuentro, a todos los gladiadores se les servía un banquete y se les daba
buey asado y envases de piel con vino y alimentos de toda clase. Pero mientras los otros se atascaban, Espartaco comió
moderadamente, en silencio. Aún seguía esbelto y deseaba permanecer así. Tenía hambre, pero no de las migajas que se
arrojaban a los esclavos, sin importar su sabor. Él tenía hambre de libertad.
Los juegos comenzaron, con diez encuentros por día. Espartaco, delgado y rápido, entró en la arena de la pelea, primero
contra Hominus, una bestia de Egipto. Ya que se trataba de un combate preliminar, había poco público. No obstante, el
astuto y voluntarioso Espartaco despachó rápidamente a Hominus, y a continuación aparecieron los peleadores más
pesados y gigantescos. Para entonces, ya se había congregado una multitud.
Los dos jóvenes apostaron fuertemente, ya que ambos habían nacido nobles, con grandes bolsillos. Y cuando Espartaco
dejó atónita a la multitud llegando hasta el décimo encuentro, apostaron uno contra el otro. Uno respetaba a Espartaco y
el otro lo despreciaba. Y el respetuoso salió más rico, mientras que el despectivo se retiró despreciando aún más a
Espartaco. Porque Espartaco ganó.
Los espectadores estaban asombrados y a Pompeyo le llegó la noticia de que un hombre delgado había triunfado sobre
los bravucones más fornidos. Pompeyo envió por Espartaco. —Pónganlo al servicio de mi esposa —ordenó Pompeyo—
¡pues a ella le agradan los esclavos delgados! —Y riendo a carcajadas, Pompeyo agitó la mano y a Espartaco se le
condujo a las cámaras reales y se le ordenó que cumpliera con el deseo del emperador. Aun cuando muchos esclavos
hubiesen obedecido gustosamente, ya que la esposa era agraciada y amable, Espartaco do lo hizo. Él tenía hambre, pero
no de la carne de la esposa de otro hombre. Él sentía hambre por la satisfacción de su espíritu. Ansiaba la libertad.
Cuando estuvo a solas con la emperatriz, Espartaco se excusó con el fin de prepararse para el libertinaje de la noche, y se
deslizó por una ventana y escapó.
A través de la noche huyó en alas de la esperanza y el temor. A través de las calles de Roma, oscuras ahora, excepto por
el ocasional farol de una taberna o un burdel. Atravesó corriendo todo esto, hasta las orillas de la gran ciudad y se
desvaneció en las colinas. ¡Espartaco era libre!
En la espesura, encontró a otros con historias similares y un panado lo siguió de regreso a Capua, a la escuela de
gladiadores. Ahí abrió las puertas de las celdas de los esclavos y cientos salieron a la noche y siguieron a Espartaco hasta
el Vesubio, la gran montaña de fuego.
En los meses siguientes, otros esclavos oyeron hablar de Espartaco y huyeron para unirse a él. Miles se enlistaron en su
conspiración y, pronto Espartaco tuvo un ejército.
Y uno muy fiero, por cierto. Dado que todos sus miembros eran esclavos escapados y todos tenían hambre de libertad y
odiaban el pasado. Todos estaban seguros de que les aguardaba la tortura y la muerte si los capturaban, así que
combatían como demonios del infierno. Atacaban los puestos remotos del ejército y obtenían armas y provisiones y
volvían victoriosos al Vesubio.
Entonces, los romanos enviaron ejército tras ejército en represalia y con la orden de aplastar la revuelta de los esclavos,
pero aun así Espartaco y sus seguidores los rechazaron y conservaron su libertad. Por todo el imperio, los romanos
empezaron a seguir las hazañas de estos esclavos, divertidos al principio, después pasmados y, más tarde, con la firme
determinación de eliminarlos. Se duplicaron los ejércitos enviados en su contra.
No obstante, los esclavos prófugos eran esbeltos y hambrientos; y contándose por millares, no podían ser detenidos.
Atacaban en respuesta, y cuando se les superaba en número, huían para atacar otro lugar a la siguiente oportunidad. Los
ciudadanos romanos estaban pasmados. Se les había dicho que sus ejércitos eran invencibles y aquí la chusma los estaba
humillando. ¡Y los combates no se apegaban a la tradición!
Desesperados, buscaron un gran general que formara un ejército más grande y aplastara la revuelta. Pero Pompeyo, su
héroe, había partido para España y no era posible recurrir a él. En consecuencia, Craso, un millonario oportunista, ofreció
tomar el estandarte contra los insolentes y castigarlos por ofender la tradición de la esclavitud y la propiedad de los
patricios.
Mientras tanto, Espartaco se enfrentaba a otras dificultades. Su grupo de revolucionarios se estaba volviendo
complaciente. Empezaron a nombrar generales por su cuenta y pelear entre ellos por puestos e insignias, protocolo y
títulos. Acumularon una gran cantidad de botines y los trasportaban penosamente de un campo al otro. Y los campos
mismos se convirtieron en grandes ciudadelas, sólidas y defensivas, como una mejor protección y seguridad para su
creciente riqueza. Y, en una acción que se repetiría innumerables veces en la historia de las revoluciones, aplastaron a
aquellos entre ellos que insistían en más cambios, en mayores libertades. Perdieron el hambre y adquirieron el
engreimiento de los satisfechos.
Podemos derrotar a cualquiera, en cualquier momento, afirmaban y querían enfrentarse a Craso a campo abierto para
combatir con sus legiones cuerpo a cuerpo. —Ésa es su forma de pelear —advirtió Espartaco—, no la nuestra. Nosotros
atacamos de noche, en grupos pequeños, igual que un lobo hambriento. No contamos con la suficiente gente para pelear
al estilo de los toros cebados. —Y discutían sobre este punto alrededor de muchas hogueras en los campamentos.
Al final, Craso tuvo suerte. Los hombres de Espartado se sentían tan satisfechos y tan arraigados que empezaron a pensar
como los romanos, rivalizando por proteger sus botines y establecer sus nombres. En contra de las órdenes de Espartaco,
los antiguos esclavos se congregaron para una confrontación con el ejército romano. Se enfrentaron con Craso en un
campo, concentrándose en la forma convencional, desafiando a las legiones de Roma con sus propias legiones. Y, en la
forma convencional, la superioridad en número los derrotó.
Espartaco murió y a seis mil de sus seguidores se les crucificó a la orilla del largo camino hasta Roma. Los discípulos de
Espartaco imitaron a Roma misma: un novato triunfa y se vuelve degenerado y perverso y vanidoso.
Las ironías se acumularon sobre más ironías. Pompeyo, quien había estado en España, regresó rápidamente, desclavó a
rebeldes crucificados y se llevó algunos para que desfilaran por las calles de Roma. ¡Y llegó a la ciudad antes que Craso!
Así, la población ofendida otorgó a Pompeyo, espectador de todo el conflicto, los laureles y honores y se le llamó "el
Grande".
Pompeyo fue nombrado cónsul, se unió al partido de Craso y los dos se aliaron con un tercero, un hombre joven: Julio
César. La realidad es que César era un jugador.
Durante su juventud, había visto a Espartaco en los fosos de práctica en Capua. Lo había visto en Roma, cuando
Espartaco derrotó a diez antagonistas en un día. César había apostado contra él entonces con uno de sus mejores amigos.
Ese amigo era Casio, el hombre con la mirada esbelta y hambrienta. Casio, quien pensaba demasiado y no podía dormir
por las noches. Y quien, al igual que Espartaco, no temía romper las reglas. Ni usar una daga de modo inesperado.
Ése es del deber de un líder. Sea hombre o mujer, esclavo o libre, su tarea consiste en llevar al resto a una tierra que es
diferente, a circunstancias desconocidas. Arrebatar el futuro de las garras de los que están saciados con el presente. Y
para ese fin, no puedes ser feliz con las condiciones establecidas. Debes tener hambre por lo nuevo.
Debes defender el derecho de los demás a un futuro, como Espartaco. Y esto, algunas veces, significa rebelarse contra el
presente. El liderazgo no consiste en mantenerse en la fila y repetir las frases de aquellos que duermen bien por las
noches. El liderazgo se manifiesta dando un paso hacia delante, creando frases nuevas y estando dispuesto a defenderlas.
Si le preguntásemos a Espartaco, Shakespeare o incluso a Casio para resumir estos saltos por la literatura y la historia, la
respuesta sería muy clara: Nunca pierdas el respeto por quienes te siguen. Nunca te satisfagas. Nunca pienses que posees
a las personas. Alienta siempre la insatisfacción con lo que es. Nunca castigues a aquellos que anhelan el cumplimiento
de sus ambiciones. No esperes que tus líderes provengan del grupo en el poder, o que piensen con liderazgo o que
acepten las formas predominantes.
Busca a los marginados, los rebeldes, aquellos con la mirada esbelta y hambrienta. Y si los ves que practican cosas
nuevas y conciben ideas nuevas, no apuestes en su contra. Ponlos a cargo de tus compañías, tus ejércitos, tus naciones.
.... ¿Al fin y al cabo, quién es esclavo y quién es libre? ¿La persona con poder y sin sueños, o la persona sin más poder
que los sueños? Los obesos con el presente "y tales que de noche duerman bien". ¿O los esbeltos y hambrientos,
demasiado inquietos y demasiado llenos de visiones para descansar?
Terminar así, con una pregunta en vez de una conclusión, era arriesgado, y el prisionero lo sabía. Era imposible predecir
cómo respondería el diablo, o si respondería siquiera. Ahora parecía que su captor estaba reflexionando, pensando, ya
que el prisionero podía oír suspiros y gruñidos sordos, el sonido de un puño que golpeaba en una mesa, y después, a
través de la cortina llegó un "¡Ah-jal" apagado.
—Tu sentido de la oportunidad es abrumador —declaró el diablo—. ¿Por qué saltaste de Shakespeare a Espartaco y de
regreso nuevamente ? ¡Recorriste más distancia que un profesor que ha tomado anfetaminas!
—Usted dijo que quería lecciones perdurables —respondió el prisionero—. De las que resisten el paso del tiempo. Y
ésta es eterna.
—Sí, sí, desde luego —contestó Satán. Y siguió un silencio. El prisionero habló de nuevo.
¡¿Me puedo ir ahora? ¿Queda liberado este esclavo?,
— ¡No tan aprisa, sapo! Tengo una prueba más para ti. Una pregunta, en realidad. Y es la siguiente: ¿Por qué te traje
aquí?
Muy sencillo, señor—respondió el prisionero—para castigarme, junto con todos los demás. Fui culpable, como César,
de colocar a mi alrededor 144
Los pensamientos de hambre de los esclavos solamente a los obesos y felices. De contratar para mis departamentos
apuros aduladores y elegir a mis asesores entre la clase acomodada, los que están satisfechos con las condiciones
reinantes.
—Para un hombre que puede escribir un cuento profundo, eres tan lerdo como el que más —siseó Satanás. Un suspiro
de disgusto ondeó el oscuro velo. Enseguida, se oyó una profunda inhalación, como la de un profesor impaciente a punto
de sermonear a un agresivo menor.
— ¡No estoy interesado en castigarte, tonto! Cuando tengas la oportunidad, dale un vistazo a este lugar. Tengo asesinos,
sujetos que han maltratado a niños, ladrones, violadores, caníbales, incluso. ¡No necesito castigar a un manojo de
renacuajos de cuello blanco! Te traje aquí para enseñarte algo. Te traje para que te sintieras atemorizado, con los nervios
de punta, cautivo, hambriento. ¡Nunca habrías escrito esa obra maestra en la tierra, sentado en tu cómoda oficina,
protegido y seguro! —Durante unos momentos, dejó que sus palabras surtieran efecto, y después continuó con su
arenga.
— ¿Satisfecho con las condiciones reinantes? ¡Ese eras tú, farsante! Te he instruido al traerte aquí. Te convertí en un
esclavo hambriento. Al aprisionarte, liberé tu mente. Cuando se sujetó tu cuerpo con cadenas, se liberaron tus
pensamientos. ¡Tu alma escapó de su placentera jaula!
— ¿Usted tramó esto?—preguntó el prisionero—. ¿Fue usted quien me dio esa mirada esbelta y hambrienta? ¿Quién me
impidió dormir en las noches? ¿Sólo para inducirme a escribir esta historia desde la perspectiva de un esclavo?
— ¿Qué escribiste en la tierra? —preguntó Satán—. ¿Qué importante contribución hiciste a la literatura administrativa?
¿Produjiste alguna perspectiva original?
La respuesta fue el silencio. El prisionero estaba mudo de asombro.
—Ese es exactamente mi punto —dijo el demonio—. Cuando, o debería decir, si acaso regresas a la tierra, serás un
gladiador corporativo competitivo. Te he otorgado la bendición de los pensamientos hambrientos de los esclavos.
— ¿Qué quiere decir con si acaso regreso? —Demandó el prisionero, lleno ahora de confianza y en espera de un indulto
bien ganado—. ¡Me he roto el espinazo trabajando! ¡He adelgazado veinte kilos y no he dormido durante dos semanas!
¿Cuánto sufrimiento se necesita para alcanzar definitivamente la sabiduría?
La siniestra mano de Satán surgió de la cortina y señaló amenazadoramente a su asistente, a Reflecto. —Se dan casos —
murmuró— en que se requiere una eternidad.
Ambos salieron del aposento del demonio, Reflecto con una mueca de disgusto por el insulto, y el prisionero perplejo.
Una vez fuera, mientras caminaban por el humeante corredor, el ejecutivo le preguntó a su guardián por qué toleraba
tanto maltrato de su jefe.
—Oh, eso —dijo Reflecto— eso no es nada. Ya estoy acostumbrado. En los primeros días, era mucho peor. Solía
golpearme en la cabeza con un mazo de madera de vez en cuando.
—¿ Para qué demonios ? —preguntó el prisionero.
— Castigo —le dijo Reflecto—. Y por nostalgia. —Cuando percibió la confusión ante sus palabras, Reflecto añadió
rápidamente, —pero esa fue otra historia.
CAPITULO ONCE

ABEJAS ASESINAS
(Cómo se inició la consultaría)
"El primer adivino fue el primer pillo que se, encontró al primer tonto".
—Voltaire, Ensayo sobre las costumbres

— ¿Cuántos de estos insectos nos faltan todavía? —inquirió el demonio a Reflecto.


—Sólo dos, su maligna majestad. Uno en particular parece ser muy entendido en la materia.
— ¡Mándalo al diablo, cretino! Ya he oído bastante.
—Pero señor, nos puede enseñar algo nuevo.
— ¡Imposible! —replicó Satán—. ¡Ya lo he oído todo! ¡Lo sé todo! Pregúntame lo que quieras, vasallo. ¡Ahora soy un
experto en los negocios, un maestro de la administración! —El demonio estiró la mano y tomó una tablilla de piedra y
empezó a leer las notas que había grabado en ella.
—Sé todo lo que hay que saber acerca del poder y procedimientos. ¡Lo aprendí directamente de Hammurabi! No te
quepa la menor duda, también sé tomar decisiones. Conozco los secretos de la isla de Pascua, la CÍA y sé que Edgar
Allan Poe murió en Baltimore. Pregúntame sobre el liderazgo, sobre Shakespeare o los Shakers. ¿Y la innovación?
Pregúntame acerca de la comida rápida y el Tíbet. O de administración por participación, visión, formación de consenso.
Burocracia y toro.
—Pero señor, nadie puede saber jamás lo suficiente —rogó Reflecto—. Yo también he escuchado esas historias, del otro
lado de la puerta. Tal vez falta algo. Tal vez nos sería útil un poco de cautela o... me atrevo a decir... ¿ un poco de
humildad?
— ¿Para qué? —Demandó Satán—. ¡Que me condene si alguna vez me disculpo por ser el administrador más sabio que
existe! Vaya, soy un maestro del cambio, un gurú del control de costos, un experto en calidad. ¿Por qué tengo que
escuchar a alguien? Podría incluso cobrar honorarios bastante al tos por compartir todos estos secretos. ¡De hecho,
debería ser consultor en administración de empresas!
—No lo discuto, señor. Cuenta con la capacidad para elevar a la chicanería a un plano superior.
—Bueno, ¿entonces, para qué molestarme con este próximo prisionero?
—Es consultor en administración de empresas, señor. Tal vez le pueda ofrecer unos cuantos consejos útiles.
—Hummm. ¿Consultor en administración de empresas, dices? ¿Cómo lo sabes?
—Trae un traje arrugado, un portafolio y está a más de 80 kilómetros de distancia de su oficina. Además, en el camino a
la celda para escribir, me robó el reloj, y después me cobró mil dólares por decirme la hora.
— ¡Un consultor sin duda! —exclamó el diablo—. Con un demonio. ¡Dile que entre!
—Mi historia es de la Edad Media —empezó el consultor—. Pero no de la que usted podría sospechar. Me refiero a la
primera Edad Media, de la cual son pocos los que conocen algo al respecto, excepto mis clientes, por supuesto.
—Omite los preliminares y cuenta la historia —ordenó Satán—. ¡Y no enciendas el medidor! —El consultor continuó,
ahora leyendo de sus breves notas.

La mayoría de nosotros sabemos de la Edad Media por medio del estudio de la historia. Fue el periodo desde el año 476
D.D., hasta el 1000 aproximadamente, cuando se anquilosó el conocimiento y se estancó el desarrollo social. Pero pocos
están enterados de la otra Edad Medía, la que empezó con cataclismos y emigraciones masivas por todas partes de la
civilización occidental y, durante la cual también se extinguió la sabiduría. Ésta es una historia de esos siglos terribles y
de esa pérdida irreparable.
Esta era empezó mucho antes, alrededor del año 1200 a.C. En Grecia se la conoce misteriosamente como época de las
Invasiones Dóricas. Platón, más tarde, se refirió al continente perdido de Atlántida, pero los geólogos actuales sugieren
que fue consecuencia de la erupción volcánica de la isla de Tera en el mar Egeo. Sobrevinieron enormes migraciones y
una mezcla entre pueblos antes distintos. El resultado fueron guerras, hambre y la destrucción de civilizaciones con
siglos de antigüedad.
La Acrópolis estaba en llamas, el delta del Nilo saturado, la costa de Israel destrozada. Desde Asiría a Macedonia y hasta
Sicilia, imperaba el caos. Se aniquiló la frágil estructura de las sociedades y reinó la oscuridad. No fue sino hasta el
nacimiento de la Grecia clásica, cientos de años más tarde, con Platón y Aristóteles y el resto, que resurgió el intelecto.
Yo soy consultor en administración de empresas y, por supuesto, tengo una teoría especial que vender. No fueron
volcanes, ni un maremoto, ni los ataques violentos de bárbaros los que apagaron la luz del pensamiento. Fue algo
diferente. ¡Fueron Abejas Asesinas! Todo empezó con un hombre como usted.
Provenía de Tebas, sin empleo u oficio adecuado. Sin embargo, era garboso y afable. Vestía con elegancia y portaba una
tablilla cilíndrica. En la tablilla inscribía la información que recogía en sus viajes. La llamaba "tabli-dex", y la cuidaba
con gran esmero.
Era natural de una aldea de campesinos conocida como Barniz, y debido a su constitución angular y corto lapso de
atención, sus pocos amigos lo llamaban Ligero. Conforme viajaba hacia Knosos, en Creta, esperando encontrar algún
cretino, Ligero Barniz, se dirigió a una vinatería.
Ahí, después de asegurar su tabli-dex, Ligero Barniz se unió a dos parroquianos en una mesa. Uno de ellos era
comerciante en vinos y estaba forrado de dinero. El otro era un hombre solitario, de nombre Pitágoras. El comerciante en
vinos estaba muy animado e invitaba a todo mundo. Ligero Barniz sonrió y acercó una silla. Le gustaba el vino, en
efecto, pero le encantaba cuando era otro quien pagaba.
El vino y las palabras empezaron a fluir entre ellos, ambos magníficos sin duda. —¿De dónde proviene este néctar? —
preguntó Ligero Barniz. Y el comerciante, con voz de borracho, admitió que era de la tierra de los Hititas, cerca del gran
mar interior. Barniz salió a atender las necesidades de la naturaleza, y rápidamente inscribió esta localidad en su tabli-
dex. Podría ser valiosa, pensó, pero más tarde.
Pitágoras realizaba un viaje desde Atenas a Egipto, uno que había efectuado muchas veces antes. En su forma peculiar,
el viejo bebedor expresó sus propios pensamientos, con palabras como hipotenusa, trigonometría y coseno. Después,
desde una tangente, Pitágoras dibujó unas extrañas figuras en un secante para el vino, llenas de ángulos y medidas.
Cuando Pitágoras salió a descargar necesidades, Barniz se guardó el secante en su abrigo.
Y la noche terminó de este modo, el comerciante vacío de monedas, Pitágoras vacío de orina y Barniz lleno de ideas.
Barniz reservó un pasaje para la tierra de los Hititas y partió hacia allá en la mañana. Ahí conoció un maestro constructor
y de nuevo se sentó con un desconocido a beber, y robar. El constructor sabía del vino Hitita, como todos los habitantes
de esa tierra, y después de que habló de fermentación, acidez e injertos cepas, Barniz hizo otros apuntes en su tabli-dex.
— ¿Conoces de trigonometría? —preguntó Barniz. Y su conocimiento, adquirido de Pitágoras, se lo vendió al
constructor en una enorme suma. El constructor estaba entusiasmado y soñando en grandes templos y elegantes obras
públicas que podrían edificarse con las matemáticas que había adquirido. Aún tenía más preguntas pendientes, pero la
noche había caído sobre ellos y Barniz y su tabli-dex ya habían partido antes de que se les diese respuesta. Barniz iba con
destino a Atenas.
En la sombra de la Acrópolis, encontró a un orador público, llamado Salón. Y Salón estaba disertando sobre democracia,
gobierno, libertad. Al principio, Barniz lo tomó por un chiflado, pero sacó su tabli-dex y, de cualquier modo, grabó las
ideas, por si acaso.
Más tarde, ese mismo día, encontró a un agricultor que cultivaba uvas, quien haría rico a Barniz a cambio de los secretos
del vino Hitita. Pero cuando el agricultor preguntó acerca de los tipos de tierra, métodos de siembra y el uso de la uva
pasa, Barniz musitó algo entre dientes y se perdió entre la multitud. Partió hacia Egipto.
En la desembocadura del Nilo, se congració con el sirviente de un funcionario público. —Llévame con tu líder —
solicitó—, ya que soy experto en gobiernos y esta cosa llamada democracia. —Y así se hizo. Barniz comió con el
gobernador en una nave, iluminada con velas y oportunidad.
—Háblame de esta democracia —empezó el gobernador— pues mi asistente asegura que tú la inventaste y la pusiste a
prueba en Atenas. —Y Barniz afirmó que esto era cierto y cerró otro trato provechoso. El navío en que navegaban era
pesado y grande, y sin embargo, flotaba con gracia sobre las olas. ¿Cómo era eso posible? se preguntaba, la mayoría de
las naves son ligeras y pequeñas, si no se hunden. Para explicar este misterio, el agradecido gobernador presentó a Barniz
con Arquímedes, el hechicero.
De Arquímedes, Barniz aprendió de desplazamientos, gravedad específica, masa y peso. Las palabras carecían de
significado y su importancia era incierta, pero Barniz no se detuvo por ello. Las apuntó en la tabli-dex.
Y cuando Arquímedes y el gobernador, en su entusiasmo por aplicarla, desearon discutir los riesgos y el precio de la
democracia, Barniz buscó la forma de caerse accidentalmente por la borda en la oscuridad. Desde luego, su tabli-dex iba
con él.
Así prosiguió, esta farsa itinerante. Y es que Barniz estaba perdido en cuanto se le desgastaba el brillo. La profundidad
de su conocimiento de cualquier tema, ya fuese trigonometría, vendimia, democracia o la dinámica de fluidos, era
superficial. Como una abeja, pasaba de flor en fiar, llevando polen desde una variedad de planta a otra, sin saber nunca lo
que transportaba o sus implicaciones futuras.
Al igual que una abeja, su tabli-dex estaba inscrito con zumbidos: conceptos clave, precisos y actuales, un tanto
incomprensibles, que sonaban bien, y eran buenos, en cierto y limitado grado. Pero Ligero Barniz siempre escapaba con
el oro y el polen adicional antes de que pudiesen aplicarse. Y de esa forma, las esporas de la devastación fueron
transportadas de una tierra a otra. Ya que Ligero Barniz, el agente del Apocalipsis, el progenitor de la oscuridad, era un
hombre que afirmaba portar la luz.
Inevitablemente, sus clientes, interesados en el progreso y desesperados por mejoras, empezaron a descifrar los
zumbidos de la abeja asesina.
En la tierra de los Hititas, los maestros constructores erigieron grandes pirámides inspiradas en la trigonometría. En
Grecia, en campos enteros se abandonó el cultivo del trigo y la cebada para dedicarlos a la uva. En Egipto, se
reorganizaron los consejos del gobierno y se vio amenazado el liderazgo formal del faraón.
La historia guarda silencio respecto al acontecimiento que disparó la Edad Media de la antigüedad. Algunos dicen que
fue el colapso de templos y monumentos y moradas por todo el dominio Hitita. Algunos señalan la hambruna en Grecia,
cuando los viñedos estériles no produjeron fruto y las multitudes hambrientas y enfurecidas luchaban por lo poco que
quedaba de trigo y cebada. Y, desde luego, en el tranquilo reino del Nilo estallaron disturbios civiles y anarquía, con
levantamiento tras levantamiento entre las multitudes.
Pero para entonces, Ligero Barniz, el indescifrable rey de la consultoría antigua, se había ido desde tiempo atrás. Con los
bolsillos llenos y su tabli-dex abarrotada, desapareció. La leyenda dice que la última vez que se le vio viajaba hacia el
continente que pronto se hundiría, Atlántida, para vender su conocimiento de Arquímedes. Para impartir los conceptos
básicos de la flotación.
Si éste fuese el final, sería suficientemente horrible. Pero no lo es, ya que el método de Ligero Barniz no pasó
inadvertido. Ciertas pandillas de bandidos lo espiaron mientras zumbaba de un lado a otro y tomaron sus propias notas.
Como langostas, hicieron su madriguera en la tierra, sólo para reaparecer años después, incluso milenios.
Algunas abejas asesinas durmieron hasta el siglo XX, para resurgir y contaminar el mundo de los negocios y el
comercio. No con tabli-dexes, sino con portafolios y rolodexes, girándolos constantemente, en busca de un nuevo cliente
a quien clavarle el aguijón.
Así es como se extingue el conocimiento y se detiene el progreso. No con aprendizaje, sino por presiones. No con
investigación profunda y cuidadoso análisis, sino con la adquisición de una moda administrativa. Y así es como termina
el arte administrativo.
No con una explosión, sino con un zumbido.
Al oír el final de esa aterradora historia, Reflecto se deslizó en el aposento y se colocó detrás del onceavo prisionero. El
demonio estaba comentando sobre una cosa u otra; Reflecto no pudo enterarse de todo. Sin embargo, su tono era
demasiado claro, aun cuando su expresión estaba oculta. El demonio estaba resignado, tal vez escarmentado incluso, por
lo que acababa de escuchar.
—Llévatelo—decretó Satán—. ¡Muy lejos!
Reflecto vio una oportunidad y se apresuró a aprovecharse del estado de ánimo del demonio.
— ¿Y los demás, señor? ¿No deben irse, también?
—No he decidido aún sobre su liberación —declaró el demonio—. Además, si he contado correctamente, todavía queda
uno. Pero este consultor, caramba, debería guardarlo en el infierno por pura crueldad perversa.
— ¿Pero señor, qué pasó con su oferta? Todos se quedan o todos se van.
— ¿Desde cuándo estoy obligado por mi palabra. Reflecto?
La ansiosa sonrisa de Reflecto se convirtió en un entrecejo fruncido, la frente perlada con sudor. Pensó por un momento
y después habló a la presencia tras el oscuro velo.
—Muy bien, señor. Déjelos a todos aquí. Estoy seguro de que le serían útiles para dirigir su organización.
—Reflecto —respondió Satanás—, algunas veces dices las cosas más estúpidas. En ocasiones me pregunto si debí
dejarte allá arriba con el proyector de diapositivas.
Reflecto sonrió detrás de su máscara. A veces deseaba que el demonio hubiese hecho justo eso. Entonces, tal vez, sólo
tal vez, tendría otra oportunidad de vivir en la tierra. Su imaginación se apoderó de él mientras consideraba la deliciosa
posibilidad. Las fiestas, el vino, las mujeres. Un grito lo sacudió de regreso a la realidad.
— ¡Mándame al siguiente payaso! —Vociferó el demonio—. ¡Acabemos de una vez con este dolor y sufrimiento!
Enseguida Satán caminó hasta su bóveda de películas, sacó una o dos y empezó a proyectar filmes antiguos en la pared
de su cubil.
Reflecto tomó la oportunidad —y al prisionero por el brazo— y se dirigió rápidamente hacia la puerta como un perro
escaldado. Casi habían atravesado el umbral cuando se oyó la voz del demonio detrás de ellos.
— Y tú, señor consultor. ¡No olvides devolverle su reloj a Reflecto!

CAPITULO DOCE

LA CONFESIÓN DE SAN AGUSTÍN


(Llegando a los límites de la administración)
"Pero la doctrina que deseas, el dogma absoluto, perfecto, que
por sí mismo proporciona la sabiduría, no existe. En cambio,
debes anhelar la perfección de ti mismo. La divinidad dentro de
ti, no en ideas y libros. La verdad se vive, no se enseña".
—Hermann Hesse, Magister Ludí

La habitación para escribir estaba casi desierta, excepto por un único penitente que estaba sentado encorvado sobre su
escritorio, garabateando en e! mohoso silencio. Con su destino, así como el de once más que esperaban en la celda de
transferencia, pendiente de un hilo, el último ejecutivo alternaba la mirada de su cuaderno al reloj en la pared. La hora
del juicio se acercaba y él estaba luchando con una trama convulsa y un resultado incierto. Reflecto se encontraba en un
rincón totalmente oscuro y le habló a través del humo.
—Espero que estés evitando matanzas y catástrofes —le advirtió—. Después de oír historias de épocas aterrorizantes y
lugares exóticos, de pestilencia y conflagración, de sacrificios humanos y terror, el viejo necesita algo tranquilizante.
Llévalo a un lugar apacible, a un santuario.
La salvaje escritura, se detuvo. Reflecto continuó. —Deja a un lado las imágenes de destrucción y desorden. En cambio
—sugirió—, aborda el terreno de la conciencia humana.
— ¡Maldita sea! —gritó el prisionero. Siguió el sonido de papel que se rasga y después varías bolas de papel arrugadas
volaron desde el cubículo, estallando en llamas al caer sobre el piso supercaliente y desapareciendo en humo—. ¡Ahora
me le dices! ¡Estaba justo a la mitad de crear todo es te asunto del armagedón!
—Hey, hey —le dijo Reflecto—. Calma. ¡Tranquilo, hombre!
—¿Tranquilo? —Vociferó el prisionero—. ¿Tranquilo? Llevo treinta páginas de mi tercer borrador. ¡He puesto
terremotos, quemas en la hoguera, inundaciones, enjambres de langostas, y los cuatro jinetes desbocados por todo el
mundo! Por no mencionar el hecho de que si no es diabólicamente gracioso o perversamente sabio, me expongo a arder
en el infierno para siempre, con once gandules más saltando eternamente sobre mi esqueleto por haberlos jodido. ¿Y
ahora viene un robot de asbesto y me dice que me tranquilice?
—Empieza de nuevo —le respondió Reflecto, tratando de sonar reconfortante—. Tenemos tiempo suficiente. El
demonio está viendo películas en su guarida, y no te recibirá hasta dentro de una hora más o menos.
— ¡Oh, qué alivio! —Gimió el doceavo prisionero—. Llevo dos semanas chapoteando entre sangre, despojos
sanguinolentos, historia, mitos y literatura; y ahora me dices que lo abandone todo y me tranquilice, que me despache
una historia apacible en una hora.
—Tal vez más —respondió Reflecto—. Depende de cuántas películas vea mi amo.
— ¡Estupendo! Dime, robo-diablo, ¿qué tipo de películas le gustan al viejo? —preguntó el prisionero, apoyando el lápiz
y con la mente impaciente por obtener una clave acerca de cómo podría complacer a Satanás.
—Oh, lo de costumbre —suspiró Reflectó—. El Exorcista, La Profecía, Viernes 13, Pesadilla en la Calle del Infierno,
esa clase de temas. Pero su favorita, la que ve cuando está harto de carnicería, podría sorprenderte.
— ¿Oh, sí? ¿Cuál puede ser?
— Una vieja cinta en blanco y negro. Una sin violencia ni destrucción. Se llama, Doce hombres y un destino.
— ¡Vaya coincidencia!
—En efecto —concedió Reflecto—. Toda la película transcurre en una habitación, con muy poca acción, sencillamente
diálogo y juicio. Es una obra de pasión, en cierto modo. Un examen del bien y el mal, de conciencia, misericordia,
perdón. Podrías tornar en cuenta todo eso.
De pronto, el prisionero apretó el lápiz y atacó el cuaderno con pasión. — ¡Demora al bastardo lo más que puedas! —
clamó—. ¡Creo que ya lo tengo!
Mientras Reflecto escoltaba al último narrador dentro del cubil de Satán, la oscuridad y la bruma se iluminaban con
parpadeantes luces que surgían desde atrás de la oscura cortina. Después, el sonido de un rollo de película que se termina
y sale del proyector, seguido por el agudo chasquido de un interruptor, apagando el proyector del demonio y hundiendo
el aposento en oscuridad. Oyeron que el demonio trepaba de regreso a su trono y supieron que la hora del juicio había
llegado.
— ¿ Es éste el último de los insectos ? —salió la voz de la cavidad de Lucifer.
—En efecto, oh cruel crítico de cine —anunció Reflecto—. El último de los doce hombres.
— ¿A dónde me vas a llevar, narrador? —preguntó Satán.
—Señor —respondió Reflecto—, su relato nos lleva al centro de un angustiado...
— ¡Cállate, tonto! Me estoy dirigiendo al mortal. ¿No puede él hablar?
Reflecto le dio un ligero codazo al prisionero y le susurró. — ¡Contéstale, hombre!
—Le voy a llevar muy lejos de todo esto, señor —musitó entre dientes el último ejecutivo—. Entraremos en los terrenos
del alma humana. No obstante, no es un viaje tranquilo, ya que ahí habitan todos los horrores que aparecen en las
pesadillas, con frecuencia más amenazantes y terribles, Es un reino de opresión, y huir no basta para escapar. No
podemos huir de nuestras dudas; no podemos escaparnos de nosotros mismos. No existe una salida fácil ni un alivio
directo para una mente angustiada. El único recurso es la confesión.
— ¿Cómo intentas hacer todo eso con un cuento corto, basura? demandó -el diablo.
—En dos partes —replicó el prisionero—. La primera parte contiene una exhibición, una apertura del corazón a una
angustiosa pesquisa. La segunda parte contiene una revelación, un final de la lucha con la conciencia. Y al igual que en
las obras más abrasadoras en el escenario, se requieren muy poca ambientación. Lo importante es el diálogo, todo lo
demás es distracción. Y el diálogo es entre confesores, ya que la palabra se aplica a ambos actores: el que se confiesa y el
que escucha una confesión. La obra lleva como nombre, "La confesión de Agustín”. —Arghh! —Gruñó el demonio—.
Agustín. He oído de él. Es un... un... un santo. La última palabra la escupió como si fuese un coágulo de bilis.
—Sí, de él se trata —dijo el prisionero—. Murió en el año 430 d. C., pero no sin antes escribir varios libros clásicos. Sin
embargo, estaba plagado de ambigüedad, su obra llena de sugerencias y contradicciones.
—Nunca leí nada suyo —siseó el demonio—. Pero he escuchado once cuentos que también estaban plagados de
ambigüedad y llenos de sugerencias. ¿Qué importa uno más?
—¿Puedo proseguir, entonces, sin "miserabilidad"?
—Desde luego —respondió Satanás con falsa cordialidad—. Que empiece la exhibición. Que se aparezca la revelación.
Ël es un ejecutivo; su vestimenta lo dice, y su portafolios. Pero sobre todo su apariencia. Está encorvado, derrotado. Su
rostro es un mapa de esfuerzos y atención al detalle. Se sienta pacientemente en el reclinatorio esta lluviosa noche de
invierno, esperando, con una destreza adquirida en muchos aeropuertos, durante muchos años. El último en la fila, es el
siguiente en turno.
La tenue luz de la catedral disminuye con cada nube que pasa, e incluso las viudas con velos negros, agachadas por su
pena, salen, una a una. En eso se abre la puerta del confesionario y un penitente abandona el templo sin ser visto.
El confesor le espera ahora, ajustándose el cuello blanco bajo la negra sotana. Y el otro confesor se pone de pie, deja los
portafolios, y se sacude la camisa blanca bajo el traje negro. Se encontrarán en una caja oscura. Se arrodillaran juntos,
con sólo un burdo velo entre ellos, estos confesores.
—Bendígame, Padre, porque he pecado. La culpa me agobia y he venido a ser juzgado.
—Lo veremos en su momento, hijo. Sin embargo, la exposición debe preceder a la expiación. Primero debes describir
tus trasgresiones y después dejaremos que un juez más alto decida sus implicaciones. Por favor comienza conforme al
ritual. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última confesión?
—Me he confesado dos veces en las últimas semanas, pero no estoy seguro de que cuenten. La primera fue con un
terapeuta, la segunda con un cantinero. Me desahogué con ambos, pero aún sigo abrumado. He venido a usted como
último recurso.
—Muy acertadamente, ya que éste es el lugar para desahogarse. El terapeuta sólo abordaría las influencias e
impresiones, con tu conformación por el pasado. Y el cantinero, en su simpatía, hablaría de acciones y sucesos, de quién
hizo qué cosa. Aquí tomaremos un camino alternativo.
—Debemos hablar de intenciones, de deseos, de por qué has hecho estas cosas. Te has recostado en un diván, hijo, y te
has sentado a una barra. Ahora llegaremos a la esencia del asunto. Ahora debes arrodillarte en el reclinatorio. Por favor,
desahógate.
—Cien hombres y mujeres trabajan para mí, Padre y les he fallado. He sido un líder deficiente, un mal administrador. No
los he desarrollado, ni me he ganado su afecto y admiración. No soy apto para supervisar. No soy adecuado.
—Pero te apresuras a tu propio juicio, hijo mío. Has llegado a conclusiones sin confesarte. Debemos descubrir las
razones determinantes de tu autorre-criminación. Debemos revelar los particulares. ¿Qué es exactamente lo que has
hecho?
—Supongo que más bien se trata un caso de omisión, de lo que no he hecho. Para empezar, mi gente constantemente
comete errores y son incapaces de asumir su responsabilidad. Tengo que revisar todo lo que hacen, y la mayoría de las
veces, volverlo a hacer yo mismo. Si no estuviese ahí para vigilarlos y corregirlos, nunca harían nada bien.
—En ocasiones, yo siento lo mismo. Pero eso no es importante. ¿Qué más?
—No estoy poniendo un ejemplo. Mi forma de pensar no está tomando eco. Parece que cada uno tiene una motivación
diferente y nada parecida a como soy yo. Cuando yo era un empleado, ¡creía en la compañía! Me quedaba en la oficina
hasta que terminaba el trabajo, sin importar la hora que fuese. Sentía que mi empleo era más importante que todo lo
demás, con excepción de mi fe y mi familia. Pero mi gente se guía por intereses en deportes, recreación, relaciones,
sucesos actuales. No he transmitido mi dedicación. No los he inducido a que crean en la forma en que yo creo. No soy
un líder.
—Te repito, hijo mío, deja los juicios a mí y a mi jefe. Pero dime, ¿los has abandonado por su diferencia? ¿Los has
protegido y defendido, o los has sencillamente dejado de lado?
—Tal vez ése sea mi mayor triunfo, Padre, ya que los he protegido en gran medida. Vaya, este año me negué a promover
a dos mujeres que no estaban preparadas para las demandas de la administración. Planeo nutrirlas, adiestrarlas con el
tiempo. No quiero que fracasen. Me intereso por ellas, sí, lo hago.
¿Las cien personas carecen de objetivos? ¿Son descuidadas o desinteresadas?
—Para mí lo son. Tienen metas, es cierto; pero no están tan enfocados como debieran, y es mi culpa. Algunos quieren
mayores ingresos, otras oportunidades de educación y otros, más experiencia profesional. No existe un terreno común
entre ellos. Si uno valora la oportunidad para aprender, el otro quisiera más tiempo libre. Pero mi tarea consiste en
fusionar a todos en una unidad efectiva. No lo he logrado.
—No estoy familiarizado con esta labor de la administración, y no estoy seguro de entender los pecados que enumeras.
¿Dónde encuentras los lineamientos, las medidas de santidad? ¿Dónde están las sanciones? ¿En la Biblia, las Sagradas
Escrituras?
—Oh Padre, lo siento, pero en los negocios nos guiamos por evangelios adjuntos. Asistimos a universidades y
estudiamos al pie de profesores. Compramos los libros de más éxito y aprendemos los siete pasos para la excelencia, los
secretos de liderazgo de los directores generales exitosos. Leemos revistas cuando viajamos en avión y asistimos a
seminarios y similares. Algunas veces éstos son confusos y divergentes, pero algunos puntos fundamentales de la
administración nunca cambian.
— ¿Y cuáles podrían ser ésos?
—Los líderes eficaces transfieren sus objetivos al grupo. Establecen ejemplos imposibles de ignorar. Incorporan su
visión al criterio de cada miembro del grupo: Cuidan y nutren a sus trabajadores, desarrollándolos por senderos de
carreras definidas. Concentran el esfuerzo del grupo y consolidan las fuerzas del grupo.
— ¿Ése es el objetivo de la administración, entonces? ¿Estampar los mismos objetivos en tantas personas diferentes y
asegurarse de que sus habilidades son equivalentes y sus perspectivas paralelos? Perdóname, pero esto me recuerda el
seminario.
—Desde luego, Padre. Es la única forma de lograr la excelencia. La única forma de asegurar la calidad, de fomentar el
servicio, de hacer cualquier cosa por medio de otros. Es la única razón para tener administración.
—Juicios de nuevo, hijo mío. Estás deseoso de juzgar, ¿no es así?
— ¿No se debe a mi entrenamiento y cargo? ¿No es lo que se supone que debo hacer?
—Ah, ahora llegamos al final de la descarga de tu corazón. Ahora llegamos a la segunda etapa, la revelación. Y si bien
soy un simple sacerdote parroquial e ingenuo en cuanto al mundo de los negocios, creo que te llevo ventaja en el camino
a la revelación.
—Ayúdeme, entonces, Padre. Quiero decir, ¿cuál es mi penitencia?
—Retrocede y espera un poco, hijo mío. Todavía no llegamos ahí. Debemos explorar lo que has revelado. Y empezaré
donde tú terminaste, en el tema del juicio y tu insistencia de juzgar que es tu trabajo.
— ¿Bueno, acaso no es así?
—Ahora te daré la respuesta más sencilla que recibirás de mí: No.
— ¿Qué quiere decir?
—Tú no eres el juez de los cien seres humanos que empleas. Eres un representante de su patrón, nada más. No hay razón
para que te veneren, te sigan, o siquiera les agrades. Ellos tienen dioses, santos, amantes y héroes; y los eligen
libremente. Ellos no te eligieron. Simplemente eligieron trabajar para ti.
—Entonces? ¿No tienen que inspirarse en mí? ¿No tienen que adoptar mis objetivos, reflejar mis ideales?
—Absolutamente no, y estás equivocado al dar por sentado que lo harán. Pero has pecado en otras formas, aunque no me
apresuraré a detallarlas. Son específicas, así que las abordaré por separado.
—¿Nos llevará esto toda la noche? Lo que quiero decir es que tengo una cena de negocios y debo ponerme al día con el
sistema electrónico de recados.
—Vete entonces y demuestra tu incapacidad para dirigir. Un líder que no puede formularse a sí mismo preguntas
penetrantes y examinar sus motivaciones no tiene derecho a planteárselas a otros, o proporcionarles sus propias
motivaciones.
—Tiene razón, supongo. Pero nunca he leído un libro de negocios que recomiende la confesión o el autoanálisis.
Parecen ocuparse de a quién usar, a quién manipular. Dan la impresión de que la introspección es para los pusilánimes,
que examinar tu propia conciencia es un ejercicio para perdedores.
—Relájate, hijo mío. He oído llorar a muchos pilares de la industria en el mismo sitio donde estás arrodillado. Pero la
confesión no es un esfuerzo por examinar a los demás, como tus libros de negocios. Es un intento por hacerse uno
mismo.
—Dígame entonces, francamente, ¿qué debo hacer?
—Primero, considerar tus pecados. La mayoría son simples. Cuando sugieres que tu gente no puede hacer nada bien sin
que tú estés mirando sobre sus hombros o rehaciéndolo tú mismo, es pecado tuyo, no de ellos. Debes aprender a
permitirles que se equivoquen. Les estás robando, hijo mío, les estás robando la experiencia del error y negándoles la
oportunidad de aprender de ellos. Éste es el pecado de limitación.
¿Qué más?
—Estás imponiendo tus intereses y motivaciones en aquellos cuyos incentivos pueden basarse en otros deseos. Es
factible que tengan que desempeñarse de acuerdo con ciertos estándares, pero es vanidoso de tu parte el esperar que se
desempeñen debido a tus estándares. Deja que los estimulen sus propios temores y anhelos, no los tuyos. Éste es el
pecado de imposición.
— ¿Acaso no debemos tener una misión común?
—Una misión común, sí, pero no una motivación común. Esto nos conduce a tu tercer pecado: el pecado de
identificación. Estás tratando de conseguir que sean tú, y no pueden ni deben. Ellos son ellos mismos, cada uno diferente.
El hecho de que trabajen juntos no significa que deban ser uno y el mismo. Tú eres tú, hijo mío, deja que ellos sean ellos.
—Pero algunos de ellos no están calificados, no están preparados para avanzar.
—Ya admitiste eso antes y me causa gran aflicción, como estoy seguro que les causa a ellos. Has pecado de nuevo, el
pecado de protección. Debes permitirles que progresen más allá de ti, o más allá de tu apreciación de ellos. Tus
impresiones sobre ellos se convierten en sus ataduras, hijo, y eso es injusto.
—Parece que todo lo que hago, lo hago para ayudarlos y moldearlos, Padre. ¿Hay algo malo en ello? ¿Es malo tratar de
moldearlos en una unidad? De ser así, ¿cuál es entonces mi trabajo?
—Es incorrecto y pecaminoso el adoptar el papel de Dios, con la facultad para transformar arcilla en seres humanos.
Cuando un empleado ingresa a tu organización, no llega como una masa flexible en espera de unas manos firmes. Cada
uno viene con talentos especiales y diversos, aptitudes únicas, personalidades extraordinarias y deseos variables. Tu tarea
consiste en capturar esta diversidad y cultivarla, no arrancarla de raíz.
— ¿Es pecado exigir una cultura común?
—Sí, y una abominación el presumir que tú eres su diseñador. Has pecado de nuevo, hijo mío. Has cometido el pecado
de homogenización. ¿Comprendes ahora la gravedad de tus transgresiones?
—Limitación, imposición, identificación, protección, homogenización. Sí, ahora los comprendo. Pero el próximo lunes
en la mañana, cuando esté de vuelta en la oficina, no estoy seguro de que las recordaré todas, o si les encontraré mucho
sentido.
—Pues ahí, hijo mío, es donde intervengo yo. Ahora entramos a una nueva fase de la confesión: la segunda parte, por así
decirlo. Es el momento de la recapitulación. Tengo un método para hacer esto. ¿Te gustaría oírlo?
—Por supuesto, Padre. Me siento un tanto perdido.
— ¿Has leído a San Agustín, hijo mío?
—Es posible que haya comprado el cásete. ¿Qué ha escrito últimamente, Padre?
No mucho, al menos no durante los últimos mil seiscientos años más o menos. No obstante, en su época tuvo unos éxitos
sobresalientes, el primer lugar en la lista de los libros de mayor venta. Uno de esos libros se llamó La ciudad de Dios. En
esta obra, San Agustín sugiere que en la tierra, en la ciudad del hombre, no se puede encontrar la perfección. Dice que es
imposible construir la ciudad de Dios en la tierra, que sólo puede existir en el cielo,
—Y ése es tu problema, querido ejecutivo. Te esfuerzas demasiado por construir la ciudad de Dios en tu organización; y
con toda esta plática de administración y liderazgo, estás intentando imponerte como el arquitecto.
—Permite que tu gente cometa errores, administrador. Mi gente peca. Dios lo sabe. A pesar de mis mejores esfuerzos, sé
que es inevitable. No esperes la perfección. ¿A mí, como sacerdote, me gustaría ver a mi congregación tan libre de
pecado y tan devota como yo? Ciertamente; es natural. Pero esperarlo sería anormal, y requerirlo, pecaminoso.
—Tengo poco tiempo, Padre, pero no debo irme sin recibir mi penitencia. ¿Qué debo hacer para expiar estos pecados?
—Tu castigo es muy sencillo y directo. Y se ajusta a la trasgresión. Te exijo que leas La ciudad de Dios. La encontrarás
oscura, incluso aburrida; y eso será bueno. Porque no querrás vivir en la ciudad de Dios, y tal vez su lectura te recuerde
que la ciudad del hombre es el único sitio para trabajar. Tan imperfecta como pueda ser, es todo lo que tenemos.
— ¿Es el libro fácil de leer? ¿Es una fórmula para el éxito?
—Como dice San Agustín en su último párrafo, "Puede ser demasiado para algunos, muy poco para otros".
—Quizá sea eso lo que recuerde, Padre, acerca de la administración. Que nada es idóneo para todos y que es tonto el
tratar de que así sea. Ya sea motivación, intereses, habilidades, o incluso mi estilo administrativo, puede ser demasiado
para algunos y muy poco para otros.
— ¡Ahora has visto la Revelación, hijo mío! Ya está completa tu confesión. Entiendes que nadie puede administrar sin
conocer los límites de la administración. Ahora eres sabio y capacitado para dirigir a otros.
Cada confesor bendijo al otro, se pusieron de pie, salieron del oscuro recinto de madera por puertas opuestas, tomando
direcciones opuestas. Un hombre de negro se retiró bajo los cruceros y dentro de las sagradas profundidades de la
catedral. El otro hombre de negro se retiró bajo el sistema de transporte y dentro de las ruidosas calles de comercio.
Uno regresó a la ciudad de Dios. Uno regresó a la ciudad del hombre. Ambos llegaron al destino correcto.
Tan pronto como se desvaneció la voz del prisionero, Reflecto, presa de un paroxismo de impaciencia, empezó a
parlotear con su amo.
— ¿Excelente, eh? ¿Escenas en blanco y negro? ¿Poca acción? ¿Transcurre en una habitación? ¿El diálogo es lo
importante? ¿Tranquila? ¿Qué le pareció, su excrecencia? ¿Qué opina? ¿Exquisita, verdad? ¿Perfecta, no lo cree?
Satán se levantó del trono y alzó sobre la cabeza los brazos huesudos. — ¡Basta de ese ofensivo parloteo! ¡He aprendido
suficiente! ¡He alcanzado los límites de la administración! —bufó. En eso, del centro de su alma surgió en ulular de
sirena una pregunta, penetrante, doloroso. ¿A dónde deberá enviarlos?
Los amenazadores ecos de sus gritos resonaron por toda la caverna. Reflecto y su encargo vibraron con la potencia de
esa petición. Volvió la calma. Entonces, el demonio continuó, su voz tensa por la angustia.
— ¿A dónde deberá enviarlos? Están en la ciudad del Pecado. ¡La ciudad de Dios está descartada!
Reflecto se levantó en la punta de los pies, su traje reluciendo aún más mientras temblaba anticipadamente. El prisionero
doce permanecía inmóvil, envuelto en una extraña calma.
Cada uno consideraba las alternativas, el peso del juicio inminente, la suerte de los demás cautivos, encogidos de miedo
en el limbo de la celda de resguardo. En eso, llegó la respuesta.
—Los enviaré —gritó Satanás— a la Ciudad de.... —Justo entonces, a mitad de la frase, en lo alto estalló un rayo y la luz
inundó el húmedo foso. El prisionero se sintió cegado; se cerraron sus párpados y flotó hacia atrás, ligero como una
pluma, reconfortada. El silencio cayó sobre él. En eso, el tenue quejido de los dos motores de jet acarició sus oídos.

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