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En Pels camins de l'etnografia: Un homenatge a Joan Prat.

Universitat Rovira i Virgili,


Tarragona, 2012, pp. 99-110

LA TOMA DE CONCIENCIA COMO PROCESO DE CONVERSIÓN


Sobre los relatos de incorporación a la militancia comunista bajo el franquismo
(1965-1977)

Manuel Delgado
Universitat de Barcelona

1. Los dudosos límites del campo religioso

Propiciadas por las políticas institucionales de “recuperación de la memoria


histórica” han aparecido en nuestro país en los últimos años una considerable cantidad
de trabajos de investigación, biografías, páginas web y compilaciones de testimonios en
los que militantes antifranquistas relatan su experiencia de lucha política, desde los
momentos iniciales en que experimentan una muchas veces indefinida inquietud en
relación con temáticas de justicia social, hasta la integración militante en alguna
organización política o sindical prohibida, para pasar luego a los avatares de la actividad
clandestina, en una primera fase marcada por el riesgo real a perder la vida y una
posterior, coincidente con los últimos lustros de la dictadura, en que la acción de masas
permitía unos mayores niveles de visibilidad, pero siempre bajo grandes renuncias
personales y con la posibilidad siempre presente de perder el trabajo, la integridad física
o la libertad.
En estos relatos de vida militante, sobre todo los correspondientes a la última
etapa del franquismo, entre 1965 y 1977 (sólo para el caso catalán y como muestra,
Adrohé y Rosa, 2001: Associació Catalana d’Expresos Polítics, 2002; Gallego i Marín,
1996; Gómez Anglada, 2010; Gutiérrez, 2004; Meroño, 2005; Moreno Claverías, 2006;
Padullés, J., 2010; Delgado, Padullés y Horta, 2012) resaltan una serie de elementos
coincidentes en casi todos los casos. Uno de ellos es la manera como quienes luego
serán antifranquistas encuadrados en partidos o sindicatos de izquierda dan cuenta de
una etapa inmediatamente anterior a su incorporación a la organización clandestina
narrada como si se tratase de una suerte de despertar, súbito o gradual, que les hace
darse cuenta de la auténtica naturaleza del mundo en que viven, como si una cortina se
descorriese y mostrará las cosas no tal y como se pensaban que eran y como la mayoría
las percibía, sino como lo que son: parte de un sistema intrínsecamente perverso e
indeseable que merecía ser destruido. Es a partir de esa revelación del verdadero rostro
de la realidad que quienes la han experimentado se sienten y se saben miembros de un
minoría de iluminados –en el sentido de que han sido beneficiados por un
esclarecimiento del que los demás carecen– que se considera impelida a actuar en
consecuencia, comprometida de manera irrevocable por esa visión especial que la ha
puesto en contacto con una verdad que determinará sus vidas. En todos los casos, las
historias de vida antifranquista apuntan ese momento dramático de inflexión en que el
sujeto descubre una alternativa que mejorará de manera absoluta su vida y la de todos,
una alternativa la adhesión a la cual implicará un cambio absoluto en su existencia,
marcada a partir de ese momento de poderosas relaciones afectivas con quienes

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comparte esa lucidez recién adquirida y por la reconsideración de las relaciones
emocionales con las otras instancias sociales con las que se encuentra o se encontraba
vinculado, como la familia, el trabajo, los amigos..., todo ello como resultado de la
decisión de consagrar su vida a la causa de hacer ver esa autenticidad revelada a otros.
Saben por fin lo que antes ignoraban: quiénes son y qué son. También que hay que
hacer. Esa experiencia de total certidumbre y el involucramiento a que conduce es lo
que todos los informantes definen como toma de conciencia.
El concepto de toma de conciencia tiene un determinado sentido en ciencias
cognitivas y de la conducta. Por ejemplo, la psicología genética identifica la toma de
conciencia con la mera conceptualización, es decir la operación que reconstruye y
sobrepasa una determinada experiencia y su correspondiente esquema de acción
convirtiéndolos en categoría (véase la compilación de Piaget, 1985). En cambio, la toma
de conciencia a la que se refieren los militantes clandestinos antifranquistas para
nombrar la transformación de su mentalidad y su adhesión a una causa vivida como
urgente y superior es de otra especie y es la misma a la que el marxismo clásico asigna
un papel fundamental en su aparato conceptual. Para Marx y Engels la toma de
conciencia es liberación de la alienación y es, ante todo, toma de conciencia de clase, es
decir la captación clara de las relaciones de antagonismo que el proletariado y sus
intereses mantienen con la burguesía y sus intereses. La toma de conciencia marxista,
por tanto, no es psicológica, sino que consiste en la percepción que el sujeto alcanza de
su condición última de objeto de una totalidad que le supera y le determina. La verdad a
la que esa toma de conciencia permite acceder es, como apuntaba Lukács (1985 [1920]),
la de la totalidad de un sistema social, político y sobre todo económico, una totalidad
que, una vez descubierta, permite al miembro de la clase obrera descubrir cuáles son sus
auténticos objetivos y cuáles las estrategias que convienen en orden a obtenerlos. Esa
conciencia de clase se vive subjetivamente, pero no es subjetiva. Es una conciencia, dirá
Lukács, pero no un “estado de conciencia”, ni tampoco una suma o una media de lo que
los miembros de una determinada colectividad piensan y sienten, sino otra cosa, que
consiste en la comprensión de que se piensa y se siente en calidad y como consecuencia
de la pertenencia a una clase social, en este caso al proletariado.
A Marx y Engels le cupo el mérito de haber continuado la tarea demoledora que
Feuerbach, Bauer y los neohegelianos habían emprendido contra la singularidad de lo
Pierre Bourdieu llamaría el “campo religioso” –espacio social de acción y de influencia
ocupado por “esta forma primordial de consenso que es el acuerdo sobre el sentido de
los signos y sobre el sentido del mundo que permiten construir” (Bourdieu, 1971: 297)–,
disolviéndolo en su base profana y reconociéndolo como una expresión más de lo
ideológico, al tiempo que se señalaba cómo era en ese ámbito aparentemente críptico de
lo místico en el que cabía clasificar no pocos aspectos de la vida social, entre ellos el
económico, como nos mostraba Marx al dilucidar el “misterio” del valor de cambio y la
transformación de un producto en mercadería (Marx, 1983 [1867]: 105-108; cf. Post,
1972). Lo que pasa es que bien podría decirse que tampoco la doctrina marxista del
proletariado y de su toma de conciencia se escapa de ese mismo halo que denota una
connotación filoreligiosa. En efecto, como algunos críticos de la nueva izquierda de la
década de 1964 hicieron notar, el proletariado del que Marx y Engels hablaban no
remitía a la existencia de un dato empírico cuya objetividad podía ser contrastada, y que
es idéntica a esa verdad que hasta entonces le había sido velada al nuevo militante.
Efectivamente, tanto la propia noción de proletariado en tanto que Ser trascendente,
como la misión histórica redentora que Marx y Engels le atribuían, no dejaban de ser
concesiones a un hegelianismo que nunca abandonaron del todo, a pesar de su aparente

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impugnación. Esa desmitificación de la clase obrera fue cosa, como se sabe, de autores
como André Gorz, sobre todo en el primer capítulo de su Adiós al proletariado (Gorz,
1981), donde se señala la deuda de Marx con las tres fuentes del heroísmo burgués del
XIX: el cientifismo, el cristianismo, pero sobre todo Hegel y su mixtificación del
Espíritu como entidad inmanente que desplegaba su acción teleológica en la Historia, a
la manera de un auténtica teofanía, cuyo instrumento sería el proletariado, pero un
proletariado que no sería tanto un dato objetivo presente en la realidad, sino como una
emanación puramente conceptual del propio programa filosófico marxista.
Ahora bien, esa denuncia de las concomitancias místicas del marxismo ortodoxo
no hicieron sino complicar más las cosas en cuanto al desdibujamiento de los límites
que permitían distinguir el marxista de otros entusiasmos militantes, pero de
motivación y finalidad trasmundanas. En efecto, a partir de mediados de los 60, el
izquierdismo contracultural del que Gorz era teórico, abandonó casi por completo el
pensamiento dialéctico y el materialismo para abandonarse a un lenguaje en que era
fácil reconocer preocupaciones y actitudes típicas de la escatología judeocristiana.
Podría hacerse una cierta génesis de ese proceso, y encontrar sus ascendentes clave en la
incorporación de elementos procedentes del discreto mesianismo de la teoría crítica
alemana, derivado de fuentes judaicas –Benjamin, Adorno, Horkheimer, Marcuse...– o
cristianas –Bloch. Se trataría del abandono del aporte de Engels por los teóricos de la
Escuela de Frankfurt, que habrían impuesto su predilección por un marxismo
acientífico, esotérico, antimaterialista, reductor del pensamiento de Marx a una mera
crítica de la alienación (Bermudo, 1979). A partir de ahí se pasaba a una concepción
mucho más cultural que social de la revolución, dependiente cada vez más de una
reconversión íntima de los individuos, lo que incorporaba al dialecto político constantes
alusiones a la “coherencia” e “integridad personales”, al “compromiso personal”, a la
“autorealización”, todo ello incluyendo ingredientes escatológicos que llamaban a la
“construcción de un mundo nuevo” y de una “nueva sociedad”. En este contexto, la
toma de conciencia se entendía cada vez más como una revelación psicológica del yo
inmanente, lo que la que la contracultura llamaba awareness, es decir “despertar”,
“lucidez”, etc. El resultado: algo así un marxismo-leninismo al servicio del
advenimiento de la Era de Acuario, que ha seguido por ese camino para desembocar en
esa especie de subjetivismo comunitarista o de comunitarismo subjetivista que
encontramos luego en los movimientos antiglobalización y, más cerca, en
movilizaciones como las del 15M español.
Ni que decir tiene que ese escoramiento místico acabó atrayendo a los sectores
más propensos a un cierto apocaliptismo en la Iglesia católica, que vieron abiertos los
caminos que permitían la reconciliación, incluso la fusión doctrinal, con un marxismo
así atemperado por su “espiritualización” y su apertura a las “esperanzas salvadoras” y a
los “nuevos mundos”, lo que estuvo en la base de la incorporación casi masiva de
católicos de base a los partidos comunistas europeos en las décadas de 1960 y 1970 e
incluso a movimientos insurreccionales en los llamados países en vías de desarrollo,
particularmente en América latina. En ambos casos, la noción de “toma de conciencia”
asumía ya abiertamente su naturaleza de un desvelamiento dramático de la Verdad, en
un sentido indistinguible del que reconocería la tradición revelacionista cristiana. De ahí
que un teórico de la teología radical como Harvey Cox no dude en equiparar lo que él
llama neomísticos con los nuevos militantes (Cox, 1983: 117-137), exponentes de lo que
llama “teología de la yuxtaposición” y variables al fin de una idéntica lucidez sobre la
naturaleza de los tiempos y lo urgente de una transformación de la vida, y de una vida
que siempre empieza y acaba siendo vida personal. Otro ejemplo de ello lo tendríamos

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en la manera como la toma de conciencia cobra un valor diferente cuando se asume por
pedagogías “liberadoras”, orientadas al desvelamiento de una verdad que había
permanecido oculta y que tenía esclavizado a quien debe ser formado, léase renovado.
El caso más paradigmático de ese educación que busca arrancar la venda de los ojos del
educando es el de la pedagogía de la liberación de Paulo Freire, que, en efecto, desde
una perspectiva cristiana progresista, muy en la línea de lo que fue la teología de la
liberación, aspira a transformar, a partir de esa exposición de y a la verdad, las
relaciones de cada cual con la naturaleza y con la sociedad, liberándola de las falsas
creencias y supersticiones que lo mantenían postrado en su propia esclavitud. Es lo que
Freire denominaba "concientización", o cambio radical en las estructuras mentales,
profundización de la toma de conciencia (Freire, 2005: 132).

2. La toma de conciencia en tanto que despertar

Es ahí donde cobra especial releve el aporte de Joan Prat (1999) y quienes han
trabajado en torno suyo (Prat, comp., 1990; Vargas, 1999; García Jorba, 2000;
Vallverdú, 2008) o en paralelo (Cantón Delgado, 1998; Cantón Delgado, Prat y
Vallverdú, comps., 1999; Cantón Delgado et al., 2004) sobre nuevos movimientos
religiosos, puesto que es de sus experiencias investigadoras y de su labor de
formalización teórica de donde politólogos e historiadores contemporaneistas podrían
obtener recursos explicativos de la máxima utilidad para analizar fenómenos sociales
actuales o cercanos y, entre ellos, el del sentido y el valor de la militancia política
antifranquista, máxime en un contexto de persecución política con cierto paralelo con el
que han de sufrir las víctimas de la moderna heresiología que tan valientemente ha
denunciado Prat y quienes han seguido su magisterio. En efecto, Joan Prat ha dedicado
años de investigación –propia, orientando trabajos, dirigiendo tesis doctorales– sobre
ese tipo de sectas que Bryan Wilson tipifica como conversionistas (Wilson, 1970: 66-
67), que se fundamentan en la convicción de que el mundo está corrompido de manera
absoluta y sólo podrá ser liberado de su miseria moral por una transformación que debe
ser personal antes que social, emotiva antes que ideológica. Los conversos son, en
efecto, individuos que han seguido procesos más o menos abruptos de vislumbramiento
de la Verdad, procesos que son prácticamente los mismos que los militantes secretos en
la España de Franco designan como de toma de conciencia, adquisición súbita o gradual
de una certeza con valor iniciático, puesto que hace de ella alguien del todo distinto. La
mecánica, como se ve, es idéntica y tiene que ver con una misma vivencia taxativa de lo
que William James, en su clásico ensayo sobre la experiencia religiosa, describía como
la unificación definitiva de un yo que hasta entonces se había sentido dividido y
fragmentado, proceso de adquisición de seguridad, firmeza y certeza de alguien que
vive su biografía hasta ese momento como una acumulación de desorientación, dudas y
errores (James, 1985 [1912]: 141-202).
Apenas diferencia –ni sociofuncional, ni psicológica– entre la conversión
religiosa y la toma de conciencia política y de clase. En ambos casos se produce una
visión portentosamente aclaratoria que cambia de una manera total al neófito, que puede
vivir esta metamorfosis personal de una manera gradual, pero también como una
especie de descarga, que hace ciertamente del visionario otra persona, siguiendo el
modelo que presta la mutación de Saulo de Tarso en San Pablo en el episodio de su
caída del caballo en el camino de Damasco, como aparece narrada en el capítulo 9 de

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los Hechos de los Apóstoles del Nuevo Testamento. De hecho, esa imagen tiene un
remedo explícito en la película de un director de cine comunista, Juan Antonio Bardem,
“El puente” (1977), que narra las sucesivas visiones de un trabajador –Alfredo Landa–,
inicialmente insensible a los problemas sociales y la lucha política, que emprende un
viaje en moto de Madrid a la Costa del Sol, en el transcurso del cual irá enfrentándose
con diferentes situaciones de injusticia y arbitrariedad. Cuando regresa de su
desplazamiento –sin duda iniciático– su concepción del mundo ha sufrido una total
transformación: ya no es quien era; ha despertado de su sueño; el obrero hasta aquel
momento indiferente ya no desprecia a sus compañeros sindicalistas, sino que al final de
la cinta se une a ellos para compartir su combate por el socialismo y la democracia.
Torremolinos ha sido su Damasco; la moto su caballo; el comunismo la voz de Cristo
resonando en su interior. Ha tomado conciencia.
En casi todo los ejemplos recogidos en autobiografías y testimonios de
luchadores antifranquistas en la última fase de la dictadura encontramos expresiones de
esa toma de conciencia que se corresponde con alguna o con una mezcla de diferentes
modalidades de conversión religiosa, sobre todo las que la tipificación clásica que Prat,
siguiendo a Lofland y Skonovd (Prat, 1999: 108-112), denominan intelectuales –
iluminación de duración media, escasa presión social y baja o media excitación
extática–, mística –alto nivel de emocionalidad, desencadenamiento súbito y
melodramático– y afectiva –estimulada por la participación en redes sociales o
familiares que propician el cambio. En todos los casos, la convicción radical a la que se
llega implica un cambio cualitativo en la percepción de los contextos y funciona como
una llamada inapelable, casi compulsiva, al compromiso y, más allá aún, a la
implicación –no permanecer quieto, "hacer algo”– y también a la complicidad activa
con otros con los que se comparte esta misma respuesta obtenida a las dudas y
contradicciones que dominaban la vivencia del mundo anterior al cambio moral
experimentado.
Los ejemplos de cómo se explicita esa conexión entre toma de conciencia
política y revelación religiosa son tan abundantes como se quiera. Así, uno de los poetas
de referencia del antifranquismo, comunista proveniente de la poesía mística, Blas de
Otero, lo expresa de modo claro: "He visto y he creido", proclama en "Fidelidad", un
poema publicado en 1965 en su libro Pido la voz y la palabra, del que el cantautor Luis
Pastor hizo una exitosa –al menos en ciertos ambientes– versión musical. Las crónicas
de la lucha contra la dictadura nos proveerían también de numerosas variables de esa
misma lógica. En su novela autobiográfica El tranvía azul –una de las que mejor refleja
la dimensión personal de la actividad clandestina en Catalunya bajo el franquismo–,
Víctor Mora –que militaba en el PSUC al mismo tiempo que creaba El Capitán Trueno–
expresa los sentimientos del protagonista inmediatamente después de haberse
incorporado a la organización antifascista y proclamarlo interiormente gritando en
silencio "¡Soy comunista!": "Calle de las Acacias abajo, bajo la llovizna que no cesaba,
Martí iba exaltando, iba sufriendo un deslumbramiento donde se mezclaban los
recuerdos de las injusticias y las humillaciones de que había sido objeto o que había
presenciado... Aquella especie de variedad laica de una ‘visión’ mística le causó un
nudo en la garganta y los ojos se le llenaron de lágrimas" (Mora, 1984: 66 y 67).
Resulta interesante como esta connotación religiosa de la incorporación a la
militancia política prohibida puede resultar explícita sobre todo a partir de la década de
los sesenta, coincidiendo nada casualmente con los cambios en la actitud de la Iglesia
frente al régimen franquista. En ese context0, la confusión entre estos dos niveles -el
mistérico y el político- no hará más que agudizarse y ver aumentar su incidencia con la

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incorporación a las formaciones clandestinas antifranquistas de sectores provenientes de
la Iglesia. Comisiones Obreras se nutren desde su fundación de militantes provenientes
de las Hermandades Obreras de Acción Católica –HOAC– y de la Juventud Obrera
Cristiana –JOC. Decenas de sacerdotes, monjas y seglares, influenciados por el
movimiento de Cristianos por el Socialismo, se integran en el combate clandestino
contra Franco, algunos con un papel dirigente, como Alfonso Carlos Comín o José
García Nieto, primero en Bandera Roja y después al PSUC. En paralelo a la apropiación
sistemática de locales eclesiales por las reuniones secretas y el compromiso de una parte
importante de clero con la causa democrática, los seminarios, los colegios religiosos, las
asociaciones parroquiales e incluso las agrupaciones scouts confesionales se
convirtieron en fuente de recursos humanos para la lucha clandestina.
En ese marco, los contrabandismos entre autoreflexión religiosa y toma de
conciencia son constantes y explícitos y confirman una y otra vez la factibilidad de
concebir la toma de conciencia como revelación. Lluís Marunys, militante del PSUC en
la comarca barcelonesa del Bages a finales de la década de 1960, evoca su tránsito de la
introspección de base cristiana propiciada por el Concilio Vaticano II a una toma de
posición política: “No sabría decir por qué, y es una de las cosas que me preocupa, pero
me empecé a cuestionar el tema religioso radicalmente. Iba a misa cada día, cada día
hacía media hora de meditación. La finalidad de la meditación para mí era clarísima: yo
no pensaba en Dios, yo pensaba en mí mismo y en la vida. Hacía meditación en casa o
si iba a misa me quedaba un rato, si tenía tiempo, en la iglesia pensando. Entonces hubo
una idea, resultado de todo este proceso de reflexión: lo que me interesaba, lo que me
motivaba, lo que llenaba mi meditación era ser un buen tío, ser mejor, ser una buena
persona, y ayudar a los otros, ser solidario y esas cosas. Me di cuenta que eso era el
centro de mi reflexión, que era sobre mí mismo y que Dios no pintaba nada. Entendía
que si Dios quería algo de mí era eso, que fuera un buen chico, y eso me lo tenía que
hacer yo y, por tanto, poco necesitaba a Dios. Esto fue como una iluminación”
(testimonio recogido por Jofre Padullés en Delgado, Padullés y Horta, 2012: 155). Clara
Ponsati, miembro del Comité Central de la Joventut Comunista de Catalunya en los
últimos años de la dictadura, podría ofrecernos una ilustración de esa yuxtaposición de
lenguajes. En el acto conmemorativo del 35 aniversario de la constitución del Comité
Nacional de la JCC, en 2005, evocaba: "En 1974 me mandaron al aniversario de
Dolores Ibarruri. Esto fue una experiencia mística" (en Mayayo et al., 2005: 18).
En conclusión. A la hora de hacer el balance y el elogio del aporte de Joan Prat,
uno de los méritos a reconocer es el de cómo sus trabajos en el ámbito de los nuevos
movimientos religiosos y de las sectas conversionistas en particular nos animó a los
estudiosos en antropología religiosa a rebasar sus límites para –devolviéndole la razón a
Marx y, antes que a él, a los jóvenes hegelianos de izquierda– reconocer su aplicabilidad
a ámbitos de la vida social que un cierto prejuicio nos habría hecho creer ajenos a lo que
en El Capital se definen como “las nebulosas regiones del mundo de la religión” (Marx,
1983 [1867]: 107) En este caso histórico particular que aquí se enfoca, unas
apreciaciones teóricas y unas constataciones empíricas a propósito del papel del
esclarecimiento radical de la realidad por medio de una revelación, que Prat y sus
discípulos llevaron a cabo en relación con denominaciones milenaristas, carismáticas,
pentecostales u orientalizantes, nos ayudarían a reconocer, aplicadas al recuerdo de la
incorporación a la militancia izquierdista en condiciones de clandestinidad, hasta qué
punto los combates en pos de un nuevo horizonte histórico emancipador pasaron a estar
hechos, cada vez más declaradamente, de los mismos mimbres que los de la iluminación
mística iniciática, demostrando cómo la izquierda revolucionaria ha tendido a sustituir

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cada vez más el análisis científico de la realidad por una “toma de conciencia” que no
dejaba de ser más que una variante secular del emocionalismo subjetivista propio de la
corrientes religiosas basadas en una divinización de la experiencia privada.

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