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CUADRANTEPHI No.

26-27 1
2013, Bogotá, Colombia

El saber vivir de Montaigne: entre la preocupación por el mundo y la realización


de la autárkeia

Carolina Piracoca Fajardo


Pregrado en filosofía
Universidad Nacional de Colombia
Bogotá
lacalledesilvia@hotmail.com

Resumen
El artículo comienza con las dos dificultades más apremiantes atribuidas a la filosofía
como forma de vida para ser llevada a cabo en un marco distinto al de la antigüedad, a
saber, su separación de una mirada crítica de las comprensiones del mundo, por
restringirse a ejercicios personales; y el carácter casi irrealizable de sus prácticas,
encaminadas hacia la autosuficiencia o autárkeia. Teniendo en cuenta lo anterior, me
interesa mostrar que Montaigne logra cristalizar dicha filosofía por su proximidad con el
Sócrates de Jenofonte. La proximidad tiene lugar por las reflexiones sobre el
conocimiento de sí y la autárkeia, pero es innegable reconocer, al mismo tiempo, cierta
distancia debido a la lectura de Montaigne que transforma estas reflexiones
acompañando el conocimiento de sí con la actividad crítica y definiendo la autárkeia
como un estado que depende de cada individuo.

Palabras clave: Sócrates, Jenofonte, filosofía como forma de vida, conocimiento de sí,
soledad.
Abstract
The article begins with the most compelling difficulties attributed to philosophy as a
way of life to be carried out in a different framework other than, namely, its separation
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of a critical look about understandings of the world, because of restricting itself to


personal exercises; and the almost unrealistic character of its practices, directed to self-
sufficiency or autárkeia. Taking into account all of the above, here I prove that
Montaigne crystallizes that philosophy by his proximity with Xenophon’s Socrates. The
proximity is taking place in reflection about self- knowledge and autárkeia, but it’s
undeniable to recognize, at the same time, a distance on account of reading of
Montaigne which transforms this reflections accompanying the self- knowledge with la
critical activity and defining autárkeia as a state which depends on each individual to
acquire.

Keywords: Socrates, Xenophon, philosophy as way of life, self- knowledge, solitude.

Introducción

Sería ingenuo de nuestra parte pensar que el ejercicio filosófico se ha mantenido sin
variación alguna y seguirá manteniéndose así hasta el final de los tiempos. Antes,
especialmente en la época helenística y romana, la filosofía era entendida como una
forma de vivir, “una manera de estar en el mundo, una manera que debe practicarse de
continuo y que ha de transformar el conjunto de la existencia” (Hadot, 2006, 236).
Asumiéndola en su sentido básico de “amor a la sabiduría”, la filosofía es la manera de
estar en el mundo orientada hacia la sabiduría; esta orientación hace de ella el modo de
existencia más excelso por implicar la serenidad, la libertad y la conciencia cósmica.
Para alcanzar la sabiduría, la filosofía se consagra como el remedio del alma destinado a
curar las pasiones, el conjunto de prácticas en las que se procura un estado de
autosuficiencia y el reconocimiento del lugar de cada uno en el cosmos (Ibíd., 237).

En este sentido, una objeción dirigida a la filosofía como forma de vida residiría en que
su preocupación se restringe a la ética, descuidando así la actividad teórica. Nada más
lejano de esta filosofía que la división entre teoría y práctica. Para mostrarlo conviene
mencionar las críticas de Epicteto destinadas a aquellos que se dedicaban a la lógica,
omitiendo el cuidado de sus representaciones, o recordar que el componente teórico se
concentra en principios o manuales de los que dispone el filósofo para actuar
correctamente.
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En este punto es preciso añadir que la filosofía como forma de vivir no comenzó
propiamente en el período helenístico, es más, podemos rastrearla hasta Sócrates y ver
en él su inauguración. En los diálogos que sostenía Sócrates con sus acompañantes, la
manera de estar en el mundo no era otra cosa que el cuidado de sí u ocuparse de uno
mismo. En el Alcibíades, el diálogo donde se ve con mayor nitidez este tema, el cuidado
de sí mismo es un tipo de técnica para hacer mejores a los hombres que la emplean.
Sólo en este sentido puede entenderse que el cuidado constituya la condición para la
vida política que tanto inquieta a Alcibíades: el que se hace mejor seguramente será un
buen gobernante en lugar de un tirano que utiliza a los otros como medios para
satisfacer sus deseos. Más adelante, el diálogo aclara que el sí mismo es el alma, la
posesión más valiosa, incluso la única si asumimos que las otras están sometidas a
contingencias. Para cuidarla es necesario saber qué es, mostrando, con ello, que el
cuidado implica el conocimiento de sí mismo; éste consiste, desde una mirada
eminentemente platónica, en reflejarse en lo divino y reconocer lo divino que hay en
uno mismo (cf. Foucault, 1990, 55).

En otro diálogo, el Protágoras, el cuidado de sí aparece como algo que se da en la


relación pedagógica con el otro, en la cual se pone a su disposición nada menos que el
alma; por esa razón, Sócrates es tan insistente en que no se puede dejar el cuidado de
uno mismo a cualquiera, mucho menos a un sofista. Y para completar este breve rastreo,
en el Gorgias, Sócrates opone la vida del filósofo y la vida del político, siendo aquella
la mejor por realizar un cuidado de sí que consiste en la moderación, esto es, velar por
la salud del alma procurando en ella un orden, una medida y una proporción. En el
Sócrates de Jenofonte también son abundantes las referencias al cuidado del alma. En
Recuerdos de Sócrates o Memorabilia1, el cuidado reside en la enkrateia o dominio de
los placeres, en la karteria como resistencia del cuerpo ante las circunstancias adversas
y, por la unión de estas dos, en la autárkeia o “bastarse a sí mismo” para necesitar lo
menos posible de los bienes externos. Leyendo estas líneas, podría creerse que el
cuidado de sí no presta mayor atención al cuerpo, sin embargo, y esto lo demuestra

1
De aquí en adelante, utilizaré el término Memorabilia y su abreviación Mem.
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varios pasajes de Memorabilia, hay que procurar un cuerpo sano; sin él, el alma se verá
agobiada por los dolores que le impedirán pensar con atención (cf. Mem III, 12, 7- 8).

Una filosofía semejante difícilmente es realizable en un marco distinto. Elaborar un


modo de existir por la misma línea de Sócrates es algo atribuido a un individuo singular.
Muy pocos estaríamos dispuestos a ocuparnos de nosotros mismos demostrando una
coherencia entre lo que decimos y hacemos o llevando a cabo prácticas destinadas a
dominar las pasiones que requieren invertir un tiempo considerable, más aún, cuando el
tiempo del mundo tecnocientífico se reduce al instante y la forma de vivir está dada por
el consumo.

Contrastando la filosofía como forma de vida con el ejercicio actual del filósofo, los
inconvenientes no se hacen esperar. Los departamentos de filosofía, en la mayoría de
universidades, están interesados en la elaboración de discursos más que procurar un
cuidado de sí por medio de la amistad, como lo hacía Sócrates con sus acompañantes y,
más tarde, las escuelas filosóficas con el vínculo entre maestro y discípulo. Y si la
filosofía ha intentado desmitificar esa imagen tan marcada de teoría desligada del
mundo, configurándose en actividad crítica, con la filosofía como forma de existir, el
ejercicio filosófico se restringiría con más fuerza al ámbito individual que no
respondería a los acuciantes problemas del aquí- ahora.

Pese a que este escenario desolador descarta la posibilidad de apelar a la filosofía como
forma de vida, me propongo demostrar un modo en que puede realizarse a partir de su
articulación con la actividad crítica y de la adecuación de las prácticas “inalcanzables”
de Sócrates a las capacidades del más común de los hombres. Para este fin, me ocuparé
de la forma de vivir de Michel de Montaigne, detallada en los Ensayos, y su tensionante
cercanía con el carácter natural y común del Sócrates de Jenofonte. La pertinencia de
acudir a una figura como Montaigne está en que no lleva a cabo la filosofía como forma
de vida tal como la concebían los griegos, en su lugar hace una reelaboración de la
misma.

Teniendo en cuenta lo anterior, en primer lugar, mostraré que para Montaigne la


filosofía es el saber vivir cimentado en una mirada dirigida hacia sí mismo, con tal de
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servir a los otros, y en una mirada orientada hacia el mundo. Desde estas dos miradas,
juzga las comprensiones imperantes y ordena un conocimiento útil tanto para las
situaciones concretas como para las cuestiones que aquejan a los hombres en cuanto
hombres. Y en segundo lugar, evidenciaré que Montaigne asume el ideal socrático de
una vida autárquica, pero lo hace de una forma bastante singular en la que no hay un
desdén tan estricto por las cosas externas ni ejercicios de resistencia para alcanzar la
virtud. Concretiza el ideal de talante divino e inalcanzable, a los ojos de los
acompañantes de Sócrates, ajustándolo a su propia vida.

1. Saber vivir conforme a la naturaleza

A lo largo de los Ensayos de Montaigne tiene lugar uno de los retratos más
enriquecedores y singulares que se haya hecho sobre la figura insondable de Sócrates:
enriquecedor por mostrar la posibilidad de elaborar un cuidado de sí a partir de la
apropiación del discurso socrático, y singular por tratarse de una manera particular de
traer e interpretar a Sócrates cuando el horizonte de la filosofía está dominado por la
autoridad escolástica. Frente a un retrato de estas proporciones, es inevitable
preguntarse: ¿cuál es el Sócrates que Montaigne muestra en él? Pese al hecho de
hallarse una cantidad considerable de referencias a Sócrates en varios lugares de los
Ensayos, hecho que impediría dilucidar una sola imagen del filósofo, el retrato viene a
condensarse en gran parte en De la fisonomía, donde se hace presente un Sócrates
eminentemente tangible y próximo.

En De la fisonomía hay una pequeña miscelánea de los rasgos esenciales de un Sócrates


tangible: tiene un conocimiento de sí mismo en la medida en que sabe cuáles son sus
cualidades y cuáles son los límites de sus fuerzas; sortea los contratiempos sin quejarse
o sin huir de ellos, lo cual puede verse en toda su magnitud con su disposición serena
hacia la muerte; elabora, por sus propios medios, el conocimiento sobre la vida y las
cosas útiles, dejando de lado cualquier ostentación; y, por último, sus discursos
exhortativos se valen de los casos más comunes de los hombres, sin requerir de un estilo
pomposo (cf. III, XII, 303- 305). Expuesta en esos términos, la miscelánea
correspondería a un hombre natural y común en todos los aspectos de su vida, un
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Sócrates que “no se elevó en modo alguno, sino más bien rebajó y retrotrajo a su punto
original y natural, sometiéndoselos, el vigor, la dureza y las dificultades” (Ibíd., 304).

Si nos preguntamos cuál de los dos Sócrates, el de Jenofonte o el de Platón, cumple con
estos rasgos, tendremos que inclinarlos hacia el de Jenofonte. Desde luego hay aspectos
compartidos por los dos, pero lo cierto es que se diferencian en que el de Jenofonte es
más humano, en cambio el otro es excepcional y con un cierto halo divino. Para mostrar
la diferencia recurriré a cuatro características que resaltan la “humanidad” del Sócrates
de Jenofonte: (i) no emplea la usual ironía que resultaba tan arrogante para los demás,
como sí lo hace el Sócrates de Platón. En Memorabilia, algunos de los diálogos
comienzan con un acercamiento más bien pedagógico en el que Sócrates se muestra
como un guía al hacer las preguntas. (ii) En contraste con el de Platón, no ve en el
ejercicio filosófico el cumplimiento de una misión divina. Aunque Sócrates tiene una
relación especial con la divinidad por la referencia al daimon que lo disuade de hacer
algo, en la Apología de Jenofonte el daimon es una de las tantas maneras, al igual que la
adivinación, en las que se comunica la divinidad (cf. Apología, 10- 13). (iii) En lugar de
ser un “atopos”, la figura fronteriza e inclasificable entre lo divino y lo humano (cf.
Hadot, 2006, 80), el Sócrates de Jenofonte se sitúa al nivel de sus acompañantes. En
varios pasajes del Libro II de Memorabilia, Sócrates es el phílos preocupado por el bien
de sus amigos, un consejero respecto a los problemas de la vida diaria, entre ellos, las
discusiones entre hermanos y la búsqueda de un trabajo. (iv) El Sócrates de Jenofonte
propone un conocimiento de sí a manera de examen de las cualidades que se poseen y
de discernimiento de los propios límites (cf. Mem. IV, 25- 30). Muy distinto es el
conocimiento de sí propuesto en los diálogos platónicos según el cual el alma se mira en
lo divino.

Montaigne comprende esta manera de existir común y natural del Sócrates de Jenofonte
en términos de “saber vivir”2 y, a partir de él, define su particular modo de concebir el
cuidado de sí. En un sentido amplio, alguien que cuida de sí mismo sabe vivir, y esto

2
Para Montaigne tiene una importancia central el “saber morir” definido como la tranquilidad del ánimo
en el momento de morir. Hace de él el asunto que incumbe a la filosofía hasta el punto de convertir la
filosofía en la preparación para la muerte. Aquí sólo hablaré del saber vivir puesto que éste implica el
saber morir. Si sabemos vivir, aceptaremos nuestra finitud y nuestros limitantes, al hacerlo nada nos
angustiará y seguramente recibiremos la muerte sin temor (cf. III, XII, 322).
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significa vivir conforme a la naturaleza. Podríamos entrever en esta afirmación la


búsqueda de un tipo de estado natural de armonía, tan característico del romanticismo, o
la reivindicación de una vida sin ninguna comodidad o posesión, como bien lo hacían
los cínicos, pero lo cierto es que vivir conforme a la naturaleza se resume en vivir
agradablemente y sin preocupaciones3, de acuerdo con las cualidades y los limitantes
propios.

En De la educación de los hijos, la filosofía es la encargada de enseñarnos a vivir


conforme a la naturaleza (cf. I, XXVI, 218), con lo cual se traza una distancia con la
concepción canónica del ejercicio filosófico en cuanto actividad puramente especulativa
y llena de renuncias. La razón de la escisión está en que la concepción canónica ha
suscitado en la mayoría la identificación del filósofo con el individuo austero y con el
pedante. El austero es el individuo que mitiga los placeres o renuncia a ellos con el fin
de alcanzar la virtud. Cuando decide soportar todo tipo de pruebas y realizar los más
duros ejercicios, termina por convertir el camino hacia la virtud en uno escabroso
difícilmente transitable para la mayoría (Ibíd., 215). Al igual que el austero, el filósofo
puede desplegar un conjunto de prácticas de privación que convierten su vida en un
continuo sacrificio para alcanzar la virtud al final de sus días En el trayecto hacia la
virtud, cree que debe comprometerse con un modo de vida regido por normas rigurosas
que lo librarán de optar por otros y de buscar el placer, hasta el punto de convertirlo en
algo cercano a una identidad.

Que el filósofo resulte ser un pedante es constatable por las siguientes apreciaciones: (i)
está convencido del carácter excelso de su manera de vivir en comparación con la de
otros y cree que esto justifica su actitud soberbia; (ii) repele cualquier desempeño de
labores útiles o de aquellas que tienen un valor para los demás; (iii) desdeña los
problemas del común de la gente por considerarlos asuntos vulgares (cf. I, XXV, 185).

3
Bastante próximo a Epicuro, Montaigne considera que la vida buena es el placer (cf. I, XX, 123- 124).
Con esta afirmación se distanciaría del Sócrates de Jenofonte, pues éste es descrito como “el más austero
para los placeres del amor y la comida”, y el placer en Memorabilia tiene una connotación negativa dado
que desvía al alma de su camino virtuoso. No obstante, Montaigne no se está refiriendo a los placeres de
cuerpo sino al placer de la virtud, el cual estima como el mayor de los placeres. Para ir más lejos,
Montaigne llama a la virtud “el placer” mientras los otros deleites son placeres de manera extensiva. La
razón está en que aquella es placer en sentido estricto por no involucrar ninguna clase de dolor, sólo
deleite; mientras los otros, entre los que están los de la comida, los de la bebida y los del eros, no están
exentos de sufrimientos.
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De acuerdo con Montaigne, las apreciaciones comienzan a debilitarse si se advierten los


errores en los que incurre el pedante. Su manera de vivir es peor que la del vulgo, pues,
teniendo a su disposición el conocimiento logrado por los otros, permanece ignorante
haciendo un mal uso del mismo; memoriza los discursos ajenos o adapta su
entendimiento a ellos para aumentar su acervo y presumir de él, ya que teniéndolo, cree
poseer el conocimiento definitivo y absoluto (Ibíd., 187). Sin embargo, no dudo en que
la diferencia entre el pedante y el austero, por un lado, y el filósofo, por el otro, resida
principalmente en el conocimiento de la naturaleza de este último.

Ante todo me interesa señalar que este conocimiento es la condición del saber vivir. Es
necesario conocer en qué consiste la naturaleza para acogernos a ella y vivir
agradablemente; pero dicho conocimiento de ninguna manera es el de una naturaleza
universal que abarca a todos los hombres sin excepción, es el de una naturaleza que
comprende lo que cada uno es, en su singularidad y su peculiaridad. Así las cosas, el
conocimiento que interesa a Montaigne es el de uno mismo (cf. Taylor, 1989, 197).
Admitiendo lo dicho, mi apuesta es que Montaigne circunscribe la condición del saber
vivir al conocimiento de sí del Sócrates de Jenofonte en sus dos sentidos: examen de las
cualidades y discernimiento de los límites.

El conocimiento de las cualidades significa para Montaigne advertir los rasgos


característicos de la naturaleza humana que le otorgan particularidad, estos no son otros
que el movimiento y el cambio. Lo anterior llevaría a decir que la naturaleza humana no
es tanto la esencia, como usualmente se piensa, sino la inconstancia. Esto se hace
evidente teniendo en cuenta que Montaigne rechaza cualquier insistencia en lo mismo y
en lo invariable, encargada de homogeneizar la multiplicidad y la diversidad de la
naturaleza humana:

Hay cierta razón para formarse juicios de un hombre por los rasgos más comunes de su
vida; más, dada la natural inestabilidad de nuestras costumbres y opiniones, con
frecuencia he pensado que incluso los buenos autores hacen mal al obstinarse en formar
de nosotros una manera de ser sólida y constante. Escogen una manera de ser universal y
según esta imagen, sitúan e interpretan todos los actos de un personaje, y, si no pueden
retorcerlos bastante, los disimulan (…) De los hombres me creo la constancia con mayor
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dificultad que cualquier otra cosa y nada con mayor facilidad que la inconstancia (II, I,
9- 10).

En vista de lo anterior, reparar en la naturaleza humana con toda su complejidad


equivale a aceptar que estamos irremediablemente permeados por la inconstancia ya sea
en nuestra condición física, como en nuestros preceptos y costumbres. La insistencia del
austero en una identidad que lo defina de una vez por todas, en un modo de vida
virtuoso en el que se excluya cualquier falla o en normas que gobiernen las acciones,
constituye una necedad e incluso la más clara muestra de ignorancia respecto a la
naturaleza humana.

Una de las prácticas de Montaigne en que se hace patente el examen de las cualidades es
el relato. Para Montaigne, el relato configura un saber sobre sí mismo y desde sí mismo
en el que son inútiles los preceptos de la ciencia o las doctrinas de los otros, pues se vale
de lo vivido por el individuo, es decir, sus transformaciones en el tiempo (cf. II, VI, 62-
63). En este sentido, estaríamos tentados a pensar que los Ensayos y cualquier relato de
este tipo es un ejercicio estrictamente personal y valioso sólo para aquél que lo escribe,
pero esto es discutible. El saber sobre sí mismo da lugar a un conocimiento sobre los
problemas más apremiantes para los hombres, y justamente esto es lo que sucede con
los Ensayos en la medida en que las experiencias de la guerra, la enfermedad, el
desempeño de un cargo, terminan por ser comprensiones bastante críticas de la libertad,
la cercanía de la muerte y la vida política.

Si esto no resulta convincente a la hora de superar la aparente individualidad, habrá que


recordar uno de los propósitos de Montaigne, a saber, la exhortación a aprender de todo
lo que encontremos a nuestro paso, incluso lo más nimio, y a servirnos de nosotros
mismos para hacerlo (cf. I, XXVI, 209). Al respecto conviene mencionar que por el
poco desarrollo dado, en los escritos de filósofos y poetas, ciertas afirmaciones pasan
desapercibidas y son tomadas como irrelevantes; corresponde, por lo tanto, al lector
hábil ahondar en ellas a partir de su entendimiento. Tal es el caso del amigo de
Montaigne, La Boétie, que al leer una frase sobre la tiranía de uno sobre muchos,
escribió De la Servidumbre voluntaria adoptando así algo ajeno para conformar un
discurso propio (cf. I, XXVI, 210). Lo mismo podría decirse de Montaigne: sus Ensayos
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esbozan algunos sucesos triviales con el fin de que otros puedan completar o cuestionar
los asuntos que allí se tratan, pues sólo así serán provechosos para los demás.

Pese a todas las reservas del caso, la inconstancia no sólo niega el carácter estático y
universal de la naturaleza humana, para dar paso a un yo que se está transformando la
mayoría de las veces, también niega la posibilidad de ejercer el control absoluto sobre el
mundo. Muy a pesar del pedante, las pretensiones de dominio y superioridad desde un
conocimiento absoluto y definitivo, que recibe el nombre de ciencia, se quedan en el
nivel ilusorio debido al carácter múltiple y móvil de los discursos referentes al mundo.

Hay varios discursos que pueden entrar en disputa entre ellos mismos o en relación con
uno que goza de cierto predominio. Los discursos establecidos son complementados con
otros sin constituir un conocimiento total que desvirtúe los restantes, o surgen nuevos
interrogantes y situaciones que cuestionan lo que se tenía por irrefutable. A esto podría
agregar que la ciencia es incapaz de aportar algún tipo de método para conducirse
correctamente en la vida, mucho menos para afrontar una situación tan ardua como la
muerte. No hay ninguna ley o norma que establezca un solo camino seguro hacia la
felicidad o garantice la manera exitosa de recibir la muerte sin ningún temor. A decir
verdad, la llamada ciencia se ha dedicado sobre todo a la ostentación de este tipo de
pretensiones: “…la ciencia, tratando de armarnos con nuevas defensas contra los males
naturales, nos ha grabado más en el pensamiento su grandeza y su peso que las razones
y sutilezas para protegernos de ellos” (III, XII, 307).

Tenemos ya ante nosotros el otro sentido de conocimiento de sí, el conocimiento de los


límites. Concibiendo “límite” en su doble función de “restringir” y “establecer
alcances”, el filósofo desiste de las pretensiones del conocimiento absoluto y definitivo,
pero con esto gana la estimación por lo que puede hacer y lo que no. Pero ¿qué sucede
con la superación de la individualidad? Otra de las prácticas de Montaigne es pertinente
aquí. Valiéndose de la conocida comparación de la vida con los juegos olímpicos,
atribuida a Pitágoras, Montaigne se inscribe con cierta reserva en la concepción de la
filosofía como contemplación de lo bello, lo divino y lo eterno. En lugar de hacer de
ésta una actividad solitaria fijada en una esfera superior, la sitúa en el mundo y la vuelve
hacia éste. Cambiando el sentido original de la comparación, dirá respecto a los
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filósofos: “Hay otros, y no son los peores, que no buscan otro fruto que observar el
cómo y el porqué de cada cosa y ser espectadores de las vidas de otros hombres para
juzgar y ordenar sobre ellos, la suya” (I, XXVI, 212).

Deteniéndonos en el pasaje, Montaigne no ignora que la labor filosófica está orientada a


examinar el cómo y el porqué, pero su interés está en circunscribir el objeto de estas
preguntas a las acciones de los hombres lo cual resulta constatable con una lista de
cuestiones que debe tener presente el filósofo, entre ellas: “por qué signos se conoce la
verdadera y sólida satisfacción, hasta dónde se ha de temer la muerte, el dolor y la
vergüenza, qué resortes nos mueven y cuál es el origen de tantas agitaciones en
nosotros” (Ibíd., 213). Por consiguiente, la contemplación defendida por Montaigne es
la contemplación de la vida de los hombres que, lejos de terminar en sí misma, tiene la
doble finalidad en el campo práctico de guiar al otro y formarse a sí mismo a partir de lo
aprendido de los demás.

De acuerdo con esta manera de entender la contemplación, puedo decir que la filosofía
es el tratamiento de lo humano en cuanto apertura hacia los otros. La apertura debe ser
entendida como la consideración de los libros, de la historia o de las costumbres, de tal
manera que se adviertan las formas de vida y las comprensiones del mundo que
sobrepasan y se oponen a las propias (Ibíd. 211), hasta el punto de constituir una
“mirada más completa”. Al decir “mirada más completa” me refiero al hecho de mirar
la complejidad de la naturaleza humana, tanto la propia como la del otro. En el pasaje
mencionado, Montaigne afirma que la contemplación del mundo está destinada a
conocer el propio ser, dicho en otras palabras, necesitamos mirarnos en el otro para
saber quiénes somos y cómo debemos actuar. Pero lo más notorio está en que
Montaigne defiende el hecho de tratar a los otros para percatarse de los obstáculos de lo
inmutable y de lo único. Lo considerado normal en algunos lugares es visto con
desaprobación en otros, lo que se creía verdad en un momento no resulta tan efectivo en
otro, y un mismo problema, por más que se diga que ha sido una constante histórica, no
es abordado de igual forma ni dejado en los mismo términos (Ibíd.).

Cabe señalar que tal apertura no debe caer en el domino del otro o en su total desprecio,
esto significaría seguir replegado en las propias verdades. Sin embargo, Montaigne no
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duda en decir que el mayor peligro reside en la negación de la propia voz por aceptar la
del otro. La tarea más apremiante está en establecer un diálogo en el que se “defienda
lo de cada uno” (Ibíd., 199). Cuando Montaigne habla de dicha defensa se refiere a tener
una posición propia al juzgar los discursos de otros para no crear ningún tipo de atadura
que vea en ellos la autoridad y, después de juzgarlos, asumir los discursos más
provechosos para llevar una vida virtuosa, llevándolos del campo de las simples
palabras hacia el terreno de la práctica.

A la luz de lo planteado, la filosofía es el saber vivir fundado en el conocimiento de sí


que, por el relato y el tratamiento con lo humano, requiere de la relación con el mundo
en lugar de sumirse en una individualidad recalcitrante. Ahora lo que quisiera mostrar es
que este saber vivir es un estado de autosuficiencia en el que se requiere muy poco de
las cosas externas. Tal estado es la soledad que, al implicar el conocimiento de sí, es un
estado realizable.

2. La soledad de Montaigne

La mayoría de las veces se ha entendido la soledad en relación con el sentimiento de


tristeza del melancólico y con el ímpetu de mantener la máxima distancia con los otros,
atribuido al hombre virtuoso. La soledad se ha erigido en el estado de abatimiento en el
que se carece de la compañía que se añora o en el que se busca reparar inútilmente las
acciones desdeñables que se cometieron por ignorancia o locura; asimismo, se ha visto
en la soledad el estado de permanente huida para conservar la virtud. Apartándose de
todo, el hombre virtuoso preservaría más fácilmente su carácter irreprochable y evitaría
tanto las desdichas, provocadas por la dependencia hacia las cosas inconstantes y
azarosas, como la posibilidad de cometer acciones indignas o de soportar las ajenas por
verse rodeado de otros, en su mayoría, hombres viles que lo hacen dudar de sí mismo o
lo menosprecian (cf., I, XXXIX, 301- 302).

A los ojos de Montaigne, la soledad tiene otro sentido. En De la soledad, es el estado


provechoso de recogimiento y de aislamiento del alma en sí misma que puede tener
lugar en la vida con los demás, aunque sus mayores alcances se hallan en la vida sin
compañía (Ibíd. 304). El recogimiento y el aislamiento consisten en saber pertenecerse,
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esto es, reconocer que, entre todas las cosas, lo único que está en nuestro poder es el
alma misma; que resulte ser la única posesión es demostrado con el conocido principio
estoico que diferencia lo que dependen de nosotros de lo que no.

Ha de tener, quien pueda, mujer, hijos y bienes; mas sin atarse a ellos de forma que su
destino de ellos dependa. Hemos de reservarnos una trastienda muy nuestra, libre, en la
que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella
se ha de tener ordinaria charla con uno mismo y tan privada que ninguna relación o
comunicación extraña halle en ella lugar… (I, XXXIX, 304).

En el pasaje, apropiándose del principio estoico, Montaigne separa lo que le pertenece


de lo que no. En el primer grupo coloca lo que he denominado cosas externas, mientras
en el segundo sitúa al alma. Hablo de cosas externas para referirme a todo lo que se
encuentra fuera del dominio del individuo ya sea por estar sujeto a otros factores, a la
fortuna o a las decisiones ajenas, en lugar de depender de la propia elección. En este
sentido, son cosas externas desde las riquezas, pasando por la familia, hasta incluir el
saber adquirido de otros pero no apropiado, lo cual resulta fácilmente comprobable si
nos percatamos de que cada una de estas “posesiones” puede ser conseguida de repente
o puede perderse en el transcurso del tiempo. Todo lo contrario ocurre con el alma. Está
en nuestro poder formarla para recibir con tranquilidad las circunstancias difíciles o
deteriorarla haciéndola incurrir en acciones oprobiosas y necias que la conducirán a la
desdicha. Ningún otro estará más a cargo de ella que nosotros mismos; si decidimos
dejarla bajo la guía de algún otro, estará en nuestras manos discernir a quién se la
entregamos y a quién estamos dispuestos a obedecer.

Las divergencias con Montaigne no se harían esperar si llegáramos a hacer de la


posesión o pertenencia del alma una constatación trivial sin ningún efecto en la práctica.
Lo más sensato es que cualquier inquietud discurra preferiblemente sobre el alma y toda
actividad esté orientada hacia su felicidad; por consiguiente, será mejor hablar de
pertenencia del alma cuando ésta se incline sobre ella misma de tal manera que los
demás asuntos, fuera de su alcance, carezcan de cierta importancia. Una inclinación de
estas proporciones insinúa que el alma se “basta a sí misma” y así lo asegura el pasaje
aludido por dos aserciones. Por una parte, el destino o mejor aun, la vida de ninguna
manera debe depender de las cosas externas. De no ser así, la ciega confianza en las
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cosas externas conducirá al alma a una dependencia en la que no hallaría ninguna


estabilidad. Siendo volubles como son, las cosas externas unas veces estarían al alcance
y otras no, en este vaivén, el alma sufriría con su ausencia y gozaría con su presencia
transitoria. Por otra parte, lo mejor que puede hacer el alma es conformarse con sus
propias fuerzas para alcanzar la felicidad.

Podría verse en esto un aspecto desfavorable para el alma, pero Montaigne hace de ella
su mayor cualidad. En palabras de Montaigne, el alma “puede hacerse compañía; tiene
con qué atacar y con qué defender, algo que recibir y algo que dar…” (Ibíd. 305). A mi
modo de ver, el alma se acompaña porque en el momento de sobrellevar las
adversidades contará con su propia ayuda, como sucede con el instante previo a la
muerte. Nadie le enseñará cómo enfrentarla ni qué se siente morir, sus únicas armas son
las experiencias similares que ha tenido4 y el ejercicio de comprender las verdaderas
dimensiones de la muerte, a saber, un estado inevitable e imposible de calificar entre los
bienes o los males. El alma, además, ataca y defiende en la medida en que un ejercicio
sobre sí misma puede protegerla de los peligros de la presunción o de la esclavitud de
las pasiones. Por último, el alma ofrece y recibe una vida buena y placentera bajo la
guía de la filosofía o una vida de sufrimientos por los castigos y las privaciones que
puede procurarse.

Hasta aquí he dicho que el saber pertenecerse es el reconocimiento del alma como la
única posesión. Pero considerando que el alma es calificada de este modo por inclinarse
sobre ella misma y tal inclinación es caracterizada por la autosuficiencia que sostiene, el
saber pertenecerse termina siendo la autosuficiencia del alma. Nos encontramos con una
noción de soledad definida en términos de autosuficiencia que seguiría de cerca la
autárkeia propuesta por el Sócrates de Memorabilia. En efecto, Montaigne mismo
encuentra en la figura de Sócrates el mayor ejemplo de la autosuficiencia:

4
Montaigne alude al sueño por sus rasgos semejantes a la muerte. Por ambos somos arrebatados de todo
contacto con los demás, no podemos actuar ni ejercer nuestras facultades y perdemos la noción de
nosotros mismos. Y ambos son procesos naturales e inevitables por más que se quiera escapar de ellos.
Así las cosas, el sueño esboza lo que puede pasar en el momento de la muerte y muestra que todo estado
de reposo o de total pasividad es inherente a la vida (cf. II, VI, 55).
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Vedle abogar ante sus jueces, ved con qué razones despierta su valor en los peligros de la
guerra, con qué argumentos fortalece su paciencia contra la calumnia, la tiranía, la
muerte y contra el proceder de su mujer, nada toma prestado del arte ni de las ciencias;
los más simples reconocen en ello sus propios medios y su propia fuerza; no es posible
retroceder ni bajar más. Gran favor le ha hecho a la naturaleza humana mostrándole
cuánto puede por sí misma (III, XII, 305).

En Memorabilia, los contados casos en los que se sugiere el término autárkeia se


relacionan con definiciones parecidas a “bastarse a sí mismo”, “estar falto de
necesidades”, “proveerse de todo y no carecer de nada”, “independencia de lo exterior”.
Todas estas definiciones pueden agruparse en la siguiente: suplir las necesidades por sí
mismo hasta el punto de recurrir muy poco a las cosas externas. Para Sócrates, este
estado es el más próximo a la felicidad: “Me parece Antifonte, que opinas que la
felicidad es molicie y derroche. En cambio, yo creo que no necesitar nada es algo
divino, y necesitar lo menos posible es estar cerquísima de la divinidad; como la
divinidad es la perfección, lo que está más cerca de la divinidad está también más cerca
de la perfección” (Mem. II, 6, 10).

En este pasaje, Sócrates responde a las objeciones del sofista Antifonte el cual considera
que prescindir de las posesiones hace de los hombres algo peor que los esclavos, pues al
menos éstos gozan de ciertas cosas; y los somete a una vida de miseria. Para refutarlo,
Sócrates le muestra que (i) la autárkeia es necesitar pocas cosas; (ii) lo que no necesita
nada es algo divino; (iii) lo que necesita de pocas se acerca en mucho a lo divino; (iv) lo
más cercano a lo divino es lo más cercano a lo perfecto; (v) la autárkeia es lo más
cercano a lo perfecto. Teniendo en cuenta que lo perfecto no requiere de algo fuera de sí
para estar completo y es lo más elevado en su género, la perfección aludida por Sócrates
es la felicidad en cuanto es la forma de vivir más excelsa y completa. Así resulta que la
autárkeia, por acercarse a lo perfecto, se encuentra más próxima a la felicidad.

Si nos ceñimos al lugar preponderante que ocupa y a la independencia respecto a las


cosas externas que supone, la soledad de Montaigne sigue de cerca la autárkeia de
Sócrates. Tanto la soledad como la autárkeia son estados bastante parecidos a la vida
feliz; para Montaigne, la soledad es el estado encaminado hacia la felicidad por tratarse
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de un estado que busca el placer en la relación del alma consigo misma (cf. I, XXXIX,
302).

En el caso de Sócrates se podría hablar de una identificación dado que, en el pasaje


mencionado, hay una gradación de autárkeia, divinidad y perfección. En la proposición
(ii) estaría implícita una noción de autárkeia absoluta definida en términos de “no
necesitar nada”, propia de la divinidad, mientras en el resto del argumento estaría en
juego una noción de autárkeia moderada entendida como “necesitar pocas cosas”,
concerniente a los hombres. La primera corresponde a la perfección y, con ello, a la
felicidad absoluta; en cambio, la segunda alude a una perfección aminorada y, por tanto,
a una felicidad en menor grado al alcance de los hombres. Cuando Sócrates insinúa que
la autárkeia se acerca a la perfección significa que la autárkeia moderada se acerca a la
felicidad absoluta, pero tal acercamiento lo interpreto también como la identificación de
esta autárkeia con la felicidad en menor grado; la razón está en que a pesar de no
alcanzar la felicidad absoluta, Sócrates es feliz. A lo largo de Memorabilia es
caracterizado como un hombre feliz, incluso es el más feliz de los hombres, pero no en
el sentido de vivir sin necesitar nada pues el mismo Sócrates aclara que requiere de
ciertas cosas muy básicas como poca comida y bebida; si esto es así, Sócrates es feliz
por realizar la felicidad disponible para los hombres en lugar de la felicidad absoluta.

La proximidad señalada entre Sócrates y Montaigne comienza a tambalearse al reparar


más a fondo en la gradación entre los tipos de autárkeia. A grandes rasgos podría
pensarse que con la autárkeia absoluta y la autárkeia moderada se acaban las
gradaciones; sin embargo, éstas comienzan a extenderse cuando el modo de vivir de
Sócrates es visto como la realización más elevada de la autárkeia moderada y, por lo
tanto, el modelo a seguir. De hecho, eso es lo que ocurre con los acompañantes de
Sócrates luego del diálogo en el que reconocen la necesidad de ocuparse del alma. La
mayoría de ellos desea tener la misma disposición de Sócrates frente a las cosas, pero lo
que logran son versiones distorsionadas de un modelo inalcanzable, como sucede con
Alcibíades, Aristipo y Aristodemo5. Es así que la gradación entre lo divino y lo humano

5
La autárkeia de Alcibíades es la autosuficiencia del tirano, bastarse a sí mismo es detentar tal poder que
de ninguna manera puede estar sujeto a las leyes (cf. O’Connor, 2011, 156). La de Aristipo es la
autosuficiencia del extranjero que no está subordinado a ningún marco político, bastarse a sí mismo es
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se extendería al dividirse este último nivel entre “la divinidad humana” de Sócrates y las
copias imperfectas de sus acompañantes.

Para Montaigne, la gradación sería inaceptable. Todo discurso, práctica o manera de


vivir con aires de arquetipo sería objeto de sospecha por su rechazo de la
homogenización. En consonancia con lo dicho, concibe la soledad como un estado
particular, según el carácter y las circunstancias de cada individuo, hasta llegar a hablar
de tipos de soledades en los que no cabe ningún desmérito del uno por el otro.

Valiéndose de varias situaciones, Montaigne muestra que la soledad no es un estado


privativo del sabio o del filósofo, más bien es un estado provechoso para cualquiera
siempre y cuando se estime su condición. En primera instancia, señala la soledad para
los hombres de edad avanzada que por su situación les conviene alejarse de todo: “Dice
Sócrates que los jóvenes han de instruirse, los hombres ejercitarse en hacer el bien y los
viejos retirarse de toda ocupación civil y militar, viviendo como les plazca sin atarse a
ningún oficio” (I, XXXIX, 306- 307). Posteriormente, aconseja una soledad semejante
para aquellos que se han ocupado durante toda la vida de los otros y no han tenido
suficiente tiempo para sí mismos: “Paréceme que la soledad tiene más base y razón de
ser para aquéllos que dieron al mundo su edad más activa y floreciente, como Tales por
ejemplo” (Ibíd. 306). Y finalmente, pasa a hablar de la soledad para los individuos con
un carácter pasivo y abstraído, dado que se amoldan mejor a ella (Ibíd. 307) sin dejar de
lado a los iracundos o fácilmente perturbables que por el hecho de no poder controlarse
en una circunstancia determinada, huir de ella es la mejor alternativa. Acomodándose a
cada individuo, la soledad puede darse en forma de entrega a Dios, a las letras, a los
trabajos manuales y a los asuntos domésticos, actividades que el mismo Montaigne
realizaba; pero debemos ser cuidadosos al respecto, los tipos de soledad pueden
conducir a una dedicación exagerada que convertiría el estado provechoso en uno lleno
de angustias, algo muy común en los que se dedican a los libros: “Los libros son
amenos; mas si con su trato frecuente perdemos al fin la alegría y la salud, nuestro
bienes más preciados, abandonémoslos” (Ibíd. 310).

tener un tipo de libertad distinta a la del disoluto y a la expresada por el hombre que gobierna a los otros
(Ibíd. 161). Por último, la autárkeia de Aristodemo es la autosuficiencia del “ateísmo”, bastarse a sí
mismo es renunciar a las acciones piadosas de los sacrificios y a la adivinación por suponer que los dioses
no se ocupan de los hombres debido a su condición elevada (Ibíd., 165).
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El acercamiento entre Montaigne y Sócrates es más notorio con el tratamiento de las


cosas externas, ambos estarían de acuerdo en que dedicarse a ellas conlleva la sujeción.
Sin duda alguna para Sócrates, los interesados por las riquezas acomodan su felicidad al
carácter inconstante del dinero, pero lo preocupante es esa otra sujeción característica de
los sofistas. Pese a que se ven a sí mismos como los maestros en el arte de la persuasión
por dominar a cualquiera en los asuntos públicos y, por este motivo, se consideran los
más poderosos, lo cierto es que, por recibir dinero, los sofistas están sometidos a todo
tipo de demandas y al carácter de aquél que realizó el pago sin importar qué tan
mezquino es; por consiguiente, no podrán enseñar a los que ellos elijan ni lo que ellos
quieran (cf. Mem. I, 6, 5).

Lo mismo ocurre con los bienes adquiridos por el dinero, a saber, la comida, la bebida y
la ropa. Si los demás creen que obteniendo las mejores cosas y en cantidades
considerables se podrá tener la mejor vida posible, Sócrates afirma que aquellos que
buscan estos bienes se encuentran sometidos a ellos. Acostumbrados como están a las
cosas, las perseguirán asiduamente cuando carezcan de ellas y, aunque posean
suficientes, perseguirán más por temor a perderlas o por creer que lo faltante los hará
más felices. Es tanto el sometimiento a los bienes externos que hombres así no podrán
resistir situaciones difíciles en las que falten, de manera que estando subyugados a los
bienes se encuentran sujetados a las circunstancias. Por depender de la ropa o de los
alimentos, serán incapaces de soportar el frío o la pobreza a tal punto que las
circunstancias terminarán turbándolos (Ibíd. 6).

La crítica de Sócrates no sólo se dirige a lo que la mayoría considera bienes, también se


encamina al conocimiento. Entre los consejos que brinda Sócrates a sus acompañantes
está el de dedicarse, de manera general, a las ciencias útiles al hombre en su vida
cotidiana, destacando entre ellas la geometría, la astronomía y la medicina (cf. Mem IV,
7). La pertinencia de estudiar cada una de estas ciencias radica en que los hombres
podrán solventar un incidente en cualquier campo por sí solos, en últimas, el estudio
contribuye a la autárkeia. Con todo, el estudio de las ciencias no está exento de riesgos,
puede generar un sometimiento parecido al que ocurre con las cosas externas. Los
dedicados a la astronomía, inicialmente para navegar los mares, pueden interesarse tanto
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en la ciencia que terminarán preguntándose por el origen del universo, entregando sus
vidas a estas cuestiones; desde el punto de vista de Sócrates, estos individuos olvidan lo
más importante, el cuidado de los asuntos humanos de los que depende la vida buena.

Sin duda, Montaigne se adhiere a la mirada socrática de las cosas externas. Más que
descubrir en ellas el medio para alcanzar la mejor vida posible, ve cierta sujeción que
llevará a los hombres a una vida desdichada. Lo anterior se confirma con la riqueza, la
fama, los oficios y el conocimiento, los cuales son objeto de examen a lo largo de los
Ensayos.

Para el preocupado por el dinero, tener riqueza equivale a tenerla en grandes cantidades,
sólo así cree suplir más necesidades y estar a salvo de imprevistos futuros; sin embargo,
lo que es estimado como un beneficio muchas veces es un obstáculo para la
tranquilidad. Tener dinero en grandes cantidades aumenta el temor de perderlo, el afán
de conseguir más por creer que no se cuenta con el suficiente, y la desconfianza hacia
los demás debido a que todos quieren poseerlo, de modo que siempre se buscarán las
maneras de conservarlo y esconderlo llegando a cuidar exclusivamente de él (cf. I, XIV,
106).

Pese al carácter negativo de las riquezas, Montaigne no desprecia a los que las tienen en
demasía: “En modo alguno considero a Arcesilao, filósofo menos virtuoso por haber
usado utensilios de oro y plata mientras se lo permitió la condición de su fortuna; y
estímole más que si se hubiera deshecho de ello, pues usábalo con moderación y
liberalidad” (I, XXXIX, 308). En defensa de Montaigne, alegaría que la ausencia de
desprecio está en su preferencia por las riquezas. A su vez, la preferencia reside en que
contribuyen a una vida feliz por solventar algunas necesidades que, seguramente, nos
impedirían ocuparnos de nosotros mismos de no ser satisfechas, y por permitir el deleite
de varios placeres como los viajes por el mundo, tan relevantes para Montaigne en la
ampliación del panorama del mundo. En estos términos, las riquezas son bienes pero
cabe hacer una salvedad: son bienes siempre y cuando se conciba su sujeción a la
inconstancia. En esto reside la diferencia con el preocupado por las riquezas. Mientras
éste busca conservarlas a toda costa, el que disfruta las riquezas sabe que puede
perderlas en cualquier momento.
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Disfrutar de las riquezas es algo que está fuera de la autárkeia socrática, sin embargo, a
Montaigne no le importa mucho converger exactamente con ella dado que la ha
asumido como una guía para su propia vida. Es más, le resulta sospechoso el “exceso de
filosofía”, es decir, la privación de los placeres que pueden proporcionar las cosas
externas, tanto así que parece concordar con el Calicles de los diálogos platónicos en su
crítica a la filosofía: “Calicles dice verdad, pues en su exceso la filosofía esclaviza
nuestra natural razón, y por una sutilidad importuna nos desvía del camino llano y
cómodo que la naturaleza nos ha trazado” (I, XXX, 258). La crítica al exceso de
filosofía parecería ir en contra de la soledad propuesta para algunos individuos, pero,
nuevamente a favor de Montaigne, diría que tal exceso se encuentra arraigado en la
privación de los placeres por medio de ejercicios de resistencia propios de la karteria6.
La resistencia a las condiciones difíciles elegidas por sí mismo o la provocación
voluntaria de cualquier tipo de dolor es incompatible con la vida agradable a la que
aspiran los hombres.

Por otra parte, la fama es aun más nociva. A primera vista, es algo preferible por tratarse
del reconocimiento que garantiza cierta inmortalidad a los hombres, pero la verdad es
que los ávidos de estimación se preocupan por las acciones excepcionales, sin importar
si son buenas o viles, y por el conocimiento en todas las áreas aunque sólo constituya un
acervo de discursos ajenos (cf. III, X, 157). Reparando detalladamente en esta
aspiración por la fama, lo que subyace en ella es la doble sumisión a la vanidad y a la
satisfacción de cualquiera. Los hombres están sujetos a la ostentación de sus acciones y
de sus conocimientos, por esto prefieren las plazas públicas o los círculos destacados
para hacer gala de sus discursos y despreciar a todo aquél que pueda atentar contra sus
opiniones. Tal ostentación tiene su móvil en la sujeción a la gente. Lo que realmente
importa es ganar el favor de los demás, ya sea el pueblo, el partido político, la iglesia o
el tirano sin importar cómo, lo cual termina siendo un absurdo para Montaigne puesto
que esta gente es, por lo general, ignorante respecto a lo más valioso en la vida e
inconstante en las opiniones (Ibíd. 158).

6
Καρτερία tiene dos sentidos: ser firme, constante o sufrir y soportar. Aquí recurro al segundo sentido
que es el utilizado por Jenofonte en su descripción de Sócrates: “durísimo (karterikotatos) frente a frío y
el calor y todas las fatigas” (Mem. I, 2,1).
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Los oficios tampoco se salvan de los ataques de Montaigne. Los hombres invierten
voluntariamente su tiempo y sus vidas en algo distinto de ellos mismos, se
comprometen con un oficio transformándose en siervos. Para mostrar las dimensiones
del compromiso desmedido con los oficios, Montaigne retrata la vida de su propio padre
el cual era alcalde de Burdeos: “En mi infancia recuerdo haberlo visto ya viejo, con el
alma cruelmente agitada a causa del trajín político, olvidando el dulce ambiente de su
casa (…) menospreciando su vida, que estuvo a punto de perder, comprometido por las
cosas públicas a largos y penosos viajes” (Ibíd., 133). Asediado por los problemas de
toda una ciudad, el gobernante pretende solucionarlos y garantizar el bien de los demás
renunciando a sus propios intereses. Pero esta renuncia no es la que se le exige al tirano,
el abandono del empeño egoísta de satisfacer sus deseos utilizando a los demás como
instrumentos, se trata de una renuncia teñida de un sentido negativo en la que el
individuo se olvida de sí mismo para estar abatido por todo y por todos, sobrepasando
así el límite de sus fuerzas y poniendo en peligro su propio bienestar (Ibíd.).

Ahora bien, hemos visto que el conocimiento es el asunto que más incumbe a
Montaigne. En relación con la autosuficiencia, lo que le incomoda no es tanto el saber
del presuntuoso sino el exceso de conocimiento que consiste en profundizar en una sola
ciencia o en una idea hasta alcanzar límites insospechados o caer en el dogmatismo.
Montaigne manifiesta que él mismo no busca un saber excesivo sino un saber general
sobre las ciencias más importantes: “Pues sé, en suma, que hay una medicina, una
jurisprudencia, cuatro partes en las que se divide la matemática y más o menos de lo que
tratan (…) Mas profundizar más, quemarme las cejas estudiando a Aristóteles, monarca
de la doctrina moderna, u obstinarme en alguna ciencia, eso jamás lo hice” (I, XXVI,
197). Desde mi punto de vista, hay dos razones que justifican el desdén por esmerarse
en una sola ciencia.

La primera razón es el olvido del saber vivir, ya esbozado con el problema de los libros.
El que ahonda únicamente en las ciencias no tiene tiempo suficiente para alcanzar la
virtud, establecer un trato humano, criticar su propio entendimiento y los juicios de los
demás, ni mucho menos para construir un conocimiento sobre los asuntos humanos. En
este sentido, Montaigne estaría de acuerdo con las razones de Sócrates para desaprobar
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el conocimiento excesivo. La segunda razón reside en adquirir conocimientos nocivos


para el alma (cf. III, XII, 306). Aunque Montaigne no da mayores luces sobre esto, me
arriesgaría a decir que lo nocivo se hace patente con el dogmático. Por comprometerse
con algún discurso, el dogmático lo defiende justificando con tenacidad cualquier
inconsistencia que presente, niega las posibles críticas que alguien le puede hacer y
discrimina los discursos alternativos que están en su contra al calificarlos
peyorativamente (Ibíd., 277).

Con todo y los inconvenientes que podrían atribuírsele a la filosofía como forma de
vida, he mostrado con la figura de Montaigne, y su tensionante cercanía con el Sócrates
de Jenofonte, la posibilidad de resolver las dificultades provocadas por este modo de
vivir. Que el Sócrates de Jenofonte sea el referente a lo largo de los Ensayos, resulta de
gran importancia para tal resolución en la medida en que se encuentra más cercano a los
hombres y se preocupa por los asuntos útiles de la vida, alejándose así de la imagen
tradicional del filósofo que se sitúa por encima de la mayoría y hace de lo útil para los
demás algo banal.

En cuanto a las dificultades, la separación existente con la actividad crítica es


insostenible. El saber vivir, como llamará Montaigne al cuidado de sí, requiere del
conocimiento de la naturaleza humana, de su inconstancia y de sus límites en lo
concerniente a la insistencia de ejercer un dominio absoluto sobre las circunstancias y
sobre los hombres; sin embargo, este conocimiento es posible mediante dos prácticas, a
saber, el relato y el tratamiento con lo humano, que desbordan la esfera privada para
dirigirse hacia los otros. Ciertamente, la finalidad principal de las dos prácticas es el
propio individuo, pero es innegable su relación con el cuestionamiento de los discursos
que atraviesan las comprensiones del mundo, la exhortación a los demás para que
recurran a su propio entendimiento, o la configuración de un diálogo en el que entran en
juego la defensa de uno mismo y la apropiación de lo dicho y vivido por los demás.

Con la dificultad que tiene lugar con las prácticas a favor de la vida autárquica, ocurre
lo mismo. Está infundada por el hecho de que la autárkeia es un estado disponible para
cualquier individuo al ajustarse a las capacidades, el carácter y las circunstancias
particulares de cada uno, en vez de tratarse de un modelo austero, propio del filósofo y,
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por ello, inalcanzable para la mayoría. Lo importante aquí no es tanto renunciar a las
cosas externas, como sí manejar correctamente las que se tienen aun si se las tiene en
demasía.

Para terminar, quisiera dejar abierta la oposición entre autárkeia y amistad incluida en
el cuidado de sí. La oposición se fundamenta en la imagen del filósofo como un
individuo que se basta a sí mismo a tal grado de no recurrir a los amigos. La autárkeia
de Montaigne estaría en la misma línea, pues, en algunos apartados de los Ensayos, no
dudará en decir que debemos valernos de nosotros mismos en situaciones en las que los
amigos seguramente no estarán presentes, como ocurre en la guerra y en la enfermedad;
no obstante, el lugar que ocupan los amigos para Montaigne podemos verlo en toda su
extensión en el capítulo De la amistad. En él, describe una amistad casi sublime
consolidada por la semejanza con el otro y el afecto sincero superior al de los hermanos.
Hacia el final del capítulo resulta notorio que exponga el dolor por la muerte de su
amigo más cercano sin temor a despreciar la vida a causa de esta pérdida, lo que
parecería poner en duda la autosuficiencia; pero a mi modo de ver está mostrando los
límites de la naturaleza humana frente a los cuales somos impotentes. En su propia
defensa, Montaigne diría que saber vivir no significa ignorar el dolor manteniéndose
victorioso en situaciones difíciles; saber vivir consiste, ante todo, en reconocer que la
naturaleza humana no está exenta del sufrimiento y no tenemos más remedio que
padecerlo.

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