En The Woman in the Window, ni bien es presentado a grandes trazos el
personaje de mediana edad encarnado por Edward G. Robinson, dos breves secuencias le alcanzan a Fritz Lang para introducir al partenaire femenino doblemente imaginario que anuncia el título del film. En un primer momento, un plano de conjunto muestra al hombre solitario deteniéndose, en una cálida noche de verano, ante una vidriera contigua al club que acostumbra visitar, en la esquina de la calle 44 y la avenida 50, para contemplar, a través de los reflejos de las fachadas aisladas, un retrato de mujer expuesto sobre un caballete. A este plano le sucede el retorno, en campo/contracampo, al plano cercano sobre el cuadro y el rostro, como aturdido, transportado, del profesor, antes de encontrarse con sus amigos que se ríen al verlo seducido por esa “chica de ensueño” (dream girl). Luego llega la noche, y llevado no se sabe por qué ensoñación, el hombre vuelve a esos lugares: nuevo campo/contracampo entre el espacio de la calle y el de la vidriera, en el que la discontinuidad es subrayada por un plano en el cual la cámara está emplazada en el interior del local; el reflejo del cuadro se proyecta sobre el vidrio detrás del cual se instala el personaje de Robinson. Entonces él ve sobreimprimirse, en los costados del retrato, otro reflejo más fascinante aun: aquel de su modelo o de su doble supuestamente real. Desde los trazos de Joan Bennett en la pintura, una panorámica revela de pronto que ella está, desde el comienzo, parada en la vereda. Como preludio a una aventura sórdida –que sólo se revertirá justamente en la escena final del sueño, impuesta a Lang por sus productores — que posee todos los contornos de una pesadilla, el retrato hace como un embrague: como en Laura, de Otto Preminger, pero en términos mucho más sucintos, la historia implica la entrada en escena del modelo y su sustitución, bajo el título del objeto carnal de deseo, del rostro imaginario de una imagen pictórica. Pero ¿qué es, planteo una vez más la pregunta, desear un ser en tanto imagen?. 1 Y: ¿qué hemos aprendido de la experiencia de la pintura y del cine sobre este punto? ¿En qué difieren ambas? Tan riesgosa como pueda parecer la comparación, evocaré, en eco con esas dos secuencias que no hacen sino una, aquella –de una crueldad en la que Serge Daney no ha dejado de reconocer cierto índice de lo que el cine de Chaplin podía tener de fundamentalmente moderno— con la cual culmina Luces de ciudad, y que atestigua a partir de lo dicho una ambición al menos singular sobre el plano formal. Apenas salido de prisión, Carlitos viene de ser molestado por una banda de muchachones. Quebrado, agotado, harapiento, pero no obstante encantado y como fascinado por el espectáculo, se detiene delante de un escaparate donde acaba de reconocer a la joven ciega vendedora de flores a quien, ignorando su propia miseria, él había ayudado a reunir los medios de recobrar la visión, permitiéndole operarse. Pero ¿cómo, en la situación en que se encuentra, del otro costado del vidrio, podría ella retribuirselo? La joven tiene a otro en mente, como imagen y objeto de deseo, infinitamente más seductor, asociado al ruido de la puerta de un automóvil 1 He planteado la cuestión en La peinture en écharpe. Delacroix, la photographie, Bruxelles, Y. Gevaert, 2001. p. 91 lujoso: aquel por cuyo habitáculo pasó corriendo Carlitos, al comienzo de la historia, para caer en la vereda, cerca de la reja delante de la cual ella estaba parada, con su canasta de flores al lado. Nada más alejado del príncipe encantado que ella imagina y que ha creído, un instante antes, ver entrar en su negocio, que ese pobre desdichado que la mira sin moverse, como aturdido, los ojos muy abiertos, y que a ella le divierte haber conquistado. Afectada por esa mirada, ella le ofrece una flor acompañada de una moneda, invitándolo a seguirla hacia la entrada del negocio donde, solamente tocándole la mano, lo reconocerá como quien es. “Usted!” Y Carlitos pregunta, dolorosamente, víctima de su propia generosidad: “Puedes ver ahora?” para escuchar su respuesta afirmativa: “Sí, puedo ver”. “You can see now?” Sobreentendido: “Puedes ver, por lo tanto, ¡véme tal cual soy!”. Lo que la muchacha no ha evitado, repito, es tocarlo. La operación reiterada, diremos aquí, es el montaje. Tocarlo, si no acaso sentir también su olor, sin que Carlitos haya emitido el menor sonido. Más allá de la belleza de esta secuencia con la que concluye el film, no hace falta notar la sucesión de etapas a través de las cuales el desconocimiento deja lugar, en la muchacha, al reconocimiento: una visión muda desde el comienzo, y que excluía de su parte toda interrogación sobre la identidad de su lamentable admirador, seguida de una prueba táctil, o bien olfativa, para arribar finalmente al estadio declarativo propio de la palabra. Se impone aquí una analogía con el conocido desarrollo del cine. Una evolución de la mirada en la cual Luces de la ciudad, el penúltimo gran film mudo de Chaplin (queda Tiempos modernos en 1936), realizado en lo más expansivo de la explosión del sonoro, es ya la muestra de un arcaísmo deliberado. Un film mudo, pero sin embargo sonoro: si el espectador queda reducido a leer los intertítulos, no pierde del todo los ruidos de la calle, comenzando por aquel de la puerta del auto de millonario que había bastado para alimentar el sueño de la pequeña mendiga. Otro aspecto de la escena llama nuestra atención, y que proviene del procedimiento en el sentido formalista del término (que sorprenderá a aquellos que no ven en Chaplin más que un clown genial). Aquí también una mujer se da a ver en un escaparate, pero bajo un modo externo a lo pictórico, y separada de aquel que la contempla por una pared que resulta materialmente neutralizada, como una evidencia deliberada, por su transparencia misma. Como signo de esto, en la sucesión de planos en campo y contracampo correspondiente al intercambio de miradas que se instaura entre la florista y aquel que ella toma por un lastimoso admirador, no queda otra traza ni índice del vidrio que los mantiene separados, más que en la conciencia de ello que puede tener el espectador. Por un efecto paradójico, esta secuencia entrecortada de planos parece constituir uno solo. La sutura ente ellos, que se presentan como las dos caras de una misma y única imagen, es asegurada por esta interfaz invisible, cuya actividad procede, en ausencia de todo reflejo y de toda resistencia, de toda juntura detectable como tal, de su falta de lugar (esto es, un modo de montaje transversal, por simple contacto, anverso y reverso, plano contra plano, como se diría de un contrachapado o de vidrios de doble placa). Esto corresponde, en el curso del film y el desarrollo del relato, a una estasis breve pero concluyente en la que uno reconocerá el equivalente, en términos de pintura, a un díptico. The Woman in the Window: la mujer en la vidriera. Una vidriera y no una ventana. Esa minucia que ignora la lengua inglesa será importante al tomar literalmente en cuenta la metáfora a la que se apega el término de Alberti, que asimila el cuadro más bien a una ventana abierta sobre la historia que describen los objetos representados. 1 ¿Y cómo no pensar, siempre en eco con el thriller de Fritz Lang (y de las que él podía tener o no conocimiento) en las imágenes de calles comerciales y de escaparates coloridos pintados por Franz Marc o August Macke en contrapunto con las innumerables “ventanas” que formaron, bajo la etiqueta del fauvismo, del expresionismo, del futurismo o del cubismo, y sin metáfora alguna, parte de lo más común de la pintura europea a la antigua dentro de lo que se ha tomado como un giro a la abstracción? La aparición simultánea, en el mismo plano de La mujer del cuadro, del retrato en el escaparate y del reflejo de su modelo en un espacio por lo menos indeciso, corresponde a un raccord especular entre campo y contracampo, sin duda sutil pero que nada debe al montaje, al menos en la acepción clásica, pre- godardiana, del término: la mujer está a la vez doblemente en la vidriera (bajo la forma redoblada del retrato y del reflejo sobre el vidrio) y en la calle. Si Lang ha cedido con cierta complacencia al imaginario de la prostitución, que pasa por la exhibición en un escaparate o por la demanda en la calle (cuando además aquí la primera conduce a lo segundo, como ocurrirá, por los caminos propios del sueño, en el encuentro entre el profesor y la muchacha mantenida) no podemos decir lo mismo del tratamiento reservado a la joven heroína de Luces de la ciudad. Allí donde la operación resume, en líneas generales, el encuadre, puede parecer que se justifica la retórica de la “ventana” y vamos hacia lo de Lang. Pero de modo inverso, Chaplin la habrá utilizado como un artificio que busca eliminar toda referencia explícita al cuadro en el cual la representación se lleva a cabo. Si en esto consiste el método, la paradoja es que si hay díptico en el sentido que he expuesto, lo hay sólo en la medida en que todo indicio de la estructura de madera o metal de la vidriera se desvanece para dejar lugar al sólo dato (él mismo imaginario) de un vidrio de perfecta transparencia que, en la elisión de toda delimitación, hace de juntura o de bisagra entre las dos secciones del espacio. Encuadre/desencuadre, plano/contraplano: la caza para otros ejemplos de “montaje transversal” queda abierta. La finalidad de ese montaje se igualaría a una modalidad entre otras, inédita tanto como incongruente, de esa convocatoria al cuadro, incluso hasta un cierto “hacer cuadro”, tal como esto puede jugarse en el cine. Lo que no puede determinarse es si ese método está o no emparejado necesariamente con una muda relación de deseo, de naturaleza escópica, de la que sería en definitiva el resorte. 1 “El quale reputo essere una finestra aperta per donde io miri quello che quivi sará dipinto” (Lo que considero es una ventana abierta, por la que se ha de ver la historia que voy a pintar) ... (Leon Battista Alberti, Della Pittura, I, 19)