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Ya a finales del siglo XIX e inicios del XX, ante el clima turbulento propiciado por la

crisis de fundamentos en la matemática y el derrocamiento de la física clásica

(por las teorías de la relatividad y cuántica), el matemático, físico y filósofo francés

Henri Poincaré (1902) daba los primeros pasos para flexibilizar el a priori kantiano,

conservando su función constitutiva pero sin comprometerse con una discutidísima

apodicticidad.

Estas ideas de Poincaré, reflejan un punto de vista que ha sido el

denominador común de los diferentes enfoques con los que se ha estudiado el

problema del a priori.

Por supuesto que no se trata de acomodar las características de un

concepto (en este caso, el a priori) ante cada exigencia empírica. Liberado del

lastre de “válido para siempre”, esta idea kantiana ha contado con la aceptación y

encomio de diversos pensadores (Poincaré, Einstein, Reichenbach, Arthur Pap, C.

I. Lewis, H. I. Brown, Michael Friedman, entre otros). En particular, Hans

Reichenbach (1921), llegó a calificar de logro filosófico eminente la idea de función

constitutiva del a priori, muy superior a la idea humeana de hábito.

Para C. I. Lewis (1929), los sistemas categoriales son necesarios en el

sentido en que legislan sobre el sujeto y no sobre la realidad en forma directa.

Siendo independiente de la experiencia, lo a priori no impone nada a la

experiencia, pero tiene carácter legislativo respecto de la actitud cognitiva del


sujeto. Es una constricción impuesta al sujeto y surgida de una libre elección. Este

es el elemento pragmático que introduce C. I. Lewis en la esfera del conocimiento.

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