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Tema 1 Disculpar y perdonar

Si camino por la calle y de pronto tropiezo, pierdo el equilibrio e involuntariamente arrojo al


suelo a una persona, lo que procede es pedir una disculpa. Si la víctima de mi accidente se da
cuenta que mi acción ha sido, en efecto, involuntaria, me disculpará, es decir, reconocerá
que no fui culpable. En cambio si ese mismo transeúnte, al llegar a su casa, insulta a su
esposa, no basta que luego solicite ser disculpado, deberá pedir perdón, porque ha sido
culpable de la ofensa cometida.

Se disculpa al inocente y se perdona al culpable. Disculpar es un acto de justicia, porque la


persona que ha ofendido merece que se le reconozca que no es culpable, tiene derecho a la
disculpa, mientras que el perdón trasciende la estricta justicia, porque el culpable, no
merece el perdón; si se le perdona es por un acto de amor, de misericordia.

No cabe duda que resulta más fácil disculpar que perdonar. Cuando me doy cuenta que
alguien no tiene la culpa, no encuentro en mí ninguna resistencia para disculparlo, porque lo
natural es reconocer su inculpabilidad. En cambio cuando, cuando descubro que el ofensor es
culpable de su acción, de ordinario, surge naturalmente una acción, inspirada por el sentido
de justicia, que exige que esa persona cargue con las consecuencias de su acción, que pague
el daño cometido. El perdón implica ir en contra de esa primera reacción espontánea, hay
que superarlo con la misericordia. Lo que, en cambio, no tiene sentido, porque se trataría de
un esfuerzo estéril, es perdonar lo que merece una simple disculpa.

En la vida ordinaria es frecuente que muchas acciones aparentemente ofensivas se


interpreten como agresiones culpables, cuando en realidad no lo son, porque carecen de
intencionalidad. Por ejemplo en las omisiones involuntarias. Una buena dosis de reflexión,
unida a la actitud de ponerse en el lugar del otro, permite comprender con objetividad tales
acciones u omisiones, y descubrir que en múltiples casos sólo basta disculpar, porque la
persona sólo actuó por error, por ignorancia o por simple distracción.
Otras veces ocurrirá que descubrimos circunstancias atenuantes que pueden reducir el grado
de culpabilidad, como el padre de familia que llega a casa cansado, después de un día
problemático en el trabajo, y reacciona con mal humor ante la música que están oyendo sus
hijos; o la esposa no recibe al marido con todo el afecto que él esperaría, porque está con los
nervios de punta, después que ha atendido múltiples asuntos domésticos. También puede
suceder que existen circunstancias permanentes, que si se comprenden simplifican
considerablemente el problema del perdón, por ejemplo los padres que reconocen las etapas
que viven sus hijos y no se sorprenden por reacciones ofensivas, y no pierden el tiempo
lamentándose por la ofensa del hijo y sí emplean el tiempo en formarlo.

No se trata de cerrar los ojos a la realidad, hay que distinguir con la mayor precisión lo que es
disculpable y lo que si necesita ser perdonado. Debemos esforzarnos por mirar realista y
objetivamente a los demás, que no consiste en juzgarlos y mirarlos como enemigos
potenciales, sino en mirarlos con amor.

Misericordia y perdón

En el antiguo testamento prevalecía la ley del Talión, inspirada en la estricta justicia. “ojo
por ojo, diente por diente”. Jesucristo viene a perfeccionar la antigua ley e introduce una
modificación fundamental que consiste en vincular la justicia a la misericordia, más aún en
subordinar la justicia al amor, lo cual resulta tremendamente revolucionario. A partir de
Jesucristo, las ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón forma parte esencial
del amor. “El perdón es una feseta del amor”.

La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos, choca, no solo, con el sentir de su
época, sino con el de todos los tiempos: “han oído ustedes que se dijo: ama a tu prójimo y
odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los
odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian” (Mt 5, 43-44). “Al que te golpee en
una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica”
(Lc 6, 28-29). Estas exigencias del amor superan la natural capacidad humana, por eso Jesús
invita a los suyos a una meta que no tiene límites, porque sólo desde ahí podrán lo que se les
está pidiendo: “Sean misericordiosos, como su padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Para este
ideal tenemos que contar con la ayuda de Dios.

Qué es perdonar

A Diferencia del resentimiento producido por ciertas ofensas, el perdón no es un sentimiento.


Perdonar no equivale a dejar de sentir
Hay quienes consideran que están incapacitados para perdonar ciertos agravios porque no
pueden dejar de sentir sus efectos, no pueden dejar de experimentar la herida, ni el odio, ni
el afán de venganza. La incapacidad para dejar de sentir el resentimiento, en el nivel
emocional, puede ser, efectivamente insuperable, al menos a corto plazo. Sin embargo si se
comprende que el perdón se sitúa en un nivel distinto al del resentimiento, esto es, en el
nivel de la voluntad, se descubrirá el camino que apunta a la solución.

El empleado que ha sido despedido injustamente de la empresa, el conyugue que ha sufrido la


infidelidad de su pareja, o los padres que han padecido el secuestro de un hijo, pueden
decidir perdonar, a pesar del sentimiento adverso que necesariamente están experimentando,
porque el perdón es un acto volitivo, es decir, de la voluntad y no un acto emocional.
Entender esta diferencia entre, entre sentir una emoción y tomar una decisión, es ya un paso
importante para clarificar un problema. Muchas veces en la vida tenemos que actuar en
sentido inverso a la dirección que marcan nuestros sentimientos, y de hecho lo hacemos
porque nuestra voluntad se sobrepone a nuestras emociones. Por ejemplo cuando sentimos
desanimo por algún fracaso que hemos tenido en la realización de alguna tarea, y en lugar de
abandonarla, nos sobreponemos y seguimos adelante hasta concluir; cuando alguien nos ha
molestado y sentimos el impulso de agredirlo, pero decidimos controlarnos y ser pacientes;
cuando experimentamos la inclinación hacia la pereza y, sin embargo, optamos por trabajar.
En todos estos casos se manifiesta la capacidad de la voluntad para dominar los sentimientos.
Lo mismo ocurre cuando perdonamos, a pesar de que emocionalmente nos encontremos
inclinados a no hacerlo.

El perdón es un acto de voluntad porque consiste en una decisión. ¿Cuál es el contenido de


esta decisión? ¿Qué es lo que decido cuando perdono? Al perdonar opto por cancelar la
deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme, y por lo tanto, lo libero en
cuanto deudor. No se trata, evidentemente, de suprimir la ofensa cometida, de eliminarla y
hacer como que nunca haya existido, porque carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar
la acción ofensiva y hacer que el ofensor vuelva la situación en que se encontraba antes de
cometerla. Pero nosotros cuando perdonamos realmente, desearíamos que el otro quedara
completamente eximido de la mala acción que cometió. Por eso, “perdonar implica pedir a
Dios que perdone, pues sólo así la ofensa es aniquilada”.

Un palpable ejemplo de este tipo de perdón es el de Dios que siempre está dispuesto a
cancelar toda deuda, a olvidar y a renovar. Nos serviremos de la siguiente meditación del
padre Juan Ferrán, para sacar las conclusiones de este tema.
Encontramos este relato en Lc 7, 36-50.

Es un relato maravilloso en todo su desarrollo. Comienza la historia con la invitación de un


fariseo a comer en su casa. En la misma ciudad había una mujer pecadora pública. Al saber
que Jesús estaba allí, cogió un frasco de alabastro de perfume, entró en la casa, se puso a
los pies de Jesús a llorar, mojando sus pies con sus lágrimas y secándoselos con sus cabellos,
ungió los pies de Cristo con el perfume y los besó. El fariseo, entretanto, ponía en duda a
Cristo. Pero Jesús, que leía su pensamiento, le propuso una parábola sobre un acreedor que
tenía dos deudores y a ambos perdonó. Se aprovechó de aquella parábola para salir en
defensa de aquella mujer comparando su actitud con la de él: la de ella llena de amor y
arrepentimiento; la de él llena de soberbia y vanidad. Tras ello, hace una afirmación que
parece la absolución tras una excelente confesión: “Le quedan perdonados sus muchos
pecados, porque ha mostrado mucho amor”, dice dirigiéndose al fariseo, llamado Simón. Y a
la mujer: “Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Los
comensales volvieron a juzgar a Jesús: “Quién es éste que hasta perdona los pecados?”.

Siempre que se mete uno a fondo en la propia vida y comprueba lo lejos de Dios que se
encuentra y ve cómo el pecado grave o menos grave nos domina, se puede sentir la tentación
del desaliento y de la desesperación. Del desaliento en cuanto a sentirse uno incapaz de
superar las propias limitaciones. De desesperación en cuanto a pensar que no se es digno del
perdón misericordioso de Dios. En estos momentos de los ejercicios, tras haber reflexionado
sobre el pecado, podemos sentirnos desalentados o desesperados. Por ello, es muy
importante sin frivolidad y sin infantilismos, -porque a veces se toma a Dios así-, echarnos
en brazos de la misericordia divina.

Dios siempre está dispuesto a perdonar, a olvidar, a renovar. Ahí tenemos la parábola del
hijo pródigo en la que un padre espera con ansia la vuelta de su hijo que se ha ido
voluntariamente de su casa. Dios siempre nos espera; siempre aguarda nuestro retorno; nada
es demasiado grande para su misericordia. Nunca debemos permitir que la desconfianza en
Dios tome prisionero nuestro corazón, pues entonces habríamos matado en nosotros toda
esperanza de conversión y de salvación. La misericordia del Señor es eterna. En el libro del
Profeta Oseas leemos frases que nos descubren esa ternura de Dios hacia nosotros: “Cuando
Israel era niño, yo le amé... Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí... Con cuerdas
humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra
su mejilla...” (11, 1-4).

Frecuentemente una de las acciones más específicas del demonio es desalentarnos y


desesperarnos. “Ya no tienes remedio. Ya es demasiado lo que has hecho”. Y muchos de
nosotros nos dejamos llevar por esos sentimientos que nos quitan no sólo la paz, sino la
fuerza para luchar por ser mejores. Dios, en cambio, siempre nos espera, porque nos ama,
porque no se resigna a perder lo que su Amor ha creado. “Yo te desposaré conmigo para
siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión” (Os 2,21).
Qué nunca el temor al perdón de Dios nos aparte de volver a El una y otra vez! Hasta el
último día de nuestra vida nos estará esperando.

La misericordia de Dios, sin embargo, no se puede tomar a broma. Ella nace en el


conocimiento que Dios tiene de nuestra fragilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra
condición humana, y, sobre todo, del amor que nos profesa, pues “El quiere que todos se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. La misericordia divina no puede, en cambio,
ser el tópico al que recurrimos frecuentemente para justificar sin más una conducta poco
acorde con nuestra realidad de cristianos y de seres humanos, o para permitirnos atentar
contra la paciencia divina por medio de nuestra presunción.

A espaldas de la pecadora sólo hay una realidad: el pecado. En su horizonte sólo una
promesa: la tristeza, la desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace realidad Cristo,
el rostro humano de Dios. Ella nos va enseñar cómo actúa Dios cuando el ser humano se le
presta.

La mujer reconoce ante todo que es una pecadora. Esas lágrimas que derrama son realmente
sinceras y demuestran todo el dolor que aquella mujer experimentaba tras una vida de
pecado, alejada de Dios, vacía. Hay lágrimas físicas y también morales. Todas valen para
reconocer que nos duele ofender a Dios, vivir alejados de Él. A ella no le importaba el
comentario de los demás. Quería resarcir su vida, y había encontrado en aquel hombre la
posibilidad de la vuelta a un Dios de amor, de perdón, de misericordia. Por eso está ahí,
haciendo lo más difícil: reconocerse infeliz y necesitada de perdón.

Cristo, que lee el pensamiento, como lo demostró al hablar con Simón el fariseo, toca en el
corazón de aquella mujer todo el dolor de sus pecados por un lado, y todo el amor que
quiere salir de ella, por otro. Todo está así preparado para el re-encuentro con Dios. Se pone
decididamente de su parte. Reconoce que ella ha pecado mucho (debía quinientos denarios).
Pero también afirma que el amor es mucho mayor el mismo pecado. “Le quedan perdonados
sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor”. Se realiza así aquella promesa
divina: “Dónde abundó el pecado, sobreabundó la misericordia”. El corazón de aquella mujer
queda trasformado por el amor de Dios. Es una criatura nueva, salvada, limpia, pura.

La misericordia divina le impone un camino: “Vete en paz”. Es algo así como: “Abandona ese
camino de desesperación, de tristeza, de sufrimiento”. Coge ese otro derrotero de la
alegría, de la ilusión, de la paz que sólo encontrarás en la casa de tu Padre Dios. No sabemos
nada de esta pecadora anónima. No sabemos si siguió a Cristo dentro del grupo de las
mujeres o qué fue de ella. Pero estamos seguros de que a partir de aquel día su vida cambio
definitivamente. También a ella la salvó aquella misericordia que salvó a la adúltera, a
Pedro, a Zaqueo, y a tantos más.

En nuestra vida de cristianos, y muy especialmente en la vida de la mujer, tan sensible a la


falta de amor, tan proclive al desaliento, tan inclinada a sufrir la ingratitud de los demás, es
muy fácil comprender lo que le dolemos a Dios cuando nos apartamos de su amor y de su
bondad. Por ello, abrámonos a la Misericordia divina para reforzar nuestra decisión de nunca
pecar, de nunca abandonar la casa del Padre, de nunca intentar probar ese camino de
tristeza y de dolor que es el pecado.

La constatación de nuestras miserias, a veces reiteradas, nunca deben convertirse en


desconfianza hacia Dios. Más aún, nuestras miserias deben convencernos de que la victoria
sobre las mismas no es obra fundamentalmente nuestra sino de la gracia divina. Sólo no
podemos. Es a Dios a quien debemos pedirle que nos salve, que nos cure, que nos redima. Si
Dios no hace crecer la planta es inútil todo esfuerzo humano. Somos hijos del pecado desde
nuestra juventud. Sólo Dios pude salvarnos.

Junto a esta esperanza de salvación de parte de Dios, la Misericordia divina exige nuestro
esfuerzo para no ser fáciles en este alejarnos con frecuencia de la casa del Padre. Hay que
luchar incansablemente para vivir siempre ahí, para estar siempre con Él, para defender por
todos los medios la amistad con Dios. El pecado habitual o el vivir habitualmente en pecado
no puede ser algo normal en nosotros, y menos el pensar que al fin y al cabo como Dios es
tan bueno... Estaremos siempre en condiciones o en posibilidades de invocar el perdón y la
misericordia divina?

No olvidemos que como la pecadora siempre tenemos la gran baza y ayuda de la confesión.
Ella hizo una confesión pública de sus pecados, manifestó su profundo arrepentimiento,
demostró su propósito de enmienda. Al final Cristo la absolvió. La confesión es fundamental
para el perdón de los pecados. Más aún, es necesaria la confesión frecuente, humilde,
confiada. Como otras muchas cosas, sólo a Dios se le ha podido ocurrir este sacramento de la
misericordia y del perdón. No acercarse a la confesión con frecuencia es una temeridad.
Tenemos demasiado fácil el regreso a Dios.

Cuestionario práctico

El cuestionario práctico nos ayuda y llena de luz porque confronta nuestra vida con las
exigencias objetivas de la vocación cristiana, haciéndonos conocer las desviaciones o avances
positivos, así como la raíz más profunda de sus causas. Nos ayuda también a suscitar dentro
de nosotros una actitud de contrición, al propósito de superación cuando vemos lo negativo y
de gratitud con Dios cuando reconocemos con sencillez nuestro progreso. Además el católico,
el cristiano es un soldado de Jesucristo que con frecuencia debe limpiar, afilar y ajustar la
armadura según lo recomienda San Pablo: “Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la
fuerza de su poder, revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir contra las
asechanzas del diablo…y tras haber vencido todo, os mantengáis firmes” (Ef.6. 10-13)

El examen de conciencia realizado con seriedad y continuidad, es un gran medio para


alcanzar el conocimiento personal, la madurez, la coherencia de vida y el progreso por el
camino del bien. Nos hace sensibles al pecado y nos ayuda a superar las tentaciones, pruebas
y contrariedades.

A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a examinar tu propia vida, tus


principios, tus criterios conforme al criterio del evangelio.

(Las respuestas NO se publican en los foros, es de uso personal)

¿Soy caritativo en mis pensamientos hacia los demás? ¿Se disculpar los fallos y errores? ¿o me
he formado ya la costumbre de mirar todo con ojos justicieros e interpretar su forma de
actuar?

¿He desechado ya de mi vida todo rencor? ¿Toda envidia? ¿Celos? ¿Deseo de venganza? ¿Habita
en mí el perdón y la misericordia?

¿Oro por los demás especialmente aquellos que me han hecho del mal? ¿Cuándo perdono
verdaderamente cancelo la deuda que la otra persona ha contraído hacia mi
independientemente si me pide o no este perdón?
Por qué perdonar

Por qué perdonar. La pregunta tiene su lógica: si es tan difícil perdonar, al menos ciertas
ofensas, ¿qué necesidad tenemos de hacerlo?; ¿vale la pena?, ¿qué beneficios trae consigo el
perdón?; en definitiva, ¿por qué habremos de perdonar?

El primer motivo que probablemente vendrá a la mente es que, cuando perdonamos, nos
liberamos de la esclavitud producida por el odio y el resentimiento, para recobrar la felicidad
que había quedado bloqueada por esos sentimientos. Algo que ayudaría muchísimo es darme
cuenta que sentir el resentimiento hacia otra persona, he depositado mi felicidad en las
manos de esa persona. Le he conferido un poder muy real hacia mí. Volveré a ser libre cuando
tome en mis manos la responsabilidad de mi propia felicidad.
Esto normalmente quiere decir que debo perdonar a la persona que resiento. Debo liberar a
esa persona de la deuda real o imaginaria que me debe y debo liberarme a mí mismo del
elevado precio del constante resentimiento.

También tiene mucho sentido perdonar en función de nuestras relaciones con los demás. Las
diferencias con las personas que tratamos y queremos forman parte ordinaria de esas
relaciones. Algunas veces, tales diferencias pueden convertirse en agravios, que duelen más
cuando provienen de quienes más queremos: los padres, los hijos, el propio conyugue, los
amigos o las amigas. Si existe la capacidad y disposición de perdonar, estas situaciones
dolorosas se superan y se recobra el amor a la amistad. En cambio, sino se perdonan, el amor
se enfría o, incluso, puede quedar convertido, en odio; y la amistad, con todo el valor que
encierra, puede perderse para siempre.

Además de estos motivos humanos para perdonar, existen rezones que podríamos llamar
sobrenaturales, porque derivan de nuestra relación con Dios. De ninguna manera se
contraponen a las anteriores, sino que las refuerzan y complementan. Hay algunas situaciones
extremas en las que los argumentos humanos resultan insuficientes para perdonar, y
entonces, se hace necesario recurrir a este otro nivel trascendente para encontrar el apoyo
que falta. ¿Cuáles son estas razones?

Dios nos ha hecho libres y, por tanto, capaces de amarle o de ofenderle mediante el pecado.
Si optamos por ofenderle, Él nos puede perdonar si nos arrepentimos, pero para ella ha
establecido una condición: que antes perdonemos nosotros al prójimo que nos haya
agraviado. Así lo repetimos en la oración del padre nuestro:”Perdona nuestras ofensas, como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Podríamos preguntarnos porque Dios
condiciona su perdón a que nosotros perdonemos y, aún más, nos exige que perdonemos a
nuestros enemigos incondicionalmente, es decir, aunque éstos no quieran rectificar.
Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor para
nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede penetrar en
nosotros sino modificamos nuestras disposiciones. Al negarnos a perdonar a nuestros
hermanos y hermanas, el corazón se cierra, se endurece y se lo hace impenetrable al amor
misericordioso del padre. Dios respeta nuestra libertad. Condiciona su intervención a nuestra
libre apertura para recibir su ayuda. Y la llave que abre el corazón para que el perdón divino
pueda entrar es el acto de perdonar libremente a quien nos ha ofendido, no sólo alguna vez,
aisladamente, sino incluso de manera reiterativa.
Porque tal vez no es tan difícil perdonar sólo una gran ofensa. ¿Pero cómo olvidar las
provocaciones incesantes de la vida cotidiana?, ¿cómo perdonar de manera permanente a una
suegra dominante, a un marido fastidioso, a una esposa regañona, a una hija egoísta o a un
hijo mentiroso? A mi modo de ver, sólo es posible conseguirlo recordando nuestra situación,
comprendiendo el sentido el sentido de estas palabras en nuestras oraciones de cada noche:
“perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Sólo en
estas condiciones podemos ser perdonados.
Además Jesús insistió muchas otras veces en la necesidad del perdón. Cuando Pedro le
pregunta si hay que perdonar hasta siete veces, le contesta que hasta setenta veces siete,
indicando con la respuesta que el perdón no tiene límites; pidió perdonar a todos, incluso a
los enemigos, y a los que devuelven mal por bien. Para el cristiano, estas enseñanzas
constituyen una razón poderosa a favor del perdón, pues están dictadas por el maestro.
Pero Jesús que es el modelo a seguir para quien tiene fe en él, no sólo predicó el perdón sino
que lo practicó innumerables veces. En su vida encontramos abundantes hechos en los que se
pone de manifiesto su facilidad para perdonar, lo cual es probablemente la nota mejor que
expresa el amor que hay en su corazón: Por ejemplo mientras los escribas y fariseos acusan a
una mujer sorprendida en adulterio, Jesús la perdona y le aconseja que no peque más;
cuando le llevan a un paralítico en una camilla para que lo cure, antes le perdona sus
pecados; cuando Pedro lo niega por tres veces, a pesar de las advertencias, Jesús lo mira, lo
hace reaccionar y no solamente le perdona, sino que le devuelve toda confianza, dejándole al
frente de la Iglesia. Y el momento culminante del perdón de Jesús tiene lugar en la cruz,
cuando eleva su oración por aquellos que le están martirizando: “Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen”.

La consideración de que el pecado es una ofensa a Dios, que la ofensa adquiere dimensiones
infinitas por ser Dios el ofendido, y a pesar de ello Dios perdona nuestros pecados, cuando
ponemos lo que está de nuestra parte, nos permite ver la desproporción tan grande que
existe entre ese perdón divino y el perdón humano. Por eso resulta muy lógico el siguiente
consejo: “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el
primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te
perdona Dios a ti”. Y este “más” incluye el aspecto cuantitativo, es decir las innumerables
veces que hemos ofendido a Dios y Él ha estado dispuesto a perdonarnos. Por eso, este
argumento tiene valor perenne, cualquiera que sea la magnitud de la ofensa que hayamos
recibido, y el número de veces que hemos sido agraviados.

Hasta donde perdonar

Hay ofensas que parecerían imperdonables por su magnitud, por recaer en personas inocentes
o por las consecuencias que de ellas se derivan. Humanamente hablando no encontraríamos
justificación suficiente para perdonarlas, y es que el perdón no se puede entender, en toda su
dimensión y en todos los casos, con esquemas sólo humanos. Sólo desde la perspectiva de Dios
podemos comprender que incluso lo que parece imperdonable puede ser perdonado, porque
“no hay límite ni medida en el perdón, especialmente en el divino”. El hombre si realmente
desea perdonar, debe vincularse a Dios. Sólo así se explica, por ejemplo, el testimonio de
Juan Pablo II que sacudió a la humanidad cuando, a los pocos días del atentado del 13 de
mayo de 1981, en cuanto salió del hospital, visitó personalmente a su agresor, Ali Agca, lo
abrazó, y posteriormente comentó: “Le he hablado como se le habla a un hermano que goza
de mi confianza, y al que he perdonado”.

Esta universalidad del perdón incluye también aquellas ofensas que más nos cuestan
perdonar: las que padecen las personas que más amamos. Emocionalmente experimentamos
en estos casos que, si perdonamos a quienes han cometido el abuso, estamos traicionando el
afecto que sentimos hacia la persona ofendido. Pero una vez más será preciso no dejarse
llevar por el sentimiento y tratar de distinguir el afecto que sentimos hacia ese ser querido, y
la acción de perdonar. Y en la medida de nuestras posibilidades procuraremos concretar el
amor buscando el bien de ambas partes: de quien ha recibido la ofensa y amamos
naturalmente, mediante la ayuda y el afecto que le convenga, de quien ha cometido la
ofensa, a través del correctivo que le facilite rectificar su conducta.

La ausencia de límites y medida en el perdón incluye también volver a perdonar cada vez que
la ofensa se repita. La frese de Jesús, “hasta setenta veces siete”, tiene este sentido.
Perdonar siempre significa que cada vez que se repite el perdón es como si fuera la primera
vez. Porque lo pasado ya no existe. Porque todas las ofensas anteriores fueron anuladas y
todas han sido borradas del corazón.
No Confundir el Perdón con la Codependencia

Es cierto que debemos perdonar "hasta 70 veces siete", es una realidad que debemos perdonar
todas las veces que somos ofendidos. Sin embargo, también debemos ser cautelosos y
conscientes de la dignidad de nuestra persona, de la protección y la salvaguarda de nuestra
integridad, así como de la protección y salvaguarda de la integridad de personas que están a
nuestro cuidado. Es importante cancelar una deuda moral, pero esto no significa que debamos
exponernos a un peligro constante y latente.

Cuando una persona agrede repetidamente de una manera violenta y física a nosotros o a
personas que estén a nuestro cuidado, tal vez como efecto de alguna adicción padecida por el
agresor, es importante cancelar la deuda moral para estar en paz con aquella persona y con
Dios, así como con nosotros mismos, pero es preciso tomar las precauciones y medidas que
sean necesarias para nuestra protección. Incluso si es necesario, apartándonos del agresor y
hasta rompiendo la relación con esta persona que puede resultar peligrosa.

No debemos confundir el "perdonar 70 veces siete" con una actitud de codependencia, en la


que dependemos para vivir como una adicción, de una persona que nos agrede y nos pone en
riesgo. Debemos recordar que Dios quiere que perdonemos en primer lugar por nuestro propio
bien, para que no carguemos con ese peso del resentimiento que nubla nuestra paz interior y
nuestra relación con otros y con Dios mismo. Al mismo tiempo, Dios quiere que se respete
nuestra integridad.

Reflexión final:

Si perdonas en nombre de Cristo, debes hacerlo como Él. ¡Qué difícil! Pero hay que intentarlo
porque Cristo quiere perdonar, y el hombre necesita ser perdonado, y tú puedes dar ese
perdón.

No te canses de perdonar como Cristo, aunque falte mucho para igualar al modelo; no te
canses y si además lo tratas de hacer como Él lo haría, ¡mil veces!

Necesitan tus hermanos sentir la mano de Cristo en el hombro, el beso de Dios en la frente; la
mano que enjuga las lágrimas. Tú eres esa mano y ese beso de Dios; intenta hacerlo como
Dios. Si perdonas como Él, te perdonarán; si enjugas lágrimas con idéntica ternura, ellos te
amarán; si les besas en la herida purulenta, sanarán.

¡Qué difícil! Pero tienes que intentarlo, aunque al principio no te salga igual; intenta hasta
que seas de verdad ese Cristo en la tierra, ese Cristo que los hombres odian, y que, sin
embargo, necesitan más que el pan y el vino. Te necesitan, no te escondas de ellos, aunque
sólo en el cielo te lo agradezcan.

Tu corazón debe acostumbrarse a amar y hacerlo con gusto y con amor; tu corazón debe
aprender a perdonar, a perdonar mucho, a perdonar con amor. Si perdonas en nombre de
Cristo, debes hacerlo como Él.

Te dejo el testimonio de Cardenal Francisco Xavier Nuguyen Van Thuan .

En 1975, François Xavier Nguyên Van Thuân fue nombrado por Pablo VI arzobispo de Ho Chi
Minh (la antigua Saigón), pero el gobierno comunista definió su nombramiento como un
complot y tres meses después le encarceló.

Durante trece años estuvo encerrado en las cárceles vietnamitas. Nueve de ellos, los pasó
régimen de aislamiento.

Una vez liberado, fue obligado a abandonar Vietnam a donde no ha podido regresar, ni
siquiera para ver a su anciana madre. Fue presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y
la Paz de la Santa Sede.

MISERICORDIA

Los "defectos" de Jesús

En la prisión, mis compañeros, que nos son católicos, quieren comprender "las razones de mi
esperanza". Me preguntan amistosamente y con buena intención: "¿Por qué lo ha abandonado
usted todo: familia, poder, riquezas, para seguir a Jesús? ¡Debe de haber un motivo muy
especial". Por su parte, mis carceleros me preguntan: "¿Existe Dios verdaderamente? ¿Jesús?
¿Es una superstición? ¿Es una invención de la clase opresora?"

Así pues, hay que dar explicaciones de manera comprensible, no con la terminología
escolástica, sino con las palabras sencillas del Evangelio.Los defectos de Jesús

Un día encontré un modo especial de explicarme. Pido vuestra comprensión e indulgencia si


repito aquí delante de la Curia, una confesión que puede sonar a herejía:"Lo he abandonado
todo para seguir a Jesús porque amo los defectos de Jesús".

Primer defecto: Jesús no tiene buena memoria. En la cruz, durante su agonía, Jesús oyó la
voz del ladrón a su derecha: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino" (Lc 23, 42).
Si hubiera sido yo, le habría contestado: "No te olvidaré, pero tus crímenes tienen que ser
expiados, al menos con 20 años de purgatorio". Sin embargo Jesús le responde: "Te aseguro
que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). El olvida todos los pecados de aquel
hombre. Algo análogo sucede con la pecadora que derramó perfume en sus pies: Jesús no le
pregunta nada sobre su pasado escandaloso, sino que dice simplemente: "Quedan perdonados
sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor" (Lc 7, 47).La parábola del hijo pródigo
nos cuenta que éste, de vuelta a la casa paterna, prepara en su corazón lo que dirá: "Padre,
pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de
tus jornaleros" (Lc 15, 18-19). Pero cuando el padre lo ve llegar de lejos, ya lo ha olvidado
todo; corre a su encuentro, lo abraza, no le deja tiempo para pronunciar su discurso, y dice a
los siervos, que están desconcertados: "Traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo
en la mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo y comamos y
celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había
perdido y ha sido hallado" (Lc 15, 22-24).

Jesús no tiene una memoria como la mía; no sólo perdona y perdona a todos, sino que incluso
olvida que ha perdonado.

Segundo defecto: Jesús no sabe matemáticas. Si Jesús hubiera hecho un examen de


matemáticas, quizá lo hubieran suspendido. Lo demuestra la parábola de la oveja perdida. Un
pastor tenía cien ovejas. Una de ellas se descarría, y él, inmediatamente, va a buscarla
dejando las otras noventa y nueve en el redil. Cuando la encuentra, carga a la pobre criatura
sobre sus hombros (cf. Lc 15, 4-7).Para Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá
incluso más! ¿Quién aceptaría esto? Pero su misericordia se extiende de generación en
generación...Cuando se trata de salvar una oveja descarriada, Jesús no se deja desanimar por
ningún riesgo, por ningún esfuerzo.

¡Contemplemos sus acciones llenas de compasión cuando se sienta junto al pozo de Jacob y
dialoga con la samaritana o bien cuando quiere detenerse en casa de Zaqueo! ¡Qué sencillez
sin cálculo, qué amor por los pecadores!

Tercer defecto: Jesús no sabe de lógica. Una mujer que tiene diez dracmas pierde una.
Entonces enciende la lámpara para buscarla. Cuando la encuentra, llama a sus vecinas y les
dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido". (cf. Lc 15, 8-9)¡Es
realmente ilógico molestar a sus amigas sólo por una dracma! ¡Y luego hacer una fiesta para
celebrar el hallazgo! Y además, al invitar a sus amigas ¡gasta más de una dracma! Ni diez
dracmas serían suficientes para cubrir los gastos...Aquí podemos decir de verdad, con las
palabras de Pascal, que "el corazón tiene sus razones, que la razón no conoce".Jesús, como
conclusión de aquella parábola, desvela la extraña lógica de su corazón: "Os digo que, del
mismo modo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta" (Lc
15, 10).

Cuarto defecto: Jesús es un aventurero. El responsable de publicidad de una compañía o el


que se presenta como candidato a las elecciones prepara un programa detallado, con muchas
promesas. Nada semejante en Jesús. Su propaganda, si se juzga con ojos humanaos, está
destinada al fracaso. Él promete a quien lo sigue procesos y persecuciones. A sus discípulos,
que lo han dejado todo por él, no les asegura ni la comida ni el alojamiento, sino sólo
compartir su mismo modo de vida. A un escriba deseoso de unirse a los suyos, le responde:
"Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde
reclinar la cabeza" (Mt 8, 20).El pasaje evangélico de las bienaventuranzas, verdadero
"autorretrato" de Jesús aventurero del amor del Padre y de los hermanos, es de principio a fin
una paradoja, aunque estemos acostumbrados a escucharlo:"Bienaventurados los pobres de
espíritu...,bienaventurados los que lloran...,bienaventurados los perseguidos por la
justicia...,bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan y digan con mentira
toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra
recompensa será grande en los cielos" (Mt 5, 3-12).Pero los discípulos confiaban en aquel
aventurero. Desde hace dos mil años y hasta el fin del mundo no se agota el grupo de los que
han seguido a Jesús. Basta mirar a los santos de todos los tiempos. Muchos de ellos forman
parte de aquella bendita asociación de aventureros. ¡Sin dirección, sin teléfono, sin fax...!

Quinto defecto: Jesús no entiende ni de finanzas ni de economía. Recordemos la parábola


de los obreros de la viña: "El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a
primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Salió luego hacia las nueve y
hacia mediodía y hacia las tres y hacia las cinco... y los envió a sus viñas". Al atardecer,
empezando por los últimos y acabando por los primeros, pagó un denario a cada uno. (cf. Mt
20, 1-16).Si Jesús fuera nombrado administrador de una comunidad o director de empresa,
estas instituciones quebrarían e irían a la bancarrota: ¿cómo es posible pagar a quien empieza
a trabajar a las cinco de la tarde un salario igual al de quien trabaja desde el alba? ¿Se trata
de un despiste, o Jesús ha hecho mal las cuentas? ¡No! Lo hace a propósito, porque –explica-:
"¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy
bueno?"Y nosotros hemos creído en el amor. Pero preguntémonos: ¿por qué Jesús tiene estos
defectos? Porque es Amor (cf. 1 Jn 4, 16). El amor auténtico no razona, no mide, no levanta
barreras, no calcula, no recuerda las ofensas y no pone condiciones. Jesús actúa siempre por
amor. Del hogar de la Trinidad él nos ha traído un amor grande, infinito, divino, un amor que
llega –como dicen los Padres- a la locura y pone en crisis nuestras medidas humanas. Cuando
medito sobre este amor mi corazón se llena de felicidad y de paz. Espero que al final de mi
vida el Señor me reciba como al más pequeño de los trabajadores de su viña, y yo cantaré su
misericordia por toda la eternidad, perennemente admirado de las maravillas que él reserva a
sus elegidos. Me alegraré de ver a Jesús con sus "defectos", que son, gracias a Dios,
incorregibles. Los santos son expertos en este amor sin límites. A menudo en mi vida he
pedido a sor Faustina Kowalska que me haga comprender la misericordia de Dios. Y cuando
visité Paray-le-Monial, me impresionaron las palabras que Jesús dijo a santa Margarita María
Alacoque: "Si crees, verás el poder de mi corazón”. Contemplemos juntos el misterio de este
amor misericordioso.

Cuestionario personal

¿Agradezco a Dios el perdón de mis pecados?

¿Siento la alegría de haber encontrado el perdón de Dios o me olvido rápidamente de esta


gracia?

¿Pido perdón por los que no lo piden?

¿Deseo con todo mi corazón perdonar todas las veces que sea necesario

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