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Sin embargo, la mezcla wilsoniana de poder y de principios también preparó el escenario para

décadas de ambivalencia, cuando la conciencia norteamericana intentó reconciliar sus principios con
sus necesidades. La premisa básica de la seguridad colectiva era que todas las naciones considerarían
de igual modo cada amenaza a la seguridad y estarían dispuestas a correr los mismos riesgos al
oponerse a ella. No sólo no había ocurrido nunca algo semejante, sino que nada parecido podría
ocurrir en toda la historia de la Sociedad de Naciones y de las Naciones Unidas. Sólo cuando una
amenaza es verdaderamente abrumadora y en realidad afecta a todas las sociedades, o a casi todas, es
posible llegar a semejante consenso, como ocurrió durante las dos guerras mundiales y, en un ámbito
regional, en la Guerra Fría. Pero en casi todos los casos, y en la mayoría de los difíciles, las naciones del
mundo tienden a disentir, sea acerca de la índole de la amenaza o del tipo de sacrificio que están
dispuestas a hacer al enfrentársele. Tal ha sido el caso desde las agresiones de Italia contra Abisinia en
1935 hasta la crisis de Bosnia en 1992. Y cuando se ha tratado de alcanzar metas positivas o de
remediar lo que se considera injusto, ha resultado aún más difícil obtener un consenso global. Resulta
irónico que en la época posterior a la Guerra Fría, que no ha presenciado ninguna abrumadora
amenaza ideológica o militar, y que de puertas para afuera rinde más homenajes a la democracia que
ninguna época anterior, sólo hayan aumentado estas dificultades.

El wilsonismo también acentuó otra latente escisión del pensamiento norteamericano sobre
asuntos internacionales. ¿Tenían los Estados Unidos algunos intereses de seguridad que necesitaran
defender, cualesquiera que fuesen los métodos con los que se los desafiara; o sólo debían oponerse a
los cambios que en justicia pudiesen ser llamados ilegales? Lo que preocuparía a los Estados Unidos,
¿sería el hecho o el método de la transformación internacional? ¿Rechazaban categóricamente los
principios de la geopolítica o había que reinterpretarlos a través del filtro de los valores
norteamericanos? Y si éstos chocaban, ¿cuáles prevalecerían?

La implicación del wilsonismo ha sido que los Estados Unidos se oponían, ante todo, al método
del cambio, y que no tenían intereses estratégicos que valiera la pena defender si se veían amenazados
por métodos aparentemente legales. Todavía durante la Guerra del Golfo Pérsico, el presidente Bush
insistió en que no estaba tanto defendiendo los vitales suministros de petróleo cuanto resistiendo al
principio de agresión. Y durante la Guerra Fría, parte del debate interno norteamericano giró en torno
de la cuestión de si los Estados Unidos, con todos sus defectos, tenían el derecho moral de organizar la
resistencia a la amenaza de Moscú.

Theodore Roosevelt no habría vacilado en responder a estas preguntas. Suponer que las
naciones percibirían de manera idéntica las amenazas o estarían dispuestas a reaccionar contra ellas
del mismo modo habría sido un mentís a todo lo que él había representado. Tampoco habría
concebido una organización mundial a la que víctimas y agresores pudiesen pertenecer
confortablemente al mismo tiempo. En noviembre de 1918, escribió en una carta:

Estoy a favor de tal Sociedad siempre que no esperemos mucho de ella [...] No estoy dispuesto a
desempeñar el papel que hasta Esopo ridiculizó al escribir que los lobos y las ovejas convinieron en
desarmarse; las ovejas, como garantía de su buena fe, despidieron a sus perros guardianes, e
inmediatamente fueron devoradas por los lobos56.
Al mes siguiente, escribió esto al senador por Pennsylvania, Knox:

La Sociedad de Naciones podrá hacer algún bien, pero cuanto más pomposa se ponga y más
pretenda hacer, menos logrará. Lo que se dice de ella tiene una sugerencia macabramente humorística
de lo que se decía hace cien años acerca de la Santa Alianza, cuyo principal propósito era la
conservación perpetua de la paz. Por cierto que el zar Alejandro era el presidente Wilson de ese
particular movimiento hace un siglo57.

En opinión de Roosevelt, sólo místicos, soñadores e intelectuales podían sostener que la paz era
el estado natural del hombre, y que ésta se podría mantener mediante un consenso desinteresado.
Según él, la paz era esencialmente frágil, y sólo se podría conservar mediante una eterna vigilancia
ejercida por los brazos de los fuertes y por alianzas entre los de ideas afines.

Pero Roosevelt vivió un siglo demasiado tarde o un siglo demasiado temprano. Su enfoque de
los asuntos internacionales murió con él en 1919; desde entonces, no lo ha invocado ninguna escuela
importante del pensamiento norteamericano sobre política exterior. En cambio, sin duda nos da una
medida del triunfo intelectual de Wilson el hecho de que hasta Richard Nixon, cuya política exterior
encarnó en realidad muchos de los preceptos de Roosevelt, se considerara ante todo discípulo del
internacionalismo de Wilson y colgara un retrato de éste en el Salón del Gabinete.

La Sociedad de Naciones no echó raíces en los Estados Unidos porque el país aún no estaba
preparado para desempeñar un papel tan global. Sin embargo, la victoria intelectual de Wilson resultó
ser el embrión de lo que habría podido ser un triunfo político, pues cada vez que los Estados Unidos se
han enfrentado a la tarea de construir un nuevo orden mundial han retornado de una u otra manera a
los preceptos de Woodrow Wilson. Al término de la Segunda Guerra Mundial ayudaron a fundar las
Naciones Unidas sobre los mismos principios de la antigua Sociedad con la esperanza de basar la paz
en la concordia de los vencedores. Al disiparse esta esperanza, los Estados Unidos entablaron la
Guerra Fría no como conflicto entre dos superpotencias, sino como lucha moral por la democracia. Al
desplomarse el comunismo, la idea wilsoniana de que el camino hacia la paz radicaba en la seguridad
colectiva aunada con la difusión universal de las instituciones democráticas fue adoptada por los
líderes de los dos principales partidos políticos norteamericanos.

El wilsonismo encarnó el drama central de los Estados Unidos en el escenario mundial: en


cierto sentido, la ideología norteamericana ha sido revolucionaria mientras que, en lo interno, los
norteamericanos siempre se han dado por satisfechos con el statu quo. Proclives a convertir las
cuestiones de política exterior en una lucha entre el bien y el mal, los norteamericanos generalmente se
han sentido incómodos con todo acuerdo, como con los resultados parciales o no decisivos. El hecho
de que los Estados Unidos no hayan buscado amplias transformaciones geopolíticas los ha asociado, a
menudo, a la defensa del statu quo territorial, y a veces del político. Al confiar en el triunfo del derecho,
los Estados Unidos han tenido dificultades para reconciliar su fe en el cambio pacífico con el hecho
histórico de que casi todos los cambios importantes de la historia han exigido violencia y disturbios.
Los Estados Unidos descubrieron que tendrían que aplicar sus ideales en un mundo menos
privilegiado que el suyo, y de acuerdo con Estados que poseían menores márgenes de supervivencia,
objetos más limitados y mucho menos confianza en sí mismos. Sin embargo, la nación ha perseverado.
El mundo de la posguerra fue, en gran parte, creación de los Estados Unidos, de modo que, a la postre,
llegaron a desempeñar el papel que Wilson les había asignado: el de faro para guiar, y el de esperanza
de conseguir.

CAPÍTULO TRES

De la universalidad al equilibrio: Richelieu, Guillermo de Orange y Pitt

Lo que los historiadores describen hoy como el sistema europeo de equilibrio del poder surgió
en el siglo XVII del derrumbe final de la aspiración medieval a la universalidad, concepto del orden
mundial que representaba la fusión de las tradiciones del Imperio romano y de la Iglesia católica. Se
creía que el mundo era como un espejo de los cielos: así como un Dios gobernaba el Cielo, un
emperador gobernaría el mundo secular, y un papa, la Iglesia universal.

Con este ánimo, los Estados feudales de Alemania y de la Italia septentrional se agruparon bajo
el trono del sacro emperador romano-germánico. Al llegar el siglo XVII, este imperio tenía poder
suficiente para dominar Europa. Francia, cuya frontera se hallaba muy al oeste del río Rin, y Gran
Bretaña eran Estados periféricos en relación con éste. Si el emperador hubiese logrado establecer un
dominio en todos los territorios que técnicamente estaban bajo su jurisdicción, sus relaciones con los
Estados de la Europa occidental podrían haber sido similares a las que establecieron los vecinos de
China con el Reino Medio; Francia habría sido comparable a Vietnam o Corea, y Gran Bretaña a Japón.

Sin embargo, durante la mayor parte del período medieval, el emperador nunca alcanzó ese
grado de poder centralizado. Una de las razones fue la falta de sistemas adecuados de transporte y
comunicación, que dificultaba mantener unidos tan extensos territorios. Pero la razón más importante
fue que el Sacro Imperio romano-germánico había separado el dominio de la Iglesia del dominio del
gobierno. En contraste con un faraón o un césar, no se creía que el emperador poseyera atributos
divinos. Fuera de la Europa occidental, aun en las regiones gobernadas por la Iglesia de Oriente,
religión y gobierno estaban unidos en el sentido de que los nombramientos para cada uno de los
puestos clave dependían del gobierno central; las autoridades religiosas no tenían medios ni autoridad
para sostener la posición autónoma exigida por el cristianismo occidental como derecho propio.

En la Europa occidental, el conflicto latente, y de cuando en cuando real, entre el Papa y el


emperador estableció las condiciones del ulterior constitucionalismo y la separación de poderes que
son las bases de la democracia moderna. Permitió a los diversos gobernantes feudales aumentar su
autonomía exigiendo un precio a las facciones en pugna. A su vez, esto produjo una Europa
fraccionada, es decir, un abigarrado conjunto de ducados, condados, ciudades y obispados. Aunque
en teoría todos los señores feudales debían lealtad al emperador, en la práctica actuaban de manera
independiente. Varias dinastías reclamaron la corona imperial, y la autoridad central casi desapareció.
Los emperadores mantenían la antigua visión del gobierno universal sin la menor posibilidad de que
ésta cristalizara. En los márgenes de Europa, Francia, Gran Bretaña y España no aceptaban la
autoridad del Sacro Imperio romano-germánico, aunque siguieran formando parte de la Iglesia
universal.

Sólo cuando la dinastía de los Habsburgo reclamó, casi para siempre, la corona imperial en el
siglo XV, y por medio de sagaces matrimonios adquirió la corona española con sus vastas riquezas,
pudo el emperador aspirar a convertir sus pretensiones universales en un sistema político.

En la primera parte del siglo XVI, el emperador Carlos V hizo resurgir la autoridad imperial
hasta tal punto que alzó la perspectiva de un imperio de la Europa central compuesto por lo que hoy
son Alemania, Austria, la Italia septentrional, la República Checa, Eslovaquia, Hungría, la Francia
oriental, Bélgica y Holanda, un agrupamiento potencialmente tan predominante que impediría todo lo
que pudiera asemejarse al equilibrio europeo del poder.

Por entonces el debilitamiento del papado, a causa de la Reforma, disipó toda perspectiva de
establecer un imperio europeo hegemónico. En sus buenos tiempos, el papado había sido como una
espina clavada en el costado del emperador, y un rival formidable. Ya en decadencia, en el siglo XVI,
el papado también resultó ser un enemigo para la idea de formar un imperio. Los emperadores
querían verse a sí mismos, y deseaban que otros los vieran, como los enviados de Dios. Pero en el siglo
XVI el emperador llegó a ser visto en las tierras protestantes no como un enviado sino como un señor
de la guerra vienés, atado a un papa decadente. La Reforma dio a los príncipes rebeldes una nueva
libertad de acción tanto en la esfera religiosa como en la política. Su ruptura con Roma supuso una
ruptura con la universalidad religiosa; su lucha con el emperador Habsburgo demostró que para los
príncipes la lealtad al Imperio ya no era un deber religioso.

Vacilante ya el concepto de unidad, los nuevos Estados de Europa necesitaron algún principio
que justificara su herejía y regulara sus relaciones, y lo encontraron en los conceptos de raison d'état y
de equilibrio del poder. Cada uno dependía del otro. La raison d'état afirmaba que el bienestar del
Estado justificaba cualesquiera medios que se emplearan para promoverlo; el interés nacional
suplantó el concepto medieval de moral universal. El equilibrio del poder reemplazó la nostalgia de
una monarquía universal por el consuelo de que cada Estado, buscando sus propios intereses egoístas,
de alguna manera contribuiría a la seguridad y al progreso de todos los demás.

La formulación primera y más general de este nuevo enfoque llegó de Francia, que también fue
una de las primeras naciones-Estados de Europa. Francia era el país que más tenía que perder con una
revigorización del Sacro Imperio romano-germánico, porque bien habría podido éste, empleando una
terminología moderna, «finlandizarla». Al remitir el control religioso, Francia empezó a explotar las
rivalidades que la Reforma había provocado entre sus vecinos. Los gobernantes de Francia

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