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¿DE QUE TAMAO DEBE SER NUESTRO AMOR?

"2.Yo dormía, pero mi corazón estaba despierto. Oí la voz de mi amado que me llamaba:
«Ábreme, hermana mía, compañera mía, paloma mía, preciosa mía; que mi cabeza está
cubierta de rocío, y mis cabellos, de la humedad de la noche.»

3. Me quité la túnica, ¿tendré que ponérmela otra vez? Me lavé los pies, ¿tendré que
ensuciármelos de nuevo?

4. Mi amado metió la mano por la cerradura; ¡cómo se me estremeció el corazón!

5. Me levanté para abrir a mi amado, y mis manos destilaron mirra, corrió mirra de mis
dedos sobre el pestillo de la cerradura."

Cantar, 5: (2-5)
Esta pregunta tiene sólo una respuesta: ¡del tamaño del Amor de Dios! Pero

entonces surge otra interrogante, un tanto más difícil de contestar: ¿Y de qué

tamaño es el Amor de Dios?

Muchas veces hemos tratado de responder esta pregunta tan confusa, hay canciones

populares en la Iglesia que, de forma dinámica y simple, vislumbran un poco la

respuesta que se halla detrás del velo de nuestros ojos limitados; nos dicen que el

Amor del Señor es «tan alto que no puedo estar arriba de él, tan bajo que no puedo

estar debajo de él, tan ancho que no puedo estar afuera de él. ¡Grande es el Amor de

Dios!». Ciertamente, sabemos que Su Amor es grande, tan grande como Él mismo,

pues Dios es amor (Cf. 1° Jn. 4, 8); y como Dios es eterno e infinito, y su misma

esencia es el amor, entonces Su Amor es como Él: Eterno e infinito.

Sin embargo, lo eterno, lo infinito es un concepto que se escapa de la comprensión de

nuestra razón finita y limitada. Es por esto que, no pretendo dar una respuesta en

unas pocas y humanas palabras a una pregunta cuya respuesta conoceremos a

plenitud sólo el día en el que ese velo, que la cubre, se rasgue y podamos gozarnos en

la mirada del rostro del Dios de la Eternidad, cuando nuestro ser destinado a la

muerte, pase a formar parte de lo eterno de Dios y Su Reino. Con estas pocas y

humanas palabras, deseo traer el amor divino a una tierna y sencilla expresión

humana, pues ya lo hizo Jesús dejando todo el Amor Eterno de Dios en un humilde

y cercano pedazo de pan y en unas cuantas gotas de vino.


La expresión más divina y a la vez más humana del Amor de Dios que en este caso

quiero resaltar, es la Misericordia. A partir del 8 de diciembre, el Papa Francisco ha

convocado el Año Jubilar de la Misericordia, éste es sin duda un impulso del Espíritu

Santo que guía a la Santa Iglesia. La Misericordia, en palabras del mismo Francisco,

es «el secreto de Dios», pues cuando practicamos obras de misericordia o somos

sujeto de ellas, es cuando estamos más cerca del rostro del Dios-Amor, y, aunque aún

tras un velo, ese divino rostro se va descubriendo más y más.

Nuestro amor ha de ser del tamaño de la Misericordia de Dios, de ese Amor

Suyo que es capaz de esperar pacientemente a la puerta de nuestro corazón y tocar

incesantemente, ese Amor que confía en que su amada oirá su voz y le abrirá, ese

Amor que incluso mete la mano por el agujero de la puerta y conmueve al corazón

más duro, ese Amor que quiere entrar y quedarse con el que le abre.

El Amor y la Misericordia de Dios son del tamaño de la espera que aguarda silenciosa

y pacientemente al que ha hecho sujeto de Su Amor, mientras más larga es la espera,

más demuestra su Amor, porque como nos dice San Pablo «El amor es paciente» (Cf.

1° Cor. 13, 4), y Él nos ha estado esperando amorosamente desde hace dos mil años.

Nuestro amor debe ser del tamaño del Amor de Dios, que se traduce en

Misericordia paciente y sincera. Nuestro amor debe ser del tamaño del tiempo que

nos quedemos consolando y compartiendo, con el que Dios ama y vive aún sumergido

en su miseria.
Cuanto más nos quedemos orando, consolando, visitando, compartiendo,

escuchando, abrazando y riendo con la persona amada, tanto más mostraremos el

Amor de Dios que es eterno. Pero todo esto con alegría, porque el amor es alegre; y

la prueba de que de verdad estamos amando como Dios, es que la persona quedará

llena de la alegría plena que trae todo encuentro con Dios.

“El que practica misericordia, que lo haga con alegría.” (Rm. 12, 8)

Artículo escrito por Eglis Cayama.

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