EVITA ES SANTA PORQUE NUNCA SE FUE Una figura política revolucionaria imposible de olvidar Off. El televisor se apaga de súbito. Una vez más, el pueblo argentino se deja engañar. Miles de ciudadanos celebran en las calles su regreso, inundados por el fervor emocional que solo ella sabía producir. Cantan y bailan al son de las rimas peronistas que repetían con orgullo de pequeños, agitan banderas blancas y esparcen flores de colores en las aceras, intentando ahogar el hedor a muerto con la fragancia pura de la vida. Ignoran que Evita los dejó años atrás y jamás volverá. Un par de gotas empañan los cristales de las gafas. Las manos tiemblan. La máquina se detiene. A diferencia de ella, la vida entra furtiva y le roba, lenta y silenciosamente, todo ápice de energía. Frente a él, un espejo refleja sus arrugas. Se detiene. Casi nada queda del hombre que la señora Perón conoció en los teatros y logró convertir en dama; pues el día que Evita murió, él decidió irse con ella. Ahora, miles de personas se conglomeraban para alabar un cuerpo que, como el suyo, se encuentra vacío; un esqueleto violado, desterrado de toda su esencia; una belleza superflua, pobre, cruel, capaz de hechizar a cualquiera y de producir amnesia. Las nuevas generaciones aplauden la justicia por las que sus padres lucharon en silencio; él se inunda de recuerdos: la asunción de Evita, la reivindicación de su gente, de ella, de él y de ellos, juntos, como muestra de un grupo de incomprendidos, de renegados, que finalmente lograron encontrar su papel en el mundo y lo transformaron. Agita su cabeza. Himnos de gloria se filtran a través de los ventanales que dejan entrar luz a su taller. Las telas, revestidas con pequeñas capas de polvo, dejan escapar pequeñas partículas etéreas. Los rizos dorados a los que tanto dedicó tiempo se convierten en oro. La frustración se escapa en una ligera sonrisa. Admira la fotografía de su rostro en la pared; trasmite seguridad. Quizás siempre supo cómo terminaría su historia. Tal vez, a diferencia de él, comprendía que no necesitaba más que apostar a su poder: su historia quedaría escrita por siempre en los corazones de los argentinos.