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Alonso Cueto. La hora azul.

Barcelona: Anagrama, 2005, 303 pp.


(XXIII Premio Herralde de Novela)

La hora azul de Alonso Cueto (Lima, 1954), es el relato en primera


persona de Adrián Ormache, abogado de la clase más acomodada de
Lima, cuya realidad ha respondido siempre a condiciones
privilegiadas. Ormache tiene un sueldo de 10,000 dólares, amigos
importantes, presencia en las páginas sociales, esposa e hijas lindas,
vacaciones en el Caribe. Un mundo tan perfecto que parece de
novela. Sin embargo, un día muere su madre y ese hecho destapa
una serie de informaciones cruzadas que lo impulsan a barajar los
acontecimientos de su vida de una manera distinta. Se entera de que
su padre, comandante de la marina fallecido algunos años antes,
estuvo destacado en Ayacucho a cargo de un centro de detención y tortura de presuntos
terroristas en la Guerra de Sendero Luminoso. Ahí, entre otros excesos, violaba a las
mujeres antes de entregárselas a la tropa para que ésta continúe los abusos. Pero cierto día
llega Miriam, de quien el marino se enamora y retiene para sí (“protegiéndola” de la suerte
que corrían las mujeres en ese lugar), hasta que en un descuido ella logra escapar de su
secuestrador. A estos descubrimientos Adrián asocia el recuerdo de las últimas palabras de
su padre: Hay una chica, una mujer que conocí una vez, o sea, no sé si puedes encontrarla,
allá, búscala si puedes, cuando estaba en la guerra. En Huanta. Una chica de allí. Te lo estoy
pidiendo por favor. Antes de morirme.

Se inicia entonces el periplo de Adrián Ormache quien deambula por las zonas marginales de
Lima y por los territorios arrasados de Ayacucho (en castellano, rincón de muertos) para dar
con el paradero de Miriam. Durante esta búsqueda –que adquiere aires de novela policial– el
personaje va tomando distancia crítica con su mundo habitual al tiempo que le son revelados
múltiples hechos de horror, no solo imputables a su padre (un secreto de familia guardado
con celo), sino al Perú de la guerra, a los métodos de Sendero y a las estrategias
contrasubversivas de los militares.

La novela empieza a transitar hacia otro lugar después de que Adrián asiste a un ritual de
danzantes de tijeras ayacuchanos, danza que lo enfrenta con la valoración del dolor como
donación a la vida y resistencia a la muerte. Más allá de la búsqueda de la chica, comienza a
aguzarse en él la pregunta por la identidad del padre y, bajo esa capa, la urgencia de la
agnición o reconocimiento personal. Sin trivializar el tema, el protagonista asume y redime
las culpas de su progenitor y, con ello, nos convoca a leer la redención en clave del género
humano. Su viaje no tiene, por tanto, una dirección única: el descenso hacia el horror va
seguido del retorno al punto de origen, espacio que ha sido transmutado al transformarse el
sujeto que lo habita.

No quiere este texto subrayar frases que se construyan como magnas verdades filosóficas.
Sin embargo, la novela en su conjunto resulta ser una gran reflexión sobre los límites del ser
humano cuando se ve enfrentado a la violencia, al dolor de los sobrevivientes que necesitan
(o no pueden impedirlo) vivir con la memoria de los muertos, a la difícil realidad de los
desplazados que tratan de reinventar sus vidas en territorios extraños, al aniquilamiento de
las personas y la desaparición de sus cuerpos. Sin falsas recetas morales, Cueto nos da la
oportunidad de cavilar acerca del imperativo ético que nos mueve a actuar en consecuencia
ante tales testimonios. Y en medio de todo, inevitablemente, la cercanía de Eros y Tánatos,
el amor y la muerte.

Desde el extrañamiento hacia la resignación. Así podría dibujarse el movimiento de esta


conmovedora e importante novela de Alonso Cueto, el de su protagonista, el de la
experiencia y la travesía que nos narra. Pero no sólo en el sentido más evidente que ofrecen
estas palabras, sino en uno más viejo, más esencial y radical. Extrañamiento como destierro
de sí mismo, como no reconocerse en el propio cuerpo, en el núcleo vital que originalmente
nos sostiene y protege. Y luego la resignación, como el gesto de reiterar la signatura, la
identidad y lo propio, el signo íntimo y distintivo; afirmación sustancial que ha incorporado el
extravío y la pérdida –y el desgarro que ésta conlleva– como única salida para seguir
viviendo.

Lucero de Vivanco Roca Rey

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