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CREO EN LA IGLESIA - CATEQUESIS SOBRE EL CREDO (IV) JMJ

(5) El reino de Dios en el Antiguo Testamento Miércoles 7 de agosto de 1991

(Lectura: Éxodo, capítulo 19, versículos 4-6a)

1. La revelación del designio eterno de Dios sobre la comunidad universal de los hombres, llamados
a ser en Cristo sus hijos adoptivos, tiene ya su preludio en el Antiguo Testamento, primera fase de la
palabra divina a los hombres y primera parte, para nosotros los cristianos, de la Sagrada Escritura.
De aquí que la catequesis sobre la génesis histórica de la Iglesia deba buscar ante todo en los libros
sagrados, que tenemos en común con el antiguo Israel, los anuncios del futuro pueblo de Dios. El
mismo Concilio Vaticano II nos indica esta pista que hay que seguir, cuando escribe que la santa
Iglesia, en la que el Padre decidió congregar a los creyentes en Cristo, fue «preparada
admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza» (Lumen gentium, 2).
Por tanto, veremos en esta catequesis que en el Antiguo Testamento el designio eterno del Padre se
da a conocer principalmente como revelación de un «reino de Dios» futuro, que tendrá lugar en la
fase mesiánica y escatológica de la economía de la salvación.

2. «El Señor será vuestro rey», leemos en el libro de los Jueces (8, 23). Son las palabras que
Gedeón, victorioso contra los madianitas, dirigió a una parte de los habitantes israelitas de la región
de Siquem, que querían que fuera su soberano e incluso el fundador de una dinastía (cf. Jc 8, 22).
Quizá se pueda relacionar esa respuesta de Gedeón, que rechaza la realeza, con las corrientes
antimonárquicas de otro sector del pueblo (cf. 1 S 8, 4-20); pero es siempre muy elocuente como
expresión de su pensamiento y el de una buena parte de Israel sobre la realeza de Dios solo: «No
seré yo el que reine sobre vosotros ni mi hijo; el Señor será vuestro rey» (Jc 8, 23).

Esta doble tendencia se encontrará también posteriormente en la historia de Israel, en la que no


faltan los grupos que añoran un reino en sentido terreno y político. Después del intento de los hijos
de Gedeón (cf. Jc 9, 1 ss.), sabemos por el primer libro de Samuel que los ancianos de Israel se
dirigieron al juez ya anciano con esta petición: «Danos un rey para que nos juzgue» (8, 6). Samuel
había establecido a sus hijos como jueces, pero ellos abusaban del poder recibido (cf. 1 S 8, 1-3).
Pero Samuel se entristeció fundamentalmente porque veía en esa petición otro intento de quitar a
Dios la exclusividad de la realeza sobre Israel. Por eso se dirigió a Dios para consultarle en la
oración. Y, según el libro citado, «el Señor dijo a Samuel: "Haz caso a todo lo que el pueblo te dice.
Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos"» (1 S 8, 7).
Probablemente se trataba de un nuevo encontronazo entre las dos tendencias -monárquica y
antimonárquica- de aquel período de formación de Israel como pueblo unido y constituido también
políticamente. De todas formas, es interesante el esfuerzo parcialmente exitoso que hace Samuel, no
ya como juez sino como profeta, para conciliar la petición de una monarquía profana con las
exigencias de la realeza absoluta de Dios, de quien un sector del pueblo, por lo menos, ya se había
olvidado: unge a los reyes dados a Israel como signo de su función religiosa, además de política.
Será David el rey emblemático de esta conciliación de aspectos y funciones; es más, por su gran
personalidad se convertirá en el Ungido por excelencia, figura del futuro Mesías y del Rey del
nuevo pueblo, Jesucristo.

3. Con todo, hay que notar esta confluencia entre las dos dimensiones del reino y del reinar: la
dimensión temporal y política, y la dimensión trascendente y religiosa, que ya se encuentra en el
Antiguo Testamento. El Dios de Israel es Rey en sentido religioso, incluso cuando los que
gobiernan al pueblo en su nombre son jefes políticos. El pensamiento de Dios como Rey y Señor de
todo, en cuanto Creador, se hace patente en los libros sagrados, tanto en los históricos como en los
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proféticos y en los salmos. Así, el profeta Jeremías llama a Dios muchas veces «Rey, cuyo nombre
es Dios de los ejércitos» (Jr 46, 18; 48, 15; 51, 57); y numerosos salmos proclaman que «el Señor
reina» (Sal 93, 1; 96, 10; 97, 1; 99, 1). Esta realeza trascendente y universal había tenido su primera
expresión en la Alianza con Israel: verdadero acto constitutivo de la identidad propia y original de
este pueblo que Dios eligió y con el que instauró una alianza. Como se lee en el libro del Éxodo:
«Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad
personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mi un reino de sacerdotes
y una nación santa» (Ex 19, 5-6).

Esta pertenencia de Israel a Dios, como pueblo suyo, exige su obediencia y amor en sentido
absoluto: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt
6, 5). Este primer y supremo mandamiento representa el verdadero principio constitucional de la
Antigua Alianza Con este mandamiento se define el destino y la vocación de Israel.

4. Israel tiene conciencia de ello y vive su relación con Dios como una forma de sometimiento a su
Rey. Como se lee en el salmo 48: «El monte Sión (...) [es] la ciudad del gran Rey» (48, 3). Aún
cuando el Señor acepta la institución en Israel del rey y de su dinastía en sentido político, Israel
sabe que tal institución conserva un carácter teocrático. El profeta Samuel, por inspiración divina,
designa como rey primero a Saúl (cf. 1 S 10, 24) y después a David (cf. 1 S 16, 12-13), con quien
comienza la dinastía davídica Como se sabe por los libros del Antiguo Testamento, los reyes de
Israel, y luego los de Judá, transgredieron muchas veces los mandamientos, principios-base de la
Alianza con Dios. Los profetas intervinieron contra estas prevaricaciones con sus admoniciones y
reprimendas. De esa historia resulta evidente que, entre el reino en sentido terreno y político y las
exigencias del reinar de Dios, existen divergencias y contrastes. Así, se explica el hecho de que
aunque el Señor mantiene su fidelidad a las promesas hechas a David y a su descendencia (cf. 2 S 7,
12), la historia describe conspiraciones para poner resistencia «al reino del Señor que está en manos
de los hijos de David» (2 Cro 13, 8). Es un contraste en el que se delinea cada vez mejor el sentido
mesiánico de las promesas divinas.

5. En efecto, casi como una reacción contra la desilusión causada por los reyes políticos, se refuerza
en Israel la esperanza de un rey mesiánico, como soberano ideal, de quien leemos en los que la paz
no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad
y la justicia, desde ahora y siempre» (Is 9, 6). Isaías se explaya en la profecía sobre este soberano al
que atribuye los nombres de «Maravilla de Consejero», «Dios Fuerte», «Siempre Padre» y
«Príncipe de la Paz» (9, 5), y cuyo reino describe como una utopía del paraíso terrenal: «Justicia
será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos. Serán vecinos el lobo y el cordero, y
el leopardo se echará con el cabrito (...). Nadie hará daño, nadie hará mal (...) porque la tierra estará
llena de conocimiento del Señor como cubren las aguas el mar» (11, 5-6. 9). Son metáforas
destinadas a poner de relieve el elemento esencial de las profecías sobre el reino mesiánico: una
nueva Alianza en la que Dios abrazará al hombre de modo benéfico y salvífico.

6. Después del período del exilio y de la esclavitud babilónica, la visión de un rey «mesiánico»
asume aún más claramente el sentido de una realeza directa por parte de Dios.

Como para superar todas las desilusiones que el pueblo recibió a causa de sus soberanos políticos,
la esperanza de Israel, alimentada por los profetas, apunta hacia un reino en el que Dios mismo será
el rey. Será un reino universal: «Y será el Señor rey sobre toda la tierra: ¡el día aquel será único el
Señor y único su nombre!» (Za 14, 9). Aún en su universalidad, el reino conservará sus lazos con
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Jerusalén. Como predice Isaías: «el Señor de los ejércitos reina sobre el monte Sión y en
Jerusalén» (Is 24, 23). «Hará el Señor de los ejércitos a todos los pueblos en este monte un convite
de manjares frescos, convite de buenos vinos» (Is 25, 6).

También aquí, como se puede apreciar, se trata de metáforas de una alegría nueva mediante la
realización de esperanzas antiguas.

7. La dimensión escatológica del reino de Dios se acentúa a medida que se avecina el tiempo de la
venida de Cristo. Especialmente el libro de Daniel, en las visiones que describe, destaca este sentido
de los tiempos futuros. Leemos en él: «Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: y he
aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo del hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue
llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas
le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido
jamás» (Dan 7, 13-14).

Por consiguiente, a juicio de Daniel este reino futuro está íntimamente ligado a una Persona, a la
que se describe como semejante a un «Hijo de hombre»; es el origen del título que Jesús se atribuirá
a sí mismo. Al mismo tiempo, Daniel escribe que el «reino y el imperio y la grandeza de los reinos
bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo» (7, 27).

Este texto nos trae a la memoria otro del libro de la Sabiduría, según el cual «dos justos (...)
juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos y sobre ellos el Señor reinará eternamente» (Sb 3,
1. 8).

8. Todas éstas son miradas al futuro, pasos abiertos en el misterio hacia el que está avanzando la
historia de la Antigua Alianza, que ya parece estar madura para la venida del Mesías, quien la
llevará a su cumplimiento. Más allá de los enigmas, los sueños y las visiones, se perfila cada vez
más un «misterio» hacia el que apunta toda esperanza, también en las horas más oscuras de la
derrota e incluso de la esclavitud y del exilio.

El hecho que mayor interés y admiración suscita en estos textos es que la esperanza del reino de
Dios se ilumina y purifica cada vez más hacia un reinar directo por parte del Dios trascendente.
Sabemos que este reino, que incluye a la persona del Mesías y a la multitud de los creyentes en él,
anunciado por los profetas, tuvo en la tierra una realización inicial imperfecta en sus dimensiones
históricas, pero sigue estando en tensión hacia un cumplimiento pleno y definitivo en la eternidad
divina. Hacia esta plenitud final se mueve la Iglesia de la Nueva Alianza, y todos los hombres están
llamados a formar parte de ella como hijos de Dios, herederos del reino y colaboradores de la
Iglesia que Cristo fundó como realización de las profecías y las promesas antiguas. Los hombres,
por tanto, están llamados a participar en este reino, destinado a ellos y que, en cierto modo, se
realiza también por medio de ellos: también por medio de todos nosotros, llamados a ser artífices de
la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 12). ¡Es una misión importante!

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(6) Reino de Dios, reino de Cristo Miércoles 4 de septiembre de 1991

(Lectura: evangelio de san Marcos, capítulo 1, versículos 14-15)

1. Leemos en la constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II que «[el Padre] estableció
convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue (...) preparada admirablemente en
la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza (...), y manifestada por la efusión del Espíritu
[Santo]» (n. 2). Hemos dedicado la catequesis anterior a esta preparación de la Iglesia en la Antigua
Alianza; hemos visto que en la conciencia progresiva que Israel iba tomando del designio de Dios a
través de las revelaciones de los profetas y de los mismos acontecimientos de su historia, se hacia
cada vez más claro el concepto de un reino futuro de Dios, más elevado y universal que cualquier
previsión sobre la suerte de la dinastía davídica. Hoy pasamos a considerar otro hecho histórico,
denso de significado teológico: Jesucristo comienza su misión mesiánica con este anuncio: «El
tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15). Estas palabras señalan la entrada
«en la plenitud de los tiempos», como dirá san Pablo (cf. Ga 4, 4), y preparan el paso a la Nueva
Alianza, fundada en el misterio de la encarnación redentora del Hijo y destinada a ser Alianza
eterna. En la vida y misión de Jesucristo el reino de Dios no sólo «está cerca» (Lc 10, 9), sino que
además ya está presente en el mundo, ya obra en la historia del hombre. Lo dice Jesús mismo: «El
reino de Dios está entre vosotros» (Lc 17, 21).

2. Nuestro Señor Jesucristo, hablando de su precursor Juan el Bautista, nos da a conocer la


diferencia de nivel y de calidad entre el tiempo de la preparación y el del cumplimiento entre la
Antigua y la Nueva Alianza, cuando nos dice: «En verdad os digo que no ha surgido entre los
nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista: sin embargo, el más pequeño en el reino de los
cielos es mayor que él» (Mt 11, 11). Ciertamente, desde las orillas del Jordán (y desde la cárcel)
Juan contribuyó más que ningún otro, incluso más que los antiguos profetas (cf. Lc 7, 26-27), a la
preparación inmediata del camino del Mesías. No obstante, permanece de algún modo en el umbral
del nuevo reino, que entró en el mundo con la venida de Cristo y que empezó a manifestarse con su
ministerio mesiánico. Sólo por medio de Cristo los hombres llegan a ser «hijos del reino», a saber,
del reino nuevo, muy superior a aquel del que los judíos contemporáneos se consideraban los
herederos naturales (cf. Mt 8, 12).

3. El nuevo reino tiene un carácter eminentemente espiritual. Para entrar en él, es necesario
convertirse, creer en el Evangelio y liberarse de las potencias del espíritu de las tinieblas,
sometiéndose al poder del Espíritu de Dios que Cristo trae a los hombres. Como dice Jesús: «Si por
el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,
28; cf. Lc 11, 20).

La naturaleza espiritual y trascendente de este reino se manifiesta así mismo en otra expresión
equivalente que encontramos en los textos evangélicos: «reino de los cielos». Es una imagen
estupenda que deja entrever el origen y el fin del reino los «cielos», así como la misma dignidad
divino-humana de aquel en el que el reino de Dios se concreta históricamente con la Encarnación:
Cristo.

4 . Esta trascendencia del reino de Dios se funda en el hecho de que no deriva de una iniciativa sólo
humana, sino del plan, del designio y de la voluntad de Dios mismo. Jesucristo, que lo hace
presente y lo actúa en el mundo, no es sólo uno de los profetas enviados por Dios, sino el Hijo
consustancial al Padre, que se hizo hombre mediante la Encarnación. El reino de Dios es, por tanto,
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el reino del Padre y de su Hijo. El reino de Dios es el reino de Cristo; es el reino de los cielos que se
ha abierto sobre la tierra para permitir que los hombres entren en este nuevo mundo de
espiritualidad y de eternidad. Jesús afirma: «Todo me ha sido entregado por mi Padre (...); nadie
conoce bien al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27). «Porque,
como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha
dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre» (Jn 5, 26-27).

Junto con el Padre y con el Hijo, también el Espíritu Santo obra para la realización del reino ya en
este mundo. Jesús mismo lo revela: el Hijo del hombre «expulsa los demonios por el Espíritu de
Dios», por esta razón «ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12, 28).

5. Pero, aunque se realice y se desarrolle en este mundo, el reino de Dios tiene su finalidad en los
«cielos». Trascendente en su origen, lo es también en su fin, que se alcanza en la eternidad, siempre
que nos mantengamos fieles a Cristo en esta vida y a lo largo del tiempo.

Jesús nos advierte de esto cuando dice que, haciendo uso de su poder de «juzgar» (Jn 5, 27), el Hijo
del hombre ordenará, al fin del mundo, recoger «de su Reino todos los escándalos», es decir, todas
las injusticias cometidas también en el ámbito del reino de Cristo. Y «entonces agrega Jesús los
justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 41. 43). Entonces tendrá lugar la
realización plena y definitiva del «reino del Padre», a quien el Hijo entregará a los elegidos
salvados por él en virtud de la redención y de la obra del Espíritu Santo. El reino mesiánico revelará
entonces su identidad con el reino de Dios (cf. Mt 25, 34; 1 Cor 15, 24).

Existe, pues, un ciclo histórico del reino de Cristo, Verbo encarnado, pero el alfa y la omega de este
reino se podría decir, con mayor propiedad, el fondo en el que se abre, vive, se desarrolla y alcanza
su cumplimiento pleno es el mysterium Trinitatis. Ya hemos dicho, y lo volveremos a tratar a su
debido tiempo, que en este misterio hunde sus raíces el mysterium Ecclesiae.

6. El punto de paso y de enlace de un misterio con el otro es Cristo, que ya había sido anunciado y
esperado en la Antigua Alianza como un Rey-Mesías con el que se identificaba el reino de Dios. En
la Nueva Alianza Cristo identifica el reino de Dios con su propia persona y misión. En efecto, no
sólo proclama que con él el reino de Dios está en el mundo; enseña, además, a «dejar por el reino de
Dios» todo lo que es más preciado para el hombre (cf. Lc 18, 29-30); y, en otro punto, a dejar todo
esto «por su nombre» (cf. Mt 19, 29), o «por mí y por el Evangelio» (Mc 10, 29).

Por consiguiente, el reino de Dios se identifica con el reino de Cristo. Está presente en él, en él se
actúa, y de él pasa, por su misma iniciativa, a los Apóstoles y, por medio de ellos, a todos los que
habrán de creer en él: «Yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso
para mí» (Lc 22, 29). Es un reino que consiste en una expansión de Cristo mismo en el mundo, en la
historia de los hombres, como vida nueva que se toma de él y que se comunica a los creyentes en
virtud del Espíritu Santo-Paráclito, enviado por él (cf. Jn 1, 16; 7, 38-39; 15, 26; 16, 7).

7. El reino mesiánico, que Cristo instaura en el mundo, revela y precisa definitivamente su


significado en el ámbito de la pasión y la muerte en la cruz. Ya en la entrada en Jerusalén se produjo
un hecho, dispuesto por Cristo, que Mateo presenta como el cumplimiento de la profecía de
Zacarías sobre el «rey montado en un pollino, cría de asna» (Za 9, 9; Mt 21, 5). En la mente del
profeta, en la intención de Jesús y en la interpretación del evangelista, el pollino simbolizaba la
mansedumbre y la humildad. Jesús era el rey manso y humilde que entraba en la ciudad davídica, en
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la que con su sacrificio iba a cumplir las profecías acerca de la verdadera realeza mesiánica.

Esta realeza se manifiesta de forma muy clara durante el interrogatorio al que fue sometido Jesús
ante el tribunal de Pilato. Las acusaciones contra Jesús eran «que alborotaba al pueblo, prohibía
pagar tributos al César y decía que era Cristo rey» (Lc 23, 2). Por eso, Pilato pregunta al Acusado si
es rey. Y ésta es la respuesta de Cristo: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este
mundo, mi gente habría combatido para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de
aquí». El evangelista narra que «entonces Pilato le dijo: "¿Luego tú eres rey?". Respondió Jesús:
"Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 36-37).

8. Esa declaración concluye toda la antigua profecía que corre a lo largo de la historia de Israel y
llega a ser realidad y revelación en Cristo. Las palabras de Jesús nos permiten vislumbrar los
resplandores de luz que surcan la oscuridad del misterio sintetizado en el trinomio: reino de Dios,
reino mesiánico y pueblo de Dios convocado en la Iglesia.

Siguiendo esta estela de luz profética y mesiánica, podemos entender mejor y repetir, con mayor
comprensión de las palabras, la plegaria que nos enseñó Jesús (Mt 6, 10): «Venga tu reino». Es el
reino del Padre, reino que ha entrado en el mundo con Cristo; es el reino mesiánico que, por obra
del Espíritu Santo, se desarrolla en el hombre y en el mundo para volver al seno del Padre, en la
gloria de los Cielos.

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