Está en la página 1de 8

Octava Sesión: El montaje como el aparecer de la imagen de un tiempo.

Análisis a dos
propuestas de Harun Farocki.
Reflexión a partir de la lectura La Disposición de las cosas: Desmontar el Orden, de Georges
Didi-Huberman.

En las primeras sesiones de este curso, se presentó a modo de pequeña introducción,


cuestionamientos acerca de la imagen. Aquellas nociones que aparecieron en un primer intento de
esclarecimiento –un tanto primitivo pero no menos penetrante y agudo–, develaban como imagen
un sonido, una copia en tanto que mecanismo de reproductibilidad, una representación en tanto que
captura de un tiempo dado o determinado.
No hay, sin duda, imagen que no implique a un tiempo miradas, gestos y pensamientos. Esas
miradas pueden ser ciegas o penetrantes, aquellos gestos brutales o delicados, pensamientos ineptos
o sublimes, todo depende. Mas una imagen que fuera ojo en estado puro, pensamiento absoluto o
simple manipulación, no existe. Es particularmente ilógico o irracional, querer descalificar ciertas
imágenes con el pretexto de que habrían sido manipuladas. Todas las imágenes del mundo son el
resultado de un trabajo compuesto en el que interviene la mano del hombre, aun cuando es mediada
por un aparato. Con las manos se hace lo peor y lo mejor, se puede golpear o acariciar, romper o
construir, robar o dar. La interrogación que pretendo que aparezca el día de hoy, consistiría en
determinar cada vez –en cada imagen– lo que la mano hizo exactamente, en qué sentido y con qué
fines operó en la manipulación; en definitiva, lograr determinar qué es aquello que esa
manipulación quiere decir, mostrar, presentar o incluso revelar. Se hará entonces necesario en la
sesión del día de hoy, y en definitiva, aquí residiría la finalidad de cada una de las sesiones
venideras como también aquellas pasadas, la de preguntarse ante cada imagen cómo ella (nos) mira,
cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca al mismo tiempo, al mismo instante.
Al igual que no hay formas sin formación, difícil es pensar una imagen sin imaginación. Entonces
¿por qué decir que las imágenes podrían exceder lo real, confrontar lo real, construir lo real, e
incluso, tocar lo real? Porque es una enorme equivocación el querer hacer de la imaginación una
pura y simple facultad de desrealización. Desde Goethe y Baudelaire –ambos poetas, uno alemán
nacido en 1749, y el otro Inglés, nacido en 1821–, (desde estos dos autores) hemos comprendido el
sentido constitutivo de la imaginación, su capacidad de realización, su intrínseca potencia de
realismo que la distingue, por ejemplo, de la fantasía o de la frivolidad. Es lo que le hacía decir a
Goethe: El Arte es el medio más seguro de aislarse del mundo así como de penetrar en él. Es lo que
le hacía decir a Baudelaire que la imaginación es esa facultad que primero percibe las relaciones
íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías, de manera que un sabio sin
imaginación ya sólo parece un falso sabio, o por lo menos un sabio incompleto.
Ocurre por lo tanto que las imágenes tocan lo real. Sin embargo ¿qué ocurre en ese contacto? ¿La
imagen en contacto con lo real –una fotografía, por ejemplo– nos revela o nos ofrece unívocamente
la verdad de esa realidad? La dilucidación a este problema no va por ahí, no va en el ofrecimiento
de una posverdad o incluso, de una verdad que sea ella unívoca. En este sentido, se nos hace preciso
recordar la escritura que realiza Benjamin en su libro El origen sobre el drama barroco alemán,
cuando señala: La verdad…no aparece en el desvelo, sino más bien en un proceso que podríamos
designar analógicamente como el incendio del velo…un incendio de la obra, donde la forma
alcanza su mayor grado de luz. Más tarde cuando Maurice Blanchot escribió en su novela La
locura de la Luz, señaló: Quería ver algo a pleno sol, de día; estaba harto del encanto y el confort
de la penumbra; sentía por el día un deseo de agua y de aire. Y si ver era el fuego, exigía la
plenitud del fuego; y si ver era el contagio de la locura, deseaba ardientemente esa locura. Así
pues, podemos proponer esta hipótesis de que la imagen arde en su contacto con lo real. Se
inflama, nos consume a su vez ¿En qué sentidos –evidentemente en plural–, podemos comprender
el con–tacto de/con lo real, en qué sentido(s) su contacto me despunza, citando al punctum
barthesiano? Desde un inicio Aristóteles abrió su Poética con la constatación fundamental de que
imitar debe entenderse en varios sentidos distintos: se podría decir que la estética occidental ha
nacido enteramente de estas distinciones –en este sentido, necesario se hace recordar la sexta sesión
de este curso, donde se señala que el hombre aprende imitando, y sus creaciones deben responder a
una de las tres formas siguientes: o tal como eran o son las cosas, o tal como dicen o parecen ser, o
tal como deben ser–. En este sentido, habría que saber en qué sentidos diferentes arder constituye
hoy, para la imagen y la imitación, una función paradójica, es decir, en su construcción de partes
extra–partes; en su orden de remisión y/o sumisión a las formas análogas a las de su naturaleza, se
presenta en ella, en su configuración una disfunción, una enfermedad crónica o recurrente, un
malestar en la cultura visual: algo que apela, por consiguiente, a una poética capaz de incluir su
propio fantasma, su propio pathos, su propia supervivencia, en síntesis, la creación de una imagen–
poética capaz de construir su propia sintomatología.
Nunca, al parecer, se ha impuesto la imagen con tanta fuerza en nuestro universo estético, técnico,
cotidiano, político, histórico. Nunca ha mostrado tantas verdades tan crudas; nunca sin embargo,
nos ha mentido tanto solicitando nuestra credulidad; nunca ha proliferado tanto y nunca ha sufrido
tanta censura y destrucción. Nunca, por lo tanto –esta impresión se debe sin duda al carácter mismo
de la situación actual, su carácter ardiente–, la imagen ha sufrido tantos desgarros, tantas
reivindicaciones contradictorias y tantos rechazos cruzados, manipulaciones inmorales y
reprobaciones moralizantes. ¿Cómo orientarnos, pues, en todas estas bifurcaciones, en todas estas
trampas potenciales? ¿No deberíamos –hoy más que nunca– girarnos de nuevo hacia los que, antes
que nosotros y en contextos históricos absolutamente ardientes, ha intentado producir un saber
crítico sobre las imágenes, ya fuera en forma de una interpretación de sueños como los que instauró
Freud, o bajo la forma de Estudios Culturales en Aby Warburg (Historiador del Arte Alemán,
nacido en 1866 al 1929, contemporáneo a Walter Benjamin, su principal obra Atlas Mnemosyne,
pretendía narrar, sólo con imágenes, la historia de la civilización europea), una práctica de montaje
como en Eisenstein, un alegre saber a la altura de su propio no–saber como en Bataille en su revista
Documentos, o en forma de un trabajo de Los Pasajes como en Benjamin? ¿No viene nuestra
dificultad a orientarnos, a sugerirnos que una sola imagen es capaz, justamente, de entrada, de
reunir todo esto y de que debe ser entendida por turnos como documento y como objeto de sueño,
obra y objeto de paso, monumento y objeto de montaje, no–saber y objeto de ciencia? En el centro
de todas estas cuestiones, quizás hallemos esta otra: ¿A qué tipo de conocimiento puede dar lugar la
imagen? ¿Qué tipo de contribución al conocimientos histórico es capaz de aportar este
conocimiento por la imagen? Para responder correctamente, habría que reescribir toda una
Arqueología del saber de las imágenes y, si fuera posible, debería seguirle una síntesis que podría
titularse Las imágenes, las palabras y las cosas, en resumen, retomar y reorganizar una enorme
cantidad de material histórico y teórico, y no tan solo aquellas imágenes al día de hoy
institucionalizadas, sino en efecto, su análisis también debería dar cabida a aquellas imágenes
correspondientes a cada una de las vivencias particulares, en síntesis, dar cabida también a una
imagen compuesta por una memoria–banal.
Durante toda su vida, Warburg intentó fundar una disciplina en la que, en particular, nadie tuviera
que hacerse la perpetua pregunta de saber qué va primero, la imagen o la palabra…incluso para
algunos filósofos como un tal Henry Bergson, llamaba como falso problema dichas articulaciones
propuestas por Warburg. En tanto iconología de los intervalos, la disciplina misma inventada por
Wargburg se ofrecía como la exploración de problemas formales, históricos y antropológicos
donde, según él, podríamos acabar de reconstituir el lazo de connaturalidad (o de coalescencia
natural, es decir una propiedad de las cosas para unirse o fundirse) entre palabra e imagen. Mas aún,
no se puede hablar del contacto entre la imagen y lo real sin hablar de una especie de incendio. Por
lo tanto, no se puede hablar de imágenes sin hablar de cenizas. Las imágenes forman parte de lo que
nosotros inventamos para registrar nuestros temblores, ya sean ellos de deseo o de temor, y sus
propias consumaciones. Por lo tanto, absurdo es oponer las imágenes y las palabras, los libros de
imágenes y los libros a secas. Todos ellos juntos, forman, para cada uno, un tesoro o tumba de la
memoria, ya sea ese tesoro un simple copo de nieve o esa memoria esté trazada sobre la arena antes
de que una ola la disuelva. Sabemos que toda memoria está siempre amenazada por el olvido, todo
tesoro amenazado por el pillaje, toda tumba amenazada por la profanación. Así pues, cada vez que
abrimos un libro, quizás deberíamos reservarnos unos pocos minutos para pensar y reflexionar en
las condiciones que han hecho posible el simple milagro de que ese texto esté ahí, delante de
nosotros, que haya llegado hasta nosotros. Asimismo, cada vez que posamos nuestra mirada sobre
una imagen deberíamos pensar en las condiciones que han impedido su destrucción, su
desaparición. Es tan fácil, ha sido siempre tan habitual el destruir imágenes.
Cada vez que intentamos construir una interpretación histórica –o una arqueología en un sentido
foulcaultiano–, debemos tener cuidado de no identificar el archivo del que disponemos, por muy
proliferante que sea, con los hechos y los gestos de un mundo del que no nos entrega más que
algunos vestigios. Lo propio del archivo es la laguna, su naturaleza agujereada. Pero a menudo, las
lagunas son el resultado de censuras deliberadas o inconscientes, de destrucciones, de agresiones. El
archivo, en tanto que relación metafórica, suele ser gris, no sólo por el tiempo que pasa, sino
también por las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y que ha ardido. Es al descubrir la memoria
del fuego en cada hoja que no ha ardido cuando tenemos la experiencia –maravillosamente descrita
por Benjamin, en cuyo texto más querido, el que estaba escribiendo cuando se suicidó, sin duda fue
quemado por algunas fascistas– de una barbarie documentada en cada documento de la cultura. En
el libro de Los Pasajes, específicamente en el textito París, capital del siglo XIX, escribe:
La barbarie está escondida en el concepto mismo de cultura. Esto, nos sitúa en la
certera pregunta ¿no deberíamos reconocer, en cada documento de la barbarie, algo
así como un documento de la cultura que muestre no la historia propiamente dicha,
sino una posibilidad de arqueología crítica y dialectizante?

Intentar hacer una arqueología de la cultura –después de Warburg y Benjamin, después de Freud y
otros más, sin duda– es una experiencia paradójica, en tensión entre temporalidades contradictorias,
en una incertidumbre también entre el vértigo del demasiado y el de la nada, simétrico. Si, por
ejemplo, queremos construir la historia del retrato en el Renacimiento europeo, o si, quisiéramos
construir la(s) historia(s) del 11 de Septiembre de 1973, en seguida sufrimos el demasiado de las
imágenes que proliferan en las paredes de todos los museos del mundo, y por otra parte, sufriríamos
la nada, el sesgo político, la desaparición de aquellas imágenes que pudiesen dar algún testimonio.
Por lo tanto, nos encontramos enfrentados a un inmenso y rizomatico archivo de imágenes
heterogéneas difícil de dominar, de organizar y de entender, precisamente porque su laberinto está
hecho de intervalos, de lagunas, de silencios e incluso de trémulos en vías a la desaparición. Intentar
hacer una arqueología implica siempre arriesgarse a poner, los unos junto a los otros, fragmentos de
cosas que han sobrevivido; cosas necesariamente heterogéneas, y por sobre todo, anacrónicas –es
decir, pertenecientes a diferentes esferas–, puesto que vienen de lugares separados y de tiempo
desunidos. Ese riesgo tiene por nombre Imaginación y Montaje. En este sentido, y aquí pido mis
disculpas por esta gran vuelta para tratar la noción de Montaje, su gran complejidad, residiría
precisamente en el hacer aparecer de un destello magistral de dísimiles interpretaciones culturales e
históricas, una fulguración retrospectiva y prospectiva, de un adelante en porvenir. El Montaje,
vendría precisamente a poner en resplandor aquellas lagunas propias del archivo, en ella residiría la
condición de posibilidad de hacer ver, de restaurar o incluso completar aquellos entre paréntesis que
la Historia en su construcción de (h)istorias ha perdido ya sea por olvido o por censura, o porque
simplemente nunca tuvo la posibilidad de aparecer. En definitiva, el montaje, vendría hacer aquella
fuerza o punto de implosión de las suspensiones de un tiempo acaecido. El montaje será
precisamente una de las respuestas fundamentales a ese problema de construcción de la historicidad.
Porque él, no está orientado, hace visibles las supervivencias, los anacronismos, los encuentros de
temporalidades contradictorias que afectan a cada objeto, cada acontecimiento, cada persona, cada
gesto. La historia, no es sino todas las complejidades del tiempo, todos los estratos de la
arqueología, todos los puntos del destino. Como bien señala Didi-Huberman, el montaje nos
muestra que las cosas quizás no sean lo que son y que depende de nosotros verlas de otra manera,
según, no cabe duda, de la disposición que ese montar presente.
En este sentido, las posibilidad de presentar, de comunicar, de expresar un sentido o sentidos, no
sería factible sino que disponiendo las cosas mismas –ya que para Didi-Huberman, la disposición
así sin más, sin intencionalidad, residiría en estructuras verosímiles a las de un cuadro o incluso a
las de un simple catálogo–, más específicamente, la disposición cargaría consigo la posibilidad de
exponer sus diferencias, choques mutuos, confrontaciones y conflictos. El arte del montaje,
cohabitaría en la capacidad de mostrar pero desmembrando, mostrando las aberturas, grietas,
trémulos y vibraciones que agitan a cada sujeto frente a todos los demás. Montar: mostrar, poner en
evidencia no por una continuidad entre una imagen y otra, todo lo contrario, exponer, hacer visible
desde la dislocación y reestructuración de un todo. Señala Didi-Huberman:
El montaje será un método de conocimiento y un procedimiento formal nacido de
la guerra, que toma acta del desorden del mundo. Firmaría nuestra percepción del
mundo desde los primeros conflictos del siglo XX: se habría convertido en el
método moderno por excelencia. Y se presenta como tal en la época, precisamente
en que Bertolt Brecht, entre otros escritores, otros poetas, otros artistas y otros
pensadores, toman posición en el debate estético y político del periodo entre
guerras.

Ahora bien, todo esto, claro está, no quiere decir que tan solo bastaría con recorrer un álbum de
fotografías “de época” para tener la posibilidad de hacer cognoscible e inteligible la historia que ellas
documentan. Las nociones de memoria que ellas conservan, el montaje y su dialéctica, aparecen ahí
para indicarnos que las imágenes no son inmediatas ni fáciles de entender. Ellas hacen surgir y
adjuntan formas heterogéneas que ignoran todo orden de grandeza, incluso toda jerarquía. Su
emplazamiento proyecta un plano de proximidad, una develación temporal que no remite a un
presente, como a menudo se cree en formas, quizás, espontáneas. Y es justamente que las imágenes
no están en presente que son capaces de hacer visibles las relaciones de tiempo más complejas que
incumben a una memoria de una (h)historia. La imagen misma, por sí sola, es ella ya, una conjunción
de relaciones temporales, de donde el presente es sólo su deriva, bien como común múltiple, bien
como el divisor más pequeño. Las relaciones temporales nunca se ven en la percepción ordinaria
pero sí en su montaje, mientras sea ésta creadora. El montaje vuelve sensibles, visibles, las relaciones
de tiempo irreductibles al presente.
No obstante, cabe tener en cuenta que las relaciones temporales de aquellos fragmentos se
mantienen tal y como son, y tal como representan ellas al mundo, en una gran diversidad y sin un
tipo de vinculación entre ellas, es ahí donde reside su máximo juego: en el desmembramiento de un
tiempo padecido. Y es precisamente el juego que se les pide en los cursos impartidos por Eduardo y
por Felipe, o mejor dicho, sería la exigencia que yo haría en esos cursos, el saber trabajar con un
documento, multiplicando procedimientos de confrontación y de comparación, la de creación de un
todo con partes heterogéneas, de partes extra–partes, en síntesis, la de proponer un cuerpo sin
órganos, sin estructura, en definitiva, la de proponer un cuerpo deleuziano: la exposición no
vinculante de un cuerpo–colador, un cuerpo–fragmentado, un cuerpo–dislocado –cuando me refiero
a un cuerpo sin órganos, no quiere decir, la creación de un cuerpo desprovisto de órganos o sin
sustancia, sino que me refiero específicamente a la creación de un cuerpo indeterminado en vías a la
diferenciación.
En referencia a esta posibilidad de construir cuerpos sin órganos dado por los posibles
emplazamientos y desplazamientos que logra el montaje, fundamental se hace aquí, volver a traer
presente la cita que utiliza Didi-Huberman, sobre las articulaciones del fotomontaje, el desorden
organizado en sus superficies, en síntesis, la dialéctica de las formas por ellas presentadas:

“Si la primera forma de fotomontaje consistía en una explosión de puntos de vista y


en una interpenetración vertiginosa de varios niveles de imágenes, que sobrepasaba
en complejidad a la pintura futurista, mientras tanto ha pasado por una evolución
que podríamos llamar constructiva. En todas partes se ha impuesto la idea de que el
elemento óptico representa un medio de expresión con aspectos extremadamente
variados; en el caso particular del fotomontaje, permite, por sus oposiciones de
estructuras y de dimensiones –entre lo rasposo y lo liso, entre la vista aérea y el
primer plano, entre la perspectiva y la superficie plana, por ejemplo– la mayor
variedad técnica, es decir la elaboración más avanzada de la dialéctica de las
formas”.

Esta dialéctica implicaría la introducción de una diferencia en un discurso dado por la utilización de
las imágenes. Y su construcción transcendental, fundamental como condición de posibilidad
vendría a dar respuesta a la pregunta que marca el inicio de la sesión del día de hoy ¿qué ocurre con
la imagen cuando entra en contacto con el real? ¿ofrece ella acaso, una unívoca verdad de esa
realidad? Lo que fabrica el montaje, consistiría precisamente en la producción de heterogeneidades
para dis-poner la verdad en un orden que no es precisamente el orden de las razones, la secuencia
lógica que nos permite o posibilita la respuesta a la pregunta de un por qué, sino que su disposición
sería la posición de las correspondencias, de las afinidades electivas en un sentido benjaminiano, de
los desgarros, o incluso de las atracciones, pensando en Eisenstein. La exposición de un hecho, un
acontecimiento desorganizando y no explicado, como bien señala Didi-Huberman, residiría en la
exposición fugaz de elementos singulares. El montaje ofrece todos su lugar a las contradicciones no
resueltas, a las velocidades de aparición y a las discontinuidades, no dispone las cosas más que para
poner en contraste su intrínseca vocación de desorden y en este sentido el juego que plantea el
montaje consistiría precisamente en la de restituir a pesar de todo algo del mundo real. La
construcción de imágenes mediante la dislocación de su orden y el desmembramiento
representacional, implicaría la invención de nuevas estrategias en los mecanismo de ver y hacer
visible. Practicar una grieta, una fisura, inventar, afirmar una forma, hender la representación y abrir
ahí una brecha, un espacio para nuevas posibilidades o legibilidades, implica desde ya, Tomar
Posición.
Quisiera, en este sentido, dar paso legible a la comprensión del montaje en tanto que la producción
de quiebres, de dislocaciones, la de colar y fragmentar y poner así, una imagen que toque lo real.
Uno de los grandes referentes que analizamos en la primera sesión de este curso, fue Harun Farocki,
específicamente el film Fuego Inextinguible, donde pone como imagen sustitutiva del Napalm una
quemadura de cigarrillo: Sobre la mano izquierda de Farocki que reposa sobre la mesa, su mano
derecha sale de campo y vuelve a entrar con un cigarrillo encendido que aplasta calmadamente
sobre su brazo izquierdo, al igual distancia de su codo y su puño (entre uno y otro plano pasan 3,5
segundos). La voz en off del narrador señala: Un cigarrillo arde a 400 grados, el napalm arde a
3.000 grados. En este film, Farocki nos presenta una suerte de aporía para el pensamiento; más
concretamente una aporía para el pensamiento de la imagen. Ahora bien, para la comprensión de
montaje en Harun Farocki, especial atención debemos poner al Film Imágenes del Mundo Epitafios
de Guerra, donde el trabajo del montaje aparece como una operación doble –no sintética– de
hendidura y de lazo, de separación y de continuidad. La voz en off dice: “El 4 de abril de 1944, el
cielo estaba despejado. Antes, los chaparrones habían abatido al polvo. Aviones americanos habían
despegado de Foggia (Italia) y se dirigían hacia sus objetivos en Silesia –fábricas de carburante y
caucho sintético (buna). Un piloto que sobrevolaba las obras de las usinas IG-Farben sacó su
cámara y fotografió el campo de concentración de Auschwitz. La primera imagen de Auschwitz,
tomada a 7.000 metros de altura. Estas imágenes de abril de 1944 en Silesia llegaron para su
evaluación a Medmanham, Inglaterra. Los que analizaron las fotografías identificaron una central
eléctrica, una fábrica de carburos, una fábrica de buna en construcción y otra de hidrogenación de
carburos. No tenían la orden de buscar el campo de Auschwitz y, por lo tanto, no lo encontraron”.
Ellos buscaban fábricas de producción y las encontraron fácilmente. Pero fueron incapaces de ver la
fábrica de destrucción, mucho más grande, que se encontraba justo al lado, en el campo de sus
imágenes aéreas. La realidad estaba sin embargo ahí, bajo sus ojos, registrada por un dispositivo
técnico que les mostraba claramente aquello que ellos no querían mirar. Primer hendidura que el
montaje de Farocki –imágenes y palabras juntas– vuelve visible a nuestros propios ojos. La imagen
dialéctica se vuelve paradoja de visibilidad y de aparición.

También podría gustarte