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Por Qué Jesús Tuvo Que Morir para Salvarnos
Por Qué Jesús Tuvo Que Morir para Salvarnos
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Henry Vargas Holguín | Abr 08, 2016
Dar la vida por otro es amor, morir para que otro tenga vida es amor
“Por NUESTRA CAUSA fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato…”; dice el Credo
católico. Esto pone en evidencia que la muerte de Cristo se ha dado a favor nuestro
como sacrificio por los pecados y dicha muerte se ha convertido en “precio” de la
redención humana.
¿Qué significa el verbo redimir? Es una palabra que tiene sus raíces en el latín y
significaba rescatar de la esclavitud a un cautivo pagando un precio. El verbo
“comprar” (1 Co 6, 20) se emplea pues como sinónimo de “redimir” o redención.
Nosotros los cristianos usamos la expresión “redención” para indicar lo que Jesús hizo
por nosotros: redimió o rescató a los seres humanos de la esclavitud del pecado.
Jesús entregó su vida como rescate por muchos (Mc 10, 45/ Lc 1, 68/1 Tm 2, 6)
realizando la liberación esperada durante mucho tiempo (Lc 2, 38). Y haciéndose Él
mismo nuestra redención (1 Co 1, 30) tenemos en Él nuestra redención (Ef 1, 7).
Jesús redime -rescata, libera, salva- a todo el género humano, a todos los hombres de
la historia sin distinción alguna.
“En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la
riqueza de su gracia” (Ef 1, 7).
¿Estuvo Dios irracionalmente lleno de venganza al exigir una muerte –la de su propio
hijo- como pago por el pecado?
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https://es.aleteia.org/2016/04/08/por-que-jesus-tuvo-que-morir-para-salvarnos-de-que-nos-redime/?
fbclid=IwAR2ux-wJa3QewcNmW98MoMGyPETi78B9Xtdi3FV3AxiAC91qdlaw6gNQh6E
¿No podría Dios perdonar al ser humano sin exigir que se pagara ningún precio; o sin
exigir derramamiento de sangre para sentirse resarcido?
Jesucristo es “a quien Dios exhibió como propiciación por su propia sangre, mediante
la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente”
(Rm 3, 25).
“Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvos
de la cólera” (Rm 5, 9).
“Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”
(Ef 1,7).
Los textos anteriores, si nos fijamos bien, tienen una palabra en común: la palabra
sangre.
El ritual del derramamiento de la sangre de un animal es signo del perdón de Dios, con
especial importancia en el primer caso, en el que se borran los pecados de todo un
pueblo.
Todas las anteriores preguntas se pueden resumir en una: ¿Era necesario que Cristo
tuviera que morir para que Dios tendiera un puente que lo uniera de nuevo con la
humanidad; un puente roto por el pecado original?
Pues sí, porque el ser humano está esclavizado por el pecado y por la muerte; y no
puede liberarse de eso por sí mismo.
1. Primera solución. Que Dios hubiese considerado suficiente lo exiguo que pudiera
ofrecer el ser humano para reparar el pecado. En este caso la misericordia divina
hubiera brillado pero no se hubiera hecho justicia de manera suficiente. ¿Por qué?
Porque el pecado original ha ofendido infinitamente la dignidad humana. Y la
satisfacción humana, o lo que el ser humano hubiera podido ofrecer para reparar el
daño de su culpa, nunca sería la apropiada vista la gravedad de la ofensa, entre otras
cosas, porque los actos humanos no tienen valor infinito y menos aún alcance
universal. En otras palabras si el hombre hubiera querido ofrecerse a sí mismo en
pago por el pecado propio y universal, no hubiera podido hacerlo porque su pecado le
hubiera descartado de ser un sacrificio aceptable. Es por esto que en el Antiguo
Testamento se proveyó la ofrenda de ciertos animales seleccionados cuya sangre era
derramada de forma sustitutoria por los pecados de aquellos que se arrepentían y
confiaban en Dios.
3. Tercera solución, es una solución intermedia. Que Dios hubiera perdonado pero
exigiendo al mismo tiempo, por parte del hombre, una satisfacción justa y proporcional.
Actuando así brillarían, en equilibro, la justicia y la misericordia divinas. Pero esto sólo
sería posible si fuera Dios mismo quien reparara el pecado restableciendo, en lo
posible, el orden original de cosas antes del pecado.
Esta divina persona se hace hombre para que, como hombre, pudiera satisfacer el
pecado del hombre y a la vez, como Dios, dar a dicha satisfacción el valor justo e
infinito que se necesitaba ejerciendo así su justicia.
Y aunque no podamos asimilar las perfecciones de Dios, la Biblia nos revela mucho
sobre el ser de Dios, sobre su esencia. (Dt 29, 29; Jb 11, 7).
Y junto a estos atributos también está el de ser santo (Salmo 99, 9). Él es en primer
lugar santo, es más, es tres veces santo.
Dios es santo
El concepto de salvación no tiene sentido a menos que se empiece por considerar la
santidad de Dios.
Porque Dios conoce las repercusiones tan graves del pecado; repercusiones de las
que no somos plenamente conscientes; Dios se ‘enfada’ por el daño que el pecado ha
causado a su creación.
Dios ha permitido que la muerte (física y eterna) fuera, no digamos tanto, un castigo
sino la consecuencia lógica derivada.
La racionalidad humana puede que no esté de acuerdo con esta disposición pensando
que es injusto o extremo; pero esto no hace más que demostrar aún más las GRAVES
consecuencias del pecado; entre estas consecuencias está negar su verdadera
naturaleza, alcance y magnitud.
Pero hay que saber entender la expresión “hacer justicia”, que no tiene ninguna
connotación negativa.
Si Dios violara este atributo básico (la justicia perfecta), su perdón sería prácticamente
inútil porque el orden de cosas, establecido desde un principio por Dios y roto por el
pecado, no se restablecería.
Dios hijo, revestido de forma humana, derramó su sangre por el pecado del hombre,
satisfaciendo por tanto toda exigencia de justicia santa. Y a través de esa sangre
preciosa, Dios mostró que es a la vez “justo y justificador del que cree en Jesús” (Rm
3, 26).
Dios es amor
Dios, en su incomparable amor por el hombre pecador, también ha decretado que la
pena por el pecado pueda ser pagada –como ya se ha dicho- por un sustituto; y el
sistema de sacrificios del Antiguo Testamento está basado en este principio.
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él
nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).
El mismo Jesús dijo: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para
que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). “Dar a
su Hijo” significaba entregarlo a la humanidad para que esta fuera amada hasta el
extremo.
Dios Padre ha dado a su Hijo para la salvación del mundo permitiendo su muerte de
cruz por los pecados del mundo, entregándolo por amor. El amor es la explicación
definitiva de la redención mediante la cruz.
Jesús por amor se entrega en manos de los hombres, Él se ofrece; no es que le quiten
la vida. Dar la vida por otro es amor, morir para que otro tenga vida es amor como hizo
san Maximiliano Maria Kolbe.
Dios ama al ser humano desde que este fue creado y Dios, como amante, desea
entregarse al ser humano, identificarse con él o, mejor aún, quiere integrarlo a su
propia vida.
Y aquí recordemos lo que dice san Pablo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en
los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,
para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano
para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad” (Ef 1, 3-5).
Este texto nos dice que Dios Padre, por amor, nos ha elegido en Jesucristo, aun antes
de la creación del mundo, para que estemos en su presencia santos y sin tacha como
hijos adoptivos y nos ha bendecido en su hijo.
Por tanto la encarnación del Hijo de Dios no es, si se puede decir así, un plan B para
restaurar un plan fracasado por el pecado original sino que estaba ya prefijada en el
diseño del plan de Dios desde siempre; es decir la misión de Jesucristo a favor de la
humanidad ya estaba prefijada antes de los tiempos.
Y es lo que confirma el mismo Bautista cuando presenta a Jesús diciendo: “He aquí el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).
Nos encontramos, pues, ante un designio divino que, aunque sea muy lógico a sus
ojos, sigue siendo un misterio que la razón humana no puede explicar
satisfactoriamente.
Es lo que el Apóstol Pablo confirmará con una paradoja muy famosa: “Porque la
necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina,
más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Cor 1, 25).