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una renuncia por escrito y cogiendo un barco rumbo a Francia
mientras le preparaban una fiesta en Cartagena a la que no asistió.
En París, con don Porfirio, compartirían nostalgias y lamentacio-
nes sobre el desagradecimiento de sus pueblos respectivos.
Escribe un biógrafo de Reyes:
A esos tres peros, que eran tres negativas, Carlos E. Restrepo les
sumó dos noes: gobernó con los conservadores no regeneracionis-
tas y con los liberales no reyistas. Con los hombres de una nueva
generación, llamada la Generación del Centenario, más pacifista
que belicosa, más liberal que conservadora y más atenta a la
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agitación del mundo exterior que a los conflictos parroquiales del
país. Estrictamente hablando, los republicanos de Carlos E.
Restrepo fueron verdaderamente revolucionarios: pretendieron
instaurar en Colombia la tolerancia, por primera vez desde que los
españoles vestidos de hierro pusieron el pie en las playas del Caribe.
Ese maná del cielo sirvió para adelantar unas cuantas grandes
obras públicas inconclusas desde los días del radicalismo liberal,
puertos, ferrocarriles y carreteras, bajo el gobierno de origen
conservador pero de intención progresista del general Pedro Nel
Ospina. Buena parte de los millones se perdió en vericuetos de
intermediaciones y comisiones, robos y despilfarros, que enrique-
cieron a muchos allegados del gobierno, de uno y otro partido:
los bailarines de la famosa “danza”. Fueron los años llamados
entonces de “la prosperidad a debe”. Y de una corrupción como
no se había visto —porque no había con qué— desde los años
entonces ya remotos de los grandes empréstitos ingleses para las
guerras de la Gran Colombia. Muchos ricos se hicieron ricos.
Del gobierno de Pedro Nel Ospina, hijo del otro Ospina que
solicitó en vano la adopción de Colombia como colonia de los
Estados Unidos, datan tanto la fama de “buen socio” que tiene
este país como su renuncia a tener una política económica y una
política internacional autónomas: la dependencia voluntaria,
confirmada luego por todos los gobiernos.
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pueblos. Hablando de las elecciones de ese entonces escribía el
historiador Mario La torre:
Pero no con los votos divididos entre dos candidatos a medio bende-
cir, ninguno de los cuales había recibido de manera clara el baculazo
o golpe consagratorio del báculo archiepiscopal. Las elecciones de
1930 las perdió el Partido Conservador, y sus dolidos militantes
empezaron a llamar a monseñor Perdomo “monseñor Perdimos”.
Pero aceptaron la derrota.
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La vieja lucha por la tierra
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Pasadas las guerras que podríamos llamar ideológicas entre
liberales y conservadores que ocuparon todo el siglo XIX
—guerras por la religión católica o por la estructura de la nación,
además de las rivalidades políticas por el poder—, el capitalismo
incipiente trajo nuevos motivos de conflicto social. No ya entre
pequeños artesanos y grandes comerciantes importadores,
como en tiempo de los radicales, sino entre obreros y patronos
de las nacientes industrias. Pero a falta de capitales nacionales,
las empresas grandes que se crearon fueron por lo general
norteamericanas, en dos grandes y nuevos sectores: el del
petróleo, en manos de la Standard Oil Company de John D.
Rockefeller, primer multimillonario del siglo XX, representada
aquí por la Tropical Co., familiarmente llamada “la Troco”; y el
de la producción extensiva de banano, dominado por la United
Fruit Company: la “Yunaited”, conocida en toda la cuenca del
Caribe como “Mamita Yunai”, a la que Pablo Neruda denunció
en su Canto general por haber sembrado de feroces dictaduras “la
dulce cintura de América”, del Yucatán hacia abajo. Esas dos grandes
empresas fueron la encarnación del imperialismo norteamericano en
América Latina, y promotoras ambas de no pocos golpes de Estado
en la región, muchas veces acompañados por los correspondientes
desembarcos de infantes de marina. El himno de guerra de
los marines —“From the halls of Montezuma to the shores of
Tripoli”: desde los palacios de Montezuma en México hasta las
playas de Trípoli en Libia luchamos por defender el derecho y
la libertad— ilustra bien el asunto. El general Smedley Butler,
comandante de los marines, lo tradujo diciendo que los treinta
y tres años de su exitosa carrera militar, en los que participó en
invasiones a China y a Nicaragua, a Cuba y a las islas Filipinas,
a Venezuela y a Haití, habían consistido en hacer a esos países
“seguros” para la Standard Oil, la United Fruit y los banqueros de
Wall Street.
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Revolucionario y del más sólido y duradero Partido Comunista:
la huelga de los obreros petroleros en Barranca, en l923, y la de los
corteros de banano en Ciénaga, en l928.
Una ley progresista para la época. Un siglo más tarde —en 1994—
la Corte Constitucional la declaró, a posteriori, “abiertamente
inconstitucional en su integridad (porque) desconoce la dignidad
de los pueblos indígenas al atribuirles el calificativo de salvajes”.
Pero el caso es que, indigna o no en su lenguaje, en la realidad
de su tiempo la ley reconocía el derecho de los indígenas al
autogobierno (los cabildos) y garantizaba la intangibilidad de
sus resguardos, que de acuerdo con ella no se podían parcelar ni
vender. Tal ley no se cumplía —como durante siglos no se habían
cumplido las Leyes de Indias—; pero en su combate legalista y
leguleyo, que llevó hasta el Congreso de la República habiendo
sido elegido por los cabildos Defensor General de los Indios del
Cauca, el indio Quintín Lame exigía que se cumpliera.
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Poeta modernista y con rachas de progresismo social en la
forma, pero político ultraconservador y gobernante represivo en
el fondo: una contradictoria mezcla bastante habitual en este país
—en este continente— de políticos poetas y de poetas políticos.
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(Muchos años después, en l984, apareció en el Cauca una guerrilla
indígena llamada Grupo Armado Quintín Lame. Pero esto pertenece
a otro capítulo de esta historia).
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