Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Meditaciones sobre
las Solemnidades de
la Santísima Trinidad,
Corpus Christi y el
Sagrado Corazón de
Jesús, y su valor para
renovar nuestra vida
ordinaria.
P. Gustavo Irrazábal
DE LA PASCUA A LA
VIDA
[Subtítulo del documento]
2
DE LA PASCUA A LA VIDA
Introducción ...................................................................................................................... 3
1. Un Dios Trino ................................................................................................................. 4
1. Llamados a ser como Dios .......................................................................................... 6
Para reflexionar .......................................................................................................... 9
Para orar .................................................................................................................. 10
2. Dios es Comunión ..................................................................................................... 11
Para reflexionar ........................................................................................................ 15
Para orar .................................................................................................................. 15
2. Corpus Christi ............................................................................................................... 16
1. La Eucaristía, presencia real del Señor ...................................................................... 17
Para reflexionar ........................................................................................................ 21
Para orar .................................................................................................................. 21
2. Una existencia eucarística ........................................................................................ 23
Para reflexionar ........................................................................................................ 27
Para orar .................................................................................................................. 27
3. Sagrado Corazón de Jesús ............................................................................................ 28
1. El corazón de Jesús ................................................................................................... 29
Para reflexionar ........................................................................................................ 34
Para orar .................................................................................................................. 34
2. Nuestra reparación al Corazón de Jesús ................................................................... 34
Para reflexionar ........................................................................................................ 38
Para orar .................................................................................................................. 38
Conclusión ....................................................................................................................... 39
3
Introducción
P. Gustavo
4
1. Un Dios Trino
Si se trata de preguntarnos sobre la verdad de las palabras que usamos para expresar
nuestra fe, podríamos empezar por una de ellas: la “salvación”. ¿Qué queremos significar
los cristianos cuando proclamamos “que Jesucristo nos ha salvado”? ¿De qué se trata esta
salvación?
Para quienes han tenido una fuerte experiencia de conversión, la salvación podría significar
haber sido liberados del pecado y devueltos al camino del bien, o haber superado la
incredulidad y abrazado la fe, o haber dejado atrás una religiosidad puramente formal y
haberse encontrado con el amor de Dios, o haber superado tal o cual problema y
recuperado la paz y la felicidad. También se podría ampliar el horizonte más allá de este
mundo: la salvación es “ir al Cielo”, encontrarse con Dios, con los seres queridos ya
fallecidos, una vida sin fin liberada para siempre de todo lo que en este mundo nos puede
amenazar o afligir. Y todo esto sería cierto, todo esto forma parte de la salvación.
Sin embargo, todavía no hemos dicho lo esencial: la salvación es participar del ser de Dios,
ser Dios, aunque no por derecho propio, sino por gracia. San Pedro dice en su segunda carta
que hemos sido hechos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1,4). Algunos Padres
de la Iglesia hablaban directamente de “divinización” o “deificación”. Por ejemplo, San
Atanasio observaba: "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para que pudiéramos llegar a
ser Dios." Porque si es cierto lo que dice San Juan en el prólogo de su evangelio, que Jesús
nos dio el poder llegar a ser “hijos de Dios”, es decir, el participar de su condición de Hijo,
igual en dignidad al Padre, eso significa que participamos de su misma condición divina. Él
es Hijo por naturaleza, nosotros por gracia, hijos adoptivos, pero realmente hijos.
¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros
lo somos realmente. (…) Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que
seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos
semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. (Juan 3,1-2)
La condición de hijos de Dios no se reduce a un tema de sentimientos, sino que se refiere a
nuestro ser: no es simplemente que amo a Dios como si fuera un Padre y creo que Él me
quiere como si yo fuera su hijo, sino que consiste en que Él es mi Padre y yo soy su hijo.
En la Divina Comedia, Dante acuña un término para expresar esta elevación de un mero
mortal a la condición divina: “Transhumanar” (Paraíso I,70), es decir, trascender, ir más allá,
de la condición humana, ser por gracia capaz de ver a Dios. Guiado por Beatriz, su amada,
imagen de la Divina Sabiduría, Dante comienza en el Paraíso la última etapa de su viaje, en
la cual es elevado por los diferentes cielos hasta llegar a aquel cielo que los contiene a todos,
al Empíreo, donde habita Dios, más allá de los límites del tiempo y del espacio. Allí
experimentará de un modo fugaz, el encuentro cara a cara con Dios, antes de volver a este
7
mundo. Pero ese instante ínfimo, que apenas si puede recordar, marca a fuego su corazón
para el resto de su vida.
Una miniatura veneciana del siglo XIV1 muestra a Beatriz guiando a Dante hacia la meta de
la visión divina. Es el momento mismo en que, luego de haber sido purificado de sus
pecados, comienza su elevación a la esfera divina, su “transhumanarse”, movido por la
“innata y perpetua sed que al reino deiforme nos llevaba” (2,19-20).
El astro que brilla en el centro del firmamento parece ser la luna, primera etapa de su viaje
celestial (conforme al texto en la parte superior, tomado del original, que traducido
1
Escuela veneciana. Iluminación. Librería Marciana, Venecia.
8
significa: “como diamante herido por el sol”, es decir, que refleja su luz, en referencia al
brillo de la superficie lunar).
Nuevamente podemos confrontar esta imagen con el afiche soviético que celebraba al
primer hombre en el espacio. Allí también había un cielo estrellado, pero sin vida,
impersonal, indiferente, con un hombre que cree tener a Dios a sus pies. Aquí, en cambio,
la luna tiene un rostro, que remite a los beatos que se le manifestarán a Dante en cada
esfera celeste que atraviese, acogiéndolo con amor y alegría, y preparándolo para el
encuentro final con Dios mismo, la Santísima Trinidad. El Cielo es, todo él, una eterna y
gozosa celebración del amor de Dios.
Y una vez liberado del peso de sus pecados, el deseo de Dante (del cual el amor a Beatriz es
una metáfora) se manifiesta con toda su intensidad, y lo hace ascender con la velocidad de
un rayo hacia Dios, el único capaz de saciarlo. ¡Qué importante es para nosotros liberarnos
de nuestros propios lastres y reencontrarnos en nuestro interior con esa “innata y perpetua
sed del reino deiforme”! Tomar conciencia de nuestra vocación de “transhumanarnos”, de
trascender por la gracia nuestra condición humana, de dejarnos guiar como Dante por el
deseo de Dios, para que se manifieste cada vez más claramente en nosotros lo que ya
somos, no sólo en las palabras sino de verdad, hijos de Dios.
En conclusión, nuestra salvación es nuestra deificación. Parecería que esto nada tiene que
ver con nuestro tema, pero tiene todo que ver. Si Jesús no fuera realmente Dios como el
Padre, entonces sería falso que Dios se hizo hombre. Y entonces, no podríamos ser hijos de
Dios por el bautismo. Y si el Espíritu Santo que nos envió Jesús no fuera Dios, entonces no
podría llevarnos a la “verdad completa” sobre Dios, una verdad que sólo Dios conoce. La
Iglesia sería una institución puramente humana, en la cual podríamos encontrarnos con
9
algún vestigio de Dios, pero no encontrarnos con Dios mismo. No seríamos, como afirma
Pedro, “partícipes de la naturaleza divina”. No estaríamos salvados.
Sin la existencia de la Santísima Trinidad todos y cada uno de los conceptos de nuestra fe
cambiarían de significado. Sobre todo, la idea de que Dios nos ama. Dice San Juan en el
evangelio que proclamaremos este domingo:
Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en
él no muera, sino que tenga Vida eterna. (3,16)
Si Dios no entregó a su Hijo único por nuestra salvación, si el que se hizo hombre no es Dios,
si el Espíritu que conduce a la Iglesia no es Dios, entonces Dios no nos ama (por lo menos
en el modo en que creemos que nos ama, es decir, con un amor sin límite): ni se nos entrega
plenamente, ni nos llama a compartir su vida. Hablar de la resurrección y la vida eterna no
tendrían sentido, porque estos términos se refieren a la participación de la vida divina.
Nuestra fe sería puras palabras y sentimientos sin contenido. Un engaño.
Ahora podemos volver a lo que decíamos al principio. ¿Eran tan ingenuos nuestros
antepasados en la fe cuando se desvelaban por el tema de la Verdad sobre Dios y cómo
expresarla con la mayor fidelidad? ¿Estaba tan loco San Atanasio, alias “Atanasio contra el
mundo”, cuando defendía a capa y espada la divinidad de Cristo? ¿No es gracias a ellos que
hoy podemos profesar una fe llena de verdad y de sentido, que podemos expresar en
palabras con contenido, y en doctrinas con solidez lógica? ¿No es gracias a esto que
podemos celebrar el amor de Dios sin miedo a engañarnos a nosotros mismos?
Ahora bien. El Misterio de la Trinidad no sólo es el fundamento de nuestra fe en el amor de
Dios. Nosotros vivimos sumergidos en el Misterio de la Trinidad. Por la fe participamos de
la Vida Trinitaria. ¿De qué se trata esa Vida y cómo tomamos parte en ella? Este es el tema
de la reflexión de mañana.
Para reflexionar
Para orar
2. Dios es Comunión
Una dificultad que nos asalta cuando intentamos reflexionar en el Misterio Trinitario es que
en nuestra catequesis lo hemos aprendido con fórmulas que parecen secas, frías, e incluso
contradictorias. Nada que pueda llamarlos a la devoción. Pero en los últimos tiempos, se ha
recuperado la idea de la Trinidad como comunión de Personas, una familia que es arquetipo
de toda familia en ese mundo. Y cada Persona divina se entrega completamente a las otras,
en una corriente de amor infinito, en la cual la Unidad y la Trinidad de Dios se identifican.
Pero reflejar semejante misterio en el arte sin traicionarlo parece imposible: si se
representan a las Tres Personas divinas parece imposible hacer justicia a la Unidad de Dios,
si ser fiel a la Unidad de Dios significaría diluir su Trinidad. Veamos por ejemplo esta obra
del s. XVII, atribuida a Francisco Caro, que se encuentra en el Museo del Prado:
12
En este cuadro reconocemos fácilmente cada una de las Tres Personas divinas, aunque el
Espíritu Santo queda inevitablemente relegado, como en segundo plano respecto del Padre
y del Hijo, y admiramos la mirada amorosa del Padre y del Hijo sobre el mundo. Pero es
claro que la Trinidad se afirma aquí a costa de la Unidad de Dios.
En la Iglesia Oriental, el arte ha seguido otro camino. En particular, se ha valido de un relato
del libro del Génesis (18,1-15) en el cual Abraham, estando en su tienda, recibe la visita de
tres personajes misteriosos, a quienes insiste en hospedar, y que a cambio le prometen que
su esposa, pese a su avanzada edad, daría a luz un niño (Isaac). Es claro que estos tres
personajes, digamos tres ángeles, son un modo en que Dios mismo se manifiesta a
Abraham. Pero el hecho de que fueran tres, llevó al arte cristiano a convertir
progresivamente esta historia en una referencia a la Trinidad.
Al principio, sólo se distinguía entre los tres personajes la figura de Cristo. Por ej., en este
mosaico del siglo V, en Santa María Maggiore. Jesucristo está resaltado en el medio de los
otros dos, envuelto en una “mandorla”. Es ante Él, que Abraham se arrodilla reverente.
En el siglo XVI, en la Iglesia Ortodoxa un concilio prohibió identificar cada ángel con una
Persona divina en especial, recomendando limitarse a referirlos en conjunto a la Santísima
Trinidad. 2 Esto es algo muy interesante: identificar a cada personaje con una Persona divina
comportaba el riesgo de confundir la Trinidad con la existencia de tres dioses (triteísmo).
Nosotros en Occidente, cuando representamos la Trinidad somos menos sensibles a este
importante aspecto. Es claro que con aquellas indicaciones se buscaba equilibrar la
2
En el Concilio de Stoglav, en 1551.
13
afirmación de la Trinidad con la Unidad en Dios. Ahora bien, más allá del acatamiento real
que las mismas hayan recibido en la práctica, el tema de la hospitalidad de Abraham siguió
siendo representado como motivo trinitario, hasta llegar a su cumbre en el siglo XVI con el
ícono de Andrei Rublev.
miradas y el gesto de sus cabezas. Es evidente que una corriente de profundo amor circula
entre ellos.
Dentro de esta comunión, es posible identificar tentativamente a cada una de las tres
personas.
- La que vemos a la izquierda es posiblemente el Padre, vestido con ropas
resplandecientes. Detrás de él no está ya la tienda de Abraham, sino un castillo que
representa la “Casa del Padre”, nuestro destino último.
- El personaje de la derecha sería el Espíritu Santo, vestido de verde y azul que son los
colores de la tierra, haciendo referencia a su función como Espíritu creador (además
el verde es en la Iglesia ortodoxa el color propio de la fiesta de Pentecostés). La
montaña a sus espaldas es el signo del ascenso espiritual que el Espíritu impulsa en
los creyentes.
- En el centro, estaría sentado Jesucristo, con vestimentas rojas y azules (rojo signo
de divinidad y azul, de humanidad), y por encima de él se encuentra la encina de
Mambré (lugar en que acontece la visita de los tres ángeles, Génesis 18,2) que aquí
alude a otro árbol: el de la Cruz
Pero el hecho de que estas identificaciones se puedan discutir nos indica que este ícono,
lo repito, no pretende mostrarnos a las tres Personas divinas en su individualidad, sino
que nos invita a asomarnos a la relación entre ellas, tres personas del mismo tamaño
(aquí el Espíritu Santo no está en segundo plano), dirigidas cada una hacia las otras en
actitud de amor. El Hijo y el Espíritu hacen reverencia al Padre, poniendo en evidencia
su paternal autoridad, pero es una reverencia de amor, no de temor. Y el Hijo está en
conversación con su Padre, conversación a la que nos asomamos al leer en los
evangelios sobre las largas noches de oración de Jesús a solas con Dios.
Los tres ángeles o Personas a su vez extienden su mano, en gesto de bendición, hacia el
centro de la mesa, que es evidentemente un altar (incluso contiene la pequeña
hendidura donde se coloca la reliquia). Y en el centro del altar, se ve la Eucaristía, el
amor trinitario que se nos comunica para que participemos de él, para que entremos a
formar parte de esa circulación de amor que es la vida trinitaria.
La contemplación de este ícono nos ayuda a entender que la Trinidad no debe ser para
nosotros una mera fórmula teológica. Ésta es sólo la puerta de entrada al misterio de la
vida íntima de Dios, la comunión de las personas divinas, de la que sin ser conscientes a
veces de ello, participamos por la fe. El bautismo nos ha unido a Cristo, haciéndonos
hijos de Dios, compartiendo el mismo Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso podemos
llamar a Dios “Padre” e ingresar en esa corriente de amor, diálogo y entrega entre las
Personas divinas que este ícono tan admirablemente refleja.
Y como este llamado a participar de la Vida Trinitaria no es sólo individual, sino
comunitario: tenemos que ver a la Iglesia en este mundo como Pueblo que peregrina
15
Para reflexionar
Para orar
2. Corpus Christi
renovada, aprendiendo, en palabras de San Pablo, a “discernir” mejor el Cuerpo del Señor
(1 Corintios 11,19), y dejarnos transformar en aquello que celebramos.
El desafío está en afirmar esta identificación de las especies eucarísticas con el Cuerpo y la
Sangre de Cristo sin recaer en una interpretación demasiado literal y crasa, que convierta la
Eucaristía en una “cosa” sagrada, dejando como eclipsado el Misterio Pascual, el sacrificio
de amor del Señor que ella hace presente.
Tal peligro podemos verlo al acecho en hermosas y devotas obras de arte. Un ejemplo
puede ser la Adoración del Corpus Christi, Óleo de Jerónimo Jacinto Espinosa, s. XVII, Museo
del Patriarca, Valencia.
19
En esta escena Jesucristo está identificado por la inscripción sobre su figura, por el nimbo
cruciforme, y por su vestimenta roja (signo de su majestad, su divinidad, su amor) y azul (su
humanidad).3 Y lo que nos sorprende es que él mismo es quien da la comunión a sus
apóstoles. Parecería contradictorio: si Él es la Eucaristía, ¿cómo puede al mismo tiempo ser
el que la administra?
Es un modo de expresar que la identificación real de Jesucristo con la Eucaristía no debemos
interpretarla en un sentido puramente material, idea reforzada por el curioso
“desdoblamiento” de Jesús. Ciertamente Jesucristo en un sentido es la Eucaristía, como
atestigua el discípulo que recibe el cáliz con las manos cubiertas por su manto en señal de
reverencia al sacramento. Pero también Jesucristo es el que da la eucaristía, o mejor
todavía, se da a sí mismo en ella, y nos concede participar de su propio sacrificio. Esta
representación está llena de alusiones al Misterio Pascual: la separación de las especies, del
Cuerpo y de la Sangre, son referencia a su sacrificio; lo mismo que el mantel rojo que cubre
el altar y las cruces que lo ornamentan.
El mismo tema podemos encontrarlo en el mosaico de la iglesia de Santa Sofía de Kiev. Una
advertencia insistente sobre el peligro de desvirtuar el sentido de la Eucaristía. Separar el
ser de la Eucaristía de su significado, del sacrificio de Cristo y su dinamismo transformador,
podría llevar a una especie de idolatría. Quizás por esto la Iglesia ortodoxa demoró tanto en
3
https://rezarconlosiconos.com/index.php/misterios-vida-de-cristo/corpus-christi
21
Para reflexionar
Para orar
Canta, oh lengua,
el misterio del glorioso Cuerpo
y de la Sangre preciosa
que el Rey de las naciones
Fruto de un vientre generoso
derramó en rescate del mundo.
22
4
Cf. BENEDICTO XVI, Exhort. Apostólica Sacramentum caritatis (2007), 70ss.
25
Esta obra pertenece a Juan de Flandes, pintor flamenco de los Reyes Católicos, del s. XV,
que representa la multiplicación de los panes conforme a la narración de Juan 6. 5 En el
centro de este pequeño cuadro, está Jesús subido (anacrónicamente) a un púlpito mientras
enseña a la multitud, que se encuentra “como ovejas sin pastor” (Mateo 9,36). La alusión a
la celebración eucarística es clara. Así como el milagro de la multiplicación de los panes, sin
la palabra que lo interpreta resultaría incomprensible, del mismo modo el Pan de la
Eucaristía separado del Pan de la Palabra sería inaccesible en su verdadero significado.
¡Cuántas veces, sin embargo, participamos de la misa sin conciencia de esa conexión, y
permitimos que se empobrezca nuestro gesto de comulgar con el Cuerpo de Cristo!
5
https://rezarconlosiconos.com/granada/pag/27.html
26
Jesús domina la escena desde la altura con una majestad serena y humilde, remarcada por
la luminosidad del cielo contra el cual se recorta la forma de su cabeza, ligeramente
inclinada. Pero el primer plano lo ocupan otros personajes. A la derecha, encontramos al
muchacho con los cinco panes y los dos pescados que alimentarán a la ingente multitud. El
apóstol Andrés, con una mirada cómplice dirigida hacia el Señor, anima al niño que presenta
su humilde contribución. A la derecha otro apóstol, posiblemente Pedro, conforta a una
mujer envuelta en un manto blanco que sostiene a un niño en sus brazos.
Ambas escenas nos ayudan a comprender la conexión de la Eucaristía con nuestra vida. El
muchacho está ofreciendo lo que tiene, algo ínfimo para alimentar a una multitud cuyas
cabezas se pierden en el horizonte. Sin embargo, sabemos cómo el Señor multiplicará esos
dones de modo que todos coman, y aun sobre (Juan 6,11-13). Es claramente una invitación
a que nosotros entreguemos todo nuestro ser sin hacer cuentas, sin pensar nunca que es
tan poco lo que podemos dar que sería inútil. El Señor es capaz de obrar en nuestra pobreza,
y por medio de ella (como dice la Virgen: “el Señor ha hecho obras grandes por mí”, es decir,
en mi pequeñez, a través de ella, cf. Lucas 1,49). Ofrecernos a nosotros mismos, ofrecer
nuestra pobreza, es dar a Dios ese “culto espiritual” al que se refiere San Pablo (Romanos
12,1). De esa manera, tomamos parte en la obra salvadora de Cristo.
La escena de la izquierda, por su parte, posiblemente sea una alusión al infante Juan, hijo
de los Reyes católicos, que está a punto de morir; detrás, la mujer enjoyada lleva los rasgos
de la Reina y el caballero de pie, vestido de azul, los del Rey. El drama desgarrador es vivido
sin embargo con la misma serenidad que predomina en el resto de la obra, en la actitud de
los distintos personajes, y en el marco natural que sirve de fondo. El dolor del hijo perdido
puede ser la ofrenda suprema que de madre a Dios, a ejemplo de la Santísima Virgen.
Finalmente, el discípulo inclinado hacia ellos en actitud de servicio, como respondiendo a
la mirada suplicante de la nodriza que sostiene al niño, muestra cómo el amor de Cristo que
se comunica en la Eucaristía puede llegar a través de nosotros incluso a una situación tan
oscura y aparentemente absurda como esa, para redimirla del modo que sólo Dios sabe.
Ese discípulo refleja en su actitud lo que aquella multitud está llamada a ser: la Iglesia, la
comunidad de los creyentes, que comparten el amor de Cristo en la Eucaristía y en el
servicio. “Ecclesia de Eucharistia” (título de la encíclica de Juan Pablo II, 2003): la Iglesia se
vive de la Eucaristía, y se edifica a partir de ella.
Estas dos escenas del primer plano representan como dos extremos de la existencia: el niño
que ofrece esos pocos panes y pescados, que todavía no ha sido tocado por el dolor y por
la pérdida, y los padres que ofrecen la vida del hijo de sus entrañas. Entre ambos extremos
se sitúa toda la existencia humana, con sus alegrías y sus penas, convertida en el contenido
de nuestro “culto espiritual”, el que hemos sido llamados a presentar a Dios por medio de
Jesucristo, en la celebración eucarística.
27
Para reflexionar
¿Soy consciente de he sido llamado por Dios para hacer de mi vida una ofrenda para Él?
¿Vivo la celebración eucarística como la ofrenda de mí mismo/a a Dios en unión con el
sacrificio de Cristo?
¿Procuro llevar a mi vida y a mis decisiones concretas lo que la Eucaristía significa?
¿Busco convertirme a través del servicio de caridad en signo viviente del amor de Cristo
para los demás?
Para orar
la fe supla
la incapacidad de los sentidos.
Al Padre y al Hijo
sean dadas alabanza y júbilo,
de salvación atribuida al mismo Jesús para quienes cumplieran con esta práctica. Y agregaba
además que la primera serie de primeros viernes solía ser seguida por otra de igual
extensión para asegurarse del resultado. Un testimonio elocuente de la angustia por la
salvación que afectaba la vida de los creyentes en ese ambiente preconciliar. 6
Nosotros vamos a acercarnos a esta devoción en las dos últimas reflexiones de este ciclo
tratando de entender su auténtico sentido, sin dejar de señalar algunas ambigüedades,
frente a las cuales tenemos que estar alerta para que no empañen el valor de aquélla para
nuestra vida de fe.
1. El corazón de Jesús
La anécdota del Cardenal Martini nos muestra la importancia que tuvo y aún puede tener
esta devoción, aunque también sugiere algunos peligros. Por un lado, permitía a los fieles
recuperar la confianza en la propia salvación a través de una práctica religiosa accesible y
en sí misma insospechable (ir a misa y comulgar nueve primeros viernes de mes).
La devoción al Sagrado Corazón tiene sus raíces en la Edad Media, y por lo tanto, no surge
con las revelaciones que recibe la religiosa de la Visitación Santa Margarita María de
Alacoque a fines del s. XVII (entre 1673 y 1675). Ella más bien continúa una devoción que
recibe a través de la espiritualidad del fundador de la orden de la Visitación, S. Francisco de
Sales. Pero sus visiones tienen lugar en un momento en que el movimiento jansenista
estaba produciendo con sus errores un profundo daño en la Iglesia.
El jansenismo (del holandés Jansenio, 1585-1638) es una reacción al relajamiento de las
costumbres y de la religiosidad de la época. Pero en su afán por exaltar la soberanía y la
iniciativa de Dios, llegaba a sostener que los hombres estaban predestinados a la salvación
o a la perdición más allá de su libertad. El designio salvífico de Dios no era, por lo tanto,
realmente universal. Y el signo de estar predestinado a la salvación era el ser capaces de
llevar una vida de exacerbado rigorismo y ascetismo. La misma duda sobre el perdón de los
propios pecados y sobre la posibilidad de salvarse llevaba a un distanciamiento temeroso
de de la Eucaristía.
En ese contexto, la espiritualidad del S. Corazón devuelve a los fieles la confianza en la
eficacia universal del sacrificio redentor de Cristo; pone el acento en el amor de Cristo y la
respuesta humana a ese amor, venciendo al temor paralizante; y promueve el acercamiento
a los sacramentos, en especial, a la Eucaristía. En esto último podemos ver la relación íntima
de esta fiesta con la anterior Solemnidad de Corpus Christi. De hecho, es en 1675, durante
la octava de Corpus Christi, que Jesús finalmente se le manifestó a Santa Margarita con el
corazón abierto, y señalándolo con la mano, exclamó:
6
http://www.30giorni.it/articoli_id_11061_l2.htm (consulta: 19.06.20).
30
“He aquí el corazón que ha amado tanto a los hombres, que no se ha ahorrado nada, hasta
extinguirse y consumarse para demostrarles su amor. Y en reconocimiento no recibo de la
mayoría sino ingratitud.”
Tanto la profunda raíz de esta devoción en la tradición y la espiritualidad de la Iglesia como
su valor en aquél preciso contexto histórico hicieron que se transformara progresivamente
de una devoción privada a un culto público y oficial (Pío IX, 1856).
Pero ello no significa que (de un modo análogo al culto eucarístico) esta devoción no
presentara algunos peligros. Quizás la mejor manera de presentarlos sea a través de una
imagen:
Ésta es una obra del pintor mexicano José de Páez, que data de 1770. En ella puede verse a
San Ignacio de Loyola y a San Luis Gonzaga adorando el Sagrado Corazón (ambos jesuitas,
como el P. Claude la Colombière, quien acompañó a S. Margarita y colaboró a la difusión de
esta devoción). Lo más impactante es que el corazón de Jesús está representado de un
modo que no es sólo simbólico (la corona de espinas y la cruz) sino de un realismo
anatómico crudo: pueden verse incluso las arterias y las venas que lo irrigan, además de la
31
En contraste tanto con la interpretación material del corazón de Jesús como con su
reducción a lo sentimental, aquí el verdadero corazón de Jesús se hace presente a través de
sus ojos, que son una especie de milagro de expresividad. El Greco no ha pintado los ojos
del Señor: ha pintado su corazón. Como decía el documento de Pío XII que hemos citado,
es la interioridad de su corazón, su amor ardiente, lo que se expresa en esa mirada que llega
al alma del espectador contemplativo. Es la mirada de alguien que ha vivido y sufrido, el
“varón de dolores” del texto de Isaías (53,3), y que por lo tanto nos entiende por
experiencia, y puede abrazar todo nuestro ser con su misericordia, tanto nuestra debilidad
como nuestro pecado. Se diría que en ese rostro se revela la auténtica humanidad de Jesús,
humano como nosotros, y más humano incluso que nosotros (porque nuestra falta de
misericordia y de capacidad de empatía es falta de humanidad). “Jesús revela al hombre lo
que es ser verdaderamente humano” (GS 22)
34
Para reflexionar
¿Alguna vez he sentido miedo a Dios? ¿Lo veo más como Padre o como Juez?
¿He dudado alguna vez de su perdón, pese a haberme confesado? ¿Siento angustia por mi
salvación?
Para orar
Dice Pío XII en Hauretis aquas que, si bien la devoción al Sagrado Corazón tiene raíces en la
Tradición de la Iglesia, con Santa Margarita María adquiere sus características distintivas de
consagración y de reparación. Sobre la consagración hemos hablado ya en la meditación
sobre Corpus Christi, al referirnos al “culto espiritual” al que nos exhorta San Pablo,
consistente en entregar a Dios “nuestros cuerpos”, es decir, nuestra vida entera, como
“ofrenda viva, santa, agradable a Dios”. Éste es, precisamente, el culto que ofrecemos en la
celebración eucarística, uniéndonos al sacrificio de Cristo y por medio de Él. Nos queda
entonces profundizar en el sentido de la reparación al corazón de Jesús.
Como sabemos, Dios nos creó por amor a su imagen y semejanza, para que pudiéramos
entrar en comunión con Él. Su designio final ha sido, entonces, el de “divinizarnos” o
“deificarnos”, como hemos explicado en reflexiones anteriores. Y para tenía que dotarnos
de libre albedrío, de modo que, a diferencia de los demás seres creados, fuéramos capaces
de corresponder libremente a su amor. Pero hacernos libres implica un riesgo, porque así
como podemos aceptar su amor, también podemos rechazarlo. Por eso, como dice un
autor, nosotros somos el “riesgo de Dios”. 7
Podría parecer, sin embargo, que dada la distancia infinita que nos separa de Dios nuestro
rechazo no podría hacerlo Dios, porque Dios, como tal, es impasible, no está sometido al
sufrimiento como nosotros. Sin embargo, la Biblia nos presenta el amor de Dios como un
amor apasionado, que desea ardientemente ser correspondido, de modo que su rechazo
por parte de su Pueblo suscita en Él ira, dolor, decepción. Es cierto que éstos son modos
humanos de hablar, pero ellos apuntan a un Misterio real: la revelación nos indica que Dios,
de algún modo, es afectado en lo más profundo de sí por nuestra indiferencia y nuestro
rechazo. Y sin embargo, la Sagrada Escritura lo muestra siempre dispuesto a renovar su don,
a conceder su per-don. Literalmente, Dios vuelve a darse a su Pueblo rebelde, una y otra
vez.
Pero cuando Dios se hace hombre, se hace capaz de experimentar literalmente aquellos
sentimientos apasionados propios del amor que anhela ser correspondido, y se hace capaz
de experimentar de modo humano el sufrimiento profundo del rechazo. Amar es ponerse
en manos de la persona amada, es jugarse entero, ponerse en sus manos, depender de su
libertad, de su aceptación o su rechazo. Al hacerse hombre, Dios se vuelve vulnerable, es
decir, capaz de ser herido por nuestra indiferencia, nuestra incomprensión o nuestro odio.
El símbolo del Sagrado Corazón hace referencia a las heridas que inflige el rechazo en la
humanidad de Jesús: la cruz, las espinas y la llaga del costado. Pero al mismo tiempo, a
través de esas mismas heridas, el corazón herido se vacía de sí mismo. La herida del amor
7
Somos el riesgo de Dios: Reflexiones sobre los límites de la Divina Misericordia - James V. Schall, S.J., Ignatius
Insight, Febrero 25, 2011.
35
no aceptado, no lo hace desaparecer. Por el contrario, es la ocasión para que ese amor se
derrame sobre todos los hombres.
Tal es el significado especial de la herida de la lanza en el costado del Señor (es decir, la que
atraviesa el corazón) y de la cual, según testimonia el Evangelio de Juan, brotan sangre y
agua (Juan 31,34), tradicionalmente interpretados como la Eucaristía y el bautismo, los
sacramentos de la Iglesia. Esa vida que brota de su costado de Cristo tiene entonces la forma
del per-don, es un amor que habiendo sido rechazado, se vuelve a dar. No castiga el odio
recibido, como si amor y odio fueran dos rivales que combaten al mismo nivel, con las
mismas armas, sino que amor supera el odio por su sobreabundancia. “Donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5,20).
Es esta sobreabundancia de la gracia la que podemos ver reflejada en este Crucifijo, obra
de Giotto.
Y encontramos el mismo motivo en infinidad de otras obras de la época, entre ellas, este
anónimo sienes de 1350, que concentra todavía más su atención en el costado abierto del
36
Éstos son sólo dos de tantos ejemplos podrían mostrarse, en los que se ve cómo se
interpreta en el arte cristiano la escena del Evangelio de Juan que narra cómo de la herida
del costado del Señor brota la sangre y el agua. Nótese que se las representa manando con
la fuerza de un torrente: el corazón abierto del Señor es la fuente de la salvación. De ahí el
título de la encíclica de Pío XII, Hauretis aquas, “sacaréis aguas”, las primeras palabras de
Isaías 12,3: “sacarán aguas con alegría de las fuentes de la salvación”. El costado abierto del
Señor es la fuente de la salvación para todos los hombres. El ímpetu de ese torrente de vida
es la expresión plástica de la “sobreabundancia” de la gracia a la que se refería San Pablo.
El amor salvador es verdaderamente universal; sólo quedarán excluidos de la salvación
quienes se excluyan a sí mismos por no creer en el amor de Dios.
Pero entonces, si el Señor ha reparado las consecuencias del pecado por todos nosotros,
¿cómo es posible que tengamos todavía nosotros un deber de reparar por nuestros
pecados? ¿Es que ha faltado algo al sacrificio de Cristo? Pretender reparar nosotros mismos,
¿no es un intento temerario de salvarnos a nosotros mismos?
37
El Sagrado Corazón nos invita a reconocer en sus heridas nuestro propio pecado. Porque
nosotros, en cuanto pecadores, tomamos parte en ese rechazo de su amor, en la manera
que cada uno sabe. Nuestro pecado no es una mera transgresión legal, sino que es haber
faltado contra el amor de Dios. De este modo, Jesús ha cargado sobre sí, en su cuerpo de
carne, no solo pecado del mundo, sino también nuestro propio pecado.
Las heridas físicas de su Cuerpo son sólo un signo exterior de la herida interior que nuestro
pecado inflige en su Corazón. Sin embargo, esas mismas heridas son las aberturas a través
de las cuales fluye el per-don, como esos “ríos de agua viva” que según el Evangelista Juan
brotarían de su seno (Juan 7,37-39).
Pero el Señor no sólo repara por nuestros pecados, sino que nos hace participar de su
reparación. Nuestra vida cristiana se transforma en reparación cuando comprendemos que
Jesús no sólo nos ha amado primero, sino que su amor por nosotros ha tomado la forma
del perdón por nuestro rechazo. Dice San Pablo:
La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos
pecadores. Y ahora que estamos justificados por su sangre, con mayor razón seremos
librados por él de la ira de Dios. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios
por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados
por su vida. (Romanos 5,8-10)
Contemplando el Corazón de Jesús, caemos en la cuenta de haber sido “enemigos de Dios”
(y de continuarlo siendo muchas veces), pero no para caer en el remordimiento estéril y
amargo, sino para renovar nuestra conciencia de haber sido perdonados. De ese modo,
nuestra respuesta de amor, en nuestra oración y en nuestra conducta, toman esa
connotación de desagravio, y nos hace capaces de comunicar el perdón recibido a nuestros
hermanos. Incluso aceptar con amor los dolores de la vida, los acontecimientos y
situaciones que nunca hubiéramos elegido por propia voluntad, se convierten en un modo
de reparar por nosotros y por todos, un desagravio al corazón de Jesús. De esa manera, no
sólo recibimos la salvación de Cristo, sino que nos convertimos en partícipes activos de su
obra salvadora.
Al principio de este ciclo de tres solemnidades posteriores a Pentecostés, dijimos que ellas
eran como un eco de tiempo de Pascua, que nos ayudan a llevar la experiencia pascual al
seno de nuestra vida cotidiana. Participar del Corazón de Cristo, aprender de Él, es el modo
de prolongar su obra salvadora, para transformar nuestra vida y transformar el mundo.
Como dice San Pablo: “completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para
bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1,24).
38
Para reflexionar
Para orar
Conclusión
Decíamos al comienzo que las tres solemnidades sobre las que hemos meditado son una
ayuda imprescindible para poder llevar la fe pascual al seno de la vida cotidiana. Ellas, en su
conjunto, constituyen como una síntesis de lo esencial del Misterio Pascual.
La fiesta de la Santísima Trinidad nos recuerda que hemos sido llamados a ser “deificados”,
“divinizados”, “deiformes”, por nuestra participación en la vida íntima de Dios. Nuestra
existencia brota de la comunión trinitaria y tiene en ella su patria definitiva. El Sagrado
Corazón de Jesús, por su parte, nos ayuda a comprender que ese encuentro con el amor de
Dios no puede alcanzarse por otro camino que el de la humanidad de Jesús. Sólo en su
corazón herido por nuestros pecados encontramos la gracia del perdón, es decir, la
donación renovada del amor divino. Fuera de la reconciliación que Dios nos brinda a través
de la humanidad de Jesucristo, no nos queda otro camino sino el no-camino de la
desesperación o el camino engañoso de la auto-indulgencia.
Finalmente, Corpus Christi nos presenta la Eucaristía como el alimento indispensable para
este camino, porque nos hace participar sacramentalmente del Sacrificio del Señor, a través
del cual podemos ofrecer nuestro “culto espiritual”, la entrega de nuestra vida como
oblación agradable a Dios.
En medio de este presente tan difícil que nos toca atravesar, en especial por la pandemia y
sus dramáticas consecuencias, que el Señor nos haga capaces de vivir como resucitados,
haciendo fructificar todos los dones recibidos en este tiempo de gracia.