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Meditaciones sobre
las Solemnidades de
la Santísima Trinidad,
Corpus Christi y el
Sagrado Corazón de
Jesús, y su valor para
renovar nuestra vida
ordinaria.
P. Gustavo Irrazábal

DE LA PASCUA A LA
VIDA
[Subtítulo del documento]
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DE LA PASCUA A LA VIDA

Introducción ...................................................................................................................... 3
1. Un Dios Trino ................................................................................................................. 4
1. Llamados a ser como Dios .......................................................................................... 6
Para reflexionar .......................................................................................................... 9
Para orar .................................................................................................................. 10
2. Dios es Comunión ..................................................................................................... 11
Para reflexionar ........................................................................................................ 15
Para orar .................................................................................................................. 15
2. Corpus Christi ............................................................................................................... 16
1. La Eucaristía, presencia real del Señor ...................................................................... 17
Para reflexionar ........................................................................................................ 21
Para orar .................................................................................................................. 21
2. Una existencia eucarística ........................................................................................ 23
Para reflexionar ........................................................................................................ 27
Para orar .................................................................................................................. 27
3. Sagrado Corazón de Jesús ............................................................................................ 28
1. El corazón de Jesús ................................................................................................... 29
Para reflexionar ........................................................................................................ 34
Para orar .................................................................................................................. 34
2. Nuestra reparación al Corazón de Jesús ................................................................... 34
Para reflexionar ........................................................................................................ 38
Para orar .................................................................................................................. 38
Conclusión ....................................................................................................................... 39
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Introducción

Con la fiesta de Pentecostés culmina el tiempo de Pascua, y la Iglesia retoma lo que


llamamos el “tiempo ordinario”, el tiempo de seguir peregrinando como creyentes entre las
rutinas, responsabilidades y vicisitudes de la vida cotidiana. Pero la liturgia nos brinda
también un período de transición, marcado por tres solemnidades que nos ayudan a llevar
el espíritu de la Pascua al seno mismo de lo “ordinario” de cada día.
Se trata de tres fiestas que están profundamente vinculadas entre sí en el marco del
Misterio Pascual. La Solemnidad de la Santísima Trinidad nos invita a contemplar la raíz del
amor redentor de Cristo en la intimidad de la vida divina. En el otro extremo, el Sagrado
Corazón de Jesús nos ayuda a renovar la conciencia de que el amor de Cristo brota, a la vez,
de un corazón verdaderamente humano. Y, entre ambas, la festividad de Corpus Christi nos
recuerda que ese amor verdaderamente divino y verdaderamente humano se nos reveló
en el Sacrificio del Señor, el cual se nos hace contemporáneo y actualiza sus frutos para
nosotros en el sacramento de la Eucaristía.
La meditación sobre estas tres solemnidades y sus correspondencias recíprocas son
fundamentales para que podamos encarnar en nosotros la Vida Nueva que el Señor nos
obtuvo con su muerte y resurrección. Espero que estas reflexiones puedan ser de ayuda
para este fin.

P. Gustavo
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1. Un Dios Trino

Un teólogo importante llamaba la atención hace ya algunos años sobre el “destierro de


Trinidad” en la Iglesia. Con ello quería indicar que el Misterio de la Santísima Trinidad, aun
siendo siempre afirmado como central en nuestra fe, tenía escasa influencia en la teología
y en la vida de los creyentes. A nosotros nos interesa más esto último. Supongamos, por un
absurdo, que un día nos dieran la noticia de que Dios no es tres personas, sino cuatro, o
simplemente una que se ha manifestado de tres modos distintos. ¿Cambiaría algo en
nuestro modo de vivir nuestra fe?
Es posible que muchos cristianos hayan reducido el Misterio de la Trinidad al “misterio” de
una fórmula aparentemente contradictoria, aprendida en el catecismo y nunca más
reflexionada: “Tres Personas distintas y un solo Dios verdadero”. De acuerdo, si hay que
creer en esto, creámoslo. ¿Qué más da? Cosa de teólogos y curas, no de la gente que debe
ocuparse de los problemas de la vida cotidiana. Y si alguno de nosotros lee algo sobre los
tremendos debates de los primeros siglos de la Iglesia acerca de si Jesucristo es Dios, o el
Espíritu Santo es Dios, es posible que los vea como inútiles discusiones sobre palabras, una
pérdida de tiempo, sin ninguna relevancia práctica. San Atanasio (s. IV) desafió
emperadores, y aceptó varias veces el destierro por defender la divinidad de Cristo, hasta
el punto de que lo apodaban “Atanasio contra el mundo”. ¿Valía la pena? Peor para él.
Y del mismo modo, muchos consideran hoy el enorme esfuerzo invertido a lo largo de siglos
para formular con la mayor precisión posible los dogmas sobre la Trinidad y las Personas
divinas como una verdadera perversión de la fe. ¿Para qué dogmas? ¿No son signo de una
actitud autoritaria? ¿No es traicionar el mensaje del Evangelio complicando inútilmente lo
que es sencillo: que debemos amar a Dios y amar a los hermanos “como Jesús”? ¿Y no es
dar pie a infinitas discusiones, peleas y enfrentamientos violentos por diferencias religiosas?
Después de todo, ¿quién puede conocer la Verdad sobre Dios? La religión tiene que ser
sobre el amor, no sobre la verdad. El amor une, la pretensión de tener la verdad, separa y
enfrenta. Una religión del amor puede unir a toda la humanidad; los dogmas, en cambio,
nos mantienen divididos.
Nos encontramos, pues, ante una disyuntiva. Podemos pensar que los antiguos creyentes
eran tontos, o que tenían demasiado tiempo libre, o que les encantaba descargar su
agresividad peleando por cuestiones religiosas, y que los modernos creyentes debemos ser
distintos: no necesariamente negar los dogmas, porque eso sería enredarse de nuevo en el
fastidioso problema de la verdad, pero sí dejarlos en un segundo plano, cubiertos con un
manto de silencio y condenados al olvido.
La otra posibilidad es admitir al menos la sospecha de que los tontos podemos ser nosotros,
o mejor, que el relativismo de nuestra cultura nos tenga un poco atontados. Quizás nuestros
antecesores en la fe nos estén invitando desde el pasado a tener el coraje para
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confrontarnos con la verdad, y averiguar si a la luz de la verdad nuestra fe y las palabras en


que se expresa, las que utilizamos para pensar, orar y celebrar a Dios, tienen algún sentido.
Ellos pensaban que sin la Trinidad hablar en serio de la salvación no es posible. Si la Trinidad
no existe, en realidad no hemos sido salvados. Todo sería un engaño, doctrinas puramente
humanas, palabrería sin sentido. ¿Tendrán razón?
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1. Llamados a ser como Dios

Si se trata de preguntarnos sobre la verdad de las palabras que usamos para expresar
nuestra fe, podríamos empezar por una de ellas: la “salvación”. ¿Qué queremos significar
los cristianos cuando proclamamos “que Jesucristo nos ha salvado”? ¿De qué se trata esta
salvación?
Para quienes han tenido una fuerte experiencia de conversión, la salvación podría significar
haber sido liberados del pecado y devueltos al camino del bien, o haber superado la
incredulidad y abrazado la fe, o haber dejado atrás una religiosidad puramente formal y
haberse encontrado con el amor de Dios, o haber superado tal o cual problema y
recuperado la paz y la felicidad. También se podría ampliar el horizonte más allá de este
mundo: la salvación es “ir al Cielo”, encontrarse con Dios, con los seres queridos ya
fallecidos, una vida sin fin liberada para siempre de todo lo que en este mundo nos puede
amenazar o afligir. Y todo esto sería cierto, todo esto forma parte de la salvación.
Sin embargo, todavía no hemos dicho lo esencial: la salvación es participar del ser de Dios,
ser Dios, aunque no por derecho propio, sino por gracia. San Pedro dice en su segunda carta
que hemos sido hechos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1,4). Algunos Padres
de la Iglesia hablaban directamente de “divinización” o “deificación”. Por ejemplo, San
Atanasio observaba: "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para que pudiéramos llegar a
ser Dios." Porque si es cierto lo que dice San Juan en el prólogo de su evangelio, que Jesús
nos dio el poder llegar a ser “hijos de Dios”, es decir, el participar de su condición de Hijo,
igual en dignidad al Padre, eso significa que participamos de su misma condición divina. Él
es Hijo por naturaleza, nosotros por gracia, hijos adoptivos, pero realmente hijos.
¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros
lo somos realmente. (…) Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que
seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos
semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. (Juan 3,1-2)
La condición de hijos de Dios no se reduce a un tema de sentimientos, sino que se refiere a
nuestro ser: no es simplemente que amo a Dios como si fuera un Padre y creo que Él me
quiere como si yo fuera su hijo, sino que consiste en que Él es mi Padre y yo soy su hijo.
En la Divina Comedia, Dante acuña un término para expresar esta elevación de un mero
mortal a la condición divina: “Transhumanar” (Paraíso I,70), es decir, trascender, ir más allá,
de la condición humana, ser por gracia capaz de ver a Dios. Guiado por Beatriz, su amada,
imagen de la Divina Sabiduría, Dante comienza en el Paraíso la última etapa de su viaje, en
la cual es elevado por los diferentes cielos hasta llegar a aquel cielo que los contiene a todos,
al Empíreo, donde habita Dios, más allá de los límites del tiempo y del espacio. Allí
experimentará de un modo fugaz, el encuentro cara a cara con Dios, antes de volver a este
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mundo. Pero ese instante ínfimo, que apenas si puede recordar, marca a fuego su corazón
para el resto de su vida.
Una miniatura veneciana del siglo XIV1 muestra a Beatriz guiando a Dante hacia la meta de
la visión divina. Es el momento mismo en que, luego de haber sido purificado de sus
pecados, comienza su elevación a la esfera divina, su “transhumanarse”, movido por la
“innata y perpetua sed que al reino deiforme nos llevaba” (2,19-20).

El astro que brilla en el centro del firmamento parece ser la luna, primera etapa de su viaje
celestial (conforme al texto en la parte superior, tomado del original, que traducido

1
Escuela veneciana. Iluminación. Librería Marciana, Venecia.
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significa: “como diamante herido por el sol”, es decir, que refleja su luz, en referencia al
brillo de la superficie lunar).
Nuevamente podemos confrontar esta imagen con el afiche soviético que celebraba al
primer hombre en el espacio. Allí también había un cielo estrellado, pero sin vida,
impersonal, indiferente, con un hombre que cree tener a Dios a sus pies. Aquí, en cambio,
la luna tiene un rostro, que remite a los beatos que se le manifestarán a Dante en cada
esfera celeste que atraviese, acogiéndolo con amor y alegría, y preparándolo para el
encuentro final con Dios mismo, la Santísima Trinidad. El Cielo es, todo él, una eterna y
gozosa celebración del amor de Dios.

Y una vez liberado del peso de sus pecados, el deseo de Dante (del cual el amor a Beatriz es
una metáfora) se manifiesta con toda su intensidad, y lo hace ascender con la velocidad de
un rayo hacia Dios, el único capaz de saciarlo. ¡Qué importante es para nosotros liberarnos
de nuestros propios lastres y reencontrarnos en nuestro interior con esa “innata y perpetua
sed del reino deiforme”! Tomar conciencia de nuestra vocación de “transhumanarnos”, de
trascender por la gracia nuestra condición humana, de dejarnos guiar como Dante por el
deseo de Dios, para que se manifieste cada vez más claramente en nosotros lo que ya
somos, no sólo en las palabras sino de verdad, hijos de Dios.
En conclusión, nuestra salvación es nuestra deificación. Parecería que esto nada tiene que
ver con nuestro tema, pero tiene todo que ver. Si Jesús no fuera realmente Dios como el
Padre, entonces sería falso que Dios se hizo hombre. Y entonces, no podríamos ser hijos de
Dios por el bautismo. Y si el Espíritu Santo que nos envió Jesús no fuera Dios, entonces no
podría llevarnos a la “verdad completa” sobre Dios, una verdad que sólo Dios conoce. La
Iglesia sería una institución puramente humana, en la cual podríamos encontrarnos con
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algún vestigio de Dios, pero no encontrarnos con Dios mismo. No seríamos, como afirma
Pedro, “partícipes de la naturaleza divina”. No estaríamos salvados.
Sin la existencia de la Santísima Trinidad todos y cada uno de los conceptos de nuestra fe
cambiarían de significado. Sobre todo, la idea de que Dios nos ama. Dice San Juan en el
evangelio que proclamaremos este domingo:
Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en
él no muera, sino que tenga Vida eterna. (3,16)
Si Dios no entregó a su Hijo único por nuestra salvación, si el que se hizo hombre no es Dios,
si el Espíritu que conduce a la Iglesia no es Dios, entonces Dios no nos ama (por lo menos
en el modo en que creemos que nos ama, es decir, con un amor sin límite): ni se nos entrega
plenamente, ni nos llama a compartir su vida. Hablar de la resurrección y la vida eterna no
tendrían sentido, porque estos términos se refieren a la participación de la vida divina.
Nuestra fe sería puras palabras y sentimientos sin contenido. Un engaño.
Ahora podemos volver a lo que decíamos al principio. ¿Eran tan ingenuos nuestros
antepasados en la fe cuando se desvelaban por el tema de la Verdad sobre Dios y cómo
expresarla con la mayor fidelidad? ¿Estaba tan loco San Atanasio, alias “Atanasio contra el
mundo”, cuando defendía a capa y espada la divinidad de Cristo? ¿No es gracias a ellos que
hoy podemos profesar una fe llena de verdad y de sentido, que podemos expresar en
palabras con contenido, y en doctrinas con solidez lógica? ¿No es gracias a esto que
podemos celebrar el amor de Dios sin miedo a engañarnos a nosotros mismos?
Ahora bien. El Misterio de la Trinidad no sólo es el fundamento de nuestra fe en el amor de
Dios. Nosotros vivimos sumergidos en el Misterio de la Trinidad. Por la fe participamos de
la Vida Trinitaria. ¿De qué se trata esa Vida y cómo tomamos parte en ella? Este es el tema
de la reflexión de mañana.

Para reflexionar

¿Qué idea tengo de la Santísima Trinidad?


¿Me he preocupado alguna vez por profundizar lo que aprendí de ella en la catequesis?
La fe en la Trinidad, ¿tiene alguna repercusión concreta en mi vida?
¿Veo a la Trinidad como la meta de mi peregrinación por ese mundo?
¿Me siento llamado a ser “como Dios”?
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Para orar

Santa Unidad y Trinidad beata:


Con los destellos de tu brillo eterno
Infunde amor en nuestros corazones,
Mientras se va alejando el sol de fuego.

Por la mañana te cantamos loas


Y por la tarde te elevamos ruegos,
Pidiéndote que estemos algún día
Entre los que te alaban en el cielo.

Glorificados sean por los siglos


De los siglos el Padre y su Unigénito,
y que glorificado con entrambos
Sea por tiempo igual el Paracleto. Amén
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2. Dios es Comunión

Una dificultad que nos asalta cuando intentamos reflexionar en el Misterio Trinitario es que
en nuestra catequesis lo hemos aprendido con fórmulas que parecen secas, frías, e incluso
contradictorias. Nada que pueda llamarlos a la devoción. Pero en los últimos tiempos, se ha
recuperado la idea de la Trinidad como comunión de Personas, una familia que es arquetipo
de toda familia en ese mundo. Y cada Persona divina se entrega completamente a las otras,
en una corriente de amor infinito, en la cual la Unidad y la Trinidad de Dios se identifican.
Pero reflejar semejante misterio en el arte sin traicionarlo parece imposible: si se
representan a las Tres Personas divinas parece imposible hacer justicia a la Unidad de Dios,
si ser fiel a la Unidad de Dios significaría diluir su Trinidad. Veamos por ejemplo esta obra
del s. XVII, atribuida a Francisco Caro, que se encuentra en el Museo del Prado:
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En este cuadro reconocemos fácilmente cada una de las Tres Personas divinas, aunque el
Espíritu Santo queda inevitablemente relegado, como en segundo plano respecto del Padre
y del Hijo, y admiramos la mirada amorosa del Padre y del Hijo sobre el mundo. Pero es
claro que la Trinidad se afirma aquí a costa de la Unidad de Dios.
En la Iglesia Oriental, el arte ha seguido otro camino. En particular, se ha valido de un relato
del libro del Génesis (18,1-15) en el cual Abraham, estando en su tienda, recibe la visita de
tres personajes misteriosos, a quienes insiste en hospedar, y que a cambio le prometen que
su esposa, pese a su avanzada edad, daría a luz un niño (Isaac). Es claro que estos tres
personajes, digamos tres ángeles, son un modo en que Dios mismo se manifiesta a
Abraham. Pero el hecho de que fueran tres, llevó al arte cristiano a convertir
progresivamente esta historia en una referencia a la Trinidad.
Al principio, sólo se distinguía entre los tres personajes la figura de Cristo. Por ej., en este
mosaico del siglo V, en Santa María Maggiore. Jesucristo está resaltado en el medio de los
otros dos, envuelto en una “mandorla”. Es ante Él, que Abraham se arrodilla reverente.

En el siglo XVI, en la Iglesia Ortodoxa un concilio prohibió identificar cada ángel con una
Persona divina en especial, recomendando limitarse a referirlos en conjunto a la Santísima
Trinidad. 2 Esto es algo muy interesante: identificar a cada personaje con una Persona divina
comportaba el riesgo de confundir la Trinidad con la existencia de tres dioses (triteísmo).
Nosotros en Occidente, cuando representamos la Trinidad somos menos sensibles a este
importante aspecto. Es claro que con aquellas indicaciones se buscaba equilibrar la

2
En el Concilio de Stoglav, en 1551.
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afirmación de la Trinidad con la Unidad en Dios. Ahora bien, más allá del acatamiento real
que las mismas hayan recibido en la práctica, el tema de la hospitalidad de Abraham siguió
siendo representado como motivo trinitario, hasta llegar a su cumbre en el siglo XVI con el
ícono de Andrei Rublev.

En él ya no encontramos a Abraham y a Sarah. La Trinidad está representada como tres


ángeles sentados a la mesa. Cada uno tiene su cayado, símbolo de su autoridad divina. Los
asientos están elevados, de modo que sus pies no tocan la tierra. Lo primero que notamos
en ellos es su impactante similitud, que no obsta a que cada uno tenga su identidad. Pero
la obra centra su atención en la relación entre los tres, expresada en el intercambio de las
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miradas y el gesto de sus cabezas. Es evidente que una corriente de profundo amor circula
entre ellos.
Dentro de esta comunión, es posible identificar tentativamente a cada una de las tres
personas.
- La que vemos a la izquierda es posiblemente el Padre, vestido con ropas
resplandecientes. Detrás de él no está ya la tienda de Abraham, sino un castillo que
representa la “Casa del Padre”, nuestro destino último.
- El personaje de la derecha sería el Espíritu Santo, vestido de verde y azul que son los
colores de la tierra, haciendo referencia a su función como Espíritu creador (además
el verde es en la Iglesia ortodoxa el color propio de la fiesta de Pentecostés). La
montaña a sus espaldas es el signo del ascenso espiritual que el Espíritu impulsa en
los creyentes.
- En el centro, estaría sentado Jesucristo, con vestimentas rojas y azules (rojo signo
de divinidad y azul, de humanidad), y por encima de él se encuentra la encina de
Mambré (lugar en que acontece la visita de los tres ángeles, Génesis 18,2) que aquí
alude a otro árbol: el de la Cruz
Pero el hecho de que estas identificaciones se puedan discutir nos indica que este ícono,
lo repito, no pretende mostrarnos a las tres Personas divinas en su individualidad, sino
que nos invita a asomarnos a la relación entre ellas, tres personas del mismo tamaño
(aquí el Espíritu Santo no está en segundo plano), dirigidas cada una hacia las otras en
actitud de amor. El Hijo y el Espíritu hacen reverencia al Padre, poniendo en evidencia
su paternal autoridad, pero es una reverencia de amor, no de temor. Y el Hijo está en
conversación con su Padre, conversación a la que nos asomamos al leer en los
evangelios sobre las largas noches de oración de Jesús a solas con Dios.
Los tres ángeles o Personas a su vez extienden su mano, en gesto de bendición, hacia el
centro de la mesa, que es evidentemente un altar (incluso contiene la pequeña
hendidura donde se coloca la reliquia). Y en el centro del altar, se ve la Eucaristía, el
amor trinitario que se nos comunica para que participemos de él, para que entremos a
formar parte de esa circulación de amor que es la vida trinitaria.
La contemplación de este ícono nos ayuda a entender que la Trinidad no debe ser para
nosotros una mera fórmula teológica. Ésta es sólo la puerta de entrada al misterio de la
vida íntima de Dios, la comunión de las personas divinas, de la que sin ser conscientes a
veces de ello, participamos por la fe. El bautismo nos ha unido a Cristo, haciéndonos
hijos de Dios, compartiendo el mismo Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso podemos
llamar a Dios “Padre” e ingresar en esa corriente de amor, diálogo y entrega entre las
Personas divinas que este ícono tan admirablemente refleja.
Y como este llamado a participar de la Vida Trinitaria no es sólo individual, sino
comunitario: tenemos que ver a la Iglesia en este mundo como Pueblo que peregrina
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en la historia hacia la Patria Trinitaria, para ingresar en la Iglesia Triunfante, la Jerusalén


Celestial, donde podremos gozar de la comunión perfecta con todos nuestros
hermanos, en Dios. Hemos sido creados para la Trinidad. A eso, y a nada menos que
eso, llamamos los cristianos “salvación”.

Para reflexionar

¿Pienso en el Misterio Trinitario como un Misterio de amor y de comunión entre las


Personas divinas?
¿Busco cultivar mi relación con cada una de ellas?
¿Entiendo mi fe como un modo de participar ya en este mundo de la Trinidad: ser hijos de
Dios, por medio de Jesús, en el Espíritu Santo? ¿Pienso en esto cada vez que me persigno?
¿Interpreto la Trinidad como una invitación a buscar el encuentro, el diálogo y la comunión
con mis hermanos?

Para orar

Canta y alaba al Señor


Él nos ha dicho su nombre
Padre y Señor para el hombre
Vida, esperanza y amor

Canta y alaba al Señor


Hijo del Padre, hecho hombre
Cristo Señor es su nombre
Vida, esperanza y amor

Canta y alaba al Señor


Divino don para el hombre
Santo Espíritu es su nombre
Vida, esperanza y amor

Canta y alaba al Señor


Él es fiel y nos llama
Él nos espera y nos ama
Vida, esperanza y amor. Amén
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2. Corpus Christi

El tiempo de Pascua, estrictamente hablando, culmina con la fiesta de Pentecostés, para


dar paso a la reanudación de lo que llamamos el “tiempo ordinario”. Sin embargo, hay tres
solemnidades posteriores a Pentecostés que pueden considerarse de alguna manera como
“ecos” del tiempo pascual, y que lo introducen en el seno mismo de la vida cotidiana para
que en ella produzca sus frutos. Son las fiestas de la Santísima Trinidad, Corpus Christi y el
Sagrado Corazón de Jesús.
La solemnidad de la Trinidad, que celebramos la semana pasada, nos invitaba a descubrir
que el amor de Dios, que se nos manifestó plenamente en la Cruz del Señor, es amor
trinitario. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea
en Él no muera, sino que tenga vida eterna” (Juan 3). El amor que Dios nos reveló es el
mismo amor que Dios tiene por su Hijo único y que nos comunica a través del Don Divino
en persona, el Espíritu Santo, abriéndonos así el acceso a la vida trinitaria. Esto es lo que
expresamos cada día en el sencillo gesto de persignarnos, es decir, de trazar sobre nosotros
el signo de la Cruz mencionando a las tres Personas divinas.
Todas las representaciones artísticas de la Trinidad, tanto en Occidente como en Oriente,
de una manera o de otra, nos trasmiten esta conexión entre el Misterio Pascual y el Misterio
Trinitario. Sin embargo, el ícono de la Trinidad de Andrei Rubliev incorpora un agregado
precioso. Como tuvimos la oportunidad de contemplar, los tres “ángeles”, sentados en
torno a la mesa, que es claramente un altar, extienden su mano derecha en gesto de
bendición hacia el centro del mismo, donde se encuentra el cáliz eucarístico (y el contorno
de sus cuerpos contra el blanco del altar reproducen esa misma forma). Este ícono que,
como explicamos, busca representar sobre todo la relación entre las personas divinas –su
amor y entrega recíproca– ubica la Eucaristía en el centro mismo de esta conversación
amorosa, podríamos decir, en el corazón mismo de Dios. De este modo, el amor que une a
las tres Personas divinas toma una forma material, visible, en el Santísimo Sacramento.
Y a partir de ese centro palpitante, la vida trinitaria se abre para ser participada por nosotros
a través de la comunión eucarística. A nosotros, que somos seres materiales, que nos
contactamos con el mundo a través de los sentidos, el amor del Dios invisible se nos hace
accesible de un modo visible, palpable y permanente en este sacramento, un parte de este
mundo que, siendo material, hace presente otro mundo, espiritual y eterno.
Hoy estamos sufriendo un doloroso “ayuno eucarístico”, que para los laicos es no poder
participar de la celebración eucarística y recibir el Santísimo Sacramento. Para los
sacerdotes, es no poder celebrar la misa con la presencia física de la asamblea, y por lo
tanto, no poder administrar este sacramento. Sin embargo, este tiempo tan difícil puede
ser una oportunidad para profundizar en el Misterio del Cuerpo y la Sangre del Señor, de
modo que cuando podamos acceder a él nuevamente, lo hagamos con una conciencia
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renovada, aprendiendo, en palabras de San Pablo, a “discernir” mejor el Cuerpo del Señor
(1 Corintios 11,19), y dejarnos transformar en aquello que celebramos.

1. La Eucaristía, presencia real del Señor

Acabamos de decir que en la Eucaristía, el amor de Cristo y de la Trinidad por nosotros ha


tomado una forma visible y palpable, ha entrado en nuestro mundo material, y al mismo
tiempo lo ha introducido ya en el Cielo, como primicias, anticipo, de la Nueva Creación.
Como recordamos el Jueves Santo, Jesús instituyó la Eucaristía cuando en la Última Cena
pronunció las palabras de la consagración: “Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre”. ¿Pero
qué significan estas palabras, este “es”?
En la historia de la Iglesia se registran interpretaciones excesivamente literales, que muchos
teólogos aluden como la “empanación de Jesús”. Es la interpretación de muchos oyentes
en Cafarnaúm, que cuando Jesús decía que su carne era “la verdadera comida”, se
preguntaban: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (Juan 6,52). Este
equívoco siempre nos acecha.
Recuerdo que días antes de mi primera comunión, el sacerdote que iba a presidir la
celebración nos convocó y nos instruyó largamente sobre cómo debíamos comulgar: sin
morder la hostia, sino dándole una vuelta con la lengua una vez recibida, para luego esperar
pacientemente a que se disuelva. Morder la hostia era morder a Jesús. Hay crónicas sobre
cómo, en ciertas regiones de Europa, las madres impedían a los niños jugar después de
haber recibido la comunión para evitar que recibieran alguna herida sangrante, ya que
estarían derramando la sangre del Señor. Hay celebrantes obsesionados por purificar los
vasos sagrados de modo tan minucioso que no deje la más ínfima partícula.
Quizás sea este realismo craso y exagerado el que haya motivado en la Reforma Protestante
un cuestionamiento sobre el ser de la Eucaristía, que llegó a reducirse en algunas
confesiones cristianas un sentido puramente simbólico: un mero recordatorio del sacrificio
de Cristo, de su entrega de amor por nosotros. Como reacción, la Iglesia católica enfatizó el
cambio en el ser, en la substancia misma de las especies eucarísticas, la identificación real
y sustancial el pan y el vino consagrados con el Cuerpo de Cristo: la transustanciación. Y la
práctica de la adoración eucarística se convirtió en una manera de afirmar este misterio.
Tras la celebración de la misa, el pan consagrado sigue siendo el Cuerpo de Cristo, que se
puede reservar en el Sagrario para llevar a los enfermos, o ser expuesto para su adoración
por parte de los fieles. Y la procesión de Corpus tiene por fin proclamar públicamente esta
fe, que no puede quedar confinada en la intimidad de nuestro corazón porque comporta la
esperanza de que la Eucaristía, que es ya parte de la Nueva Creación, transformará la
sociedad y el mundo entero, llevando hasta los confines de la tierra el amor de Cristo.
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El desafío está en afirmar esta identificación de las especies eucarísticas con el Cuerpo y la
Sangre de Cristo sin recaer en una interpretación demasiado literal y crasa, que convierta la
Eucaristía en una “cosa” sagrada, dejando como eclipsado el Misterio Pascual, el sacrificio
de amor del Señor que ella hace presente.
Tal peligro podemos verlo al acecho en hermosas y devotas obras de arte. Un ejemplo
puede ser la Adoración del Corpus Christi, Óleo de Jerónimo Jacinto Espinosa, s. XVII, Museo
del Patriarca, Valencia.
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En él la Eucaristía es representada como un misterio sublime, como un portal que conecta


la tierra con el Cielo, contemplado por ángeles y hombres, religiosos, clérigos y teólogos,
pero no aparece tematizado en modo directo su vínculo con el sacrificio redentor de Cristo.
Todo el peso está en afirmar el ser de la Eucaristía, su identidad con Jesucristo, como
muestra el rol que le asigna el autor a la Santísima Virgen, situada en el centro de la escena,
adorando a su Hijo “sacramentado”.
Pero hemos dicho que pesa sobre estas representaciones una intención polémica: reafirmar
la transustanciación frente a los protestantes. Pero otras expresiones del arte cristiano,
tanto de Oriente como de Occidente, ajenas a ese contexto histórico particular, nos ayudan
más a conectar mejor la Eucaristía con el Misterio Pascual. Veamos por ejemplo esta
ilustración de un libro de oraciones medieval:

En ella vemos representada el vínculo de la Eucaristía con el sacrificio de Cristo en la Cruz.


La sangre fluye del costado de Cristo crucificado, como de una fuente que se vierte sobre la
hostia y sobre el cáliz, indicando que es la entrega de Cristo lo que da a este sacramento su
eficacia salvífica. O dicho en otras palabras: la Eucaristía es el Cuerpo de Cristo en el sentido
de que en ella se nos hace presente el sacrificio de Cristo, su entrega por nosotros, aquí y
ahora (como enfatiza el detalle del monaguillo tocando la campana).
En la tradición Oriental hay también otra manera de representar el misterio eucarístico sin
caer en interpretaciones literales, como la que encontramos en este ícono griego.
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En esta escena Jesucristo está identificado por la inscripción sobre su figura, por el nimbo
cruciforme, y por su vestimenta roja (signo de su majestad, su divinidad, su amor) y azul (su
humanidad).3 Y lo que nos sorprende es que él mismo es quien da la comunión a sus
apóstoles. Parecería contradictorio: si Él es la Eucaristía, ¿cómo puede al mismo tiempo ser
el que la administra?
Es un modo de expresar que la identificación real de Jesucristo con la Eucaristía no debemos
interpretarla en un sentido puramente material, idea reforzada por el curioso
“desdoblamiento” de Jesús. Ciertamente Jesucristo en un sentido es la Eucaristía, como
atestigua el discípulo que recibe el cáliz con las manos cubiertas por su manto en señal de
reverencia al sacramento. Pero también Jesucristo es el que da la eucaristía, o mejor
todavía, se da a sí mismo en ella, y nos concede participar de su propio sacrificio. Esta
representación está llena de alusiones al Misterio Pascual: la separación de las especies, del
Cuerpo y de la Sangre, son referencia a su sacrificio; lo mismo que el mantel rojo que cubre
el altar y las cruces que lo ornamentan.
El mismo tema podemos encontrarlo en el mosaico de la iglesia de Santa Sofía de Kiev. Una
advertencia insistente sobre el peligro de desvirtuar el sentido de la Eucaristía. Separar el
ser de la Eucaristía de su significado, del sacrificio de Cristo y su dinamismo transformador,
podría llevar a una especie de idolatría. Quizás por esto la Iglesia ortodoxa demoró tanto en

3
https://rezarconlosiconos.com/index.php/misterios-vida-de-cristo/corpus-christi
21

asimilar la doctrina de la transustanciación: el temor frente al peligro de racionalizar y


desnaturalizar la Eucaristía como el memorial de la entrega de Cristo.
Esta deliberada paradoja en que Cristo se identifica y no se identifica con la Eucaristía, nos
ayuda a evitar el peligro de “cosificar” el Santísimo Sacramento, y nos invita a acceder a
través de él a la participación del Misterio Pascual. Hoy en muchos grupos cristianos, incluso
jóvenes, ha crecido el fervor por la adoración eucarística, lo que en sí es bueno, pero a veces,
desligada de la celebración eucarística. Hay gente que pide comulgar fuera de la misa, en
cualquier momento, lo cual puede expresar un genuino amor a la Eucaristía, pero puede ser
también desnaturalizarla. De ahí que la Iglesia autoriza la comunión fuera de la celebración
sólo por razones serias. Un adorar, en un caso, un comer, en otro, que pueden desvirtuarse
y convertirse en un modo de apropiarse de la Eucaristía como una posesión personal,
querer apropiarse de la gracia, de la santidad.
Tengamos siempre presente lo que Dios le dice a San Agustín, según el relato de las
Confesiones: “Yo soy el alimento de grandes. Crece y me comerás. Y no me convertirás en
ti, como el alimento de tu carne, sino que tú te convertirás en mí” (Confesiones VII.10.16).
A esta transformación que nos asimila a Cristo nos referiremos en la próxima reflexión.

Para reflexionar

¿Logro vivir mi relación con la Eucaristía como un encuentro con Cristo?


¿Me esfuerzo por profundizar mi comprensión del Santísimo Sacramento?
¿He sentido el peligro de vivir la Santa Misa como un simple rito?
¿Veo la comunión eucarística como algo vital para mi fe, mi esperanza y mi caridad?
¿Tiene un lugar especial en mi vida de oración la adoración de la Eucaristía?

Para orar

Himno Pange lingua (primera parte)

Canta, oh lengua,
el misterio del glorioso Cuerpo
y de la Sangre preciosa
que el Rey de las naciones
Fruto de un vientre generoso
derramó en rescate del mundo.
22

Nos fue dado, nos nació


de una Virgen sin mancha;
y después de pasar su vida en el mundo,
una vez propagada la semilla de su palabra,
Terminó el tiempo de su destierro
Dando una admirable disposición.

En la noche de la Última Cena,


Sentado a la mesa con sus hermanos,
Después de observar plenamente
La ley sobre la comida legal,
se da con sus propias manos
Como alimento para los doce.

El Verbo encarnado, Pan Verdadero,


lo convierte con su palabra en su Carne,
y el vino puro se convierte en la Sangre de Cristo.
Y aunque fallan los sentidos,
Solo la fe es suficiente
para fortalecer el corazón en la verdad
23

2. Una existencia eucarística

Hemos hablado ayer de la importancia de entender equilibradamente el Misterio de la


Eucaristía. Debemos creer que ella es realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y en ella se
nos hace presente, contemporáneo el sacrificio de Cristo en la Cruz. En ella nos
encontramos hoy, personalmente, con Cristo en su mismo acto de entregarse por mí. En la
Eucaristía Cristo se dona a sí mismo, y se me dona a mí. Pero por eso mismo no debemos
caer en el error de interpretar la Eucaristía de un modo demasiado material, haciendo de la
Eucaristía una especie de objeto divino, un ídolo (como temía Lutero), que como todo ídolo
sería una manera de querer apropiarse de Dios.
Por eso es muy importante que sin renegar de la fe en la transustanciación (las especies del
pan y del vino se transforman realmente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo) tengamos una
profunda conciencia de su significación para nosotros: en la Eucaristía, como dice la cita de
San Agustín que recordamos ayer, más que asimilar nosotros a Jesús, somos nosotros
asimilados por Él. Cuando comemos algo, ese alimento recibe nuestra forma; pero al comer
la Eucaristía nosotros nos conformamos con Cristo, es decir, participamos de su entrega, de
su muerte y resurrección.
En este sentido, son muy importantes las palabras de San Pablo en la Carta a los Romanos
12,1:
Por lo tanto, hermanos, yo los exhorto por la misericordia de Dios a ofrecerse ustedes
mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual
que deben ofrecer.
El sacrificio, la ofrenda, que Dios quiere de nosotros no es solo algo nuestro, por valioso que
sea, sino nuestra vida entera. Nosotros mismos debemos ser la víctima que ofrecemos. Por
supuesto que no estamos hablando de “sacrificios humanos”, de una especie inmolación,
como practicaban muchas religiones de la antigüedad. San Pablo se refiere al culto
espiritual, literalmente, el culto “lógico”, “racional”, es decir, el culto auténtico, el que Dios
espera de nosotros. Ese culto “espiritual” consiste en la entrega de nuestro cuerpo, es decir,
en una entrega que no puede ser puramente interior, emotiva, sino que debe plasmarse en
nuestra existencia concreta, en nuestros actos, en la oblación de nuestra vida.
Jesús, en la Última Cena, pudo haber vivido la inminencia de su muerte como un fracaso y
una tragedia. Pero confiando en Dios, su Padre, la re-significó, la encaró como la realización
suprema de su amor por Dios y por nosotros: “Esto es mi Cuerpo”. Del mismo modo,
nosotros estamos llamados a entregar nuestros cuerpos por amor, es decir, a entregar
nuestra vida en todas sus dimensiones, interior y exterior, espiritual y corporal. Cada uno,
en una manera irrepetible. Pero todos estamos llamados a la misma vocación: entregarnos
a nosotros mismos por amor, y poder decir: “Esto es mi Cuerpo”.
24

No se trata necesariamente de actos extraordinarios y heroicos en su pura exterioridad. San


Pablo mismo dice que incluso entregar el propio cuerpo a las llamas no serviría de nada si
no es expresión de la caridad. El centro y fuente del culto “espiritual” o “racional” está en
el corazón, aunque deba traducirse corporalmente. “Esto es mi Cuerpo”. Y con esta
disposición, esta actitud “eucarística”, todo acontecimiento, e incluso la muerte, adquieren
un nuevo sentido, convirtiéndose en entrega confiada a Dios.
Pero esto es algo que no podríamos lograr por nuestras propias fuerzas. Y esto nos permite
entender mejor que la necesidad de la Eucaristía para nosotros: en ella se hace presente
sacramentalmente la entrega corporal de Jesús, y al recibirla el Señor nos hace participar
de su entrega, nos abre la posibilidad de vivir una verdadera “existencia eucarística”. 4
Recibir la Eucaristía es la única manera de hacernos capaces de participar de ese sacrificio,
de esa perfecta entrega de nosotros mismos que excede nuestras fuerzas humanas. Sólo
podemos lograrla unidos a Cristo, haciendo presente en nosotros su entrega,
transformándonos en aquello que celebramos.

4
Cf. BENEDICTO XVI, Exhort. Apostólica Sacramentum caritatis (2007), 70ss.
25

Esta obra pertenece a Juan de Flandes, pintor flamenco de los Reyes Católicos, del s. XV,
que representa la multiplicación de los panes conforme a la narración de Juan 6. 5 En el
centro de este pequeño cuadro, está Jesús subido (anacrónicamente) a un púlpito mientras
enseña a la multitud, que se encuentra “como ovejas sin pastor” (Mateo 9,36). La alusión a
la celebración eucarística es clara. Así como el milagro de la multiplicación de los panes, sin
la palabra que lo interpreta resultaría incomprensible, del mismo modo el Pan de la
Eucaristía separado del Pan de la Palabra sería inaccesible en su verdadero significado.
¡Cuántas veces, sin embargo, participamos de la misa sin conciencia de esa conexión, y
permitimos que se empobrezca nuestro gesto de comulgar con el Cuerpo de Cristo!

5
https://rezarconlosiconos.com/granada/pag/27.html
26

Jesús domina la escena desde la altura con una majestad serena y humilde, remarcada por
la luminosidad del cielo contra el cual se recorta la forma de su cabeza, ligeramente
inclinada. Pero el primer plano lo ocupan otros personajes. A la derecha, encontramos al
muchacho con los cinco panes y los dos pescados que alimentarán a la ingente multitud. El
apóstol Andrés, con una mirada cómplice dirigida hacia el Señor, anima al niño que presenta
su humilde contribución. A la derecha otro apóstol, posiblemente Pedro, conforta a una
mujer envuelta en un manto blanco que sostiene a un niño en sus brazos.
Ambas escenas nos ayudan a comprender la conexión de la Eucaristía con nuestra vida. El
muchacho está ofreciendo lo que tiene, algo ínfimo para alimentar a una multitud cuyas
cabezas se pierden en el horizonte. Sin embargo, sabemos cómo el Señor multiplicará esos
dones de modo que todos coman, y aun sobre (Juan 6,11-13). Es claramente una invitación
a que nosotros entreguemos todo nuestro ser sin hacer cuentas, sin pensar nunca que es
tan poco lo que podemos dar que sería inútil. El Señor es capaz de obrar en nuestra pobreza,
y por medio de ella (como dice la Virgen: “el Señor ha hecho obras grandes por mí”, es decir,
en mi pequeñez, a través de ella, cf. Lucas 1,49). Ofrecernos a nosotros mismos, ofrecer
nuestra pobreza, es dar a Dios ese “culto espiritual” al que se refiere San Pablo (Romanos
12,1). De esa manera, tomamos parte en la obra salvadora de Cristo.
La escena de la izquierda, por su parte, posiblemente sea una alusión al infante Juan, hijo
de los Reyes católicos, que está a punto de morir; detrás, la mujer enjoyada lleva los rasgos
de la Reina y el caballero de pie, vestido de azul, los del Rey. El drama desgarrador es vivido
sin embargo con la misma serenidad que predomina en el resto de la obra, en la actitud de
los distintos personajes, y en el marco natural que sirve de fondo. El dolor del hijo perdido
puede ser la ofrenda suprema que de madre a Dios, a ejemplo de la Santísima Virgen.
Finalmente, el discípulo inclinado hacia ellos en actitud de servicio, como respondiendo a
la mirada suplicante de la nodriza que sostiene al niño, muestra cómo el amor de Cristo que
se comunica en la Eucaristía puede llegar a través de nosotros incluso a una situación tan
oscura y aparentemente absurda como esa, para redimirla del modo que sólo Dios sabe.
Ese discípulo refleja en su actitud lo que aquella multitud está llamada a ser: la Iglesia, la
comunidad de los creyentes, que comparten el amor de Cristo en la Eucaristía y en el
servicio. “Ecclesia de Eucharistia” (título de la encíclica de Juan Pablo II, 2003): la Iglesia se
vive de la Eucaristía, y se edifica a partir de ella.
Estas dos escenas del primer plano representan como dos extremos de la existencia: el niño
que ofrece esos pocos panes y pescados, que todavía no ha sido tocado por el dolor y por
la pérdida, y los padres que ofrecen la vida del hijo de sus entrañas. Entre ambos extremos
se sitúa toda la existencia humana, con sus alegrías y sus penas, convertida en el contenido
de nuestro “culto espiritual”, el que hemos sido llamados a presentar a Dios por medio de
Jesucristo, en la celebración eucarística.
27

Para reflexionar

¿Soy consciente de he sido llamado por Dios para hacer de mi vida una ofrenda para Él?
¿Vivo la celebración eucarística como la ofrenda de mí mismo/a a Dios en unión con el
sacrificio de Cristo?
¿Procuro llevar a mi vida y a mis decisiones concretas lo que la Eucaristía significa?
¿Busco convertirme a través del servicio de caridad en signo viviente del amor de Cristo
para los demás?

Para orar

Himno Pange lingua (segunda parte)

Veneremos, pues, inclinados


tan grande Sacramento;
y la antigua figura ceda el puesto
al nuevo rito;

la fe supla
la incapacidad de los sentidos.
Al Padre y al Hijo
sean dadas alabanza y júbilo,

Salud, honor, poder


y bendición;
una gloria igual sea dada
al que del uno y del otro procede.
Amén.
28

3. Sagrado Corazón de Jesús

La última de las solemnidades que prolongan e introducen el tiempo pascual en nuestra


vida ordinaria es la del Sagrado Corazón de Jesús.
Hoy en día hablamos tanto del amor y la misericordia de Dios y de Jesucristo, que volver
sobre el tema puede parecer dar vueltas en torno a una obviedad. Sin embargo, quien,
como el sacerdote, dialoga con cierta frecuencia con los creyentes acerca de su fe, sabe que
hablar del amor de Dios es más fácil que creer efectivamente en él. En efecto, es
sorprendente ver cuántas personas tienen dudas acerca de su propia salvación. Algunas
veces es una percepción vaga de la propia indignidad, pero generalmente se vincula a
pecados concretos del pasado, quizás confesados repetidamente, pero que siguen pesando
en la propia conciencia como el primer día. Hay creyentes que no pueden creer que sus
pecados les hayan sido efectivamente perdonados por Dios.
A eso se suman con frecuencia los escrúpulos, la sensación de no estar nunca “en regla”, de
que siempre se está en falta, aunque sea involuntario. El miedo al pecado, y sobre todo al
pecado mortal, puede exceder el sano temor de Dios, es decir, la seriedad y el respeto con
que debemos llevar nuestra relación con Él. Puede ser también que tengamos una mirada
excesivamente dura sobre nosotros mismos, una falta de amor de sí, un desprecio hacia
nuestra pequeñez y nuestra debilidad, que proyectamos inconscientemente en Dios: Dios
no me puede querer mucho, sabiendo quién soy en realidad. Por eso, cuando ahondamos
en la imagen de Dios que está en la base de este sufrimiento interior, encontramos un Dios
que es más justo que amoroso, y su justicia se parece bastante a la justicia humana más
dura e inclemente, una retribución implacable.
Por supuesto que por el otro lado están quienes toman el amor de Dios como un argumento
fácil para la auto-indulgencia, imaginando un Dios que no exige nada, ni pone límites, y se
conforma con que seamos “auténticos”, en el sentido que nosotros mismos definimos a
nuestro arbitrio. Pero esta posición, ¿no será en el fondo una reacción, un modo de escapar
a la pesadilla de una religión opresiva, obsesionada con el pecado, siempre enemiga de la
libertad, ajena a nuestro deseo de felicidad? En una palabra, creer en el amor de Dios no es
algo fácil ni completamente espontáneo. Lo espontáneo es creer en un Dios parecido a
nosotros, que ama como nosotros, limitada y condicionalmente. Al verdadero amor de Dios
sólo se lo alcanza a través de un camino interior de búsqueda, oración y contemplación.
El Sagrado Corazón de Jesús se extendió primero como una devoción popular antes de ser
asumida y encauzada por la teología y el magisterio. Pero en el contexto de una fe asediada
por las dudas sobre la salvación venía a cumplir una función muy necesaria. En un reportaje
al Card. Carlo Martini, este gran biblista ya fallecido recordaba cómo en su infancia su madre
lo levantaba temprano para ir a misa los nueve primeros viernes seguidos (sacrificio
recompensado cada vez con un desayuno en el bar con croissants), a causa de la promesa
29

de salvación atribuida al mismo Jesús para quienes cumplieran con esta práctica. Y agregaba
además que la primera serie de primeros viernes solía ser seguida por otra de igual
extensión para asegurarse del resultado. Un testimonio elocuente de la angustia por la
salvación que afectaba la vida de los creyentes en ese ambiente preconciliar. 6
Nosotros vamos a acercarnos a esta devoción en las dos últimas reflexiones de este ciclo
tratando de entender su auténtico sentido, sin dejar de señalar algunas ambigüedades,
frente a las cuales tenemos que estar alerta para que no empañen el valor de aquélla para
nuestra vida de fe.

1. El corazón de Jesús

La anécdota del Cardenal Martini nos muestra la importancia que tuvo y aún puede tener
esta devoción, aunque también sugiere algunos peligros. Por un lado, permitía a los fieles
recuperar la confianza en la propia salvación a través de una práctica religiosa accesible y
en sí misma insospechable (ir a misa y comulgar nueve primeros viernes de mes).
La devoción al Sagrado Corazón tiene sus raíces en la Edad Media, y por lo tanto, no surge
con las revelaciones que recibe la religiosa de la Visitación Santa Margarita María de
Alacoque a fines del s. XVII (entre 1673 y 1675). Ella más bien continúa una devoción que
recibe a través de la espiritualidad del fundador de la orden de la Visitación, S. Francisco de
Sales. Pero sus visiones tienen lugar en un momento en que el movimiento jansenista
estaba produciendo con sus errores un profundo daño en la Iglesia.
El jansenismo (del holandés Jansenio, 1585-1638) es una reacción al relajamiento de las
costumbres y de la religiosidad de la época. Pero en su afán por exaltar la soberanía y la
iniciativa de Dios, llegaba a sostener que los hombres estaban predestinados a la salvación
o a la perdición más allá de su libertad. El designio salvífico de Dios no era, por lo tanto,
realmente universal. Y el signo de estar predestinado a la salvación era el ser capaces de
llevar una vida de exacerbado rigorismo y ascetismo. La misma duda sobre el perdón de los
propios pecados y sobre la posibilidad de salvarse llevaba a un distanciamiento temeroso
de de la Eucaristía.
En ese contexto, la espiritualidad del S. Corazón devuelve a los fieles la confianza en la
eficacia universal del sacrificio redentor de Cristo; pone el acento en el amor de Cristo y la
respuesta humana a ese amor, venciendo al temor paralizante; y promueve el acercamiento
a los sacramentos, en especial, a la Eucaristía. En esto último podemos ver la relación íntima
de esta fiesta con la anterior Solemnidad de Corpus Christi. De hecho, es en 1675, durante
la octava de Corpus Christi, que Jesús finalmente se le manifestó a Santa Margarita con el
corazón abierto, y señalándolo con la mano, exclamó:

6
http://www.30giorni.it/articoli_id_11061_l2.htm (consulta: 19.06.20).
30

“He aquí el corazón que ha amado tanto a los hombres, que no se ha ahorrado nada, hasta
extinguirse y consumarse para demostrarles su amor. Y en reconocimiento no recibo de la
mayoría sino ingratitud.”
Tanto la profunda raíz de esta devoción en la tradición y la espiritualidad de la Iglesia como
su valor en aquél preciso contexto histórico hicieron que se transformara progresivamente
de una devoción privada a un culto público y oficial (Pío IX, 1856).
Pero ello no significa que (de un modo análogo al culto eucarístico) esta devoción no
presentara algunos peligros. Quizás la mejor manera de presentarlos sea a través de una
imagen:

Ésta es una obra del pintor mexicano José de Páez, que data de 1770. En ella puede verse a
San Ignacio de Loyola y a San Luis Gonzaga adorando el Sagrado Corazón (ambos jesuitas,
como el P. Claude la Colombière, quien acompañó a S. Margarita y colaboró a la difusión de
esta devoción). Lo más impactante es que el corazón de Jesús está representado de un
modo que no es sólo simbólico (la corona de espinas y la cruz) sino de un realismo
anatómico crudo: pueden verse incluso las arterias y las venas que lo irrigan, además de la
31

herida sangrante en su costado. Da la impresión que la adoración al Sagrado Corazón está


muy cercana, en este tipo de representaciones, a la adoración de un órgano físico. La
intención puede comprenderse: darle máxima concreción a la Encarnación, la realidad
humana del Señor, frente al espiritualismo desencarnado del jansenismo. Y sin embargo,
nuevamente estamos ante el peligro de cosificación de lo divino, como vimos que puede
suceder con la misma eucaristía. La tentación de la idolatría, la ilusión de poder apropiarse
de Dios, y de poder ganar la salvación con nuestras obras o prácticas religiosas más que por
la gracia divina, está siempre al acecho.
Por eso es importante preguntarnos qué es el corazón. En nuestra cultura el corazón
designa frecuentemente el mundo de los afectos y los sentimientos, como contrapuesto a
la razón. Los sentimientos son vitalidad, cálida pero ciega; y la razón es luz, pura pero fría.
Y da la impresión de que estamos ante una disyuntiva, debemos elegir una parte a expensas
de la otra. Optar por el corazón nos hace auténticos, pero imprevisibles; optar por la razón
nos hace formalmente correctos, pero impersonales.
Es más, el corazón ha pasado a ser sobre todo el símbolo del amor romántico (los “asuntos
del corazón”, las “novelas del corazón”). Y finalmente, así como en el pasado se admiraba a
quien ponía “a raya” sus sentimientos y los reprimía a través de la razón y la voluntad, hoy,
en el extremo opuesto se celebra que el corazón triunfe sobre la razón. En esto residiría el
verdadero coraje, elegir aquello que nos hace únicos (ya que nuestra razón es universal, la
misma para todos, mientras que nuestros sentimientos nos distinguen de los demás).
La devoción al Sagrado Corazón, que en el cuadro de Páez se representa como intransigente
con la sensibilidad y alejada del romanticismo, a veces ha caído en esta trampa de querer
entrar en la cultura moderna apelando a una piedad sentimental y vacía, como podemos
apreciar en las imágenes del S. Corazón que nos resultan más familiares.
32

En esta representación, la humanidad de Jesús aparece casi disuelta en una sensualidad


pseudo-espiritual (sensualidad en el sentido de afectos no encauzados racionalmente). Por
eso no es casual que la figura sea casi andrógina y desencarnada, etérea. Es una figura que
busca reflejar servilmente un estereotipo popular, y que invita a encerrarse en el confort
de la propia subjetividad. Esa sensualidad es exterior a nuestro verdadero corazón.
Ambos modos de interpretar la devoción al Sagrado Corazón –identificarlo por un lado con
el órgano físico o en el otro extremo con vagos afectos piadosos– están muy lejos del
sentido bíblico del término corazón. Éste indica en la Sagrada Escritura el centro vital de la
persona, tanto de sus pensamientos como de sus sentimientos, aquello que define su
existencia en todas sus dimensiones. El corazón es donde Dios se manifiesta y llama, y
donde la persona libremente decide su destino eterno. En el corazón radica la actitud
fundamental, que incluye sentimiento y pensamiento, interioridad y conducta exterior, y
que da la orientación profunda a la propia vida: la opción por el amor de Dios, o en contra
de él.
Pío XII, en su encíclia Hauretis aquas, sobre el culto al S. Corazón (1956) aclara que el mismo
no se refiere directamente al corazón físico. Los evangelistas hacen notar que en Jesús la
caridad asume todas las pasiones humanas, “el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la
ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos” (n.14). Es cierto
que los relatos evangélicos se centran mayormente en las acciones y palabras del Señor, en
su exterioridad. Pero a través de ellos es posible contemplar sus actitudes profundas y
sintonizar con ellas.
Incluso hay momentos, pocos pero muy especiales, en que el foco se vuelve desde el
exterior directamente a la intimidad de su corazón. Entonces se descorre ante nuestros ojos
asombrados el velo de sus afectos. Y es allí donde aparece el sentimiento más profundo de
su corazón, la fuente de toda la novedad del Evangelio: su compasión.
Esa compasión es de tal intensidad que le impide tomar distancia ante cualquier
manifestación sufrimiento humano. Los Evangelios la designan con el verbo griego
splangnízomai, que quiere decir, “estremecerse en las entrañas”. Es el sentimiento propio
de una madre por su hijo, el amor entrañable, el amor que se siente en las vísceras. Su
actitud de vivir para los demás surge de esa capacidad de dejarse conmover por la situación
concreta de sus hermanos, de “ver” a aquellos que los demás, los que no conocen la
misericordia, sencillamente no ven.
Narra, por ejemplo, Mateo que Jesús recorría todas las ciudades y pueblos anunciando la
Buena Noticia, y “al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y
agobiados como ovejas que no tienen pastor”. Es que los jefes religiosos muchas veces
despreciaban al pueblo, que no cumplía la Ley como ellos. Jesús, en cambio, gracias a su
compasión, era capaz de verlos en su verdadera y dramática situación de “ovejas sin
33

pastor”, en su necesidad de ser comprendidos, orientados y devueltos a la esperanza.


¿Cómo sería esa mirada de Jesús, esa mirada misericordiosa capaz de “vernos” a nosotros,
y de hacernos ver a su vez la profundidad de su corazón? Quizás tengamos una respuesta,
en el rostro imaginado por el Greco para un cuadro, El Salvador (1614), que se encuentra
en el Museo del Greco en Toledo.

En contraste tanto con la interpretación material del corazón de Jesús como con su
reducción a lo sentimental, aquí el verdadero corazón de Jesús se hace presente a través de
sus ojos, que son una especie de milagro de expresividad. El Greco no ha pintado los ojos
del Señor: ha pintado su corazón. Como decía el documento de Pío XII que hemos citado,
es la interioridad de su corazón, su amor ardiente, lo que se expresa en esa mirada que llega
al alma del espectador contemplativo. Es la mirada de alguien que ha vivido y sufrido, el
“varón de dolores” del texto de Isaías (53,3), y que por lo tanto nos entiende por
experiencia, y puede abrazar todo nuestro ser con su misericordia, tanto nuestra debilidad
como nuestro pecado. Se diría que en ese rostro se revela la auténtica humanidad de Jesús,
humano como nosotros, y más humano incluso que nosotros (porque nuestra falta de
misericordia y de capacidad de empatía es falta de humanidad). “Jesús revela al hombre lo
que es ser verdaderamente humano” (GS 22)
34

No es posible encontrarnos realmente con el amor de Dios sino a través de la humanidad


de Cristo, en el cual el amor de Dios se nos ha hecho visible y ha salido a nuestro encuentro.
Es ésta la importancia del Sagrado Corazón para nosotros. Y cuando comenzamos a percibir
ese amor, sentimos la necesidad de responderle con amor. A esto se refiere el llamado que
nos hace el Señor a través de Santa Margarita María a “reparar” por su corazón herido. De
esto trataremos en la meditación de mañana.

Para reflexionar

¿Alguna vez he sentido miedo a Dios? ¿Lo veo más como Padre o como Juez?
¿He dudado alguna vez de su perdón, pese a haberme confesado? ¿Siento angustia por mi
salvación?

¿Confío en que su misericordia es más grande que todas mis faltas?


¿Soy capaz de reconocer en el Sagrado Corazón de Jesús, en la humanidad del Señor, la
profundidad del amor de Dios?
¿Me siento realmente amado por Él de un modo personal e incondicional? ¿Experimento
su “mirada” compasiva sobre mí?

Para orar

Desde la cruz redentora, en la senda del dolor,


el Señor nos dio el perdón, brazos tendidos de amor
y, para darnos su amor, sosteniendo nuestros pasos.
todo a la vez, sin medida,
abrió en su pecho una herida Sólo al chocar en las piedras
y nos dio su corazón. el río canta al Creador;
del mismo modo el dolor,
Santa cruz de Jesucristo, como piedra de mi río,
abierta como dos brazos: saca del corazón mío
rumbo de Dios y regazo el mejor canto de amor. Amén.
34

2. Nuestra reparación al Corazón de Jesús

Dice Pío XII en Hauretis aquas que, si bien la devoción al Sagrado Corazón tiene raíces en la
Tradición de la Iglesia, con Santa Margarita María adquiere sus características distintivas de
consagración y de reparación. Sobre la consagración hemos hablado ya en la meditación
sobre Corpus Christi, al referirnos al “culto espiritual” al que nos exhorta San Pablo,
consistente en entregar a Dios “nuestros cuerpos”, es decir, nuestra vida entera, como
“ofrenda viva, santa, agradable a Dios”. Éste es, precisamente, el culto que ofrecemos en la
celebración eucarística, uniéndonos al sacrificio de Cristo y por medio de Él. Nos queda
entonces profundizar en el sentido de la reparación al corazón de Jesús.
Como sabemos, Dios nos creó por amor a su imagen y semejanza, para que pudiéramos
entrar en comunión con Él. Su designio final ha sido, entonces, el de “divinizarnos” o
“deificarnos”, como hemos explicado en reflexiones anteriores. Y para tenía que dotarnos
de libre albedrío, de modo que, a diferencia de los demás seres creados, fuéramos capaces
de corresponder libremente a su amor. Pero hacernos libres implica un riesgo, porque así
como podemos aceptar su amor, también podemos rechazarlo. Por eso, como dice un
autor, nosotros somos el “riesgo de Dios”. 7
Podría parecer, sin embargo, que dada la distancia infinita que nos separa de Dios nuestro
rechazo no podría hacerlo Dios, porque Dios, como tal, es impasible, no está sometido al
sufrimiento como nosotros. Sin embargo, la Biblia nos presenta el amor de Dios como un
amor apasionado, que desea ardientemente ser correspondido, de modo que su rechazo
por parte de su Pueblo suscita en Él ira, dolor, decepción. Es cierto que éstos son modos
humanos de hablar, pero ellos apuntan a un Misterio real: la revelación nos indica que Dios,
de algún modo, es afectado en lo más profundo de sí por nuestra indiferencia y nuestro
rechazo. Y sin embargo, la Sagrada Escritura lo muestra siempre dispuesto a renovar su don,
a conceder su per-don. Literalmente, Dios vuelve a darse a su Pueblo rebelde, una y otra
vez.
Pero cuando Dios se hace hombre, se hace capaz de experimentar literalmente aquellos
sentimientos apasionados propios del amor que anhela ser correspondido, y se hace capaz
de experimentar de modo humano el sufrimiento profundo del rechazo. Amar es ponerse
en manos de la persona amada, es jugarse entero, ponerse en sus manos, depender de su
libertad, de su aceptación o su rechazo. Al hacerse hombre, Dios se vuelve vulnerable, es
decir, capaz de ser herido por nuestra indiferencia, nuestra incomprensión o nuestro odio.
El símbolo del Sagrado Corazón hace referencia a las heridas que inflige el rechazo en la
humanidad de Jesús: la cruz, las espinas y la llaga del costado. Pero al mismo tiempo, a
través de esas mismas heridas, el corazón herido se vacía de sí mismo. La herida del amor

7
Somos el riesgo de Dios: Reflexiones sobre los límites de la Divina Misericordia - James V. Schall, S.J., Ignatius
Insight, Febrero 25, 2011.
35

no aceptado, no lo hace desaparecer. Por el contrario, es la ocasión para que ese amor se
derrame sobre todos los hombres.
Tal es el significado especial de la herida de la lanza en el costado del Señor (es decir, la que
atraviesa el corazón) y de la cual, según testimonia el Evangelio de Juan, brotan sangre y
agua (Juan 31,34), tradicionalmente interpretados como la Eucaristía y el bautismo, los
sacramentos de la Iglesia. Esa vida que brota de su costado de Cristo tiene entonces la forma
del per-don, es un amor que habiendo sido rechazado, se vuelve a dar. No castiga el odio
recibido, como si amor y odio fueran dos rivales que combaten al mismo nivel, con las
mismas armas, sino que amor supera el odio por su sobreabundancia. “Donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5,20).
Es esta sobreabundancia de la gracia la que podemos ver reflejada en este Crucifijo, obra
de Giotto.

Y encontramos el mismo motivo en infinidad de otras obras de la época, entre ellas, este
anónimo sienes de 1350, que concentra todavía más su atención en el costado abierto del
36

Señor. Es claro que no intentan reproducir el mundo natural, sino testimoniar la fe en la


salvación.

Éstos son sólo dos de tantos ejemplos podrían mostrarse, en los que se ve cómo se
interpreta en el arte cristiano la escena del Evangelio de Juan que narra cómo de la herida
del costado del Señor brota la sangre y el agua. Nótese que se las representa manando con
la fuerza de un torrente: el corazón abierto del Señor es la fuente de la salvación. De ahí el
título de la encíclica de Pío XII, Hauretis aquas, “sacaréis aguas”, las primeras palabras de
Isaías 12,3: “sacarán aguas con alegría de las fuentes de la salvación”. El costado abierto del
Señor es la fuente de la salvación para todos los hombres. El ímpetu de ese torrente de vida
es la expresión plástica de la “sobreabundancia” de la gracia a la que se refería San Pablo.
El amor salvador es verdaderamente universal; sólo quedarán excluidos de la salvación
quienes se excluyan a sí mismos por no creer en el amor de Dios.
Pero entonces, si el Señor ha reparado las consecuencias del pecado por todos nosotros,
¿cómo es posible que tengamos todavía nosotros un deber de reparar por nuestros
pecados? ¿Es que ha faltado algo al sacrificio de Cristo? Pretender reparar nosotros mismos,
¿no es un intento temerario de salvarnos a nosotros mismos?
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El Sagrado Corazón nos invita a reconocer en sus heridas nuestro propio pecado. Porque
nosotros, en cuanto pecadores, tomamos parte en ese rechazo de su amor, en la manera
que cada uno sabe. Nuestro pecado no es una mera transgresión legal, sino que es haber
faltado contra el amor de Dios. De este modo, Jesús ha cargado sobre sí, en su cuerpo de
carne, no solo pecado del mundo, sino también nuestro propio pecado.
Las heridas físicas de su Cuerpo son sólo un signo exterior de la herida interior que nuestro
pecado inflige en su Corazón. Sin embargo, esas mismas heridas son las aberturas a través
de las cuales fluye el per-don, como esos “ríos de agua viva” que según el Evangelista Juan
brotarían de su seno (Juan 7,37-39).
Pero el Señor no sólo repara por nuestros pecados, sino que nos hace participar de su
reparación. Nuestra vida cristiana se transforma en reparación cuando comprendemos que
Jesús no sólo nos ha amado primero, sino que su amor por nosotros ha tomado la forma
del perdón por nuestro rechazo. Dice San Pablo:
La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos
pecadores. Y ahora que estamos justificados por su sangre, con mayor razón seremos
librados por él de la ira de Dios. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios
por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados
por su vida. (Romanos 5,8-10)
Contemplando el Corazón de Jesús, caemos en la cuenta de haber sido “enemigos de Dios”
(y de continuarlo siendo muchas veces), pero no para caer en el remordimiento estéril y
amargo, sino para renovar nuestra conciencia de haber sido perdonados. De ese modo,
nuestra respuesta de amor, en nuestra oración y en nuestra conducta, toman esa
connotación de desagravio, y nos hace capaces de comunicar el perdón recibido a nuestros
hermanos. Incluso aceptar con amor los dolores de la vida, los acontecimientos y
situaciones que nunca hubiéramos elegido por propia voluntad, se convierten en un modo
de reparar por nosotros y por todos, un desagravio al corazón de Jesús. De esa manera, no
sólo recibimos la salvación de Cristo, sino que nos convertimos en partícipes activos de su
obra salvadora.

Al principio de este ciclo de tres solemnidades posteriores a Pentecostés, dijimos que ellas
eran como un eco de tiempo de Pascua, que nos ayudan a llevar la experiencia pascual al
seno de nuestra vida cotidiana. Participar del Corazón de Cristo, aprender de Él, es el modo
de prolongar su obra salvadora, para transformar nuestra vida y transformar el mundo.
Como dice San Pablo: “completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para
bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1,24).
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Para reflexionar

¿Alguna vez me he comportado como “enemigo de Dios” resistiendo en mi vida su


presencia y su llamado?
¿Veo mis pecados como una falta contra el amor de Cristo que ha dejado huella en sus
llagas?
¿Valoro el perdón que Cristo me concede precisamente a través de la herida que le provocó
mi rechazo?
¿Vivo a partir de la conciencia de haber sido perdonado gratuitamente por Dios, buscando
reparar por mi desamor y mi indiferencia?
Habiendo experimentado su perdón, ¿soy capaz de comunicarlo a mis hermanos, a quien
me ha rechazado, herido u ofendido?

Para orar

Por la lanza en su costado Un Jordán de sacramento


brotó el río de pureza, nos baña con el bautismo.
para lavar la bajeza
a que nos bajó el pecado. y mientras dura la cruz
y en ella el Crucificado,
Cristo, herida y manantial, bajará de su costado
tu muerte nos da la vida, un río de gracia y de luz.
que es gracia de sangre nacida
en tu fuente bautismal. El Padre nos da la vida,
el Espíritu el amor,
Sangre y agua del abismo y Jesucristo, el Señor,
de un corazón en tormento: nos da la gracia perdida. Amén.
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Conclusión

Decíamos al comienzo que las tres solemnidades sobre las que hemos meditado son una
ayuda imprescindible para poder llevar la fe pascual al seno de la vida cotidiana. Ellas, en su
conjunto, constituyen como una síntesis de lo esencial del Misterio Pascual.
La fiesta de la Santísima Trinidad nos recuerda que hemos sido llamados a ser “deificados”,
“divinizados”, “deiformes”, por nuestra participación en la vida íntima de Dios. Nuestra
existencia brota de la comunión trinitaria y tiene en ella su patria definitiva. El Sagrado
Corazón de Jesús, por su parte, nos ayuda a comprender que ese encuentro con el amor de
Dios no puede alcanzarse por otro camino que el de la humanidad de Jesús. Sólo en su
corazón herido por nuestros pecados encontramos la gracia del perdón, es decir, la
donación renovada del amor divino. Fuera de la reconciliación que Dios nos brinda a través
de la humanidad de Jesucristo, no nos queda otro camino sino el no-camino de la
desesperación o el camino engañoso de la auto-indulgencia.
Finalmente, Corpus Christi nos presenta la Eucaristía como el alimento indispensable para
este camino, porque nos hace participar sacramentalmente del Sacrificio del Señor, a través
del cual podemos ofrecer nuestro “culto espiritual”, la entrega de nuestra vida como
oblación agradable a Dios.
En medio de este presente tan difícil que nos toca atravesar, en especial por la pandemia y
sus dramáticas consecuencias, que el Señor nos haga capaces de vivir como resucitados,
haciendo fructificar todos los dones recibidos en este tiempo de gracia.

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