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Este documento resume la sentencia judicial del caso de "La manada" en España. El autor argumenta que la sentencia revela el "goce perverso" de los jueces y su fracaso en juzgar el caso sobre la base del goce de la víctima. El autor ve esto como síntoma de un "consentimiento colectivo" más amplio a dejarse violar por los políticos corruptos en España. Concluye que tanto los jueces como la sociedad española han fallado en oponer suficiente resistencia a la perversión que subyace en la cultura política
Descripción original:
Título original
GUSTAVO DESSAL, Crónaca de un fracaso l sobre el abuso y la violación sexual
Este documento resume la sentencia judicial del caso de "La manada" en España. El autor argumenta que la sentencia revela el "goce perverso" de los jueces y su fracaso en juzgar el caso sobre la base del goce de la víctima. El autor ve esto como síntoma de un "consentimiento colectivo" más amplio a dejarse violar por los políticos corruptos en España. Concluye que tanto los jueces como la sociedad española han fallado en oponer suficiente resistencia a la perversión que subyace en la cultura política
Este documento resume la sentencia judicial del caso de "La manada" en España. El autor argumenta que la sentencia revela el "goce perverso" de los jueces y su fracaso en juzgar el caso sobre la base del goce de la víctima. El autor ve esto como síntoma de un "consentimiento colectivo" más amplio a dejarse violar por los políticos corruptos en España. Concluye que tanto los jueces como la sociedad española han fallado en oponer suficiente resistencia a la perversión que subyace en la cultura política
Confío en que Jacques-Alain Miller aceptará de buen grado que me permita tomar en préstamo estos dos significantes que dieron título a su curso de 1987-88. Y como psicoanalista no puedo desconocer que las pasiones del ser son malas consejeras a la hora de escribir estas líneas. No obstante, lo hago con perfecta conciencia de que, antes que nada, soy un ciudadano más, un ciudadano como tantos, testigo de esta semana que pasará a la historia de las infamias nacionales y que culmina con la sentencia judicial del caso conocido como “La manada”. Que ese ciudadano sea además un psicoanalista, es una mera contingencia, aunque sea desde ella que me permito tomar la palabra, sin desconocer la parte que me toca en el descontento al que habré de referirme. Ayer, España fue gravemente herida. Todavía es pronto -o no- para saber si la injuria es mortal. Debo corregirme: son las dos Españas las que tal vez entren en agonía. Las dos Españas que representan el fracaso de un proyecto de nación. Nada más mentiroso que la España Una, la que no ha existido nunca, la que no existirá jamás. Pese a ello, durante algunos años creímos que esa palabra hoy vacía conocida por el nombre de democracia sería capaz de reunir a ambas en un proyecto común. Ya sabemos cómo ha acabado esa ilusión. La furia que hoy recorre la geografía española y asoma en las gargantas de cientos de miles de mujeres y hombres (sí, también de hombres) sea tal vez la única salida que nos queda. Los griegos estimaban el valor de la catarsis y aunque Freud no tardó en reconocer los límites de su efectividad, jamás descartó su importancia. Una importancia que es doble: sirve también para que el magistrado Ricardo González no confunda ese clamor con los jadeos de un orgasmo. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha pasado para que los españoles hayamos salido a la calle a manifestarnos sin convertir la protesta en un domingo festivo? Las Españas son siempre una fiesta, pero la fiesta está llegando a su fin. Nuestro propio mensaje nos ha retornado en forma invertida. Seré incluso más implacable que los magistrados: ha habido consentimiento. Consentimiento colectivo al dejarnos violar por los canallas -como Lacan nombraba a la derecha- y los idiotas -como calificaba a la izquierda. Hemos consentido a que los canallas y los idiotas expoliasen las Españas. Hemos consentido a que los canallas y los idiotas nos arrebatasen la lucha de clases. Hemos consentido a que los canallas y los idiotas se apropiasen de las instituciones, del dinero público, de la educación, de la sanidad, de los sindicatos, de las pensiones. Hemos consentido a la obscenidad de los políticos, a la impunidad del Trono y el Altar. Apenas nos quedaba la confianza en la diosa Iustitia, pero ella también ha sufrido una violación, y no sabemos si podrá reponerse de ese trauma. La manada salvaje es apenas un síntoma de la enorme majada en la que nos hemos convertido, haciendo sonar cencerros en lugar de librarnos de los canallas y los idiotas. Conocemos la cita de Lacan (Aún, pag. 111): “Todavía hoy, al testigo se le pide que diga la verdad, solo la verdad, y es más, toda, si puede, pero por desgracia, ¿cómo va a poder? Le exigen toda la verdad sobre lo que sabe. Pero en realidad, lo que se busca, y más que en cualquier otro en el testimonio jurídico, es con qué poder juzgar lo tocante a su goce. La meta es que el goce se confiese y precisamente porque puede ser inconfesable”. Sirvámonos de ella. Para construir el caso y elaborar la sentencia, los magistrados han debido visionar ¿diez? ¿cincuenta? ¿cien? veces las grabaciones realizadas por uno de los miembros de la jauría. Buscaban, sin lugar a duda, una sola cosa: poder juzgar lo tocante al goce. Ninguno de ellos, ni siquiera el más perverso, ha dudado de los hechos. Lo que les movía era escudriñar en los signos del goce, y cómo no habríamos de reconocer en ese punto - ¡malabarismos del lenguaje!- que la diferencia entre abuso y violación es sin duda un asunto de goce. Del goce de los jueces, sin lugar a duda. El carácter perverso de la sentencia es suficientemente probatorio de que los jueces han gozado. ¿Con qué poder juzgar lo tocante al goce de la víctima? La respuesta no habrá de generalizarse a todas las sentencias, pero en esta causa es indiscutible: el goce de los jueces ha hablado. Es con los aparatos del goce con lo que han fundamentado la sentencia y expresado el veredicto. Esa es, finalmente, la verdad que está en juego, la verdad que ha estallado en la calle y que nos ha estallado en la cara. Siempre hemos sabido de la perversión de las Españas, amparada por Trono y Altar y consentida por la majada. ¡Pero era tan divertida! La Santa Inquisición como atracción turística de Semana Santa. El desfile de los Legionarios enamorados de la Muerte. La incorregible cleptomanía de los canallas y la sonriente vanidad de los idiotas. El goce de los jueces navarros ya no parece tan divertido. Pero tengamos compasión de ellos. Son el espejo invertido de nuestro propio goce, un real que en la majada ya no sabemos tratar: se nos ha escapado de las manos y todos los cuerpos están comprometidos, los del Estado y los de la ciudadanía. La perversión polimorfa del macho -mal que les pese a los que creen en la educación- es un hecho de estructura. Ella no conduce necesariamente a lo peor, cuando la castración hace su trabajo civilizatorio. Sabemos que no siempre se consigue y que en la actualidad la castración está tan desafilada (y desacreditada) que cada vez hay más hombres que prefieren el bisturí del cirujano al corte que el significante impone al sujeto. Ayer hemos tenido la prueba fehaciente de que también el juez -y más allá de su género- puede legislar a partir de su goce perverso. Desde luego, no es una absoluta novedad, porque en la historia sobran muestras de ello. Pero en esta ocasión ese goce ha resonado con el goce de la majada que se ha dejado violar, que ha consentido a la causa. Por eso nos indignan tanto las observaciones personales del magistrado Ricardo González: no solo porque son un insulto a la dignidad de una chica. También porque nos ha interpretado a todos. A la vista de este gran fracaso colectivo en el que nos encontramos, resulta difícil eludir la verdad de que no hemos opuesto suficiente resistencia.