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A Rascal Rat Nº 7 - Cuento escondido

EL PRÍNCIPE Y LA MANZANA
Wenceslao Fernández Flórez

El príncipe Alejo Kortikoff era increíblemente rico


e increíblemente poderoso. Cuando se vio ame-
nazado por la revolución huyó llevándose un solo
brillante, de todas sus riquezas; un brillante del
tamaño de una ciruela claudia: el mayor de Europa,
vinculado con la familia de los Kortikoff desde los
tiempos de Pedro el Grande. Su Valor era tan
exorbitante, que ningún joyero lo pudo comprar. Se
lo ofrecieron al rey de Inglaterra, y al rey de
Inglaterra le gustó mucho, pero lo devolvió diciendo:
—Si adquiriese esta piedra, no me quedaría ni el dinero preciso para
encargarme un chaquet.
Los joyeros aconsejaron entonces la fragmentación del brillante, pero el
altivo aristócrata se resistió a aniquilar la joya que había sido el orgullo de su
estirpe. Prefirió guardarla en un banco en espera de tiempos propicios.
Lanzado a la miseria, el príncipe Kortikoff siguió el camino de casi todos
los grandes señores rusos y obtuvo una plaza de camarero en un restaurante
de lujo de Paris. Llevaba el frac con tanta distinción y servía tan
exquisitamente, que las mesas de su turno estaban siempre ocupadas.
Comenzó a padecer de los pies, pero ganaba bastante para no considerarse
muy desgraciado. De pronto, su carácter cambió; se hizo más hosco y
taciturno, contestaba con monosílabos y una idea fija conservaba
constantemente fruncido su entrecejo. Una noche el opulento norteamericano
Frederic Scott, asiduo parroquiano del príncipe, le dio, como acostumbraba, al
pagar la cuenta, una copiosa propina.
—Querría pedirle a usted un favor —dijo Kortikoff,
entonces —. Más que este dinero que me ofrece, apreciaría
que utilizase usted el tenedor y el cuchillo para mondar las
manzanas.
El señor Scott se puso que encarnado, porque era
verdad que mondaba la fruta como una zafia doméstica
puede mondar una patata. Contesto sinceramente:
—No puedo, Alejo Semenovitch. Lo he intentado mil
veces, y otras tantas vi salir la manzana del plato, con más o menos rapidez.

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Monto a caballo como un cow-boy, juego al tenis, abro las latas de conserva
cuyas llaves se han extraviado, hago yo mismo el lazo de mi corbata y puedo
reparar cualquier avería en una instalación eléctrica. Pero me es imposible
mondar una manzana con el auxilio del tenedor. Me falta habilidad y sé que no
lograré conseguirlo nunca.
—Tome usted otro postre —aconsejó el príncipe.
—Necesito una manzana después de cada comida, para digerir sin
demasiados tormentos.
Al día siguiente, Kortikoff se negó a acudir al llamamiento del yanqui. El
dueño del restaurante tuvo una conferencia con el príncipe.
—¿Por qué no quiere usted a servir al señor Scott? El señor Scott es un
gentleman.
—No lo dudo.
—Es un buen cliente de la casa.
—Sin duda.
—Le aprecia a usted.
—Acaso. Pero el señor Scott no sabe mondar las manzanas. Sufro mucho.
He creído que podría habituarme a verle proceder así, pero no lo he logrado.
Lejos de eso, cada día me martiriza más.
—Alejo Semenovitch —dijo el patrono —, es necesario que usted atienda
al señor Frederic Scott.
El ilustre camarero no arguyó nada. Salió, pero en vez de dirigirse a su
puesto, siguió el pasillo que conducía a un cuarto pulcro y pequeño sobre cuya
puerta campeaba en una planchita de esmalte una sola palabra
suficientemente significativa: la correcta palabra Dames. Sentada ante aquella
puerta, vestida de negro, con un mandil y un cofia
blanca, gorda y digna, dispuesta siempre a ofrecer
una breve toalla del montón que tenía a su alcance,
estaba la princesa Ana Petrowna, ganándose la vida,
tan admirable y solemne que, por el placer de verse
servidas por ella, muchas de las señoras que acudían
al restaurante no vacilaban en hacerse sospechosas
de padecer poliuria. Fue la única persona de quien se
despidió el príncipe al abandonar su cargo.
—Adiós, Ana Petrowna —dijo, sencillamente—. He decidido marcharme.
Besó la mano de la egregia empleada y cinco minutos después se
paseaba, triste, pero altivo, por el bulevar de los Italianos.

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El autor

Wenceslao Fernández Flórez (1885 - 1964) fue un


escritor, periodista y humorista español (por su
nacionalidad y la lengua en que escribió) y gallego
(por su temperamento y el amor por el terruño
reflejado en sus libros). Su obra se caracteriza por un
humor elegante y escéptico que fácilmente se abre a
lo fantástico. Espíritu crítico, conservador incómodo,
antes de la Guerra Civil tuvo que huir de la España
republicana, amenazado de muerte por haberle
negado su simpatía al Frente Popular y, sin duda, por haber osado expresar sin
ternezas su visión de la izquierda ("El marxismo, religión de presidiarios, de
fracasados, de envidiosos, de contrahechos, de vividores, de perezosos, de
gente de cubil..."); el franquismo, más tarde, lo acogió y aun lo honró, aunque
no sin desconfianza, debido a las críticas acerbas con que en más de una
ocasión fustigó al régimen y a los ataques que, desde una óptica liberal, dirigió
en su momento al clero, los militares y la justicia. El príncipe y la manzana
pertenece a su novela El ladrón de glándulas, de 1929, que, con muy pocos
cambios, bien hubiera podido ser un relato de Adolfo Bioy Casares.

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