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Monjes budistas manifestantes, todos de color azafrán, y coincidiendo con una asamblea de

la ONU, y más concretamente con el discurso del presidente estadounidense George Bush
exigiendo democracia para Birmania. No se puede negar que es una buena puesta en escena.

El país asiático está bajo el yugo militar desde 1962, las últimas protestas populares se
desarrollaron en 1988 y se saldaron con tres mil muertos tras la represión y un acuerdo entre
la opositora Liga Nacional para la Democracia (LND) y la junta militar gobernante por el
cual se celebrarían elecciones en 1990. De nada le sirvió a la LND lograr 396 de un total de
485 escaños, los militares se aferraron al poder y los diputados opositores fueron al exilio o
a prisión. El silencio internacional fue absoluto, apenas giró la mirada con la concesión del
premio Nobel de la Paz a la histórica opositora Suu Kyi, que vive entre la prisión y la
retención domiciliaria.

A pesar de ocupar el décimo puesto mundial como país poseedor de gas y contabilizar 3.200
millones de barriles de petróleo entre su subsuelo y su costa, el 90 por ciento de la
población de Birmania vive por debajo del umbral de la pobreza en un país donde el 40 %
del presupuesto es para un ejército que tiene medio millón de soldados.

Ahora el detonante ha sido la subida del precio del diésel, algo que se refleja en el
transporte público y en el precio de productos tan básicos como el arroz y el aceite, pero no
parece que explique un levantamiento que pueda derrocar a un gobierno. De hecho, las
protestas comienzan discretas en agosto y primeros de septiembre con algunos heridos, los
monjes salen a la calle con peticiones humildes -perdón por los heridos y bajada de precios-
pero se van radicalizando. Incluso la oposición de la LND se mantiene en un segundo plano
y no hay consenso entre ellos sobre las demandas.

¿Por qué precisamente ahora se produce la revuelta? ¿Por qué los monjes?

Lo que está sucediendo, tan fotogénico todo, nos hace recordar a las denominadas
revoluciones naranjas de las antiguas repúblicas soviéticas, con sus manifestantes pacíficos,
con buena cobertura mediática y… su dinero estadounidense.

El delito de la junta militar birmana se llama China, un país con el que su comercio ha
aumentado un 39,4 % en los primeros seis meses del año, con una empresa petrolera –
PetroChina- que se adjudicó la compra del gas birmano en perjuicio de la india ONGC, sin
duda un país más amigo de Estados Unidos que China. A Estados Unidos no le importa ni
la democracia ni el respeto de los derechos humanos en Birmania.

Se dice que la dictadura birmana tiene en China a su mejor protector. Es verdad, pero hasta
ahora también a India, sin que eso haya sido motivo de indignación. Y es que a las
dictaduras les va según de quién sean amigas. Por eso Bush citó en la asamblea de la ONU a
Myanmar, pero no a otros regímenes déspotas de la región, como Pakistán, Sri Lanka,
sumida en una cruenta guerra civil, Bangladesh o Tailandia. Ellos no deben expiar el pecado
de ser socios de China, pueden continuar con la represión.

Además, Estados Unidos tiene ya preparado el repuesto, la LND es una buena opción.
Tienen una carne de cañón que da muy bien en televisión, reverenciada y prestigiosa entre
la población –los monjes budistas-, una líder heroica premio Nobel de la Paz, que supera
hasta al Lech Walesa polaco que tan buen servicio prestó, y un programa político basado en
el libre mercado, las políticas del FMI y el BM y las inversiones extranjeras. Se impone el
maquillaje del sistema político, América Latina sabe mucho de eso.

Los recursos naturales siempre seguirán gestionados por las multinacionales. Hoy son la
francesa Total y la estadounidense Texaco, que llevan años burlando el embargo decretado
por la UE y EEUU, y luego podrán seguir ellas u otras similares. Los birmanos están
acostumbrados a trabajar por poco dinero, hasta para eso viene bien el austero budismo
dominante.

Está todo preparado para la “transición” pilotada por Estados Unidos: unos gobernantes
malos, sangre en las calles y cámaras de televisión.

julio 2006 | Categoría: Viaje a Birmania

Birmania, o Myanmar, se encuentra en el sudeste asiático. Ocupa un área de unos 675.000


km2 (un poco mayor que Francia), en los que viven 55 millones de habitantes. Tiene
frontera con Bangladesh, India, China, Laos y Tailandia. Su capital era Yangón, hasta que
el pasado año 2005 el gobierno decidió trasladarla a Pyinmana, 200 km más al norte.

Fue un reino durante unos mil años, hasta que los británicos se anexionaron el país en 1885
y lo incluyeron en su imperio.
Después de la segunda guerra mundial disfrutó de un breve periodo de independencia y
democracia, pero en 1962 cayó bajo un gobierno militar y represor.

Sus fronteras permanecieron cerradas y la población aislada en una especie de mundo aparte
durante más de veinte años, mientras el nuevo régimen intentaba eliminar a sus adversarios
y libraba una guerra civil contra las minorías étnicas.
En 1988 los dictadores sofocaron un levantamiento popular y mataron a más de cinco mil
personas. Los dirigentes del movimiento democrático que sobrevivieron fueron
encarcelados.

En la actualidad, la junta militar sigue en el poder.

La mayor parte de la población birmana es budista, y hay una gran cantidad de monjes y
monjas. De hecho, se espera que todo hombre budista birmano se haga monje e ingrese en
un monasterio, al menos durante unas semanas.

En las montañas del país habitan diversas minorías étnicas. Suelen ser zonas aisladas, y
muchas de las cuales son de acceso prohibido para los turistas occidentales.
Por el contrario, la zona más fértil y plana del país la ocupan los Bamar (o birmanos), que
son la etnia mayoritaria.

Durante casi sesenta años, la gente de etnia karenni de Birmania, integrada por
campesinos, principalmente granjeros, ha luchado por la supervivencia contra los militares
birmanos, quienes dirigen el país con mano opresora. La tortura, el asesinato, las
violaciones, mutilaciones, y ejecuciones en masa han empujado a un millón de personas
hacia campos de refugiados y a más millones a huir al bosque y las montañas para seguir
resistiendo un combate en desventaja en pos de la supervivencia.

Naciones Unidas considera esa destrucción sistemática de los karenni un genocidio, lento pero
certero.

La lucha entre los combatientes por la libertad de los karenni y el ejército birmano es la guerra civil
más larga de la historia.

Veinte años después de la última entrega de la serie cinematográfica, John Rambo se ha retirado al
norte de Tailandia donde trabaja en una lancha por el Río Salween. En la cercana frontera entre
Tailandia y Birmania, en Myanmar), el conflicto entre birmanos y karennis, la guerra civil más larga
en toda la historia del mundo, lleva durando ya 60 años. Sin embargo, Rambo, quien lleva una vida
solitaria en la jungla que cubre las montañas, pescando y cazando serpientes venenosas que luego
vende, hace tiempo que ha abandonado el combate, aunque por su lado pasan médicos, rebeldes
y refugiados camino de las tierras asoladas por la guerra.

Todo eso cambia cuando un grupo de misioneros está buscando al "guía americano del río."
Cuando Sarah y Michael Bennett se acercan a Rambo, le explican que desde la expedición del año
pasado a los campos de refugiados, los militares birmanos han diseminado minas de tierra a lo
largo de los senderos, haciéndolos extremadamente peligrosos para los desplazamientos
terrestres. Le piden que les guíe Río Salween arriba y les deje donde puedan entregar suministros
médicos, alimentos y biblias a la gente karenni perseguida. Pese a negarse inicialmente a penetrar
en Birmania, Rambo acaba aceptando llevarles y dejarles, a Sarah, Michael y otros colegas de la
misión de auxilio, en un lugar determinado.

Apenas dos semanas después, el pastor Arthur Marsh se cruza con Rambo y le informa de que los
misioneros no han regresado. Ha hipotecado su casa y recogido dinero de los feligreses de su
iglesia para contratar a un grupo de mercenarios (Graham Mctavish, Matthew Marsden, Tim Kang,
Rey Gallegos, Jake La Botz) y así procurar el retorno. Rambo le pregunta si los misioneros están aún
vivos, a lo que Marsh responde que se les ha visto cautivos en un campo del ejército birmano.
Aunque el rechazo a la violencia y el conflicto se hacen evidentes en la actitud de Rambo, éste
también sabe que debe ayudar, y accede a llevar a los mercenarios río arriba adentrándose en la
zona de guerra desvastada. Lo que sigue va a ser un descenso a los infiernos.

Desde octubre de 1982, cuando el personaje de John Rambo debutó con su primera película,
Acorralado (First Blood, 1982), la palabra "Rambo" se ha convertido en un icono para el soldado
fuerte pero vulnerable, para el guerrero herido pero letal que se erige contra la opresión y la
injusticia. En el primer film, una adaptación de la novela homónima de David Morrell, First Blood,
John Rambo era el veterano de la Guerra de Vietnam olvidado, un soldado condecorado, de gran
capacidad guerrera, que se ve marginado en su propio país tras una guerra impopular. Tres largos y
dos décadas más tarde, "Rambo" se ha convertido en una expresión multilingüe e internacional
que expresa el guerrero heroico que lucha contra la opresión. En las zonas en guerra de nuestros
días, desde Afganistán, pasando por Irak, hasta Birmania, "Rambo" se refiere tanto a la agresión
militar extrema como, a la inversa, el hombre empujado hacia lo violento debido a las
circunstancias.

Rambo, una mezcla de la herencia germana y del indio americano, como combatiente físicamente
fiero pero emocionalmente vulnerable es un imán para los aficionados al cine de todo el mundo,
catapultándose como personaje cinematográfico al status de auténtico icono universal. "Rambo"
ha penetrado en el diálogo tanto político como popular, y el atronador éxito de sus filmes ha
contribuido a hacer de Stallone una de las más destacadas estrellas de la era. Dos décadas
después, la imagen y el personaje de Rambo se han convertido en parte de nuestra cultura
popular.

Esta semana han abandonado el ejército birmano más de veinte miembros de la Junta militar
que gobierna Myanmar, entre ellos el primer ministro Thein Sein. Todos estos mandatarios,
que seguirán ocupando sus cargos en el Gobierno, han renunciado a sus uniformes para
presentarse como candidatos a las elecciones que el Consejo de Estado para la Paz y el
Desarrollo (SPDC) tiene previsto convocar este año en el país asiático como último paso
para instaurar lo que él mismo ha bautizado una “democracia disciplinada”.
El general Than Shwe, jefe supremo de la junta militar birmana, pasa revista a las tropas el
27 de marzo, día de las fuerzas armadas, en Naypyidaw (AP Photo/David Longstreath).

Las elecciones, cuya fecha aún no se ha anunciado, se celebrarán siguiendo las reglas de
una constitución [pdf] diseñada por los militares que gobiernan Birmania desde 1988 para
afianzar su poder y tratar de darle cierta pátina de legitimidad democrática a una de las
dictaduras más brutales del mundo. Una dictadura que mantiene encarcelados en terribles
condiciones a casi 2.200 prisioneros políticos, que somete con frecuencia a trabajos
forzados a su propio pueblo, que emplea a niños soldados en sus guerras contra los
insurgentes de sus minorías étnicas y que se ha enriquecido obscenamente sumiendo en la
miseria más absoluta un país enormemente rico en recursos naturales.

La nueva constitución declara que los tres poderes del estado estarán separados “en la
medida de lo posible”, reserva al comandante en jefe de las fuerzas armadas el derecho a
nombrar a una cuarta parte de los diputados en el Parlamento y la potestad de declarar el
“estado de emergencia” con plenos poderes cuando lo desee y prohíbe presentarse a las
elecciones a cualquier persona que esté o haya estado casada con un extranjero (lo que
excluye a la líder de la oposición, Aung San Suu Kyi, viuda de un ciudadano británico,
Michael Aris). Además, prohíbe concurrir a las elecciones a partidos políticos que cuenten
con presos entre sus miembros, y Aung San Suu Kyi ha estado detenida bajo arresto
domiciliario 14 de los últimos veinte años. En la actualidad cumple condena por violar las
condiciones de su arresto cuando un perturbado estadounidense veterano de la guerra de
Vietnam entró en su casa para protegerla de un supuesto atentado que había predicho en un
sueño.

La carta magna actual sustituye a la promulgada en 1974 por el general Ne Win, el hombre
que llevó a los militares al poder en 1962, una constitución que fue anulada en 1988 por la
actual Junta militar que se hizo con el poder aquel mismo año. La Junta creó una
convención nacional para redactar un borrador constitucional en 1993 y ésta no presentó sus
propuestas hasta catorce años después. El SPDC sometió la nueva constitución a
referéndum en mayo de 2008, en un país devastado por el ciclón Nargis, que había arrasado
una gran parte del país tan sólo una semana antes dejando tras de sí más de 130.000
muertos. Según el gobierno birmano, acudieron a votar el 99 por ciento de los birmanos, de
los cuales un 92,4 por ciento votaron “sí” a la nueva constitución.

La Liga Nacional para la Democracia (LND) de Aung San Suu Kyi ya ha anunciado que no
se va a presentar a las elecciones, pues considera que la ley electoral es injusta y su
participación no serviría más que para legitimar a los militares. El principal partido de la
oposición obtuvo una aplastante victoria en las últimas elecciones democráticas celebradas
en el país, en 1990, con un resultado que la Junta nunca ha reconocido y que ha anulado el
pasado mes de marzo. El SPDC ha diseñado muchas de las nuevas leyes electorales para
evitar que vuelva a suceder algo así.

El NLD se enfrentaba a una disyuntiva extremadamente difícil y su decisión no está exenta


de polémica. Se han alzado algunas voces que sostienen que la posición del partido es
perniciosa desde el punto de vista político y que debería adoptar una actitud más realista y
posibilista. Según otros, el LND está asumiendo un riesgo enorme al boicotear las
elecciones, ya que se juega el todo por el todo con el boicot, y si éste no tiene éxito, eso
podría significar el fin del partido.

Una oposición debilitada

No es la primera vez que Aung San Suu Kyi y su partido son objeto de críticas, pese a la
adeiración casi universal que suscitan entre activistas y ciudadanos de todo el mundo.
Después de más de dos decenios de lucha por la democracia en Birmania, los logros del
partido son más bien escasos. Es evidente que el culpable es un régimen especialmente
brutal, aunque muchos han achacado a la oposición una falta de realismo y visión política
muy perjudiciales y han puesto en duda la eficacia de su estrategia de lucha no violenta ante
un enemigo tan despiadado.
Tin Oo, vicepresidente de la Liga Nacional para la Democracia, habla con unos periodistas
en la sede de su partido, el 29 de marzo (AP Photo/Khin Maung Win).

El activista y analista birmano Aung Nain Oo, señalaba recientemente que el problema de la
oposición birmana es la falta de una estrategia política definida y, sobre todo, de unidad
entre sus miembros, algo en lo que coinciden muchos otros políticos y activistas. Justin
Wintle, el autor de Perfect Hostage, la biografía más completa de Aung San Suu Kyi,
afirma  que  aunque el coraje moral de Suu Kyi es digno de admiración y está fuera de toda
duda, sus dotes como política son bastante limitadas y su inflexibilidad y dogmatismo en lo
que respecta a cuestiones como las sanciones de la comunidad internacional han resultado
hasta cierto punto perjudiciales.

Según la experta en política birmana Mary Callahan, la oposición al régimen birmano es


débil, está profundamente dividida y carece de fuerza. Callahan distingue cuatro grandes
sectores opositores:

1) La Liga Nacional para la Democracia, dentro del país. Según Callahan si funcionamiento
interno es poco democrático y apenas tiene influencia entre la población birmana ni
capacidad para movilizarla.

2) La sangha, o comunidad budista, que cuenta con una enorme fuerza moral entre la
población pero que no tiene ningún programa político. De hecho fueron los monjes budistas
quienes transformaron unas pequeñas protestas por la subida del precio del combustible en
la célebre “revolución de Azafrán” de 2007, en la que salieron a las calles cientos de miles
de birmanos.

3) Las numerosas organizaciones insurgentes de las minorías étnicas. Muchas de ellas


firmaron acuerdos de alto el fuego con el gobierno central. El gobierno ha propuesto a estos
grupos integrarse en el ejército nacional como patrullas fronterizas, a lo que ellos se han
negado en repetidas ocasiones, lo que podría poner en peligro los acuerdos de alto el fuego.
Otras, como las de los shan o los kachin o la Unión Nacional Karen, controlan regiones
enteras en semi-estados autónomos a lo largo de la frontera con Tailandia, estados
enormemente precarios en perpetua guerra contra el tatamadaw (el ejército birmano).
Algunos de ellos ya se están preparando para una nueva guerra civil.

4) Las organizaciones de oposición en el exilio. Quizá la cabeza más visible sea el Gobierno
de la Coalición Nacional de la Unión de Birmania, parcialmente financiado por el National
Endowment for Democracy de Estados Unidos (un organismo que muy a menudo se dedica
más a defender el libre mercado que la democracia). Gracias a donaciones de ese tipo,
muchos birmanos exiliados han podido cursar estudios universitarios y se han puesto en
marcha medios de comunicación especializados en Birmania tan solventes como Irrawaddy,
Mizzima News o Democratic Voice of Burma. Esos medios y organizaciones como Burma
Campaign UK han logrado dar a conocer al gran público las terribles violaciones de los
derechos humanos que comete el gobierno birmano. Sin embargo, su estrategia para
combatir al régimen birmano parece limitarse a la petición de sanciones a la comunidad
internaciones, una política que, como veremos la semana que viene, cuya efectiviodad es
cuanto menos dudosa.
Con una oposición diezmada y desorientada, todo parece indicar que los miembros de la
Junta militar birmana, aislada en Naypyidaw (“morada de reyes”), la nueva capital que el
todopoderoso general Than Shwe hizo construir hace cuatro años en medio de la selva por
razones que nadie sabe a ciencia cierta, no tienen ningún motivo para temer al futuro.

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