Mujeres Fatales Cine Cubano y Mexicano 1945

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MUJERES FATALES CINE CUBANO Y MEXICANO 1945-1966

Julia de Jesús Alvarado Castellanos

jalvarado@jdc.educo

Arrebujado entre mantas, con un pijama de franela, calcetines de lana, y el estómago porfiando por
asentar un vaso de leche caliente con un fondo de miel y una copa de brandy, yacía yo en una de las
alcobas de la casa de mi abuela, a la espera de que la suma de todos estos remedios de medicina
consuetudinaria me hicieran superar lo que, sumariamente, se me había diagnosticado como un
“enfriamiento”. La fiebre y el pastoso aroma del café proveniente del cuarto del fondo convirtieron
mis pensamientos en alucinaciones.

Las mujeres de mi realidad se sumaron a las mujeres de mi ficcionalidad, pero la adición me ofreció
una resultante femenina que vi bastante amenguada y fuera de foco. La Sigrid del Capitán Trueno o
la Claudia del Jabato me parecían tan ensombrecidas como Lois Lane, Mary Jane Watson, Selina
Kyle, Betty Ross, Carol Ferris y hasta Sue Storm, la mujer invisible (todo un pleonasmo). Pensé que
estos arquetipos de heroínas (la mayoría, parejas de superhéroes) estaban aquejadas por el mal del
desprecio y del estigma que la mujer ha padecido a lo largo de la historia tanto en el mito como en
el logos.

Sumidas en la oscuridad del cuarto del fondo, degustando el café de puchero de mi abuela, sentadas
en torno a la mesa de formica, se me apareció la despechada reina Inana, rechazada por Gilgamesh;
junto a ella, Dido, abandonada por Eneas, hablaba con Helena de Troya y con Medea sobre la
inconstancia del temperamento masculino. En otro extremo de la mesa, Eva y Pandora
reivindicaban la curiosidad y el derecho al saber. A continuación, Circe, Calipso, las sirenas y las
amazonas prohijaban a la prostituta de Babilonia, mientras escuchaban las razones de Llilith,
Betsabé, Judith, Salomé y María Magdalena para constituir una liga justiciera en defensa de la
mujer maltratada.
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Sigrid de Thule con el Capitán Trueno

Finalmente, Cleopatra trufaba ideas propias en su lectura de un discurso redactado por Mata Hari,
que contenía subversivas consignas contra la sumisión femenina a la autoridad del varón sancionada
por el Código de Hammurabi. La reina egipcia, auxiliada por la espía en labores de gabinete, se
dirigía a un grupo de discípulas fervorosas entre las que se encontraban las monjas pioneras del
primer corpus budista en lengua pali, Rama y Sita, salidas del Ramayana de Valmiki, y, junto a
ellas, todas las brujas que ardieron en la hoguera desde la Edad Media hasta las puertas de la Edad
Contemporánea. En esta espiral, me quedé dormido.

Como nunca me he fiado de la verosimilitud de los despertares, en cuanto pude volver a valerme
por mí mismo, regresé al cine. Porfié en mi idea de la liberación de la mujer a través de la ficción y
comprobé cómo, a comienzos de los años cuarenta, Mary Astor hizo una de las primeras y más
impactantes aportaciones a la grey de la mujer fatal propiamente dicha, donde el plano de apariencia
de pureza y candor contrastaba, perversa y morbosamente, con su verdadera naturaleza de asesina
sin escrúpulos en ‘El halcón maltés’ (1941), de John Huston. Ese era el hábitat en el que se
movería, con ademanes felinos y películas inolvidables, Lauren Bacall (‘Tener y no tener’, 1944, y
‘El sueño eterno’, 1946, ambas de Howard Hawks; ‘La senda tenebrosa’, 1947, de Delmer Daves;
‘Cayo Largo’, 1948, de John Huston). Con un punto de siniestra seducción arácnida, Barbara
Stanwyck me salió al paso en su papel de Phyllis Dietrichson (curioso patronímico en un apellido
que parece hacer a la Stanwyck hija de una Dietrich que solo podía ser Marlene) en la maravillosa
‘Perdición’ (1944), de Billy Wilder. Ese mismo poder para manejar la voluntad masculina con un
sutil batir de pestañas es el que parecía tener Lana Turner en ‘El cartero siempre llama dos veces’
(1946), de Tay Garnett.

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Lauren Bacall

Siempre recordaré aquel relámpago con apariencia de escalofrío que me recorrió al ver, por primera
vez, el aspecto indefinible de Gene Tierney, entre el candor y el instinto atávico, en ‘Laura’ (1944),
de Otto Preminger, y ‘Que el cielo la juzgue’ (1945), de John M. Stahl, en clave de melodrama. Fue
la misma sensación que me produjo el encuentro con ese animal escénico que fue Ava Gardner, a
quien Robert Siodmark supo captar con todos sus matices y sugerencias en ‘Forajidos’ (1946).

A partir de entonces, la mujer fatal, como antonomasia de la complejidad de su sexo, no podría ser
reducida a un cliché; maravillosas demostraciones de ello me parecieron la cavernosa voz de
Lizabeth Scott (‘Callejón sin salida’, 1947, de John Cronwell); el mito quintaesenciado de la mujer
fatal que fue Rita Hayworth (‘Gilda’, 1946, de Charles Vidor; ‘La Dama de Shanghái’, 1947, de
Orson Welles), el misterio insondable de la feminidad de Yvonne De Carlo (‘El abrazo de la
muerte’, 1949, de Robert Siodmack), esa mirada inconfundible, entre la severidad y la ternura
(apoyada en un ligero estrabismo que subrayaba su misterio), de Virginia Mayo (‘Al rojo vivo’,
1949, de Raoul Walsh).
Todas ensancharon muchísimo los límites, cada vez más desdibujados por su amplitud, de la
psicología femenina. Con ello, el cine seguía ofreciendo figuras apasionantes, con una capacidad de
sugestión tal que las eximía del juicio condenatorio que cabría esperar de su escasez de escrúpulo;
tal fue el caso de Anne Baxter en ‘Eva al desnudo’ (1950), dirigida por Joseph Leo Manckiewicz; o
de Gloria Swanson, que cultivó esa imagen tan suya, de tiránica suficiencia apoyada en una mirada
de cristal, que la acompañó durante todo un brillante itinerario en la época del mudo, de la mano,
sobre todo, de Cecil B. de Mille, y que volvería a exhibir, en una especie de maravilloso canto del
cisne, en ‘El crepúsculo de los dioses’ (1950), de Billy Wilder. Particular emoción me despertó la
figura de Ida Lupino, que fue pionera como directora de una película de género negro ‘The Hitch-
Hiker’ (1953) y que previamente protagonizaría ‘La pasión ciega’ (1940), de Raoul Walsh.

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Anne Baxter

Me encanta pensar -un poco ingenuamente; lo sé- que esa conquista que supone el emplazamiento
tras la cámara de la mujer que pasa de intérprete a creadora fue el detonante para que siguieran
surgiendo otros muchos papeles de mujeres fatales, absolutamente cautivadoras. Al conjunto
creciente se incorporaría Gloria Grahame, en películas portadoras del signo trágico tan
identificativo de Fritz Lang (‘Los sobornados’, 1953; y ‘Deseos humanos’ ,1954). El propio Lang
se apoyaría en la aparente (y fascinante) fragilidad de Joan Bennett como mujer fatal para ofrecer
algunos de los mejores títulos del género negro de la historia: ‘La mujer del cuadro’ (1944),
‘Perversidad’ (1945) y ‘Secreto tras la puerta’ (1948).
Felizmente, en la década de los cincuenta, el flujo continuó con presencias como la de Joan
Crawford, que explotó su mirada aquilina y los rincones oscuros de su vida privada para proyectar
un personaje que repitió una y otra vez, con independencia del género y de las exigencias del guion
(ejemplo de ello, ‘Una mujer peligrosa’, 1952, del artesano Felix E. Feist), o la de Marilyn Monroe
en ‘Niágara’ (1953), de Henry Hathaway, con esos matices que la hicieron, siempre
magnéticamente inclasificable, o Dorothy Malone, arquetipo de la mujer fatal por sus ademanes y
por su físico, que, sin embargo, ha perdurado, en mi memoria, por un melodrama: ‘Escrito sobre el
viento’ (1956), de Douglas Sirk.

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Angie Dickinson

Estatuto propio dentro de estas mujeres que hicieron de la perversión su arma de lucha personal y/o
social tiene Sue Lyon, la ‘Lolita’ (1962) de Stanley Kubrick. Audrey Hepburn se movió, siempre,
en ese espacio indefinido entre la fragilidad vulnerable y una suficiencia arrogante capaz de
destrozar los corazones más duros e insensibles (‘Desayuno con diamantes’, 1961, de Blake
Edwards; ‘Charada’, 1963, de Stanley Donen). Angie Dickinson se me mostró majestuosa y leonina
en ‘Código del hampa’ (1964), de Don Siegel. Inolvidable como icono de toda una actitud vital, me
parece Faye Dunaway, con sus ademanes andróginos y sus muy estudiadas referencias freudianas
en ‘Bonnie y Clyde’ (1967), de Arthur Penn.
En los años 80, la figura de la mujer fatal siguió desarrollándose con encarnaciones plenas de
sofisticación, clase, ingenio y presencia seductora, que son los rasgos que definen a Kathleen
Turner en ‘Fuego en el cuerpo’ (1981), de Lawrence Kasdan, con una envolvente y enigmática
belleza que parece quedar al margen de la línea que separa el bien del mal. En la oscilación entre la
realidad y el sueño, hallé a Isabella Rossellini en ‘Terciopelo azul’, 1986, de David Lynch, y,
proveniente del mismo Jardín del Edén, intentando subsistir en el exilio monacal del infierno,
encontré a Valentina Vargas en ‘El nombre de la rosa’ (1986), de Jean-Jacques Annaud. Por
desgracia, el salvaje conductismo de Kasdan, el apasionante mundo onírico de Lynch, y el
revisionismo del relato policíaco y negro de Annaud y Eco dejaron el género al borde de la
chabacanería; tan solo era necesaria otra vuelta de tuerca para que fuéramos arrojados a la grosería
y la estulticia.

En la inherente fascinación por el mal que alumbran tantas pulsiones creadoras de ficciones, cuando
se encarna en la mujer, de las diferentes tipologías existentes en el universo cinematográfico,
la femme fatale es el arquetipo más subyugante de todos. Aunque nazca teñido de una misoginia, o
sea fruto de una debilidad, el miedo del hombre a la sexualidad femenina, acaba resultando un perfil
netamente magnético, reivindicado incluso por la perspectiva psicoanalítica de cariz feminista de
los años setenta, a pesar de sus connotaciones negativas. Porque ella siempre denota la conquista de
un espacio que no le pertenece, el del hombre. Por mucho que en los largometrajes siempre se
aplique una política de compensación (para alivio de los temores masculinos), y acaben gobernando
las empresas destinadas a restablecer el orden -lo que explica en buena parte el interminable
catálogo de finales infelices y trágicos del ciclo negro-, poco importa quién haya sido el ganador de
los dos discursos opuestos que se enzarzan en una lu cha de igual a
igual, el dominante masculino.

frente al femenino subversivo.  Puede ser que en el universo diegético de la ficción haya sucumbido
la fémina manipuladora. Pero la victoria que importa es la que se impone en el espectador. Allí,
siempre triunfa ella, porque una vez que nos hemos inoculado y participado de la fascinación que
los creadores vuelcan en sus criaturas voraces, poco sirve que después nos quieran transmitir
contenidos conservadores o aleccionadores. Ya es demasiado tarde. Para nosotros, ellas se llevan la
gloria, aunque no hayan llegado a la meta. Son nuestras vencedoras morales. Es lo que quizás
asegura la pervivencia del modelo, al margen de los condicionantes históricos y sociológicos que
provocaron que emergiera en una época determinada, los años cuarenta y cincuenta. Y lo que
seguramente asegura que la pérfida Barbara Stanwyck de Perdición, la espectral  y gélida Gene
Tierney de Laura, la felina Ava Gardner de Forajidos o la maquiavélica Rita Hayworth de La
dama de Shanghai, por citar algunas, aseguren el favor inmortal del público. No se confundan.
Pese a que en apariencia el cine negro pueda parecer similar al western, en cuanto a dominio del
macho y parametrizado en términos de dureza y violencia, lo que le distingue especialmente frente a
otros como el cine de terror, es la frecuente desregulación que la mujer impone al sistema
organizativo, disputando e incluso dominando las áreas de poder que se dan en liza. Acaba
trascendiendo más allá del corsé al que la instancia creadora trata de fijarla: un cierto estereotipo de
joven díscola y sexual, que bebe directamente del que ya se había fijado en el cine de gángsters de
los años treinta. Aunque entonces ocupaban un papel subsidiario dentro de la organización
dramática, lugar que en el film noir es ocupado por la mujer nodriza y angelical, dado que aquí las

zorras desobedientes son absolutas protagonistas, sea mucha o poca su presencia física. 
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Señal de ello es que siempre vienen arropadas de glamour, y la iluminación, en una zona de
constantes sombras, está a su disposición, para remarcar la posición privilegiada que gozan en el
artefacto fílmico. Dejan de ser un objeto decorativo para ser un sujeto activo y plenamente
autónomo, que además acaba siendo el responsable y motor directo de los acontecimientos que se
suceden, como por ejemplo, la aparente amante fervorosa Yvonne de Carlo de El abrazo de la
muerte, o la  ¿inocente? Jean Simmons de Cara de ángel. Esta última sirve muy bien para que
Antonio Weinrichter[1] encuentre una afortunada definición para la femme noire: "es como la
mansión de Jean Simmons en Cara de ángel: una bonita fachada con un precipicio detrás".

Adentrémonos en ese frontispicio. Siguiendo con los géneros, vendría a ser como la respuesta a la
preponderancia femenina de los melodramas. Dado que la serie negra es confeccionada por la
perspectiva masculina, el sexo, como centro gravitacional, se impone frente al sentimentalismo de
las women's pictures. Por ello, nuestras heroínas suelen exudar una sensualidad arrolladora como
escaparate frontal. Pero no podemos reducirlas a una de sus principales armas. Es importante
precisarlo. No hablamos de un superficial ornamento para dibujarlas, ya que el magnetismo erótico
lo utilizan a conciencia. Y además siempre tiene una motivación ajena a las necesidades de su
oponente (el iluso enamorado).  El engaño estriba en hacerles creer
lo contrario, que ellas están ahí para satisfacerles. Piensen en la Lana Turner de Elcartero siempre
llama dos veces. Lo cual, una vez que la farsa es destapada, el partenaire queda profundamente
desestabilizado, ya que trastoca la egolatría solipsista del macho. Así pues, reducirlas a cómo hacen
uso de su belleza no completa la riqueza del molde. Porque lo que las caracteriza por encima de
todo es una constante ambigüedad, suficientemente encriptada, para que el misterio que alimenta las
tramas no solo sea el del crimen por resolver, sino el de la misma mujer. Las cosas nunca son lo que
parecen, doctrina que regula la neblina en la que nos embargamos, y permite que el diseño escape
de su simplicidad. Siempre hay un cálculo complejo y enrevesado, que circula subterráneamente,
donde él, simple en sus deseos y aspiraciones, cae nada más encontrarse con ella. Se instaura
entonces la moralidad, porque eso le supondrá entrar en un carrusel de infortunio, del que no
acabará por encontrar una salida airosa, como así sucede con la insaciable Peggy Cummings de El
demonio de las armas. 
El hombre pocas veces es un fin, (solo cuando el melodrama se cruza con el cine negro, la vampira
se centra en el amor al precio que sea, caso del enfermizo y obsesivo de Gene Tierney en Que el
cielo la juzgue), sino que es el medio para alcanzar otras metas: desde una privilegiada posición
social, hasta una independencia que le libere del rol pasivo al que la sociedad la ha destinado.
Cumplen siempre una avidez de ambición y unas ansias devoradoras por el dinero, atribuciones
principalmente destinadas para el hombre, amén de una tendencia innata para el crimen, con tal de
satisfacer su acentuada codicia. ¿Se le masculiniza para ponerla de digno oponente y ganar así
cierto espacio fílmico? Puede pensarse, pero sus artimañas y su inteligencia le otorgan un poder
demiúrgico que cincela la atmósfera oscura y laberíntica en la que se ubica al hombre, seña de
identidad del cine negro. Eso ya queda claro desde la primeriza Mary Astor de El halcón maltés, la
cual todavía no gasta mucho en cuanto a carnalidad se refiere. Así que defiendo su superioridad,
porque juega la carta de aparente sumisión para después demostrar que en realidad siempre ha
estado por encima controlando las cartas del juego. No se masculiniza sino que cuestiona aquello
que está destinado para la mujer: ser devota esposa y madre, aunque por delante lleve un insaciable
impulso destructivo. De ahí su carácter revolucionario. ¿Que son las malas? ¿En relación a qué? No
hay que perder la perspectiva de que el cine negro es prolijo para diluir y poner en tela de juicio las
barreras estables que estratifican el orden social, donde todo se presenta putrefacto en términos
morales. Por lo que no sirve plantearlo en términos duales absolutos, porque se contradice la lógica
del sistema articulador.

Así pues, a medida que el patrón es esculpido, la maldad pura va encontrando pequeños pliegues
que reducen la carga machista. Cuando además el star system se apropia de los roles, o las actrices
que lo interpretan van ganando crédito en la industria, a la par que el dibujo va madurando en los
años cincuenta, la femme noire va encontrando motivaciones que permiten redimirla de sus instintos
criminales. O en todo caso, se le permiten ciertas válvulas de escape para mostrar capas que
permitan oxigenarla en el peligroso cliché en el que puede fosilizarse a fuerza de repetirse. Joane
Crawford nunca permitió que sus chicas malas fuesen unas absolutas perras, como la que le
permitió ganar un Oscar en Alma en suplicio. O en Los sobornados, Gloria Grahame, la sofisticada
y trepa prototípica, no es el eje del mal de la función, sino que este lugar queda reservado para la
honorable viuda de un policía, subvirtiendo así las convenciones del establishment. Asimismo, en
los años cincuenta cuesta encontrar absolutas villanas desde la perspectiva de la femme fatale, salvo
excepciones ilustres como Gaby Rodgers, muy a lo garçonne  y desprovista de sexualidad, de El
beso mortal (Aldrich por ello, siempre que la filma, lo hace desde una acentuada estética barroca), o
aquí sí, la Gloria Grahame de Deseos humanos. 

En definitiva, con este tipo genérico, se conseguía alcanzar la perfección para personificar y recrear
a las arpías que tanto obsesionaron en el Romanticismo, en su mezcla letal de deseo y muerte,
donde daban forma a su obsesión por ancestrales figuras del mal, inscritas en la mitología clásica y
en la cultura judeocristiana:  Circe, Medea, Lilith, Pandora, Salomé,
etcétera, iconos que también aparecen explícitamente recreados en La dama de Shanghai o en El
beso mortal. Por supuesto que quizás ya estaba todo contenido en el fabuloso personaje de Marlene
Dietrich de El ángel azul. También el cine mudo tanteó el dibujo de la depredadora con la vamp.
Pero Hollywood, aprovechando el caldo de cultivo de los años treinta con las materialistas del cine
criminal, o las independientes de las screwball comedies, donde se enzarzaban en la lucha de sexos,
encontró con la marabunta de pesadillas urbanas la forma idónea de canalizar y cristalizar el mal en
la esfera femenina, a los niveles de complejidad y protagonismo, que alcanzó con el glorioso film
noir de los años cuarenta y cincuenta.

Ninón Sevilla en la película de Sensualidad, en su papel como Aurora, sale del cliché de la mujer
bondadosa y buena que nos querían vender la mujer sumisa y fiel, entonces es sí como se une la
sensualidas, al fin y al cabo la sociedad machista siempre ha querido tener a la mujer como ejemplo
de ama de casa, de familia. Ninón Sevilla, en una época patriarcal (1945-1951), una mujer que
nació para bailar y ganar dinero. (Sensualidad 1951). Al son cadencioso, ella se muestra ante su
público, feliz.

En la inherente fascinación por el mal que alumbran tantas pulsiones creadoas de ficciones cuando
se encarna en la mujer, de las diferentes tipologías existentes en el universo cinematográfico la
femme fatale es el arquetipo más subyugante de todos. Aunque el mundo esté teñido de una
misoginia, o sea fruto de una debilidad, el miedo del hombre acaba resultando un perfil netamente
magnético, reivincado incluso por la perspectiva psicoanalista de cariz feminista de los años
cincueta. A pesar de sus connotaciones negativas. Porque ella siempre denota la conquista de un
espacio que no le pertenece, el del hombre. Por mucho que en los largometrajes siempre se aplique
una política de compensación y acaben gobernando las empresas destinadas a reestablecer el orden,
lo que explica en buena parte el interminable catálogo de finales desdichados, trágicos e infelices y
trágicos del ciclo negro; poco importa quién haya sido el ganador de los dos discursos opuestos que
se encacillan en trágicos del ciclo negro.

Cuando el juez, analiza a su empleado, quien por más de 30 años ha sido fiel y justo, llega en estado
de embriaguez, harto de su vida diaria, de lo rutina y monótona vida en los últimos 30 años>; ha
salido a desahogarse entre el alcohol y las mujeres, los vicios mundanos. Los últimos cinco días de
su vida ha vivido por fin, saliendo de su monótona y rutilante vida.

Esas palabras retumban en la mente del juez Luque, que siempre ha mantenido un comportamiento
recto y justo ante una sociedad conservadora y duda por un segundo si seguir con su vida recta o ir a
los brazos de Aurora la bailarina, la sensual.

En la inherente fascinación por el mal que alumbran tantas pulsiones creadas de ficciones, cuando
se encarna en la mujer, de las diferentes tipologías existentes en el universo cinematográfico la
femme fatale es el arquetipo más subyigante de todos. Aunque nazca teñido de una misoginia , o
sea el fruto de una debilidad, el miedo del hombre a la reivindicación femenina, acaba resultando un
perfil netamente magnético, reivindicado incluso por la perspectiva psicoanalista de cariz feminista
de os años setenta, a pesar de sus connotaciones negativas. Porque ella siempre denota la conquista
de un espacio que no le pertenece, el del hombre. Por mucho que en los largomentrajes siempre se
aplique una política de compensación y acaben gobernando las empresas destinadas a restablecer el
orden, lo que explica en buena parte el interminable catálogo de finales trágicos e infelices del ciclo
negro.

Puede ser un universo diegético de la fición haya sucumbido la fémina manipuladora; pero la
victoria que impone es la que se impone al espectador. Allí siempre ella, porque una vez que nos
hemos inoculado y participación de la fascinación de los creadores vuelcan en sus criaturas voraces,
poco sirve que quiera transmitir el mensaje o transmitir mensajes de la fascinación de los de las
criaturas voraces.

Para el espectador ellas se llevan la gloria, aunque no hayan llegado a la meta. Son las vencedoras
morales. E lo que quizás asegura la pervivencia del modelo, al margen de los condicionantes
históricos y sociológicos que provocaron que emergiera en una época determinadfa, los años
cuarenta y cincuenta. Lo que seguramente asegura la pérfidaBárbara Stanwyck de perdición, la
espectral y gélida Gene Tierney de Laura, la felina Ava Gardner de Forájidos o la maquiavélica Rita
Hayworth de la Dma de Shangai, por citar algunas, aseguren el favor inmortal del público. Pese a
que en apariencia el cine negro pueda parecer similar al western, en cuanto a dominio del hombre y
parametrizado en términos de dureza y violencia, lo que le distingue especialmente frente a otros
como en el cine de terror; es la frecuente desregulación que la mujer impone al sistema
organizativo, disputando e incluso dominando las áreas de poder que se dan en liza. Acaba
trascendiendo más allá del corsé al que la instancia creadora trata de fijarla: un cierto estereotipo de
joven manipuladora y sensual que bebe directamente del que ya se había fijado en el cine de
gángsters de los años treinta. Aunque entonces ocupaban un

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