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Emily Brooks

Toda suya

Volumen 3
Argumento

La relación entre Alice y Adrien adquiere un cariz más sensual,


pero el atractivo escritor es inaccesible y la dulce Alice se siente
atrapada por sus sentimientos. Un nuevo hombre le ayudará a
resurgir de sus cenizas: el fotógrafo Dani Olivier, que viene a
presentar su trabajo en la librería. Seductor y seguro de sí mismo,
hará todo lo posible porque ella salga de esa historia con la
cabeza bien alta.
1. Una libertad sin corsé

Breve cuestionario para esta noche. Me encontrarás:

A. En la terraza del bar Soleil en Belleville.

B. En la plaza Furstenberg, porque es la plaza más bella de París.

C. En la habitación número 15 del Amour.

A.R.

Le respondí sin vacilar: En la habitación número 15 del Hotel


Amour y el mundo se redujo desde ese momento y hasta el cierre de la
librería al deseo loco que tenía por volver a ver a Adrien. El ajetreo de la
tienda me parecía un universo paralelo: no veía, no escuchaba apenas a
los clientes ; los libros eran como objetos casi virtuales que habían
perdido su función.
Ejecutaba todas las rutinas obligatorias (cobrar, embalar…) como si mi
cuerpo ya estuviese con él en el Hotel Amour, en aquella habitación
15 que Adrien me indicaba en su mensaje ; no en la tienda, con ese cliente
que me pedía un texto de Georges Bataille o ese grupo de chicas que
buscaban un regalo para una despedida de soltera. Me preguntaba si mi
ausencia sería visible, perceptible ; si esos hombres, esas mujeres que no
conocía podrían adivinar hasta qué punto yo era presa del deseo, con qué
intensidad todos mis sentidos me arrastraban hacia Adrien. Pasara lo que
pasara, a las ocho cerraría la librería, atravesaría París para llegar al Hotel
Amour y me reencontraría con Adrien Rousseau.
Eso era todo en lo que podía pensar. Nada más me importaba. Miraba la
hora cada diez segundos y procuraba que las conversaciones con los
clientes más habladores no se eternizaran. Estaba acabando de cuadrar la
caja del día cuando recibí un e-mail de Fabien:

fabienmalcon@hotmail.com > alicedharfeuil@gmail.com

Querida Alice:

¿Todo bien?
La cobertura aquí donde estoy, cerca de Pearly Beach, es pésima.
Salimos ahora a dar un paseo pero te quería avisar antes de que el
fotógrafo Dani Olivier llegará mañana a primera hora para preparar una
exposición. Se trata de un reportaje que te gustará, estoy seguro, sobre los
asiduos de Central Park, en Nueva York. Dani irá directamente del
aeropuerto y él te lo explicará todo. Mucho ánimo, cariño. Te envío un
montón de besos.
Fabien

Dani Olivier. Nueva York. Central Park. Todo me sonaba tan


confuso y distante… Eso era al día siguiente, es decir, después del Hotel
Amour, después de aquella tarde. Por lo tanto, me resultaba imposible
imaginarlo, ya que mi mente tenía como único horizonte la noche que me
esperaba. Solo retuve que tenía que llegar temprano por la mañana e
informarme un mínimo de aquel fotógrafo del que jamás había oído
hablar.

Había llegado el momento de irse. Me maquillé un poco, pero no


demasiado. No podía competir con Camille ni con la mujer pelirroja que
había acompañado a Adrien. Tampoco quería entrar en la categoría de
mujeres inaccesibles que dominan sus armas de seducción. Me puse brillo
de labios, destaqué mis mejillas con un poco de colorete y luego extendí
sobre mis párpados un toque de sombra ligeramente nacarada. Yo quería
que él se diera cuenta de mis esfuerzos, de mi voluntad de seducirlo, a
pesar de que estaba lejos, muy lejos, de tener la experiencia de las mujeres
que él había conocido. Al menos, eso era lo que yo pensaba. Adrien me
diría, horas más tarde, que para que una mujer posea el don natural de la
seducción no puede ser consciente de ello. Hay códigos que solo ciertas
mujeres poseen en secreto, sin saberlo, y despiertan la envidia de las
mujeres más experimentadas. Eso era lo que Adrien creía y que yo aún
desconocía.

Por fin eran las ocho. Cerré la librería y me tomé un momento para
reflexionar de cara al espejo, que me devolvió la imagen de una mujer
enamorada y consumida por el deseo. Quería complacerle, pero estaba
segura de no tener los conocimientos para ello. Sobre todo, no tenía ni
idea de los gustos de Adrien, sin duda mucho más sofisticados que mi
vestidito negro un poco ceñido y mis sandalias de estilo indio. Era una
ropa que me había puesto varias veces y con la que me solían piropear, lo
cual me tranquilizaba. Me habían dicho que me marcaba bien la forma del
culo. Era el conjunto que había llevado en los eventos más emotivos de mi
vida en los últimos meses.

Quería prolongar un poco más el tiempo que me separaba de él, así


que opté por ir en bicicleta. La temperatura era cálida y aún era de día en
París. Quería reunir el mayor número posible de elementos que poder
convertir después en hermosos recuerdos. Iba escuchando música con mis
auriculares, seleccionando canciones que daban ritmo a mis pedaladas. A
partir de entonces, me dije a mí misma, esa música siempre me recordaría
a esa noche. Queen, Radiohead y Adele me acompañaron en el camino a
la calle Navarin, donde Adrien me esperaba en el Hotel Amour. Tuve que
cruzar todo el barrio de la Ópera, que me encantaba, sobre todo por el
Museo de la vida romántica. Llegué al hotel. Entré torpemente,
impaciente y asustada. ¿Íbamos a charlar antes? ¿A tomar una copa? ¿A
hacer el amor nada más llegar? ¿Me volvería a tratar de usted,
hablaríamos de mi retrato? Todos los posibles escenarios se
entremezclaban en mi cabeza.

No estaba nada acostumbrada a los grandes hoteles parisinos. Solo


había pasado algunas tardes en uno, años antes, con un profesor casado.
Aún así, estaba tranquila.

—Buenos días, la habitación 15, por favor.

—¿A qué nombre? —me respondió la recepcionista.

¿Habría dado Adrien Rousseau su nombre? No sabía qué


responder. En ese momento llegó el que parecía el jefe de la recepcionista.

—¿Busca a Adrien, a Adrien Rousseau? Normalmente, prefiere que


le esperen en el bar de la terraza.

Así que era un cliente frecuente. Ese descubrimiento me sumió en


un terrible malestar hasta que llegó Adrien, sin aliento, con un libro en la
mano.

—Henri, haz que nos suban dos Bellini a mi habitación, por favor.

Me cogió por la cintura y me indicó que le siguiera. Me


reencontraba con su voz, con la suavidad de sus gestos, con la sensualidad
de su boca. Mi excitación era más que evidente. Me sentía ridícula.

—Sígame, Alice. Tenemos mucho que contarnos.

El enigma continuaba. Volvía a tratarme de usted. ¿Habíamos


quedado para hablar del artículo y del lanzamiento de su libro? En ese
caso, mi vestido estaba totalmente fuera de lugar, lo mismo que mi
maquillaje.
¿Y por qué parecía Adrien tan habituado a este hotel? ¿La habitación le
hacía las veces de oficina? Preguntarle todas esas cuestiones hubiera sido
una total falta de educación por mi parte, así que decidí no exteriorizar
mis inquietudes y poner en pausa el interrogatorio natural que me
impulsaba en la vida, especialmente en la redacción de mis retratos.
Porque, al fin y al cabo, escribir un retrato contiene, en esencia, una dosis
de interrogatorio y de cuestionario. Se interroga, se plantean cuestiones.
La pregunta es a menudo más importante que la respuesta, estaba
convencida. Y mis preguntas podían arruinar ese encuentro, que tanto
anhelaba. Ya me haré las preguntas luego, me dije. Quería saborear el
momento sin un ápice de tristeza. Llegamos a la habitación 15.

—Alice, tengo un regalo para usted. Ábralo antes de entrar.

Era una caja bastante grande, envuelta en un papel rojo muy bonito.
Yo estaba fascinada con el regalo y lo estudié al detalle intentando
averiguar algo, pero no ofrecía ninguna información. Empecé a abrir la
caja. Contenía un par de zapatos de salón con corazones en los tacones.
Me sorprendí al ver que eran de mi talla. Me quedaban perfectos.

—Pero… ¿Cómo lo ha adivinado?

—Siempre me fijo en los pies de las mujeres. Dicen mucho sobre el


resto de su cuerpo… y sobre tantas otras cosas.

Las mujeres, siempre… De nuevo entraba en un discurso general,


ese siempre me indicaba, una vez más, que yo tan solo era una mujer más
entre tantas, cuyos pies observaba y a las que invitaba a esa habitación. Y,
sin embargo, desde que le había conocido, en mi mente solo él tenía
cabida. Se había convertido en el único, en lo único. No sabía qué decir.

—Gracias, Adrien.

—Póngaselos.

Seguí su orden, igual que después acataría todo lo que estaba por
venir. Adrien todavía no me había besado ni había demostrado que tuviera
ganas de volver a verme.

—Espere un momento antes de desvestirse.

Dirigía la escena con una precisión absoluta. Henri, el barman,


llamó a la puerta. Adrien le abrió y Henri le susurró algo al oído. Bajé la
mirada. Las risas ahogadas entre ellos revelaban una gran complicidad,
mucho mayor que la nuestra. Adrien ni siquiera me había dedicado aún
una sonrisa.

—Ahora sí, desnúdese, Alice. Quíteselo todo menos los zapatos


—me dijo, mientras me ofrecía un Bellini, tan rojo como el tacón de los
zapatos que me había regalado.

Así lo hice. Estaba desnuda. Él estaba completamente vestido,


tumbado sobre la cama, con la copa en la mano, contemplándome con una
autoridad solemne.
—Gírese hacia mí y abra las piernas. No. Más, quiero ver su sexo,
todo su sexo. Quiero sentir desde aquí su coñito. Déjeme verlo todo. Soy
escritor, todos los detalles cuentan. Son lo único interesante, los detalles ;
estará de acuerdo conmigo, Alice, ¿no es así? Si no, un retrato se
parecería a otro retrato y un coño se parecería a otro coño. Es exactamente
lo mismo. Pues demuéstreme que lo entiende. Con los dedos, separe bien
los labios de su sexo y déjeme ver todo lo que hace que su coño sea
diferente. Y, sobre todo, sobre todo, Alice, no se quite los zapatos.

Yo no me esperaba tal frialdad, pero obedecí las órdenes de Adrien.


Su rostro había cambiado. Tenía la impresión de estar conociéndole por
primera vez. Pero no: a través de sus expresiones, me reencontraba con el
hombre que había acorralado a su correctora en el desván de la librería
Los Sentidos, durante la presentación de su novela Belleville en abril.

—Muy bien, Alice. Ahora, mastúrbese. No, no cierre las piernas.


Déjelas bien abiertas. Suéltese el pelo, quiero ver cómo su largo pelo le
roza esos pechos tan bonitos. Sí, así. Ahora, continúe, tóquese. Sí, como si
yo no estuviese aquí y usted estuviese sola, presa de una fantasía
irrefrenable.

Adrien no podía adivinar que de hecho él era mi fantasía, el único


hombre al que había deseado de ese modo, con ese fervor y esa obsesión.

—Alice, no se corra, no todavía, no sin mí. ¿Está mojada? ¿Su sexo


está preparado para lo que viene a continuación? No me decepcione, por
favor. Entramos en el juego de los detalles y, le repito, eso es lo único que
cuenta para mí. La clave del estilo se basa en los pequeños detalles, sin los
que este momento que estamos viviendo no tendría ningún interés.

Me dolía cada una de sus palabras, el miedo a decepcionarle


consumía toda mi energía. Ya no podía ni sentir mi propio deseo, porque
mi única motivación, que nublaba mi mente, era el ansia por satisfacerle.
Me había convertido en un objeto. Su objeto.

—¿Le parece que estoy empalmado, Alice? ¿Cuál es su opinión


sobre el tema?

Me encontraba desnuda, con las piernas abiertas, despojada de toda


capacidad de discernir. ¿Era una pregunta? ¿Esperaba una respuesta de
mí?

—Me empalmaré del todo cuando su coño esté mojado, realmente


mojado. Quiero que sea sincera. Libérese de todas las ataduras, de todos
los límites que le impiden ser la mujer que ya debería ser en la vida. Le ha
cambiado la cara. Ya no es la misma. Su timidez e inocencia ya no tienen
cabida aquí. Quiero ver a la verdadera Alice.
Así que tenía que darme placer. Nunca lo había hecho delante de
un hombre. Me resultaba un tanto violento, ya que aquella postura no me
parecía ni cómoda ni natural. Pero continué, dejando a un lado mi propio
deseo para no escuchar más que el suyo. Estaba a punto de llegar al
orgasmo. Él se dio cuenta y me dio nuevas instrucciones.

—Ahora, Alice, venga a la cama, a mi lado. Túmbese boca abajo,


con las nalgas frente a mí. Quiero contemplarla entera, quiero verlo y
saberlo todo de ese culito. Estírese y separe las muslos, muéstreme las
nalgas, sí, así, deme lo mejor de ese culito tan redondo.

Boca abajo, no veía ninguna de las reacciones de Adrien, pero


adiviné que estaba masturbándose.

—Ahora quiero que arquee la espalda y levante el culo. Flexione


ligeramente las rodillas, lo suficiente para que le pueda acercar mi sexo,
para que sienta el deseo de explorarla.

Con los brazos estirados hacia delante y el culo en pompa, me


encontraba en una postura inequívoca.

—¿Está mojada, Alice? No me decepcione… ¿Está preparada para


recibirme? ¿Está segura?

No me dio tiempo de responder. Su sexo, duro y grueso, ya estaba


en mí, con una brutalidad que contrastaba con nuestro primer encuentro
amoroso en la librería. Habría podido correrme en cualquier momento,
pero no sabía qué esperaba Adrien de mí. El dueño del deseo era él y solo
él. No era cuestión de dejarme llevar, por nada del mundo, sino de anular
mi voluntad para que se fundiera con la suya. Era evidente. Por fin había
entendido la finalidad de aquel encuentro.

Me penetraba con fuerza, pero fríamente. Su sexo era el único


punto de contacto entre nuestros cuerpos, ya que ninguna caricia
acompañaba sus movimientos, cada vez más y más potentes. Después,
sus
dedos me recorrieron la cintura hasta llegar a la raya entre mis nalgas. Las
acarició con un dedo y luego dos, con los que penetró mi ano mientras su
sexo continuaba entrando y saliendo del mío. Intenté que los quitara, pero
él impedía de inmediato todos mis movimientos.

—Alice, ya se lo he dicho, no me defraude. Sin tabúes, sin límites.


Si se aferra a las ideas transmitidas, concebidas por los demás, se
convertirá en una mujer insulsa y aburrida. A su cuerpo le gusta esto, le
encanta que mis dedos se hundan en su hermoso culo. Ya es hora de que
su mente vaya al unísono con su deseo. Escriba cómo le hago amor. En
este preciso momento, le estoy dando una lección de estilo. Libérese del
estilo enjaulado, alienado por las normas que otros han forjado para usted.
Invéntese sus propias reglas. El deseo, como el estilo, necesita una
libertad sin corsé.

Fue mientras pronunciaba esa última frase cuando su sexo se tensó


aún más para correrse en mi culo.

—Sodomía, masturbación, coño... En el sexo, como en la literatura,


no hay palabras prohibidas. Ya puede quitarse los zapatos, Alice.

2. La importancia de los detalles

Acababa de ver la otra cara de Adrien.

—Póngase esto y acérquese —me ordenó, a la vez que me ofrecía


una copa y su camisa.

Me la puse. Volvía a sentir su aroma en mi piel.

—Bebamos por este bello momento en el Hotel Amour y por su


retrato, que mañana se publicará en Le Monde des Livres. Aquí tiene el
cheque del redactor jefe que Camille me dio para usted. Estoy seguro de
que le hará mucha ilusión, Alice.

No. Nada de aquello me hacía ilusión en absoluto, porque en cada


palabra de Adrien veía carencias: carencia de amor, carencia de dulzura...
Y, sobre todo, veía la presencia inquietante de Camille, como una
amenaza que se cernía sobre nosotros. Debería haberme sentido en la
gloria, celebrar mi primera publicación con mis amigos, con Fabien y los
demás, rodeada de brindis y carcajadas. Sin embargo, me embargaba una
especie de triste placer. Me hubiera encantado que Adrien me tomara
entre sus brazos y me felicitara, sin Camille y sin esa frialdad. Hacer el
amor nos había separado, nos había distanciado como jamás me hubiera
imaginado que fuera posible.

—¿Tiene hambre, Alice? Me apetece un club sándwich. En Le


Dauphin, aquí al lado, los hacen deliciosos. Luego pediré un taxi para que
la lleve a casa.

Ya estaba todo dicho. Era evidente, tenía la costumbre de cenar en


el mismo restaurante después de haberse acostado con todas las que
acudían a esa habitación número 15. Adrien dictaba las pautas y los
límites de nuestro encuentro. Iríamos a cenar y después tendría que volver
a casa, a pesar de que yo hubiera querido seguir disfrutando de su cuerpo
toda la noche y dormirme sobre sus hombros.

Sonó mi teléfono. Le comenté a Adrien que seguro que era una


llamada relacionada con la librería.

—Sí, soy yo. ¿Dani Olivier? Hola, Dani. Sí, no se preocupe, Fabien
ya me ha avisado de su llegada. Le espero mañana a las ocho de la
mañana, en el Café des Penseurs, perfecto. Gracias, estupendo. Estaré
encantada.

Me había olvidado por completo de la exposición de Dani Olivier


al día siguiente. Me parecía que estaba a años luz de lo que ocupaba mi
mente en ese momento, pero al menos me mantendría ocupada y eso me
ayudaría a estar un poco menos triste cuando recordara esa noche.

—¿Con quién hablaba, Alice? ¿Dani, Dani Olivier, el fotógrafo?


¿Va a ir a la librería mañana?

Me pareció percibir, por primera vez, cierta fragilidad en su voz,


una especie de grieta en su férrea seguridad. Eso me hizo recobrar algo de
fuerzas y de voluntad. Me di cuenta de que con Adrien todo se reducía a
un juego de poder y que mi única salida era jugar con las mismas cartas
que él. Traté de identificar la naturaleza de esas primeras grietas.

—Tengo una cita con él mañana por la mañana, para preparar su


exposición. Dani es un gran amigo de Fabien. Ha publicado un libro sobre
los rostros habituales de Central Park —añadí—. Es un evento para la
librería, Fabien me ha dicho que su libro de fotografía es sublime. Mañana
lo descubriré.

De repente, me sentía mucho menos vulnerable que antes.

—¿Parece que le conoce? —le pregunté.

—Sí, le conozco bien, bueno, le conocía bien. Dani Olivier es uno


de los mejores fotógrafos de su generación. Era reportero antes de
lanzarse a sus... quiero decir, a su obra. Camille publicó sus primeras
colecciones de fotos.

Sentí que no me lo estaba contando todo, que su historia contenía


lagunas.

—Olvidémonos de Dani Olivier, vamos a cenar, me muero de


hambre. Complázcame, póngase los tacones y quítese las bragas. Quiero
sentir su culo desnudo cerca de mí —me dijo con una sonrisa.

Hice lo que me pidió. Estaba incómoda por no llevar ropa interior,


con esos zapatos que habían acompañado aquella dura sumisión a él, a su
cuerpo, a su deseo. Mientras salíamos, Adrien saludó a los propietarios y
al personal con la misma familiaridad de antes. Estaba como en su casa en
el Hotel Amour. El recepcionista no se sorprendió al vernos devolver la
llave tan rápido, daba la impresión de que era algo habitual con Adrien.
La evidencia me dolía. Esta vez sonó su teléfono y le oí susurrar el
nombre de Dani Olivier, sin duda era Camille quien estaba al otro lado de
la línea. ¿Era mi deseo, tan fuerte y apremiante, la causa de que todas las
actitudes y palabras de Adrien me resultaran tan dolorosas?

Llegamos a Le Dauphin, un restaurante que reunía todos los


requisitos de un local de moda y que seguro que Adrien había descubierto
a través de un artículo seleccionado por Camille. Un lugar in al que había
que ir, que había que descubrir, en el que dejarse ver... Ese era un mundo
desconocido para mí, ya que siempre quedaba con mis amigos en unos
pocos puntos de reunión llenos de historia para nosotros, sin preocuparnos
por los códigos de la moda. Aún así, me encantó la belleza del local. Me
dio por pensar que todo en el mundo de Adrien debía cumplir esos
requisitos y esa necesidad de perfección.

—Alice, no lleva bragas, ¿me lo promete? Voy a comprobarlo.


Esos zapatos de tacón le quedan muy bien. Vamos a pedir...

Parecía que tuviera prisa. Yo, sin embargo, quería que ese
momento, por más humillante y triste que fuera, durara lo máximo
posible. Y me odiaba a mí misma por mendigarle afecto a una presencia
vacía.
El camarero se acercó y reconoció a Adrien. Casi me había olvidado de
lo famoso que era como escritor, desde que solo pensaba en él como en un
hombre.

—Alice, ¿qué quiere tomar? Le recomiendo el club sándwich, uno


de los mejores de París.

Pedí una ensalada. ¿Para qué más? Tenía un nudo inmenso en el


estómago. En cambio, él estaba muerto de hambre. Devoró el sándwich en
unos pocos bocados, casi sin pronunciar palabra. Yo no quería dar una
imagen aún más frágil por no tener apetito, así que me esforcé por comer
alguna hoja de lechuga mientras veía que mi cuerpo se distanciaba
gradualmente del suyo. Adrien pidió vino, me sirvió una copa, luego otra.
Yo conocía de sobra qué efectos tenía el alcohol en mí cuando estaba
triste o cansada, a menudo lamentables: podía lanzarme a los brazos de un
hombre que acaba de conocer y acostarme con él o echarme a llorar. En
cualquier caso, no era prudente aventurarme por esos caminos esa noche,
con él.
Adrien apenas hablaba. Le observé mientras engullía el último bocado de
su sándwich. Parecía que, para él, solo contaba la necesidad de sentirse
satisfecho. Cuando su plato estuvo completamente vacío, dejó la servilleta
sobre la mesa y la tiró adrede al suelo. Me miró fijamente, con una
atención renovada que me paralizó. Acercó su boca a mi oído, en lo que
fue su primer gesto tierno conmigo aquella noche, para susurrarme:

—Alice, voy a recoger la servilleta del suelo. Y usted, usted va a


abrir bien las piernas, como antes, para demostrarme que no lleva bragas.

Mi tristeza se mezclaba con excitación. Adrien se agachó para


acercarse a mi sexo, desnudo como él me lo había pedido. Recogió su
servilleta y después tomó un camino inesperado: disimuladamente,
adentró un dedo en mi vagina y su lengua se posó por unos segundos
sobre mi clítoris. Nada podían sospechar los clientes sentados a sus
mesas, a nuestro alrededor. Me sentía indefensa, humillada, pero a la vez
llena de un deseo insaciable cuya naturaleza desconocía. Adrien me
privaba de todo entendimiento, le deseaba de un modo que me hacía
perder la lucidez.
Volvió a dejar la servilleta al lado de su plato para indicar que la cena
había terminado y pidió la cuenta. No buscó ningún pretexto, no se
inventó ninguna cita imaginaria para despedirse de mí. Mi voluntad y mi
deseo no contaban para nada, solo él podía decidir el transcurso de esa
noche. Adrien se llevó los dedos a la nariz para oler mi sexo. Me pareció
más hermoso y deseable que nunca.

—Alice, recuerde bien los olores, el tacto de una piel y la


embriaguez de una sonrisa en sus retratos y llegará lejos. Nunca olvide
esos pequeños detalles. Aquí viene un taxi. Estaré orgulloso de leer su
retrato mañana, en Le Monde des Livres. Muy orgulloso. Ya hablaremos.
Pero, sobre todo, no se fíe de Dani Olivier, o corre el riesgo de que sus
imágenes la desvíen de su trayectoria. Que duerma bien, Alice, —me dijo,
mientras me cerraba la puerta del taxi.

El taxista me preguntó si me molestaba la música. Escuchaba Les


Nuits sans Kim Wilde de Laurent Voulzy. Rompí a llorar. Me tragaba las
lágrimas con el único deseo de contárselo todo a Fabien. Y también de
encontrar las fuerzas para no volver a ver jamás a Adrien Rousseau.
Estaba segura de que su prisa era por reencontrarse con Camille.
3. Soledades de Central Park

alicedharfeuil@gmail.com > fabienmalcon@hotmail.com

Querido Fabien:

¿Por qué estás tan lejos? Odio esta distancia y odio a Sudáfrica, ese
país que te aleja de mí. Acabo de vivir la noche más humillante de mi
vida. Tú me habías avisado, me habías prevenido acerca de Adrien
Rousseau. Pero ya sabes cómo es: las palabras y las advertencias no
tienen nada que hacer contra el deseo, contra ese poderoso deseo que
nubla el sentido común y elimina toda prudencia. Esta noche me he
convertido en un objeto, aunque para mí haya sido una historia de amor.
Quiero decir (y tú me conoces bien, sabes que rara vez digo esto) que me
he enamorado de Adrien en las horas que hemos pasado juntos en tu
librería. No es un flechazo, no... Se trata de algo mucho más profundo. Es
una obsesión. Mi alma está presa en un cuerpo que no puede pensar en
nada más que en él.
Fabien, ¿qué voy a hacer ahora?
Ya no existe nadie más para mí.
Y estoy tan perdida…

Besos,

Tu Alice.

Le envié este e-mail lleno de angustia a Fabien ignorando la hora


que podía ser allí. Lo que sí sabía era que el hecho de haber escrito esas
palabras aligeraba de algún modo la tristeza que se había instalado en mí.
No podía pensar en otra cosa que no fuera Adrien: “Ahora mismo le
estará contando parte de su noche a Camille”, “seguro que está otra vez
con la pelirroja”, “quizás él esté escribiendo, mientras yo me lamento
frente al ordenador”. Y, sobre todo, “sin duda, Adrien no estará pensando
en las horas que acabamos de pasar, unas más entre tantas otras”. Iba a
acostarme cuando recibí un mensaje:

Mañana será un gran día para usted, Srta. Alice d’Harfeuil: su


artículo en un suplemento de Le Monde des Livres. Que duerma bien. A.
Rousseau

Me quedé dormida tras haber leído una docena de veces su


mensaje. Adrien tenía la delicadeza de informarme de la publicación,
pensaba en mí antes de irse a dormir. Al menos un poco. Creí que eso me
calmaría hasta el día siguiente, pero me desperté al poco empapada en
sudor, pensado que, después de todo, si ese artículo era el único vínculo
entre nosotros, una vez publicado tendría pocas oportunidades de volver a
verle, estaba claro. Esa explosión de emociones me impidió volver a
coger el sueño. Fabien debió sentirlo, desde el otro lado del mundo, y
envió un correo que recibí en plena noche.

fabienmalcon@hotmail.com > alicedharfeuil@gmail.com

Querida Alice:

Sé que estás pasando un tormento. Apenas conoces a Adrien


Rousseau y por eso te obsesiona. No es casualidad, él tiene ese poder
sobre las personas, especialmente sobre las mujeres. Pero eso no es amor,
Alice. Todo menos eso. Lo entenderás cuando el hechizo se haya disuelto.
El amor protege, el amor eleva... no entristece, no te hunde ni te debilita.
El retrato que te van a publicar te abrirá muchas puertas, también aquí se
habla de ello. El mundo editorial es pequeño, pero el eco de tu éxito es
potente. Rodéate de buenas personas: Paul, Marie y (ya lo verás) Dani,
que es un gran hombre. Su presencia te vendrá bien.
Alice, estoy ahí contigo, aunque esté lejos. Te quiero mucho, ¡tanto!

Fabien.

Dani Olivier me esperaba en la librería.


Me había costado despertarme. La elección de mi ropa se había guiado
simplemente por la necesidad de aportarle algo de color a mi cara, pálida
y cansada. Elegí un vestido rojo al que añadí como cinturón un pañuelo de
seda que Fabien me había traído de Perú. Tenía tanto sueño que
necesitaba un conjunto así de alegre para animar mi aspecto. Mi cara
denotaba preocupación, preocupación por no volver a verle, y se notaba.
Incluso mi rostro me recordaba a él, porque me hablaba de su ausencia.
Cogí la bicicleta y llegué a la cafetería de Paul para tomar un café. Me
recibió con aplausos.

— Plas, plas plas, enhorabuena, cariño. ¡Tu artículo es una locura!


Sale en portada y ocupa tres páginas en el interior. ¿Fabi está al corriente?
¿Y tus padres?

Mis padres evitaban, desde hacía mucho tiempo, hablar conmigo


sobre a qué me dedicaba. Les preocupaba mi inestabilidad laboral. Para
ellos, lo que hacía no era en ningún caso un “trabajo real”. Ni siquiera se
me había ocurrido contarles lo del artículo. La pregunta de Paul me hizo
darme cuenta de lo ausente que estaba. Por primera vez en mi vida, una
gran revista publicaba uno de mis retratos y, sin embargo, sentía un peso
inmenso en el corazón. Lo único que me importaba era la perspectiva de
volver a ver a Adrien y oler el perfume de su piel. Qué ridícula me sentía.
Devoraba el desayuno que Paul me había traído —café, huevos revueltos
y tostadas con miel— mientras él mostraba mi artículo a todos sus
clientes. Debería haber sido un momento de júbilo, pero era todo lo
contrario. Mi mente no estaba allí. La llegada del fotógrafo Dani Olivier
interrumpió mis pensamientos.

El hombre que entró en la cafetería parecía sacado de un reportaje


de guerra. Personificaba la imagen típica del fotógrafo: cargaba un
enorme bolso bandolera en la mano y una raída mochila a la espalda de la
que sobresalían objetivos, llevaba barba de tres días y la camisa arrugada.
Tenía la mirada cansada, pero le dedicó una amplia sonrisa a Paul cuando
se dirigió a él.

—Buenos días, estoy buscando a Alice, Alice d’Harfeuil… —le


dijo, en un tono suave.

—Buenos días, Dani, yo soy Paul. Fabien me había avisado de su


llegada. Creo que le sentará bien un café.

Dani Olivier era de una belleza generosa. Tenía el cabello rubio y


ondulado, la piel bronceada y una mirada ligeramente perdida, a la
manera de los miopes. Había ciertos detalles en él que revelaban su
pertenencia al mundo de los artistas modernos, a los que yo siempre
imaginaba en los barrios emergentes, descubriendo antes que nadie los
lugares de moda de las grandes ciudades. Dani se tomó su café con placer
y Paul le sirvió una segunda taza. Pensé que era el momento adecuado
para intervenir.

—Dani, soy Alice. Bienvenido a París. Estamos encantados de


tenerle aquí. Esperamos que venga mucha gente a la librería esta tarde.
Probablemente tendrá ganas de descansar un poco, ¿verdad?

—Encantado, Alice. Fabien me ha hablado de usted. Él me hizo


una reserva en un hotelito cerca de aquí, en la calle Beaumarchais. Iré a
dejar mis cosas y darme una ducha antes de saltar a la arena y enfrentarme
a los leones. ¿Le parece bien, Alice?

Paul me lanzó una mirada para indicarme que debía —estaba entre
mis obligaciones— acompañarle al hotel.

—Paul, le veré esta tarde, vendrá también, ¿verdad? —se despidió


el fotógrafo.

Así que acompañé a Dani. Tenía la impresión de ser un agente


especial escoltando a un exiliado que no pertenece a ningún país. Un
aventurero. Eso me divertía. Comprobé en los ojos de las mujeres con las
que nos cruzamos (y de los chicos de aquel barrio gay) que Dani tenía el
atractivo propio de su profesión, del hombre que ha explorado lo
desconocido y que ha viajado a territorios ignotos. Poseía el aura de un
descubridor. Era un tipo de encanto completamente diferente al de Adrien,
con el que parecía que París le pertenecía.

—Debe tener mucho que hacer, Alice. No hacía falta que viniera
conmigo. Pero bueno, ya que está aquí, espero que su buen ojo me ayude
a elegir las mejores fotos. Usted conoce la librería donde se expondrán
mejor que yo.

Solo escuchaba la mitad de lo que me decía. Esperaba ansiosa un


mensaje de Adrien, una señal, algo. Diciendo… ¿qué? No esperaba nada
preciso, tan solo alguna certeza de que seguía existiendo algo entre
nosotros, que volvería a verle. Era todo tan confuso…

—Habitación 26, a nombre de Olivier —anunció Dani.

Qué situación tan extraña. Unas horas antes, yo era una mujer
esperando a un hombre en un hotel, el Hotel Amour. Un hombre que se
había apoderado de todos mis deseos.

Deben tomarnos por una pareja, me dije a mí misma en un


momento de lucidez. La mayoría de las veces, si un hombre y una mujer
entran juntos en un hotel es porque están juntos, con todas las
posibilidades que la palabra “juntos” puede contener. Pero ese no había
sido el caso con Adrien y tampoco con Dani Olivier. No tenía ni idea de
qué hacer en ese momento, si debía esperar a Dani o no hacía falta. Él se
adelantó.

—Alice, voy a subir a darme una ducha. Me gustaría que, mientras


tanto, realizara una selección de las fotografías que quiere exponer en el
escaparate. Fabien me ha dicho que tiene muy buen ojo.

La frase me hizo sonreír. Subí con él, imaginando que, al igual que
yo misma en el hotel de la noche anterior, habría otras mujeres subiendo
esos escalones, embriagadas de deseo. Estaba ensimismada con esos
pensamientos mientras Dani me observaba.

—Alice, tiene la mente en otro lugar. ¿En qué país? Me lo puede


contar. Quizás lo conozca, creo haber viajado por prácticamente todos.
El humor de Dani me sentaba bien, pero yo seguía presa de mi obsesión.
Comprobé que mi teléfono seguía funcionando y, sobre todo, si me había
llegado algún mensaje de Adrien. Pero no, nada, solo una llamada perdida
de mi amiga Marie.

Una vez en la habitación, Dani sacó su ordenador para mostrarme


todas las fotos que podríamos colgar. Contenían un centenar de personajes
habituales de Central Park. La colección tenía un título que me encantó:
Soledades de Central Park.

Había retratado un año de encuentros con hombres y mujeres de


todas las edades en Central Park, mientras vivía en Nueva York. En
algunas, se veía a corredores y ciclistas, personas que se olvidaban de
todo consumiendo energía. A la vez, en ese mismo espacio, en otras fotos
se alzaba casi paralelo otro mundo: el de las parejas de enamorados, las
madres atentas e hipnotizadas por sus bebés, las ancianas sentadas en
bancos como congeladas para la eternidad y todos los seres que vagan por
la vida en sus facetas más duras. Me daban ganas de conocer la historia de
cada una de esas caras, de escribirles retratos. Dani sabía desvelar una
parte del misterio, pero solo una parte: sus fotos estaban muy lejos de ser
reveladoras. De hecho, parecían compuestas por signos proporcionados
para crear con ellos una historia. Una anciana, una hermosa chica rubia
comiendo alguna delicatesen en una cajita blanca, una pareja de gays
patinando, un hombre muy elegante, sin duda saliendo de su gran
apartamento con vistas al Metropolitan... En cada foto, se escondía una
posible historia que adivinar o inventar por cada mirada.
Entonces me fijé en la foto de un hombre abrazando a una mujer morena
por los hombros. El hombre tenía los brazos de los personajes de Picasso:
voluminosos, generosos, envolventes. Era un hombre con cuerpo de
judoka, fuerte, que resultaba imponente en esa postura tan cariñosa. Esa
mujer le pertenecía. Él la amaba y todo su cuerpo lo expresaba. Ella le
pertenecía por completo, en un abandono que me emocionó. En la
tranquilidad de Central Park, un hombre envuelve a una mujer con su
amor. Y resulta tan evidente... No llevaban alianzas ni eran ya tan
jóvenes. Parecía que se conocían desde hacía mucho tiempo, que habían
debido superar alegrías y turbulencias. Ese abrazo lo decía todo.
No pude seguir viendo fotos después. Esa imagen me había traspasado el
alma, porque ese hombre y esa mujer ejemplificaban todo lo que yo no
había vivido, eso a lo que todos aspiramos: un amor puro y bello. Sin
artificios y resumido en ese abrazo. Tan diferente, me dije, de lo que me
ataba a Adrien y que, sin embargo, acaparaba mi mente por completo.

Ya no se oía el ruido de la ducha. Dani apareció con un aspecto


distinto pero a la vez muy cercano al del aventurero que acababa de
conocer: llevaba una camisa blanca, un pantalón negro y una chaqueta
simple. Sin lugar a dudas, su traje “de faena”, que le salvaba en todas las
ocasiones en las que no estaba haciendo un reportaje en algún rincón
perdido del mundo y debía hacer el esfuerzo de arreglarse. Aún tenía el
cabello rubio mojado, era evidente que se había dado prisa para no
hacerme esperar. Dani era atento, lo comprendí de inmediato. Me observó
mientras yo seguía mirando la imagen de la pareja.

—¿Le gusta?

No sabía cómo responderle, cómo explicárselo. Esa foto me había


producido un impacto enorme y vertiginoso. No, esa foto no me gustaba,
esa no habría sido la palabra justa en absoluto, ni la respuesta correcta.
Esa foto me removía por dentro, me sacudía las entrañas. Me daba ganas
de llorar. Me mostraba un horizonte que jamás alcanzaría, porque todo en
mi vida era volátil, tan frágil y sin ataduras... Esa imagen representaba la
vida que pensaba que nunca tendría. Mi corazón estaba habitado por
Adrien, un hombre incapaz de darse a una mujer como hacía el hombre de
la foto. Pero tenía que decirle algo a Dani, dar mi opinión.

—No sé cómo expresarlo, pero esta imagen me llega al fondo del


corazón.

Inmediatamente, me sentí estúpida. ¿Cómo le iba a hablar de algo


íntimo a alguien que apenas conocía? Esas cosas no se decían, no se
hablaba de ese modo en un entorno profesional, en el que había que
marcar la distancia y controlar las emociones. Los estados de ánimo se
revelaban a un psiquiatra, a un terapeuta, a una esteticista ; pero no a un
desconocido, al que quizás le resulte incómodo o incluso obsceno. Pero
ese no era el caso de Dani.

—Quería esta foto en la portada de mi libro, pero luego cambié de


idea. Prefiero que el lector la descubra durante la lectura, no enseguida.
La tomé una mañana, tras pasar una noche muy agitada, quiero decir,
agitada emocionalmente con una mujer a la que acababa de dejar, y me
encontré cara a cara con este hombre y esta mujer. No había dormido en
toda la noche, había bebido y me llamó la atención la dulzura que les
envolvía. Fue para mí como una curación, una reconciliación con la vida.
Me olvidé de todo mi enfado y todo mi dolor.

No me esperaba una confesión así. Me conmovió, aunque también


me hizo sentir un poco incómoda. Sonó el teléfono, interrumpiéndonos.
Era Camille Pasoli.

—Hola Alice, ¿qué tal? ¡Qué éxito, su artículo! No se habla de otra


cosa. Debe estar contentísima. El mejor día de su vida, ¿no es así?
Escuche, Adrien va a ir a la Feria del Libro en Berlín y debería
acompañarle, la necesito para guiar a los periodistas porque su visión de
la obra de Adrien es exactamente lo que quiero promover. ¿Le tienta? Es
una oferta que no puede rechazar. Le enviaré una propuesta económica
para esta... misión. La salida es el sábado y la vuelta, el domingo por la
tarde. Y ya la dejo, Alice.

Yo no había dicho ni una palabra. No me sentía para nada


preparada para aceptar un encargo en el que tendría que volver a ver a
Adrien. Yo quería que él deseara verme, besarme, hacerme el amor y
amarme. Era una idea ridícula. Entre el Hotel Amour y los desconocidos
de Central Park, bajo la mirada de Dani Olivier, existía todo un mundo. Y
era obvio que yo estaba en el lado equivocado.
Dani se dio cuenta de no me encontraba bien.

—¿Qué le pasa, Alice? Parece que algo le ha importunado. ¿Malas


noticias? Le estoy haciendo perder el tiempo aquí, contándole mi vida,
cuando seguro que tiene muchas cosas que hacer en la librería.

La conversación con Dani era tan sincera y sus fotos tan llenas de
todo lo que yo amaba que quería tener la valentía de contárselo todo: el
Hotel Amour, la escena debajo de la mesa, mi enamoramiento y la
horrible Camille Pasoli. Se lo resumí, explicándole:

—Era Camille Pasoli. Quería hablar acerca de un artículo mío que


ha sido publicado hoy en Le Monde des Livres. Y ofrecerme un trabajo.
No sé qué pensar...

—Ah —respondió Dani. ¿Su artículo? ¿Qué artículo? No sé nada


de usted. Me lo contará, ¿verdad, Alice? El mundo es un pañuelo. Esa
mujer a la que dejé en Nueva York era ella. Camille Pasoli. Acababa de
enterarme que me engañaba con Rousseau. Adrien Rousseau. En fin,
vamos, Alice, vamos a preparar la exposición.

Me estaba preparando para salir cuando recibí un mensaje en el


móvil de una frialdad aterradora:

Prepárese para ir a Berlín. Cuento con su docilidad para seducir a


los periodistas. Para ello, le aconsejo meter los zapatos de tacón en la
maleta.
Cordialmente,
A.R.
4. Tumulto

Todavía faltaban varias horas para la inauguración de la exposición.


Tenía que estar lista a las seis de la tarde pero, mientras tanto, la vida de la
librería seguía. Dani se quedó conmigo, inventando y contando historias
sobre las paredes de la tienda. Me encantó ver cómo sus imágenes
cobraban vida en la librería. Hice algunas fotos, que envié a Fabien con
este mensaje:

alicedharfeuil@gmail.com > fabienmalcon@free.fr

Fabien:

La otra noche, busqué Ciudad del Cabo en Internet y pensé que


seguro que eras feliz en esos interminables paisajes del fin del mundo. Me
alegra mucho saber que estás allí, enamorado y con Simon. Hace un clima
templado en París, ese que nos gusta tanto, cuando el verano se adueña
de
las terrazas y dota a la ciudad de un aire aún más dulce y sensual. Los
brotes florecen en los jardines de Luxemburgo, las mujeres sacan sus
vestidos de verano, los parques se llenan de estudiantes y enamorados...
Me apetece salir y celebrar estos días que se van alargando. Pero eso es
solo de cara al exterior porque, por dentro, me siento prisionera. Él me
obsesiona. Está en todos mis pensamientos. Afortunadamente, tu librería
me ayuda a liberarme. Creo que siento el mismo amor por Los Sentidos
que por ti, aquí estás en cada rincón.
Dani Olivier acaba de llegar. Me encanta su colección de fotos Soledades
de Central Park, cada foto es en realidad un retrato, una historia con la que
se podría hacer un libro. Y Central Park está compuesto de tantas
escenas de película... Su obra me conmueve muchísimo. Estamos
preparando la exposición y estoy segura de que te gustaría ver tu librería
con este ambiente tan neoyorquino.
Te envío algunas fotos de la exposición y también algunos fragmentos de
mi artículo.

P. D.: Te echo de menos.

No me podía desahogar a gusto porque habían llegado las cajas con


los libros de Dani y tenía que colocarlos. Recibí varias llamadas de
teléfono de familiares, muy sorprendidos por el descubrimiento de mi
artículo. La verdad es que últimamente ya no estaba tan unida a mi familia
y en especial a mi mejor amiga, Marie. Debía parecerles que todo lo que
hacía era en secreto, la librería ocupaba la mayor parte de mi tiempo y
apenas sabían de mí. Las imágenes de mi noche con Adrien reaparecían
como en flashes, paralizándome. Sus dedos en mi sexo, sus manos
recorriéndome bajo la mesa y su mirada glacial mientras me penetraba.
Los recuerdos venían a mí sin querer y me transportaban a él, en un
torbellino de sentimientos que distaba mucho de la pareja en la foto de
Dani.

Dani me propuso salir a comer un sándwich en casa de Paul, así


que cerré la librería por un momento. Esa pausa me sentó de perlas. Él
quería saber más.

—Paul me dio su artículo, es muy bueno. Me encanta su mirada,


llena de imágenes. Describe muy bien la naturaleza depredadora de
Adrien Rousseau. Da la impresión de que le conoce bien...

No era una pregunta. Dani continuó.

–Él es, sin ninguna duda, el hombre que más daño me ha hecho en
la vida. Con el tiempo, también me he dado cuenta de que me hizo un
gran favor alejándome de Camille, que solo vive por el poder y el dinero.
Por eso no le puedo odiar por completo. Me pregunto cómo puede escribir
sobre el amor con un corazón tan seco... ¿Acaso podría un fotógrafo ciego
hacer fotos?

Sí, sin duda tenía el corazón seco. Pero también tenía esos cabellos
castaños, ese aroma en la piel y una sonrisa absolutamente encantadora…
y tenía esa pasión loca que despertaba en mí. Eso no se puede expresar.
Dani tenía razón, al igual que yo tenía razón al reconocer ese extraño
deseo que sentía por él. Era un deseo de una profundidad única, que iba
más allá de la atracción física o erótica. Para mí, lo que estaba en juego
era toda mi alma. Algo esencial en mí se iba a transformar al desearle, ya
que mi deseo era tan fuerte como el amor. Dani lo sabía. Lo había
adivinado.

—Creo, Alice, que su retrato también dice mucho de usted, de su


magnetismo y su alienación. Tiene la mirada de una mujer ausente, ida.
Solo piensa en él, ¿verdad? Acaba de publicar un artículo que podría
cambiarle la vida y lo único que le importa es la idea de volver a verle.
Cuando mira mis fotos, se siente proyectada a un mundo cuyo
protagonista es él. No consigue escuchar una historia, leer un libro, ver
una película... Él le ha robado todas sus imágenes y lo ocupa todo, ¿no es
así? ¿Vive solo para él? Sí, ese es su estado actual —dijo, tragando el
último bocado de su sándwich.

—Solo soy un objeto para el hombre del que estoy locamente


enamorada. Para él, lo único que cuenta es, cómo explicarlo, un cierto
dominio del estilo. Por eso se ha fijado en mí. En cambio, yo siento que
crezco, que aprendo escuchándole y observándole. Tengo la impresión de
que él tiene las llaves de un mundo que ignoro y al que sueño pertenecer.
Es tan ridículo, Dani… Le he visto dos veces en mi vida y Camille Pasoli
controla todas las facetas de su vida. ¿Cree que soy patética?

—Alice, la encuentro adorable y conmovedora ; y creo que tiene un


gran talento. Vamos, los clientes esperan. ¿Qué diría nuestro Fabien?
—contestó, besándome en la mejilla.

Soledades de Central Park había tenido una gran difusión en la


prensa y los admiradores de Dani Olivier habían acudido en masa a la
librería para comprar una fotografía o un libro. El ambiente era muy
diferente a la dedicatoria de Belleville en abril, la novela de Adrien
Rousseau. Los clientes no se encontraban en un estado de hipnosis
amorosa, sino que buscaban un contacto con ese fotógrafo que sabía
captar instantáneas de la vida del alma. Eso era lo que contaban las fotos
de Dani: que el alma se disfraza, se oculta continuamente y hay ciertos
momentos, instantes fugaces en la vida, en los que podemos vislumbrar
ese algo esencial. Dani no trataba de seducir a sus lectores, sino de
entablar con ellos un verdadero diálogo. Le observé mientras se tomaba su
tiempo para responder a una pregunta, sonreía a una clienta tímida o
dedicaba una foto a un cliente que le contaba su vida. Dani les escuchaba
con una atención excepcional y sincera, opuesta a la postura distante de
Adrien.

Pero entonces, la cara de Dani cambió por completo. Acababa de


ver a Camille entrando en la librería con Adrien. No puede ser verdad,
pensé. Yo estaba llevando unas copas de champán cuando me encontré
cara a cara con Adrien. Me besó la mano.

—He aquí a la protagonista del día, la gente me habla más de su


retrato que de mi libro —me espetó, divertido ante mi rostro desencajado.

Luego se volvió hacia Dani.

—Dani, te preguntarás por qué estamos aquí, ¿no? Me encantaría


comprarte la foto de la pareja. Ya sabes, la del hombre y la mujer en un
banco. Podría ilustrar perfectamente la portada de la segunda parte de
Belleville en abril.

Era maquiavélico, pensaba yo. Sin embargo, la trama de la vida es


mucho más compleja que las emociones humanas. Y, como me había
explicado Dani, de nada sirve arrepentirse de una vida o una persona,
aunque se odiara. Su dominio de sí mismo me pasmaba.

—¡Qué sorpresa! ¡Camille, Adrien! —contestó Dani—. Todos los


caminos llevan a la librería Los Sentidos. Además, tenemos a la anfitriona
más bella —dijo, mirándome fijamente, sin duda para molestar a
Camille—. He leído su retrato, es formidable. Casi me da ganas de leer tu
libro...

Hizo una pausa y prosiguió.

—Espero tu propuesta de compra para la foto. Es muy cara porque


es muy valiosa. ¿Has aprendido tal vez el significado de esa palabra con el
paso del tiempo? Os dejo, los lectores me esperan.

Nada en él dejaba entrever el tumulto interior que debía estar


viviendo. Dani tenía la calma fría de un reportero de guerra. Sabía
controlarse con una perfección extraordinaria. A su lado, Adrien parecía
hasta dócil. Yo era testigo de ese intercambio, escrutaba las reacciones de
Camille entre esos dos hombres y la mirada fría de Dani sobre ella.
También me fijé en todos los gestos que pudieran darme más información
sobre los verdaderos lazos que le unían a Adrien. Este le susurró unas
palabras antes de acercarse a mí.

—Dani, te voy a tomar prestada a Alice, tengo algo que decirle...

Me tomó del brazo mientras Camille se dirigía hacia la foto de la


pareja como si ya fuera suya.

—Alice, aún tengo el sabor de su coño en la boca, en los labios.


Cuento las horas hasta Berlín. Reanudaremos esas lecciones de estilo que
creo que tan bien le han ido, ¿no es así, Alice? He limitado al máximo las
citas con las librerías. Tengo otros planes en mente... Me voy ya, tenemos
que ir a visitar a un escritor que odio, un escritor de Camille...

Odiaba y amaba a la vez cada una de sus palabras. Qué arrogancia


y qué servidumbre también con Camille. Me pareció grotesco y muy poco
viril. Pero eso no me impidió desearle. Solo tenía ojos para él desde que
había llegado.
Vi a Camille acercase a Dani y tratar de hablar con él sobre la foto.
Luego, Adrien la fue a buscar y se marcharon sin tocarse, con la seguridad
de las parejas acostumbradas a ser admiradas.

—Menuda fanfarronería —me dijo Dani.

La palabra me hizo gracia. Le sonreí y Dani me devolvió la sonrisa.

—Camille se fue con Adrien pero no me ha dejado en paz desde


entonces. Odia la idea de perder algo que ha poseído. Para ella,
reconquistarme —o, mejor dicho, “reposeerme”— se ha convertido en
una obsesión. Esta foto es una excusa, igual que todas las propuestas
pseudo-profesionales que se inventa para encontrarse conmigo. Adrien lo
sabe, es un hombre cruel pero inteligente y lo ha entendido perfectamente.
Pero no le afecta. Creo que Adrien jamás ha sentido nada por ella. Le
encantan las mujeres como usted, las de verdad. Ama la suavidad y la
feminidad. Pero aún no se ha entregado por completo, no ha sufrido la
transformación curativa de una redención amorosa —le conozco a la
perfección— y hasta que lo consiga, el daño que deja a su paso es enorme,
porque las mujeres caen en su trampa.

Dani me acaba de dar los elementos clave. Todo estaba conectado.


Y era obra de Fabien, que había planeado todos esos acontecimientos que
se encadenaban conmigo en el medio.
Los últimos clientes se fueron. Dani me ayudó a ordenar la librería y me
propuso ir a tomar una copa en casa de Paul. Allí nos reímos mucho
imitando a la terrible y sublime Camille Pasoli. Esas risas me animaban y
ayudaban a hacer pasar el tiempo hasta Berlín. Ya era tarde. De repente, la
idea de encontrarme sola me dio pánico. Dani se dio cuenta y me ofreció
su habitación, a pocos pasos:

—Alice, la invito a compartir mi habitación, parece exhausta. Es


una propuesta amistosa. No hay ninguna ambigüedad. Los reporteros han
desacralizado el espacio en el que duermen, para nosotros una cama solo
es un lugar donde reponer fuerzas. Está temblando de cansancio. Puede
aceptar o rechazar esta invitación tranquilamente, no se sienta incómoda.

Me di cuenta de que apenas había dormido nada desde mi última


noche en el bar de Rose. Casi no tenía fuerzas ni para moverme, mucho
menos para decidir nada. Seguí a Dani, sin preocuparme de lo que me
esperaba al día siguiente. Necesitaba recuperarme. Me tumbé a su lado,
envuelta por la serenidad de nuestro encuentro. Dani iba a ser importante
en mi vida, lo sabía. Y ese vínculo se transformaría, tenía un
presentimiento. Me encantaba la idea de dormir cerca de ese hombre, tan
sólido y cercano que me emocionaba. Hacía meses que no vivía una paz
así. Dani me acariciaba el pelo y me abrazaba. Era dulce, tan dulce...
Sentía su pecho cerca del mío y me gustaba su piel. Cuando me quedé
dormida, había conseguido dejar de pensar en Adrien, aunque solo fuera
por un breve momento.

Al volver a casa de Fabien para cambiarme, por la mañana, me


esperaba un paquete junto a una nota. El paquete contenía la foto de la
pareja neoyorquina y un billete de avión a Berlín para el día siguiente. Leí
la nota:

Alice, me recuerda tanto a esta foto... Es para usted. Tengo muchas


ganas de volver a verla en el aeropuerto mañana.
Un fuerte abrazo,
Adrien.

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Poseída

Poseída: ¡La saga que dejará muy atrás a Cincuenta sombras de


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