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Día 58- Cruzando el Rubicon

Estoy subido a un río, estacionado sobre una intemperie que no se me hace conocida.
Había estado en el dolor y había pasado por las estaciones del desencanto pero esto es
diferente. Es como si la cabeza se me hubiera desconectado, está desprendida de mi
cuello. Soy como esas gallinas a medio decapitar. Estar consciente de tu propia
mutilación no te convierte en alguien más lúcido. ¿Cómo es que terminé acá metido en
esta incertidumbre, cómo me permití, desde cuándo estoy atravesado por todo esto,
cuándo, en qué momento, en cuál de todas noches de insomnio, de escape, de no saber
a donde, a dónde me podía esconder, en cuál de todos esos días que pasaron yo bajé la
guardia y estoy otra vez metido en el sueño y la vigilia? Yo no quiero soñar con la
felicidad, no quiero pensar que tal vez haya un paraíso. No quiero reír y saber que no soy
pájaro que no soy ave que no estoy con ella. Se me hace agua el adentro, se me desluce
el alma con tanta sulfatación de los componentes de mi ser. Se me descomponen, se me
desarman las aristas que me contienen. No quiero jugar en ningún lugar, no quiero
permanecer despierto para siempre quiero encontrar paz.

Hoy llegué a mi casa y la noté distinta como si alguien la hubiera limpiado y ordenado.
Sobre la mesa encontré una nota de mi mamá:

“¿Te gustó la carta de Anita? Después me contás qué decía ella sobre vos y nosotros,
seguro va a estar todo bien. No te enojes conmigo pero quería traerte tarta de atún. Me
salió riquísima y hasta tu papá que no es muy fanático del pescado dijo que estaba muy
buena. La quise compartir con vos. Y como ya sé que te vas a enojar conmigo de todos
modos, de paso te limpié un poco todo. No toqué nada ni tiré nada no te preocupes no
soy tan mala. Beso, vení pronto a visitarnos. Vos sabés que sí”.

Busqué en la heladera la tarta y adentro estaba todo tan impecable, tan blanco que me
sentí afuera del equilibrio de las cosas. Lo impuro, lo dócil, lo fresco mezclado en una
tarta de atún con cebolla y queso y hecha con una masa casera.

Cuando Anita se enfermó yo me hice muy fanático de las historietas pero me aburrí muy
pronto de las americanas, de Batman y todos sus secuaces, enemigos, héroes y villanos y
personas de una solo dimensión.
Una vez en catecismo nos contaron la historia del buen ladrón en la cruz con Jesús.
Estaban todos colgados sobre sus respectivas cruces, sobre sus pecados y
culpabilidades o inocencias y destinos agrios y dulces. Estaban los tres: Jesús, el mal
ladrón y el buen ladrón.

El mal ladrón se queja con el que supuestamente es el hijo de Dios, el que tiene poderes,
el que puede hacerlo todo y le dice por qué no se salva él y de paso a ellos. Quiere que lo
salven, que se arriesguen por él pero todo el tiempo lo reclama desde el resentimiento,
desde la bronca de verse atrapado y en la boca del abismo a punto de hundirse para
siempre. Se ve en este ladrón el tormento de la falla, lo atraparon, lo condenaron y ahora
era el momento bíblico de expiar las culpas, de pagar por todo lo malo que había hecho.
Se notaba que hablaba desde el dolor de sentirse afuera del mundo y estar de más y por
eso lo mataban para tirarlo como algo que no sirve. Imagino el sol del desierto quemando
sus cabezas y el aire que no llega a sus pulmones ni a su cerebro y que los pone de peor
humor a todos. El mal ladrón porque si fuera bueno no estaría allí colgado como una
media res de algún frigorífico, de un matadero frágil que invita a descuartizar aquello que
no sirve, para convertirlo en partes más pequeñas y maleables. Él se queja porque sabe
que no ya hay salida y que solo le queda patalear y chillar en contra de su amargo
destino. Uno cuando llega al final se adapta y sigue o se estanca y se queda masticando
amargura y angustia.

En cambio el otro, oye la conversación entre los otros dos, entre el rey y el malo, que
había compañero de celda, de robos y desapariciones y de algo parecido al delito que es
robar para comer. A él no le parecía justo que lo condenen por robar comida pero la ley
era implacable para todos. El buen ladrón escucha y escucha lo que los otros dicen y el
reclamo del otro y el silencio del que los puede salvar. No hay manera, no hay lugar y solo
que queda irse en paz por eso entiende, por eso se le revela el secreto porque se rindió
ante la enormidad de la circunstancia, de la variedad de los hechos infalibles que lo
llevaron a ese momento en el que está ahora. El buen ladrón sabe y entiende que solo le
queda morir que no va a poder despegarse de su recta final que está bien trazada y
marcada con los hitos de sus caminos, de sus sueños y de sus afinidades. No hay camino
posible si solo uno espera llegar, a veces solo queda seguir caminando y provocar al
destino con una parada inesperada, una vuelta imprevista, una curva cerrada, una
maniobra a ciegas, tanteando los bordes filosos tratando de no cortarse, de no herirse al
acercarse, un volantazo antes de chocar contras las paredes. El buen ladrón sabe que ya
no habrá más y se compadece por el otro, el que está colgado sin motivos y le pide que
se acuerde de él porque el olvido es peor que la muerte. El buen ladrón sabe que vale
mucho que alguien piense en vos, y te llame y se acuerde de traerte una tarta de atún
porque se acordó y porque quiso no perder ningún recuerdo. Le pide al otro que se lo
lleve con él, que estaba dispuesto a compartir la dicha que él había prometido, la
esperanza que ofrecía al mejor postor. Sentía la cabeza pesada pero la voz de su interior
sintió que había algo más que era posible creer en algo pero había que pedirlo, había que
decir lo que él necesitaba, que se acuerden de él, que no quería caer en el olvido, en las
cenizas revueltas y circulares del tiempo, que es cruel y tiene la piedad mal cortada, mal
hecha, mal dispuesta. No hay piedad ni misericordia para los débiles que se arrodillan y
pierden porque adoran a los dioses equivocados. No hay regocijo posible en lo muerto en
lo plano en aquello que no tiene relieve y solo se hunde como una galletita dulce metida
adentro del ante cocido con leche caliente que uno toma en el invierno, si es posible la
salvación es a través de otra cosa que no sean las propias manos porque por más que
uno quiera y tenga los brazos más fuertes del mundo es imposible sacarse a uno mismo
de un pozo de arenas movedizas. Cuánto más te muevas, más te hundís solo si te
quedás quieto y esperás que te vengan a buscar podés volver a tierra firme donde los
pies pueden apoyarse con facilidad y llegar como un cable subterráneo hasta el fonde del
suelo. El suelo es el límite porque no podés hundirte más sin antes arrancarte las piernas
y quedarte cojo e inútil e inmóvil.

El buen ladrón se da cuenta de que es posible entender algunas cosas antes de morir,
algún tipo de lucidez, algún rayo de inquietud lo alcanza y puede pronunciar las palabras
correctas, las que lo llevan al paraíso a ese Edén de donde no te expulsan, si no que te
abren las puertas, te dejan entrar, te reciben con una sonrisa de bienvenida, donde uno
puedo sonreír hasta dormido. No hay jardín sin un laberinto posible, sin una chance de
escapar. El buen ladrón se arrepiente y se salva.

Pero está el bueno y el malo, el que hace todo bien y el que ejecuta todos los actos de
maldad que hay en el mundo. Creo que para completar la historia debería haber un tercer
personaje: el tercer ladrón que no se arrepiente ni reclama ni se mueve, no se salva ni se
condena, ni angustia ni se lo llevan, solo permanece colgado como una bicho canasto
esperando a romper el capullo en la primavera. Si sos bueno te salvás si sos malo te
hundís solo por tu propio peso específico de maldad. ¿A quién le pertenecen las cosas?
Los llamados que no hacemos, aquello que dejamos pasar y que nos olvidamos adentro
del bolsillo de una campera y que no nos volvemos a poner hasta el próximo invierno.
¿De quién son las sonrisas de compromiso que hacemos, los ojos que no miramos, eso
que está y se deshace solo como el agua que corre por los bordes del cordón de la
vereda cuando llueve? ¿Por qué las cosas se nos escapan, en dónde está la cifra para
guardar el cariño?

Si Mariana viniera ahora no sé si el abriría la puerta. Tal vez miento, quizás me arrepiento,
o tengo razón y necesito dormir.

Hace mucho que no duermo, porque pienso.

Me puse a mirar una película sobre un tesoro escondido en el fondo del mar, me gustan
los colores pasteles de tonalidades azuladas. Yo sé de colores y texturas porque Mariana
estudiaba arte y me llevaba los museos y me explicaba y me mostraba sus cuadros, sus
lienzos, sus acuarelas, sus acrílicos, sus témperas, sus óleos, sus pinceles, el cuarto de
pintar, el cuarto de secado, el cuarto de fraguado, el cuarto oscuro para revelar las fotos
que uno se saca medio dormido y medio borracho y con un poco de diversión en los
dedos y en la boca y en la parte alta de la espalda que no se contractura. Mariana tenía
una cantidad enorme de libros de arte, alrededor de unos quinientos esparcidos por toda
su casa taller cuarto de muchas cosas prácticas. Ella era huérfana, se le habían muerto
los padres cuando tenía veinte años y heredó todo y lo invirtió en ella y en su sueños de
artista y yo creo que se tomaba revancha con la vida porque la disfrutaba al máximo. El
día que la conocí ella estaba sentada en el sofá de la casa de los padres del hermano de
una amiga y quería llamar a la policía porque yo me había quedado dormido en una
habitación y una casa extrañas y que no era nada mío. Yo me hubiera querido quedar con
ella ese día y a partir de todos en adelante pero se me trabaron las palabras en la
garganta y me fui. Pero volví a buscar sus datos en esa casa porque quería que ella fuera
parte de mi vida.

Mariana fue a una escuela de arte muy cara donde sus caprichos eran cumplidos y
admirados por el resto de sus compañeros y profesores y ella abusaba un poco de esos
privilegios que da el talento. A veces todo eso es ficticio pero no se puede evitar creer en
algo más que al propia fuerza y función de humanos en un mundo de anulación continua y
ajena y propia y salvaje. Ella sabía que podía hacer lo que quisiera pero también le
gustaba a veces rebelarse contra eso, contra ella misma y sus aspiraciones y conflictos y
anhelos hechos de polvo, del contenido de un sobre de té, lo poco que se une para formar
un sabor, un gusto a algo. Ella pudo cambiar algo o permitirse nada o ninguna de las dos.

Mariana transitaba sus caminos de manera efectiva y errante a la vez, ella era un
tambaleo constante y firme como una nutria que sale del agua y seca al sol.

La película del tesoro me aburrió y al pasar por un canal que solo pasa películas me
detuve en una que me gusta y es sobre una boxeadora que es muy vieja y amateur y
pobre y miserable y se entrena y se estanca y está sola y se angustia y el tiempo sigue
pasando como un cortante, como una navaja sin filo que solo duele si te la clavan. La
boxeadora le pide a un entrenador viejo que la ayude. Pero él no quiere porque es mujer y
no puede y no debe. Entonces ella sigue yendo a entrenar de todas maneras, ella es
moza en un lugar de comidas pero ella no come, ella no tiene plata, no le alcanza, si
come no le alcanzará para pagar la cuota del gimnasio y no podrá entrenar ni cumplir sus
sueños de llegar. En una escena se la ve volviendo sola en un colectivo, y es de noche y
hay luces pero son de la calle y están opacas y están prendidas a la vez y se sienta y
mira a la ventanilla y al afuera que le es tan hostil y lejano y necesario y se gasta todo en
un sueño que no existe y que se apaga y se va y que pasa por un túnel pero todavía no
ve la salida. La música del piano me tranquiliza. Mariana solía poner música clásica
cuando pintaba o se ponía a esculpir y se manchaba toda y siempre olí a thinner o a
aguarrás o a ese olor tan propio de las pinturas que va de lo metálico a lo plástico pero
fresco. Ella se sentaba en una banqueta de madera y se quedaba observando por horas
su obra para corregirle las imperfecciones que eran vistas solo por ella. Lo que la
conmovía era una fibra que le pasaba lejos de mí de mis aventuras de mis juegos, de mis
esculturas internas que ella no estaba dispuesta a explorar.

La película termina con la chica muerta porque su entrenador la mata. No hay redención,
no hay salida pero ella tuvo su sueño en sus manos por un rato y ese debería ser
suficiente consuelo para seguir en la eternidad agradecido y ser un buen ladrón, el que
palpa la eternidad y deja la fórmula para el resto: que se acuerden de vos y que se venza
al olvido y a llegar tarde e irse temprano o a fusilarse de sueño o de vigilia. No hay
matices posibles no hay márgenes angostos o anchos o leves que se dibujan para uno
también pueda ser partícipe de un camino, de un sendero plano o redondo o recto como
las cuerdas de un ring de boxeo. Si ella termina muerta entonces es porque lo que quedó
no era su anhelo, ni su olvido ni su culpa. Nadie es culpable de ningún tormento de
ninguna tempestad desatada por el destino que se baraja y revuelve sin nuestra
intervención: "El pueblo es la estrella mágica. Todos la vemos parecerse al río. Los
gusanos de los emperadores trepidan en apocalíptico festín. Ellos no tienen tiempo de
recurrir a las armas. La estrella las fusionó todas en un plano infinito. La cabellera de los
torturadores sangra en mi carro. Nosotros: desatormentándonos para siempre.
PD: Yo te amo Beatles."

Si se desata la tormenta si se deshacen los nudos si se cortan los hilos que la manejan y
es libre y destruye todo a su paso es porque no es posible desenredarse sin antes
voltearse por completo.

Anita cuando se enfermó se quedaba mucho tiempo en la cama y yo le leía mis cómics
pero me empezaron a gustar los que eran de dibujantes japoneses, prefería sus líneas
limpias y prolijas y suaves y tenues al contrario de los dibujantes americanos que
apretaban demasiado el lápiz y exageraban las perspectivas de los personajes y los
escenarios, de las ciudades de los malos de los que hacían todo en contra del héroe. Mi
favorita era una de un chico de unos quince años que veía muertos y fantasmas y los
ayudaba a encontrar el camino de regreso al limbo a lo desconocido a lo fragmentado
como una galletita de miel y avena que no se sostiene muy junta porque le falta manteca
o el sobra aceite en la recete. El chico este se hace amigo del fantasma de una nena que
le pide que le traiga una muñeca y él se la lleva a la plaza que ellos frecuentan para
encontrarse es como si el espíritu no fuera libre del todo y que tuviera que seguir ciertos
parámetros aún en el más allá. Entonces descubre que hay cosas peores como aquellos
fantasmas que se alimentan de otros porque están huecos porque son malos y sus almas
fueron devoradas y tienen un hueco en el pecho. No tener alma te deja vacío y te
empezás a alimentar de otras como vos o peor que vos. Yo le leía los capítulos a Anita y
sobre todo me los leía a mí porque me encantaba y quería saber qué iba a pasar luego. Si
el mundo de los fantasmas huecos podía colapsar o quedarse erguido como un mástil de
una plaza llena de teros en verano. Yo subrayaba las frases y las palabras de las hojas de
las historietas que me gustaban. Todavía las tengo pero ya no las leo porque no tengo a
quién leérselas.

-decime que soy lo que más odiás en el mundo, alarma, el bloqueo, las cenizas que se
levantan, lo que se elimina, la cura para la colisión. El monstruo voluptuoso.

-el rey que cabalga solo en la noche, en la espesura, esparce huesos y sangre y hielo y
muerte, los corazones que se destrozan, cabalga solo hacia un lugar muy lejano.
-ruidos vulgares y primitivos, de antaño de antepasados que quiebran las voces ajenas
con los propios gritos, los propios decibeles del dolor.

-la muerte en el campo de los hielos eternos, es posible no es posible.

-“señor, nosotros te contemplamos como alguien que mira a un pavo real” te miro desde
lejos desde el horizonte ajeno el lugar de los gusanos que no dan ni seda.

-regresar a la inocencia, al miedo, al desierto, al conjuro de lo invasivo.

-“somos insectos”

-No hay compasión para nadie, levantamos la cabeza a lo alto.

- no me olvides, no te mueras, no me repliques, no me duelas.

-“Dónde está tu corazón. El corazón está acá. Cada vez que estamos en contacto un
pedacito de corazón nace entre nosotros. No está dentro tuyo, cuando pensás en alguien
o te acordás de alguien ahí nace tu corazón y vos lo dejás donde vos quieras”

A Anita le gustaba mucho comer las frutas que venían en las latas sumergidas en almíbar
pero mi mamá las escondía para que no las abriéramos todas de golpe y las dejáramos
comidas por la mitad. Un día mamá se tuvo que ir a hacer los trámites médicos para mi
hermana. Era algo que ella hacía mucho y cada vez más seguido. Al principio pareció fácil
pero después de a poco la burocracia le fue ganando y desgastando con el correr del
tiempo. Porque el tiempo corre, no camina ni se arrastra como nosotros o como todas las
partículas de universo, el tiempo se arma su propia maratón y la gana siempre, y deja a
todos atrás como si no hubiera posibilidad alguna de ganarle. Es más rápido que todo y la
luz apenas se deja desdoblar por él.

Ese día fuimos hasta el ropero prohibido de la comida y sacamos todas las latas de las
frutas en conserva. Había duraznos, peras, manzanas, ensaladas de frutas completas,
cerezas, y damascos. Abrimos todas las latas y no las empezamos a comer a Anita le
gustaba la consistencia de aquellas frutas abrillantadas y babosas y blandas. A mí me
encantaba abrir las latas usando el abrelatas y me gustaba clavarle la punta sobre el
acero y hacer la girar como una rueda que sabe a dónde va. Lo peor era cuando venía
abollada en los bordes porque era casi imposible que el cortador pasara limpio y se me
dificultaba romperla y sacarle la tapa. También aprovechábamos las latas vacías y eran
como nuestro tesoro brillante e inesperado. Llegamos a tener unas doscientas
desparramadas por todo el patio y nuestra mamá colapsó porque pensó que nos
habíamos convertido en linyeras y no había espacio para nada solo para nosotros y
nuestras latas. Al principio solo coleccionábamos las latas de frutas, después fueron las
de tomate y después las de arvejas, las de choclo, las de lentejas, las de choclo cremoso,
las de garbanzos, las de porotos blancos, las de porotos beige, las de ananás en rodajas,
las de ananás en pulpa al igual que las frutillas que se usaban para hacer tragos, las de
salsa filetto, salsa portuguesa, salsa arrabiata, salsa scarparo, salsa para pizza, las que
tenían esas ensaladas con papas, zanahorias y arvejas todas mezcladas en un solo. Las
latas de atún y mariscos fueron nuestros némesis y a la vez imposibles porque no se le
podía sacar el olor a pescado por más que las lavemos una y otra vez. No quisimos
arriesgarnos con la lavandina porque eso corrompe el metal y lo oxida y es peligroso y feo
a la vista. Así que fuimos un tiempo de mi infancia sana y la de mi hermana enferma,
fuimos nosotros y las latas. Las usábamos para hacer fuertes y las contábamos a diario
como quien cuentas las monedas de un tesoro que encuentra en el fondo del mar. Las
poníamos en fila sobre el piso de la galería y las contábamos una y otra vez y nos
entristecía perder laguna, seguro fruto de la mano de nuestra madre que trataba con
todas sus fuerzas en hacernos dejar nuestro vicio con las latas pero nosotros estábamos
cómodos juntándolas y esparciendo nuestra diversión por todo el patio ante los gritos de
mi madre que nos pedía que por favor tirásemos todas esas latas a la basura. Nuestra
pila creía cada día y hasta yo empecé a salir a juntar a la calle porque las que nos
regalaban nuestros vecinos y amigos no eran suficientes. Cada vez que alguien venía de
visita nos traía una bolsa llena de latas. Nosotros éramos felices y nuestros invitados se
veían complacidos al poder ayudar con algo tan barato a una nena enferma y su hermano
el idiota. Mi mamá se quería morir cada vez que algún invitado llegaba a la casa y nos
mostraba con orgullo la bolsa de latas que había estado juntando para regalarnos a
nosotros.

Mi mamá se llevaba las manos a la cara cada vez que veía que alguna visita llegaba con
bolsas llenas de latas. Las latas eran nuestra vida y construíamos fuertes y las
usábamos como si fueran ladrillos o las ramas que usan los castores para hacer sus
represas. A veces es difícil construir algo con materiales inesperados porque las latas solo
se pueden apilar y no se pueden pegar con cemento como los otros o con cinta porque la
cinta en el metal no pega no anda no agarra. Entonces solo nos quedaba hacer paredes
de latas y no podíamos unirlas ni acercarlas para cerrar pared alguna y vivir allí, en
nuestra casa hechas de latas. A veces las personas nos daban las latas sucias y nos
parecía un poco desconsiderado porque por lo menos sería conveniente lavar algo que
uno da de regalo aunque sean latas y sean para chicos. Una enferma y su bobo hermano.

Mi mamá se cansó y nos tiró todas las latas en varias bolsas de basura negras muy
grandes y los linyeras del barrio se hicieron millonarios vendiéndolas en los chatarreros
de la zona. Mi mamá era una maestra y no tenía alma de comerciante.

Mariana sí llegó a vender un par de cuadros y tuvo una pared en una exposición en un
museo importante.

Me preocupa Ernesto.

Me preocupa Marisa.

Me preocupa mi mamá que no me dice nada.

Me preocupa mi viejo que desaparece y se va a hacer trámites.

Me preocupa no poder terminar esto.

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-Una escuela que se usa como una juguetería de prueba.

-un muñeco que no sabe hablar porque no le enseñaron.

-paredes que espían a las personas, que son de cristal.

- aprender a volar o tirarse desde el techo.

-niños que dicen su opinión.

-revisar los bolsillos de los pantalones antes de ponerlos a lavar.

-juntar las viandas.

-llamar por teléfono a quien no queremos y buscar el cambio.

-retener el olvido.

-fragmentar los estribos de los galpones mentales.


-tener un libro azul, uno rojo, uno verde, uno amarillo.

-esconder los lápices detrás de la orejas.

-tener un reloj de pared que funciones.

-buscar la luz detrás de los armarios.

-leer los secretos de los ajenos.

-encontrar a los demonios.

-hablar como un capitán de guerra que se prepara para la batalla y te dice que no hay
lugar para las dudas.

-un chico delante de un micrófono.

-una chica detrás de una pared esperando el eco.

-una copa rota porque se golpeó el borde.

-revolver una cacerola con un líquido espeso.

-vender una máquina de humo o el humo en botella.

-mirar a través de un caleidoscopio.

-leer la líneas de la tierra.

-cerrar los ojos cuando uno prueba los alimentos que nos gustan.

-apretar fuerte los dientes.

-conservar la calma adentro de un lata.

-escribir un renglón y llenar tres o cuatro casilleros.

-hablar debajo del agua sin miedo a tragar agua.

Día 57
Estoy en el hospital. Lautaro se despertó por eso Marisa me llamaba tanto para avisarme,
para decirme que estaba bien y hablaba y que al final lo había salvado. Aunque no del
todo porque los médicos dijeron que era probable que le quede alguna secuela
neurológica o algo por el estilo pero me dejaron verlo y eso que está en un lugar muy
delicado y nadie tiene acceso y es difícil llegar. Yo hablé con él y lo vi acostado en su
cama blanca con sábana beige y su acolchado de color azul de hospital de barrio aunque
estaba en una clínica. Me daba pena verlo ahí acostado en un lugar desolado como un
desierto a medio terminar casi sin arena ni viento. Él por suerte no se acordaba mucho y
apenas balbuceaba pero se hacía entender con gemidos y señas y cualquier cosa que no
sea encontrar palabras en el cerebro y ponerse a usarlas como uno usa aquello que sabe,
que sobre todo tiene alguna idea de dónde está. Lautaro se despertó por segunda vez al
mundo como cuando nació y se tiene que aprender un montón de cosas otra vez. El
segundo aprendizaje que uno no sabe bien para qué lo hace ni por qué está de acuerdo
con todo aquello que le dice que se olvidó o que se quedó afuera de su cabeza o sus
recuerdos.

Las distopías me parecen lugares para refugiarse de todo aquello que nos rodea pero no
puede ser explicado. Las caminatas largas que no se terminan nunca. Siempre pasa eso
en las películas de ese estilo o en los libros o en las escenas que uno tiene, las personas
caminan y caminan y hace excursiones hacia lo que no entiende o les resulta
desconocido. Lautaro sabía perderse bien en estos mundos como alguien que rasquetea
una pared con una espátula para poder volver a pintarla más tarde cuando el sol sale y
se esconde de nuevo. A veces uno sabe bien dónde está parado y a mí me resultaba todo
muy extraño si pudiera irme me habría ido hace rato. Los dibujos de dragones que intento
hacer en las hojas en blanco pero soy medio muy demasiado inútil con los dibujos y con
el lápiz en general. A veces intenté empezar a dibujar pero se comenzaba haciendo flores
y cosas muy femeninas y a mí me aburrió pronto pero me hubiese gustado aprender más
y soportar más a las flores para poder dibujar lo que yo haya tenido ganas de hacer luego,
eso que me parecía muy lejano se alejó a su vez un poco más como una pelota de fútbol
pateada más lejos, casi que cruza el alambrado para dejar el patio, el barrio, el mundo, la
gravedad.

Un capitán de una nave que está hechizado por la magia de aquello que no ve y le parece
bien. Una casa azul enterrada en el patio. Después de visitar a Lautaro me fui a sentar un
rato afuera un poco lejos de ellos, de su familia que me acosaba a preguntas y aunque yo
lo haya salvado ellos querían saber cómo había terminado detrás de una reja y su hijo
flotando boca arriba en una pileta. Las respuestas correctas a veces nos dejan
insatisfechos. Las cosas que aparecen y desaparecen estando ahí delante de sus narices.
Imagino a los padres de Lautaro sentados en su casa o trabajando o haciendo eso que
hacen los padres cuando los hijos están en la escuela al cuidado de extraños y después
les veo la cara cuando les dicen que su hijo está ahogado flotando sobre el agua de una
pileta de un club. Hay que saber identificar las cosas, los mensajes, los códigos de los
lenguajes, las sutilezas que ellos aparentan, la emoción que esconden, los privilegios del
cariño que detentan que se vuelve tangible que te sonríe y te imagina y te siente cerca y
te abraza y te desayuna y te cena como un sanguche de miga triple que se devora a
veces a la mañana en vez de tomar un café o un té o algo calentito para el estómago.

Nunca me gustó la expresión “engañar al estómago” porque considero que el estómago


no se puede engañar, no se puede agotar, no se dilapidar como un cariño que se da y se
recibe, al estómago hay que llenarlo o no hay chance. Tiene o tiene comida adentro como
en el monólogo de Hamlet, estás satisfecho luego de comer o no. Te gusta lo que te
comiste o no. Fuiste feliz un ratito o no. A veces es difícil encontrarse en un punto de
reducción o de ampliación, siempre están las bases repartidas o dispersas en cualquier
parte y uno se arrepiente de haber abierto las posibilidades de lo natural en contra de lo
artificial y en los intentos por mejorar que uno tiene que son triviales pero que no
considera mejor o nos hace sentir un poco mejor que es dicho y se arregla con muy poco.
Imagino a los padres de Lautaro y la voz de quien le avisa. Seguro fue Marisa, ella es muy
de llamar de comunicarse de hacerse entender enseguida de esperar respuestas de
conseguir angustias a domicilio cuando no las recibe ella es de las que se mueve como
un reloj al que le dieron recién bastante cuerda. Era más fácil llevarle facturas y
coquetearle de lejos y extrañar a Mariana por las noche y seguir como si nada y
transcurrir en la gruta de mis recuerdos, de los de mi hermana, de los de mi madre, de mi
padre, de los del comienzo del mundo, de la tierra, del sol, de los árboles, de los delirios,
de las sospechas de que algo anda mal y las formas redondas que se me confunden y a
veces no me dejan pensar con claridad. Anita acostada en su cama mirando por la venta
casi no hablando en forma coherente. Lautaro acostado sobre su cama de hospital
deshilachado tratando de decirme cosas que no entiendo. A veces siento que los
recuerdos se le escapan y los quiere agarrar muy fuerte pero se le sueltan y las palabras
se le enredan en la lengua en la garganta en el cuello en la laringe de un nuevo mundo
donde no nace falta morder ninguna manzana para acceder a ningún conocimiento.
Quiero volver a mis enumeraciones inútiles y dejar estos largos divagues, quiero dejar de
largar todo como una chorro de manguera a presión que se disipa de manera constante y
serial como una gota que cae y se deja llevar por el resto de la corriente de la que ya
forma parte. Una gota de perfume que me recuerda a Mariana. Recuerdos embotellados
en fragancias que se venden en las perfumerías de las angustias variadas. Cada vez que
la madre de Lautaro se acercaba a mí y yo sentía ese aroma tan familiar y punzante que
tenía que sostenerme y agarrarme fuerte de la realidad para que todos los recuerdos que
se dispararon no me aniquilen ni me lleven para siempre con ellos y nos vayamos a
habitar ese pasado donde yo olía ese perfume que me encantaba que me drogaba que
me mareaba que me dolía que me rogaba que se escondía que me lloraba que nos decía
basta. No quiero ser prisionero de tanta volatilidad de sublimaciones dificultosas de unas
disculpas que se disuelven en un rincón en un bloque de frescos lejanos que se
deshidratan y se aplastan y se derriten como los chocolates dejados al sol. Una vez
fuimos con Mariana a probar unas medialunas de almendras con chocolate que eran tan
suaves como morder una nube y quedarse a vivir allí, en el cielo de las comidas. Mariana
siempre intentó que yo pruebe cosas nuevas y yo a veces protestaba porque no le veía la
necesidad de hacerlo pero ahora me arrepiento porque tal vez solo quería compartir
cosas nuevas conmigo y que las disfrutáramos u odiáramos juntos. Una vez me quiso
llevar de cita a una librería gigante y a mí me pareció aburrido. Recorrer cualquier espacio
juntos y de a poco, cualquier dimensión o tiempo o camino o frente o retazo de lugar que
nos permita estar juntos de nuevo. Yo no la extraño, pero a veces sí.

Los padres de Lautaro no paran de agradecerme. Su hijo no puede hablar pensé y no


entiendo qué es lo que me agradecen. No hay manera, no hay chances.

Una ciudad iluminada desde la noche desde lejos desde las luces de los autos desde la
calma de lo que no sabemos de aquello que no puede ser asegurado o perdido o
encontrado en ninguna charla que nos dice adónde estamos o vamos si nos ubicamos en
el mismo lugar dónde estábamos antes. Un auto que se acerca y se aleja con la misma
velocidad con el mismo ímpetu el mismo impulso la misma corriente que los arrastrar a
todos y los hace sonar desde lejos desde antes desde ayer. Una charla que va desde un
teléfono a otro dibujando una disculpa un pedido de adiós un comienzo de un hasta luego
y las balas que entran y salen y uno las esquiva y quiere que se detengan que se acaben
que se relajen que se disuelvan que se disipen de una vez. A veces uno se agacha para
intentar esquivarlas pero igual logran alcanzarlos y tocarlos y acercarse de a poco y se
remiten a aquello que nos dibuja y atraviesa.

Una vez cuando yo tenía cinco años y la enfermedad de Anita recién empezaba snata fe

Desynos con los hjesuitas

Procesiones

Uadros viejos

Visitas ctacumbas

Vuelve Ernesto lo empujan padre msiterioros

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