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No Tengo Ganas de Nada y No Se Me Va Esta Tristeza PDF
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A Sarria y a Silvia
con saudade.
ERNESTO
A Pepa,
la pasión y el amor de mi vida
que nunca se apaga.
MIGUEL
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Índice
Prólogo
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Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas
El significado de lo que he perdido
Mi vida se desordena, se trastorna
Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo
Llevo una racha muy mala, se me junta todo
Pérdidas acumuladas
La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar!
Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia
Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío
La pesadumbre de los pesos y la pena de las penalidades
Mis emociones son ecos de la vida
Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo
La triste Dama de la melancolía
La elocuencia de los suspiros y las lágrimas
El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa
Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba
«Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia
Saudade: reminiscencias dulces y amargas
Miedo y ansiedad ante una amenaza
Angustia y congoja que me oprimen
Atado al pasado por la culpa y el pesar
Avergonzado: «¡tierra, trágame!»
Desganado y sin apetito
¿Y AHORA QUÉ HAGO?
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Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión
Los beneficios de la inhibición y del inmovilismo
La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden
La inhibición y el inmovilismo se refuerzan
Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza
Me comunico con mi experiencia depresiva
Estoy inacabado, no soy cosa hecha, me queda el porvenir
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Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y deprimen
Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras
Aves de mal agüero descorazonadoras
Monólogos obsesivos que me encadenan
Salir del ensimismamiento de mis monólogos
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La falacia de la «eficacia terapéutica»
La eficacia de las pastillas de pega
La recuperación espontánea
No hay reequilibrio, sino iatrogenia y nocividad
Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso»
Efectos nocivos de los psicofármacos
Atrapados en la adicción y la dependencia
La falacia de la «cronicidad»
Las pastillas no enjugarán mis lágrimas
No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto
Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza
Créditos
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PRÓLOGO
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signos de debilidad personal, ni el precio que hay que pagar por los pecados cometidos,
ni algo que puede eliminarse solo con voluntad y de un plumazo. Pero debería ser eso,
una expresión popular, que pretende decir más acerca de lo que no es que acerca de la
verdadera naturaleza del problema. Y en cambio, posible y desgraciadamente, las cosas
no son así últimamente.
Sin duda en las últimas décadas se ha producido un notable incremento de la
comprensión de las experiencias (cognitivas, emocionales y de comportamiento) que
describen lo que llamamos habitualmente depresión. Sabemos más acerca de la edad más
habitual de inicio, del papel relevante que desempeñan algunos factores como la
negligencia, el trauma y la violencia infantil, del peso enorme de los eventos estresantes,
como el duelo por una pérdida o el impacto de situaciones económicas adversas, y de la
influencia que ejerce no solo sobre quien la experimenta en persona sino sobre sus
familiares y amigos. Y existe un empeño bienintencionado y serio por diseñar
intervenciones eficaces no solo para su abordaje actual sino para prevenir futuras
experiencias similares o, mejor dicho, para fortalecer al individuo armándole de recursos
personales y contextuales que le permitan afrontar mejor los acontecimientos negativos
futuros que aumentan la probabilidad de nuevos episodios depresivos.
Entonces, una de las cuestiones es ¿por qué no parecemos capaces de atajar el
problema?, ¿realmente estamos ante una enfermedad crónica, recidivante y muy
resistente al tratamiento? Algunos datos señalan que más bien parecería que estamos
disparando en la dirección equivocada, arrojando el agua de la manguera no contra el
fuego sino contra el humo. O lo que es peor, creyendo que cualquier humo indica un
incendio, que fuego y humo son lo mismo y que el incendio es solo el fuego y el humo, y
no la materia que arde y mantiene el uno y el otro. La confusión sobre el concepto de
depresión, su descripción desde una perspectiva psicopatológica y el estigma que esta
aproximación provoca parecen estar entre las razones que explican nuestro aparente
fracaso. Para empezar, porque suponen un razonamiento circular que no se sostiene ante
la mínima crítica lógica: si el diagnóstico de depresión se realiza porque la persona
presenta comportamientos del estilo, por ejemplo, de los que señala la clasificación
psicopatológica DSM5, entonces ¿estamos ante una depresión porque se presentan esos
indicadores o son esos indicadores los que determinan la existencia de depresión?, ¿es la
descripción del problema lo que parece explicar su existencia? Denominar algo con un
término «técnico y propio de profesionales» no describe nada nuevo, y menos aún lo
explica.
En segundo lugar, considerar la experiencia emocional depresiva un síntoma de
depresión es no solo un error lógico, sino una confusión conceptual que toma la parte por
el todo y, además, explica la consecuencia como si fuera la causa. Poner el foco
explicativo del problema en la experiencia emocional convierte a esta en la última razón
de ser de la experiencia global cuando solo es una parte de ella (como lo son los
pensamientos negativos recurrentes, la falta de actividad o los problemas de sueño, la
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falta de apetito o la desgana sexual) y, además, la consecuencia natural y predecible de
un proceso más complejo, aun siendo profundamente humano y explicable recurriendo a
los modelos psicológicos validados. Sentirse profundamente triste y sin ganas de vivir es
una emoción intensa y muy desagradable, que todos quisiéramos no tener, pero no deja
de ser la última expresión de un fenómeno más amplio, la consecuencia esperable ante
una situación biográfica adversa que manejamos inadecuadamente, a la que atendemos y
que percibimos de una manera poco adaptativa, a la que acompañamos de una serie de
razonamientos nada favorables y, por encima de todo, que es resultado de una actividad
inadecuada que la mantiene y la refuerza. La emoción es un buen indicador de que algo
no estamos haciendo bien, o de que estamos ante una situación de pérdida o frustración,
y nada más inadecuado que eliminarla como si con ello eliminásemos la causa que la
provoca. Si negáramos el humo, sería imposible determinar que hay fuego, y cuando
quisiéramos abordarlo, quizás fuera demasiado tarde. Si no tuviéramos miedo al ridículo,
seguramente lo haríamos a menudo, lo que nos convertiría en personas poco fiables, pero
el miedo al ridículo, por muy intenso que sea, no debe impedirnos actuar en presencia de
otros, cuando así lo exige el guión de la vida, cuando se trata de perseguir algo realmente
valioso o, simplemente, cuando toca hacerlo.
Y por último, y sin duda lo peor: asumir que los intensos sentimientos de
desesperanza, de profunda tristeza y sinsentido, los frecuentes autodiálogos
descalificadores y amenazantes, el cansancio sin motivo aparente que solo invita a
permanecer en la cama o recostado en el sofá son síntomas de un desajuste biológico,
como la pérdida de memoria es síntoma de la degeneración neuronal en un paciente con
alzhéimer. Si esto es así, deberían seguirse dos pautas: 1) poder identificar claramente las
causas biológicas netamente responsables del problema y diferentes de las que causan
otros problemas distintos, y 2) un tratamiento farmacológico especializado que supusiera
la mejoría del estado de ánimo de la persona. Ni lo uno ni lo otro parecen suceder en la
actualidad. Está por aparecer el trabajo científico que determine cuáles son los niveles de
serotonina correctamente recaptados por las neuronas presinápticas que justifiquen la
prescripción de inhibidores específicos de tercera generación, o la cantidad de dopamina
que debe segregarse para impedir que alguien esté triste. Y en segundo lugar, no nos
equivoquemos, aceptar que el estado de ánimo mejora con la medicación antidepresiva
tiene el mismo soporte que señalar que la inhibición social disminuye con el consumo de
alcohol, por lo que debería prescribirse cierto número de gin-tonics a las personas con
fobia social o simplemente más tímidas de lo conveniente. ¿Dónde reside la diferencia?
Por favor, evítese nombrar los efectos secundarios o el riesgo de dependencia o
intoxicación porque quizás salgamos malparados con la comparación. Que el dolor de un
martillazo pueda aliviarse con una pomada no impide reconocer que el causante del
problema fue el golpe y no la inflamación del dedo; que los antiinflamatorios alivian y
los antipiréticos bajan la fiebre es algo indiscutible; que sean el verdadero remedio frente
a la infección es algo más discutible. ¿Por qué debería ser distinto en el caso de la
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llamada «salud mental»? ¿Y por qué pensar que la inflamación que produce el martillazo
es una reacción anormal?, ¿solo porque duele? Entonces, ¿por qué considerar anormal
experimentar profunda tristeza ante una pérdida o melancolía cuando nuestra vida se
aleja de nuestros valores y de las cosas que realmente nos importan?
Y es que quizás aquí resida el problema, en entender que el comportamiento (y sus
desajustes, por qué no emplear ese término) se explica por los mismos y únicos
principios que explican el funcionamiento cerebral. Sin cerebro no hay conducta,
evidentemente, pero la conducta no es literalmente equiparable a la actividad cerebral,
como la energía eléctrica que produce una batería no es equiparable a la luz que emite la
linterna. Eso lo saben bien los estudiosos del cerebro y los estudiosos de la conducta.
Como saben bien que el cerebro es responsable del comportamiento en la misma medida
en que este es responsable de la arquitectura funcional de aquel. Qué si no es la
plasticidad cerebral y su razón de ser.
De todo esto, y de mucho más, habla el libro que nos regalan esta vez Ernesto López
y Miguel Costa, fruto de una honda reflexión que asienta sus bases en su experiencia
clínica pero también en una interpretación rigurosa y nada complaciente de los avatares
por los que discurre la psicología actual. Un texto que continúa la senda de las últimas
obras que ambos autores han publicado, y que podemos incluir dentro de la tradición
reciente de investigadores y profesionales que critican los modelos explicativos actuales
del sufrimiento humano por su falta de validez, de fiabilidad y de utilidad. De muestra,
dos botones: el Instituto Nacional de Salud Mental —NIMH—, agencia de investigación
biomédica que es la mayor proveedora de fondos de investigación en salud mental del
mundo, se ha desmarcado recientemente de las clasificaciones psicopatológicas actuales,
y de su filosofía de fondo, al considerar que no suponen ninguna aportación al
conocimiento y abordaje de los problemas emocionales e implican, además, un aumento
del estigma, de la autoculpabilización y del pesimismo de las personas que presentan
este tipo de problemas. Por otra parte, Dainius Puras, psiquiatra y relator especial de la
ONU para los derechos de la salud, denunció recientemente la falta de validez de los
manuales para el diagnóstico y clasificación de los trastornos mentales y la necesidad
urgente de adoptar un cambio radical y global en la manera de comprender y atender los
problemas psicológicos, ya que el modelo médico ha resultado ser «obsoleto e
inadecuado» para este menester, y animó a ofrecer un enfoque etiológico y terapéutico
«que preste atención a los determinantes sociales que influyen en el bienestar
emocional» porque el sufrimiento humano es el resultado de una compleja combinación
de factores psicológicos y sociales.
Quizás un abordaje científico (con datos revisables y replicables y dentro de modelos
experimentales de probada valía) que conciba que las experiencias emocionales,
cognitivas y conductuales vinculadas al sufrimiento humano son formas personales de
responder a determinados sucesos de la historia biográfica y al contexto de cada
individuo, y explicables desde las interacciones y transacciones entre esos sucesos, su
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interpretación y su abordaje para hacerles frente, y no síntomas patológicos, sea no solo
más útil sino, también y sobre todo, más verdadero. Secuencias y transacciones llenas de
significado atribuido, de atención orientada, de reflexión automática o controlada, de
éxito o fracaso conductual en su manejo, de efectos de refuerzo, extinción y castigo, de
activación de motivaciones y patrones de conducta aprendidos pero también de
anticipación de resultados y empeño por alcanzar metas significativas. Secuencias
psicológicas explicadas desde unas bases de psicología científica demostrada y
demostrable, que busca la eficacia y la evidencia porque sabe explicar por qué suceden
los fenómenos que estudia; una intervención psicológica que se basa en el estudio de los
procesos psicológicos fundamentales que parecen construir la conducta y determinarla,
una psicología del sufrimiento que emplea criterios propiamente psicológicos. Frente al
desengaño y la constante crítica de una psicopatología basada en criterios biológicos (los
conocidos modelos RDoC, de Research Domain Criteria), es tiempo de plantear y
formular un modelo de explicación de la conducta inadaptada basado en criterios
estrictamente psicológicos, que echa mano de nuestros conocimientos probados en
memoria, atención, percepción, pensamiento, emoción, motivación, lenguaje,
aprendizaje, comportamiento social, psicobiología... Es tiempo de proponer modelos
explicativos de la conducta que no se salgan de la propia psicología experimental y que,
en la más pura tradición psicológica clínica, se apliquen a cada caso biográfico
particular.
Miguel Costa y Ernesto López lo hacen en el libro que ahora prologamos. Y lo hacen
de forma bella, verdadera y útil. Es un texto lleno de referencias poéticas y literarias,
porque han sido muchos los que han sabido describir con palabras precisas lo que
pensaba el alma y sentía el corazón. Porque la experiencia de la depresión y la angustia
vienen de lejos. Escrito en primera persona no solo como recurso literario, sino para
darnos a entender que cualquiera de nosotros seguramente ha experimentado cosas muy
similares porque muy similar es la naturaleza de lo que consideramos. En definitiva, lo
«anormal» no reside en la experiencia sino en el carácter desajustado que esa experiencia
puede tener en el futuro, al frenar el crecimiento y dificultar la vida. El problema no está
en lo que siento y hago en este momento sino en mantener un patrón de comportamiento
que se perpetúe en el tiempo y me lleve a pensar que la vida no tiene sentido.
En la Introducción hay un breve repaso a la historia de la melancolía, que se completa
en el último capítulo. Podría parecer un ejercicio de erudición, pero no lo es. Desde él,
planeará siempre la pregunta directa al lector (y a los profesionales de la psicología y la
psiquiatría): ¿realmente han cambiado mucho las cosas desde los tiempos de la bilis
negra, las posesiones satánicas y los desequilibrios de la sangre?, ¿no estaremos diciendo
lo mismo, empleando distintos datos y argumentos pero con la misma (i)lógica? La
respuesta casi es provocada, pero se detallará con creces, y con un cambio de registro
literario, en el último capítulo, dedicado también a las (supuestas) bases biológicas de la
depresión y a su (supuesto) abordaje farmacológico. Si alguien piensa que López y Costa
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niegan el componente biológico que se necesita para explicar el comportamiento, debe
leer este capítulo con atención. Si alguien piensa que Costa y López desean poner las
cosas en su sitio con rigor y ofrecer una explicación que seguramente firmaría cualquier
experto en el funcionamiento cerebral, probablemente está entendiendo la postura de los
autores.
En medio de los capítulos primero y último está el desarrollo de la tesis principal, que
ya ha sido empleada en obras recientes de esta pareja de inseparables divulgadores de
material práctico: un modelo biográfico, antítesis de una lectura psicopatológica y
psicopatologizante del comportamiento, que propone para el público general (y
seguramente para un nutrido grupo de profesionales que necesitamos sus libros para
hacer las cosas un poco mejor) una explicación de la conducta a partir de las
transacciones de procesos implicados en la atención y la percepción, el pensamiento, la
memoria y las expectativas, las emociones, sentimientos y autoverbalizaciones, la
conducta aprendida y mantenida por sus efectos y por el papel de las relaciones sociales
que establecemos (o no) en nuestro contexto. Una explicación fundamentada, lógica,
demostrable y, por encima de todo —dentro de un modelo de validez predictiva que es
genuinamente científico—, aplicable y útil. Una propuesta para comprender por qué me
pasa lo que me pasa y cómo puedo disponer de mi vida y sus resortes para aumentar la
ocurrencia de aquello que puede hacerme vivir más plenamente y alcanzar mis deseadas
metas. Una propuesta necesaria para hacer psicología clínica desde una perspectiva
contextual en tiempos de incertidumbre científica y profesional. Un bello libro lleno de
verdad y una propuesta verdadera envuelta en palabras y párrafos bellos.
ALFONSO SALGADO RUIZ
Decano de la Facultad de Psicología
Universidad Pontificia de Salamanca
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INTRODUCCIÓN. DE LA MELANCOLÍA A LA
ESPERANZA
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Allá por el siglo V antes de nuestra era el filósofo y
médico siciliano Empédocles de Agrigento sostenía que el
cosmos está hecho de cuatro principios eternos, fuego, aire,
agua, tierra, que están movidos por las fuerzas del amor,
que une, y del odio, que separa. Cada uno además está
dotado de dos cualidades, lo cálido y lo frío, lo húmedo y lo
seco, y así el fuego es cálido y seco; el aire, cálido y
húmedo; el agua, fría y húmeda, y la tierra, fría y seca.
Por la misma época, el médico griego Hipócrates de Cos,
basándose en esta doctrina del cosmos, sostenía que el
microcosmos del cuerpo humano está formado por cuatro
humores con sus correspondientes cualidades también: la
sangre, cálida y húmeda; la bilis amarilla, cálida y seca; la
Hipócrates bilis negra, fría y seca, y la flema o pituita, fría y húmeda.
Pero ¿qué relación había entre estos humores y la
melancolía, en la que él ya reconocía la tristeza, el abatimiento, la aversión a la comida,
la desesperación, el insomnio y la falta de energía?
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cuatro humores: sanguíneo, colérico, melancólico y flemático.
Pero lo curioso del caso es que la bilis negra en la que se basaba esta doctrina
resultaba ser en realidad un humor inexistente, ficticio. Dadas las limitaciones de los
conocimientos fisiológicos de aquel entonces, la observación de los coágulos de sangre,
de los vómitos de sangre o de las heces negras que se producían en algunas
enfermedades hacía pensar engañosamente que se estaba ante un humor con existencia
tan real como la de la sangre, la bilis o la linfa. Por eso se la denomina bilis negra y se le
seguirá otorgando durante siglos categoría de hecho comprobado cuando en realidad no
es más que una ficción, una quimera.
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Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza
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Saturno, el planeta de la melancolía
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Según Kant, la melancolía soledad profunda que invita a la meditación melancólica. Es
estimula el sentimiento de lo
sublime como una facultad que sobrepasa las fronteras de los
sentidos y que impulsa a la imaginación hacia el abismo de
lo infinito.
Pero si los vapores de la bilis negra son, según la doctrina humoralista, la causa de la
melancolía, ¿qué se puede hacer para aliviar la aflicción? Si la bilis negra se comporta de
modo natural, se elimina también de forma natural por las heces y la orina. Pero si se
acumula, entonces habrá que forzar su evacuación con sangrías mediante sanguijuelas,
ventosas o cortes en las venas. Todavía en el siglo XIX Jean Esquirol recomendaba
sangrías en la vulva y en el ano para favorecer el sangrado.
Se utilizaban también purgantes para facilitar su evacuación con las deposiciones.
Uno de ellos, utilizado incluso hasta el siglo XIX, fue el extracto de eléboro negro,
altamente tóxico, que provocaba vómitos y diarreas hemorrágicas negras, lo que hacía
pensar que era en realidad bilis negra lo que se estaba evacuando y que, de ese modo, se
estaba «curando» el mal y «demostrando» que era la bilis negra la causa de la
melancolía.
Se empleó además un amplio arsenal farmacológico de drogas. Marsilio Ficino
elaboraba con plantas un jarabe que había que beber con la llegada de la aurora y
confeccionaba píldoras con ingredientes mezclados en vino de primera calidad. El
médico, alquimista y astrólogo suizo Paracelso recomendaba medicamentos que, según
él, provocaban la risa, «ponen de buen humor y erradican toda tristeza»; si la risa
resultaba excesiva, era cuestión de encontrar el equilibrio con medicamentos que
provocaban tristeza.
Por otra parte, si el humor melancólico es frío y seco, se procurará que el aire sea
caliente y húmedo, según los estudiosos de entonces. El médico francés André du
Laurens recomendaba que los médicos se perfumaran y que se arrojaran en la habitación
flores perfumadas y cáscaras de limón, además de decorarla con colores alegres. Se
recomendaban también baños calientes, aguas termales y masajes con ungüentos
calientes y húmedos. Si los vapores de la bilis negra se alojaban en la cabeza,
Constantino el Africano recomendaba rasurar el cráneo y aplicar leche de mujer o de
burra.
Habrá de seguirse también una dieta adecuada que no favorezca la formación de bilis
negra y que, por el contrario, «envíe vapores dulces al cerebro», como quería Du
Laurens. Ya Rufo de Éfeso y Galeno habían advertido de que los vinos oscuros y
espesos, las carnes de vaca, toro, cabra y otros animales, los quesos curados, los excesos
en la comida y el ejercicio insuficiente favorecían la melancolía. Por eso serán
preferibles los vinos claros y las comidas ligeras, calientes y húmedas. En el caso de la
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melancolía hipocondríaca, se evitarán las legumbres, que aumentan la flatulencia.
La alegría y el gozo, calientes y húmedos, contrarrestarán la tristeza, fría y seca. El
propio Cervantes nos confiesa que quiere que «el melancólico se mueva a risa» leyendo
la historia de don Quijote. Por eso también la música agradable y tranquilizante, cuyas
vibraciones fluidifican la espesa bilis negra, es una recomendación que se remonta
incluso al relato bíblico en el que David toca el arpa para el rey Saúl, que recobraba así
la calma y el bienestar y ahuyentaba los malos espíritus que lo perturbaban.
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LA ESPERANZA DE LA TIERRA
PROMETIDA
Su mujer, que lo esperaba, y los numerosos náufragos que se podrían salvar cada año
si su travesía llegaba a feliz término eran parte de la tierra prometida que vislumbraba en
la distancia, que llenaba de sentido su navegación y que introducía la esperanza en
medio de las calamidades del viaje. Es una esperanza, no obstante, que no suprime las
fatigas y las tareas que debe realizar el náufrago, porque la esperanza no es una coartada,
sino que es un impulso para avanzar hacia la tierra prometida.
«Ya ves, amigo náufrago, que nunca hay que dejarse llevar por la desesperación. Debes saber que, cuando
te parece llegar al fondo, se producen circunstancias que pueden transformarlo todo. Sin embargo, no debes
apresurarte demasiado en tu esperanza, no olvides que cuando ciertas pruebas parecen insoportables, pueden
surgir otras que borren el recuerdo de las primeras».
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Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida
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Porque vivir y navegar con rumbo es elegir, es decidir y es actuar en coherencia con
la decisión tomada. Es decidir que tiene sentido para mí buscar y darle un significado a
mi vida, que vale la pena emplear mi tiempo en buscarlo y que me va a compensar
ocuparme de la búsqueda aun en medio del abatimiento y de la confusión. Es decidir que
me importa liberarme de la experiencia depresiva que me pesa, pasar de la desesperanza
a la esperanza, de la parálisis y la desgana a la acción con sentido que me lleve a la tierra
prometida, de la tristeza y el dolor por lo que he perdido al gozo de las metas que puedo
alcanzar, del estancamiento en el pasado que me detiene a la expectativa del porvenir
que me anima, de lo que pudo ser y no fue a la visión y el propósito de lo que puede ser
todavía, porque soy un ser inacabado y me queda todavía el porvenir, y porque, si
continúo haciendo lo que vengo haciendo hasta ahora, obtendré los mismos resultados, la
misma desgana, la misma parálisis, la misma desesperanza. Si aspiro a vivir una vida
diferente, no condicionada por la experiencia depresiva, me conviene desde luego hacer
a partir de ahora algo diferente de lo que he venido haciendo hasta ahora.
En todo caso, la decisión de hacer un cambio en
mi vida es una responsabilidad mía, está en mis
manos, como la mariposa azul en manos de la niña.
Había una vez un sabio que siempre respondía a
todas las preguntas sin titubear. Dos niñas curiosas
e inteligentes quisieron ponerle a prueba. Para ello
decidieron inventar una pregunta que el sabio no
supiera responder. Una de ellas apareció con una
linda mariposa azul que pensaba usar para
confundir al sabio.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó la hermana.
—Voy a esconder la mariposa en mis manos y preguntarle
al sabio si está viva o muerta. Si dice que está muerta, abriré
mis manos y la dejaré volar. Si dice que está viva, la apretaré
y la aplastaré. Y así, cualquiera que sea su respuesta, ¡será una
respuesta equivocada!
Las dos niñas fueron entonces al encuentro del sabio, que estaba meditando en lo alto de la colina. Una de
ellas le dijo:
—Tengo aquí una mariposa azul; dime, sabio: ¿está viva o muerta?
Muy calmadamente, el sabio sonrió y respondió:
—Depende de ti, está en tus manos.
Si decido emprender los primeros pasos para dar un giro a mi vida, este libro podrá
ser como un mentor o guía que me acompañará e inspirará a lo largo de la travesía y me
ayudará, como no lo han podido hacer las doctrinas antiguas, a comprender el
significado de mi experiencia depresiva, a restablecerme de ella y a convertirla en una
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oportunidad para hacer acopio de energía mientras la vivo y salir de ella más fortalecido
todavía para seguir adelante.
A lo largo de todos los capítulos del libro, me podré
conceder tiempo y ocasión para encontrarme sin prisas a
solas conmigo mismo, para hablarme con calma y en
silencio, para sentir con benevolencia el fuerte latido de la
tristeza, del dolor, del sufrimiento, de la desgana, del
desvalimiento y de la desesperanza, para definir la visión y
el sentido que quiero dar a mi vida y para reemprender con
esperanza, después de la crisis y la parálisis, la travesía de
mi existencia. Además de recuperarme de la experiencia
depresiva que estoy ahora viviendo, podré fortalecerme para
hacer frente a posibles futuras adversidades sin que lleguen a
abatirme y paralizarme como lo han hecho otras pasadas.
Sentiré a veces que mis primeros pasos son titubeantes y
que incluso «he vuelto a las andadas», pues los hábitos y
rutinas adquiridos con el tiempo pesan y no será siempre
fácil abandonarlos. Pensaré en esos momentos en las muchas
veces en que he logrado hacer cambios en mi vida, aun en
medio de las dificultades, en lo mucho que he sido entonces
capaz de aprender y en la satisfacción por lo que he logrado y aprendido. ¡Ahora tengo
una nueva oportunidad de cambiar y no la voy a dejar escapar!
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1. PESOS Y PESADUMBRES, PENALIDADES Y
PENAS
Pese a todos los intentos, las doctrinas antiguas no lograron desvelarnos el significado
de la experiencia depresiva. ¿Podré yo llegar a comprender el significado de la que estoy
viviendo, a desvelar el secreto de la tristeza que no se me va, de mi pesadumbre y de mi
pena?
Las pérdidas, las tribulaciones, los pesos, las penalidades, los fracasos, la enfermedad
y la muerte son una experiencia común en alguno o en muchos de los momentos de la
vida. Son como la vida misma, la gravedad de la vida que pesa y que puede «apretar de
arriba abajo», oprimir, abatir, hundir, deprimir, que todos esos son significados
etimológicos del verbo latino deprimo. Por eso, si quiero estar «orgulloso de mi
condición humana», que decía Albert Camus, lo he de estar de mi capacidad de
embriaguez, pero también de sufrimiento, de mi capacidad de gozar la dicha de vivir,
pero de hacerme cargo también de las desdichas de la vida que me pueden dejar bajo,
incluso hundido y humillado, que eso significa también depressus.
Y si son algo común las tribulaciones, los pesos y las penalidades, ¡qué tiene de
extraño que me sienta atribulado y sienta pesadumbre y pena! Y si son comunes las
pérdidas de personas y cosas significativas para mí, ¡qué tiene de extraño vivir un
aluvión de duelos y quebrantos, que me sienta a menudo triste y dolorido, bañado
incluso en lágrimas, y que sienta nostalgia, a veces duradera, de los bienes perdidos!
La figura 1.1 representa el Modelo ABC, un enfoque que indaga con la luz de los
principios de la psicología los entresijos de toda experiencia humana y también, pues, de
la experiencia depresiva, para analizar, comprender y explicar su significado.
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Figura 1.1. La experiencia depresiva es una experiencia biográfica y contextual.
En el centro de la figura está mi biografía personal (B) que, como ser humano que
soy, puede estar orgullosa de ser con todo derecho un patrimonio de la humanidad único
y diferente, una originalidad irrepetible dentro del universo y del que está formando parte
en este momento la aflicción de mi experiencia depresiva, que es también única y
diferente. Es además una experiencia personal integral, pues en ella participa
íntegramente mi biografía personal con todas sus dimensiones: las reacciones y
sensaciones fisiológicas de mi organismo; lo que veo, oigo, huelo, toco o saboreo
(percibir); lo cual pienso, lo que imagino, lo que recuerdo (pensar), lo cual hace que sea
una experiencia cognitiva; mis afectos, sentimientos o emociones, pesadumbre, tristeza,
pena, miedo, desgana, dolor, nostalgia, culpabilidad, desesperanza (sentir), que hacen
que sea una experiencia afectiva; mis obras o acciones (actuar), que hacen que sea una
experiencia operante y ejecutiva; mi historia biográfica, una sombra que siempre me
acompaña y que hace que sea una experiencia histórica, y que me convierte además en
un ser múltiple capaz de hacer brotar y de vivir el manantial de otras muchas
experiencias y que puede, desde luego, empezar a vivir a partir de ahora la experiencia
de sobreponerse a la experiencia depresiva.
Preparo tres recipientes que contengan respectivamente agua fría, agua caliente y agua tibia. Introduzco
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primero la mano derecha en el recipiente de agua fría y simultáneamente la mano izquierda en el recipiente de
agua caliente. Mientras hago esta experiencia, sentiré frío en la mano derecha y calor en la izquierda. Después
saco las manos de los recipientes e introduzco las dos a la vez en el recipiente de agua tibia. Ahora en la
mano derecha, que estuvo en el recipiente de agua fría, sentiré calor, mientras que en la mano izquierda, que
estuvo en el recipiente de agua caliente, sentiré frío.
Hasta mis más sencillas sensaciones tienen historia. No puedo borrar de mi historia
que mis manos han estado metidas en temperaturas diferentes. El reciente pasado de mis
sensaciones de frío y calor tiene presencia activa en mí y me predispone para percibir las
sensaciones diferentes que ahora experimento.
En el fluir de mi existencia, todo mi ser ha
estado involucrado hasta ahora en mil
circunstancias diversas y ese pasado mío tiene
ahora también presencia activa en mí, llevo grabada
su marca, llevo a mis espaldas irrevocablemente su
sombra: «hoy es hoy con el peso de todo el tiempo
ido», que decía Pablo Neruda. Cada pequeña cosa
que hago se sustenta en las que ya hice. Cada nueva
experiencia es una «continuación», como nos
recuerda la poeta polaca Szymborska. No puedo
dejar de ser lo que he sido, el niño que fui, los
No puedo dejar de ser el niño que fui sueños que forjé, los amores que compartí y los
desamores, abandonos y desengaños que viví,
aquello en lo que me he convertido merced a lo que he vivido y que ya no puedo
desvivir, merced a las mil y una experiencias vitales diferentes, gozosas y penosas,
dichosas y desdichadas que me han ido haciendo y que me siguen haciendo.
Me vivo además presente en todos los momentos de mi vida, que no es una sucesión
de acontecimientos y momentos inconexos, pues soy la unidad temporal que da
continuidad a las vivencias de todos esos momentos y los rescato de su transitoriedad y
los integro, también de aquellos momentos que creía olvidados y que de cuando en
cuando emergen de las aguas oscuras del pasado.
Y es que mi vida es acontecer, temporalidad, fluir de la existencia, de aconteceres y
experiencias en el tiempo, porque «lo nuestro es pasar». Por eso hablamos del «río de la
vida» que fluye continuamente sin cesar y me arrastra, o del «torrente del mundo», que
decía Goethe, o de «caminos sobre la mar». Estoy temporalmente confinado por el
nacimiento y la muerte, consciente del correr del tiempo, que va pasando, y por tanto de
mi finitud. A veces me rebelo contra este inexorable paso del tiempo, quisiera detener su
fluir, abolirlo, para que no se me esfume la posibilidad de llegar a ser lo que no soy
todavía.
28
Me arrastra el río de la vida
En este fluir del río de la vida, también tiene historia y temporalidad la crisis de mi
experiencia depresiva; acontece en el curso del tiempo que pasa, tiene su cronología en
mi historia personal. No es una experiencia aislada y estática, un fragmento suelto
enredado en mis neurotransmisores, sino que se inscribe en el «libro de los
acontecimientos» de mi historia, que diría Szymborska. Es el eco de las pérdidas que
tuve, de los abandonos, los fracasos, las derrotas y las impotencias que he vivido y que
vivo.
Esta conciencia de historia y de temporalidad me hace a veces más pesada mi
experiencia depresiva. A veces me produce angustia pensar que tal vez no pueda
alcanzar a tiempo todo lo que anhelo, sobre todo si no logro sobreponerme a la tristeza, a
la desgana, a la inhibición. A veces tengo la vivencia insatisfecha de haber perdido
irremediablemente el tiempo y la oportunidad de hacer cosas que ya no puedo hacer,
mientras veo pasar el tiempo y miro mis manos vacías, lo cual me produce sentimiento
de culpa.
A medida que el tiempo pasa, mi experiencia depresiva se puede ir infiltrando
sutilmente en las junturas y circunstancias de mi existencia y en la red de relaciones
interpersonales, predisponiéndome a nuevas experiencias que la prolonguen en el tiempo
y la hagan duradera. Puede ir ocupando cada vez más espacio, mientras se va reduciendo
el que ocupan otras experiencias. Pero puedo también decidir salir del estancamiento
porque el «libro de los acontecimientos» de mi vida no está cerrado todavía.
29
Cuando pienso que te fuiste/negra sombra que me asombras/tornas a mi
cabecera/haciéndome mofa./Cuando me imagino que te has ido/te me
muestras en el mismo sol/y eres la estrella que brilla/y eres el viento que
sopla./Si cantan, eres tú que cantas/si lloran, eres tú que lloras/y eres el
murmullo del río/y eres la noche, y eres la aurora./En todo estás y eres
todo/para mí y en mí misma moras/no me dejarás tú nunca/sombra que
siempre me asombras.
ROSALÍA DE CASTRO
Follas Novas
30
«mala sombra».
Mi experiencia depresiva no es, pues, un fenómeno que tenga su origen en un lugar
«endógeno» del cerebro y de los neurotransmisores, aunque, como veremos en el
capítulo 7, también ellos son parte de todo mi ser en mi experiencia depresiva. No hace
referencia a un «drama cerebral», sino al drama vital de mi existencia enfrentada a los
avatares de la vida. Por eso, cuando esos avatares trastornan las circunstancias del
mundo alrededor con las que coexisto, también se trastorna, se perturba, se desorienta, se
desorganiza mi mundo personal; cuando las conmueven, también se conmueve; cuando
las desbordan, también se siente desbordado; cuando las desgarran, también se desgarra;
cuando las arrolla, también lo arrollan.
Una experiencia que hago y que vivo, no algo que tengo en el cerebro
31
que, en la zona fronteriza de la derecha de ABC, que está entre mi biografía y las
consecuencias, yo con mis acciones hago frente a los pesos, las pérdidas, las
tribulaciones, las penalidades, los fracasos tratando de sobreponerme a la conmoción que
me causan. Por eso mis acciones son transacciones, acciones que me trascienden, que
van más allá de mí, sin saber a veces bien hasta dónde me pueden llevar.
Mi experiencia depresiva, pues, no es algo que tengo en un alojamiento endógeno,
sino que es una experiencia que hago y que me encuentro viviendo en el seno de esas
transacciones entre mí ser entero y los pesos, tribulaciones y penalidades de la vida,
poniendo en juego los dos platillos de una balanza. En un platillo, el peso de las
tribulaciones y penalidades. En el otro, el contrapeso de las obras con las que me
confronto con lo que me pasa.
Mis obras se hacen significativas precisamente porque también ellas dejan huella,
hacen que pasen cosas, logran resultados, tienen consecuencias (C), a veces dichosas, a
veces desdichadas, a veces impredecibles. Y es precisamente este poder operante para
hacer frente a las tribulaciones y penalidades y para dejar huella lo que más determina el
curso de mi experiencia depresiva, como veremos en el capítulo 2, y desde luego
también, como iremos analizando a lo largo del libro, mi capacidad esperanzada para
sobreponerme a ella.
Pero lo que hace todavía más significativas mis obras es que las consecuencias que
producen repercuten a su vez en mí y mis propias obras, me dejan huella también, es
como si me rebotaran. Así, si con mis obras obtengo bienes y recompensas valiosas,
atención, afecto, mis obras se refuerzan y es más probable que las vuelva a hacer y las
haga con más frecuencia. También se refuerzan cuando con ellas evito algo desagradable
32
y penoso, costosos esfuerzos, responsabilidades incómodas.
En ambos casos, digo que «me vale la pena», que me
compensa volver a hacerlas.
Cuando con mis obras cosecho, en cambio,
consecuencias penosas, costes, desdenes, insultos, maltrato,
castigos o la pérdida de bienes y recompensas que tenía, mis
obras se debilitan, se inhiben, se hacen menos probables y
frecuentes e incluso se paralizan y se extinguen. En ambos
casos, digo que «no me vale la pena» volver a hacerlas.
De este modo, las consecuencias van seleccionando y
determinando las obras con las que se corresponden, y
también las inhibiciones y parálisis que van configurando el
Las consecuencias de mis obras curso y la hechura de mi propia biografía y de mi
me rebotan
experiencia depresiva. Y así, mi tristeza, mi inhibición, mi
desesperanza seguirán ocupando mi vida y mi historia, o no,
dependiendo de lo que yo haga o deje de hacer frente a las pérdidas, los pesos, las
penalidades, y de las consecuencias que coseche con mi acción o mi inacción.
Para la doctrina humoralista, la tez oscura y los negros presagios eran un «síntoma»
de que por ahí dentro estaban ascendiendo al cerebro los vapores del humor negro,
aunque no se pudieran ver. ¡Y mal podían verse tratándose de una quimera! Las
contorsiones y las blasfemias son para el exorcista un «síntoma» de que Satán anda
haciendo de las suyas dentro del cuerpo, aunque tampoco se lo ve. Para la doctrina
psicopatológica, que conoceremos en el capítulo 7, la tristeza, la inhibición, la desgana,
la desesperanza son un «síntoma» de que algo anda mal en los neurotransmisores
cerebrales o de una «patología endógena» llamada «depresión».
Pero, puesto que mi experiencia depresiva es una experiencia «de frontera» que nace,
acontece y vivo en las transacciones entre mi ser entero y los avatares de la vida, la
tristeza, el dolor, el abatimiento, la desgana, los pensamientos pesimistas, la inhibición
de la acción, la desesperanza o las tentativas de suicidio no son síntomas de algo
escondido y latente en otro sitio esperando hacerse patente.
Mi experiencia depresiva no me revela una esencia endógena camuflada entre los
neurotransmisores y de la que sería, según la doctrina psicopatológica, pálido reflejo,
mera apariencia, sino que me remite al mundo de la vida y me revela las transacciones
que la alumbran y en las que palpita su verdadera esencia abatida, su plenitud doliente,
su verdadero ser, su existencia, su consistencia, y en ellas y por ellas me encuentro
viviéndola. A mi experiencia depresiva no la soporta ni le da ser y consistencia una
esencia oculta psicopatológica, ella tiene un ser propio transaccional y existencial que
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vamos a ir conociendo.
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nacimiento, del empleo, del dinero, del honor, de la posición social, de la salud y del
vigor físico, de la libertad, de la dignidad personal, del control sobre la propia vida.
35
que calma. Buscó la alianza que nos protege del miedo, que nos
hace ser partícipes de la vida y del mundo de los otros y ser
acogidos y reconocidos; buscó el bienestar y la dicha que produce
la sensación de no ser un extraño, porque es así como tomamos
posesión del valor de la propia existencia, como llegamos a ser lo
que somos y a conocer quiénes somos, a afirmarnos en las arenas
movedizas de la existencia. Vivió el abismo de la experiencia
depresiva en un mundo vacío de sentido, la angustia existencial del
desarraigo, la soledad y el desamparo.
Según sabemos por boca del cura, del bachiller y del barbero, también Don Quijote
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murió de melancolía. Y aquí Cervantes ya no da como razón
la supuesta causa de la doctrina humoralista, sino que apunta
a una experiencia vital: la melancolía se la producía el hecho
de verse vencido, nacía de su derrota.
Y es que a veces, en efecto, la pérdida puede ser la
pérdida de una batalla de la vida, la pesadumbre de verme
vencido en la derrota, los sueños rotos, las ambiciones
frustradas, el fracaso que echa por tierra un proyecto
largamente acariciado y en el que había depositado muchas
ilusiones, el desengaño de la traición de alguien en quien
confiaba ciegamente, la falta de promoción y de progreso o
el declive de la carrera profesional, los obstáculos que me
impiden realizar las tareas que tengo encomendadas o las
retrasan, la ruina que echa a perder los bienes que había ahorrado con tanto esfuerzo y
con tanto riesgo, la pobreza y las penurias consiguientes, la pérdida del empleo que me
deja en total emergencia, el destierro.
He logrado una meta en la que había puesto muchas ilusiones y por la que había
hecho enormes sacrificios y esfuerzos. El sueño se ha realizado, mis esfuerzos han sido
coronados con el éxito. Por un lado he ganado, pero por otro he perdido la meta dulce
que alimentaba mi esperanza, mi ilusión y mis esfuerzos y por eso ahora me puedo sentir
vacío y triste: ya no tengo nada por lo que luchar. ¿Y ahora qué?, ¿qué otra cosa puede
ilusionarme ahora? Es esa extraña sensación que se tiene al terminar los exámenes.
El logro de una meta muy deseada me deja ahora además con la responsabilidad de
gestionar lo que he logrado, lo que me supone un esfuerzo con el que no contaba, o me
siento incapaz de gestionarlo. Puede ser el matrimonio, lograr vivir con alguien a quien
amo. Entonces, cuando me las prometía muy felices porque las barreras que nos
separaban ya han caído, el sueño se derrumba, ya no hay nada en lo que soñar, ya no está
la gozosa nostalgia que nos unía en la distancia. La distancia, los reencuentros periódicos
y los adioses tenían su encanto y mantenían la llama encendida y las acciones que
programaban los reencuentros; ahora eso lo he perdido y he de hacer frente a la
convivencia de todos los días.
37
Pero supone también la pérdida de frescura corporal y de la vitalidad, la fatiga continua,
las fuerzas que flaquean, a veces incluso «me encuentro destrozado». Pierdo el nivel de
rendimiento que hasta ahora tenía y percibo que ya no soy útil. He perdido libertad de
movimientos; antes viajaba y ya no puedo. A veces pierdo relaciones y me encuentro
solo. Puedo perder autonomía, ya no dispongo de mí mismo, otros disponen de mí; me
tengo que dejar cuidar, y, soy una carga para los demás y me puedo enfrentar a la
incertidumbre respecto al origen y al curso de la enfermedad, a la imposibilidad de
influir en el proceso, al posible ocultamiento y a la sospecha de que se me miente
respecto a la gravedad. A ello se suman el dolor, a veces persistente, las posibles
mutilaciones y la invalidez. Si se acompaña de alteraciones del sueño, la falta de sueño
provoca cansancio, irritabilidad y más pérdida de rendimiento, lo cual, a su vez, genera
más alteraciones del sueño. Los tratamientos y sus efectos colaterales son una penalidad
añadida. Si me he operado y continúan las molestias, las esperanzas de recuperación que
abrigaba se ven ahora frustradas.
Si la enfermedad me sobreviene a una edad en la que estoy plenamente activo y
pletórico, cabe esperar mayor rabia y abatimiento. Y si la enfermedad es crónica y ya no
me cabe esperar más que agravamiento y nuevas limitaciones, ¡qué tiene de extraño que
esto me pueda llevar de la mano a la experiencia depresiva!
El duelo de la muerte
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir.
JORGE MANRIQUE
Coplas a la muerte de su padre
Libro a lo largo de la vida muchas causas en las que no sé todavía cómo me va a ir.
Lo que es seguro es que hay una irremisiblemente perdida de antemano: la que libro
frente a la muerte. De entre todas las posibilidades de mi existencia, la muerte es la más
cierta, nadie podrá arrebatármela. Mi existencia tiene un término, una frontera que no se
rebasa, que es la muerte, que se me va aproximando «milímetro a milímetro», como
decía Dino Buzzati en su obra En aquel preciso momento.
Esto vale para mí y vale cuando vivo el duelo, el dolor y el sufrimiento de la pérdida
que me supone la muerte de personas queridas. La pérdida de la muerte arrastra consigo
otras muchas pérdidas. Con ella todo se acaba irremediablemente y se consume, es un
abismo en el que todo naufraga y que evoca la finitud y la caducidad de las cosas que
aquella era melancólica que conocimos en la introducción llevó al extremo. Es una
posibilidad que cancela todas las demás cuando tal vez todavía no había llegado a ser lo
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que quiso ser, los proyectos tal vez compartidos e inconclusos, tantas posibilidades en
las que se habían depositado mucha esperanza y confianza, los sueños dorados, aquel
momento que se ha querido tal vez inmortalizar y que se ha mostrado efímero.
¿Por qué me deprimen esta pérdida y este fracaso y no me deprimen otros que he
vivido y que vivo?, ¿por qué me quebrantan tanto unos y no otros?, ¿por qué unos duelos
se resuelven con el tiempo y otros parecen no terminar nunca?, ¿por qué me dura tanto la
desgana?, ¿por qué no se me va esta tristeza?
Las pérdidas y los fracasos los vivo en la experiencia inmediata y frecuentemente los
sigo reviviendo y prolongando en el recuerdo. Recordar es una conducta activa, «hacer
memoria», que se pone en marcha cuando estoy en presencia de circunstancias, lugares,
paisajes, melodías, olores, días de aniversario que me evocan y me «traen a la memoria»
el pasado, los momentos dichosos compartidos, todo lo que ha significado para mí la
persona perdida. Vuelvo al lugar que habíamos compartido y me parece como si la viera
y oyera allí todavía. Oigo una canción y me invade una tristeza que a primera vista me
resulta inexplicable hasta que caigo en la cuenta de que la cantaba la persona que he
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perdido.
Recordar puede ser doloroso cuando revivo una pérdida o un trato degradante. Si la
pérdida ha sido por la muerte, el dolor puede ser mayor porque sé que a esa persona no
la volveré a ver, ya no volveré a pasear con ella por el camino que ahora recorro, ya no
estará más a mi lado en el lecho en el que ahora estoy solo, ya no ocupará nunca el
rincón que solía ocupar y en el que ahora creo estar viéndola todavía. También puede ser
un bálsamo cuando revivo los gozos que viví con la persona que ya no está.
¿Qué es lo que he perdido con la pérdida, de qué me hace carecer? A veces me puede
resultar difícil llegar a saberlo y a expresarlo. Sé lo que he perdido, pero no sé muy bien
por qué me aflige y quebranta tanto la pérdida y la carencia, y digo: «no me explico por
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qué esto me ha afectado tanto».
En todo caso, no es lo mismo perder un objeto sin valor que perder un ser querido,
una relación. ¿Qué supone la pérdida de un ser querido, de un amor, de un ideal?, ¿por
qué puedo superar con el tiempo las pérdidas y el duelo, reconociendo la pérdida de una
presencia y su ausencia, una presencia ahora ausente, y seguir adelante?, ¿por qué, sin
embargo, la pérdida se me puede convertir en un vacío, en una ausencia siempre
presente que hace duradera mi experiencia depresiva?
Puedo tratar de averiguarlo analizando cuánto significaba para mí lo que he perdido,
cuánto me importaba el vínculo que se ha roto, el proyecto fracasado. ¿Qué hacía con lo
que he perdido, cuánto tiempo me ocupaba, cuántos afanes me requería? ¿Qué me
aportaba y de qué carezco ahora que antes tal vez tenía en abundancia, protección,
afecto, momentos dichosos, apoyo, consejo? ¿En qué medida era para mí un punto de
referencia? ¿Cuánto habría reafirmado mi autoestima el proyecto fracasado?
Cuando pierdo algo, no solo pierdo lo que pierdo, pierdo también la relación con lo
perdido y lo que esa relación me aportaba y significaba para mí. Pero si pierdo una
relación, pierdo todo lo que he vivido en esa relación, lo que hemos hecho juntos, el
apoyo que tenía y con el que ya no voy a poder contar. No es extraño que en un primer
momento trate de «negar» la realidad de la pérdida: «no me lo puedo creer».
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No solo ha cambiado, pues, la existencia de lo que he perdido, también ha cambiado
mi vida, mi existencia, porque lo que he perdido me interesaba, desempeñaba un papel
importante en mi historia. A veces es como si me hubieran arrancado un pedazo de mí.
Ahora ya no cuento con lo que he perdido para seguir escribiendo mi biografía. Me había
marcado mi relación con la persona que he perdido y me marca ahora su pérdida. Al
sobrevenir la pérdida de algo o de alguien valioso, deja de interesarme en un primer
momento todo lo demás, nada me parece comparable a lo que he perdido.
Me siento desamparado
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desamparado, expuesto a la incertidumbre de los ataques que ella ya no va a parar. Y ello
me puede producir ansiedad además de enojo hacia la persona que he perdido por
haberme dejado «en la estacada». Me asusta lo que se me puede venir encima, la
expectativa de que algo terrible me puede ocurrir. Por eso me es tan difícil renunciar a la
persona muerta, y entonces yo también puedo querer incluso «morir con ella».
Una mujer, que tenía serios conflictos con sus hermanos, contaba con el apoyo y el cariño de una madre
fallecida recientemente que le servía de parapeto y de amortiguador de los ataques. Ahora está sumida en un
gran abatimiento y los encontronazos con sus hermanos le producen miedo y ansiedad. Al tener que redefinir
su posición dentro de la familia y al no saber cómo resolver el conflicto con sus hermanos, corre el riesgo de
que su abatimiento progrese hacia una experiencia depresiva duradera.
Ya nadie me necesita
Tenía sentido para mí la relación con la persona que he perdido, mis padres, mi
pareja, mis hijos, porque me sentía capaz de ofrecer afecto, apoyo, consejo,
acompañamiento. Son tal vez relaciones y capacidades que he estado viviendo durante
muchos años y que de pronto terminan. Ahora en mi soledad estas capacidades mías
carecen de objeto, es como si las estuviera desperdiciando. Estaban pletóricas y se han
quedado sin contenido, vacías, porque tal vez la pérdida ha dejado también el «nido
vacío», como solemos llamar a la marcha de los hijos. Si el despliegue de estas
capacidades llenaba y daba sentido a mi vida, ahora, al no poder desplegarlas, me puedo
sentir paralizado y vacío, sobre todo si mi soledad es duradera o si ya me encuentro en el
«otoño de la vida». Y entonces tal vez me vuelvo con nostalgia a un pasado en el que
esas virtudes mías tenían un complemento.
No valgo nada
«Tu opinión era justa; todas las demás eran descabelladas. Tu juicio negativo pesaba desde el principio
sobre todas mis ideas independientes de ti. Bastaba ser dichoso por alguna cosa, sentirse colmado por ella,
entrar en casa y decirlo, para recibir, a modo de respuesta, una sonrisa irónica, un meneo de la cabeza: «Yo he
visto cosas mucho mejores», o bien «¡vaya una cosa!». El valor, el espíritu decidido, la seguridad, la alegría
de hacer tal o cual cosa, no podían durar hasta el fin cuando tú te oponías. Estaba perpetuamente sumergido
en la vergüenza, porque, o bien obedecía a tus órdenes, y esto era vergonzoso, o bien te desafiaba, y también
esto era vergonzoso, pues ¿qué derecho tenía yo a desafiarte? Cuando emprendía algo que te desagradaba y tú
me amenazabas con un fracaso, mi respeto a tu opinión era tan grande que el fracaso era ineluctable. Como
no estaba seguro de nada, como esperaba a cada instante una nueva confirmación de mi existencia, llegué a
perder la certeza hasta de lo más próximo a mí, mi propio cuerpo. A medida que me hacía mayor, aumentaba
el material que podías oponerme como prueba de mi escasa valía.»
FRANZ KAFKA
Extractos de la Carta al padre
Los encuentros de Kafka con el padre lo definen como un ser de escasa valía,
vacilante, indeciso, débil, tímido, inhibido, que desconfía de sí mismo. «La desconfianza
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que tratabas de inculcarme se transformó en desconfianza de mí mismo y en perpetuo
miedo a los demás», le escribe a su padre. Si me voy constituyendo como un yo valioso
en los encuentros interpersonales, aprendiendo a saber «quién soy» y cuánto valgo a
partir del trato que me dan los «tú» con los que me comunico a lo largo de la vida, la
pérdida de alguien que me consideraba valioso o verme inmerso en una relación
interpersonal en la que predomina la depreciación, la invalidación y el menosprecio
puede llevarme a sentir que «no valgo nada».
Si la pérdida es debida a que la persona con la que he vivido me abandona y entabla
una relación con otra persona, la pérdida del lugar que yo ocupaba adquiere un
significado diferente, pues ese lugar lo ocupa ahora esa otra persona. Quien me ha
abandonado ha encontrado con otros lo que no encontró conmigo y me planteo por qué
yo no he dado lo que la otra persona da, afecto, sentido del humor, atractivo erótico que
«la rival» o «el rival» tiene y yo no, y puedo pensar que valgo menos.
Además de perder lo que la persona perdida era para mí, pierdo también lo que yo era
para esa persona. Ya no tengo quien me admire, quien me ame sin reservas, quien me
piense a menudo, quien me llame «pichoncito» o «cariño» o «corazón», tal vez nadie me
lo vuelva a llamar nunca.
Por otra parte, la imagen que yo creía que esa persona tenía de mí podía estar
confundida, no corresponder realmente al modo en que ella me veía. «Me lo tenía muy
creído», puedo decir, pues tal vez nunca había imaginado que me dejaría y la perdería,
no me lo esperaba, según la imagen que yo creía proyectar hacia ella. Ahora he de
renunciar a lo que era para ella y cuestionar además lo que imaginaba que yo era para
ella. La imagen ideal que yo tenía de mí y que yo creía que esa persona tenía de mí ha
sido herida y eso me duele y entristece. Por eso mi duelo es doble, por haberla perdido y
porque se ha desmoronado lo que yo creía que era para ella. Por eso también puede
disminuir mi autoestima y puedo hacerme reproches: «¡cómo he podido ser tan ingenuo,
tan tonto!», «tenía que haberme dado cuenta antes».
Pero puedo descubrir también después de la pérdida que la imagen que la persona
perdida tenía de mí y el significado que yo tenía para ella eran incluso más de lo que yo
creía. «Si lo hubiera sabido», puedo decir entonces, haciéndome reproches, sintiéndome
incluso culpable por no haberle correspondido y arrepintiéndome de haber perdido la
oportunidad de haber compartido más cosas.
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Mi responsabilidad en la pérdida y el pesar de la culpa
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Antes todo estaba ordenado y yo me sentía orientado. Ahora mi existencia se
desordena, se desorganiza, se trastorna. El orden acostumbrado y la seguridad y la
protección que me deparaban la relación o el proyecto fracasado se han desbaratado y
me siento desprotegido, desorientado, sin rumbo en medio del desorden y del caos.
Siento vértigo porque me faltan las agarraderas a las que me asía. Después de la pérdida,
me veo obligado a reorganizar mi vida, a rehacerla, a remodelarla, a reinstalarme, a
recuperar el rumbo perdido. Y me puede producir ansiedad no saber cómo y con quién
hacerlo. También por esto me puede ser tan difícil aceptar la realidad de la pérdida y
reemplazar lo perdido.
Tal vez a partir de ahora me aferro más al orden, me hago más «amante del orden»,
incluso me obsesiono, evito extralimitarme y cualquier pequeño cambio, me recojo y
encierro en «mi mundo» inmediato y me defiendo de todo aquello que pueda poner en
peligro la ya frágil estabilidad; quiero controlarlo todo hasta el último detalle, no dejar
nada en manos de los otros y del azar, me da miedo y me angustia que todo se pueda
desbaratar de nuevo como ya ocurrió con la pérdida. Esto, a su vez, llevado a su
extremo, me puede meter más en «mi concha» y estrechar mi campo de oportunidades
personales e interpersonales, hacer más probable mi deslizamiento hacia la experiencia
depresiva y hacerme más vulnerable ante otras posibles pérdidas que vengan a
desordenar el frágil orden al que ahora trato de aferrarme.
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proyectos y en nuevas relaciones para impedir nuevos fracasos, abandonos y
desengaños, y los potenciales cuestionamiento y descalificación personal que pudieran
acarrear.
En la medida en que no me haya recuperado todavía de la pérdida y la experiencia
depresiva continúe y me esté paralizando, no solo habré perdido lo que he perdido, sino
también la capacidad de decisión y de acción que antes tenía y que ahora está inactiva.
Y en ese caso, como veremos en el capítulo 2, esta es una pérdida que arrastra consigo
otras muchas pues bloquea oportunidades y posibilidades.
Con una gran frecuencia, las tribulaciones y penalidades de la vida, las pérdidas y los
fracasos me sobrevienen sin que yo los pueda programar a mi gusto para moderar su
impacto. A menudo se abaten sobre mí y me sobresaltan sin contar con ellos. A veces me
arrollan incluso. Son a menudo inciertos e inesperados, no puedo programar el día y la
hora en que aparecen, ni su severidad, ni si vienen solos o vienen varios juntos. Y todo
ello afecta al significado que tienen y al curso de mi experiencia depresiva.
Pérdidas acumuladas
«Dame una bola de tenis, y puedo moverla arriba y abajo con facilidad. Dame dos, y puedo aún
manejarlas. Añade una tercera, y será necesaria la habilidad especial para hacer juegos malabares. Dame
cuatro y se me caerán todas.»
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Algunas me dejan abatido un tiempo, pero me rehago. Otras duran más y me abaten por
más tiempo. En estos casos, el peso se hace sobrepeso y el camino puede ser
extremadamente duro si he de seguir soportando esa carga. La experiencia puede
hacerme decir: «no puedo más», «estoy agotado». El peso y la pesadumbre están
relacionados con la severidad e intensidad de la pérdida o del fracaso. Cuanto mayor sea
la severidad de la enfermedad que me acaban de diagnosticar, cuanto más dolor e
invalidez conlleve, más probable será el desbordamiento de la capacidad de
afrontamiento y más intensa podrá ser la experiencia depresiva.
Me gustaría tener todo «atado y bien atado», que el orden de las cosas no se viera
alterado por sobresaltos, estar seguro sin la amenaza de lo incierto. Pero ¡hay tantas
cosas inciertas!
Parece obvio pensar que el carácter estresante de una pérdida y su potencial para
precipitar una experiencia depresiva dependen del grado de incertidumbre que la
envuelve. La incertidumbre me hace perder la seguridad y el control. En igualdad de
condiciones, las pérdidas, como las que me puede acarrear la evolución de una
enfermedad, serán más estresantes y me causarán más pesadumbre cuanto mayor sea el
grado de incertidumbre que provoca su aparición. Esta incertidumbre se combina a
menudo con la incertidumbre respecto a cuándo y cómo va a producirse, cuántos riesgos
va a comportar, cuánto va a rebasar mis capacidades, cuánto control podré tener de la
situación y qué consecuencias va a tener.
Las penalidades y las pérdidas que ocurren a destiempo en el curso de la vida resultan
más imprevisibles e impredecibles y las vivo, por ello, como más estresantes y me
causan más dolor, tristeza y desolación. Resultará probablemente más estresante,
dolorosa y desoladora la muerte de un hijo pequeño que la muerte de un ser querido
cuando «le ha llegado su hora». Perder a la pareja y enviudar cuando se es joven es
menos esperable y probablemente más estresante que en la vejez. También será más
estresante la pérdida del trabajo por una incapacidad laboral a los 30 años que a los 60.
Los ultrajes, abusos, daños y perjuicios interpersonales adquieren un poder estresante y
de daño mayor cuando se producen además de manera impredecible, cuando no hay
señales que me permitan controlar la situación y discernir cuándo estoy en peligro y
cuándo estoy a salvo, o cuando vienen de alguien de quien no me lo esperaba. En ese
caso, no existe una zona de seguridad en la que poder relajarme, y por eso «siempre
estoy en guardia, siempre vigilante, nunca se sabe».
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En general, serán menos estresantes y menos depresivos las pérdidas, los abandonos,
los desengaños que puedo prever y predecir, que me otorgan cierto grado de certidumbre
y de control y me permiten tomar medidas preparatorias y preventivas, que los
imprevisibles e impredecibles, que irrumpen inesperadamente y me pillan desprevenido.
Además, si puedo predecir el momento de aparición de una pérdida o de un daño, puedo
sentirme a salvo y seguro el resto del tiempo. En cambio, es más difícil de controlar una
situación que no puedo predecir. Si carezco de información, si la información no me
llega a tiempo o es escasa, puede hacerme más amenazante el acontecimiento y tener un
mayor efecto paralizante.
Antes de la pérdida, los sucesos adversos y contrariedades de la vida cotidiana eran
predecibles, ocurrían con regularidad y los podía controlar. Ahora, debido al paso de los
años, a la enfermedad, a la pérdida de empleo, de la vivienda o de la fortuna, las
adversidades, las desgracias, los achaques me pueden llegar de improviso, sin
posibilidad de preverlos y prevenirlos: «antes lo tenía todo bajo control, ahora no, cada
día aparece algo nuevo, cuando no es una cosa, es otra».
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comportamiento me supone una penalidad añadida.
Cuando al daño físico o a la humillación le siguen la reconciliación, el abrazo y las
muestras de cariño habitualmente escasas, la situación se hace ambigua y el cariño
recibido podría llevarme a tolerar el daño y a perpetuar así la dependencia y la sumisión.
Pero tolerar el daño para poder tener el cariño me expone a un nuevo conflicto y a la
experiencia depresiva se le añade entonces el sentimiento de culpabilidad por mi
consentimiento. También me puedo hacer reproches por la condescendencia con el
cariño y las caricias de quien me maltrata y me humilla.
Ser consciente de que puedo estar contribuyendo a perpetuar la dependencia, mi
propia sumisión y mi experiencia depresiva me puede producir mucha rabia y
desesperanza de poder salir del laberinto. Y no ser capaz de salir del laberinto en que me
siento atrapado me puede hundir todavía más en la pesadumbre. También me puedo
sentir culpable del deterioro de la convivencia que ha derivado en la humillación y el
maltrato o tal vez hasta en la infidelidad de la pareja: «la culpa es mía por no haber
cuidado más la relación y también por no haber dicho “basta” hace tiempo». «Ni contigo
ni sin ti tienen mis males remedio», puedo llegar a decir en esta situación ambigua y
conflictiva.
Los pesos, las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los fracasos, las
experiencias impredecibles, ambiguas y cargadas de incertidumbre me afectan, me
producen afectos, afecciones, emociones, sentimientos que hacen de la crisis de mi
experiencia depresiva una experiencia afectiva.
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los avatares de la vida me afectan y de que tengo motivos para sentir su impacto. Por eso
mi tristeza no es «tristeza inmotivada» o «sin motivo alguno», que decían las doctrinas.
Por eso, más que propiedades solo mías, son más bien propiedades de la experiencia
que vivo con las pérdidas o los fracasos; más que revelarme solo a mí, revelan esa
experiencia existencial en la que me encuentro viviendo mi experiencia depresiva. Si
estoy con una persona compartiendo momentos dichosos, mi alegría se la debo, es su
compañía la que me llena de gozo, le hago justicia si se lo digo «mi alegría nace y se
hace contigo». La alegría no es algo preexistente o independiente de ese encuentro, nace
en él, me siento alegre porque me encuentro en su presencia, al igual que me siento triste
porque me encuentro en el paisaje vacío de su pérdida y su ausencia.
Los estados de ánimo son también el eco de la duración de lo que me pasa. De
alguna manera, siempre me encuentro en un determinado estado de ánimo porque
siempre me está pasando algo, me está afectando algo y siempre estoy respondiendo con
afectos a lo que me está afectando. Por eso, cuando mi experiencia depresiva es
duradera, mi estado de ánimo también lo es.
51
siempre». Además, como «de una hora, la pena hace diez», que dijo Shakespeare, en el
duelo el tiempo transcurre lento, como transcurría para los afectados por la acedia.
52
como si de alguna manera estuviera ya ausente, muerto en vida. «Ya lo he perdido»,
decía una mujer refiriéndose a su esposo con alzhéimer.
Amargura es «gusto amargo» y también «aflicción o disgusto» ante un desengaño,
una traición, una humillación. También mi tribulación es «pena, aflicción», y su raíz en
el latín me lleva a tribulum, que significa el trillo con que se trilla la mies, haciendo
trizas la paja, o a tribulus, que significa abrojo, una planta espinosa que lastima con sus
puntas agudas si se pisa. Y es que a veces las tribulaciones que me atribulan me dejan
«hecho trizas» y me lastiman como el abrojo; por eso también se llaman abrojos.
Cuando mi aflicción es extrema y arrolladora, la vivo como desolación. Las pérdidas, los
abandonos, los fracasos me pueden provocar también rabia, que es «ira, enojo, enfado
grande», que dirijo a veces contra quienes considero responsables de lo ocurrido o que
vivo porque considero «injusto» lo ocurrido.
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El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa
La sed de consolación me hace desear
el agua de esperanza que no dejo de tomar
del pozo profundo de mi melancolía
pero que suelo encontrar agotada.
CARLOS DE ORLEANS
Sobre todo, me falta ya la lumbre
de la esperanza con que andar solía
por la oscura región de vuestro olvido.
GARCILASO DE LA VEGA
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Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba
Nostalgia es una palabra que acuñó a finales del siglo XVII Johannes Hofer, basándose
en el griego clásico (nostos significa «retorno» y algos significa dolor), para referirse al
«mal de la tierra», que definió como el dolor y la tristeza por el perdido encanto de la
tierra natal y del hogar y el deseo de volver. Al comienzo de la Odisea, Ulises, en el
exilio de la isla de Calipso, recuerda lloroso y con nostalgia Ítaca, siente su falta y se
siente abatido por la tristeza. El sentimiento de nostalgia es eco de la tierra natal, dolor
del bien perdido o ausente, de los «caminitos» que el tiempo ha borrado, que canta el
tango, y a los que se desea volver, porque a la pérdida del bien perdido se suma la
pérdida de la protección que deparaba.
La añoranza es nostalgia del ser amado, ausente o muerto, o de un bien perdido que
echo de menos, que extraño. Nostalgia y añoranza son, pues, sentimientos de ausencia,
de extrañamiento. Son también sentimientos dolorosos por la carencia y la privación de
lo ausente, una variante del duelo. La morriña es sentimiento de desfallecimiento, de
decaimiento, de desánimo. Es para Ramón Piñeiro, en su Filosofía da saudade, un
sentimiento de tristeza, equivalente de la melancolía.
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y en el cielo/yo no sé lo que busco, pero es algo/que perdí no sé cuándo y que no
encuentro».
Las palabras evocadoras, las canciones, el murmullo de un arroyo o la voz de alguien
despiertan las reminiscencias del universo pasado vivido y perdido y lo hacen revivir con
placer y con dolor, pues a la vez que emerge fugazmente del olvido se constata la
imposibilidad del retorno. Son reminiscencias, pues, dulces y amargas a la vez, la
dulzura de la reminiscencia entreverada con el dolor de la pérdida.
Si bien la ausencia del bien amado provoca tristeza, su recuerdo provoca gozo, y la
anticipación de su recuperación, esperanza. Gozo por el recuerdo del pasado, tristeza por
la ausencia en el presente y esperanza de recuperación futura: tres sentimientos que se
asocian con la vivencia de la saudade.
Por sus raíces en el latín, angustia se relaciona con el verbo angere, que significa
«estrechar», «estrangular» y también «atormentar», «inquietar», «intranquilizar». Se
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relaciona también con angor, que es «opresión» («me oprime el corazón»), «tormento»,
«congoja», «angustia», «pesadumbre» y con angustia, que es «estrechez», «espacio
angosto» y también «agobio», «aprieto», «apuro», «situación crítica». Cuando la
estrechez se da en las vías respiratorias, produce una respiración difícil y entrecortada
(«me falta el aire»).
La crisis de mi experiencia depresiva puede precipitarse, en efecto, por una situación
crítica, como un conflicto, una enfermedad, un maltrato, de la que me puede ser difícil
salir y en la que la angustia proviene de estar situado ante algo amenazante y peligroso y
ante el daño y el dolor que me puede causar. Es la experiencia absorbente de estar alerta
y a la defensiva, de estar en vilo, de que «puede pasar cualquier cosa», de no poder
lograr las metas propuestas y no saber qué va a ser de mí, creyéndome además impotente
para controlar la amenaza que me supera, como comentaremos de nuevo en el capítulo 2.
La puedo vivir tan arrolladora como una agonía. Congoja es angustia que ahoga, que
sofoca, como lo hacen las tribulaciones que me acongojan, hasta al punto de hacerme
estallar en llanto o en gritos.
La angustia y la desesperación gravitaron sobre el drama existencial y la vivencia
melancólica y depresiva del filósofo danés Sören Kierkegaard, considerado padre del
existencialismo, tan marcada también desde su infancia por la influencia de un
cristianismo luterano sombrío, angustioso, de pecado y castigo, de terror y temblor. La
angustia y la desesperación están también para él ligadas al vértigo de la libertad y a la
necesidad de elegir que, que como decía Jean-Paul Sartre, implica la existencia y porque
para elegir es preciso arriesgarse y arriesgarse comporta la posibilidad de desesperar y
de fracasar.
A lo largo de la vida, hago muchas cosas que son beneficiosas para los otros. Pero
también hago y digo a veces cosas que contravienen normas, valores y creencias que
establecen qué acciones son debidas o indebidas y en qué medida son o no culpables y
punibles, porque causan además daño y dolor, y por eso contraigo una culpa y siento
pesar, siento el peso de la culpa, me siento culpable, pesaroso.
Mis recuerdos del pasado pueden estar poblados también de sentimientos de
culpabilidad y de remordimientos que me «remuerden la conciencia», que me
atormentan, aunque pueda tratarse de la rememoración de lejanos «pecados de juventud»
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que tal vez a otros les puedan parecer bagatelas o minucias
pero que para mí tienen un gran significado. Es una manera
de prolongar el dolor del duelo por la pérdida y agravar el
quebrantamiento, porque lo perdido está definitivamente
perdido y la ausencia es «para siempre» si la pérdida es
debida a la muerte, y el daño que me reprocho es irreparable,
por más que me siga diciendo a mí mismo «nunca le dije
todo lo que significaba para mí y lo mucho que le quería»,
«tenía que haber actuado de otra manera», «no lo olvido y no
me lo perdonaré nunca».
En la medida en que el hacer culpable del pasado ya no se
puede deshacer porque «lo hecho, hecho está», es un peso
que me provoca también tristeza y ansiedad ante lo
irreparable, pero también arrepentimiento y deseo de lavar la
culpa, de reparar el daño causado y de perdón. El sentido del deber y de coherencia con
mis valores y principios me puede hacer difícil olvidar la culpa y perdonarme: «¿cómo
he podido hacer semejante disparate?, no podré perdonarme jamás lo que hice, arrastraré
mi culpa toda la vida». Si no resuelvo la culpa, como veremos en el capítulo 4, me atará
al pasado en el que acontecieron los hechos de los que me culpo y de los que soy
responsable y me cerrará el paso hacia el futuro.
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triste, abatido.
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2. NO TENGO GANAS DE HACER NADA
Los pesos, las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los fracasos me afectan y
me dejan huella, me dejan tristeza, dolor, duelo y desesperanza, me dejan pesadumbre
los pesos, pena las penalidades, angustia las amenazas. Pero todo esto, con ser tan
importante, es solo una parte de mi experiencia depresiva. También cuenta, y cuenta
mucho, cómo me enfrento a esos pesos y a esas penalidades, lo que hago y también lo
que dejo de hacer, la acción y la inacción, la inhibición, el inmovilismo, la parálisis.
Estas obras mías son acciones prácticas, ocupaciones y quehaceres con los que cada
día me ocupo de grandes y pequeñas tareas que intento llevar a cabo. Las realizo además
con una intención, con la visión de futuro de una meta todavía ausente en la cual
encontrarán su acabamiento. Claro que a veces pueden ser contraproducentes, como
cuando las realizo «a tontas y a locas», sin una clara visión e intención, sin considerar
todas las circunstancias o sin anticipar las consecuencias indeseables que pudieran
acarrear.
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Figura 2.1. El flujo de las obras y el reflujo de las consecuencias.
Mis obras me lanzan además más allá de cada obrar inmediato y se integran en mi
proyecto de vida, cuyo sentido voy conformando y poniendo en juego en el transcurso de
mi existencia precisamente con mis obras innumerables. Mi proyecto las orienta hacia el
horizonte futuro de lo que puedo llegar a ser, porque no estoy acabado todavía. La
importancia de las obras en mi proyecto de vida me remite también a la posible
experiencia de los proyectos frustrados en los cuales no me ha sido posible lograr lo que
anhelaba. Me remite también a la entraña de mi experiencia depresiva, pues en ella, en la
decisión de actuar o en la desgana de hacer y en la parálisis, también estoy poniendo en
juego el sentido que quiero dar a mi vida.
Pero donde más se advierte mi poder operante es en la capacidad para operar sobre
las circunstancias en las que me encuentro en cada momento y sobre los avatares de la
vida, para influir y dejar huella, para producir resultados, consecuencias.
Y más decisivo todavía es que esas
consecuencias de mis obras, como decíamos en el
capítulo 1, rebotan y reobran en mí, me dejan
huella también, contribuyen a reforzarlas y hacerlas
más probables y frecuentes, a que las vuelva a hacer
y a que persevere en ellas o, por el contrario, a
hacerlas menos probables y frecuentes, a
debilitarlas, incluso a extinguirlas, a que las deje
por imposible, me bloquee, me paralice, me quede
«en punto muerto» sin ganas de hacer nada y
abandone mis esfuerzos; me indican en qué medida
mis obras han valido o no la pena en vista de la
intención que las guiaba. Es el reflujo centrípeto de
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las consecuencias que sigue al flujo centrífugo de mis obras. Y esto, como vamos a ver,
es trascendental en mi experiencia depresiva.
Y ocurre que a veces hago cosas indebidas si ello tiene consecuencias valiosas, y dejo
con desgana de hacer cosas que me convendría hacer porque creo que no me sirve de
nada el hacerlas, no me vale la pena, no logro consecuencias que me compensen,
mientras que inhibirme, evitar a los otros, abandonar mis tareas, meterme en cama todo
el día me reporta más ventajas. El valor funcional y el significado de mis obras
dependen, pues, en gran medida de las consecuencias que tienen.
Paso con alguien una velada maravillosa, disfruto recorriendo un paraje o logro
acabar con éxito una tarea que tenía encomendada. Es muy probable entonces que el
disfrute de la velada y del paraje y la recompensa obtenida como consecuencia de la
tarea se conviertan a partir de ahora para mí en propósitos, en incentivos o motivos por
los que valdrá la pena esforzarme, que moverán y guiarán mi conducta futura y que
podrán integrarse en mi proyecto de vida. Por eso mismo, contribuirán también a
configurar predisposiciones, preferencias, propensiones, tendencias o inclinaciones y
líneas de conducta a lo largo de mi vida. Podré decir entonces que «me motiva mucho»
una u otra de esas preferencias que me deparan las recompensas preferidas. Podré
también entonces abrigar predicciones, expectativas y esperanzas acerca de las
consecuencias que con probabilidad podré volver a alcanzar en lo sucesivo.
Pero el hecho de que mis obras tengan consecuencias me plantea la responsabilidad
de atenerme a las consecuencias, de «pagar las consecuencias», también las
consecuencias de la inhibición y la parálisis. Claro que también me plantea la
expectativa, la esperanza y el disfrute de las consecuencias gozosas de las obras que
decida poner en marcha a partir de ahora para sobreponerme a la experiencia depresiva.
Pero si las obras son tan importantes, ¿por qué, como ya sabían los antiguos, la
acción se deprime en la experiencia depresiva?, ¿por qué mi inacción, mi parálisis, mi
desgana, mi inercia?
Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes
Una de las pérdidas más significativas que me pueden quebrantar y trastornar la vida
es, como señalaron los psicólogos Charles Ferster y Peter Lewinsohn en los años sesenta
y setenta del pasado siglo XX, la pérdida de todo un cúmulo de bienes y de recompensas
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significativas que hasta ahora yo lograba con mis propias obras al lado de la persona que
ya no está, en el proyecto fracasado, en la tierra y en el hogar perdidos, en la tarea
profesional que el desempleo, la jubilación o la enfermedad han interrumpido o en la red
de relaciones sociales que se ha disuelto o en la que he sufrido un rechazo o una pérdida
de posición. Eran consecuencias que fortalecían mis obras y que daban aliciente y
significado a mi vida: afecto, protección contra las amenazas, recursos económicos,
momentos dichosos, nuevas perspectivas y oportunidades, ganas de hacer cosas, avance
hacia las metas de un proyecto, y tantas otras. Era también muy gratificante para mí la
influencia que yo tenía en la relación perdida o en el proyecto fracasado, mi sensación de
eficacia, el despliegue de mi potencial, mi capacidad de dar apoyo, cariño, cuidado,
consejo.
63
El estrés de la pérdida me hace insensible al
placer
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en tensión para evitar sobresaltos, a «achicar el agua» que me entra por varias vías e
incluso a «aguantar pasivamente el chaparrón» si la avalancha es muy grande y no puedo
detenerla. Ocupado mi tiempo en esa tarea continua de evitar y contener lo que se me
viene encima, y encerrado en mí mismo lamentando la situación y cavilando cómo salir
del atolladero, se reducen mis posibilidades de abrirme y acceder a circunstancias
gratificantes y recompensas que tal vez disfrutaba antes de la irrupción de las
circunstancias adversas y que podrían aliviar ahora la carga que me abruma.
Pero si encima esta evitación se suma a la pérdida de recompensas ocasionada por
pérdidas y fracasos previos, o a consecuencias punitivas, mi experiencia de pérdida y de
carencia de alicientes y de inutilidad de mis obras se hace entonces más severa, y
también mi experiencia depresiva.
A la pérdida de una relación, al abandono, a la traición se añade la evitación defensiva de nuevas
relaciones para evitar nuevos y amargos abandonos y fracasos. A la enfermedad que me ha privado de fuentes
de gozo se añade el dolor que me provoca y que trato ahora por todos los medios de evitar. La evitación de
las circunstancias que evocan el dolor me va acorralando, voy reduciendo cada vez más mi radio de acción
porque pueden ser muchas las circunstancias que lo evocan.
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tiene el cuerpo caído, lánguido, con la cabeza apoyada en el
puño, gesto de dolor y de pena y metáfora de sentirse
«hundida» por el propio peso, abatida, postrada, pues «se le
ha venido el mundo encima» y todo «se ha venido abajo».
Tiene la mirada triste y perdida en la lejanía a la hora del
crepúsculo, y sus ojos brillantes destacan sobre el rostro
oscuro, de inmóvil y pensativo semblante. Está rodeada de
objetos que yacen por el suelo, pero todo está detenido; es un
caos de cosas que no se usan, que no significan nada para ella,
no le interesan, le son indiferentes, no le causan placer y no
las puede ni las quiere utilizar, ni siquiera posa en ellas su
mirada, tal vez la deja tan solo resbalar por ellos indiferente.
Cuando las consecuencias significativas que reforzaban mis obras y les daban
aliciente y sentido dejan de producirse, mis obras se quedan sin aliciente y se van
debilitando, las realizo cada vez con menos frecuencia e incluso dejo de realizarlas, se
extinguen, como ya había evidenciado Frederic Skinner años antes que Ferster y
Lewinsohn. Estaba tan acostumbrado a obtener con frecuencia las recompensas, que en
cuanto las pierdo, mi conducta, privada de alicientes, decae, cesa.
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Mis obras ahora no valen la pena, pierden significado
porque con ellas ya no consigo los frutos que conseguía y
me siento menos inclinado a realizarlas de nuevo, me vuelvo
abúlico, pierdo interés, «se me quitan las ganas», me siento
inmerso en la anhedonia, porque «no hay nada agradable en
mi vida», y me inhibo, me paralizo, me enlentezco, me
estanco como la figura de Durero.
Mi inmovilidad es como la pesada inmovilidad de la piedra que es la
alegoría de la parálisis en el cuadro Melanconia del pintor Giorgio
Chirico, en el que la melancolía es una estatua, un cuerpo petrificado,
inmóvil, en una plaza de sombras crepusculares, en un paisaje urbano de
vida petrificada, inmóvil y silenciosa, como una naturaleza muerta, como
una existencia sin significado ni objetivo. También Kafka se sintió
petrificado, paralizado, anulado por la mirada severa del padre: «soy de G. Chirico, Melanconia (1914)
piedra, soy mi propia losa», escribió.
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vivencia de la nada porque ya no consigo lo que antes conseguía.
Inmerso en la inhibición y en la inercia, me resulta difícil incluso despertar por la
mañana, saltar de la cama y enfrentarme al peso de los quehaceres de un nuevo día, de
las rutinas tal vez aburridas, de un trabajo tal vez sin alicientes, sin consecuencias
valiosas que lo llenen de sentido y significado.
No me resigno y protesto
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las obras es una amenaza que mina mi confianza, que da miedo y tristeza y de la que
desearía huir. No solo veo pasar el tiempo, sino que con él pasan también las
oportunidades perdidas. Se me queda vacío, en la nada, y lo veo pasar como un
progresivo deterioro, como un marchitamiento. «El aburrimiento hace posible que el
hombre mire el universo con ojos llenos de desesperanza», escribió George Bataille.
Desvalimiento y desesperanza
Como en muchos otros campos de la ciencia, también aquí las experiencias con otras
especies animales nos ayudan a comprender las experiencias humanas dolorosas. En los
años sesenta del pasado siglo XX, los psicólogos Steven Maier, Bruce Overmaier y
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Martin Seligman realizaron en la Universidad de Pensilvania
varios experimentos que ponían de manifiesto la
importancia del control y de la incapacidad de control sobre
las circunstancias adversas de la vida.
Los animales del experimento eran sujetados a un arnés sin poder soltarse y
expuestos a un choque eléctrico moderadamente doloroso. Un grupo de
animales aprendían primero a controlar el choque y a detenerlo realizando
determinadas acciones; podían incluso predecirlo y evitarlo de antemano si
Desvalimiento y desesperanza realizaban esas acciones cuando se encendía una luz que lo anunciaba, pues
aprendida entonces el choque ya no ocurría.
Varias horas después eran colocados en un cajón con dos compartimentos
separados por una barrera. En uno de los compartimentos, recibían el mismo choque. Al principio se
mostraban agitados y se movían frenéticamente, pero finalmente acertaban a saltar la barrera al otro
compartimento librándose así del choque. En los siguientes ensayos, saltaban la barrera mucho más pronto y
lo hacían también en cuanto se producía la señal que anunciaba el choque, con lo cual no lo sufrían. Habían
aprendido que con sus acciones tenían control de la situación, que lo que ocurría dependía de lo que ellos
hicieran, y obraban en lo sucesivo de acuerdo con lo que habían aprendido. Su capacidad operante para
escapar y evitar los choques quedaba así reforzada por la supresión del choque y se hacía más probable en lo
sucesivo.
Los animales de otro grupo eran primero sometidos al mismo choque, pero en este caso era impredecible,
inevitable y sin escapatoria, nada podían hacer para escapar de él o para evitarlo de antemano; su aparición,
su duración, su intensidad y su terminación dependían de los experimentadores, no de ellos; ellos eran
incapaces de controlarlo. Por otra parte, muchos de sus intentos de librarse del choque recibían el «castigo»
de choques sucesivos, lo que inhibía nuevos intentos.
Después de esta experiencia eran colocados en el cajón con dos compartimentos donde recibían el mismo
choque. Al principio también se mostraban agitados y se movían frenéticamente, pero finalmente se detenían,
se sentaban o se tumbaban, se quedaban inmóviles gimiendo y soportaban la descarga pasivamente, en lugar
de saltar la barrera, aunque nada se lo impedía. En próximos ensayos, ofrecían algo de resistencia inicial, pero
a los pocos segundos se daban por vencidos y volvían a su parálisis. Tampoco respondían a las señales que
anunciaban el choque y por tanto tampoco lo evitaban de antemano. También ellos habían aprendido en sus
experiencias previas la amarga lección de que eran incapaces de controlar con sus acciones lo que les
ocurría y de lograr consecuencias liberadoras, que lo que ocurría no dependía de lo que ellos hicieran, y
ahora obraban en consecuencia: soportaban el choque de manera sumisa. Estaban atrapados en una situación
de amenaza frente a la que no tenían defensa, estaban indefensos. Vivían una experiencia de desvalimiento,
de incapacidad. Podría decirse que estaban desesperanzados y desmotivados para enfrentarse a la situación.
Como el choque cesaba pocos segundos después de quedarse paralizados, podrían también haber
aprendido que su parálisis era útil para librarlos del choque. Su inhibición y su parálisis quedaban así
reforzadas por la cesación del choque y se hacían más probables en lo sucesivo.
Se abaten también sobre mí, como choques dolorosos y que hacen daño, como
pesadas piedras, pesadumbres, penalidades, amenazas, malos tratos, abusos, violencias,
cargados a menudo de incertidumbre, arrastrando consigo pérdidas y hundiéndome en el
70
dolor, en la tristeza y en el inmovilismo.
71
Mi inhibición puede llegar entonces a la parálisis, a la inmovilidad completa, al
derrumbe, a la postración, al estupor, a pasar el día en cama, a no tener «ganas de nada»,
ni de comer, a perder incluso las «ganas de vivir», a «hacerme el dormido», a «hacerme
el muerto» como una forma de rendición. Experimento entonces también la dificultad
para elegir y decidir, el titubeo, la indecisión entre hacer y no hacer.
Se conocen casos de seres humanos sometidos a condiciones extremas de hambre, de
frío, de abandono, de humillación, de violencia, como en los campos de concentración,
en la tortura o en conflictos bélicos, en las cuales la profunda vivencia de desvalimiento
e impotencia sin vías de escape conduce a la rendición, a la entrega, al colapso, al
aniquilamiento y a «dejarse morir».
Puedo hacerme entonces refractario a explorar ocasiones y a realizar acciones con las
que sí podría comprobar mi capacidad de control sobre la amenaza. Al contrario, evito
con ansiedad y hasta con pánico ocasiones, relaciones, proyectos en los que anticipo que
podría volver a vivir la amenaza de nuevos choques, con lo que voy limitando cada vez
más mi radio de acción. Es más probable entonces que diga «ya no me creo nada» o
«estoy escarmentado», que descarte otras formas de afrontamiento que podrían estar a
mi alcance y ser ahora más efectivas, como la búsqueda de ayuda, que me ponga «a la
defensiva» y que opte por reproducir de manera casi refleja, estereotipada y a veces
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impulsiva y precipitada la postura defensiva de la inhibición y el inmovilismo de la
parálisis.
Puede haber además en la situación señales, palabras, gestos, miradas, acercamientos
que me traen a la memoria y reactivan una historia previa de intentos fallidos de control
y de derrotas repetidas en experiencias de agresión, maltrato y abuso. Pueden hacerme
revivir con angustia y anticipar la posible repetición de las amenazas de entonces y
hacerme sentir incapaz y desvalido. Puedo tratar entonces de defenderme y protegerme
con la misma pasividad e inmovilidad que tal vez antaño me protegió como último
recurso porque no tuve a mano otras opciones de defensa, aun cuando ahora mi alarma
podría ser tan solo una «falsa alarma». De esta manera, la inhibición reiterada y las
posturas defensivas pueden estar contribuyendo al mantenimiento de mi experiencia
depresiva.
Ya no puedo cumplir
Era una persona «cumplidora del deber» y eficiente, con mis capacidades lograba lo
que quería, tenía control de lo que hacía, me sentía infatigable. Ahora las limitaciones
que me impone la situación adversa, la pérdida de empleo, la pérdida de mis posesiones
en un incendio, la enfermedad grave ya no me dejan cumplir con mis obligaciones. He
perdido facultades, he perdido capacidad de control, ya no rindo como rendía, es muy
pobre lo que consigo: «he vuelto a fallar», «ya no estoy a la altura». Hago esfuerzos
sobrehumanos por sobreponerme a las limitaciones, pero acabo dándome cuenta de que
«ya no puedo» y entonces desisto. A medida que voy constatando mi incapacidad, más
me entristezco, me irrito y me desespero. Porque la impotencia es una fuente de estrés y
de ansiedad, además de serlo de desvalimiento.
Seguir en la brecha
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El abatimiento puede ser tanto mayor porque por añadidura tampoco puedo
abandonar, o no quiero abandonar la carga que no me siento capaz de soportar y de
controlar y que me sigue pesando porque estimo que tengo que «seguir en la brecha». La
inutilidad del esfuerzo no me exime de seguir haciéndolo, bien porque constituye una
responsabilidad que he asumido, bien porque me he involucrado en un proyecto que
comporta tareas arduas. Por eso, el hecho de que muchos esfuerzos arduos resulten a
menudo irrenunciables y puedan ser vanos porque no tienen asegurado de antemano el
éxito, es una de las razones por las que la experiencia depresiva es inherente a la
condición humana. Por eso, en muchos casos la melancolía, como dice Javier Muguerza,
es «la suprema elegancia de saber perder».
Salir con éxito de una situación adversa gracias a mis acciones efectivas de
afrontamiento es, como vamos a ver en los próximos capítulos, una experiencia de
dominio que me predispone favorablemente para afrontar situaciones futuras y me
permite abrigar expectativas de éxito. Pero si la experiencia de ahora me está deparando
el doloroso aprendizaje de que «no hay salida», de que «los palos me caen» y los
«choques» dolorosos me sobrevienen con independencia de lo que yo haga, mi
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predisposición y mis predicciones y expectativas respecto al futuro se convertirán casi en
una «convicción» pesimista y desesperanzada: «me espero lo peor», «no voy a poder con
ello, serán esfuerzos vanos».
75
depresiva.
Lo más dramático de estas experiencias es que quien se rinde y se doblega a la
coacción alienta, aun sin querer, a quien la ejerce y de este modo la coacción se puede
hacer más probable y frecuente, convietiéndose así en crónica también la experiencia de
estrés y el desvalimiento de quien padece la agresión.
No cabe duda de que quien coacciona y humilla limita también su propia vida, reduce
las posibilidades de desplegar otro estilo de comunicación y empobrece el nosotros que
comparte con la persona sometida. Hace desdichados a los que conviven con él pero
también él es desdichado. Ha de atenerse a todas las consecuencias de su
comportamiento, por eso vive también la indefensión, la frustración, el resentimiento y
la rabia por no poder lograr una relación más satisfactoria y confortable que la que
contribuye a crear con su comunicación coactiva. Sus triunfos llevan en sí mismos la
contrapartida de la derrota. Es un empobrecimiento recíproco. Y ninguno abriga la
expectativa y la esperanza de poder cambiar la situación. Es una experiencia depresiva
compartida.
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ponen la camisa de fuerza; si optan por parapetarse en la inhibición y no protestan, a
veces logran parar la coacción, pero otras veces son consideradas animales de presa que
no se inmutan por el dolor, y entonces las seguirán humillando. Hagan lo que hagan, son
impotentes, todas las salidas están cerradas, no hay escapatoria. Quizá sea mejor no
hacer nada y que todo termine cuanto antes.
Para colmo, su conducta y la resistencia que oponen serán interpretadas no como la
reacción normal de un ser humano ante la vejación, sino como el «síntoma» de un
«negativismo con oposición instintiva», un «proceso patológico subyacente» endógeno y
crónico, algo muy propio de la doctrina psicopatológica. Y esto es una doble humillación
que agranda todavía más el desvalimiento y la desesperanza, pues ya no les cabe esperar
que quienes las humillan reconozcan que es su humillación la principal causa de la
experiencia penosa y por eso la seguirán practicando, eximiéndose por añadidura con
indiferencia de la responsabilidad por hacerlo, pues atribuyen la experiencia penosa a la
quimera de la «patología subyacente».
Se eximirán también de responsabilidad llamando «patología crónica» a una
experiencia cuya pervivencia es debida no a la «cronicidad» de una supuesta patología,
sino a la «cronicidad» de los reiterados choques sin escapatoria que prolongan en el
tiempo la vivencia de desvalimiento. Y para quitar importancia a esos choques en el
origen de la indefensión, bastará con afirmar que a la persona «no le afecta cuanto
sucede a su alrededor», que su comportamiento es «inmotivado», que todo le viene de un
mal «endógeno». ¡Como si el peso arrollador de las experiencias de desvalimiento que
han jalonado su existencia y que están ahora viviendo no les afectara, como si no hubiera
motivos para tanto sufrimiento!
Si me inhibo porque «nada ha de cambiar haga lo que haga», al menos evito la tortura
de intentar lo imposible, como Sísifo. Conociendo las consecuencias penosas de mi
acción, evito con mi inacción que vuelvan a ocurrir. Me aferro «a lo seguro» y trato de
impedir cualquier cambio que derrumbe esa seguridad y me vuelva a desorganizar la
77
vida.
El inmovilismo me da seguridad y me defiende frente a la amenaza y el peligro que
suponen las pérdidas, las penalidades y los maltratos vividos, y ahora, incluso tiempo
después, lo sigo manteniendo cuando las circunstancias actuales me hacen recordar las
penalidades entonces vividas y anticipo que podrían suponer una nueva crisis existencial
y volverme a producir de nuevo más tristeza, dolor y sufrimiento. En experiencias
traumáticas ya vividas, puedo haber comprobado que el inmovilismo, el quedarme
quieto, la pasividad me evitan males mayores, me hacen pasar desapercibido, nadie se
mete conmigo, no me cargan con responsabilidades, cesan las presiones, las exigencias,
los «choques» y los golpes que me daban. Es una resistencia pasiva, un inmovilismo
defensivo.
Si la movilización me puede acarrear la experiencia penosa y el «castigo» de un
nuevo fracaso y el inmovilismo me resguarda, no es extraño que opte por no moverme,
por detenerme, por dormir o adormilarme. Por otra parte, si intento salir de la inhibición
y la parálisis, podría tener que responder tal vez a la pregunta de por qué he tardado tanto
tiempo en «salir del hoyo» o justificar mis excusas pasadas, lo cual puede hacerme más
difícil todavía dar el paso y salir de la inacción y el estancamiento.
La pasividad, la laxitud y la indolencia pueden llegar a ser incluso placenteros. De
hecho, muchas descripciones de la melancolía la han asociado no solo con la tristeza,
sino también con el placer, como un «placer triste» y como un «ensueño agradable».
Diderot la considerará como un «sentimiento dulce» porque en ese estado uno se hace
más consciente de sí mismo y goza de sí mismo.
78
Figura 2.4. Mi inhibición y mi inmovilismo se refuerzan.
Si me quedo todo el día en la cama, cesan las actividades que solía hacer en un día cualquiera: levantarme,
arreglarme, ir al trabajo, hacer la compra y muchas otras. Pero hay una conducta que, sin embargo, se
refuerza: quedarme en cama. Quedándome en cama evito esfuerzos, tener que salir de casa y tal vez dar
explicaciones a las personas con las que me encuentre. Por otra parte, en la cama se está caliente y fuera hace
frío. Cuanto más se refuerza el quedarme en cama, más se debilitan las acciones que antes hacía.
79
Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza
80
rechazo, reproches. A veces logro lo que pretendía, otras veces obtengo una respuesta
que no esperaba. Esperaba socorro y apoyo y encuentro abandono. Quería llamarles la
atención, pero se han mostrado indiferentes. Sea cual sea, su respuesta deja huella en mí
e influye en el curso de mi experiencia depresiva, la puede aliviar, pero también agravar
y hacerla duradera.
Cuando con mi llanto, mi expresión triste y abatida, el relato de mi dolor y mis penas
o mi autohumillación encuentro eco en las personas que me rodean y me hago incluso
«digno de lástima», es probable que mi llanto, mis relatos y mi autohumillación se
fortalezcan, se hagan más frecuentes y pasen a formar parte de mis relaciones habituales
con las personas que me ofrecen su consuelo.
Puedo haberme habituado a utilizar de manera rutinaria
expresiones como «no me molestes, que no estoy de humor»,
«no habléis alto que me duele la cabeza», «no insistas, no
tengo ganas de salir», y otras por el estilo, porque con ellas
puedo eludir circunstancias ingratas. Mi llanto o mi queja «no
me amargues más de lo que estoy» pueden haberse convertido
en una expresión habitual si en ocasiones anteriores me ha
permitido eludir conversaciones incómodas o críticas a mi
comportamiento. He ido eximiéndome cada vez más de
asumir responsabilidades y de realizar tareas penosas si con
mi queja «no estoy en condiciones de hacer nada» los otros se
han hecho cargo de ellas. He ido adquiriendo, casi sin darme
cuenta, gestos de dolor o de enfurruñamiento, expresiones
abatidas, ruidos con la boca o con las manos, movimientos
inquietos, paseos por la estancia en la que estoy, llevar cosas
de un lado para otro, porque a lo largo del tiempo han
cumplido la función de atraer la atención de los otros, de que
me pregunten «¿qué te pasa, no te encuentras bien?» o de que
me ofrezcan alivio para mi malestar. A veces los movimientos inquietos, los paseos por la estancia o el hablar
«por los codos» me sirven también para librarme de situaciones que me están resultando desagradables, como
el silencio o la inactividad.
Las propias relaciones de convivencia familiar, laboral y social pueden convertirse así
en un contexto que puede alimentar mi experiencia depresiva y reducir cada vez más las
experiencias no depresivas, sin que ni yo ni los otros lo estemos haciendo a propósito. Al
contrario, lo hacemos en nombre del apoyo que cabe esperar de las personas allegadas, si
bien los resultados no se corresponden con las buenas intenciones. De hecho, yo puedo
llegar a sentirme culpable por estar siendo responsable de los esfuerzos de los otros y de
que sean por añadidura vanos, ya que yo no salgo de mi estado, y por el clima depresivo
que respiramos. Puedo optar por el silencio para evitar mis sentimientos de culpa y tener
que hablar «siempre de lo mismo», lo cual agrava mi aislamiento. En todo caso, si una
vez que estas relaciones se han convertido en un hábito, la atención se me retira, mi
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experiencia depresiva puede también empeorar.
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Nos refiere Albert Bandura el caso de aquella persona que solo lograba reducir su autodepreciación por lo
que consideraba pecados horribles y la anticipación de las torturas infernales cuando se mortificaba
intensamente durante horas y realizaba compulsivamente rituales de expiación. Como el autocastigo tenía
como consecuencia la evitación de las amenazas anticipadas, se reforzaba y perduraba en el tiempo:
«mantengo a raya la amenaza gracias al castigo que me aplico», decía.
No me soportan
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Desde hace un tiempo, y debido a las pérdidas, las tribulaciones, las penalidades, los
choques y los golpes de la vida, estoy viviendo la crisis de una experiencia depresiva,
cuyos complejos matices hemos ido explorando en los capítulos 1 y 2. Empezó siendo
tal vez un duelo y una tristeza que creí pasajeros, pero me ha ido metiendo en una
vivencia de abatimiento, desvalimiento e inhibición, en una crisis existencial. ¿Podré
restablecerme de mi experiencia depresiva, hacer brotar el agua de la esperanza del
«pozo profundo de la melancolía», liberarme del «laberinto» en el que doy vueltas y más
vueltas sin avanzar, tomar delicadamente en mis manos y acoger con benevolencia mi
tristeza, mi dolor, mi congoja, mi amargura, mi desgana, mi desvalimiento? ¿Podré
desactivar mi parálisis defensiva y elegir, como la niña de la mariposa azul, activar mi
capacidad operante para enfrentarme de otro modo a las tribulaciones, a las penalidades,
«pacificar» y reorganizar la historia de mi vida integrando y recomponiendo en ella todo
lo ocurrido?
No soy cosa hecha, soy historia inacabada, estoy por terminar y por hacerme del todo,
soy transeúnte que sigue haciendo historia y camino al andar, el «libro de
acontecimientos» de mi historia está todavía abierto por la mitad. Me queda, pues, un
amplio margen para convertir la crisis en una oportunidad, y el dolor y el sufrimiento en
la fuerza para seguirme haciendo. Si he podido vivir y sigo viviendo las experiencias
adversas que me han abocado a la experiencia depresiva, también tengo la potestad de
seguirme haciendo con otras experiencias. Y es que, como decía Walter Benjamin, en la
melancolía se descubre «el reflejo de una luz lejana», y la melancolía «puede ser
redimida al enfrentarse consigo misma».
De cómo enfrentarme con esperanza a mi experiencia depresiva, cómo restablecerme
de ella y cómo retomar el rumbo con el reflejo de la luz de mi «tierra prometida» tratan
los próximos capítulos del libro.
84
3. LIBERAR LA ESPERANZA PARA SALIR DEL
DESVALIMIENTO, LA INHIBICIÓN Y LA
PARÁLISIS
Hasta entonces, los seres humanos habían vivido libres del mal, no
sujetos a un trabajo gravoso y libres de enfermedades. Pero un día
Epimeteo abrió la caja que le había llevado Pandora y enseguida salieron
y volaron males innumerables, la enfermedad, la locura, la tristeza, la
pobreza, que se desparramaron por toda la tierra. Oculta en el fondo de la
caja estaba la esperanza, pero antes de que pudiera salir y volar para
aliviar todos los males, Pandora dejó caer la tapa, quedando encerrada la
esperanza.
Y es que «estoy inacabado», no soy cosa hecha, estoy sin terminar, soy historia
inacabada; el libro de los acontecimientos de mi historia está abierto por la mitad, que
nos decía la poeta Szymborska. El relato completo de mi biografía está por escribir y
solo puedo seguir completando su «acabado» con lo que está por venir, que, a su vez, se
85
me escapa continuamente más allá, me trasciende,
por lo que nunca puedo decir que esté completo del
todo. Y es que corro tras de mí, pero soy un ser que
no puedo alcanzar nunca.
Como Pablo Neruda, «confieso que he vivido»,
no puedo borrar la historia que he vivido, no puedo
dejar de ser mi pasado y de ser lo que he sido. Es
imposible no tomar en consideración el ayer que he
vivido y por tanto la tristeza, el dolor, la parálisis
que mi experiencia depresiva me ha dejado. Soy
historia que no olvida ni amputa el pasado, que es
eco del tiempo vivido que no puedo desvivir.
Tengo tradición, como la tienen los pueblos,
como la tiene la humanidad, y en esa tradición
ocupa un lugar sin duda mi experiencia depresiva. Pero mi tradición no es una condena,
una atadura que no se pueda desatar, un laberinto del que no pueda salir. Mi historia que
avanza no se deja paralizar y devorar por el pasado, no se encalla en él, no estoy
condenado como Sísifo a los esfuerzos vanos, descorazonadores y desesperantes, a
seguir anclado en el pasado, a seguir lamentando mi desesperanza y a un futuro teñido de
pesimismo mientras transito por la vida.
86
estoy siendo, sino que soy también lo posible, lo que no soy todavía, lo que proyecto
hacia el porvenir, hacia dentro de una hora, hacia mañana, y tengo a mano un poder ser
que voy a ir actualizando con mis obras en las posibilidades de mi existencia que están
en bosquejo y no he desarrollado todavía debido a mi estancamiento. Porque, si bien ha
ocupado hasta ahora muchos pasajes de mi historia, mi experiencia depresiva no es una
fatal «patología crónica», puede marcar ahora un punto de inflexión, un antes y un
después en mi historia personal, pues no está escrito que tenga que formar parte de los
pasajes que me quedan por escribir a partir de ahora.
Soy, por eso, menesteroso de lo que me falta, de lo que no está hecho todavía, de lo
que está más allá, ausente, desconocido. De alguna manera, soy «inestable», vivo en
tensión entre lo que soy y lo que siempre me sigue faltando para ser todo lo que puedo
ser, para la «estabilidad» completa. En mi vida cuenta, pues, también lo que sueño y está
recóndito todavía. Cuentan también los sueños que esperan revelarse en los encuentros
compartidos de las relaciones íntimas, de las relaciones de amistad, de las relaciones
laborales, de las relaciones sociales abiertas, de las innumerables actividades placenteras
que, como vamos a ir viendo, me pueden sacar de mi tristeza, que creía que no se me iría
nunca, y llenar de sentido mi vida.
Soy, pues, los objetivos que me quedan por alcanzar todavía, la clase de persona que
anhelo llegar a ser, la «tierra prometida» hacia la que navegaba Bombard, la Ítaca que
anhelaba con nostalgia Ulises. Soy un «ser múltiple» y tengo una «vida plural», porque
no es solo la de este instante, en el que siento todavía la pesadumbre de los pesos y la
pena de las penalidades, sino la de los instantes que están por venir, lo cual me puede
producir desasosiego pues me obliga a elegir, pero también el gozo de las metas que me
quedan por lograr porque lo que quiero y puedo ser me va a arrancar de mi
estancamiento y de mi desesperanza.
87
Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía
Quien espera desespera,
quien desespera no alcanza.
Por eso es bueno esperar
y no perder la esperanza.
COPLA POPULAR
En la aventura que me abre a lo que puedo ser todavía, y en la que habré de desplegar
mis obras «atravesando montes» para salir del estancamiento, me va a acompañar la
esperanza. Si la desesperanza, y la desesperación como «pérdida total de la esperanza»,
que dice el diccionario, son un hecho propio de mi condición humana y de mi
experiencia depresiva, también lo es la tensión de la esperanza que es vida y estímulo de
vida, la «espuela que acucia tu ardor», que decía Baudelaire. Porque, como canta el
tango de Santos Discépolo, «uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños
prometieron a sus ansias», y, como escribió Ortega y Gasset, la vida es «sed, ansia, afán,
deseo».
Pero a veces ocurre que «quien espera desespera» porque la espera se enfrenta a la
incertidumbre y a la tentación de la desesperanza y, como nos decía Dino Buzzati en El
desierto de los tártaros, ilusiones y desilusiones son los términos de la existencia,
porque con frecuencia no puedo arroparme con la certidumbre de que los esfuerzos serán
coronados por el éxito y los sueños se enfrentan a circunstancias «aviesas y torcidas»,
que decía Sancho, y se me quedan reducidos a cenizas.
Pero también es verdad que «quien desespera no alcanza», pues la desesperanza
conduce a la parálisis de las obras que permitirían alcanzar. Sin esperanza no es
concebible la existencia humana, sin ella la vida no es vida, carece de sentido, porque no
nos resignamos a afanarnos por nada. La esperanza, según André Malraux, se alza contra
todo pensamiento que pretenda justificar el mundo tal cual es, y «un mundo sin
esperanza es irrespirable», y mi existencia se me puede hacer irrespirable también si dejo
estar mi experiencia depresiva tal cual es en este momento. Tal vez por eso decimos que
«la esperanza es lo último que se pierde».
88
La crisis de mi experiencia depresiva por las
pérdidas «de los días juveniles que se alejan» se
puede convertir en la oportunidad para forjar
fértiles proyectos que pueden transformar mi vida
presente y hacerla mejor, en los sueños que son
«hijos del anhelo y la esperanza» en el futuro. En
lugar de lamentarlo, el vacío que a veces siento por
las pérdidas vividas puede cambiar de significado:
se puede llenar y la plenitud se hace posible. Si me
siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme. Es el «poder del vacío», que decía Paul
Valéry, pues puede haber una «creación por el vacío», en la medida en que el vacío apela
a las obras que yo voy a crear para llenarlo. Porque vacare en latín significa «estar
vacío», pero también «tener tiempo» para hacer una cosa, para dedicarse a ella.
El «poder del vacío» se muestra también en el poder generador de la página en
blanco, que Valéry refería a la literatura, pero que yo puedo extender a mi vida, pues
tengo todavía páginas en blanco en mi biografía, y si la página está vacía, en blanco, ya
solo puedo seguir escribiendo en ella nuevos pasajes. Y lo haré con la tinta que tiene el
color que ha ido tomando de mi historia personal y también de mi experiencia depresiva,
pero que puede hacer relatos diferentes, nuevos.
89
Yo también, entre mi pasado y mi porvenir, puedo convertir, como hizo Wordsworth,
la nostalgia en esperanza, la añoranza de las dichas de antaño y de una «edad de oro»,
ahora perdidas, en el anuncio de un nuevo tiempo, de un modo de vida nuevo porque el
anterior no se puede restablecer tal cual era, porque el pasado ya no lo puedo cambiar
por más que ahora lo comprenda mejor. Puedo convertir el «mal de la tierra» perdida de
la nostalgia en la bienaventuranza de la «tierra prometida» que está por explorar todavía,
de una senda aún intacta y enigmática que está esperando mis pasos.
Por ella voy a seguir caminando, sin dejarme inmovilizar por la pérdida, por lo que
pudo haber sido y no fue, sin hacer del presente un callejón sin salida, sin quedarme
presa del recuerdo, cautivo de un pasado imaginariamente magnificado, colgado de lo
que he perdido y con el horizonte oscurecido, sumido en el letargo que me detiene y me
aparta del fluir del mundo, estancado y atrapado en el laberinto, apegado a una memoria
sin mañana, en una espera que se limita a aguardar «a ver qué pasa», en el repliegue de
la cavilación estéril que abatía al personaje del grabado de Durero, incubando mi tristeza
y pretendiendo que el tiempo se detenga y no pase, como si el tiempo se pudiera truncar
a mi antojo.
90
E quindi uscimmo a riveder le stelle.
(Y entonces salimos a ver de nuevo las estrellas).
DANTE ALIGHIERI La Divina Comedia
De esa manera, la memoria del pasado que va, como Marcel Proust, A la búsqueda
del tiempo perdido, saca a la luz todo su valor y su significado en mi vida y en la
construcción de la persona que ahora soy, como hacen Rafael Alberti en Retornos de lo
vivo lejano o María Teresa León en Memoria de la melancolía. Entonces, así rescatado
el pasado en mi recuerdo, dejo que se enlace en cada ahora de mi presente y en la
vivencia del «pasar» con el porvenir enigmático que todavía no es, pero que será, aunque
ahora esté «agazapado no se sabe dónde». Dejo que la memoria se unifique con la
esperanza, la evocación del pasado con la invocación del porvenir.
91
Gano el futuro, me gano a mí mismo y me conozco mejor
De ese modo, lo «vivo lejano», el «tiempo perdido», lo que he sido y vivido cobra un
nuevo significado, justamente porque ya no me paraliza, no me estanca, sino que puede
arrojar su luz sobre mi futuro y proyectarme hacia delante para salir al encuentro de lo
que espero, de la belleza que «está esperando mis pasos», porque avanzar con esperanza
combina con pro-sperar. Porque vivir, decía Ortega, «es siempre, sin pausa ni descanso,
hacer, realizar un futuro», conseguir ser de hecho lo que somos en proyecto.
Vivir es lo contrario de no hacer nada o de solo «hacer tiempo». Y de ese modo
también el porvenir se llena de mayor significado porque, para decirlo de nuevo con
Ortega, «el mañana tiene para cada ser viviente distinto espesor, según sea de espeso el
ayer que conserva la reminiscencia». Lleno el vacío del futuro de aquellos versos de
Bécquer que leíamos en el capítulo 1 y le doy así a mi historia y a mi biografía
perspectiva y dimensión de futuro. Escapo a la tiranía del tiempo que pasa
inexorablemente porque la vivencia de la inercia de mi experiencia depresiva se
transforma en vivencia del avance hacia lo venidero.
Gano así el futuro y me gano a mí mismo, me veo más completo, más auténtico, y
veo mi biografía y mi historia de una manera más panorámica. Y siento la satisfacción
de poder reconciliarme sin escisiones con la totalidad integrada de mi existencia y de
todas mis experiencias, incluyendo mi experiencia depresiva, de verme contemplando
todo el curso de mi vida que se cruza con el curso de la vida de los otros que la
comparten conmigo. De esa manera, me conozco mejor y de un modo más completo que
replegándome ensimismado en mis cavilaciones. Con la inhibición y el estancamiento,
en cambio, pierdo el futuro y me pierdo a mí mismo.
92
incluso lo que he perdido, lo que ya no volverá como las golondrinas de Bécquer, ya no
es un lastre que me impide avanzar, sino que se convierte en un acicate, y entonces lo
gano de nuevo, pero en una nueva dimensión de mi vida. Entonces también lo más
cuestionable de mi pasado adquiere nueva luz, es redimido.
Pero es verdad que a veces lo que anticipo y espero tiene un perfil indefinido todavía,
no tiene confines y límites precisos, es un poco «ilimitado», lo cual hace a veces más
atractiva y gozosa su anticipación, pero también más imprecisas las obras que me pueden
llevar a poseerlo y más arriesgadas. Por eso la esperanza requiere correr riesgos porque
no siempre sé de antemano qué me voy a encontrar. Requiere consentirme cierta dosis de
incertidumbre, de «vértigo». Si salgo en busca de lo que espero, también estoy abierto a
encontrarme a veces con lo inesperado, ya que, como advertía Bombard: «no debes
apresurarte demasiado en tu esperanza, no olvides que cuando ciertas pruebas parecen
insoportables, pueden surgir otras que borren el recuerdo de las primeras». La esperanza
requiere además que el compromiso sea paciente, darme tiempo, dar tiempo al tiempo
porque la esperanza supone que a menudo he de postergar por un tiempo las
satisfacciones inmediatas y he de esperar sin impaciencia las recompensas más valiosas.
Y no voy hacia el porvenir como huyendo en retirada del pasado, sino justamente
porque es mío y puedo dejarlo salir del abismo del olvido y reavivar el rescoldo del
recuerdo e incorporarlo con lucidez y compasión, porque, como decía María Teresa
León, «la memoria puede tener los ojos indulgentes». No es «a pesar de» la adversidad y
de las pérdidas del pasado, o como si no hubiera pasado nada y pudiera volver a empezar
de cero, sino contando con que están inscritas en mi historia como puedo seguir
recorriendo la senda de mi existencia para transformarlas y reparar los daños que me han
podido causar.
93
FRANCISCO DE QUEVEDO
94
Como vimos en la introducción, los antiguos otorgaban ambivalencia a la melancolía,
un poder de sombra y de luz, de hundimiento y elevación, de pasividad y acción
creadora. Si tomo ahora esa dualidad como alegoría, mi compromiso para salir de la
parálisis es optar por la luz, por la elevación, por la acción creadora. Es hacer emerger
del fondo oscuro de mi experiencia depresiva un poder de iluminación, de lucidez, una
fuente de conocimiento y de sabiduría, hacer de la huella que dejaron en mí las pérdidas
el rastro para un reencuentro creativo. Es hacer que la figura femenina del grabado de
Durero salga de la parálisis y despliegue las alas y hacer de su ensimismamiento y de sus
cavilaciones un impulso para la acción en lugar de un freno.
Y es que la esperanza es un impulso afincado en las
obras. Es, aun en medio del duelo, del dolor y de la tristeza,
salir del letargo y del repliegue sobre mí mismo, «encender
la luz en lugar de lamentar la oscuridad» y levantarme para
hacerme cargo y tomar las riendas de la situación creada por
Salir de la parálisis y desplegar las tribulaciones y las penalidades, «tomar muy de veras el
las alas vivir», que decía Baltasar Gracián, adoptar un estilo de vida
activo, antidepresivo y liberador.
Son, en efecto, mis obras las que van a hacer efectiva mi
esperanza. Es el compromiso con mis obras lo que me va a
permitir «atravesar montes, escudriñar selvas», que decía
Sancho, lo que me va a hacer recuperar el control sobre los
acontecimientos adversos, hacerles contrapeso a los pesos
que me causan pesadumbre, involucrarme de nuevo en
experiencias en las que podré volver a lograr bienes y
recompensas tan valiosos y gozosos o más que los que he
perdido. Sin ese compromiso, la esperanza es «una ilusión
peligrosa», que escribió Camus.
Si soy también lo que proyecto hacia el porvenir, soy las Encender la luz en lugar de
obras que me falta por hacer para hacerme cargo de mi lamentar la oscuridad
tristeza, mi dolor y mi desgana y transformarlos (capítulo 4),
para revisar mis monólogos pesimistas (capítulo 5) y para activar un plan de acción que
me saque de mi estancamiento (capítulo 6).
Cuando me veo así tomando cartas en el asunto y llevando las riendas, me siento
menos víctima pasiva de los golpes de la vida y se reducen mis sentimientos de
desvalimiento e indefensión. Porque incluso en aquellos casos en que parece que ya no
hay nada que hacer, que no veo resultados a pesar de los esfuerzos, que la suerte está
echada y que todo está perdido, incluso entonces tengo la potestad de jugármelo todo,
95
pues «ya solo puedo ganar», como le decía Milton Erikson a
una mujer que quería suicidarse y que finalmente desistió de
hacerlo porque pudo dar sentido a su vida. Del mismo modo,
si la adversidad me ha hundido tanto que he tocado fondo, ya
solo puedo subir. Además, si sopla fuerte el viento de la
adversidad y de la «negra sombra», puedo construir un
molino de viento en lugar de amurallarme.
Cuando encaro mi
Construir un molino de viento, no
experiencia depresiva y la asumo
una muralla
como un problema que puede
ser resuelto, puedo desarrollar la
resiliencia, esa propiedad de los resortes de absorber energía
cuando se les aplica una fuerza de deformación, y de
liberarla cuando se les quita la carga. Es la capacidad para
afrontar la perturbación de la adversidad, los pesos y las
cargas que me causan pesadumbre, los choques y los golpes Los resortes son resilientes
que me «deforman», y recuperarme y salir de la prueba más
fortalecido, liberando más energía de la que tenía antes de la perturbación. Entonces la
experiencia depresiva ya no es una muestra de debilidad, sino que desvela otra cosa, el
envés de mi fortaleza. Pero resiliencia no es invulnerabilidad, como si la adversidad no
me hubiera afectado; al contrario, es una muestra de mi capacidad para sentir cómo se
abate sobre mí y para reaccionar activamente al abatimiento.
¿CÓMO EMPEZAR?
96
que volveremos a hablar en el capítulo 5.
«La pérdida ha sido dura, me ha abatido, me ha hecho daño, me
entristece y me duele, pero ahora soy yo quien decide, no tengo ni
siquiera que olvidar lo perdido, lo voy a tomar como una
oportunidad para seguir adelante, para ser fiel a su memoria.» «No
quiero que el dolor y la tristeza sean un pretexto para quedarme
estancado, pues entonces los mantengo más todavía en el tiempo.
Si sigo adelante, encontraré nuevos motivos de gozo en la vida y la
tristeza y el dolor se aliviarán.» «Sé que el pasado no lo puedo
cambiar, y que lo que he perdido ya no vuelve, pero ahora tengo en
mis manos el logro de muchos otros objetivos importantes.»
Dedico un tiempo de reflexión para identificar e incluso poner por escrito qué
episodios de mi vida han precipitado y están precipitando mi experiencia depresiva, qué
pérdidas he vivido y estoy viviendo, qué es lo que me pesa y me produce pesadumbre,
qué tribulaciones me atribulan y acongojan, qué es lo que da miedo y me entristece, qué
es lo que me produce desvalimiento y desesperanza, de qué me culpabilizo.
97
relación, me va a pasar lo mismo», «doy vueltas y más vueltas y no soy capaz de
tomar la decisión».
c) Anoto el impacto emocional que me ha producido y me está produciendo: dolor,
miedo, tristeza, desgana, ansiedad, angustia, pesadumbre, vergüenza, culpabilidad,
amargura, malhumor, ira. Puedo tratar de graduar la intensidad emocional (de 1,
muy poco intenso, a 10, intensísimo), lo cual me permitirá verificar posteriormente
en qué medida las acciones de afrontamiento que voy a realizar modifican esa
intensidad y me dará pistas de qué hacer y cómo hacerlo.
d) Anoto las reacciones fisiológicas que me produce: dolor de cabeza, un nudo en la
garganta, tensión muscular, cansancio, agotamiento, falta de apetito, lentitud al
andar y al hablar.
e) Anoto lo que suelo hacer en esas ocasiones: me quedo en cama, evito salir de casa,
paso muchas horas delante del televisor, abandono tareas de las que soy
responsable, me quejo, me autoacuso, lloro, expreso mi malhumor y doy malas
contestaciones a todo el mundo, me tomo unas copas, tomo una pastilla, pongo
disculpas para no salir cuando me invitan, no voy al trabajo, pido la baja laboral.
f ) Anoto las consecuencias de lo que hago: consigo que los otros me suplan, se me
quita la tristeza de momento, aunque vuelve al poco tiempo, los otros se alejan de
mí, cada vez me siento más solo.
Hay cosas en la vida que me traen sin cuidado, que no me preocupan, que no están en
juego, ni siquiera me pregunto por ellas. Pero ¿qué es lo que está en juego ahora mismo
en mi vida?, ¿en qué medida mi experiencia depresiva me preocupa y «corre a mi
cuidado»? ¿Está poniendo en juego mi existencia, malogrando mi vida, limitando mis
posibilidades profesionales, afectivas, impidiéndome ser lo que quiero ser y hacer lo que
quiero y necesito hacer? ¿Se decía de mí «va para más», y ahora, en cambio, mi
experiencia depresiva no solo no me ayuda a ir a más, sino que incluso me hace
retroceder?
En función de lo que mi experiencia depresiva está poniendo en juego en mi vida,
¿cuánto me importa, en una escala de 1 a 10, salir del estancamiento, ponerme en
marcha y hacer un cambio de vida?
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que uno realmente vale.
JORGE LUIS BORGES Aprendiendo
No solo me pesan las pérdidas, también me pesa lo que me he habituado a hacer para
afrontarlas: la inhibición defensiva, el repliegue sobre mí mismo, la huida de las
situaciones que me evocan la pérdida, las cavilaciones, las autoacusaciones. Son hábitos
que he aprendido a realizar porque, como vimos en el capítulo 2, de alguna manera me
han funcionado y no va a ser fácil cambiarlos. Pero la inercia del camino trillado y de las
acciones automáticas y repetitivas puede ser un obstáculo para el cambio pues
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contrarresta la conciencia de mis fortalezas y me hace repetir la letanía del monólogo
«no puedo, no puedo, no puedo».
Encerrarme en casa, pasar horas y horas en la cama, encadenando uno tras otro programa de televisión o
navegando por Internet sin rumbo fijo son prácticas que me proporcionan satisfacciones inmediatas y me
evitan tener que encarar circunstancias adversas o establecer lazos interpersonales. Pero son comportamientos
que también me van sumiendo cada vez más en la espiral del abatimiento, que me roban autonomía para ser
dueño de mi vida y llegar a ser la persona que siempre he dicho que quería ser.
Salir del estancamiento requiere, pues, salir de los caminos trillados, de la inercia del
pasado y de las rutinas de la inhibición, poner en cuestión la letanía del «no puedo» o
«no tengo la fuerza necesaria para cambiar», pues ¿de qué me sirve insistir en la propia
impotencia?, ¿qué resuelve?, ¿me da fuerza acaso?
Dar sentido a mi vida es un empeño en el que corro riesgos porque no cuento con una
certeza absoluta, es una elección que incluye la ambivalencia, el pro y el contra, el
vértigo que junta el miedo y la atracción, el deseo de lo que temo y el miedo de lo que
deseo, espera confiada y angustia ante la incertidumbre. Pero si, en cambio, rechazo
correr riesgos, rechazo también engendrar el sentido de mi vida porque lo propio de la
existencia es elegir. Por eso, las elecciones existenciales comportan angustia, como ya
nos advertía Kierkegaard. Pero si ahora elijo hacer del dolor y del sufrimiento un
aliciente, la base para una vida nueva, entonces el sufrimiento dará paso también al goce
y a la serenidad.
Pero el sentido de la vida no es un enunciado teórico ni una mera aspiración. No es
como un objeto que se pueda encontrar, adquirir o comprar en una tienda. No existe
sentido y significado de la vida más que en la medida en que lo engendro con mis obras.
Aunque a veces se habla de encontrarse a sí mismo, uno mismo tampoco es algo que se
encuentra, es un yo biográfico que se hace, que se va realizando, que se crea en el
trayecto de la existencia. Por eso, el sentido y el significado de mi vida exige ser vivido
con pasión porque pone en juego todo lo que yo soy, todo lo que yo hago y lo que quiero
llegar a ser.
100
Una vida significativa, pues, es una vida que voy haciendo con la anticipación
esperanzada de resultados valiosos y gratificantes y mediante la inmersión en
experiencias que me pueden deparar esos resultados de manera estable, no de manera
efímera y pasajera, y en las que experimento logro, control, dominio, aun cuando el
esfuerzo sea algunas veces costoso y no placentero a corto plazo. Una vida pobre de
significado o deprimida es una vida con pocos resultados valiosos y gratificantes. Mi
vida se empobrece cuando las pérdidas, los fracasos, las penalidades y los golpes que no
puedo controlar le arrebatan el disfrute de bienes que le daban significado y suscitan,
como vimos en el capítulo 2, anticipaciones desesperanzadas y pesimistas que
promueven la evitación defensiva.
Los valores son reglas, principios, ideales, sueños que me sirven como criterio y
guía de mis obras y de lo que quiero llegar a ser. Son la brújula que señala la dirección,
la finalidad, el propósito del camino que voy haciendo y que llenan de sentido mi vida,
que le dan un «porqué». Dibujan la visión de la «tierra prometida» que me inspira y a la
que quiero llegar, que me suscita la anticipación esperanzada de recompensas
significativas, me motiva para la acción y me llama y me atrae desde el horizonte del
porvenir que siempre está más allá, que nunca se alcanza del todo pero que hace que sea
«linda cosa esperar».
Se concretan, pues, en mis obras más que en mis
emociones, pues a menudo obrar de acuerdo con mis valores
requiere renuncias y momentos dolorosos. Si la música es un
valor para mí y digo que valoro mucho la música y que la
música es valiosa para mí y que me motiva, ese valor se
manifiesta más en la práctica de un instrumento musical, en
la afición al canto o en la asistencia a un concierto que en la
propia experiencia emocional placentera que la música me
depara.
Valoro mi conducta y la de los otros como apropiada o
no, coherente o incoherente, valiosa o no en la medida en
que se ajuste o no a los valores. En esa misma medida, la
hago merecedora de estima o desestima, de aprobación o Los valores son mi brújula
101
censura. Una vida valiosa es una vida que obedece a valores
que me importan, y cuando obro de acuerdo con ellos me siento bien, aunque me
suponga en lo inmediato soportar incluso momentos dolorosos porque «quien tiene algo
por lo que vivir, es capaz de soportar cualquier cómo», que dijo Nietzsche. Los valores
determinan también en qué medida las consecuencias que obtengo con mis obras son o
no capaces de reforzarlas y de darles significado. Algo que para otros puede ser muy
gratificante a mí me puede resultar indiferente porque no responde a mis valores.
De hecho, persevero en una tarea ardua, me entreno duramente durante meses, ensayo una y otra vez y
recorro etapas difíciles en la medida en que espero alcanzar a medio y largo plazo resultados que están
conectados con los valores que me guían, sea el deporte, la ejecución de un instrumento musical, el
compromiso profesional, una vida en pareja confortable basada en la complicidad. Es dolorosa la pérdida por
la que estoy en duelo después del divorcio, pero la afronto por el valor que le otorgo a la paternidad que sigo
viviendo más allá del divorcio. Es doloroso salir de la inhibición y de la inercia que me están robando el
control que tenía de mi vida, y por eso las afronto porque le otorgo mucho valor a mi autonomía, a ser dueño
de mí mismo, al despliegue de mis competencias profesionales.
¿Qué quiero yo de la vida en este momento?, ¿qué valores quiero que den sentido
a mi vida y la reactiven a partir de ahora sabiendo que actuar en coherencia con los
valores no siempre me va a resultar ni cómodo ni fácil?
¿Qué valores me inspiran en la vida en las diferentes áreas significativas de mi
vida: vida familiar y de pareja, relaciones sociales y de amistad, vida laboral y
profesional, formación personal, ocio y tiempo libre, bienestar, salud y calidad de
vida?
¿Hasta qué punto es importante para mí cada uno de estos valores, en una escala
de 1 a 10?
¿En qué medida mis obras de cada día concretan y son coherentes con esos
valores, en una escala de 1 a 10?, ¿en qué medida el tiempo que dedico a mis hijos
es coherente con el valor de «ser un buen padre» y de «estar disponible»?, ¿en qué
medida mi parálisis y mi sedentarismo son coherentes con el valor de una «vida
saludable» en la que hasta ahora incluía la práctica de ejercicio físico habitual?,
¿en qué medida el estancamiento que supone la pérdida del trabajo o la baja
laboral es coherente con el valor de un compromiso profesional, en el que primaba
la creatividad, la innovación, el trabajo en equipo que hasta ahora venía
manteniendo y que la experiencia depresiva ha interrumpido?, ¿en qué medida mi
retraimiento, mi ensimismamiento y mi parálisis defensiva son coherentes con el
valor que otorgo a conocer nuevos amigos y poder vivir una relación de pareja
basada en la intimidad, en el apoyo mutuo, en la confianza, en la complicidad que
alguna vez he vivido?, ¿en qué medida mi abatimiento triste es coherente con el
valor que tenían para mí el juego, la diversión y la risa compartidos, los paseos
junto al río, las tardes de cine, música o teatro, el cultivo de una afición que
mantenía con pasión desde hace años y que he abandonado después de la pérdida o
el abandono?
102
¿En qué medida existe una brecha entre mis valores y mi comportamiento actual y
en qué medida mi estancamiento me está haciendo renunciar a esos valores?, ¿qué
estoy evitando, de qué estoy huyendo, qué estoy dejando de hacer que antes hacía
en nombre de los valores que me inspiraban?, ¿qué me estoy perdiendo metido en
el «pozo de la melancolía» y en el laberinto?
¿Qué visión tengo de mí, cómo me gustaría llegar a ser y cómo me gustaría
comportarme para colmar esos valores que se dibujan en el horizonte?
¿Cómo me gustaría que me recordaran las personas que me conocen en cuanto a
mi coherencia con mis valores?
¿Cómo sería mi vida, qué estaría haciendo ahora en las diferentes áreas
significativas de mi vida si no estuviera viviendo la experiencia depresiva?
Pero si me guían los valores, no tengo que esperar a salir del estancamiento para
vivirlos, también puedo dar sentido a mi vida en medio de la tristeza, el dolor y el
desvalimiento porque, al acogerlos, como veremos en el capítulo 4, pongo de manifiesto
que lo que he perdido o el proyecto que ha fracasado tenía y tiene para mí mucho valor.
Si me siento hundido pues «se me ha venido el mundo encima» y parece una ruina,
incluso entonces me puede guiar el valor que doy a mi dignidad personal, que quiero
restablecer porque, como dijo Unamuno, «una ruina puede ser una esperanza», y es en
todo caso parte de un patrimonio valioso, y porque, según Walter Benjamin, las ruinas
del pasado pueden crear el futuro.
Los valores que dan sentido a mi vida dan sentido también a los objetivos concretos
que tengo la esperanza de alcanzar. Los objetivos son consecuencias y resultados
valiosos que quiero ir alcanzando con mis obras, lugares concretos donde quiero llegar
en cada una de las etapas de mi camino. Apuntan hacia resultados que tienen valor, pero
son los valores la fuerza que me guía a la hora de establecer objetivos y trabajar para
conseguirlos. Un determinado resultado es más o menos importante, valioso y
gratificante en la medida en que concreta y actualiza un valor importante para mí.
Cuando me comprometo en las obras que me van a ayudar a alcanzar el objetivo de
restablecerme de mi experiencia depresiva, es posible que no lo logre de inmediato, pero
caminando hacia ese objetivo estaré poniendo en marcha el valor que tiene para mí salir
del estancamiento y recuperar el gobierno de mi vida, y una vida más significativa,
valiosa, satisfactoria y plena.
Pero si a los objetivos de mi camino les dan sentido los valores, mis obras, a su vez,
adquieren sentido por la presencia anticipada del más allá de los objetivos a los que
intento llegar. Los objetivos están ausentes todavía, pero los dejo entrever y los hago
presentes en las acciones que son su testigo y que van a ir configurando mi proyecto de
103
cambio. Amo mis decisiones y mis acciones porque en ellas presencio los objetivos
ausentes, porque son acciones dotadas del sentido que les dan los objetivos y los
valores. Los objetivos ausentes no están presentes solo en mi intención, sino en mi
intención hecha obra.
En todo caso, no sé todavía lo que me aguarda tras el horizonte de cada objetivo una
vez alcanzado y hacia cuántos otros horizontes tendré que caminar todavía para
restablecerme de mi experiencia depresiva. Pero sí puedo estar seguro de que con el
compromiso de mis obras a partir de ahora yo tendré mucho que ver con lo que me
aguarda tras el horizonte.
104
4. AMA TU ALEGRÍA Y AMA TU TRISTEZA
«¡Adónde vais huyendo las ilusiones, que nos dejáis sin vida los corazones!», se
lamenta Jorge en el brindis de la zarzuela Marina de Emilio Arrieta. Y para hacer frente
105
a la pérdida de las ilusiones que huyen, canta: «A beber, a beber, a ahogar el grito del
dolor, que el vino hará olvidar las penas del amor». Y Roque añade que el vino «aleja de
las penas la negra bruma». «Quiero emborrachar mi corazón para olvidar un loco amor,
que más que amor es un sufrir», canta el tango. Y también: «Si las copas traen consuelo,
aquí estoy con mis desvelos para ahogarlos de una vez».
Las pérdidas, los fracasos, los pesos, las tribulaciones y las penalidades que han
desencadenado mi experiencia depresiva me afectan, me producen todos aquellos afectos
que conocimos en el capítulo 1: miedo, tristeza, pena, dolor, angustia, desesperanza.
Cuando toman la forma de un «choque doloroso» o de los «golpes de la vida» frente a
106
los cuales mis esfuerzos, como los de Sísifo, son vanos y desesperantes y me hunden en
el desvalimiento y en la indefensión, entonces siento desaliento y desesperanza. Son
afectos desagradables porque son testigos de las desagradables penalidades, son el «grito
del dolor» y las penas que me dejan la pérdida de un amor y las ilusiones que huyen
«dejándome sin vida el corazón».
Como en un espejo
Las recomendaciones que combaten las experiencias privadas cuentan con un amplio
respaldo social.
«Deberías hacer algo para quitarte esa tristeza», «haz por olvidar», «no deberías dejarte afectar de esa
manera, pérdidas las tenemos todos, pero no nos ponemos así», «ya es hora de que levantes ese ánimo»,
«tienes que poner de tu parte».
107
que setirme triste o apesadumbrado es algo
anormal. La atención profesional se hace a menudo
también portavoz de esas recomendaciones: «le voy
a dar algo para quitarle esa ansiedad y esa tristeza».
108
mis afectos. Antes de preguntar, pues, si la alegría es más «positiva» y «mejor» que la
tristeza, es preferible preguntar qué experiencias vitales me producen la alegría y cuáles
la tristeza.
109
recomendaciones: «si evito estos recuerdos y estas emociones es porque “son” malos,
negativos e insufribles; si no lo fueran, no los evitaría». De este modo la evitación se
refuerza y las emociones y recuerdos se convierten además en un pretexto: «cuando bebo
o me quedo en la cama, al menos me quito los recuerdos dolorosos y alivio un poco mi
tristeza», «no puedo hacer nada y seguir adelante a menos que se me vaya esta tristeza».
110
vida diaria y cuando se convierten en un debate que prolonga mi duelo y me deparan la
experiencia frustrante del esfuerzo inútil que agrava mi sentimiento de indefensión y mi
abatimiento, tan inútil como el de quien tratara de huir de su sombra o el de pedirle al
viento que deje de soplar.
«Me paso el día luchando contra estos recuerdos dolorosos», decía una mujer que recordaba su atribulada
vida de pareja, y al dolor de las experiencias vividas se añadía el dolor del combate. Durante su vida en
pareja, había tratado de ahogar con pastillas y con alcohol la tristeza y el dolor que le producía el maltrato.
Mientras centraba sus esfuerzos en combatirlos, soportaba el daño que la relación le estaba produciendo y
postergaba las soluciones. Era como si un bombero dirigiera la manguera al humo y no al fuego.
111
Recuperarme de la crisis de mi experiencia
depresiva y salir del «laberinto» incluso más
fortalecido supone, como primera tarea, estar
conmigo, mirarme al espejo y reconocer y honrar la
fuente caudalosa de valor que brota de la totalidad
integral de mi biografía, de mi historia, del
patrimonio de la humanidad que soy, reconciliarme
con ella sin escisiones y exclusiones, no renegar de
ella y de la totalidad de las experiencias vividas en
el curso de mi existencia. Mi identidad singular e
irrepetible está hecha de gozos y sombras, de luz y
oscuridad, de victorias y derrotas. Amo a la vez dos Contemplo la totalidad de mi existencia
cosas que parecen antitéticas pero que forman parte
por igual de mi existencia. En ambas estoy yo y en ambas reside mi vitalidad, mi
plenitud.
Si quiero vivir una vida en plenitud y no una vida a medias, esto supone, pues,
reconocer «con la cabeza alta y los ojos abiertos» las pérdidas, los fracasos y las derrotas
sufridas y aceptar, sin el vano intento de las descalificaciones, evitaciones y combates,
que en este momento la experiencia depresiva está entretejida con la urdimbre y la trama
de mi tejido biográfico, que estoy existiendo con ella y en ella, que ocupa un lugar en mi
vida con las emociones, recuerdos, pensamientos y sensaciones que son míos.
Por eso, guiado por los valores que dan sentido a mi vida, conecto con ella, le hago
sitio, le doy acomodo, me demoro en ella para poder sentir cómo palpita en mi vida, ya
que no es un inquilino que tengo domiciliado en los neurotransmisores sino una
experiencia que hago, que vivo a cada instante. Si me demoro sin prisas, podré además
evitar decisiones precipitadas e impulsivas.
Hacerle sitio supone bajar al «pozo de la melancolía» para sentirla allí, meterme en el
«laberinto» para hacerme cargo de lo difícil que resulta salir. Y es que no podría vivir si
fuera refractario a la tristeza y al dolor. Como decía Émil Durkheim en su libro El
suicidio: «Hay dolores a los que solo podemos adaptarnos si los queremos, y el placer
que en ellos encontramos tiene algo de melancólico. Pues la melancolía solo es mórbida
cuando ocupa demasiado espacio en la vida, pero es igualmente mórbida una vida que la
excluya totalmente». Esto es lo que me va a permitir trascender poco a poco mi tristeza,
mi desgana, mi inhibición y transfigurarlos, y sentir con Ítalo Calvino que la melancolía
es entonces «tristeza que se ha hecho ligera», y mirarme al espejo sin el dedo acusador.
Me va a ayudar a mitigar el sufrimiento y la ansiedad del combate agotador.
112
Un acto de rebeldía y valentía que me recompensa
Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, mucho valor.
ÁNGEL GONZÁLEZ
113
liberado, comienzan a irse y empiezo a salir del laberinto. El tiempo y la energía que
hasta ahora invertía en el combate y en la evitación me quedan disponibles para las
muchas acciones esperanzadas y productivas que veremos en el capítulo 6.
114
solución he postergado porque me sentía protegido y evitar así nuevas pérdidas y
fracasos.
115
si me tomo al pie de la letra las recomendaciones que dicen que es preferible tratar de
distraerse cuando se siente tristeza o que «tengo que hacer que no me afecten tanto las
cosas», aun cuando no por eso dejan de afectarme.
Si decido emprender este primer tramo del camino, me será muy útil dedicar un
tiempo y un lugar a lo largo del día a practicar la exposición y la aceptación deliberada
de las experiencias privadas que hasta ahora trataba de evitar. Habrá días, sin embargo,
en que no será fácil encontrar ese momento y ese lugar y habré de practicarlas
justamente en los momentos en que las estoy viviendo. Así, lo puedo hacer mientras
camino por la calle, viajo en autobús, cocino o friego los platos, en medio del ajetreo, en
una reunión «insufrible», en una discusión acalorada o en una espera «desesperante». En
todo caso, la clave está en la práctica perseverante y paciente que contrarreste la
conducta de evitación y combate.
116
Razón, emoción y sensación juntas
117
Pero en realidad no solo conozco a través de mi pensamiento, de mi razonamiento,
también conozco y me conozco a través de mis sensaciones corporales, pues, como decía
Juan de la Cruz, no basta solo con saber las cosas, sino que es preciso también gustarlas.
Fortaleciendo mis sensaciones, mi sensualidad, me rebelo contra la tiranía de la razón,
que a menudo dictamina lo que se «debería» o «no debería» sentir y reprime y combate
sensaciones y emociones que no parecen «razonables».
118
comprendo mejor.
Pueden ser, en efecto, emociones, sensaciones, recuerdos de una experiencia traumática vivida, de un
abuso sexual cuyo recuerdo «me produce repugnancia y una vergüenza horrible», de una relación conflictiva,
opresiva y dañina cuyo recuerdo «hace que me atenacen de nuevo el miedo y la tristeza» y sienta tensión en
los hombros y en la mandíbula, y cuya amenaza inminente anticipada me produce ansiedad y angustia, de las
pérdidas derivadas de un divorcio por el que «estoy rojo de rabia», de un abandono doloroso que ahora me
hace tener «miedo a que me rechacen y abandonen de nuevo».
119
Amar los dientes de león
120
Soy ser de carne y hueso y tengo sed de carne y vida
Si no existieran ellos, ellos, ellos,
los labios y los ojos y la sangre,
felicidad, desgracia no tendrían
donde saciar su sed de carne y vida
PEDRO SALINAS
Razón de amor
121
arrugado del rostro triste con las cejas oblicuas hacia arriba y hacia dentro que configura
el llamado pliegue de Veraguth, por referencia al neurólogo suizo que lo describió.
Por eso, a veces prefiero el silencio. Es como si lo que siento me cerrara la boca, me
atara la voz, como si las palabras se sofocaran en mi garganta y se callaran para dejarme
sentir lo que siento. A veces siento como si un abismo separara las palabras de aquello
que quisiera expresar y sufro por mi torpeza expresiva. En ese sentido, es una
experiencia «inefable», que es lo mismo que «indecible», inexpresable.
122
Me conecto, pues, con mi cuerpo y dejo hablar al movimiento expresivo corporal de
mis emociones y sensaciones. Es, como proponía Wilhelm Reich en su bioenergética,
vivir la profunda conexión biológica de las experiencias psicológicas, integrar las
experiencias sensoriales del propio cuerpo, no escindirlas, no escapar de ellas, tampoco
«tragármelas», no bloquearlas con la rigidez corporal que me sirve de contención,
dejarlas fluir, disminuir la presión, desahogar.
Dejo, pues, que transcurran y me demoro en contemplar con atención plenamente
consciente las sensaciones y movimientos que integran mi experiencia depresiva y los
siento tal como van ocurriendo, los sigo de cerca, los permito, no los acallo, no los
combato, no los oculto tras las palabras.
Siento ganas de llorar de tristeza y de rabia, me permito el bálsamo del llanto que mueve mis ojos, mi boca
y mi pecho, como lo hacen los sollozos y los anhelos, advierto los temblores involuntarios y el hormigueo en
las piernas, la falta de aire y los suspiros de la ansiedad, la tensión en el cuello y en la espalda, el dolor de
cabeza, la mandíbula apretada, las posturas y gestos defensivos que se han convertido en un hábito después
de todos los ataques que hace tiempo recibí y que ahora evoco, el nudo en la garganta porque no sé expresar
lo que siento, el encogimiento de todo mi cuerpo por el abatimiento en que me ha dejado la humillación
recibida, la parálisis, la inercia y la desgana que me está dejando el duelo, el desamparo por la muerte de un
ser querido o el vacío existencial que me deja un abandono. Contemplo el dolor de la pérdida y el fracaso y lo
advierto tal vez como «violento», «punzante», «sordo», «intenso» o «ligero».
123
monólogos de la hiperreflexión, a «bajar de la estratosfera» de las cavilaciones, de las
que hablaremos en el capítulo 5, a la tierra de la experiencia vivida.
124
5. Las acojo, las consiento, las acepto, no las juzgo
Voy a imaginar que mis experiencias privadas son como olas que vienen a la playa de mi vida y que me
hablan de las pérdidas, fracasos, tribulaciones y penalidades que estoy viviendo. Me experimento como una
playa que las acoge y acepta y en la que mansamente acaban rompiendo y disolviéndose, sin necesidad de
salir a combatirlas, a sujetarlas. Si no las acepto tal como vienen e intento sujetarlas, me envuelven más. La
aceptación, en cambio, las acoge, las disuelve, las calma.
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Las acojo, las consiento y las acepto tal como las estoy viviendo.
Tal vez las vivo como «desproporcionadas» y por eso me digo: «no sé por qué reacciono con tanta ira,
pierdo el control totalmente y lo echo todo a perder»; tal vez como «perturbadoras»: «el recuerdo de todo
aquello me trastorna, no me deja vivir, pero no me lo puedo quitar de la cabeza»; tal vez como «irracionales»:
«sé que no hay ninguna razón para sentir este miedo y esta tristeza, pero es más fuerte que yo, me domina»,
«cuando alguien muestra afecto por mí, debería sentirme satisfecho, pero de inmediato empiezo a pensar que
acabará abandonándome como hicieron otros antes, me entra miedo y corto de inmediato».
Puedo dar la bienvenida a mis experiencias privadas en cualquier momento en que las
estoy viviendo, pero si noto que ocupan mucho tiempo en mi vida y me lo quitan para
otras ocupaciones, puedo establecer un «tiempo de tertulia» y después seguir con mis
otras ocupaciones: «el horario de visita ha terminado, en otro momento podremos
continuar, ahora tengo otras cosas que hacer». Si delimito un «tiempo de tertulia», puedo
ponerme una indumentaria diferente de la habitual o un sombrero para marcar mejor las
diferencias con los otros momentos del día.
126
Consiento y acepto también mis sentimientos ambivalentes, pues a veces la pérdida
no solo me evoca dolor y tristeza, sino también enojo, rabia y hostilidad, incluso odio,
pues culpo a la persona perdida del abandono, de la partida, incluso de haberse muerto y
de todo lo que la pérdida me está acarreando y me va a acarrear. Quisiera recuperar y
tener conmigo al ser amado cuya pérdida me produce tristeza, y al mismo tiempo
quisiera «borrar del mapa», agredir («si pudiera, lo abofetearía») o destruir al ser cuya
pérdida me produce frustración, rabia y hostilidad.
«Preferiría que te hubieras muerto; lo que has hecho es peor, te odio», decía una mujer a la pareja que le
había sido infiel y le había abandonado. Un hombre hablaba en voz baja con su madre fallecida y le decía:
«no te perdono que te hayas muerto y me hayas dejado».
127
descanso y la serenidad, no a pesar de este término postrero de la vida, sino por su
aceptación activa.
Entonces me puedo sentir sumido en la pérdida del gusto por la vida, en el hartazgo
de la vida, en la desgana de vivir, en una anhedonia extrema y en el pensamiento y el
deseo de poner fin al camino como «último recurso». Hasta en el ámbito de la
experiencia religiosa y mística puede hacer acto de presencia esta anhedonia extrema,
como le ocurrió a Teresa de Ávila, para quien era «muy penosa la vida» y que,
embargada de un sentimiento penetrante de tristeza y soledad que no halla consuelo,
abrigaba vehementes deseos de morir para encontrar la quietud y salir de aquella pena.
De ahí su «muero porque no muero».
Me puede incluso desconcertar esta desgana: «esta falta de ganas de vivir me
desconcierta, nunca creí que pudiera llegar a sentir esto», sobre todo si pienso, como
canta el bolero, que «yo sin su amor no soy nada». A veces he podido incluso comentar
con otras personas estos pensamientos y deseos como un modo de comunicar hasta qué
grado han llegado mi abatimiento y mis ganas de morir, de reclamar apoyo o tal vez la
recuperación de los gozos perdidos, e incluso de reprochar el abandono y el daño
128
recibidos.
Aun cuando he podido pensar alguna vez que «no espero nada de la vida», podré
darme cuenta de cuánto espera de mí la vida y de que tal vez muchos esperan
seguirme teniendo y no querrían perderme, y podrían recibir un duro golpe si
decidiera partir.
Podré decidir abrazar el mundo y participar en sus dones, habitar las cosas y
tocarlas, entrelazado con ellas para recuperar sensaciones, sensibilidades estéticas
y gozos que me hicieron vibran de alegría un día y que aliviarán mi dolor y mi
sufrimiento si les doy de nuevo una oportunidad.
Podré descubrir qué experiencias pasadas gozosas, qué personas, qué lugares, qué
amores no quisiera abandonar, a qué recuerdos de experiencias que nadie me
puede arrancar querría seguir siendo fiel, qué músicas he gozado y podría seguir
escuchando, qué parajes, que experiencias me pueden hacer de nuevo sonreír, ya
que incluso «al borde del abismo, una sonrisa nos impide dar el salto».
Podré darme cuenta de qué valores de mí mismo, qué obras valiosas hechas por mí
no merecen ser extinguidas y podrían seguir iluminando mi vida y la de otros.
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Podré darme cuenta de cuánto esperaba y quería la persona que he perdido que le
brindara, precisamente yo y nadie más que yo, el homenaje de seguir viviendo
para dar continuidad a su legado.
Me podré dar cuenta de que si es verdad que hay sucesos por los que me culpo,
hay otros por los que me puedo todavía exaltar.
Me podré dar cuenta de que, si decidiera irme de pronto, ya nunca podría
comprobar si se resuelven o no los problemas que quería resolver yéndome, pues
ya no estaría allí para verlo. En cambio, si decido quedarme, son muchos los
problemas que todavía puedo disfrutar resolviendo.
130
tantas veces con un niño pequeño, sin necesidad de
decir nada, sin decir siquiera «calma», porque si me
abrazo, sobran las palabras, la calma llegará. Con la
autoempatía, me muestro benevolente, cordial y
compasivo conmigo mismo, me conforto, me
reaseguro y consuelo y alivio mi desconsuelo, y esto
mitiga el impacto de los golpes duros y alienta la
esperanza. La autoempatía me hace además más
capaz para la empatía hacia el dolor y el sufrimiento
de los otros con los que convivo, con los que
comparto la misma condición humana vulnerable y
con los que nado en el mismo río de la vida.
Me miro con sonrisa compasiva, pero también
con la ironía compasiva que reconoce mis
limitaciones, debilidades, defectos y errores, que no
los pasa por alto. Porque la autocompasión no es un
Me tomo en brazos
eximente, no es autocomplacencia, no me exime de
la autocrítica lúcida.
131
también puedo contemplar cómo pasan y cómo se van
desprendiendo y cayendo de mi vida mientras yo continúo
caminando para vivir otras diferentes, pues al día más triste
de mi vida le puede seguir incluso el día más feliz de mi
vida. Las acojo, las acepto, las consuelo, pues, pero las
trasciendo.
Me puedo imaginar que soy como el árbol que alimenta con su savia las
hojas que brotan cada primavera y que caen en el otoño, como el mismo cielo
azul que contempla las nubes o nubarrones de tormenta que vienen y van,
como vienen y van y se caen y se van quedando por el camino en el curso de
mi vida las emociones, los pensamientos, los recuerdos, las sensaciones que
Soy como el árbol que alimenta conforman mi experiencia depresiva. Se pueden caer, dejarán de estar en mi
las hojas que caen en el otoño vida, pasarán, pero yo, que estaba ya ahí antes de que llegaran a mi vida,
seguiré estando ahí y seguiré siendo el mismo caminante que sigue adelante
después de haberlos vivido, aunque la experiencia depresiva me haya cambiado y los otros a veces digan de
mí «no ha vuelto a ser el mismo».
Me puedo imaginar también que la totalidad integral de mi biografía es un océano que va ofreciendo
incansablemente miles y miles de olas de recuerdos dolorosos, de emociones tristes, de pensamientos
pesimistas, de sensaciones que van y vienen y se disuelven en la orilla.
Y puesto que mis experiencias privadas pasan y caen mientras yo las trasciendo, no
soy idéntico a cada una de ellas, ni ellas son idénticas a mí, no me asimilo a cada una de
ellas, no me confundo con ellas. Son experiencias mías, me pertenecen, estoy presente
en ellas, me muestro en ellas, pero yo no soy ellas, no me defino solo por ellas, mi
biografía personal es más que cada una de ellas y que todas ellas.
Yo no soy mi tristeza, ni mis recuerdos
dolorosos, ni mis sensaciones de tensión. Me duelo
y sufro, pero «no soy» un ser doliente, mi identidad
no la define mi sufrimiento porque a ella le
pertenecen también la capacidad de gozar y las
emociones y sensaciones placenteras. Me
entristezco con la pérdida, el fracaso y el abandono,
pero «no soy una persona triste». Si digo de mí que
«soy una persona triste», podría parecer que no
puedo vivir experiencias alegres. Estoy viviendo mi
experiencia depresiva pero mi vida «no es» mi
experiencia depresiva, mi identidad no la define esa
experiencia, «no soy» un depresivo.
Tengo emociones tristes, recuerdos dolorosos, sensaciones incómodas, pero ellos no
me tienen a mí, no me poseen, no se me imponen, no me atenazan. No me consumo ni
132
me agoto en ellos, no me reduzco a ellos. Reducirme a ellos sería arrebatarme la
complejidad, la riqueza y la plenitud de mi biografía entera, capaz de vivir otras muchas
experiencias diferentes.
Y puesto que no soy idéntico a ellos, puedo desprenderme y tomar distancia de ellos.
Los contemplo como vividos por mí, como algo mío, pero a la vez como algo no
idéntico a mí. Los contemplo con sentimientos de pertenencia y cercanía, porque me
pertenecen mientras los vivo, pero a la vez con desprendimiento, desasimiento y
distancia porque puedo dejar de vivirlos y vivir otros, pues estoy inacabado, como
vamos a seguir viendo en los próximos capítulos.
133
5. PENSAMIENTOS DEPRIMENTES O
ESPERANZADORES
134
Las palabras también pueden conectarnos con sucesos y personajes que no tienen
existencia real, como los centauros y las sirenas, y que existen solamente en las palabras
o en la fantasía, como en los relatos literarios, en los cuentos o en los mitos. Nos pueden
prometer mundos de ensueño, tan alejados de la inmediata y a veces cruda realidad que
nos hagan «estar en las nubes» y no con los pies en la tierra.
Buena parte de ese poder de convocatoria estriba en su capacidad para actuar como
reglas de conducta que gobiernan el comportamiento a base de anticipar las
consecuencias favorables de obrar conforme a sus advertencias o las desfavorables de no
hacerlo: «haz como yo te digo y acabarás dándome la razón». La consecuencia de
atender a la convocatoria de quien grita «fuego» es ponerme a salvo.
135
Y es que en buena medida mi pensamiento es desde entonces conducta verbal,
conversación privada que también puedo acompañar de las imágenes de la imaginación.
Por eso, mis pensamientos no están almacenados «en la cabeza», ni «me vienen a la
cabeza», sino que son obras verbales que yo voy haciendo en activas conversaciones
conmigo mismo. Y si las palabras de la conversación interpersonal tienen poder de
convocatoria y funcionan como reglas que gobiernan la conducta, las palabras que me
digo en mi hablar privado también tienen para mí poder de convocatoria y de
autogobierno mientras transito por la vida.
Hablo conmigo mismo para orientarme por carreteras que
no conozco bien todavía: «a ver, recuerdo este árbol, aquí yo
creo que tengo que girar a la derecha, efectivamente allá veo
la casa…». También me hablo a mí mismo para «no lanzarme
sin pensar», para orientarme en la vida, indicarme la dirección
en la que quiero caminar, advertirme de consecuencias
favorables y desfavorables, resolver los problemas de la vida,
tomar conciencia de mí mismo y reflexionar sobre mi propia
vida y mis experiencias.
Si de dos que están hablando de cosas sin importancia decimos que están de
cháchara, que significa «abundancia de palabras inútiles», también puedo estar
ensimismado, sumido, absorto, «enganchado» en los monólogos de una cháchara
conmigo mismo que, más que orientarme, me desorienta.
136
Me puede ocurrir entonces lo que les ocurría a
los afectados por la acedia, encerrados en sí mismos
y sumidos en cavilaciones imaginarias, o lo que le
ocurre al personaje del grabado de Durero que está
ensimismado en sus tristes cavilaciones. A veces
me parezco al protagonista de La guarida de Kafka,
que permanece en ella inexpugnable y seguro pero a
la vez al acecho de posibles amenazas; sin miedo
pero a la vez sin alegría de vivir. Me puedo parecer
a Juan, el protagonista de El pesimista corregido, de
Santiago Ramón y Cajal, que es un «vivero de
pensamientos tristes y sentimientos deprimentes»,
cuyas «visiones fúnebres y dolientes atormentaban
sus noches». O me puedo parecer a Tristón, el de
los dibujos animados Leoncio y Tristón, que siempre vaticina: «no va a dar resultado».
137
como si fueran verdaderas.
Cuando me encierro en mí mismo, en «mi mundo», y me conecto a la voz de estos
monólogos, me desconecto del mundo alrededor y puedo llegar a verlo solo desde el
prisma de mis monólogos, con el «color del cristal» negativo con que lo miro. Me voy
incluso «por los cerros de Úbeda», pierdo el hilo de lo que tengo entre manos y no me
entero de lo que me están diciendo. Además, el tiempo que invierto en el relato de estos
monólogos va en detrimento del compromiso con otros quehaceres de los que me
desentiendo.
Son incontables las palabras y las «reglas» que a lo largo de mi vida los otros me han
dicho y me dicen y que me han podido predisponer para «actualizarlas» en mis
monólogos casi de manera automática, como una rutina ahora que me enfrento a las
pérdidas y a los fracasos. Me dicen «¡cómo lo has podido hacer tal mal!, y lo puedo
convertir ahora en el monólogo «¡cómo lo he podido hacer tal mal!», que me hace
sentirme desesperanzado y desistir de volver a actuar para no volver a hacerlo «tan mal»
como me dicen y me digo.
Si dedico mucho tiempo a hablar con los otros de mi experiencia depresiva, le cuento
con pelos y señales mis desdichas a todo el que me encuentro, me implico con ellos en
largas conversaciones en que las palabras evocan las penalidades sufridas y anticipan un
futuro aciago, y reactivan la tristeza y la desesperanza, estaré sin darme cuenta
intensificando también el poder de las palabras para evocar y hacer presentes las
desdichas y las penalidades sufridas. Cuando llegue a casa y esté a solas conmigo, es
probable que las palabras, «entrenadas» en la conversación con los otros, continúen
resonando en mis monólogos, «convocando» las mismas penalidades y reactivando la
tristeza y la desesperanza.
138
pasado que pasaba al pie de la letra».
Si después del fracaso que desencadenó mi experiencia depresiva, comienzo a decirme que «ya no voy a
ser capaz de salir adelante, estoy condenado al fracaso» y me tomo el pronóstico al pie de la letra, le otorgo
equivalencia real al «cuento» de mi «condena al fracaso» y entonces añado al primer fracaso la vivencia
anticipada de la profetizada «condena al fracaso» futuro, lo cual me abate más todavía y me reafirma en mi
parálisis y en mi inhibición; abandono todo nuevo intento, porque si anticipo que «realmente» y
«literalmente» estoy «condenado al fracaso», ¡para qué intentar nada! Por añadidura, ahora la parálisis en que
me reafirmo me permite huir de la confrontación con la realidad, lo cual refuerza la literalidad de mis
monólogos y la «verdad» de mi incapacidad y hace más probable que los siga utilizando y manteniendo así
139
mi inhibición.
De esta manera, con mis monólogos, puedo estar prolongando y amplificando las
pérdidas y los fracasos y prolongando así también la experiencia depresiva más allá del
desencadenante inicial.
Mis monólogos pueden haber interiorizado la presión de demandas, que, por su alto
nivel de exigencia, encierran un gran potencial estresante. Son monólogos autoexigentes
que proceden tal vez de reglas educativas severas, de un «debes dar la talla» que me
repetían machaconamente. Si me daba un respiro y me sentía satisfecho por algún logro,
podía recibir el reproche «eso no basta, deja mucho que desear, de ti se espera mucho
más». Cuando me quejaba de las altas exigencias o decía «estoy agotado» o «no puedo
más», podía oír que me decían: «no seas blandengue, tienes que ser fuerte».
Estas exigencias prometen la recompensa solo para el «alto nivel» de rendimiento que
se «debe» alcanzar. Esto provoca altas dosis de ansiedad ante la anticipación del posible
fracaso y de las pérdidas que el fracaso puede acarrear. La alta exigencia requiere, pues,
un exceso de trabajo, un «no poder parar» e incluso el descuido de otras áreas de la vida
personal para las que no queda tiempo.
La interiorización de estas altas exigencias en mis monólogos ha podido configurar
un estilo personal perfeccionista que convierte la regla «debes dar la talla» en la regla
«debo dar la talla», que me señala de manera intransigente la dirección en que las cosas
«deben» ocurrir y anticipa las consecuencias negativas de que no ocurran como
«deberían», porque los «debería» no consienten los fallos: «tenía que haber actuado de
140
otra manera», «a partir de ahora no debo cometer el mínimo error», «no puedo más, pero
debo aparentar normalidad, tengo que ser fuerte y seguir adelante como sea». Me
provoco así descontento conmigo mismo, remordimientos de conciencia y sentimientos
de insuficiencia y culpabilidad, me puedo sentir «en deuda» por «no estar dando la
talla», por «no estar a la altura», por no estar respondiendo a «lo que se espera de mí».
Cuando me creo por debajo del nivel exigido, soy duro conmigo mismo: «estoy
decepcionado, esto no es lo que se espera de mí», que puede ser eco de un «me estás
decepcionando, eso no es lo que se espera de ti» que me dijeron más de una vez.
Cuando me resulta difícil alcanzar las altas metas exigidas y veo que mis esfuerzos no
pueden con ellas, que se me van de las manos, entonces me veo enfrentado al esfuerzo
vano y desesperante de Sísifo por querer hacer posible lo imposible, por soportar una
carga insoportable, por querer controlar lo incontrolable. Puedo vivir entonces la
experiencia de desvalimiento que conocimos en el capítulo 2 y que provoca el
agotamiento, el «no puedo más» y el intento de abandono. Pero el abandono supone
renunciar a la recompensa prometida, lo que puede agravar mi experiencia depresiva por
la pérdida que comporta.
Rumiar nos dice el diccionario que significa «considerar despacio y pensar con
reflexión algo», como «masticando» una y otra vez las palabras que me digo a mí
mismo. La rumia o rumiadura es la acción de rumiar. Me preocupan las pérdidas, los
fracasos y las penalidades que estoy viviendo y me preocupa mi experiencia depresiva y
por eso es normal que dedique tiempo a «rumiar» y considerar despacio y
reflexivamente lo que me está pasando, a sopesar pros y contra, a intentar despejar
dudas.
Pero mis monólogos se pueden cargar de dudas, preocupaciones y preguntas
desesperantes y agotadoras que me consumen, me absorben mucho tiempo y me
retienen, me impiden centrarme en las tareas que tengo entre manos y me hacen
postergar las decisiones y las acciones que podrían sacarme de dudas y de la parálisis.
Me llena de ansiedad querer tomar la decisión «correcta» y no saber a ciencia cierta si es
correcta la que pienso tomar y anticipar las posibles consecuencias de «meter la pata».
Puedo estar dando vueltas y vueltas, buscando razones y cavilando sobre el origen y la
causa de la experiencia que estoy viviendo, pues he aprendido desde la escuela a buscar
la causa de las cosas y a tratar de comprenderlas, a dar razones y justificaciones de mi
comportamiento, aun cuando las causas y las justificaciones de las experiencias de la
vida no sean siempre tan «exactas», tan verdaderas, tan predecibles, tan indiscutibles
como en los fenómenos físicos.
¿Por qué me habrá abandonado?, ¿será culpa mía?, ¿podré salir adelante?, ¿me quiere realmente cuando
me dice que me quiere?, ¿por qué no me ha llamado, será porque ya no quiere tener nada conmigo?, ¿es
141
sincero o me estará engañando?, ¿le llamo para poder aclarar
lo que me dijo la última vez que nos vimos o no le llamo para
no parecer débil?, ¿vuelvo al trabajo para salir del aislamiento
y del ensimismamiento o sigo con la baja para no tener que
hacer frente a los conflictos que tengo con los compañeros?,
¿y si me equivoco tomando esta decisión?, ¿qué he hecho yo
para merecer esto?, ¿por qué me ha venido ahora toda esta
pesadumbre que siento?, ¿por qué me agobio tanto y me
amargo la existencia?, ¿en qué he podido fallar?, ¿por qué no
logro conciliar el sueño?
142
premonición de que esto me va a dejar secuelas
para toda la vida», «¿y si me vuelven a hacer daño?».
Me dicen «te estás amargando la vida, tienes que tratar de olvidar» y lo puedo interiorizar en mis
monólogos: «me estoy amargando la vida, tengo que olvidar», lo que también me amarga. Me dicen «cada
vez que lo intentas, lo pones peor», y lo puedo hacer mío como «cada vez que lo intento, lo pongo peor».
Me dicen «eres demasiado torpe para hacerlo», «ni lo intentes», «ya te decía yo que no podrías con ello, en
el estado en que estás tú eres incapaz», y lo puedo convertir en monólogos y desarrollar literalmente la
expectativa de que nada que haga podrá cambiar las cosas, de que no podré tener control sobre resultados
importantes para mi vida y de que es muy probable el fracaso. Me daré por vencido de antemano, afrontaré la
situación con desesperanza y se agravará mi parálisis: «no va a servir de nada lo que yo haga».
A veces enlazo estos monólogos descorazonadores con otros que tratan de justificar
los vaticinios: «si me adelanto a las posibles desgracias, cavilo sobre ellas y estoy alerta
y a la defensiva, es menos probable que ocurran». Como la inmensa mayoría de las
desgracias que vaticino son meros «cuentos» que tomo al pie de la letra y que en realidad
son poco probables o no llegan a ocurrir nunca, yo puedo considerar, de una manera casi
supersticiosa, que el hecho de que no ocurran «demuestra» que «he acertado» y
«confirma» mi vaticinio, con lo cual lo seguiré manteniendo porque le otorgo virtudes
«mágicas» y seguiré manteniendo también la parálisis y la alerta defensiva. Es como
aquel que iba haciendo gestos raros con las manos y le preguntaron por qué los hacía. Él
respondió: «estoy espantando leones». «Pero si aquí no hay leones», le respondieron.
«Claro, porque consigo espantarlos», les dijo. Si me dicen «ya ves que no ha ocurrido lo
143
que tú vaticinabas», yo puedo responder: «no ha ocurrido porque yo estoy
permanentemente alerta para que no ocurra». Me otorgo la virtud «mágica» de
«espantar» las desgracias a fuerza de cavilar sobre ellas y de mantener el estancamiento
en el que me detienen las cavilaciones.
Las pérdidas me han desorganizado la vida y este desorden me suponen a veces una
fuente de estrés. Antes de la pérdida, todo estaba «en orden», incluso tenía yo una cierta
«manía» con el orden que me daba seguridad, y precisamente esto me ha podido
predisponer a vivir más dolorosamente la pérdida.
Ahora quiero recuperar la seguridad que las rutinas del orden me aportaban y mi afán
de orden se acompaña de monólogos recurrentes y persistentes que me hacen presente
de manera continua el desorden y el desagrado que me produce. Me veo obsesionado
con el orden, la limpieza y la pulcritud, y me digo a menudo: «antes qué bien y ahora
¡qué horrible!, qué desordenado está todo, esto no puede seguir así». Pero no solo me
obsesiona el orden.
Me puedo obsesionar y atormentar con monólogos que a solas me hablan de la culpa que creo tener en la
pérdida, el fracaso o el abandono que me han llevado a la experiencia depresiva, con monólogos que
anticipan posibles desgracias, con pensamientos de agredirme a mí mismo para «pagar por mis culpas» o de
agredir a otros a los que considero culpables de mi fracaso, con monólogos en los que digo que «no sirvo para
nada», que «nadie me va a querer», con pensamientos blasfemos u obscenos o con escrúpulos de conciencia
respecto a mi responsabilidad en la pérdida o el fracaso. Si los tomo literalmente, puedo agredirme realmente
para «pagar mis culpas» y para calmar la ansiedad que las culpas me producen, hacer comprobaciones para
asegurarme de que no ocurran las desgracias en las que estoy pensando, recurrir a «penitencias» para evitar
castigos posibles o recurrir a rituales mágicos para conjurar los pensamientos blasfemos.
144
porque mi obsesión con el desorden obedece a algo real, algo que estaba “realmente”
desordenado». Es, por eso, en todo caso una liberación efímera que, a la larga, me
encadena y que mantiene viva la experiencia depresiva nacida con el desorden que me
han dejado la pérdida y el fracaso.
Pero mis monólogos obsesivos me disgustan y querría, por eso, deshacerme de ellos,
pero no me es nada fácil pues, por lo que veo, yo mismo me estoy «convocando» para
mantenerlos. Trato a veces de combatirlos con otros monólogos: «es absurda esta
obsesión mía, tengo que apartar de mí estos pensamientos». Pero al tratar de combatirlos
así, los sigo haciendo presentes y más intensos. Resulta así un combate agotador, como
el que comentábamos en el capítulo 4, que me produce tristeza y sentimiento de
indefensión, que se suman a la tristeza y la indefensión que ya vivo en mi experiencia
depresiva.
Si quiero evitar una conversación con los otros, me levanto y me voy o digo: «no
quiero seguir hablando de este tema». Pero yo no puedo dejarme a mí mismo, llevo
conmigo mis reflexiones privadas. Entonces, ¿cómo pueden las palabras de mis
monólogos dejar de ser una fuente de desasosiego, de desesperanza y de parálisis y
llegar a convocar la esperanza y la reactivación?
145
y me pongo a ver mi programa favorito para «consolarme», este consuelo refuerza mi creencia generalizada
de que «nadie me va a querer ya» y su literalidad. Es como si estuviera recompensándome por pensar así, con
lo que seguiré pensando así y seguiré tomando al pie de la letra que «nadie me va a querer». Si saco la
precipitada conclusión de que «no vale la pena seguir viviendo» y en consecuencia lo comento mucho con los
demás que me prestan atención, mi conclusión «no vale la pena seguir viviendo» se reforzará.
Con la rumia puedo estar intentando aclarar y resolver el problema que ha supuesto la pérdida o el fracaso,
y en efecto a menudo lo aclaro y lo resuelvo, con lo que mi rumia se refuerza. Aunque no lo resuelva, tengo
la compensación de que «al menos estoy reflexionando para ver cómo puedo resolverlo». Se refuerza también
porque me alivia el sentimiento de culpa por no estar haciendo nada para salir de la inhibición: «al menos
pienso en ello». Mis cavilaciones también se refuerzan si me alivian el dolor del duelo o me permiten
aislarme en «mi mundo» y evitar un mundo adverso o tareas penosas. Se refuerzan cuando se conjugan con
las imágenes de la fantasía para pensar en lo que «pudo haber sido y no fue» y en las experiencias gozosas
vividas con la persona perdida, sobre todo cuando ahora en mi soledad no encuentro goces alternativos.
Sin duda mis pensamientos me ayudan a menudo a encontrar soluciones para los
problemas con los que me enfrento en la vida. Pero ¿cuánto me ayudan los monólogos
que habitualmente me repito en el curso de mi experiencia depresiva?, ¿me están
ayudando a comprender lo que me está pasando o me confunden más? Desde que repito
una y otra vez mis soliloquios autocríticos, catastrofistas, obsesivos, ¿noto que he
progresado y que ha mejorado mi estado de ánimo o, por el contrario, después de la
rumia mi parálisis, mi tristeza y mi desesperanza empeoran? ¿Me están aportando una
guía útil para restablecerme? ¿Me convocan a la esperanza porque me hacen presente la
Ítaca a la que aspiro o me convocan a la desesperanza? Si me digo abatido y
desesperanzado «no voy a ser capaz de superar esto» y me paso la semana diciéndolo,
¿mejoran mi abatimiento y mi desesperanza?, ¿mejora mi capacidad de superación?,
¿inicio de inmediato las acciones que me permitan superarlo? Si me digo «estoy
arruinando mi vida y me hundo cada vez más», ¿me doy alguna pista de cómo evitar la
ruina y el hundimiento?
2. Tiempo de rumiadura
146
3. Cuestiono la literalidad de mis monólogos
En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad.
ANTONIO MACHADO Proverbios y cantares
Las palabras de mis monólogos nombran las cosas, las evocan, pero no son las cosas,
los dichos no son los hechos, la palabra «fuego» no es el fuego, no quema. No siempre
se corresponden con la realidad ni con la verdad. Aunque yo las vea muy «claras» en mi
soledad, pueden ser solo un «cuento» como el de maese Pedro, meras palabras, un
«cuento de la lechera».
Una lechera llevaba en la cabeza un cántaro de leche y caminaba feliz
diciendo para sus adentros palabras que le hacían soñar despierta y le
anticipaban muchas venturas: «Como esta leche es muy buena, dará
mucha nata. Batiré muy bien la nata hasta que se convierta en una
mantequilla blanca y sabrosa, que me pagarán muy bien en el mercado.
Con el dinero, me compraré un canasto de huevos y en cuatro días tendré
la granja llena de pollitos, que se pasarán el verano piando en el corral.
Cuando empiecen a crecer, los venderé a buen precio, y con el dinero que
saque me compraré un cochino que engordaré con bellota, salvado y
castaña. Lo llevaré al mercado, sacaré de él sin duda buen dinero y
compraré una robusta vaca y un ternero». Entusiasmada con estos
pensamientos, dio saltos de contento y el cántaro cayó al suelo,
rompiéndose en mil pedazos. Llorando amargamente, la lechera dijo
adiós a todas las realidades que sus palabras habían soñado.
147
Por eso, puedo decidir bajar ahora de la
«estratosfera» del ensimismamiento en «mi mundo»
a la realidad para poner a prueba la literalidad y la
«verdad indiscutible» de los dichos, las
«habladurías» y los «cuentos» de mis monólogos
confrontándolos con la realidad de los hechos ya
vividos y de los que me quedan por vivir. Puedo así
medir la distancia que media entre las palabras y las
cosas, entre las palabras y mi experiencia directa
con las circunstancias, entre estar en las nubes y
«con los pies en la tierra», entre los hechos del
curso de mi vida y los dichos del discurso que las
palabras hacen sobre mi vida. Podré comprobar que
las palabras de mis monólogos tal vez no se
corresponden con esa realidad, que no existen
evidencias de esa correspondencia y que incluso
existen evidencias que las contradicen.
Para ello, me hago preguntas de clarificación sobre ellas, no las doy sin más por
buenas o por verdades absolutas y categóricas, me rebelo contra la tiranía de sus
mandatos, «deberías», premoniciones y obsesiones. Hago así que las palabras sean una
guía verdadera que me desvele la realidad y el sentido de la experiencia que estoy
viviendo, en lugar de encubrirla y de extraviarme.
¿He acertado siempre con lo que pensaba y me decía?, ¿han coincidido siempre en
mi vida los dichos con los hechos?, ¿alguna vez vaticiné que la persona a la que
esperaba jamás volvería y, sin embargo, un día apareció, o que sí volvería y, sin
embargo, nunca más volvió? ¿Me ha ocurrido alguna vez que la «película» que me
monté y la «adivinación del pensamiento» que hice sobre las intenciones de
alguien, sobre las supuestas causas de su comportamiento o sobre cómo iban
«literalmente» a ocurrir las cosas estaban equivocadas y que los otros me decían
«¡te montas unas películas!» o «eso es lo que tú dices, pero yo lo veo de otra
manera», poniendo así en cuestión lo que yo creía que era la «única manera
posible» de ver las cosas y mostrando que lo que yo creía que era la «verdadera»
causa era tan solo un espejismo?
Si digo «todo me sale mal», ¿qué evidencias hay que avalen ese «todo», aun
cuando hoy algo me haya salido mal?, ¿no hay en mi vida pruebas que desmientan
ese «todo»?, ¿no estaré haciendo una montaña de un grano de arena?
Si digo «esto me va a dejar secuelas para toda la vida», ¿tengo realmente alguna
prueba para sostener la literalidad de lo que digo?, ¿cuánta información útil me
aporta?, ¿no estoy perdiendo el tiempo ensimismado en mi monólogo?, ¿no será
148
más útil mirar alrededor y centrarme en la tarea que tengo entre manos? Si digo
«volveré a fracasar», ¿qué evidencia tengo que sustente la literalidad de este
vaticinio?, ¿en cuántas otras situaciones he obtenido buenos resultados porque me
he implicado en lo que hacía?
Si digo «tengo que olvidar lo ocurrido si
quiero salir de esto», ¿qué pruebas hay que
avalen que «tengo que combatir los
recuerdos» para poder salir adelante?, ¿no es
posible acoger y aceptar el recuerdo de las
pérdidas como una condición para salir
adelante, como hemos visto en el capítulo 4?
Si digo «debo dar la talla y no puedo
permitirme un solo fallo», ¿cuál es la prueba
de que «dar la talla» y cumplir
responsablemente con mis obligaciones
significa «ser perfecto» y no cometer fallos,
como si fuera un «todo o nada»?, ¿hay
alguna evidencia de que los seres humanos
no cometen nunca fallos, de que existen seres
humanos «perfectos», de que cometer fallos
sea una cosa «horrible»?, ¿hay alguna
evidencia de que los otros son incapaces de aceptarme con mis fallos y mis
defectos, como también ellos los tienen, de que son incapaces de comprender mis
dificultades y que no me lo sé «todo» e incluso agradecen que les diga «estaba en
un error y os pido disculpas»?, ¿no me verán más «humano» y más cercano
precisamente si reconozco mis fallos, mis equivocaciones y mis limitaciones?, ¿no
me granjeará eso más simpatías que la rigidez o la arrogancia de «sabelotodo»?
¿Hay otras posibles formas alternativas de ver las cosas? ¿Qué diría un
observador objetivo? ¿Qué me diría otra persona que se encuentra en una
situación parecida si yo le dijera lo que me digo a mí mismo?
¿Qué le diría yo a alguien que me confesase tener los mismos monólogos que yo
tengo?, ¿le diría «todo te sale mal y es por tu culpa»?», ¿le diría «seguro que
volverás a fracasar»?, ¿no tendría más bien palabras de aliento y le darías la
bienvenida con benevolencia como en el ejercicio que hacíamos en el capítulo 4?
149
Cambiar y ampliar la perspectiva en el juego de las dos sillas
150
Si desde la primera silla yo había formulado la pregunta «¿tengo que olvidar todo lo ocurrido si quiero
liberarme de la experiencia depresiva?», ahora desde la otra silla, y recordando lo que hemos dicho en el
capítulo 4, ofrezco otra perspectiva, aclarando que «no tengo que combatir los recuerdos» para poder salir
adelante, sino que puedo aceptarlos porque es el mejor modo de que se vayan disipando.
Si desde la primera silla enuncio la frase «volveré a fracasar», ahora sentado en la segunda silla trato de
poner en cuestión su literalidad y ampliar la perspectiva, sin pasar por alto las muchas situaciones difíciles de
mi vida en las que he obtenido buenos resultados porque me impliqué en lo que hacía y no me mantuve en la
parálisis y ensimismado en la cháchara de los monólogos, las situaciones en las que podré también conseguir
que ocurran cosas diferentes de las que pronostica el monólogo, los apoyos con los que voy a poder contar.
151
Me emancipo de las profecías
152
Cuando estoy conversando con alguien y quiero cambiar
de tema, propongo otro diferente. Cuando converso conmigo
mismo y mis cavilaciones se hacen febriles y se encadenan
unas a las otras, las puedo mitigar, e incluso las puedo
interrumpir si salgo del lugar y de la postura en la que estoy
ensimismado, abro las ventanas de mis ojos y de la estancia
en la que estoy y «cambio de tema» llevando el foco de mi atención a las innumerables
circunstancias interesantes que me rodean, las miro, las escucho, las toco, converso con
ellas y me involucro en actividades placenteras. Es menos probable que me desconecte y
aísle en mis monólogos depresivos si me conecto con atención a la contemplación de los
detalles de la puesta de sol en el horizonte, en jugar un partidillo de fútbol con los
amigos en el parque al lado de casa, en resolver un crucigrama o en tararear una canción.
Volveremos a hablar de ello en el capítulo 6.
153
huella de pensamientos inclementes y desapacibles también. Por eso no reniego de ellos
ni los combato, pues sería como renegar de mí mismo y combatirme. Los reconozco y
los acepto como míos pues no son algo que «me viene a la cabeza», sino que soy yo el
que los dice, el que los piensa y el que cuenta los «cuentos de la lechera».
Pero, como «lo nuestro es pasar», que nos decía Machado, mis pensamientos también
pasan, son también transitorios. Por eso, del mismo modo que los reconozco como
vividos por mí, tampoco los retengo ni me enredo en ellos, y también puedo contemplar
cómo pasan y cómo se van cayendo de mi vida mientras yo sigo adelante. Al igual que
hago con mis emociones y mis sensaciones, los acojo, los acepto, pero los trasciendo.
No estoy condenado a abrigar de por vida las mismas penas, los mismos recuerdos
traumáticos, la misma desesperanza, y tampoco a recorrer el camino trillado de rumiar a
todas horas los mismos «debería», las mismas preocupaciones paralizantes, las mismas
anticipaciones angustiosas, las mismas obsesiones. Me puedo desprender, desencadenar,
desenganchar de ellos.
Me imagino que estoy a la orilla de un río. Observo cómo las hojas de los árboles caen al agua y van
flotando y discurriendo río abajo. Me puedo imaginar que cada una de mis cavilaciones pesimistas, de mis
anticipaciones, de mis «debería» inflexibles, de mis obsesiones los voy colocando en las hojas que caen y veo
cómo los lleva la corriente y se van río abajo mientras yo permanezco en la orilla.
154
su «cháchara» y los dejo pasar, porque tengo cosas más importantes que hacer si quiero
liberarme del estancamiento.
Si estoy realizando una tarea y me digo el monólogo «voy a fracasar», puedo decidir observarlo con
distancia y dejarlo ir «río abajo»: «acabo de estar pensando que voy a fracasar, pero son solo palabras, un
“cuento de la lechera” que no me define a mí, palabras que no producen la realidad de la tarea que estoy
ahora haciendo ni su resultado de éxito o fracaso, la realidad de mi vida la producen mis obras, por eso no me
desconectan de lo que estoy haciendo y las dejo pasar, no voy a perder el tiempo tratando de desmentir su
validez o exactitud, ni para hacerme entrar en razón discutiendo conmigo mismo, no voy a entrar en eso». Y
mientras se va, me «quedo en la orilla» implicado en la tarea que tengo entre manos, porque las palabras de
mis monólogos no son cadenas que me aten y me impidan hacerlo, ni son fuerzas que puedan desencadenar
una tormenta o arrastrarme inexorablemente al fracaso.
Si digo «tengo que olvidar todo lo ocurrido si quiero salir de esto», puedo hacerme preguntas, como
hemos visto, para tratar de poner en cuestión su literalidad, pero también puedo decidir no perder tiempo en
discutir la validez de su cháchara y centrarme, en cambio, en las obras que me importa realizar para salir de la
parálisis en que me encuentro, porque la cháchara de mi monólogo no tiene poder para impedírmelo.
Y puesto que mis pensamientos pasan, y yo los trasciendo y sigo siendo el mismo, no
soy idéntico a cada uno de ellos, no me identifico con ellos, ni ellos son idénticos a mí,
no me fundo y confundo con ellos, no soy mis pensamientos. Son experiencias mías,
fruto de mis experiencias de la vida, estoy presente en todos los episodios y momentos
de mi vida, en todas mis vivencias que van fluyendo, pero yo soy más que cada una de
ellas. Tengo pensamientos, pero ellos no me tienen a mí, no me poseen, no me
encadenan, no se me imponen. Los tengo, pero después los dejo de tener y sigo siendo el
que era. Me manifiesto en ellos, en ellos me actualizo. Pero yo no me consumo en mis
pensamientos obsesivos, en mis monólogos catastrofistas, no me reduzco a ellos. Soy
más que ellos y por eso me puedo seguir actualizando y manifestando en otros a medida
que sigo el camino para sobreponerme a mi experiencia depresiva.
Y porque no soy mis pensamientos, no sería apropiado decir que «soy un pesimista»
por el hecho de haber tenido pensamientos pesimistas. Me muestro en mis pensamientos
pesimistas, pero me puedo mostrar también en muchos otros. Decir que «soy un
pesimista» sería arrebatarme la complejidad y la riqueza de mi todo biográfico, sería
dejar que lo fagocitara una sola de sus manifestaciones, por añadidura transitoria,
pasajera, sería negarme a ser «lo que no soy todavía y puedo llegar a ser», que decíamos
en el capítulo 3. Y puesto que los abarco y trasciendo, pero no soy idéntico a ellos,
puedo desprenderme y tomar distancia de ellos a medida que van pasando. Los observo
con sentimientos de pertenencia y cercanía, pero a la vez con desprendimiento, distancia
y desapego.
Puedo decir «estoy teniendo el monólogo de que voy a fracasar, pero son solo palabras con las que no me
identifico», en lugar de decir «seguro que vuelvo a fracasar». Puedo decir: «ahora vuelvo a tener estos
pensamientos, pero no me resultan productivos, son palabras que no me orientan, que me desorientan». Puedo
decir «soy una persona débil de carácter». Pero también puedo afrontar el monólogo con desapego, con
155
distancia: «estoy pensando que soy una persona débil de
carácter, bueno, me lo estoy diciendo, tal vez porque he
actuado de manera poco afirmativa, o porque me lo han dicho
tantas veces en mi vida que he llegado a creérmelo, pero eso
es algo que me digo, pero lo que me digo no es una “verdad
indiscutible”. Voy a actuar en la dirección que me importa, no
en la dirección de las palabras que me digo, no tengo por qué
obedecerles, no tengo por qué hacerles caso».
Todavía no
156
Muchos de los «cuentos» que me cuento a mí mismo, como «es insoportable, no
puedo con ello» o «volveré a fracasar», son desalentadores y empeoran mi experiencia
depresiva porque ponen el foco en la dificultad, en el problema, en el fracaso anticipado.
Pero ¿por qué no poner el foco en las oportunidades, en las posibilidades y en las
expectativas de lo que quiero lograr a través de la acción, a través de los hechos que
pueden desmentir los dichos que venían enunciando mis monólogos?
Aunque en este momento me estén pesando todavía la tristeza, la pena, el dolor y la
desesperanza, ¿por qué en lugar de los monólogos que vaticinan que «no hay solución»
no me digo monólogos «todavía no» para dejar abierta la puerta a las soluciones que
«todavía no he encontrado» pero que puedo encontrar?
¿Por qué en lugar del monólogo «ya nadie me va a querer» no me digo el monólogo «no he encontrado
todavía a la persona con la que poder compartir mi vida, pero estoy en ello»? ¿Por qué en lugar de «voy a
fracasar de nuevo» no me digo «todavía estoy buscando la manera de asegurarme un buen resultado, pero ya
estoy en camino y la voy a encontrar»?
En lugar de seguir atrapado en la literalidad de «no soy capaz de hacerme cargo de ello», el monólogo
«todavía no he encontrado la manera de hacerme cargo de ello» me pone en el camino de encontrarlo y me
alienta para encontrarlo. En lugar del monólogo obsesivo «qué desordenado está todo, todo fuera de su sitio,
esto no puede seguir así, no lo soporto», que evoca impotencia y derrotismo y me provoca ansiedad ante todo
lo que me queda por hacer, el monólogo «todavía no he encontrado el tiempo, la calma y los medios para
gestionar todo el desorden que me dejó la pérdida pero lo voy a encontrar», lo que reduce mi obsesión, me da
serenidad y me pone en situación de buscarlos y encontrarlos.
157
«siempre» o «nunca» y de la queja de que «todos los días son lo mismo, un infierno».
Frente al monólogo «esto va de mal en peor», me puedo hacer la pregunta «¿qué es lo
que va mejor?» para ponerme en la pista de los avances y los progresos que voy
haciendo con el valor de aliciente que esto tiene. Me puedo preguntar también «teniendo
en cuenta las circunstancias adversas en las que estoy, ¿cómo es que las cosas no han ido
a peor?», lo cual pone de manifiesto los puntos fuertes y los avances que de hecho se
están produciendo a pesar de las dificultades.
158
información de «frío, frío», me será más arduo continuar avanzando y alcanzar la meta.
«La pérdida que he sufrido me ha abatido, me ha postrado en la parálisis, pero ya he tomado alguna
iniciativa para lograr sobreponerme. De hecho, estoy leyendo este libro, es ya un primer paso. Si además a
partir de ahora empiezo a poner en práctica las sugerencias del libro, las cosas irán mejor todavía.»
Una manera eficaz de afianzar los «nuevos monólogos» es elogiarme por estar
practicándolos: «estoy consiguiendo cambiar mis monólogos, los que me digo ahora me
orientan mejor».
159
6. OBRAS SON AMORES
160
producen la propia parálisis, el propio estancamiento, la
postración, el bloqueo. Las ventajas de la inhibición y la
evitación a corto plazo las refuerzan y se convierten a la
larga en un problema añadido que agrava el problema que
ya me han supuesto las pérdidas, los fracasos y los golpes
duros. La liberación a corto plazo es también a medio y largo
plazo una atadura que me precipita en la espiral depresiva.
Refugiarme en la cama o en casa sin salir es también meterme cada vez
Broquel de protección y defensa más en el problema que desencadenó mi experiencia depresiva, descuidar la
búsqueda de un nuevo trabajo si he perdido el anterior y empeorar mi
situación económica, reducir mi participación en actividades sociales y
profesionales que antes frecuentaba, con lo que restrinjo mis posibilidades, agravar el conflicto interpersonal
que tal vez originó la experiencia depresiva, limitar mi autonomía y mi libertad de movimientos, desconectar
de las amistades y de las actividades compartidas que me alegraban la vida y que ahora echo de menos,
limitar las posibilidades de rehacer mi vida afectiva después de haber vivido un fracaso o un abandono. La
inhibición me puede llevar también a enredarme en preocupaciones y cavilaciones que me quitan el sueño y a
un empeoramiento de mi estado de ánimo. Puedo llegar a sentir culpa por mi propia parálisis o por el hecho
de haber perdido las amistades que tenía, de que ya no me llamen nunca y de estar más aislado, vergüenza por
la pérdida de posición social debida a la pérdida de empleo o rabia por no ver salidas.
161
Es posible que nunca llegues a conocer
los resultados de tus acciones,
pero si no haces nada,
nunca habrá resultados.
MAHATMA GANDHI
Aun cuando los antiguos pensaban que la causa de la melancolía era la bilis negra,
pensaban también que el estilo de vida influía en los desequilibrios del humor negro, por
lo que el cambio de la conducta personal habría de influir también en la recuperación de
su equilibrio. Ya decía Constantino el Africano que la melancolía depende mucho del
tipo de vida que se lleva, y Du Laurens creía que reorganizar los estilos de vida era más
importante que lo que pudiera salir de los cajones de los boticarios, como él decía.
Porque es por las obras, más allá de la conformidad y la pasividad, por lo que me
puedo restablecer de la crisis de mi experiencia depresiva en lugar de dejarme doblegar
por ella, que es como dejarme doblegar por la vida. Es por las obras como puedo llenar
el vacío y escribir en las páginas en blanco del libro de acontecimientos de mi historia
personal. Es por la reactivación como puedo recuperarme de la desactivación y hacerme
más fuerte para encarar con resiliencia posibles acontecimientos adversos venideros.
162
más dominio de mi vida si remuevo la parálisis, retomo la reactivación antidepresiva y
vuelvo a beber del manantial de bienes y alicientes que puedo lograr con el poder
transformador y creador de mis obras.
De las heridas de la vida, del penetrante sentimiento de pérdida, del dolor y de la profunda tristeza de la
cantante Toni Mitschell nacieron algunas de sus más bellas y desconsoladas canciones, porque, como dice
una de ellas, «yo he mirado a la vida desde ambos lados, desde el triunfo y el fracaso», porque, como declara
la propia Toni, su melancolía es «la arena que hace la perla». También de la melancolía, del sufrimiento y de
la desesperación de Samuel Coleridge brotaron sus más bellos poemas, y de la melancolía de Virginia Woolf,
sus dos novelas más renombradas.
Después de haber sido celebrado por todos como gran
compositor, Georg Friedrich Händel se encontraba sumido en
la pobreza, con la salud quebrantada y en una profunda
depresión, y se consideraba ya acabado. De esa melancolía
brotó poco después la maravilla de su oratorio El Mesías. Es
como si lo oscuro de su melancolía se hubiera transfigurado
en algo luminoso al hacerse música. Después de haber vivido
la profunda desolación que le produjo el fracaso de su
Primera Sinfonía, y después de varios años de parálisis y de
bloqueo, Sergei Rachmaninoff recuperó la confianza en su
gran talento, la inspiración y la fuerza creadora que produjo
su famoso 2.º Concierto para piano y orquesta en do menor.
La noche oscura, «horrenda y tempestuosa», llena de pesar Como la arena que hace la perla
y de sequedad, en la que Juan de la Cruz sentía las «sombras
de muerte, gemidos de muerte y dolores de infierno» de su profunda melancolía, se transfigura en «noche
amable más que la alborada», y la herida de amor y de ausencia, en «herida sabrosa», en «llama de amor
viva/que tiernamente hieres» y en las poderosas fantasías de «la música callada/la soledad sonora/la cena que
recrea y enamora» de su Cántico espiritual.
Pero no se trata de moverme por moverme, de hacer por hacer, de caminar sin más, a
tontas y a locas, o de seguir las recomendaciones bienintencionadas que más de una vez
me han podido hacer o me hago a mí mismo: «sal de casa», «muévete, vete al cine». Son
los valores y los objetivos que definí en el capítulo 3 los que me van a señalar la
dirección en la que quiero caminar y las obras que voy a desplegar a lo largo del camino.
Guiado e inspirado por mis valores, defino objetivos concretos, realistas,
alcanzables, sabiendo que las metas a corto plazo o próximas suscitan más el
compromiso que las metas a largo plazo y que han de constituirse en guías para la
acción. Además del objetivo más general de «recuperar la relación con mis hijos», que
se proponía un padre que estaba viviendo el duelo del divorcio, formuló objetivos más
concretos y específicos como «pasar el próximo fin de semana juntos en un lugar que a
ellos sé que les apetece».
Los objetivos serán una guía más efectiva si los expreso en términos positivos, es
decir, si defino un resultado que quiero alcanzar («recuperar las actividades que me
proporcionaban tanto placer»), que si los defino como un resultado que no deseo («no
163
seguir soportando este dolor y esta tristeza»). Aquellos evocan, cuando los alcanzo,
emociones más placenteras que estos últimos.
Estas y otras parecidas son expresiones que yo mismo he podido utilizar como
pretexto para mi inhibición y parálisis. Con el «pero» establezco una contraposición
entre sentir tristeza, miedo o desgana y actuar, como si la tristeza, el miedo y la desgana
fueran la causa de la inhibición y la parálisis y como si para actuar hubiera que combatir
primero la tristeza, el miedo y la desgana. De hecho, me encuentro a veces tan triste y
desganado que la acción me puede parecer una tarea ímproba. Por eso, trato de esperar a
estar contento, a tener ganas y a no tener miedo para afrontar la pérdida o el fracaso, para
echar a andar, para salir de la cama o levantarme del sofá y empezar a moverme. Pero he
podido comprobar también que cuanto más espero a sentirme estupendamente como
condición previa para actuar, peor me voy encontrando, más abatido me siento y más
postergo el momento de retomar el camino para salir del estancamiento.
164
Las emociones son testigos de la vida, no su causa
No estoy inhibido y pasivo, pues, «porque estoy triste» o «porque estoy sin ganas» y
165
la tristeza y la desgana me arrastren a la inhibición. Me muestro pasivo y a la vez me
siento triste y desganado por lo que me ha pasado y porque me han afectado las pérdidas,
los fracasos y las penalidades. Ni la tristeza suplanta a la pérdida y a los fracasos ni la
pena suplanta a las penalidades. Decir que estoy inhibido y pasivo «porque» estoy triste,
sin ganas o apenado es pasar por alto las pérdidas y las penalidades y culpar a mis
emociones de todo lo que me pasa. Este pretexto puede a veces sonar un poco a la
«culpa» que las doctrinas antiguas les echaban a los humores de la bilis negra. El
pretexto para la inhibición sería ahora el «mal humor» o el «estado de ánimo triste».
Nos decía Ángel González en el capítulo 4 que «no es siempre el miedo asunto de
cobardes». Tampoco son asunto de cobardes la tristeza, el dolor y la desgana, por eso
puedo reactivarme y echar a andar «sin cobardía» hacia lo que me importa, hacia «la
belleza que está esperando mis pasos», contando con ellos, aceptándolos sin esperar a
que desaparezcan previamente y a sentir unas ganas enormes, porque aceptarlos, como
comentábamos en los capítulos 4 y 5, no es rendirse ni doblegarse. Al contrario, es
negarse a quedar atrapado en la evitación y en el combate inútil.
¿No he tomado a veces decisiones que me importaba mucho tomar y que me supusieron incluso malestar y
dolor? ¿No he hecho más de una vez en la vida algo que no tenía ganas de hacer y, no obstante, lo hice
porque me importaba hacerlo, porque había algo que quería conseguir? ¿No he hecho más de una vez también
cosas que me daba miedo hacer, como atravesar un bosque oscuro, para ir a ver a alguien que era muy
importante para mí? El miedo estaba ahí mientras atravesaba el bosque, pero no era una cadena que me
retuviera. Los motivos para hacerlo eran más fuertes que la oscuridad y el miedo.
166
Y es que, además, al actuar, la tristeza, la
desgana, la desesperanza acaban mitigándose y
desapareciendo, pues mis obras son la condición
previa para que cambien mis emociones, para que la
desesperanza se trueque en esperanza, porque
pierdo el miedo y me vuelvo valiente cuando
realizo actos de valentía, como ya decía el filósofo
Aristóteles, porque los sentires vienen de los
haceres y quehaceres.
Por eso, si
hasta ahora,
para quitarme
la tristeza, los
recuerdos
dolorosos y los
pensamientos
perturbadores
los combatía, a
partir de ahora
voy a
descubrir que
mi estado de
ánimo, mis
pensamientos
y mis recuerdos se atenúan no huyendo o evitando, sino actuando, haciendo incluso la
acción inversa: en lugar de levantar la voz, uso un tono de voz bajo; en lugar de hundir
los hombros, miro con la cabeza erguida; en lugar de presentar un rostro taciturno,
sonrío; en lugar de reiterar mis desdichas a los otros, comento algo grato que me ha
ocurrido. Mis pensamientos no cambian mi vida, pero mis obras pueden cambiar mis
pensamientos, mis emociones, mi vida.
167
irrelevantes, y de mi experiencia depresiva.
Anoto el hecho de estar en cama, tumbado en el sofá, trabajando, viendo la televisión,
jugando con videojuegos, leyendo, comiendo, comprando, paseando, conversando y
tantas otras. Este registro me ayudará:
TABLA 6.1
Mi nivel de actividad diaria
ACTIVIDAD SENSACIONES,
HORA (DÓNDE, CON EMOCIÓN CONCRETA E INTENSIDAD PENSAMIENTOS, FANTASÍAS,
QUIÉN) DEL ESTADO DE ÁNIMO (DE 1 A 10) RECUERDOS
7-8
8-9
9-10
……
A detectar en qué medida las cambiantes y diferentes actividades que realizo y las
situaciones en que las realizo están asociadas también a cambios en mi estado de
ánimo, y a las sensaciones, pensamientos, fantasías y recuerdos, algo que tal vez
hasta ahora se me pasaba por alto, y en qué medida están contribuyendo a
mantenerme estancado.
A darme pistas de los cambios que me conviene hacer en mi nivel de
actividad/inactividad: qué actividades me conviene aumentar pues mejoran mi
estado de ánimo y cuáles disminuir porque, aun cuando me alivian a corto plazo,
empeoran a largo plazo mi experiencia depresiva.
Puedo darme cuenta de que estar tumbado en la cama o en el sofá, aún cuando de manera inmediata me
evita el malestar de salir y por eso me siento momentáneamente mejor, es un antecedente que se asocia a la
larga con un estado de ánimo más triste y abatido y con pensamientos pesimistas y recuerdos dolorosos,
mientras que salir a hacer la compra mejora mi estado de ánimo de manera más estable y me da una sensación
de dominio porque dejo de evitar quedándome en cama. Encontrarme por la calle con compañeros de la
empresa en la que trabajé antes de quedarme en paro me puede provocar ansiedad y pensamientos negativos
respecto a mi capacidad profesional. Pero quedarme en casa para evitar encontrarme con ellos también me
provoca tristeza y sentimientos de culpabilidad. Puedo darme cuenta de que el consumo de alcohol u otras
drogas me permite de momento «olvidar» el problema de una relación dañina, mitigar mi tristeza y
proporcionarme algo de euforia, pero a la larga el problema sigue sin resolverse o se agravará.
Decidiré si me resulta más fácil ir anotando las actividades a medida que las voy
168
haciendo o si las anoto una vez transcurridos períodos más amplios de tiempo, lo cual
me supondrá un mayor esfuerzo de memoria y el riesgo de perder detalles de lo que ha
ocurrido.
La intensidad de la emoción concreta (tristeza, miedo, enfado, desesperanza,
vergüenza) que acompaña a las actividades la puedo expresar en una escala de 1 a 10,
siendo 1 baja intensidad y 10 alta.
De acuerdo con los valores y los objetivos que quiero que guíen mi vida y teniendo
en cuenta mi nivel de actividad actual, voy incorporando a mi agenda diaria actividades
que me saquen de mi inercia, me conecten con las fuentes de consecuencias valiosas que
sean un aliciente y mejoren mi estado de ánimo. En el programa puedo incluir:
Me será más fácil aumentar ese nivel si empiezo a incorporar actividades que me
suponen poca dificultad y gradualmente en días sucesivos voy incorporando actividades
más difíciles. La recuperación de las actividades rutinarias que abandoné y la vuelta a
lo previsible de la «normalidad» puede mejorar mi estado de ánimo y suscitar
pensamientos positivos sobre mi capacidad de control sobre mi vida. Para ello, en una
hoja como la de la tabla 6.2 puedo hacer una lista de las actividades que quiero
incorporar a mi agenda ordenadas por nivel de dificultad en una escala de 1 (muy poca
dificultad) a 10 (mucha dificultad).
TABLA 6.2
Ejemplo de escala de dificultad
169
Arreglar la casa 4
Ir al cine 4
Salir a pasear 6
Apuntarme a un gimnasio 8
…………
Hoja de actividades
TABLA 6.3
Mi programa de actividad diaria
8-9
9-10
…….
170
alguno de los comportamientos personales que su madre le reprochaba, cosa que se dispuso a hacer.
Será más realista y garantizaré mejor el éxito si empiezo a ponerme en marcha, pues,
poco a poco con uno de los ámbitos de la vida, con tareas que además sean más fáciles,
accesibles y breves, como las que ya hacía a diario de manera regular y me resultaban
gratas, y con una frecuencia factible para tener la seguridad de que puedo con ellas y de
que tendrán su recompensa, y para evitar la experiencia de fracaso que podría vivir
como un castigo con el consiguiente desánimo. Después iré incorporando gradualmente
otras más complejas, difíciles y que requieran más tiempo en las siguientes semanas,
como la reincorporación al trabajo, la vuelta a clase o la recuperación de la práctica
deportiva que interrumpí.
Es posible además que al principio no me salgan las cosas «perfectas», pero ya será
mucho que haya hecho algún progreso en relación con la inercia que mantenía hasta
171
ahora y que esté ahora más activo de lo que lo estaba la semana pasada. Aunque los
primeros intentos sean solo éxitos parciales, no son, sin embargo, un fracaso o una
«catástrofe», porque mi restablecimiento de la experiencia depresiva no es un asunto de
«todo o nada». Tal vez voy avanzando a tientas, pero no avanzo a ciegas.
A medida que pasen los días, podré ir experimentando la recompensa de los
progresos realizados, la vivencia de logro y de dominio y el aumento de mi motivación.
Y si los progresos realizados son un aliciente para otros progresos ulteriores, porque la
actividad llama a la actividad, como la inercia llama a la inercia, mi experiencia
depresiva se irá debilitando y la desesperanza será reemplazada por la esperanza. En la
medida en que mi nivel de actividad y mi estado de ánimo se vayan restableciendo y me
sienta de nuevo «en marcha», decidiré si interrumpo esta programación diaria o la
mantengo para afianzar mi activación.
Si valoro una relación de pareja, aunque haya perdido la que tenía, y si valoro el
despliegue de mi potencial profesional, aunque haya fracasado el proyecto que lo
desplegaba, esos valores pueden seguir dando sentido a mi vida. En ese caso, puedo
«ponerle un marco» a las pérdidas que han desencadenado mi experiencia depresiva
para poder seguir adelante con otras relaciones y con otros proyectos.
Cuando vivo una experiencia significativa, me hago una fotografía e incluso después
la enmarco. La foto enmarcada es tan solo una representación, no la experiencia vivida,
un símbolo de la realidad, no la realidad vivida, pero me permite recordar y aceptar que
he tenido la experiencia, y a la vez aceptar que ahora ya no la tengo. Del mismo modo,
puedo realizar actos que registren y pongan «marco» a la pérdida y a lo que la pérdida
me arrebató, que sean como su representación, su fotografía, su símbolo.
Son muchos los registros y marcos que se pueden poner a las pérdidas y a los sucesos traumáticos: rituales
funerarios y de duelo, conmemoraciones, monumentos levantados en el lugar de una tragedia. Cuando guardo
y visto luto, constato, reconozco, señalo y represento que estoy viviendo una pérdida y que la acepto. Escribo
un poema a la persona que he perdido, le dedico el libro que acabo de escribir, pongo su nombre a una
estancia de la casa.
Un hombre acompaña por la noche en la habitación del hospital a su madre moribunda. Presintiendo que
esa podía ser la última noche, decide cantarle a media voz la canción mexicana La barca de oro, que dice
«adiós, mujer, adiós para siempre adiós» y que la madre cantaba a menudo cuando el hombre era un niño. De
madrugada, la madre falleció. Con la canción sellaba el consentimiento de la pérdida y del duelo.
El padre de una adolescente que había sido secuestrada y asesinada envió a un amigo una foto que él
mismo se había hecho cerca del lugar en el que la hija había desaparecido. En el fondo de la foto aparecía el
arcoíris sobre el mar. El amigo le respondió comentando que la hija muerta sería ya para siempre como un
«arcoíris» que los seguiría iluminando y coloreando la vida desde la bahía. Sería un modo de no olvidar el
pasado doloroso, pero de no estar continuamente atrapado por él, reaparecería solo con el arcoíris.
172
desarrollé un proyecto y en los que he vivido la pérdida. Con el marco acoto las
dimensiones de esos espacios, los «enmarco», les pongo un límite, los contengo, los
«congelo», y así el duelo no se eterniza. Con el marco, la pérdida queda transpuesta y
contenida en un símbolo, en un poema, en una canción, en una dedicatoria o en una
metáfora como la del arcoíris donde yo puedo «reencontrar» y evocar lo perdido y todo
lo que ha significado para mí. De este modo, ya no la pierdo del todo y puedo incluso
decir «fue bueno mientras duró».
No es infrecuente que me proponga hacer algo y, sin embargo, olvide hacerlo, pues
173
en mi ambiente habitual probablemente hay señales que me inclinan más bien a la
inactividad.
Para asegurarme de que haré lo que he incorporado a mi agenda de actividades, coloco en un lugar visible
la misma hoja de actividades, rediseño mi ambiente y pongo señales que me lo recuerden: despertador a la
hora prevista para levantarme de la cama, notas en el calendario de pared, pegatinas en los lugares donde he
de realizar la actividad, notas en la cartera o sobre la mesa de trabajo, cambiar el reloj de mano, avisos en el
teléfono móvil, pedir a una persona cercana que me lo recuerde, tener a la vista la fotografía de la persona
fallecida a la que había prometido que seguiría haciéndome cargo en la vida de mis responsabilidades. Si dejo
el chándal a la vista, es más probable que recuerde salir a correr que si lo tengo guardado en el armario.
174
manteniendo así viva la espiral de mi activación e invirtiendo el sentido de la espiral de
la inhibición en la que me había ido metiendo casi sin darme cuenta.
Será muy importante, pues, que las obras que emprenda para salir de la parálisis
tengan éxito, y lo tengan cuanto antes, y me proporcionen recompensas, bienes y
alicientes con valor y sentido para mí que las refuercen, que seleccionen aquellas que
mejor me ayudan a salir de la inercia, que me vayan diciendo si ha valido o no la pena lo
que he hecho, si me conviene seguir haciendo lo mismo o me conviene hacer reajustes,
si estoy en condiciones de afrontar ya actividades más difíciles o conviene que siga
practicando la misma actividad durante unos días.
Si el juego de dardos no es importante para mí, tampoco lo serán los resultados, no
me importará el mayor o menor acierto que consiga, me dará igual si no lo controlo. En
mi decisión de salir de la inercia, ¿qué resultados son para mí alicientes valiosos y
significativos en función de mis valores y objetivos, cómo tienen que ser los resultados
de mis intentos para que me alienten a salir de la inercia, para que refuercen los pasos
que voy dando, para que sostengan la esperanza y las expectativas de eficacia y de
control?
En función de mis valores, ¿cuánto me importa recuperar la forma física como resultado de retomar la
actividad física que abandoné después de la pérdida o del fracaso?, ¿cuánto me importa volver a restablecer
una relación afectiva como resultado de salir del aislamiento en que me encuentro y retomar el contacto con
los círculos de amistad en que antes me movía y que he perdido con la separación y el divorcio?, ¿cuánto me
importa lograr rehacer la relación con mis hijos después de un divorcio traumático?, ¿cuánto me importa
lograr por fin culminar mis estudios como consecuencia de volver a coger los libros abandonados después del
fracaso vivido en aquel curso complicado que me hundió en el abatimiento?
175
haciéndose aburrido.
Pero no siempre las consecuencias que refuerzan mis pasos son inmediatamente
placenteras. El compromiso con mi proyecto de cambio se ve reforzado por el progreso
hacia la «tierra prometida», aunque el camino sea doloroso. Una actividad de mi
programa puede no ser placentera a corto plazo, pero sí valiosa en la medida en que con
ella consigo a medio plazo consecuencias que me importan en coherencia con mis
valores y que la recompensan y refuerzan. ¿Son acaso placenteros todos los trayectos de
un maratón para quien desea llegar a la meta? La ascensión de la montaña puede ser
fatigosa, pero al llegar a la cumbre puedo contemplar la maravilla que se divisa desde
allí, que era lo que yo anhelaba.
Levantarme de la cama y arreglarme para salir a pasear, a hacer la compra o a una entrevista de trabajo
puede ser una experiencia penosa en sí misma, me puede parecer a veces un esfuerzo sobrehumano. Por
añadidura, cuando me dispongo a salir de casa, me asaltan a veces pensamientos negativos sobre mí mismo,
me pregunto de qué me sirve salir, me abruma la tristeza por no tener al lado la compañía de la persona
fallecida o que me ha abandonado y me pesan los recuerdos dolorosos de los conflictos que nos llevaron al
abandono, y entonces siento la tentación de encerrarme en casa de nuevo para intentar no sentir, no pensar,
para tratar de olvidar. Encerrarme en casa me ahorra, al menos de manera inmediata, todo eso y me ahuyenta
los pensamientos y los recuerdos y calma mi tristeza, aunque noto que así las cosas van a peor.
176
Pero si decido salir porque me importa lo que voy a hacer, aceptando y consintiendo, como vimos en el
capítulo 4, la incomodidad de las experiencias privadas que surgen, no usándolas como pretexto y desafiando
las ventajas inmediatas de quedarme en casa, podré experimentar, como en la ascensión a una alta montaña,
la satisfacción de haber sido capaz de salir de la inercia y mañana me será más fácil volver a levantarme y a
salir. Podré responder también a la pregunta retórica «¿de qué me sirve salir?».
177
Si me quedo en la cama y una persona allegada viene a hacerme la casa, la comida, la colada y las
gestiones que tengo pendientes, es como si estuviera dando por bueno el hecho de quedarme en la cama,
como si lo estuviera justificando, como si lo estuviera recompensando. Quedarme en la cama tiene de ese
modo consecuencias ventajosas: me libera de hacer todas esas cosas que yo podría estar haciendo. Esas
consecuencias refuerzan el hecho de quedarme en la cama y me impiden enfrentarme a mis responsabilidades
y a los costes de mi inhibición. La persona que hace eso por mí seguramente lo hace por el cariño que me
tiene, pero en este caso su cariño no me ayuda, sino que contribuye a mantener mi desactivación. Su cariño,
por el contrario, podría contribuir a reactivarme si se ofrece para echarme una mano, siempre y cuando yo me
levante de la cama para hacer lo que me corresponde, e incluso me acompaña a hacer las gestiones que tengo
pendientes, siempre y cuando yo salga de casa para ir a hacerlas. Ambos ganaríamos a la larga más así, a
pesar de las renuncias inmediatas: yo al verme reactivado y acompañado por una persona cercana y esa
persona al verse ofreciendo apoyo a mi reactivación, no a mi desactivación.
Si de manera habitual hablo sobre mi tristeza, describo con todo lujo de detalles mi desconsuelo, mi
pesimismo, mi desesperanza y encuentro en los otros una escucha atenta, la escucha atenta puede contribuir a
hacer más probable y frecuente el relato de mis desdichas y a mantener en el tiempo la vivencia depresiva. La
escucha atenta de los otros contribuirá, por el contrario, a reactivarme si centro mi relato en los pasos que
estoy dando para restablecerme. Si no voy contando mi aflicción a todo el que quiera oírme, desde luego no
habrá ocasión para que la escucha atenta de los otros contribuya a mantener mi aflicción.
Algunas de las actividades que podría acometer han podido ser anteriormente objeto
de críticas y de castigos, y los castigos, sobre todo los prolongados e inevitables, como
vimos en el capítulo 2, reducen la frecuencia de la conducta castigada, incluso la
extinguen: ¿para qué molestarme si no va a salir bien, si me van a criticar? Esto
contribuye también a fortalecer el estancamiento. Si salgo de la cama y me dispongo a
actuar, no recibo más que críticas. Quedándome en la cama, evito el castigo de las
críticas. Cuando mi inhibición tiene detrás una historia de castigos, me será difícil
178
atreverme a la acción. Podré, sin embargo, hacerlo si me importa más salir del
estancamiento y navegar hacia la Ítaca que puede dar sentido a mi vida.
En los años setenta del siglo XX, el psicólogo Lynn Rehm puso de relieve la
importancia de administrarse autorrecompensas por los progresos realizados, sobre todo
cuando hay escasez de apoyos externos y cuando las acciones realizadas no tienen
consecuencias gratificantes de forma inmediata. El autorreconocimiento y la
autorrecompensa contrarrestan la tendencia a fijarse preferentemente en los
acontecimientos negativos de la vida y en los propios fracasos y a recompensarse
insuficientemente por los éxitos y a hacerse más bien reproches por los errores y
fracasos, lo cual es desalentador.
Yo tengo en mi mano un caudal de alicientes que yo mismo me puedo proporcionar y
que pueden alentar y reforzar las acciones que me comprometo a realizar.
Puedo anticipar las recompensas que me esperan si me
reactivo, mostrarme reconocimiento y elogio por lo que voy
haciendo, por el cumplimiento del programa de actividades,
por los resultados que voy cosechando: «no ha estado nada
mal», «he podido con ello», «me siento mejor que ayer».
Si echarme en el sofá para ver una película puede tener la
función de reforzar mi desgana y el hecho de evitar salir para
hacer determinadas gestiones, también puede cumplir la
función de reforzar el hecho de haber salido a hacer esas
gestiones.
Si hago ante los demás afirmaciones positivas sobre mí
mismo y me aplauden, el aplauso refuerza las afirmaciones. Si
me las hago a mí mismo y me digo palabras de aliento y me
las aplaudo, refuerzo también esas autoafirmaciones.
Recompensarme a mí mismo por los pequeños pasos que voy dando es tanto más
importante cuando, como ocurre en la difícil ascensión a la montaña, los resultados
inmediatos y a corto plazo de mis intentos no son del todo satisfactorios, son incluso
dolorosos, y cuando los resultados más significativos para mí van a tardar en llegar. Si
estoy buscando un nuevo empleo y mis primeros intentos no han dado resultado, me
puede entrar el desánimo. Pero si me ofrezco reconocimiento por cada uno de los
intentos, me será más fácil mantener la perseverancia.
El hijo de uno de los autores en su época de estudiante solía decir «primero el deber,
después el placer». Aun sin saberlo, se atenía así a lo que la psicología denomina
principio de Premack. Según este principio, una conducta que es muy frecuente, fácil y
gratificante, como puede ser salir con los amigos o ver el programa favorito de
televisión, refuerza y hace más probable una conducta menos frecuente y gratificante y
más difícil, como dedicar varias horas al estudio, si aquella se realiza como consecuencia
179
de esta. Si la más frecuente, fácil y gratificante la realizo primero, después puede ser más
costoso realizar la menos frecuente y gratificante y más difícil.
Si estoy desganado y desconsolado, dejo de realizar una tarea habitual de la casa y me echo en el sofá a
ver vídeos, estoy recompensando mi desgana y mi inactividad y en lo sucesivo me costará más realizar la
tarea pendiente, es más probable que la postergue. Si realizo primero la tarea pendiente y después me echo en
el sofá a ver vídeos, estoy recompensando la realización de la tarea y será más probable que actúe así en lo
sucesivo. Si me ensimismo en monólogos negativos sobre mí mismo y sobre la vida mientras realizo una
actividad gratificante, como la comida, o inmediatamente antes de esa actividad, estoy reforzando, aun sin
darme cuenta, esos monólogos y habituándome a ellos, contribuyendo así a mi estado de ánimo negativo, a
mi desesperanza y a mí inhibición. Si hago coincidir mis monólogos positivos sobre mí mismo y sobre la vida
con actividades gratificantes, los refuerzo y me habitúo a ellos, contribuyendo así a la mejora de mi estado de
ánimo, a mi esperanza y a que se conviertan en una señal para las acciones de reactivación.
180
Una lista de actividades placenteras
Me resultará de ayuda hacer una lista lo más exhaustiva posible de todas aquellas
actividades que me producen sensaciones, emociones, pensamientos y recuerdos
placenteros para incorporarlas o reincorporarlas a mi vida diaria. Si al lado de cada una
de las actividades anoto, entre 1 y 10, el grado de placer que me proporcionan (1, nada o
muy poco; 10, mucho) y cuántas veces (0, ninguna; 5, muchas) las he realizado en el
último mes, podré ver en qué medida su realización u omisión están afectando a mi
estado de ánimo y será un aliciente para ir metiéndolas gradualmente en la planificación
de mis agendas diarias.
Me conviene saber que, si me habitúo a realizar una de estas actividades placenteras,
como cantar, escuchar música, recitar una poesía o imaginar parajes deliciosos, a la vez
que realizo otra tarea más tediosa, como arreglar la casa o planchar, esta última acabará
siendo más placentera también.
Es importante que el objetivo de estas actividades sea el logro de un resultado
gozoso, no una ocasión para evitar una actividad ingrata, pues en este caso la actividad
placentera estaría fomentando la evitación.
Si evito ponerme a estudiar a la hora que me había comprometido y a continuación «me regalo» un
apetitoso postre, el regalo del postre, además de proporcionarme una experiencia placentera, estará
acostumbrándome peligrosamente a eludir mi compromiso con el estudio, pues «me premia» por evitarlo. El
regalo del postre cumpliría una función más beneficiosa, además de placentera, si viene como consecuencia
de haber cumplido el compromiso de las dos horas de estudio. En este caso, es mi compromiso, y no la
evitación del compromiso, el que resulta «premiado».
Es importante también, como decíamos antes, que no utilice el pretexto «no tengo
ganas de hacerlo». Es preferible que me ponga a hacerlo y estar abierto a lo que me
ofrecen, pues el resultado placentero hará seguramente que «me vengan las ganas» para
las próximas veces.
181
universo del que soy parte integral, no mediante la dominación, sino mediante la
receptividad sensual, relajada, gozosa y creadora, que requiere lentitud y espera, con el
mismo amor fraternal por todo lo creado que profesaba Antonio Machado.
Por eso, el lento declive de la luz del crepúsculo en una tarde otoñal puede ser gozoso aun teñido de
melancolía y de nostalgia. Pero también puede ser gozoso abrirme al amanecer «como se abren las flores a
los besos de la aurora», el éxtasis de la mirada perdida frente al mar recordando momentos gozosos, el paseo
por el sendero que lleva al río, el color y el olor de las rosas, el paseo en bicicleta, la práctica de cualquier
deporte al aire libre, el juego que va más allá de la necesidad y la productividad, el disfrute del cansancio
sosegado que hace que me pueda demorar, acudir al cine, al teatro, a un concierto, llamar a alguien para salir,
y tantísimas otras actividades en las que puedo «enjugar las penas» y vivir la expansión de los gozos.
Cada uno de mis sentidos, no solo el de la vista, me puede deparar infinidad de momentos placenteros y
relajantes a cada instante. Puedo demorarme con atención en el olor de perfumes con los que ambiento mi
habitación o con los que yo mismo me perfumo, con el olor de la comida, del río, del bosque, de la hierba
recién cortada, de las flores del parque o del jardín, de la panadería en la que compro el pan. Puedo
demorarme con atención escuchando música, el canto de un pájaro en un árbol cercano, el ruido que hacen las
hojas que voy pisando, el ruido del agua de la fuente, del río o del mar, el latido de mi corazón, la suave
entrada y salida del aire por mi boca y mi nariz. Saboreo lentamente lo que estoy comiendo o bebiendo.
Siento con atención plenamente consciente lo que estoy tocando, las hojas de este libro, la textura de la
camisa que llevo puesta y su roce suave sobre mi piel, el agua que me cae desde la ducha, el sabor de los
labios o la piel de la persona a la que beso o acaricio, el toque suave del masaje que me dan o que me doy.
182
Me ofrezco goce estético como un renacimiento
183
soledad.
A mediados del siglo XX, el psicólogo George Kelly nos proponía realizar el
experimento de adoptar el papel de una persona significativa, real o imaginaria, que nos
sirviera de modelo de conducta, que nos diera pistas y nos animara a realizar nosotros
esa misma conducta. Según eso, si yo adopto el papel de una persona que conozco y que
actúa de una manera no depresiva aun en medio de circunstancias adversas, estoy
actuando como si yo no estuviera viviendo la experiencia depresiva, y esta práctica me
ayuda justamente a restablecerme de hecho de esa experiencia.
Me fijo con atención en ella como los estudiantes de dibujo se fijan en su modelo,
exploran sus curvas, sus recovecos y lo van contrastando con lo que van realizando en
sus cuadernos. Es como si esa persona se estuviera «reencarnando» en mí, como si se
estuviera infiltrando en mí y yo me hiciera pasar por ella. Y si se trata de una persona
fallecida, es como si la estuviera trayendo de nuevo a la vida e incorporando su
conducta, sus habilidades, su sonrisa, su modo de levantar la mirada, las palabras que
decía cuando se enfrentaba a los avatares de la vida sin quedarse inhibida y pasiva.
Trato de ver el mundo a través de sus ojos y de reproducir su conducta, su sonrisa, su
mirada, sus palabras de aliento, pero en definitiva son mis ojos los que ven, soy yo el que
sonríe, soy yo el que actúa, y estos actos míos se pueden ir consolidando. Es una
experiencia creativa porque de ese modo estoy creando conductas nuevas, me estoy
experimentando de manera creativa en situaciones diferentes y con acciones inversas a
las de la experiencia depresiva. Con la práctica, mejoro las habilidades que inicialmente
solo trataba de reproducir y las voy incorporando de manera estable a mi patrimonio
biográfico. Las hago mías y ya no las pierdo.
Al hacerlo, me abro y exploro de manera plenamente consciente aspectos
inexplorados de mi propia biografía. Cuando reproduzco talentos suyos a veces descubro
al instante que tengo sus mismos talentos, que tengo una «reserva» de dotes que no había
explorado antes y que podrían haber quedado inexploradas si no hubiera realizado el
experimento, si me hubiera mantenido inhibido. Observo que, cuando sonrío, los otros
me responden de manera diferente que si me dirijo a ellos cabizbajo y haciendo
comentarios negativos. Me doy cuenta de que me sonríen y me siento bien por esta
correspondencia, y me doy cuenta de que prefiero esta correspondencia a la que me
dedican cuando estoy abatido.
184
«soñar despierto». Pero la imaginación, las
imágenes de la fantasía pueden tener un enorme
potencial en mi existencia. Mi fantasía puede ser
creadora y «productiva» en la medida en que me
propone el horizonte de proyectos y realizaciones
gozosas y liberadoras, una «tierra prometida» hacia
la que caminar. Puedo imaginar situaciones que
pueden parecer «irracionales», pero que acaban
realizándose si me atrevo a ponerlas en práctica.
Puedo imaginar incluso utopías. Me permite anticipar y crear el futuro y sostener la
esperanza de que lo que imagino puede llegar a ser real y de que mis posibilidades y mis
aspiraciones se pueden hacer realidad, trascendiendo la desesperanza y la inhibición que
parecían hacerlo imposible. La imaginación es entonces una invitación a «practicar la
poesía», que decían los surrealistas. Es como «un profeta que vive en mí», que decía el
poeta Andrei Voznesensky.
Ahora ya no es un modelo el que se «reencarna» en mí. Ahora soy yo el que,
habiendo abierto la caja de Pandora, y habiendo decidido recorrer el camino de la
reactivación, decide «reencarnarse» en el yo del futuro y, como si me tocaran con una
varita mágica o se produjera un milagro, me imagino «reencarnado» sin la inhibición y
la parálisis, sin la experiencia depresiva. Esta «reencarnación» imaginaria no es una
queja del tipo «¡si las cosas no fueran tan terribles como son ahora!» ni es una huida de
la realidad difícil que estoy viviendo. Es una aspiración, un sueño que quiere hacerse
realidad. ¿Cómo estoy viendo ese «yo reencarnado» liberado, desbloqueado?, ¿qué estoy
haciendo?, ¿en qué se nota que he cambiado?, ¿qué estoy consiguiendo que ahora no
tengo pero que me gustaría tener?
Ahora regreso de mi viaje en el tiempo y me pregunto si me valdrá la pena hacer el
camino para alcanzar esa liberación que dibuja mi sueño.
Uno de los obstáculos con los que me puedo encontrar es la falta de habilidad
personal para realizar las acciones que intento realizar. Intentar realizar una acción para
la que no estoy preparado me puede producir miedo y ansiedad. Si desisto de hacerla, me
evito el probable fracaso y además el miedo y la ansiedad. El aprendizaje de habilidades
nuevas puede requerir tiempo, práctica y paciencia.
Si siempre he soñado con tocar un instrumento musical, pero nunca lo he hecho, es obvio que he de
aprender a hacerlo. Si las pérdidas me han desorganizado la vida y he de reorganizarla, habré de aprender tal
vez habilidades de organización del tiempo, habilidades de planificación, de economía doméstica, de solución
de problemas, culinarias. Si el desencadenante de mi experiencia depresiva es una relación interpersonal de
abuso y no me veo capaz de hacerle frente de manera firme y segura, me importará mucho fortalecer mi
capacidad para responder al abuso, para decir «no» a las faltas de respeto o para romper la relación que me
185
humilla. Si el desencadenante ha sido la pérdida de empleo y no existen alternativas de empleo disponibles en
mi ámbito profesional, tal vez tendré que adquirir habilidades laborales nuevas y habilidades de búsqueda de
empleo y para afrontar entrevistas de trabajo. Si deseo iniciar una nueva relación afectiva después de que la
anterior estuvo llena de problemas de comunicación y acabó en divorcio o en abandono, me ayudará mucho
mejorar mi capacidad comunicativa para no caer en los mismos problemas. En el libro ¡No me comprendes!
¡Y tú a mí tampoco!, los autores hacen sugerencias sobre cómo mejorar la capacidad comunicativa.
186
pérdidas y será entonces un diálogo de duelos.
A veces no tengo a quien comunicarla y con quien compartirla, lo cual me la hace
más difícil. Otras veces prefiero que no se conozca la pérdida, no sabría explicar por qué
me han dejado, me avergüenzo del abandono y del fracaso y temo lo que me puedan
decir. Lo que temo a veces es que no me crean, que no den crédito al daño y al dolor que
el fracaso o el abuso me están causando. Otras veces me dolerá que los otros subestimen
el significado de la pérdida, mi tristeza, mi abatimiento. A veces incluso me irritaré ante
su indiferencia y recurriré a expresiones extremas para demostrar cuánto significa la
pérdida para mí.
187
necesidades y sueños que esa persona colmaba. Cuando otras personas ocupen mis otros
espacios vitales, cuando otras actividades me llenen, es posible que vea a la persona
perdida como menos significativa porque ahora ya la veo fuera de ese espacio que
habitaba, me puede parecer incluso ajena, extraña. Era significativa por el lugar que
ocupaba, pero ahora que ya no lo ocupa, ha perdido significado.
Tal vez ahora podré también tomar más en consideración las necesidades y
expectativas del «tú» de los otros de lo que lo hacía con la persona perdida, que
respondía tal vez más solo a mis necesidades y seguir el consejo de Machado: «busca el
tú que nunca es tuyo/ni puede serlo jamás».
Me será difícil hacer frente a las pérdidas y a los momentos difíciles por los que estoy
pasando si no duermo bien o si no me alimento adecuadamente. Son numerosos los
estudios que muestran cómo el ejercicio físico contribuye también a mejorar mi estado
de ánimo. El libro de los autores Qué fácil ganarlo, qué difícil perderlo ofrece
sugerencias útiles para una alimentación adecuada y la práctica de ejercicio físico. El
libro Si la vida nos da limones, hagamos limonada contiene un amplio apartado
dedicado al sueño reparador y a la práctica de la relajación que me será útil en momentos
especialmente estresantes.
188
seguir navegando en el río de la vida.
La relectura posterior de mi diario me ayudará a ver con perspectiva mi historia
pasada, a comprenderla mejor, a salvar del olvido las experiencias vividas y a evitar las
distorsiones y olvidos que se suelen producir con el tiempo.
Según sea de gravosa mi experiencia depresiva, según el grado de progreso que voy
experimentando en mi programa de reactivación, según sea el nivel de apoyo con el que
cuente, y según yo perciba que puedo controlar mi experiencia depresiva, podré decidir
también recurrir a la ayuda profesional. Si ya estoy contando con esa ayuda, este libro
podrá ser una ayuda complementaria y tal vez un criterio para evaluar también los
beneficios que la ayuda profesional me está aportando.
En todo caso, será muy importante que la ayuda profesional contribuya claramente a
mi reactivación y no contribuya a mantenerme en la inhibición y la parálisis. Habré de
valorar, por eso, con los profesionales que me atienden en qué medida la baja laboral
puede ser una ocasión para recobrar fuerzas y poder seguir adelante o es, por el
contrario, algo que me priva de seguir conectado a una actividad profesional con sentido
y que me aísla de otros alicientes, con lo que podría estar prolongando mi experiencia
depresiva. El mero hecho de ser «diagnosticado de depresión» podría ser vivido como
una liberación de responsabilidades, y podría, por ello, contribuir inadvertidamente a
reforzar también algunos de los componentes de la experiencia depresiva. En el capítulo
7 hablaremos también de los fármacos que algunos profesionales prescriben.
189
7. SERES DE CARNE Y HUESO, SED DE CARNE Y
VIDA
190
componentes interconectados: el sistema nervioso
central (SNC), compuesto por el encéfalo y la
médula espinal, y el sistema nervioso periférico
(SNP), que comprende los nervios periféricos y los
receptores que captan las sensaciones de dolor,
tacto, presión y temperatura, las del gusto, vista,
olfato y oído y la posición y el movimiento del
cuerpo. La región más grande del encéfalo está
formada por los dos hemisferios cerebrales, cuya
capa más externa es la corteza cerebral, formada
por grupos de neuronas, y cuyas áreas más
profundas contienen otros núcleos neuronales,
como el tálamo, la amígdala, el hipocampo, el
hipotálamo y los ganglios basales.
El SN cumple dos grandes funciones. El sistema
nervioso somático (SNS) me permite la relación
con las circunstancias de la vida, las gozosas y las
adversas, transmite las señales sensoriales o
aferentes de la vista, el oído, el gusto, el tacto, el
olfato y el dolor (sensaciones exteroceptivas) y
también las señales del estado de mis músculos y de El sistema nervioso se extiende por todo el
organismo
la posición y el movimiento de mis extremidades
(sensaciones propioceptivas), y coordina mis
movimientos y acciones. El sistema nervioso autónomo (SNA) regula las sensaciones
interoceptivas que proceden de las vísceras y el movimiento de las vísceras, e incluye
además tres ramas: el sistema simpático (SP), que desempeña funciones de activación y
prepara mi organismo para las situaciones que comportan gasto de energía, el sistema
parasimpático (PSP), que desempeña funciones de recuperación de energía en
situaciones de reposo y de relajación, y el sistema nervioso entérico (SNE), que controla
las funciones del aparato digestivo.
La unidad del SN que hace posibles todas esas funciones a través de todo el
organismo es una célula especial, la neurona, de las que hay más de 80.000 millones en
el SN.
191
Estructura de una neurona
En el cuerpo neuronal se encuentra el núcleo y el citoplasma, con todos los componentes bioquímicos
necesarios para sus funciones vitales, entre otras la fabricación de los neurotransmisores, que conoceremos
enseguida. En el conjunto del SN, los agregados de los cuerpos neuronales conforman la sustancia gris. Las
dendritas son ramificaciones que reciben las señales o impulsos nerviosos de otras neuronas. Cuando estas
ramificaciones son extensas, la neurona puede recibir cantidades enormes de señales. El axón es una
prolongación tubular que puede medir entre 0,1 mm y 2 metros y que se divide en finas ramas en las que
puede establecer conexión con otras neuronas. Las prolongaciones neuronales, al abandonar la sustancia gris,
se rodean de la vaina de mielina, una cubierta compuesta de lípidos y proteínas, rica en fósforo y de color
blanco nacarado. El conjunto de estas prolongaciones, agrupadas en haces y fascículos, conforma la sustancia
blanca del sistema nervioso.
192
Estructura de la sinapsis
a) Neurona presináptica, que transmite el potencial de acción desde las ramas del
axón, en las que hay colecciones de vesículas sinápticas, cada una de las cuales
contiene miles de moléculas de neurotransmisor.
b) Neurona postsináptica, que recibe el potencial de acción de la neurona
presináptica. En el espesor de su membrana se sitúan los receptores, que son
proteínas que se unen a los neurotransmisores liberados desde la neurona
presináptica provocando la excitación o la inhibición de la membrana neuronal.
c) Espacio o hendidura sináptica entre la neurona presináptica y la neurona
postsináptica.
193
Una neurona puede establecer un promedio de 1.000 sinapsis y recibir incluso unas
10.000. Si el SN tiene más de 80.000 millones de neuronas, puedo imaginar la
inmensidad de conexiones sinápticas interneuronales que se producen, tantas que, como
dice Eric Kandel, «hay más sinapsis en el encéfalo que estrellas en nuestra galaxia». Los
procesos fisiológicos de cada una de mis experiencias vitales se hacen posibles por el
funcionamiento de grupos de neuronas interconectadas y organizadas en redes o
circuitos.
En estas interconexiones, cuando el potencial de acción de la neurona presináptica
alcanza las ramas terminales del axón, activa allí la liberación del neurotransmisor de
las vesículas sinápticas, el cual, ofreciendo un relevo bioquímico a la señal bioeléctrica
del potencial de acción, se difunde en el espacio sináptico y se liga a los receptores de la
membrana de la neurona postsináptica excitándola o inhibiéndola. Una vez hecha su
función, los neurotransmisores desaparecen del espacio sináptico y frecuentemente son
recaptados por la neurona presináptica, donde se inactivan o son de nuevo reutilizados.
Algunos de los muchos neurotransmisores son: acetilcolina, adrenalina, noradrenalina,
dopamina, serotonina, ácido gamma-aminobutírico (GABA).
194
y de las neuronas motoras de la médula espinal, regulan el funcionamiento de los
músculos y contribuyen a mantener la adecuada tensión muscular tónica y postural de la
bipedestación y también la plasticidad que requieren muchas otras funciones
musculares. La tensión muscular incrementada puede manifestarse en la rigidez de mi
coraza muscular defensiva, y en las contracturas musculares de mi cefalea de tensión.
Las neuronas del SR emiten también señales hacia la amígdala, una estructura que se
activa ante las pérdidas, los fracasos o los golpes de la vida que tienen para mí una
especial significación emocional de miedo, tristeza, dolor, ansiedad o sufrimiento, pero
también ante las circunstancias que me provocan alegría y placer. Por todo ello, la
amígdala es considerada el corazón biológico de la experiencia emocional y de la
memoria emocional por la que puedo revivir el recuerdo doloroso de pérdidas y fracasos
ya vividos.
195
estimula, a su vez, la secreción de la hormona adrenocorticotropa (ACTH). Esta
hormona llega por la sangre hasta las glándulas suprarrenales, donde activa la liberación
de glucocorticoides, y en particular de cortisol, completando así el llamado eje
hipotálamo-hipofiso-suprarrenal (HHS). El cortisol facilita una distribución del
combustible energético asegurando que todo mi organismo esté a punto para afrontar la
situación adversa, pero a costa de interrumpir otras funciones que en esos momentos no
son tan necesarios, como el sueño, el apetito o el deseo y la actividad sexual, lo cual
puede determinar insomnio, pérdida de apetito y pérdida de deseo sexual.
Por eso, no es extraño que se encuentren altos niveles de cortisol en la sangre cuando
se experimenta fuerte ansiedad y en la experiencia depresiva. Son mayores esos niveles
cuando la situación adversa provoca además enfado, hostilidad, ira y agresión. A su vez,
parece que esos niveles altos contribuyen al envejecimiento y podrían determinar
también una pérdida de neuronas y degeneración en el hipocampo, con el consiguiente
deterioro de los procesos de memoria en los que interviene esta estructura neurológica.
196
cuidado prolongado de familiares enfermos, conflictos permanentes de pareja, la pérdida
del cónyuge o de un hijo, un proceso de divorcio largo y traumático, se puede producir
una alteración de algunas respuestas inmunológicas, como la disminución de linfocitos,
lo que aumenta esa vulnerabilidad. En los casos en que la experiencia depresiva es
especialmente intensa, existe un mayor riesgo de padecer cáncer tiempo después.
197
experiencia que yo vivo con la pérdida que lloro y con todo lo que he perdido con la pérdida. Sin las sinapsis
que hacen las neuronas con los músculos que mueven mis párpados mediante el neurotransmisor acetilcolina
no es posible el parpadeo, pero no decimos que la sinapsis o la acetilcolina sean la causa del guiño con el que
muevo el párpado y del significado que le otorgo.
En la ansiedad que acompaña a la experiencia de una fobia o de un
ataque de pánico están implicadas las redes neuronales de la amígdala,
pero no son estas redes la causa de mi ansiedad, sino las transacciones
con las circunstancias que me están suponiendo una amenaza o un reto.
198
experiencia depresiva son el efecto, no la causa, de las transacciones que conforman esa
experiencia.
«Se me hace la boca agua» es el efecto fisiológico, no la causa, de pensar en un sabroso manjar, al igual
que el rubor en las mejillas es el efecto fisiológico, no la causa, de la confrontación con una situación
embarazosa que me pone colorado, al igual que cuando tengo miedo o estoy ansioso mis músculos se ponen
tensos, pero no es la tensión muscular la causa del miedo, o al igual que cuando aprendo un nuevo idioma se
producen cambios neurofisiológicos, pero ningún cambio neurofisiológico hará mágicamente por sí mismo
que yo aprenda el nuevo idioma sin ir a la academia o viajar al país en que se habla.
199
LA QUIMERA DE LA DOCTRINA PSICOPATOLÓGICA
A principios del siglo XVIII, Friedrich Hoffmann creía que un espasmo de la meninge
duramadre impedía el paso de la sangre, lo que producía las «impresiones de tristeza y
de miedo» de la melancolía. El espasmo se resolvía mediante sangrías, o a través de
«máquinas giratorias» que provocaban náuseas y vómitos y que se suponía hacían
desplazar hacia las piernas el exceso de sangre que supuestamente congestionaba el
cerebro. Ya en el siglo XIX, y con ecos todavía de la doctrina humoralista, el psiquiatra
británico Henry Maudsley escribía:
«Cuando la sangre degenera en una mayor o menor congestión en el cerebro, hay una incapacidad para
pensar, el estancamiento de la sangre se acompaña de un penoso estancamiento de las ideas y la presencia de
bilis en la sangre puede llevar a cualquiera a considerar su medio y su futuro de forma más ensombrecida».
200
considerado el «padre» de la psiquiatría moderna, y el
psiquiatra Kurt Schneider.
Se conocían desde antiguo las experiencias adversas de la vida que pueden llevarnos
a la experiencia depresiva: pérdidas, fracasos, tribulaciones, penalidades. Pero tanto las
doctrinas antiguas como la doctrina psicopatológica actual pasan por alto o
sencillamente niegan su papel determinante. No logran explicar cómo se puede pasar de
esas experiencias de la vida a la tristeza, a la desgana, a la desesperación, de los pesos a
la pesadumbre, de las penalidades a las penas.
201
Las experiencias adversas de la vida son ignoradas en nombre de una quimera
202
los neurotransmisores, ¿para qué averiguar el impacto que me producen las pérdidas, los
abandonos, los fracasos, las derrotas, el maltrato? Al despojar mi experiencia depresiva
de sus conexiones radicales con esos acontecimientos de la vida, las doctrinas la
despojan también de su significado profundo. Me despojan además del autogobierno,
pues me gobierna, según ellas, una quimera, «una cosa que está ahí dentro».
Si digo que la melancolía es causada por la bilis negra o por Satán, tendré que aportar
pruebas. Lo mismo si digo que está causada por un desequilibrio de los
neurotransmisores. Pero en la larga historia de siglos no contamos con evidencias de que
exista una relación causa-efecto entre un hipotético desequilibrio o «proceso patológico»
del cerebro y la experiencia depresiva, del mismo modo que sí la hay, de acuerdo con la
medicina científica, entre una hepatitis y la ictericia, entre un enfisema pulmonar y la
disnea, entre una bronconeumopatía y el esputo. Aunque a lo largo de la historia se ha
derramado mucha sangre en las sangrías, no hemos visto manar en ninguna de ellas el
humor melancólico porque ni siquiera existía, ni hemos descubierto a Satán metido en el
cuerpo.
Y es que buscar la causa de una crisis existencial, como mi experiencia depresiva, no
es lo mismo que buscar la causa de la ictericia, de la disnea o del esputo. Porque el
miedo, la tristeza, el abatimiento, la desgana, la inhibición o la desesperanza de mi
experiencia depresiva no son ni una ictericia, ni una disnea ni un esputo. No se producen
en las meninges como una meningitis, ni en el encéfalo como una encefalitis, ni en el
cerebro como un tumor cerebral. No manifiestan una sede y causa cerebral como
tampoco la mirada triste o los negros presagios que ya conocían los antiguos
manifestaban los vapores de la bilis negra. Tienen, como hemos visto a lo largo del libro,
otro modo diferente de producirse.
No es extraño, por eso, que Esquirol mostrara así el desencanto de la búsqueda:
«Que nadie espere que vamos a señalar el lugar donde se encuentra la locura, ni señalar la naturaleza y el
lugar de la lesión orgánica que la determina. Las autopsias realizadas han sido inútiles. Todos los trabajos
sobre la anatomía del cerebro no han producido otros resultados que la certeza desesperante de que jamás se
podrán deducir de estos datos conocimientos aplicables al ejercicio de la facultad pensante».
203
El psiquiatra Adolf Meyer decía que intentar explicar los trastornos psicológicos «por
unas hipotéticas alteraciones celulares» que no podemos probar es algo gratuito, y Carlos
Castilla del Pino en su Introducción a la psiquiatría escribía:
«El modelo neurológico pretendía ofrecer una interpretación patológicocerebral de la alteración psíquica, y
esto es lo que una y otra vez no ha sido conseguido. Y si puede asegurarse que no habrá de serlo es porque la
consideración de que la traslación del modelo neurológico al psicológico es lógicamente inadecuada, es decir,
errónea, desde el punto de vista de la epistemología que concierne a ambos niveles».
Como ya hemos visto, las neuronas pueden alterar el potencial eléctrico de sus
membranas celulares y producir un potencial de acción y pueden además fabricar
neurotransmisores. Pero los milivoltios de los potenciales de acción y los
neurotransmisores no son mi conducta, ni mis pensamientos, ni mi tristeza, ni mi
experiencia depresiva, ni los producen. Para que se produzcan estas experiencias
biográficas es preciso que ocurran las transacciones que hemos conocido a lo largo de
los capítulos del libro.
Las neuronas y los neurotransmisores no hablan, no piensan, no toman decisiones, no
tienen miedo, no sienten la pérdida de un ser querido, ni hacen duelo, ni causan penas, ni
desesperación, ni dicen «me doy por vencido», ni hacen intentos de suicidio. Tampoco
deciden que la persona que me abandona o que se muere sea o no significativa para mí o
que me hunda el fracaso de un proyecto en el que había depositado todos mis sueños.
Todo eso lo hago y lo vivo yo, mi ser entero conectado con las circunstancias de la vida,
inmerso en mis experiencias vitales, viviendo la crisis de la experiencia de una pérdida
significativa, de un abandono o de un fracaso.
En la experiencia de indefensión que vimos en el capítulo 2 intervienen las neuronas, pero no la causan. La
causa de la indefensión no está en las neuronas ni en los neurotransmisores, está en lo que ocurre entre mi
persona entera y la adversidad que me hace daño y que mis esfuerzos no son capaces de controlar. Sin esa
experiencia entre mi acción y la circunstancia frustrante, ninguna neurona ni todas las redes de neuronas
204
juntas serían capaces de alumbrar mi indefensión y mi desesperanza, porque ellas lo que alumbran son
potenciales de acción de bajo voltaje y neurotransmisores.
205
añade que el supuesto desequilibrio químico como causa es un «cuento» que abusa de la credulidad de la
gente.
206
endógeno e «inmotivado» será entonces un pretexto para no
entrar en el meollo de la experiencia depresiva y una
tapadera para encubrir la ignorancia de los verdaderos
motivos. Cuando yo los conozco y los vivo, puedo sentir
como una ofensa que me digan que es «endógena» e
«inmotivada».
Así pues, la falta de pruebas y evidencias hacen que la doctrina psicopatológica sea,
207
más que una doctrina científica, una creencia. De hecho, Kurt Schneider reconoce que su
declaración tiene que ser, por la debilidad de las pruebas aportadas, «una profesión de
fe». Y tal vez por ser consciente de esa falta de pruebas, confiesa también que su
postulado psicopatológico puede ser tachado de «dogmático».
Una vez arrancada la experiencia depresiva de sus raíces en las experiencias de la
vida y alojada su supuesta causa en un «drama cerebral» endógeno, la doctrina
psicopatológica se limita a hacer sobre ella, en efecto, un declaración dogmática, a
declararla patológica, a reinventarla como un hecho psicopatológico cerebral. Sin
aportar pruebas, la doctrina psicopatológica dice «lo que te pasa es porque tienes un
desequilibrio patológico de los neurotransmisores», al igual que los antiguos decían,
también sin poder probarlo: «lo que te pasa es porque los vapores de la bilis negra te han
secado el cerebro».
208
mediante el lenguaje, ha de ser evidenciada de forma rigurosa. Pero la «manga ancha» de
la doctrina psicopatológica permite inventar patologías a base de superponerles tal
nombre a determinadas experiencias adversas de la vida, como la experiencia depresiva
y tantas otras incluidas en los catálogos psicopatológicos, tales como el denominado
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, más conocido como DSM.
Si pregunto «¿por qué tiene fiebre esta persona?», me pueden responder: «porque
tiene una meningitis». Si ahora pregunto «¿por qué tiene una meningitis?», lo correcto
será decir «porque se ha contagiado por meningococo», cosa que se puede evidenciar
descubriendo el meningococo en un análisis, pero no sería correcto decir «porque tiene
fiebre», porque eso sería dar vueltas a lo mismo sin explicar nada, sería una explicación
«circular», una «tautología».
Si pregunto a qué se deben la tristeza, el abatimiento, la inhibición, la desesperanza
de mi experiencia depresiva, las doctrinas me lo tratarán de «explicar» diciendo que es
«porque los vapores de bilis negra me han secado el cerebro», porque «tengo
desequilibrados los neurotransmisores» o «porque tengo una psicopatología llamada
depresión». Si a continuación pregunto cómo saben que «tengo» esos vapores, ese
desequilibrio o esa psicopatología y me responden que lo saben porque observan mi
tristeza y mi desesperanza, me estarán dando una explicación circular porque la única
evidencia que me aportan de los supuestos vapores, desequilibrios y pasicopatologías
son mi tristeza y mi desesperanza. Los supuestos vapores, desequilibrios y
psicopatologías no son, pues, auténticas explicaciones, son ficciones explicativas.
209
Es como si pregunto por qué una pérdida significativa me ha llevado a la experiencia
depresiva y me responden que es «porque tengo una predisposición endógena» a padecer
depresión y después pregunto cómo saben que tengo la tal predisposición y me
responden que lo saben «porque esa pérdida me ha llevado a la experiencia depresiva».
La supuesta «predisposición endógena» es una ficción explicativa. Es como si pregunto
por qué se mueren los hombres y me responden «porque son mortales», y después
pregunto por qué son mortales y me responden: «porque se mueren».
Kräpelin parece no ser consciente de la tautología que comete cuando, refiriéndose a
una mujer acusada de varios incendios, dice: «La nota saliente es su inclinación
incendiaria persistente. La falta de motivos y la incurable tendencia a las recidivas nos
inducen a suponer que se trata de un caso patológico». Si ahora le preguntamos ¿por qué
comete incendios esta mujer?, Kräpelin nos dirá: porque padece una psicopatología, una
«inclinación incendiaria persistente» endógena. Pero si le preguntamos de nuevo ¿cómo
sabe que la padece?, Kräpelin cometerá tautología diciendo: porque ha cometido varios
incendios. La «inclinación incendiaria» no es, pues, una auténtica explicación, es una
ficción explicativa.
Las sangrías y el eléboro negro proporcionaron durante siglos la falsa creencia de que
se estaba reequilibrando el supuesto desequilibrio y «curando» de esa manera la
melancolía. La simplificación del problema simplificaba también la solución. Del mismo
modo, la doctrina psicopatológica, a pesar de la simplificación y la quimera del
desequilibrio bioquímico, propone la administración de psicofármacos antidepresivos
210
como «tratamiento curativo» para reequilibrar el supuesto desequilibrio. También aquí la
simplificación de la solución refleja la simplificación del problema.
También los psicofármacos son sustancias químicas que, a través del torrente
sanguíneo, se difunden por todo el organismo y ejercen sus efectos farmacológicos
alterando la bioquímica de los neurotransmisores y activando o desactivando el
funcionamiento del organismo (cuadro 7.1).
Al igual que durante muchos siglos se le otorgaron al eléboro fabulosas virtudes
contra la melancolía, la doctrina psicopatológica les otorga también a los psicofármacos
antidepresivos virtudes terapéuticas. Pero así como no se ha podido demostrar que un
supuesto desequilibrio bioquímico de la serotonina sea la causa de la experiencia
depresiva, nadie ha demostrado tampoco que las alteraciones que sin duda producen los
psicofármacos «antidepresivos» en la bioquímica de los neurotransmisores sean la
«curación» o la «terapia» del supuesto desequilibrio, como tampoco las indudables
alteraciones fisiológicas y los daños producidos por la sangría o por las purgas con
eléboro eran la «curación» de la melancolía. Si no existen un supuesto desequilibrio o
una supuesta enfermedad, no puede aducirse un tratamiento «curativo» para reequilibrar
el supuesto desequilibrio, la supuesta enfermedad. No es, pues, la curación de ninguna
enfermedad, es un simulacro de terapia, una quimera curativa que reedita así la quimera
del eléboro negro.
CUADRO 7.1
Algunos psicofármacos
211
también relajación muscular y somnolencia.
Los antidepresivos tricíclicos, como la imipramina (Tofranil) o la amitriptilina
(Triptizol), bloquean la recaptación o reabsorción de la serotonina y de la
noradrenalina por la neurona presináptica, aumentando su disponibilidad por más
tiempo en la hendidura sináptica. La cocaína bloquea también la recaptación de la
noradrenalina. La enzima monoaminooxidasa (MAO) descompone y desactiva
metabólicamente las monoaminas dopamina, serotonina y noradrenalina. Los
inhibidores de la MAO impiden esa desactivación y activan la transmisión de las
monoaminas. Los inhibidores de la recaptación de la serotonina, como la fluoxetina
(Prozac) o la paroxetina, bloquean la recaptación de este neurotransmisor por la
neurona presináptica, provocando la acumulación de serotonina en el espacio
sináptico y su actividad en las neuronas postsinápticas.
Un antibiótico como la penicilina puede llegar a través del torrente sanguíneo hasta
las meninges, atacar allí al meningococo, el germen causante de la meningitis y diana
terapéutica del antibiótico, y curar así la enfermedad. Analizando una muestra al
microscopio, podemos además encontrar allí el meningococo. La insulina neutraliza la
diabetes pues repara el déficit de insulina debido a un problema en las células del
páncreas que la producen.
212
Pero mi experiencia depresiva no es debida a una entidad diluida en el flujo
bioquímico de los neurotransmisores que pudiera verse al microscopio, y los
psicofármacos no curan nada que pudiera estar allí donde ellos actúan, no tienen allí una
«diana terapéutica», pues allí no hay ningún meningococo, ningún trastorno molecular,
ningún supuesto desequilibrio bioquímico que pueda aducirse como causa y que pudiera
ser neutralizado como neutraliza la penicilina el meningococo o la insulina la diabetes.
Por eso, es incluso inexacto denominarlos antidepresivos, porque no combaten la
depresión, como el antibiótico combate la meningitis o los antidiabéticos o la insulina
combaten la diabetes.
Es verdad que los fármacos antidepresivos tienen efectos fisiológicos y alteran la
bioquímica de los neurotransmisores, pero, por tener efectos, también los tenían el
eléboro y las sangrías, y, según los exorcistas, también los tienen los exorcismos. Lo que
ocurre es que los tales efectos nada tienen que ver con un supuesto desequilibrio o una
enfermedad que es inexistente. Por eso las declaraciones sobre la supuesta «eficacia
terapéutica» son palabras vacías, es la «terapia» de nada.
Por eso, hacer la analogía con los antibióticos o con la insulina y declarar que «se
trata una infección con un antibiótico, la diabetes con insulina y una depresión con un
213
antidepresivo», o establecer la analogía entre «estoy tomando penicilina para curar la
meningitis» y «estoy tomando un antidepresivo para curar la depresión», son falsas
equivalencias, son una falacia y una simplificación, porque ni mi depresión es una
infección como una meningitis, ni un déficit bioquímico de las células del páncreas, ni el
fármaco antidepresivo es como un antibiótico o como la insulina.
214
La falacia de la «eficacia terapéutica»
215
hacer más probable y frecuente su consumo. Son, como dicen los psicólogos,
reforzadores negativos, ya que se refuerza su consumo porque eliminan o alivian un
malestar. Pero también pueden funcionar como reforzadores positivos, ya que se
refuerza su consumo en la medida en que ofrezcan una sensación de bienestar y además
induzcan el sueño, un beneficio apreciable cuando se tienen dificultades para dormir.
Son muchas las investigaciones referidas por Irvin Kirsh, psicólogo británico de la
Universidad de Hull, que muestran que las pastillas placebo, que son «pastillas de pega»
que no tienen efectos farmacológicos, también «funcionan» y pueden tener tanta eficacia
en producir la sensación de mejoría como los psicofármacos, lo que demuestra que el
uso de los fármacos no aporta ninguna ventaja, salvo tal vez la sensación de sedación o
de euforia en su caso. La eficacia farmacológica del psicofármaco podría ser debida
incluso también al mismo «efecto placebo» que producen las pastillas de pega. En unas
experiencias realizadas en Alemania con la planta «hierba de San Juan», el porcentaje de
personas que tomaron la hierba y que notaron «mejoría» fue incluso superior al de las
que habían consumido antidepresivos.
La recuperación espontánea
216
Si la persona refiere «mejoría», se interpretará como una «prueba» de la «eficacia
terapéutica» de las pastillas y entonces, sin analizar las circunstancias vitales que han
podido contribuir a la mejoría, tal vez se reducirá la dosis prescrita. Si refiere
empeoramiento, se interpretará como que las pastillas «no están haciendo efecto» o que
la persona es «resistente al tratamiento» y entonces, en lugar de analizar las
circunstancias de la vida que han podido contribuir al empeoramiento de la experiencia
depresiva, tal vez se suba la dosis prescrita, lo que aumentará los efectos nocivos, o se
cambie de medicamento.
217
afirma Giovanni Fava, psiquiatra de la Universidad de Bolonia, «el tratamiento con
antidepresivos puede conducir a un deterioro a largo plazo de los trastornos del estado de
ánimo». Si se tienen en cuenta los efectos de los antidepresivos, no es de extrañar que a
partir de los años setenta del pasado siglo XX muchos estudios comenzaran a señalar que
la evolución de la depresión tratada con antidepresivos no solo no era mejor que la
tratada con placebo, sino que tenía un pronóstico más sombrío y abocaba a una
«cronificación», en contra de lo que solía ser su evolución habitual antes de la llegada de
los fármacos. «Nunca antes habíamos sido testigos de tal catástrofe por una enfermedad
iatrogénica», afirma Gotszche. A la vista de sus efectos en el organismo y en la vida,
resulta un sarcasmo que algunos consideren los fármacos antidepresivos un «alimento
del sistema nervioso».
De hecho, lo que hace un psicofármaco como la fluoxetina no es «corregir» o
«normalizar» una supuesta deficiencia o anormalidad de serotonina, sino alterar su
mecanismo bioquímico normal. Unas semanas después de estar tomando fluoxetina, las
vías nerviosas que utilizan la serotonina están funcionando de manera anormal. Tanto es
así que el neurocientífico Barry Jacobs, a la vista de las alteraciones producidas en el
funcionamiento de los circuitos de la serotonina, las considera «patológicas», y otro
neurocientífico, Steve Hyman, señala que se acaban haciendo duraderas. Antes de las
pastillas, no había ningún desequilibrio bioquímico demostrable; después de las pastillas,
el equilibrio químico aparece desequilibrado.
Son numerosos los efectos nocivos de los psicofármacos de uso más habitual.
Al bloquear los receptores de dopamina, los neurolépticos alteran muchos otros mecanismos fisiológicos
del organismo, produciendo hipotensión, reducción del tono muscular, cambios en la temperatura corporal.
La sedación llega a producir inhibición de la capacidad de iniciar movimientos (acinesia), un estado de
agitación e inquietud denominado acatisia y un estado de aplanamiento o anestesia emocional y una
dificultad general de concentración. La sensación de estar consciente y no poder, sin embargo, controlar los
propios movimientos produce un efecto zombi. Al bloquear los núcleos neuronales implicados en la
regulación del movimiento, provocan alteraciones análogas a las del parkinson: movimientos descoordinados,
posturas anormales, rigidez, temblores y otras complicaciones que conforman el cuadro denominado
discinesia tardía. Al alterar los circuitos que habilitan para los comportamientos de atención, de anticipación
de las recompensas, y los dirigidos a una meta, pueden de hecho deteriorar de manera definitiva esos
circuitos e incapacitar para esos comportamientos. Varios estudios citados por Gotszche muestran de manera
fehaciente que estos fármacos reducen además el tamaño del cerebro: «Matan las neuronas con tanta
efectividad que se ha llegado a estudiar su uso para el tratamiento de tumores cerebrales».
Las benzodiacepinas tienen efectos negativos en los procesos de memoria y aprendizaje. Provocan
también somnolencia, debilidad muscular, reducción de la capacidad de atención, de memoria y de acción,
pueden producir también lesiones cerebrales crónicas y aumentan el riesgo de sufrir demencia. El consumo
habitual de ansiolíticos produce también tolerancia, lo cual supone que llegan a perder su efectividad y se
tiene que aumentar la dosis para obtener los mismos efectos. Por otra parte, al inducir el sueño
farmacológicamente, hacen que se inhiban y se hagan «perezosos» los mecanismos que inducen el sueño de
manera natural, con lo que el dormir se hace cada vez más difícil.
Los antidepresivos tricíclicos tienen efectos anticolinérgicos, es decir, son antagonistas de las acciones de
218
la acetilcolina, lo cual explica muchos de sus efectos nocivos, como visión borrosa, sequedad de boca,
estreñimiento, retención urinaria, hipotensión, arritmias cardíacas que pueden llevar a la parada cardíaca.
Algunos antidepresivos tricíclicos tienen efectos sedativos y de somnolencia similares a los de los
neurolépticos porque bloquean la actividad de la dopamina. También pueden causar impotencia, retraso del
orgasmo y disminución del deseo sexual, lo cual agrava la desgana previa.
A pesar de que la doctrina psicopatológica habla del supuesto desequilibrio de la serotonina cerebral, lo
cierto es que la mayor parte de la serotonina del organismo está en el aparato digestivo, y no en el cerebro.
Por eso, no es extraño que los fármacos que bloquean la recaptación de la serotonina, como la fluoxetina,
alteren y desarreglen el funcionamiento intestinal produciendo náuseas, vómitos, diarrea y dolor abdominal,
además de causar disfunciones sexuales, por lo que algunos los llaman «antisexuales» más que
antidepresivos. Además, al igual que los neurolépticos, inhiben la transmisión de dopamina y por eso pueden
provocar también la discinesia tardía. Aunque habitualmente producen sedación, tienen en algunas personas
efectos estimulantes similares a los de la cocaína o las anfetaminas y provocan un estado de agitación e
inquietud extrema similar a la acatisia que producen los neurolépeticos.
La acatisia resulta una experiencia perturbadora e insoportable porque es difícil de controlar, desconcierta
a quienes la viven y agrava su desesperación, pues comprueban que su experiencia depresiva no solo no se
mitiga sino que les expone a estas experiencias tan perturbadoras. Algunas investigaciones señalan que la
agitación de la acatisia es tan perturbadora que podría hacer perder el control y aumentar el riesgo de
autolesiones, actos compulsivos y violentos hacia otras personas e incluso conductas suicidas.
219
Son tantos los desarreglos que causan los psicofármacos en los mecanismos
fisiológicos normales de los neurotransmisores que, una vez instaurada la dependencia
de estas drogas, si se dejan de tomar se experimentan un efecto rebote o reacciones de
abstinencia o retirada, como ocurre con la dependencia del alcohol o de la nicotina, pues
el organismo tiene que hacer reajustes de nuevo para adaptarse al desajuste que le
supone ahora la retirada de la droga. Las reacciones son tanto más intensas cuanto más
rápidamente se haya suspendido el fármaco.
El aumento de receptores de la dopamina que habían provocado los fármacos neurolépticos como
compensación a la disminución de la concentración de dopamina hace que al suspenderse el fármaco de golpe
se produzca una grave reacción que se denomina «psicosis por supersensibilidad» y que ya no obedece al
aumento de la dosis. Cuando se retiran las benzodiacepinas, las neuronas se activan de manera incontrolada y
puede producirse un aumento de la ansiedad previa, agitación, insomnio, pesadillas, cambios de humor,
rigidez muscular y sensaciones desagradables como hormigueo, sopor y calambres.
La interrupción de los antidepresivos tricíclicos ocasiona náuseas, escalofríos, dolor muscular e insomnio,
y la de los inhibidores de la MAO, irritabilidad, agitación, trastornos del movimiento, insomnio o exceso de
sueño. La retirada de los fármacos que bloquean la recaptación de la serotonina provoca mareo, confusión,
insomnio, pesadillas, irritabilidad, dolores musculares, agitación, empeoramiento del estado de ánimo y
excesiva somnolencia, reacciones que pueden persistir años después de la retirada.
Todas estas reacciones constituyen una importante fuente de estrés que produce
ansiedad e irritación. Entonces vuelve a funcionar el reforzamiento negativo: elimino
este malestar tomando más pastillas, pero me expongo así a volver a sentir el mismo
malestar y a tener que recurrir de nuevo a las pastillas para calmarlo, lo cual me hace
creer que «necesito seguir tomándolas» y me puede enganchar a los psicofármacos y a
sus efectos nocivos toda la vida.
La falacia de la «cronicidad»
220
Por otra parte, en lugar de reconocer que esta «cronicidad» es en realidad un efecto
del uso de los fármacos, se la reinterpreta con la quimera de que «la depresión es una
enfermedad crónica y recurrente». Se crea de paso así también una nueva y falaz
justificación para el uso indefinido de los fármacos: «como es una enfermedad crónica,
hay que tratarla con fármacos de manera crónica», ignorando que la cronicidad la está
creando precisamente el uso de los fármacos. Los daños que en lo sucesivo pudieran
aparecer por su uso crónico siempre se podrán encubrir achacándolos a la «enfermedad
crónica».
221
intervienen en mi experiencia depresiva pero que no son su causa? Si atacar a mis
glándulas lagrimales para aliviar mi llanto no es la solución de las tribulaciones y las
penalidades que me hacen llorar, atacar a mis neuronas y a mis neurotransmisores
tampoco es la solución de la crisis existencial de mi experiencia depresiva.
Por eso si ya estoy tomando pastillas y he decidido continuar tomándolas, me
conviene asegurarme de que no me arrebaten la potestad de gobierno de mi propia vida
con el pretexto de que ellas «resolverán mis problemas» y pedir información veraz
acerca de sus efectos nocivos a corto y a largo plazo. Si creo que me están aportando
algún beneficio, puedo considerar en qué medida las sugerencias de este libro me pueden
aportar los mismos beneficios sin los efectos nocivos de las pastillas.
Si estoy pensando en liberarme de los efectos nocivos de las pastillas y dejarlas, me
conviene hacer la retirada de manera gradual para minimizar las reacciones de
abstinencia, con el apoyo del profesional que me las ha prescrito o de otro profesional
que esté dispuesto a apoyar mi decisión.
Cualquiera que sea la decisión que esté dispuesto a tomar, me conviene en todo caso
recordar que yo puedo hacer frente con mis obras al impacto de las tribulaciones y
penalidades que me han abocado a la crisis existencial de mi experiencia depresiva y
navegar con esperanza, como Bombard y como Ulises, hacia la tierra prometida de los
valores y objetivos que pueden dar sentido a mi vida, sin dejar ese encargo y ese poder
en manos de la serotonina y de los psicofármacos.
Y si decido recurrir a la ayuda profesional, esa ayuda será tanto más eficaz cuanto
más sensible sea al significado biográfico que las pérdidas, los fracasos y los golpes
duros han tenido y están teniendo en mi vida, cuanta más empatía y benevolencia
muestre hacia mi miedo, mi tristeza, mi dolor y mi sufrimiento, cuanto más me ayude a
salir de mi inhibición, mi inmovilismo y mi parálisis, cuanto más preserve y fortalezca
mi capacidad de acción para gobernar el timón de mi vida, cuanta más esperanza sea
capaz de infundirme.
222
Edición en formato digital: 2019
Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio
y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar,
sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
Conversión a formato digital: REGA
www.edicionespiramide.es
223
Índice
Prólogo 9
Introducción. De la melancolía a la esperanza 15
Los vapores de la bilis negra y la melancolía 15
El desequilibrio de los humores y el predominio de la bilis negra 16
A don Quijote la bilis negra le secó el cerebro 17
Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza 18
Saturno es frío y seco como la bilis negra 18
La melancolía y el sentimiento de lo sublime 19
Sangrías, purgantes y aires calientes y perfumados 20
Satán, Adán y Eva y la melancolía universal 21
La esperanza de la tierra prometida 22
Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida 23
La decisión está en mis manos 23
Este libro puede ser un mentor para mí 24
1. Pesos y pesadumbres, penalidades y penas 26
El abc de mi experiencia depresiva 26
Soy un patrimonio de la humanidad único 26
Soy lo que he sido, no puedo borrar mi historia 27
Mi experiencia depresiva está inscrita en mi historia 29
Una sombra que está en todo: mi experiencia depresiva inmersa en las
29
circunstancias del mundo
Me encuentro viviendo mi experiencia depresiva en dos zonas fronterizas 31
Mi tristeza y mi desesperanza no son síntomas de una psicopatología 33
Los pesos que me apesadumbran y las penalidades que me apenan 34
No volverán las oscuras golondrinas: cuando se pierde un amor 35
La búsqueda sin esperanza de un nosotros hospitalario 35
Al verse vencido, don Quijote se muere de melancolía 36
¿Y ahora qué?: sin la meta dulce que alimentaba mi esperanza 37
Las pérdidas de la enfermedad: ya no dispongo de mí mismo 37
El duelo de la muerte 38
Una experiencia depresiva por imitación 39
¿Por qué me deprimen las pérdidas y los fracasos? 39
Revivir las pérdidas y prolongarlas 39
224
Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas 40
El significado de lo que he perdido 40
Mi vida se desordena, se trastorna 45
Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo 46
Llevo una racha muy mala, se me junta todo 47
Pérdidas acumuladas 47
La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar! 48
Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia 48
Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío 49
La pesadumbre de los pesos y la pena de las penalidades 50
Mis emociones son ecos de la vida 50
Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo 51
La triste Dama de la melancolía 52
La elocuencia de los suspiros y las lágrimas 53
El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa 54
Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba 55
«Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia 55
Saudade: reminiscencias dulces y amargas 55
Miedo y ansiedad ante una amenaza 56
Angustia y congoja que me oprimen 56
Atado al pasado por la culpa y el pesar 57
Avergonzado: «¡tierra, trágame!» 58
Desganado y sin apetito 59
¿Y ahora qué hago? 59
2. No tengo ganas de hacer nada 60
Obras son amores: la primacía de las obras y sus consecuencias 60
Obras con intención y significado en un proyecto de vida 60
Propósitos y esperanzas de futuro 62
Pérdidas, inhibición y parálisis 62
Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes 62
El estrés de la pérdida me hace insensible al placer 64
¡Qué castigo, qué golpe brutal! 64
Escapo, evito, «aguanto el chaparrón» 64
Se me quitan las ganas, no encuentro placer en nada 65
Repliegue, aislamiento y soledad 68
225
Aburrimiento y oportunidades perdidas 68
Esfuerzos vanos, desesperantes y tristes 69
Desvalimiento y desesperanza 69
Choques y cargas insoportables e incontrolables 70
Expectativas pesimistas: las cosas no van a cambiar 74
Coacciones y vejaciones sin escapatoria: una experiencia depresiva
75
compartida
Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión 76
Los beneficios de la inhibición y del inmovilismo 77
La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden 77
La inhibición y el inmovilismo se refuerzan 78
Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza 80
Me comunico con mi experiencia depresiva 80
Estoy inacabado, no soy cosa hecha, me queda el porvenir 83
3. Liberar la esperanza para salir del desvalimiento, la inhibición y
85
la parálisis
Soy también lo que no soy todavía y puedo llegar a ser 85
No me devora el pasado, me queda el porvenir 85
El relato completo de mi biografía está por escribir en la nueva era 86
Soy menesteroso, inestable y múltiple 87
«Es linda cosa esperar»: la urdimbre que teje el pasado con el futuro 87
Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía 88
Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme 88
Mi corazón espera otro milagro de la primavera 89
Esperar con asombro lo desconocido 90
Entre el pasado y el porvenir, entre la memoria y la esperanza 91
Soy transeúnte en el tiempo, aprovechando el tiempo, sin dejarlo escapar 93
Una esperanza afincada en las obras 94
Salir de la parálisis, hacerme cargo y desplegar las alas 94
Ya solo puedo ganar, si he tocado fondo ya solo puedo subir 95
El poder recuperador y liberador de la resiliencia 96
¿Cómo empezar? 96
4. Ama tu alegría y ama tu tristeza 105
El vino hará olvidar las penas del amor 105
«Quítate eso de la cabeza, haz por olvidar» 106
226
El alivio de la evitación y el precio que pago 109
Un vano intento: como pedirle al viento que deje de soplar 110
Emprendo el camino de la aceptación liberadora 111
Acepto y tomo distancia 131
5. Pensamientos deprimentes o esperanzadores 134
El poder de convocatoria de las palabras y sus verdades y mentiras 134
Hablo conmigo mismo en silencio 135
Ensimismado en mis monólogos depresivos 136
De cháchara conmigo mismo 136
Monólogos que nacen en los diálogos 138
Me lo tomo al pie de la letra 138
Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y deprimen 140
Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras 141
Aves de mal agüero descorazonadoras 142
Monólogos obsesivos que me encadenan 144
Salir del ensimismamiento de mis monólogos 145
6. Obras son amores 160
Un broquel que me protege pero que me paraliza 160
Recorro el camino de la reactivación liberadora y creativa 161
7. Seres de carne y hueso, sed de carne y vida 190
Mi experiencia depresiva. una experiencia conmovedora 190
El papel coordinador del sistema nervioso 190
Más sinapsis en el encéfalo que estrellas en la galaxia 191
Tengo una puerta abierta al mundo y un corazón biológico de mis
194
emociones
Una descarga de adrenalina y noradrenalina 195
Una descarga de cortisol en el estrés de las pérdidas y los fracasos 195
El impacto de una experiencia depresiva duradera 196
Necesarios, pero no suficientes 197
Las glándulas lagrimales no causan mi llanto ni la amígdala mi ansiedad 197
Plasticidad: yo muevo mis neuronas 198
La quimera de la doctrina psicopatológica 200
El estancamiento de la sangre y la debilidad de los nervios 200
De la quimera de la bilis negra a la quimera del desequilibrio de los
201
neurotransmisores
227
El drama de la vida convertido en drama cerebral 201
Una búsqueda desalentadora: ni rastro de patología 203
Los potenciales de acción no causan mi experiencia depresiva 204
Las neuronas no son unos grandes almacenes 205
Un «cuento» que abusa de la credulidad 205
¿Una tristeza sin motivo?: una tapadera para la ignorancia 206
Un «misterio antropológico» y un «enigma psicológico» 207
La psicopatología: una profesión de fe y una patología inventada 207
Entre el dicho y el hecho hay un gran trecho 208
Una declaración inútil 209
Explicaciones circulares y ficciones explicativas 209
Atacar al cerebro para atacar la melancolía y la depresión 210
Del eléboro a la fluoxetina: el simulacro terapéutico de los psicofármacos 210
Un simulacro de «tratamiento curativo» 211
Los psicofármacos no son como la penicilina o la insulina 212
La presión de la propaganda: tan sencillo como tomarse una pastilla 214
La falacia de la «eficacia terapéutica» 215
La eficacia de las pastillas de pega 216
La recuperación espontánea 216
No hay reequilibrio, sino iatrogenia y nocividad 217
Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso» 217
Efectos nocivos de los psicofármacos 218
Atrapados en la adicción y la dependencia 219
La falacia de la «cronicidad» 220
Las pastillas no enjugarán mis lágrimas 221
No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto 221
Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza 222
Créditos 223
228