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Ernesto López Méndez

Miguel Costa Cabanillas

No tengo ganas de nada y no


se me va esta tristeza
Dar sentido a mi VIDA cuando la DEPRESIÓN me la
complica

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A Sarria y a Silvia
con saudade.
ERNESTO

A Pepa,
la pasión y el amor de mi vida
que nunca se apaga.
MIGUEL

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Índice

Prólogo

Introducción. De la melancolía a la esperanza


Los vapores de la bilis negra y la melancolía
El desequilibrio de los humores y el predominio de la bilis negra
A don Quijote la bilis negra le secó el cerebro
Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza
Saturno es frío y seco como la bilis negra
La melancolía y el sentimiento de lo sublime
Sangrías, purgantes y aires calientes y perfumados
Satán, Adán y Eva y la melancolía universal
La esperanza de la tierra prometida
Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida
La decisión está en mis manos
Este libro puede ser un mentor para mí

1. Pesos y pesadumbres, penalidades y penas


El abc de mi experiencia depresiva
Soy un patrimonio de la humanidad único
Soy lo que he sido, no puedo borrar mi historia
Mi experiencia depresiva está inscrita en mi historia
Una sombra que está en todo: mi experiencia depresiva inmersa en las
circunstancias del mundo
Me encuentro viviendo mi experiencia depresiva en dos zonas fronterizas
Mi tristeza y mi desesperanza no son síntomas de una psicopatología
Los pesos que me apesadumbran y las penalidades que me apenan
No volverán las oscuras golondrinas: cuando se pierde un amor
La búsqueda sin esperanza de un nosotros hospitalario
Al verse vencido, don Quijote se muere de melancolía
¿Y ahora qué?: sin la meta dulce que alimentaba mi esperanza
Las pérdidas de la enfermedad: ya no dispongo de mí mismo
El duelo de la muerte
Una experiencia depresiva por imitación
¿Por qué me deprimen las pérdidas y los fracasos?
Revivir las pérdidas y prolongarlas

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Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas
El significado de lo que he perdido
Mi vida se desordena, se trastorna
Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo
Llevo una racha muy mala, se me junta todo
Pérdidas acumuladas
La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar!
Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia
Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío
La pesadumbre de los pesos y la pena de las penalidades
Mis emociones son ecos de la vida
Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo
La triste Dama de la melancolía
La elocuencia de los suspiros y las lágrimas
El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa
Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba
«Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia
Saudade: reminiscencias dulces y amargas
Miedo y ansiedad ante una amenaza
Angustia y congoja que me oprimen
Atado al pasado por la culpa y el pesar
Avergonzado: «¡tierra, trágame!»
Desganado y sin apetito
¿Y AHORA QUÉ HAGO?

2. No tengo ganas de hacer nada


Obras son amores: la primacía de las obras y sus consecuencias
Obras con intención y significado en un proyecto de vida
Propósitos y esperanzas de futuro
Pérdidas, inhibición y parálisis
Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes
El estrés de la pérdida me hace insensible al placer
¡Qué castigo, qué golpe brutal!
Escapo, evito, «aguanto el chaparrón»
Se me quitan las ganas, no encuentro placer en nada
Repliegue, aislamiento y soledad
Aburrimiento y oportunidades perdidas
Esfuerzos vanos, desesperantes y tristes
Desvalimiento y desesperanza
Choques y cargas insoportables e incontrolables
Expectativas pesimistas: las cosas no van a cambiar
Coacciones y vejaciones sin escapatoria: una experiencia depresiva compartida

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Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión
Los beneficios de la inhibición y del inmovilismo
La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden
La inhibición y el inmovilismo se refuerzan
Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza
Me comunico con mi experiencia depresiva
Estoy inacabado, no soy cosa hecha, me queda el porvenir

3. Liberar la esperanza para salir del desvalimiento, la inhibición y la parálisis


Soy también lo que no soy todavía y puedo llegar a ser
No me devora el pasado, me queda el porvenir
El relato completo de mi biografía está por escribir en la nueva era
Soy menesteroso, inestable y múltiple
«Es linda cosa esperar»: la urdimbre que teje el pasado con el futuro
Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía
Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme
Mi corazón espera otro milagro de la primavera
Esperar con asombro lo desconocido
Entre el pasado y el porvenir, entre la memoria y la esperanza
Soy transeúnte en el tiempo, aprovechando el tiempo, sin dejarlo escapar
Una esperanza afincada en las obras
Salir de la parálisis, hacerme cargo y desplegar las alas
Ya solo puedo ganar, si he tocado fondo ya solo puedo subir
El poder recuperador y liberador de la resiliencia
¿Cómo empezar?

4. Ama tu alegría y ama tu tristeza


El vino hará olvidar las penas del amor
«Quítate eso de la cabeza, haz por olvidar»
El alivio de la evitación y el precio que pago
Un vano intento: como pedirle al viento que deje de soplar
Emprendo el camino de la aceptación liberadora
Acepto y tomo distancia

5. Pensamientos deprimentes o esperanzadores


El poder de convocatoria de las palabras y sus verdades y mentiras
Hablo conmigo mismo en silencio
Ensimismado en mis monólogos depresivos
De cháchara conmigo mismo
Monólogos que nacen en los diálogos
Me lo tomo al pie de la letra

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Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y deprimen
Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras
Aves de mal agüero descorazonadoras
Monólogos obsesivos que me encadenan
Salir del ensimismamiento de mis monólogos

6. Obras son amores


Un broquel que me protege pero que me paraliza
Recorro el camino de la reactivación liberadora y creativa

7. Seres de carne y hueso, sed de carne y vida


Mi experiencia depresiva. una experiencia conmovedora
El papel coordinador del sistema nervioso
Más sinapsis en el encéfalo que estrellas en la galaxia
Tengo una puerta abierta al mundo y un corazón biológico de mis emociones
Una descarga de adrenalina y noradrenalina
Una descarga de cortisol en el estrés de las pérdidas y los fracasos
El impacto de una experiencia depresiva duradera
Necesarios, pero no suficientes
Las glándulas lagrimales no causan mi llanto ni la amígdala mi ansiedad
Plasticidad: yo muevo mis neuronas
La quimera de la doctrina psicopatológica
El estancamiento de la sangre y la debilidad de los nervios
De la quimera de la bilis negra a la quimera del desequilibrio de los
neurotransmisores
El drama de la vida convertido en drama cerebral
Una búsqueda desalentadora: ni rastro de patología
Los potenciales de acción no causan mi experiencia depresiva
Las neuronas no son unos grandes almacenes
Un «cuento» que abusa de la credulidad
¿Una tristeza sin motivo?: una tapadera para la ignorancia
Un «misterio antropológico» y un «enigma psicológico»
La psicopatología: una profesión de fe y una patología inventada
Entre el dicho y el hecho hay un gran trecho
Una declaración inútil
Explicaciones circulares y ficciones explicativas
Atacar al cerebro para atacar la melancolía y la depresión
Del eléboro a la fluoxetina: el simulacro terapéutico de los psicofármacos
Un simulacro de «tratamiento curativo»
Los psicofármacos no son como la penicilina o la insulina
La presión de la propaganda: tan sencillo como tomarse una pastilla

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La falacia de la «eficacia terapéutica»
La eficacia de las pastillas de pega
La recuperación espontánea
No hay reequilibrio, sino iatrogenia y nocividad
Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso»
Efectos nocivos de los psicofármacos
Atrapados en la adicción y la dependencia
La falacia de la «cronicidad»
Las pastillas no enjugarán mis lágrimas
No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto
Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza

Créditos

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PRÓLOGO

La experiencia de tristeza y melancolía es universal. Sentir dolor por la pérdida,


añoranza de un tiempo que recordamos más feliz, desasosiego ante un futuro próximo o
remoto que no sabremos manejar, desesperación cuando después de tanto esfuerzo los
resultados son nulos, o casi… Nada de todo eso es ajeno a los seres humanos y nada de
todo eso es anormal.
Lo raro, lo imprevisto, aquello que podría despertar sospechas en todos nosotros es
que ante una situación de pérdida (o de amenaza de pérdida) no sucediese nada. Como si
fuéramos de cartón piedra, seguiríamos caminando por la vida como si nada malo
hubiera pasado. O lo que es peor, podríamos empezar a pensar que solo aquello que
vivimos como agradable, capaz de generar sonrisas, buen humor y energía es positivo y
signo de normalidad. Todo lo demás, especialmente los sentimientos de tristeza,
abatimiento, dolor y desesperanza, debería ser considerado un síntoma de que algo no va
bien, un síntoma que debería ser prontamente eliminado como si de una tos o una fiebre
se tratase.
La depresión es un problema especialmente serio. La Organización Mundial de la
Salud ha calculado en 2018 que puede afectar a unos trescientos (300) millones de
personas en todo el mundo, y en la actualidad constituye un obstáculo grande para el
desarrollo sostenible de todas las regiones. Pasará de ser la cuarta causa de mortalidad y
de muerte prematura y de pérdida de años por discapacidad en 1990 a ser la segunda en
2020. Y se estima que será la primera en 2030 en los países que llamamos desarrollados.
Es uno de los factores más importantes de riesgo de suicidio y de algunas enfermedades
y, por encima de todo, una profunda experiencia personal de malestar, de limitación,
sufrimiento y daño. Poca broma, sin duda.
Y además, es una experiencia tan antigua como la propia humanidad. Filósofos,
escritores, artistas, médicos… han intentado describirla con detalle con la intención de
poder explicarla y, cómo no, de poder controlarla. Y es comprensible que sea así, porque
es una vivencia intensa y profundamente limitante y dolorosa.
Pero que algo sea una emoción muy intensa, mala, limitante y muy dolorosa no lo
convierte en una enfermedad. Que haya que describir la experiencia, conocerla en
profundidad, determinar los factores de los que depende y diseñar herramientas eficaces
y de acceso universal para su manejo no significa que deba ser entendida como si fuera
una meningitis, una dermatitis atópica o una demencia vascular. Emplear la expresión
coloquial «la depresión es una enfermedad» puede servir para indicar que la profunda
tristeza, la falta de energía y de ganas de vivir, la recurrente tendencia a no hacer nada
cuando hemos sufrido un potente contratiempo o la vida se pone cuesta arriba no son

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signos de debilidad personal, ni el precio que hay que pagar por los pecados cometidos,
ni algo que puede eliminarse solo con voluntad y de un plumazo. Pero debería ser eso,
una expresión popular, que pretende decir más acerca de lo que no es que acerca de la
verdadera naturaleza del problema. Y en cambio, posible y desgraciadamente, las cosas
no son así últimamente.
Sin duda en las últimas décadas se ha producido un notable incremento de la
comprensión de las experiencias (cognitivas, emocionales y de comportamiento) que
describen lo que llamamos habitualmente depresión. Sabemos más acerca de la edad más
habitual de inicio, del papel relevante que desempeñan algunos factores como la
negligencia, el trauma y la violencia infantil, del peso enorme de los eventos estresantes,
como el duelo por una pérdida o el impacto de situaciones económicas adversas, y de la
influencia que ejerce no solo sobre quien la experimenta en persona sino sobre sus
familiares y amigos. Y existe un empeño bienintencionado y serio por diseñar
intervenciones eficaces no solo para su abordaje actual sino para prevenir futuras
experiencias similares o, mejor dicho, para fortalecer al individuo armándole de recursos
personales y contextuales que le permitan afrontar mejor los acontecimientos negativos
futuros que aumentan la probabilidad de nuevos episodios depresivos.
Entonces, una de las cuestiones es ¿por qué no parecemos capaces de atajar el
problema?, ¿realmente estamos ante una enfermedad crónica, recidivante y muy
resistente al tratamiento? Algunos datos señalan que más bien parecería que estamos
disparando en la dirección equivocada, arrojando el agua de la manguera no contra el
fuego sino contra el humo. O lo que es peor, creyendo que cualquier humo indica un
incendio, que fuego y humo son lo mismo y que el incendio es solo el fuego y el humo, y
no la materia que arde y mantiene el uno y el otro. La confusión sobre el concepto de
depresión, su descripción desde una perspectiva psicopatológica y el estigma que esta
aproximación provoca parecen estar entre las razones que explican nuestro aparente
fracaso. Para empezar, porque suponen un razonamiento circular que no se sostiene ante
la mínima crítica lógica: si el diagnóstico de depresión se realiza porque la persona
presenta comportamientos del estilo, por ejemplo, de los que señala la clasificación
psicopatológica DSM5, entonces ¿estamos ante una depresión porque se presentan esos
indicadores o son esos indicadores los que determinan la existencia de depresión?, ¿es la
descripción del problema lo que parece explicar su existencia? Denominar algo con un
término «técnico y propio de profesionales» no describe nada nuevo, y menos aún lo
explica.
En segundo lugar, considerar la experiencia emocional depresiva un síntoma de
depresión es no solo un error lógico, sino una confusión conceptual que toma la parte por
el todo y, además, explica la consecuencia como si fuera la causa. Poner el foco
explicativo del problema en la experiencia emocional convierte a esta en la última razón
de ser de la experiencia global cuando solo es una parte de ella (como lo son los
pensamientos negativos recurrentes, la falta de actividad o los problemas de sueño, la

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falta de apetito o la desgana sexual) y, además, la consecuencia natural y predecible de
un proceso más complejo, aun siendo profundamente humano y explicable recurriendo a
los modelos psicológicos validados. Sentirse profundamente triste y sin ganas de vivir es
una emoción intensa y muy desagradable, que todos quisiéramos no tener, pero no deja
de ser la última expresión de un fenómeno más amplio, la consecuencia esperable ante
una situación biográfica adversa que manejamos inadecuadamente, a la que atendemos y
que percibimos de una manera poco adaptativa, a la que acompañamos de una serie de
razonamientos nada favorables y, por encima de todo, que es resultado de una actividad
inadecuada que la mantiene y la refuerza. La emoción es un buen indicador de que algo
no estamos haciendo bien, o de que estamos ante una situación de pérdida o frustración,
y nada más inadecuado que eliminarla como si con ello eliminásemos la causa que la
provoca. Si negáramos el humo, sería imposible determinar que hay fuego, y cuando
quisiéramos abordarlo, quizás fuera demasiado tarde. Si no tuviéramos miedo al ridículo,
seguramente lo haríamos a menudo, lo que nos convertiría en personas poco fiables, pero
el miedo al ridículo, por muy intenso que sea, no debe impedirnos actuar en presencia de
otros, cuando así lo exige el guión de la vida, cuando se trata de perseguir algo realmente
valioso o, simplemente, cuando toca hacerlo.
Y por último, y sin duda lo peor: asumir que los intensos sentimientos de
desesperanza, de profunda tristeza y sinsentido, los frecuentes autodiálogos
descalificadores y amenazantes, el cansancio sin motivo aparente que solo invita a
permanecer en la cama o recostado en el sofá son síntomas de un desajuste biológico,
como la pérdida de memoria es síntoma de la degeneración neuronal en un paciente con
alzhéimer. Si esto es así, deberían seguirse dos pautas: 1) poder identificar claramente las
causas biológicas netamente responsables del problema y diferentes de las que causan
otros problemas distintos, y 2) un tratamiento farmacológico especializado que supusiera
la mejoría del estado de ánimo de la persona. Ni lo uno ni lo otro parecen suceder en la
actualidad. Está por aparecer el trabajo científico que determine cuáles son los niveles de
serotonina correctamente recaptados por las neuronas presinápticas que justifiquen la
prescripción de inhibidores específicos de tercera generación, o la cantidad de dopamina
que debe segregarse para impedir que alguien esté triste. Y en segundo lugar, no nos
equivoquemos, aceptar que el estado de ánimo mejora con la medicación antidepresiva
tiene el mismo soporte que señalar que la inhibición social disminuye con el consumo de
alcohol, por lo que debería prescribirse cierto número de gin-tonics a las personas con
fobia social o simplemente más tímidas de lo conveniente. ¿Dónde reside la diferencia?
Por favor, evítese nombrar los efectos secundarios o el riesgo de dependencia o
intoxicación porque quizás salgamos malparados con la comparación. Que el dolor de un
martillazo pueda aliviarse con una pomada no impide reconocer que el causante del
problema fue el golpe y no la inflamación del dedo; que los antiinflamatorios alivian y
los antipiréticos bajan la fiebre es algo indiscutible; que sean el verdadero remedio frente
a la infección es algo más discutible. ¿Por qué debería ser distinto en el caso de la

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llamada «salud mental»? ¿Y por qué pensar que la inflamación que produce el martillazo
es una reacción anormal?, ¿solo porque duele? Entonces, ¿por qué considerar anormal
experimentar profunda tristeza ante una pérdida o melancolía cuando nuestra vida se
aleja de nuestros valores y de las cosas que realmente nos importan?
Y es que quizás aquí resida el problema, en entender que el comportamiento (y sus
desajustes, por qué no emplear ese término) se explica por los mismos y únicos
principios que explican el funcionamiento cerebral. Sin cerebro no hay conducta,
evidentemente, pero la conducta no es literalmente equiparable a la actividad cerebral,
como la energía eléctrica que produce una batería no es equiparable a la luz que emite la
linterna. Eso lo saben bien los estudiosos del cerebro y los estudiosos de la conducta.
Como saben bien que el cerebro es responsable del comportamiento en la misma medida
en que este es responsable de la arquitectura funcional de aquel. Qué si no es la
plasticidad cerebral y su razón de ser.
De todo esto, y de mucho más, habla el libro que nos regalan esta vez Ernesto López
y Miguel Costa, fruto de una honda reflexión que asienta sus bases en su experiencia
clínica pero también en una interpretación rigurosa y nada complaciente de los avatares
por los que discurre la psicología actual. Un texto que continúa la senda de las últimas
obras que ambos autores han publicado, y que podemos incluir dentro de la tradición
reciente de investigadores y profesionales que critican los modelos explicativos actuales
del sufrimiento humano por su falta de validez, de fiabilidad y de utilidad. De muestra,
dos botones: el Instituto Nacional de Salud Mental —NIMH—, agencia de investigación
biomédica que es la mayor proveedora de fondos de investigación en salud mental del
mundo, se ha desmarcado recientemente de las clasificaciones psicopatológicas actuales,
y de su filosofía de fondo, al considerar que no suponen ninguna aportación al
conocimiento y abordaje de los problemas emocionales e implican, además, un aumento
del estigma, de la autoculpabilización y del pesimismo de las personas que presentan
este tipo de problemas. Por otra parte, Dainius Puras, psiquiatra y relator especial de la
ONU para los derechos de la salud, denunció recientemente la falta de validez de los
manuales para el diagnóstico y clasificación de los trastornos mentales y la necesidad
urgente de adoptar un cambio radical y global en la manera de comprender y atender los
problemas psicológicos, ya que el modelo médico ha resultado ser «obsoleto e
inadecuado» para este menester, y animó a ofrecer un enfoque etiológico y terapéutico
«que preste atención a los determinantes sociales que influyen en el bienestar
emocional» porque el sufrimiento humano es el resultado de una compleja combinación
de factores psicológicos y sociales.
Quizás un abordaje científico (con datos revisables y replicables y dentro de modelos
experimentales de probada valía) que conciba que las experiencias emocionales,
cognitivas y conductuales vinculadas al sufrimiento humano son formas personales de
responder a determinados sucesos de la historia biográfica y al contexto de cada
individuo, y explicables desde las interacciones y transacciones entre esos sucesos, su

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interpretación y su abordaje para hacerles frente, y no síntomas patológicos, sea no solo
más útil sino, también y sobre todo, más verdadero. Secuencias y transacciones llenas de
significado atribuido, de atención orientada, de reflexión automática o controlada, de
éxito o fracaso conductual en su manejo, de efectos de refuerzo, extinción y castigo, de
activación de motivaciones y patrones de conducta aprendidos pero también de
anticipación de resultados y empeño por alcanzar metas significativas. Secuencias
psicológicas explicadas desde unas bases de psicología científica demostrada y
demostrable, que busca la eficacia y la evidencia porque sabe explicar por qué suceden
los fenómenos que estudia; una intervención psicológica que se basa en el estudio de los
procesos psicológicos fundamentales que parecen construir la conducta y determinarla,
una psicología del sufrimiento que emplea criterios propiamente psicológicos. Frente al
desengaño y la constante crítica de una psicopatología basada en criterios biológicos (los
conocidos modelos RDoC, de Research Domain Criteria), es tiempo de plantear y
formular un modelo de explicación de la conducta inadaptada basado en criterios
estrictamente psicológicos, que echa mano de nuestros conocimientos probados en
memoria, atención, percepción, pensamiento, emoción, motivación, lenguaje,
aprendizaje, comportamiento social, psicobiología... Es tiempo de proponer modelos
explicativos de la conducta que no se salgan de la propia psicología experimental y que,
en la más pura tradición psicológica clínica, se apliquen a cada caso biográfico
particular.
Miguel Costa y Ernesto López lo hacen en el libro que ahora prologamos. Y lo hacen
de forma bella, verdadera y útil. Es un texto lleno de referencias poéticas y literarias,
porque han sido muchos los que han sabido describir con palabras precisas lo que
pensaba el alma y sentía el corazón. Porque la experiencia de la depresión y la angustia
vienen de lejos. Escrito en primera persona no solo como recurso literario, sino para
darnos a entender que cualquiera de nosotros seguramente ha experimentado cosas muy
similares porque muy similar es la naturaleza de lo que consideramos. En definitiva, lo
«anormal» no reside en la experiencia sino en el carácter desajustado que esa experiencia
puede tener en el futuro, al frenar el crecimiento y dificultar la vida. El problema no está
en lo que siento y hago en este momento sino en mantener un patrón de comportamiento
que se perpetúe en el tiempo y me lleve a pensar que la vida no tiene sentido.
En la Introducción hay un breve repaso a la historia de la melancolía, que se completa
en el último capítulo. Podría parecer un ejercicio de erudición, pero no lo es. Desde él,
planeará siempre la pregunta directa al lector (y a los profesionales de la psicología y la
psiquiatría): ¿realmente han cambiado mucho las cosas desde los tiempos de la bilis
negra, las posesiones satánicas y los desequilibrios de la sangre?, ¿no estaremos diciendo
lo mismo, empleando distintos datos y argumentos pero con la misma (i)lógica? La
respuesta casi es provocada, pero se detallará con creces, y con un cambio de registro
literario, en el último capítulo, dedicado también a las (supuestas) bases biológicas de la
depresión y a su (supuesto) abordaje farmacológico. Si alguien piensa que López y Costa

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niegan el componente biológico que se necesita para explicar el comportamiento, debe
leer este capítulo con atención. Si alguien piensa que Costa y López desean poner las
cosas en su sitio con rigor y ofrecer una explicación que seguramente firmaría cualquier
experto en el funcionamiento cerebral, probablemente está entendiendo la postura de los
autores.
En medio de los capítulos primero y último está el desarrollo de la tesis principal, que
ya ha sido empleada en obras recientes de esta pareja de inseparables divulgadores de
material práctico: un modelo biográfico, antítesis de una lectura psicopatológica y
psicopatologizante del comportamiento, que propone para el público general (y
seguramente para un nutrido grupo de profesionales que necesitamos sus libros para
hacer las cosas un poco mejor) una explicación de la conducta a partir de las
transacciones de procesos implicados en la atención y la percepción, el pensamiento, la
memoria y las expectativas, las emociones, sentimientos y autoverbalizaciones, la
conducta aprendida y mantenida por sus efectos y por el papel de las relaciones sociales
que establecemos (o no) en nuestro contexto. Una explicación fundamentada, lógica,
demostrable y, por encima de todo —dentro de un modelo de validez predictiva que es
genuinamente científico—, aplicable y útil. Una propuesta para comprender por qué me
pasa lo que me pasa y cómo puedo disponer de mi vida y sus resortes para aumentar la
ocurrencia de aquello que puede hacerme vivir más plenamente y alcanzar mis deseadas
metas. Una propuesta necesaria para hacer psicología clínica desde una perspectiva
contextual en tiempos de incertidumbre científica y profesional. Un bello libro lleno de
verdad y una propuesta verdadera envuelta en palabras y párrafos bellos.
ALFONSO SALGADO RUIZ
Decano de la Facultad de Psicología
Universidad Pontificia de Salamanca

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INTRODUCCIÓN. DE LA MELANCOLÍA A LA
ESPERANZA

Mientras voy haciendo la travesía de mi


existencia, me encuentro viviendo ahora la crisis de
mi experiencia depresiva, sintiendo su latido, su
presencia palpitante en mi vida, perdido a veces en
la inmensidad del océano y buscando un puerto de
salvación en el que poder descansar, tratando de
comprender la tristeza, el dolor, el sufrimiento y la
desgana en que me deja sumido y tratando de dar
sentido a mi vida entre la desesperanza y la
esperanza.

Y a veces con ansiedad me pregunto: ¿cómo


puedo llegar a comprender su significado, a
comprender por qué no tengo ganas de nada y por
qué no se me va esta tristeza?, ¿cómo podré encarar
las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones, las
penalidades que se abaten sobre mí?, ¿cómo podré mitigar la tristeza, el dolor, el
sufrimiento, la desgana y la desesperanza que siento?, ¿cómo podré recuperarme, salir
con esperanza del estancamiento y dar sentido a mi vida?
En el curso de los últimos veinticinco siglos han sido muchos los médicos, teólogos,
filósofos y escritores que trataron de responder a estas preguntas, pues la experiencia
melancólica y depresiva pertenece por derecho propio a nuestra condición humana y
palpita en nuestra existencia cotidiana en medio de los avatares y adversidades de la
vida. A partir del siglo XVIII, el nombre de melancolía que se le dio inicialmente a esta
experiencia se usará menos y empezará a usarse más el de depresión.
En todo caso, muchos de esos intentos por comprenderla y muchas de las doctrinas
que se propusieron para explicarla, que vamos a conocer brevemente y que pueden
incluso hacernos sonreír, no acertaron a desvelar todo el significado de esta experiencia
doliente que yo estoy viviendo ahora y que este libro sí me quiere desvelar en los
próximos capítulos.

LOS VAPORES DE LA BILIS NEGRA Y LA MELANCOLÍA

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Allá por el siglo V antes de nuestra era el filósofo y
médico siciliano Empédocles de Agrigento sostenía que el
cosmos está hecho de cuatro principios eternos, fuego, aire,
agua, tierra, que están movidos por las fuerzas del amor,
que une, y del odio, que separa. Cada uno además está
dotado de dos cualidades, lo cálido y lo frío, lo húmedo y lo
seco, y así el fuego es cálido y seco; el aire, cálido y
húmedo; el agua, fría y húmeda, y la tierra, fría y seca.
Por la misma época, el médico griego Hipócrates de Cos,
basándose en esta doctrina del cosmos, sostenía que el
microcosmos del cuerpo humano está formado por cuatro
humores con sus correspondientes cualidades también: la
sangre, cálida y húmeda; la bilis amarilla, cálida y seca; la
Hipócrates bilis negra, fría y seca, y la flema o pituita, fría y húmeda.
Pero ¿qué relación había entre estos humores y la
melancolía, en la que él ya reconocía la tristeza, el abatimiento, la aversión a la comida,
la desesperación, el insomnio y la falta de energía?

El desequilibrio de los humores y el predominio de la bilis negra

Según Hipócrates, solo se podía hablar de verdadera


salud cuando se daba una adecuada proporción en la mezcla
de los cuatro humores, y la enfermedad sería, pues, un
estado más o menos permanente de desequilibrio en esa
proporción. Pero dado que los humores no están equilibrados
con exactitud, la salud completa es un ideal que difícilmente
se encuentra. En todo caso, en la melancolía se daba, según
él, un desequilibrio de los cuatro humores con predominio
de la bilis negra o humor melancólico, que, según él
opinaba, envenenaba la sangre y causaba la aflicción
melancólica.
La palabra «melancolía» significa precisamente en griego
bilis negra (melán, «negra», jolé, «bilis») y en latín atra-
bilis, de donde deriva la palabra «atrabiliario».
En el siglo II de nuestra era, el médico Galeno de
Pérgamo actualizó estas ideas de Hipócrates estableciendo Galeno
lo que a partir de entonces y durante muchos siglos se
conocerá como la doctrina humoralista o hipocrático-galénica sobre la melancolía.
Decía además Galeno que el predominio de uno u otro humor determina en cada persona
su constitución o temperamento que, según él, son cuatro y se corresponden con los

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cuatro humores: sanguíneo, colérico, melancólico y flemático.
Pero lo curioso del caso es que la bilis negra en la que se basaba esta doctrina
resultaba ser en realidad un humor inexistente, ficticio. Dadas las limitaciones de los
conocimientos fisiológicos de aquel entonces, la observación de los coágulos de sangre,
de los vómitos de sangre o de las heces negras que se producían en algunas
enfermedades hacía pensar engañosamente que se estaba ante un humor con existencia
tan real como la de la sangre, la bilis o la linfa. Por eso se la denomina bilis negra y se le
seguirá otorgando durante siglos categoría de hecho comprobado cuando en realidad no
es más que una ficción, una quimera.

A don Quijote la bilis negra le secó el cerebro

Pasaron los siglos, y en la transición hacia la


modernidad que se estaba operando en el
Renacimiento, se produjo una nueva actualización
de la doctrina humoralista. Hasta Cervantes se hace
eco de esta doctrina cuando en el capítulo primero
de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
nos dice que a don Quijote «del poco dormir y del
mucho leer se le secó el celebro, de manera que
vino a perder el juicio». Además, por aquel
entonces, y debido a múltiples causas que sumieron
a Europa en una profunda y duradera crisis social,
política y religiosa, la melancolía se convirtió en un
asunto de enorme importancia sociocultural, hasta
el punto de conformar lo que se conoce como era
melancólica, impregnada de una antropología
Don Quijote perdió el juicio porque la bilis pesimista.
negra le secó el cerebro
La crisis exaltará, en efecto, la pérdida, la
tribulación, el duelo y la melancolía, la angustia y el
llanto, el desengaño y el menosprecio de la nada y la vanidad de las cosas efímeras del
mundo y de la carne, tal como los cantó Fray Luis de Granada. La literatura mística de
Juan de la Cruz mostrará el aniquilamiento ascético y doloroso de la «noche oscura»,
«horrenda y tempestuosa», llena de melancolía, de pesadumbre y de sequedad, de
«tinieblas sustanciales». Se vivirá de forma aguda la certeza de la muerte, ya que la vida
es «una ilusión, una sombra, una ficción», que lamentaba Segismundo en La vida es
sueño, eco de aquel «cómo se pasa la vida/cómo se viene la muerte/tan callando/cuán
presto se va el placer», que cantaran las coplas de Jorge Manrique, o de aquel «miré los
muros de la patria mía/si un tiempo fuertes, ya desmoronados» de Francisco de Quevedo
que lo vivió en su propio desengaño, en su pesimismo y en su angustia vital.

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Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza

En este clima de pérdidas, desengaños y melancolías, fueron muchos los estudiosos


que, basándose en la doctrina humoralista revivida, trataron de nuevo, como ya habían
hecho los antiguos, de comprender y explicar aquella aflicción, mezclando a menudo
filosofía, medicina, teología y creencias mágicas. Era tan firme en todos ellos la creencia
en la existencia de la bilis negra como causa de la melancolía que había quien pensaba
incluso que los melancólicos podían exhalar por la boca «humores de melancolía» que
podían contagiar a otras personas.
El médico aragonés Juan Huarte de San Juan opinaba que el cerebro es el asiento del
alma y que es preciso que su temperamento se mantenga «bien templado, con moderado
calor», lo cual dependía, según el médico Andrés Velásquez, de que los cuatro humores
estuvieran bien equilibrados.
Pero ¿qué ocurre cuando el humor melancólico perturba «la tranquila sede de la
mente», que así llamaba también al cerebro el médico Timothy Bright? Cuando el bazo
no purga bien la bilis negra, sus vapores fríos ascienden, según Velásquez, al cerebro, lo
secan, perturban su temperamento y dañan el pensamiento, la imaginación y la memoria.
Uno de los primeros trastornos que causa es la locura melancólica, que es perder la
razón, perder el juicio, como lo perdió don Quijote. Cuando el cerebro ha absorbido esos
vapores, dice Velásquez, se «oscurecen las luces de la razón», que se queda «en medio
de las tinieblas», al igual que, como decía el clérigo anglicano Robert Burton, «una nube
espesa y negra cubre el sol e intercepta sus rayos y su luz», produciendo así el «calabozo
de la oscuridad melancólica», que decía el mismo Timothy Bright.
Pero al subir hacia el cerebro, nos dicen además, los vapores del humor melancólico
no solo ensombrecen la razón, sino que aterrorizan también a la imaginación; de ahí que
sean responsables también del miedo y la tristeza. Por otra parte, según Juan de la Cruz,
«el humor melancólico muchas veces no deja hallar gusto en nada» y al melancólico,
como dirá mucho más tarde Richard von Krafft-Ebing, «el mundo exterior le parece
sombrío», y lo que antes le habría producido placer «le parece ser ahora digno de
aversión»; no siente placer por nada, esa experiencia denominada anhedonia, desgana,
apatía.
Cuando, según la doctrina, el humor melancólico afecta a los hipocondrios y a las
vísceras del aparato digestivo, produce melancolía hipocondríaca, que se acompaña de
trastornos gastrointestinales como digestiones pesadas, estreñimiento y flatulencia, por
lo que se la llama también melancolía flatulenta.

Saturno es frío y seco como la bilis negra

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Saturno, el planeta de la melancolía

Pero los intentos por desentrañar los misterios de la melancolía no se quedaron en la


bilis negra. Si la bilis negra tenía relación con la tierra fría y seca, ¿por qué no mirar
también a los astros para intentar comprender el enigma de la melancolía? En efecto, fue
Saturno el planeta elegido, pues, según se decía entonces, el color de Saturno es negro, y
su naturaleza, fría y seca, al igual que la bilis negra. Lo frío de la tierra se asocia al frío
Saturno, y los nacidos bajo su signo son fríos y oscuros, y su lentitud es como la lentitud
del planeta. Cuando dibujaban un melancólico, los artistas del Renacimiento dibujaban
un hijo de Saturno, pesimista, triste, solitario y frío. Todavía hoy en el diccionario nos
encontramos con que «saturnino» alude a «una persona triste y taciturna».

La melancolía y el sentimiento de lo sublime

Pese a todos los males que la doctrina le atribuía, la bilis


negra era, no obstante, para muchos un humor ambivalente y
ambiguo. Según eso, el temperamento melancólico, además
de predisponer a la melancolía, podía predisponer también a
las realizaciones intelectuales e imaginativas excepcionales y
ser fuente de ingenio, de prodigiosa memoria e imaginación,
de creaciones literarias y de visiones religiosas. De hecho,
Marsilio Ficino, un médico, clérigo, filósofo y astrólogo que
vivió en Florencia durante el siglo XV, vinculaba también la
fuerza intelectual, el logro creador, el genio y la
contemplación, incluso el deseo erótico, con la melancolía.
Siglos más tarde todavía, el Marsilio Ficino otorgaba a la
filósofo Immanuel Kant dirá que melancolía fuerza intelectual
la melancolía, lejos de ser un
mal, es una sensación noble y suave y una condición que
estimula el sentimiento de lo sublime y de la belleza. Los
sentimientos sublimes brotan no solo del asombro estético
ante la inmensidad de las montañas, los bosques sombríos o
el inmenso océano, sino también del silencio pensativo, de la

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Según Kant, la melancolía soledad profunda que invita a la meditación melancólica. Es
estimula el sentimiento de lo
sublime como una facultad que sobrepasa las fronteras de los
sentidos y que impulsa a la imaginación hacia el abismo de
lo infinito.

Sangrías, purgantes y aires calientes y perfumados

Pero si los vapores de la bilis negra son, según la doctrina humoralista, la causa de la
melancolía, ¿qué se puede hacer para aliviar la aflicción? Si la bilis negra se comporta de
modo natural, se elimina también de forma natural por las heces y la orina. Pero si se
acumula, entonces habrá que forzar su evacuación con sangrías mediante sanguijuelas,
ventosas o cortes en las venas. Todavía en el siglo XIX Jean Esquirol recomendaba
sangrías en la vulva y en el ano para favorecer el sangrado.
Se utilizaban también purgantes para facilitar su evacuación con las deposiciones.
Uno de ellos, utilizado incluso hasta el siglo XIX, fue el extracto de eléboro negro,
altamente tóxico, que provocaba vómitos y diarreas hemorrágicas negras, lo que hacía
pensar que era en realidad bilis negra lo que se estaba evacuando y que, de ese modo, se
estaba «curando» el mal y «demostrando» que era la bilis negra la causa de la
melancolía.
Se empleó además un amplio arsenal farmacológico de drogas. Marsilio Ficino
elaboraba con plantas un jarabe que había que beber con la llegada de la aurora y
confeccionaba píldoras con ingredientes mezclados en vino de primera calidad. El
médico, alquimista y astrólogo suizo Paracelso recomendaba medicamentos que, según
él, provocaban la risa, «ponen de buen humor y erradican toda tristeza»; si la risa
resultaba excesiva, era cuestión de encontrar el equilibrio con medicamentos que
provocaban tristeza.
Por otra parte, si el humor melancólico es frío y seco, se procurará que el aire sea
caliente y húmedo, según los estudiosos de entonces. El médico francés André du
Laurens recomendaba que los médicos se perfumaran y que se arrojaran en la habitación
flores perfumadas y cáscaras de limón, además de decorarla con colores alegres. Se
recomendaban también baños calientes, aguas termales y masajes con ungüentos
calientes y húmedos. Si los vapores de la bilis negra se alojaban en la cabeza,
Constantino el Africano recomendaba rasurar el cráneo y aplicar leche de mujer o de
burra.
Habrá de seguirse también una dieta adecuada que no favorezca la formación de bilis
negra y que, por el contrario, «envíe vapores dulces al cerebro», como quería Du
Laurens. Ya Rufo de Éfeso y Galeno habían advertido de que los vinos oscuros y
espesos, las carnes de vaca, toro, cabra y otros animales, los quesos curados, los excesos
en la comida y el ejercicio insuficiente favorecían la melancolía. Por eso serán
preferibles los vinos claros y las comidas ligeras, calientes y húmedas. En el caso de la

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melancolía hipocondríaca, se evitarán las legumbres, que aumentan la flatulencia.
La alegría y el gozo, calientes y húmedos, contrarrestarán la tristeza, fría y seca. El
propio Cervantes nos confiesa que quiere que «el melancólico se mueva a risa» leyendo
la historia de don Quijote. Por eso también la música agradable y tranquilizante, cuyas
vibraciones fluidifican la espesa bilis negra, es una recomendación que se remonta
incluso al relato bíblico en el que David toca el arpa para el rey Saúl, que recobraba así
la calma y el bienestar y ahuyentaba los malos espíritus que lo perturbaban.

Satán, Adán y Eva y la melancolía universal

Desde muy antiguo, estuvo también Satán mezclado con


el humor melancólico. Ya afligía la melancolía la vida
cotidiana de los anacoretas del desierto y de los monjes y las
monjas en los conventos, pues han de vencer la ociosidad y
luchar contra las tentaciones y los malos pensamientos e
inclinaciones inducidos por el demonio. Pero ocurría que
algunos quedaban presos de la acedia, que es, como la
melancolía, tedio vital y que la teología moral considerará
uno de los pecados capitales, la pereza. Era como una fiebre
que les atacaba, según se decía, a mediodía, inducida por el
demonio, que era llamado por eso «demonio del mediodía» o
«demonio meridiano».
Según la teología, Satán seduce y tienta aprovechando,
Satán puede causar melancolía como refería también el médico de Jaén Alfonso Freylas, los

puntos débiles y la fragilidad de los melancólicos. Los


melancólicos, sostenía Freylas, son una presa fácil puesto que el demonio se siente bien
en los vapores del humor melancólico y además las tinieblas melancólicas hacen más
fácil la victoria del Maligno, que es «Príncipe de las tinieblas».
La negrura de la melancolía era vista además como un castigo por el pecado original
de Adán en el Paraíso, una aflicción que afectaba, pues, a toda la raza humana. Así lo
creía en el siglo XII la monja Hildegarda von Bingen, según la cual el demonio insufló a
Adán el humor melancólico que «se le coaguló en la sangre» y «se trocó en amargura y
negrura», y entonces «emergieron la tristeza y la desesperación». Expulsados del Jardín
del Edén, según el mito bíblico, Adán y Eva experimentarán desde entonces el exilio y
sentirán la melancolía y la nostalgia del Paraíso perdido.
Todavía hoy José Antonio Fortea, uno de los exorcistas de la Iglesia Católica, en su
libro Summa Daemoniaca, del año 2012, sostiene que uno de los males que Satán puede
infligir a los seres humanos es poseer sus cuerpos y causarles depresión. Y así como la
bilis negra se expulsaba con sangrías y purgantes, a Satán habrá que expulsarlo con
exorcismos.

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LA ESPERANZA DE LA TIERRA
PROMETIDA

Basando sus explicaciones en humores


quiméricos y en creencias mágicas, no es nada
extraño que estas doctrinas no pudieran desvelar el
significado de la experiencia melancólica y
depresiva. A pesar de ello, no pudieron dejar de
constatar en la vida cotidiana de muchas personas la
tristeza, el dolor, la desgana y la tensión entre la
desesperanza y la esperanza que yo ahora estoy
viviendo también.
Es la tensión que vivió también el joven médico
Alain Bombard, que quiso medir por sí mismo su
capacidad de resistencia y en su canoa neumática
atravesó en 1952 el Atlántico desde las Islas Alberto Durero. «Adán y Eva», nostálgicos
Canarias hasta la isla Barbados en sesenta y cinco del Paraíso
días. En la larga travesía por la inmensidad del
océano, Bombard hizo frente a numerosas adversidades y vivió el miedo, la soledad, el
opresivo silencio, el cansancio, las ganas de abandonar y la desesperación. Lo guiaba,
sin embargo, la visión de una tierra prometida que suscitaba su esperanza y daba sentido
a su aventura.
Con el mensaje esperanzado de su obra El náufrago voluntario, quiso Bombard salvar
de la desesperanza a posibles futuros náufragos proporcionándoles orientaciones
valiosas.
«Había que vencer un factor importante, había que matar esa desesperación que mata; si beber es más
importante que comer, inspirar confianza es más importante que beber. Si la sed mata más pronto que el
hambre, la desesperación es todavía más rápida que la sed. Me impresiona lo trágico de mi situación, el
carácter ineluctable de esta travesía. Imposible detenerse, imposible volver atrás».

Su mujer, que lo esperaba, y los numerosos náufragos que se podrían salvar cada año
si su travesía llegaba a feliz término eran parte de la tierra prometida que vislumbraba en
la distancia, que llenaba de sentido su navegación y que introducía la esperanza en
medio de las calamidades del viaje. Es una esperanza, no obstante, que no suprime las
fatigas y las tareas que debe realizar el náufrago, porque la esperanza no es una coartada,
sino que es un impulso para avanzar hacia la tierra prometida.
«Ya ves, amigo náufrago, que nunca hay que dejarse llevar por la desesperación. Debes saber que, cuando
te parece llegar al fondo, se producen circunstancias que pueden transformarlo todo. Sin embargo, no debes
apresurarte demasiado en tu esperanza, no olvides que cuando ciertas pruebas parecen insoportables, pueden
surgir otras que borren el recuerdo de las primeras».

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Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida

Como Bombard hacia Barbados o como el


legendario Ulises hacia su amada Ítaca para
encontrarse con Penélope, navego yo también en la
travesía de mi existencia, mientras me encuentro
viviendo en estos momentos la experiencia
depresiva, abatido por el peso de pérdidas,
tribulaciones y penalidades, y embargado de
tristeza, de miedo, de dolor, de desgana, de
desesperanza y a veces de pérdida del rumbo y de
falta de sentido. A veces la considero una verdadera
crisis existencial, como que todo yo me estuviera
viniendo abajo.
Y también yo, como Bombard, me pregunto si
podré resistir y cuál será para mí la tierra prometida Ulises navengando hacia Ítaca
cuya visión pueda dar sentido a mi navegación y a
mi vida, guíe mi rumbo y suscite mi esperanza.
Y cuando abrumado por la experiencia depresiva y ahogado en los lamentos me oigo
decir «no tengo ganas de nada», «no se me va esta tristeza», «la vida no tiene sentido
para mí», «no veo salida», me puedo decir también a mí mismo: ¿por qué no dedico un
tiempo a definir la «tierra prometida» o la Ítaca que podría llenar de sentido mi travesía y
hacia donde podría poner el rumbo? Si apesadumbrado por el peso de las pérdidas
sufridas y paralizado por la desesperanza me digo que «así no vale la pena seguir», ¿por
qué no trato de averiguar de qué otra manera podría valer la pena salir del estancamiento,
de qué otra manera podría tener sentido? Porque mi travesía de la vida, al igual que la
navegación de Bombard o de Ulises, se hace más atractiva cuando, guiada por el impulso
de la esperanza, tiene un rumbo, tiene un sentido, tiene un porqué.
Mientras estoy todavía en la confusión, mientras todavía no veo claro hacia dónde ir,
ya me puede alentar el hecho de saber que estoy ocupado en ver hacia dónde ir, que soy
capaz de ocuparme de mí y del sentido de mi vida, que estoy encarando la pérdida y el
duelo, la tristeza, la desesperanza y la parálisis que la pérdida o el fracaso me han dejado.
La búsqueda de sentido, de un porqué, es ya una manera de dar sentido a la vida, es una
acción significativa. Si a veces me digo que «mi vida no tiene sentido», de alguna
manera es porque me importa el sentido de mi vida y me importa encontrarlo, porque, si
no me importara, no me lo estaría diciendo ni estaría lamentando no encontrarlo todavía.
Esta preocupación ya es una buena parte del sentido de mi vida, es señal de que me estoy
moviendo en una dirección.

La decisión está en mis manos

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Porque vivir y navegar con rumbo es elegir, es decidir y es actuar en coherencia con
la decisión tomada. Es decidir que tiene sentido para mí buscar y darle un significado a
mi vida, que vale la pena emplear mi tiempo en buscarlo y que me va a compensar
ocuparme de la búsqueda aun en medio del abatimiento y de la confusión. Es decidir que
me importa liberarme de la experiencia depresiva que me pesa, pasar de la desesperanza
a la esperanza, de la parálisis y la desgana a la acción con sentido que me lleve a la tierra
prometida, de la tristeza y el dolor por lo que he perdido al gozo de las metas que puedo
alcanzar, del estancamiento en el pasado que me detiene a la expectativa del porvenir
que me anima, de lo que pudo ser y no fue a la visión y el propósito de lo que puede ser
todavía, porque soy un ser inacabado y me queda todavía el porvenir, y porque, si
continúo haciendo lo que vengo haciendo hasta ahora, obtendré los mismos resultados, la
misma desgana, la misma parálisis, la misma desesperanza. Si aspiro a vivir una vida
diferente, no condicionada por la experiencia depresiva, me conviene desde luego hacer
a partir de ahora algo diferente de lo que he venido haciendo hasta ahora.
En todo caso, la decisión de hacer un cambio en
mi vida es una responsabilidad mía, está en mis
manos, como la mariposa azul en manos de la niña.
Había una vez un sabio que siempre respondía a
todas las preguntas sin titubear. Dos niñas curiosas
e inteligentes quisieron ponerle a prueba. Para ello
decidieron inventar una pregunta que el sabio no
supiera responder. Una de ellas apareció con una
linda mariposa azul que pensaba usar para
confundir al sabio.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó la hermana.
—Voy a esconder la mariposa en mis manos y preguntarle
al sabio si está viva o muerta. Si dice que está muerta, abriré
mis manos y la dejaré volar. Si dice que está viva, la apretaré
y la aplastaré. Y así, cualquiera que sea su respuesta, ¡será una
respuesta equivocada!
Las dos niñas fueron entonces al encuentro del sabio, que estaba meditando en lo alto de la colina. Una de
ellas le dijo:
—Tengo aquí una mariposa azul; dime, sabio: ¿está viva o muerta?
Muy calmadamente, el sabio sonrió y respondió:
—Depende de ti, está en tus manos.

Este libro puede ser un mentor para mí

Si decido emprender los primeros pasos para dar un giro a mi vida, este libro podrá
ser como un mentor o guía que me acompañará e inspirará a lo largo de la travesía y me
ayudará, como no lo han podido hacer las doctrinas antiguas, a comprender el
significado de mi experiencia depresiva, a restablecerme de ella y a convertirla en una

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oportunidad para hacer acopio de energía mientras la vivo y salir de ella más fortalecido
todavía para seguir adelante.
A lo largo de todos los capítulos del libro, me podré
conceder tiempo y ocasión para encontrarme sin prisas a
solas conmigo mismo, para hablarme con calma y en
silencio, para sentir con benevolencia el fuerte latido de la
tristeza, del dolor, del sufrimiento, de la desgana, del
desvalimiento y de la desesperanza, para definir la visión y
el sentido que quiero dar a mi vida y para reemprender con
esperanza, después de la crisis y la parálisis, la travesía de
mi existencia. Además de recuperarme de la experiencia
depresiva que estoy ahora viviendo, podré fortalecerme para
hacer frente a posibles futuras adversidades sin que lleguen a
abatirme y paralizarme como lo han hecho otras pasadas.
Sentiré a veces que mis primeros pasos son titubeantes y
que incluso «he vuelto a las andadas», pues los hábitos y
rutinas adquiridos con el tiempo pesan y no será siempre
fácil abandonarlos. Pensaré en esos momentos en las muchas
veces en que he logrado hacer cambios en mi vida, aun en
medio de las dificultades, en lo mucho que he sido entonces
capaz de aprender y en la satisfacción por lo que he logrado y aprendido. ¡Ahora tengo
una nueva oportunidad de cambiar y no la voy a dejar escapar!

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1. PESOS Y PESADUMBRES, PENALIDADES Y
PENAS

Pese a todos los intentos, las doctrinas antiguas no lograron desvelarnos el significado
de la experiencia depresiva. ¿Podré yo llegar a comprender el significado de la que estoy
viviendo, a desvelar el secreto de la tristeza que no se me va, de mi pesadumbre y de mi
pena?

EL ABC DE MI EXPERIENCIA DEPRESIVA

Las pérdidas, las tribulaciones, los pesos, las penalidades, los fracasos, la enfermedad
y la muerte son una experiencia común en alguno o en muchos de los momentos de la
vida. Son como la vida misma, la gravedad de la vida que pesa y que puede «apretar de
arriba abajo», oprimir, abatir, hundir, deprimir, que todos esos son significados
etimológicos del verbo latino deprimo. Por eso, si quiero estar «orgulloso de mi
condición humana», que decía Albert Camus, lo he de estar de mi capacidad de
embriaguez, pero también de sufrimiento, de mi capacidad de gozar la dicha de vivir,
pero de hacerme cargo también de las desdichas de la vida que me pueden dejar bajo,
incluso hundido y humillado, que eso significa también depressus.
Y si son algo común las tribulaciones, los pesos y las penalidades, ¡qué tiene de
extraño que me sienta atribulado y sienta pesadumbre y pena! Y si son comunes las
pérdidas de personas y cosas significativas para mí, ¡qué tiene de extraño vivir un
aluvión de duelos y quebrantos, que me sienta a menudo triste y dolorido, bañado
incluso en lágrimas, y que sienta nostalgia, a veces duradera, de los bienes perdidos!

Soy un patrimonio de la humanidad único

La figura 1.1 representa el Modelo ABC, un enfoque que indaga con la luz de los
principios de la psicología los entresijos de toda experiencia humana y también, pues, de
la experiencia depresiva, para analizar, comprender y explicar su significado.

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Figura 1.1. La experiencia depresiva es una experiencia biográfica y contextual.

En el centro de la figura está mi biografía personal (B) que, como ser humano que
soy, puede estar orgullosa de ser con todo derecho un patrimonio de la humanidad único
y diferente, una originalidad irrepetible dentro del universo y del que está formando parte
en este momento la aflicción de mi experiencia depresiva, que es también única y
diferente. Es además una experiencia personal integral, pues en ella participa
íntegramente mi biografía personal con todas sus dimensiones: las reacciones y
sensaciones fisiológicas de mi organismo; lo que veo, oigo, huelo, toco o saboreo
(percibir); lo cual pienso, lo que imagino, lo que recuerdo (pensar), lo cual hace que sea
una experiencia cognitiva; mis afectos, sentimientos o emociones, pesadumbre, tristeza,
pena, miedo, desgana, dolor, nostalgia, culpabilidad, desesperanza (sentir), que hacen
que sea una experiencia afectiva; mis obras o acciones (actuar), que hacen que sea una
experiencia operante y ejecutiva; mi historia biográfica, una sombra que siempre me
acompaña y que hace que sea una experiencia histórica, y que me convierte además en
un ser múltiple capaz de hacer brotar y de vivir el manantial de otras muchas
experiencias y que puede, desde luego, empezar a vivir a partir de ahora la experiencia
de sobreponerse a la experiencia depresiva.

Soy lo que he sido, no puedo borrar mi historia


Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.
ANTONIO MACHADO

Preparo tres recipientes que contengan respectivamente agua fría, agua caliente y agua tibia. Introduzco

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primero la mano derecha en el recipiente de agua fría y simultáneamente la mano izquierda en el recipiente de
agua caliente. Mientras hago esta experiencia, sentiré frío en la mano derecha y calor en la izquierda. Después
saco las manos de los recipientes e introduzco las dos a la vez en el recipiente de agua tibia. Ahora en la
mano derecha, que estuvo en el recipiente de agua fría, sentiré calor, mientras que en la mano izquierda, que
estuvo en el recipiente de agua caliente, sentiré frío.

Hasta mis más sencillas sensaciones tienen historia. No puedo borrar de mi historia
que mis manos han estado metidas en temperaturas diferentes. El reciente pasado de mis
sensaciones de frío y calor tiene presencia activa en mí y me predispone para percibir las
sensaciones diferentes que ahora experimento.
En el fluir de mi existencia, todo mi ser ha
estado involucrado hasta ahora en mil
circunstancias diversas y ese pasado mío tiene
ahora también presencia activa en mí, llevo grabada
su marca, llevo a mis espaldas irrevocablemente su
sombra: «hoy es hoy con el peso de todo el tiempo
ido», que decía Pablo Neruda. Cada pequeña cosa
que hago se sustenta en las que ya hice. Cada nueva
experiencia es una «continuación», como nos
recuerda la poeta polaca Szymborska. No puedo
dejar de ser lo que he sido, el niño que fui, los
No puedo dejar de ser el niño que fui sueños que forjé, los amores que compartí y los
desamores, abandonos y desengaños que viví,
aquello en lo que me he convertido merced a lo que he vivido y que ya no puedo
desvivir, merced a las mil y una experiencias vitales diferentes, gozosas y penosas,
dichosas y desdichadas que me han ido haciendo y que me siguen haciendo.
Me vivo además presente en todos los momentos de mi vida, que no es una sucesión
de acontecimientos y momentos inconexos, pues soy la unidad temporal que da
continuidad a las vivencias de todos esos momentos y los rescato de su transitoriedad y
los integro, también de aquellos momentos que creía olvidados y que de cuando en
cuando emergen de las aguas oscuras del pasado.
Y es que mi vida es acontecer, temporalidad, fluir de la existencia, de aconteceres y
experiencias en el tiempo, porque «lo nuestro es pasar». Por eso hablamos del «río de la
vida» que fluye continuamente sin cesar y me arrastra, o del «torrente del mundo», que
decía Goethe, o de «caminos sobre la mar». Estoy temporalmente confinado por el
nacimiento y la muerte, consciente del correr del tiempo, que va pasando, y por tanto de
mi finitud. A veces me rebelo contra este inexorable paso del tiempo, quisiera detener su
fluir, abolirlo, para que no se me esfume la posibilidad de llegar a ser lo que no soy
todavía.

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Me arrastra el río de la vida

Mi experiencia depresiva está inscrita en mi historia

En este fluir del río de la vida, también tiene historia y temporalidad la crisis de mi
experiencia depresiva; acontece en el curso del tiempo que pasa, tiene su cronología en
mi historia personal. No es una experiencia aislada y estática, un fragmento suelto
enredado en mis neurotransmisores, sino que se inscribe en el «libro de los
acontecimientos» de mi historia, que diría Szymborska. Es el eco de las pérdidas que
tuve, de los abandonos, los fracasos, las derrotas y las impotencias que he vivido y que
vivo.
Esta conciencia de historia y de temporalidad me hace a veces más pesada mi
experiencia depresiva. A veces me produce angustia pensar que tal vez no pueda
alcanzar a tiempo todo lo que anhelo, sobre todo si no logro sobreponerme a la tristeza, a
la desgana, a la inhibición. A veces tengo la vivencia insatisfecha de haber perdido
irremediablemente el tiempo y la oportunidad de hacer cosas que ya no puedo hacer,
mientras veo pasar el tiempo y miro mis manos vacías, lo cual me produce sentimiento
de culpa.
A medida que el tiempo pasa, mi experiencia depresiva se puede ir infiltrando
sutilmente en las junturas y circunstancias de mi existencia y en la red de relaciones
interpersonales, predisponiéndome a nuevas experiencias que la prolonguen en el tiempo
y la hagan duradera. Puede ir ocupando cada vez más espacio, mientras se va reduciendo
el que ocupan otras experiencias. Pero puedo también decidir salir del estancamiento
porque el «libro de los acontecimientos» de mi vida no está cerrado todavía.

Una sombra que está en todo: mi experiencia depresiva inmersa en las


circunstancias del mundo

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Cuando pienso que te fuiste/negra sombra que me asombras/tornas a mi
cabecera/haciéndome mofa./Cuando me imagino que te has ido/te me
muestras en el mismo sol/y eres la estrella que brilla/y eres el viento que
sopla./Si cantan, eres tú que cantas/si lloran, eres tú que lloras/y eres el
murmullo del río/y eres la noche, y eres la aurora./En todo estás y eres
todo/para mí y en mí misma moras/no me dejarás tú nunca/sombra que
siempre me asombras.
ROSALÍA DE CASTRO
Follas Novas

Por el hecho de vivir, siempre me encuentro embarcado


en la realidad de las circunstancias que me rodean, inmerso,
implantado y arraigado en ellas, empapado de ellas,
coexistiendo con ellas. No existo sin circunstancias, siempre
Rosalía de Castro existo circunstanciado. Mi existencia y mi historia se
encuentran y se despliegan siempre en alguna circunstancia,
en algún lugar, en alguna situación concreta del mundo, en algún punto definido de la
senda que recorro en mi existencia. Por eso, «uno no puede hartarse del mundo», que
decía el poeta turco Nazim Hikmet. Por eso, como decía Goethe, «el ojo ha de agradecer
su existencia a la luz», pues el ojo y la luz se corresponden, son dos realidades
correlativas; el ojo se va formando como ojo inmerso en la luz y en referencia a la luz.
Pero no solo mi ojo, todo mi ser debe su existencia a la luz del mundo del que soy parte,
del que soy correlativo, pues yo soy mundo también, soy «todo un mundo» con
residencia en la tierra, no un extraterrestre que llega a un mundo extraño.
Y porque es una vivencia mía, me encuentro viviendo también mi experiencia
depresiva empapada de las circunstancias del mundo, y es en ellas donde acontecen los
avatares que la hacen posible y donde adquiere significado. Tiene la textura y el color de
esas circunstancias, de esos avatares, pues, como dice el poeta, «la naturaleza está en
duelo con la persona en duelo».
Cuando la poeta gallega Rosalía de Castro cree que la «negra sombra» que la
persigue y la abruma se ha ido, esta vuelve para afectarla de nuevo, mofándose de ella,
con la misma perseverancia obstinada del viento de la melancolía que describiera Carlos
de Orleans. Con su alegoría de la «negra sombra», que Juan Montes llevó al pentagrama
en una música sobrecogedora, Rosalía pone de manifiesto esa inmersión «ecológica» de
la experiencia depresiva en las circunstancias, pues la «negra sombra» habita los lugares
del mundo de la vida y llega a «morar» en la poeta porque se ha engendrado en su íntima
coexistencia con el sol, las estrellas, el viento, el murmullo del río, la noche, la aurora.
La «negra sombra» de mi experiencia depresiva mora en mí y está en todo a la vez,
pues, como decía también Saint-John Perse en Exil, «el paisaje que lo rodeaba era la
correspondencia de su tormento». Por añadidura, si la negra sombra está en «todo»,
entonces todo, el paisaje, las estrellas, el viento, la noche y el día, puede hacerse
«melancólico» y mantener la pérdida constantemente, dolorosamente, en el recuerdo.
Entonces la «negra sombra» es abrumadora, me persigue, no me deja en paz. Es una

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«mala sombra».
Mi experiencia depresiva no es, pues, un fenómeno que tenga su origen en un lugar
«endógeno» del cerebro y de los neurotransmisores, aunque, como veremos en el
capítulo 7, también ellos son parte de todo mi ser en mi experiencia depresiva. No hace
referencia a un «drama cerebral», sino al drama vital de mi existencia enfrentada a los
avatares de la vida. Por eso, cuando esos avatares trastornan las circunstancias del
mundo alrededor con las que coexisto, también se trastorna, se perturba, se desorienta, se
desorganiza mi mundo personal; cuando las conmueven, también se conmueve; cuando
las desbordan, también se siente desbordado; cuando las desgarran, también se desgarra;
cuando las arrolla, también lo arrollan.

Me encuentro viviendo mi experiencia depresiva en dos zonas


fronterizas

En la figura 1.1, en la «frontera» que hay entre el mundo de mi biografía personal y


las circunstancias del mundo a mi alrededor, se forma una especie de «campo de
fuerzas» que tiene a ambos lados de la frontera dos «zonas fronterizas» en las que me
encuentro viviendo mi experiencia depresiva.

Las cosas que me pasan y los pesos que me pesan y me apesadumbran

En la zona fronteriza de la izquierda, que está entre las A


y mi biografía, las A representan las cosas que me pasan en
la vida, las circunstancias y acontecimientos adversos que
anteceden, que activan y que son el detonante de mi
experiencia depresiva: pérdidas, fracasos, pesos y cargas,
tribulaciones, penalidades. Son acontecimientos que no me
dejan indiferente, que se abaten sobre mí a veces como una
tormenta, que me afectan y me hacen sentir afectos,
emociones: pesadumbre, miedo, tristeza, dolor, desgana,
A veces las tribulaciones se desaliento, nostalgia, culpa, desesperanza. Son
abaten sobre mí como una
tormenta acontecimientos significativos justamente porque me
afectan, me dejan huella, me dejan abatido, «sin ánimo, sin
fuerzas, sin vigor», que así dice el diccionario del abatimiento. De esta huella vamos a
tratar en el presente capítulo.

Una experiencia que hago y que vivo, no algo que tengo en el cerebro

Pero yo no estoy expuesto pasivamente a lo que me pasa y me pesa en la vida, sino

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que, en la zona fronteriza de la derecha de ABC, que está entre mi biografía y las
consecuencias, yo con mis acciones hago frente a los pesos, las pérdidas, las
tribulaciones, las penalidades, los fracasos tratando de sobreponerme a la conmoción que
me causan. Por eso mis acciones son transacciones, acciones que me trascienden, que
van más allá de mí, sin saber a veces bien hasta dónde me pueden llevar.
Mi experiencia depresiva, pues, no es algo que tengo en un alojamiento endógeno,
sino que es una experiencia que hago y que me encuentro viviendo en el seno de esas
transacciones entre mí ser entero y los pesos, tribulaciones y penalidades de la vida,
poniendo en juego los dos platillos de una balanza. En un platillo, el peso de las
tribulaciones y penalidades. En el otro, el contrapeso de las obras con las que me
confronto con lo que me pasa.

La experiencia depresiva es el difícil equilibrio de una balanza

Mis obras se hacen significativas precisamente porque también ellas dejan huella,
hacen que pasen cosas, logran resultados, tienen consecuencias (C), a veces dichosas, a
veces desdichadas, a veces impredecibles. Y es precisamente este poder operante para
hacer frente a las tribulaciones y penalidades y para dejar huella lo que más determina el
curso de mi experiencia depresiva, como veremos en el capítulo 2, y desde luego
también, como iremos analizando a lo largo del libro, mi capacidad esperanzada para
sobreponerme a ella.

Las consecuencias de lo que hago me rebotan y de dejan huella

Pero lo que hace todavía más significativas mis obras es que las consecuencias que
producen repercuten a su vez en mí y mis propias obras, me dejan huella también, es
como si me rebotaran. Así, si con mis obras obtengo bienes y recompensas valiosas,
atención, afecto, mis obras se refuerzan y es más probable que las vuelva a hacer y las
haga con más frecuencia. También se refuerzan cuando con ellas evito algo desagradable

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y penoso, costosos esfuerzos, responsabilidades incómodas.
En ambos casos, digo que «me vale la pena», que me
compensa volver a hacerlas.
Cuando con mis obras cosecho, en cambio,
consecuencias penosas, costes, desdenes, insultos, maltrato,
castigos o la pérdida de bienes y recompensas que tenía, mis
obras se debilitan, se inhiben, se hacen menos probables y
frecuentes e incluso se paralizan y se extinguen. En ambos
casos, digo que «no me vale la pena» volver a hacerlas.
De este modo, las consecuencias van seleccionando y
determinando las obras con las que se corresponden, y
también las inhibiciones y parálisis que van configurando el
Las consecuencias de mis obras curso y la hechura de mi propia biografía y de mi
me rebotan
experiencia depresiva. Y así, mi tristeza, mi inhibición, mi
desesperanza seguirán ocupando mi vida y mi historia, o no,
dependiendo de lo que yo haga o deje de hacer frente a las pérdidas, los pesos, las
penalidades, y de las consecuencias que coseche con mi acción o mi inacción.

Mi tristeza y mi desesperanza no son síntomas de una psicopatología

Para la doctrina humoralista, la tez oscura y los negros presagios eran un «síntoma»
de que por ahí dentro estaban ascendiendo al cerebro los vapores del humor negro,
aunque no se pudieran ver. ¡Y mal podían verse tratándose de una quimera! Las
contorsiones y las blasfemias son para el exorcista un «síntoma» de que Satán anda
haciendo de las suyas dentro del cuerpo, aunque tampoco se lo ve. Para la doctrina
psicopatológica, que conoceremos en el capítulo 7, la tristeza, la inhibición, la desgana,
la desesperanza son un «síntoma» de que algo anda mal en los neurotransmisores
cerebrales o de una «patología endógena» llamada «depresión».
Pero, puesto que mi experiencia depresiva es una experiencia «de frontera» que nace,
acontece y vivo en las transacciones entre mi ser entero y los avatares de la vida, la
tristeza, el dolor, el abatimiento, la desgana, los pensamientos pesimistas, la inhibición
de la acción, la desesperanza o las tentativas de suicidio no son síntomas de algo
escondido y latente en otro sitio esperando hacerse patente.
Mi experiencia depresiva no me revela una esencia endógena camuflada entre los
neurotransmisores y de la que sería, según la doctrina psicopatológica, pálido reflejo,
mera apariencia, sino que me remite al mundo de la vida y me revela las transacciones
que la alumbran y en las que palpita su verdadera esencia abatida, su plenitud doliente,
su verdadero ser, su existencia, su consistencia, y en ellas y por ellas me encuentro
viviéndola. A mi experiencia depresiva no la soporta ni le da ser y consistencia una
esencia oculta psicopatológica, ella tiene un ser propio transaccional y existencial que

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vamos a ir conociendo.

LOS PESOS QUE ME APESADUMBRAN Y LAS PENALIDADES QUE ME


APENAN

Figura 1.2. Me apesadumbran los pesos, me apenan las penalidades.

En la zona fronteriza de la izquierda de ABC se me


presenta, pues, en la vida un abundante caudal de
circunstancias, acontecimientos, personas y cosas que llaman
a la puerta de entrada de mi atención, que se me hacen
significativos y ponen en marcha una cascada de
percepciones, pensamientos, recuerdos, emociones y
acciones que pueden desencadenar la crisis y la vivencia de
mi experiencia depresiva.
Los llamo a veces cargas que me pesan, me oprimen y me
apesadumbran, penalidades que me entristecen y apenan,
tribulaciones que me atribulan, calamidades, reveses de
fortuna, tragos amargos que me cuesta beber, desventuras
que me hacen sentir desventurado, golpes duros que me
golpean y a veces me abaten, fuentes de estrés que vivo
como amenazas y que me dan miedo y angustia, y también las pequeñas pero repetidas
frustraciones, los sueños rotos, los proyectos fracasados, las malas tardes que se repiten
un día tras otro. Entre todos los acontecimientos potencialmente «deprimentes», ocupan
un lugar relevante las pérdidas: de seres queridos, del amor, del hogar, del lugar de

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nacimiento, del empleo, del dinero, del honor, de la posición social, de la salud y del
vigor físico, de la libertad, de la dignidad personal, del control sobre la propia vida.

No volverán las oscuras golondrinas: cuando se pierde un amor


Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
¡esas… no volverán!
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
Rimas

El amor es a la vez croce e delizia, cruz y delicia, que


cantan Violeta y Alfredo en el bello dúo de La Traviata de
Verdi, y está por eso expuesto a menudo a la distancia, al
dolor de la separación y a la pérdida, al olvido, al desamor.
Gustavo Adolfo Bécquer
Amar y dejar de amar, ser amado y perder el amor, a veces
irremediablemente, cuando se ha perdido además toda
esperanza de recuperarlo, vivir la interrupción de un amor antes de que haya habido la
posibilidad de desvelar la realidad oculta y misteriosa de la persona amada, son
tribulaciones que pueden formar parte de mi vida en algún momento y dejarme el duelo
y el poso de una tristeza que no se me va. El tiempo pasa, la vida seguirá palpitando,
volverán las golondrinas, pero no volverán esas, las que convivieron con la dicha del
amor perdido. Son vivencias del pasado que se aleja de manera irrevocable y para las
que el futuro está vacío, desprovisto de significado y envuelto en una atmósfera de
melancolía.
Puesto que la luz de los ojos de la amada está apagada, Petrarca en su soneto 272 está también sumido en
una profunda y angustiosa crisis, sin saber cómo librarse del tormento y la pena por el amor frustrado.
Además de la incapacidad para gozar de las cosas presentes, tanto los recuerdos como las expectativas que
han quedado asociadas a la pérdida generan tristeza. Los recuerdos son dolorosos y tristes porque traen a la
memoria las alegrías perdidas, y las expectativas lo son porque anuncian el vacío de futuro, un futuro sin
esperanza con vientos agitados que hacen incierto el rumbo de la navegación, porque los ojos de la amada,
que solían guiarlo, como las estrellas guían a los navegantes, la muerte los ha apagado. Es el contraste entre la
exaltación que provocan los ojos de la amada y la desesperación que hace «verlo todo negro en la vida», entre
el gozo del éxtasis y la tristeza de la soledad.

La búsqueda sin esperanza de un nosotros hospitalario


A lo largo de su vida, tuvo Franz Kafka sed de ser acogido y amado. Tuvo, en cambio, que hacer frente a
las exigencias de un padre severo ante cuyos veredictos se sentía aplastado y angustiado. Buscó ansiosamente
el arraigo en la tierra prometida de un hospitalario nosotros, la serena benevolencia de la sonrisa que relaja y

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que calma. Buscó la alianza que nos protege del miedo, que nos
hace ser partícipes de la vida y del mundo de los otros y ser
acogidos y reconocidos; buscó el bienestar y la dicha que produce
la sensación de no ser un extraño, porque es así como tomamos
posesión del valor de la propia existencia, como llegamos a ser lo
que somos y a conocer quiénes somos, a afirmarnos en las arenas
movedizas de la existencia. Vivió el abismo de la experiencia
depresiva en un mundo vacío de sentido, la angustia existencial del
desarraigo, la soledad y el desamparo.

Así les ocurre a muchos de los protagonistas de sus relatos, que


luchan por conocer esta dicha pero que viven los «fríos espacios
del mundo» y el «viento gélido» de la desesperación dándole en la
cara y que se cansan de esperar en vano, sin esperanza, que se les
abran las puertas, aunque nadie les espera, y que se mueren en la
soledad desesperada antes de que les llegue la salvación, como le
ocurre a K, el protagonista de El castillo. «Incapaz de vivir, eso es
lo que eres», son voces que Franz parece oír de boca de su padre.

Soy hijo de un nosotros que me ha dado la vida


y a lo largo de la vida convivo en muchos otros
nosotros familiares, de amistad, laborales en los que
puedo sentir la dicha de ser acogido y tomado en consideración o el dolor y la tristeza
del rechazo o el disgusto por el conflicto permanente en las relaciones interpersonales.
También los nosotros pueden ser la fuente del abandono, de amenazas de las que no me
puedo defender, de la humillación y el abuso, de las vejaciones, los ultrajes, el rechazo
social, las injurias y los tratos degradantes que menoscaban mi dignidad y mi integridad
psicológica. A veces, en medio de una emergencia, pido angustiosamente ayuda sin ser
oído. En El demonio de la melancolía, el escritor Andrew Solomon nos refiere su
experiencia depresiva como una «grieta en el amor», pues, además del miedo, la angustia
y la desesperación que produce la pérdida de algo o alguien querido, o la anticipación de
nuevas pérdidas, conduce al ensimismamiento y a la soledad, rompe los vínculos con los
otros y «eclipsa la capacidad de dar y recibir amor» y también la de amarse a uno
mismo.

Al verse vencido, don Quijote se muere de melancolía


«Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a
su último fin, especialmente las vidas de los hombres, a la de don Quijote le llegó también su fin y
acabamiento, ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo. El
cura, el bachiller y el barbero creyeron que era, en efecto, la pesadumbre de verse vencido y de no ver
cumplido su deseo de la libertad y desencanto de Dulcinea. Ellos por todas las vías procuraban alegrarle, pero
no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le
acababan. Pedíale Sancho que no se muriera porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida
es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía» (El
Quijote).

Según sabemos por boca del cura, del bachiller y del barbero, también Don Quijote

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murió de melancolía. Y aquí Cervantes ya no da como razón
la supuesta causa de la doctrina humoralista, sino que apunta
a una experiencia vital: la melancolía se la producía el hecho
de verse vencido, nacía de su derrota.
Y es que a veces, en efecto, la pérdida puede ser la
pérdida de una batalla de la vida, la pesadumbre de verme
vencido en la derrota, los sueños rotos, las ambiciones
frustradas, el fracaso que echa por tierra un proyecto
largamente acariciado y en el que había depositado muchas
ilusiones, el desengaño de la traición de alguien en quien
confiaba ciegamente, la falta de promoción y de progreso o
el declive de la carrera profesional, los obstáculos que me
impiden realizar las tareas que tengo encomendadas o las
retrasan, la ruina que echa a perder los bienes que había ahorrado con tanto esfuerzo y
con tanto riesgo, la pobreza y las penurias consiguientes, la pérdida del empleo que me
deja en total emergencia, el destierro.

¿Y ahora qué?: sin la meta dulce que alimentaba mi esperanza

He logrado una meta en la que había puesto muchas ilusiones y por la que había
hecho enormes sacrificios y esfuerzos. El sueño se ha realizado, mis esfuerzos han sido
coronados con el éxito. Por un lado he ganado, pero por otro he perdido la meta dulce
que alimentaba mi esperanza, mi ilusión y mis esfuerzos y por eso ahora me puedo sentir
vacío y triste: ya no tengo nada por lo que luchar. ¿Y ahora qué?, ¿qué otra cosa puede
ilusionarme ahora? Es esa extraña sensación que se tiene al terminar los exámenes.
El logro de una meta muy deseada me deja ahora además con la responsabilidad de
gestionar lo que he logrado, lo que me supone un esfuerzo con el que no contaba, o me
siento incapaz de gestionarlo. Puede ser el matrimonio, lograr vivir con alguien a quien
amo. Entonces, cuando me las prometía muy felices porque las barreras que nos
separaban ya han caído, el sueño se derrumba, ya no hay nada en lo que soñar, ya no está
la gozosa nostalgia que nos unía en la distancia. La distancia, los reencuentros periódicos
y los adioses tenían su encanto y mantenían la llama encendida y las acciones que
programaban los reencuentros; ahora eso lo he perdido y he de hacer frente a la
convivencia de todos los días.

Las pérdidas de la enfermedad: ya no dispongo de mí mismo

Un modo de encontrarme en mi existencia puede ser el de encontrarme enfermo. La


enfermedad me puede acarrear muchas pérdidas, la más evidente de todas, la de la salud.

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Pero supone también la pérdida de frescura corporal y de la vitalidad, la fatiga continua,
las fuerzas que flaquean, a veces incluso «me encuentro destrozado». Pierdo el nivel de
rendimiento que hasta ahora tenía y percibo que ya no soy útil. He perdido libertad de
movimientos; antes viajaba y ya no puedo. A veces pierdo relaciones y me encuentro
solo. Puedo perder autonomía, ya no dispongo de mí mismo, otros disponen de mí; me
tengo que dejar cuidar, y, soy una carga para los demás y me puedo enfrentar a la
incertidumbre respecto al origen y al curso de la enfermedad, a la imposibilidad de
influir en el proceso, al posible ocultamiento y a la sospecha de que se me miente
respecto a la gravedad. A ello se suman el dolor, a veces persistente, las posibles
mutilaciones y la invalidez. Si se acompaña de alteraciones del sueño, la falta de sueño
provoca cansancio, irritabilidad y más pérdida de rendimiento, lo cual, a su vez, genera
más alteraciones del sueño. Los tratamientos y sus efectos colaterales son una penalidad
añadida. Si me he operado y continúan las molestias, las esperanzas de recuperación que
abrigaba se ven ahora frustradas.
Si la enfermedad me sobreviene a una edad en la que estoy plenamente activo y
pletórico, cabe esperar mayor rabia y abatimiento. Y si la enfermedad es crónica y ya no
me cabe esperar más que agravamiento y nuevas limitaciones, ¡qué tiene de extraño que
esto me pueda llevar de la mano a la experiencia depresiva!

El duelo de la muerte
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir.
JORGE MANRIQUE
Coplas a la muerte de su padre

Libro a lo largo de la vida muchas causas en las que no sé todavía cómo me va a ir.
Lo que es seguro es que hay una irremisiblemente perdida de antemano: la que libro
frente a la muerte. De entre todas las posibilidades de mi existencia, la muerte es la más
cierta, nadie podrá arrebatármela. Mi existencia tiene un término, una frontera que no se
rebasa, que es la muerte, que se me va aproximando «milímetro a milímetro», como
decía Dino Buzzati en su obra En aquel preciso momento.
Esto vale para mí y vale cuando vivo el duelo, el dolor y el sufrimiento de la pérdida
que me supone la muerte de personas queridas. La pérdida de la muerte arrastra consigo
otras muchas pérdidas. Con ella todo se acaba irremediablemente y se consume, es un
abismo en el que todo naufraga y que evoca la finitud y la caducidad de las cosas que
aquella era melancólica que conocimos en la introducción llevó al extremo. Es una
posibilidad que cancela todas las demás cuando tal vez todavía no había llegado a ser lo

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que quiso ser, los proyectos tal vez compartidos e inconclusos, tantas posibilidades en
las que se habían depositado mucha esperanza y confianza, los sueños dorados, aquel
momento que se ha querido tal vez inmortalizar y que se ha mostrado efímero.

Una experiencia depresiva por imitación

He podido aprender, a veces desde la infancia, a


reaccionar con miedo, con tristeza, con angustia y
con comentarios catastróficos y autocríticos ante
algunas tribulaciones y penalidades observando
cómo las afrontan otras personas cercanas, qué
dicen sobre ellas, cómo se sobreponen a ellas.
Cuanto más fuertes sean las reacciones fisiológicas
mostradas por la persona que observo, más
evidentes sean sus gestos de tristeza y desolación y
más pesimistas sus comentarios, más impacto
tendrán en mí. A este aprendizaje lo denomina la
psicología aprendizaje vicario o por imitación. Un
clima familiar que promueva el fatalismo frente a
los avatares de la vida puede hacerme más propenso a vivir las pérdidas de una manera
más desesperanzada también.

¿POR QUÉ ME DEPRIMEN LAS PÉRDIDAS Y LOS FRACASOS?

¿Por qué me deprimen esta pérdida y este fracaso y no me deprimen otros que he
vivido y que vivo?, ¿por qué me quebrantan tanto unos y no otros?, ¿por qué unos duelos
se resuelven con el tiempo y otros parecen no terminar nunca?, ¿por qué me dura tanto la
desgana?, ¿por qué no se me va esta tristeza?

Revivir las pérdidas y prolongarlas

Las pérdidas y los fracasos los vivo en la experiencia inmediata y frecuentemente los
sigo reviviendo y prolongando en el recuerdo. Recordar es una conducta activa, «hacer
memoria», que se pone en marcha cuando estoy en presencia de circunstancias, lugares,
paisajes, melodías, olores, días de aniversario que me evocan y me «traen a la memoria»
el pasado, los momentos dichosos compartidos, todo lo que ha significado para mí la
persona perdida. Vuelvo al lugar que habíamos compartido y me parece como si la viera
y oyera allí todavía. Oigo una canción y me invade una tristeza que a primera vista me
resulta inexplicable hasta que caigo en la cuenta de que la cantaba la persona que he

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perdido.
Recordar puede ser doloroso cuando revivo una pérdida o un trato degradante. Si la
pérdida ha sido por la muerte, el dolor puede ser mayor porque sé que a esa persona no
la volveré a ver, ya no volveré a pasear con ella por el camino que ahora recorro, ya no
estará más a mi lado en el lecho en el que ahora estoy solo, ya no ocupará nunca el
rincón que solía ocupar y en el que ahora creo estar viéndola todavía. También puede ser
un bálsamo cuando revivo los gozos que viví con la persona que ya no está.

Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas

Habitualmente, pasado el período de duelo, estos


recuerdos se van desvaneciendo entre
reviviscencias ocasionales, las circunstancias van
perdiendo su poder evocador y también el dolor se
mitiga a la vez que acepto mejor lo irreversible.
Pero también me puedo aferrar al pasado, anclarme
a él y hacerlo presente con la secreta esperanza de
que retorne lo perdido, de que renazca lo que ha
Los recuerdos pueden pesarme como rocas muerto, insistir sobre los recuerdos en detrimento
de la vivencia del presente y del porvenir. Puede ser
un minucioso recuento de pérdidas y de lamentos por lo que pudo haber sido y no fue:
«si hubiera hecho o dicho…». Este apego a la pérdida me hace el duelo inacabable y
agranda mi pesadumbre.
La memoria del pasado puede situarme y estancarme así fuera del tiempo. Veo
entonces que pasan los días, cambian las cosas a mi alrededor y, no obstante, «nada se
mueve en mi tristeza» y los recuerdos «me pesen más que rocas», como lamentaba
Baudelaire. Es hacer de la permanente presencia de la ausencia un modo de vida. Es
como «el pico abierto de un cisne sobre un estanque seco», que cantó el mismo
Baudelaire. Es la paradoja de «una nada que duele», que dijo Fernando Pessoa.

El significado de lo que he perdido


Cuando un amigo se va,
queda un espacio vacío
que no lo puede llenar
la llegada de otro amigo.
ALBERTO CORTEZ

¿Qué es lo que he perdido con la pérdida, de qué me hace carecer? A veces me puede
resultar difícil llegar a saberlo y a expresarlo. Sé lo que he perdido, pero no sé muy bien
por qué me aflige y quebranta tanto la pérdida y la carencia, y digo: «no me explico por

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qué esto me ha afectado tanto».
En todo caso, no es lo mismo perder un objeto sin valor que perder un ser querido,
una relación. ¿Qué supone la pérdida de un ser querido, de un amor, de un ideal?, ¿por
qué puedo superar con el tiempo las pérdidas y el duelo, reconociendo la pérdida de una
presencia y su ausencia, una presencia ahora ausente, y seguir adelante?, ¿por qué, sin
embargo, la pérdida se me puede convertir en un vacío, en una ausencia siempre
presente que hace duradera mi experiencia depresiva?
Puedo tratar de averiguarlo analizando cuánto significaba para mí lo que he perdido,
cuánto me importaba el vínculo que se ha roto, el proyecto fracasado. ¿Qué hacía con lo
que he perdido, cuánto tiempo me ocupaba, cuántos afanes me requería? ¿Qué me
aportaba y de qué carezco ahora que antes tal vez tenía en abundancia, protección,
afecto, momentos dichosos, apoyo, consejo? ¿En qué medida era para mí un punto de
referencia? ¿Cuánto habría reafirmado mi autoestima el proyecto fracasado?

Pérdida de bienes y recompensas significativas

Antes de la pérdida, la situación y la persona perdidas eran una fuente de la que


brotaban a raudales multitud de bienes y satisfacciones que yo podía conseguir y que
ahora he perdido puesto que ya no está la persona que era significativa para mí porque
me las proporcionaba. Ahora mi vida ha perdido alicientes.
Al perder las recompensas que las incentivaban, las fortalecían y les daban
significado, mis acciones se debilitan, se inhiben y se extinguen, como veremos de
nuevo en el capítulo 2, y me entristezco. Dejo de obtener recompensas significativas
cuando un contexto empobrecido no las proporciona o las proporciona escasamente,
cuando limita el acceso a ellas, cuando coarta mi autonomía y la libertad de acción para
conseguirlas, cuando las dificultades para conseguirlas hacen muy probable el fracaso o
cuando se me penalizan las acciones que estaban orientadas a lograrlas.

¡Cómo me ha cambiado la vida!


Con qué tristeza miramos
un amor que se nos va,
es un pedazo del alma
que se arranca sin piedad.
Canción

Cuando pierdo algo, no solo pierdo lo que pierdo, pierdo también la relación con lo
perdido y lo que esa relación me aportaba y significaba para mí. Pero si pierdo una
relación, pierdo todo lo que he vivido en esa relación, lo que hemos hecho juntos, el
apoyo que tenía y con el que ya no voy a poder contar. No es extraño que en un primer
momento trate de «negar» la realidad de la pérdida: «no me lo puedo creer».

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No solo ha cambiado, pues, la existencia de lo que he perdido, también ha cambiado
mi vida, mi existencia, porque lo que he perdido me interesaba, desempeñaba un papel
importante en mi historia. A veces es como si me hubieran arrancado un pedazo de mí.
Ahora ya no cuento con lo que he perdido para seguir escribiendo mi biografía. Me había
marcado mi relación con la persona que he perdido y me marca ahora su pérdida. Al
sobrevenir la pérdida de algo o de alguien valioso, deja de interesarme en un primer
momento todo lo demás, nada me parece comparable a lo que he perdido.

Sueños rotos: se me viene el mundo encima

La persona que me ha abandonado, de la que me he divorciado o que ha fallecido


ocupaba un lugar significativo en mi vida porque colmaba necesidades, expectativas,
sueños. El amor y el apego compartidos tenían para mí una importancia especial porque
estaban conectados con otros apegos significativos en la historia de mi vida, porque el
camino recorrido para lograr el encuentro y el apego estaba inspirado en los sueños de
futuro que juntos habíamos acariciado, en el sueño de unión armoniosa de dos seres,
imperturbable en medio de los avatares de la vida y de las circunstancias que no lo
hicieron viable, que lo hicieron a la postre un sueño imposible. La pérdida ha hecho más
visible ahora la brecha entre los sueños y la realidad, la realidad de los sueños rotos.
El goce del amor que revelaba todo un mundo de sueños y de posibilidades
vislumbradas tras un horizonte hacia el que habíamos partido esperanzados se trueca en
dolor y desesperación cuando se constata la imposibilidad de realizar lo soñado, de
satisfacer el deseo. Porque el deseo estaba alentado por las propias necesidades, que me
sacaban de mí y me arrastraban hacia el otro y que ahora quedan insatisfechas porque el
otro me abandona después de haberme seducido y de haberme permitido conocerme
mejor y de haberme hecho tomar conciencia de esas necesidades. Se me viene abajo
todo, se me viene el mundo encima. Ahora me quedo solo y abandonado. Si el sentido de
mi vida estaba asociado exclusivamente a la persona amada, el abandono le arrebata el
sentido a la vida. Y ahora habré de proseguir el camino con tristeza, con dolor, tal vez
con el sentimiento de culpa por haber perdido lo perdido.

Me siento desamparado

Si quien se muere, se va o me abandona suponía un amparo para mí, su abandono me


deja desvalido, en desamparo. Y el desamparo revela la fragilidad de mi existencia,
porque ¿cómo puedo ahora vivir sin él, sin ella?, ¿en quién me apoyo ahora? La persona
que he perdido me protegía de otras personas, de la familia o del círculo de amigos, era
mi valedora, me servía de parapeto en las disputas. Con ella me sentía seguro, no corría
riesgos. Ahora he perdido mi soporte, mis agarraderas, mi ancla, y me quedo

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desamparado, expuesto a la incertidumbre de los ataques que ella ya no va a parar. Y ello
me puede producir ansiedad además de enojo hacia la persona que he perdido por
haberme dejado «en la estacada». Me asusta lo que se me puede venir encima, la
expectativa de que algo terrible me puede ocurrir. Por eso me es tan difícil renunciar a la
persona muerta, y entonces yo también puedo querer incluso «morir con ella».
Una mujer, que tenía serios conflictos con sus hermanos, contaba con el apoyo y el cariño de una madre
fallecida recientemente que le servía de parapeto y de amortiguador de los ataques. Ahora está sumida en un
gran abatimiento y los encontronazos con sus hermanos le producen miedo y ansiedad. Al tener que redefinir
su posición dentro de la familia y al no saber cómo resolver el conflicto con sus hermanos, corre el riesgo de
que su abatimiento progrese hacia una experiencia depresiva duradera.

Ya nadie me necesita

Tenía sentido para mí la relación con la persona que he perdido, mis padres, mi
pareja, mis hijos, porque me sentía capaz de ofrecer afecto, apoyo, consejo,
acompañamiento. Son tal vez relaciones y capacidades que he estado viviendo durante
muchos años y que de pronto terminan. Ahora en mi soledad estas capacidades mías
carecen de objeto, es como si las estuviera desperdiciando. Estaban pletóricas y se han
quedado sin contenido, vacías, porque tal vez la pérdida ha dejado también el «nido
vacío», como solemos llamar a la marcha de los hijos. Si el despliegue de estas
capacidades llenaba y daba sentido a mi vida, ahora, al no poder desplegarlas, me puedo
sentir paralizado y vacío, sobre todo si mi soledad es duradera o si ya me encuentro en el
«otoño de la vida». Y entonces tal vez me vuelvo con nostalgia a un pasado en el que
esas virtudes mías tenían un complemento.

No valgo nada
«Tu opinión era justa; todas las demás eran descabelladas. Tu juicio negativo pesaba desde el principio
sobre todas mis ideas independientes de ti. Bastaba ser dichoso por alguna cosa, sentirse colmado por ella,
entrar en casa y decirlo, para recibir, a modo de respuesta, una sonrisa irónica, un meneo de la cabeza: «Yo he
visto cosas mucho mejores», o bien «¡vaya una cosa!». El valor, el espíritu decidido, la seguridad, la alegría
de hacer tal o cual cosa, no podían durar hasta el fin cuando tú te oponías. Estaba perpetuamente sumergido
en la vergüenza, porque, o bien obedecía a tus órdenes, y esto era vergonzoso, o bien te desafiaba, y también
esto era vergonzoso, pues ¿qué derecho tenía yo a desafiarte? Cuando emprendía algo que te desagradaba y tú
me amenazabas con un fracaso, mi respeto a tu opinión era tan grande que el fracaso era ineluctable. Como
no estaba seguro de nada, como esperaba a cada instante una nueva confirmación de mi existencia, llegué a
perder la certeza hasta de lo más próximo a mí, mi propio cuerpo. A medida que me hacía mayor, aumentaba
el material que podías oponerme como prueba de mi escasa valía.»

FRANZ KAFKA
Extractos de la Carta al padre

Los encuentros de Kafka con el padre lo definen como un ser de escasa valía,
vacilante, indeciso, débil, tímido, inhibido, que desconfía de sí mismo. «La desconfianza

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que tratabas de inculcarme se transformó en desconfianza de mí mismo y en perpetuo
miedo a los demás», le escribe a su padre. Si me voy constituyendo como un yo valioso
en los encuentros interpersonales, aprendiendo a saber «quién soy» y cuánto valgo a
partir del trato que me dan los «tú» con los que me comunico a lo largo de la vida, la
pérdida de alguien que me consideraba valioso o verme inmerso en una relación
interpersonal en la que predomina la depreciación, la invalidación y el menosprecio
puede llevarme a sentir que «no valgo nada».
Si la pérdida es debida a que la persona con la que he vivido me abandona y entabla
una relación con otra persona, la pérdida del lugar que yo ocupaba adquiere un
significado diferente, pues ese lugar lo ocupa ahora esa otra persona. Quien me ha
abandonado ha encontrado con otros lo que no encontró conmigo y me planteo por qué
yo no he dado lo que la otra persona da, afecto, sentido del humor, atractivo erótico que
«la rival» o «el rival» tiene y yo no, y puedo pensar que valgo menos.

Cuánta decepción: ya no me dicen «corazón»


La protagonista de la película Azul, que encarna Juliette Binoche, se entera después del accidente en el que
murieron su esposo y su hija que él había tenido una aventura y que su amante esperaba un hijo. Además del
duelo por la pérdida de su esposo y su hija en el accidente, vive ahora también el duelo y el desencanto por la
pérdida de lo que ella era para él, de la imagen que ella tenía de él y de la imagen que ella creía haber
proyectado de sí misma en él durante su vida en común: «¡cuánta decepción!».

Además de perder lo que la persona perdida era para mí, pierdo también lo que yo era
para esa persona. Ya no tengo quien me admire, quien me ame sin reservas, quien me
piense a menudo, quien me llame «pichoncito» o «cariño» o «corazón», tal vez nadie me
lo vuelva a llamar nunca.
Por otra parte, la imagen que yo creía que esa persona tenía de mí podía estar
confundida, no corresponder realmente al modo en que ella me veía. «Me lo tenía muy
creído», puedo decir, pues tal vez nunca había imaginado que me dejaría y la perdería,
no me lo esperaba, según la imagen que yo creía proyectar hacia ella. Ahora he de
renunciar a lo que era para ella y cuestionar además lo que imaginaba que yo era para
ella. La imagen ideal que yo tenía de mí y que yo creía que esa persona tenía de mí ha
sido herida y eso me duele y entristece. Por eso mi duelo es doble, por haberla perdido y
porque se ha desmoronado lo que yo creía que era para ella. Por eso también puede
disminuir mi autoestima y puedo hacerme reproches: «¡cómo he podido ser tan ingenuo,
tan tonto!», «tenía que haberme dado cuenta antes».
Pero puedo descubrir también después de la pérdida que la imagen que la persona
perdida tenía de mí y el significado que yo tenía para ella eran incluso más de lo que yo
creía. «Si lo hubiera sabido», puedo decir entonces, haciéndome reproches, sintiéndome
incluso culpable por no haberle correspondido y arrepintiéndome de haber perdido la
oportunidad de haber compartido más cosas.

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Mi responsabilidad en la pérdida y el pesar de la culpa

Algunas tribulaciones y penalidades me sobrevienen sin


haber tenido yo en ellas ni arte ni parte. Pero en algunas
pérdidas y fracasos, yo he podido tener una responsabilidad.
He podido haber descuidado la relación, no haber hecho lo
suficiente para sostenerla y por eso ahora me autoinculpo:
«si no hubiera sido por lo que he hecho, la pérdida no
hubiera ocurrido». Me siento apenado por la pérdida, por el
hecho de haber sido responsable de ella y por las
consecuencias que está acarreando. Al peso de la pérdida se
puede añadir entonces también el pesar de la culpa.
Me puedo considerar incluso en deuda por la
responsabilidad contraída, y mi duelo se complica si no me
siento capaz de pagar la deuda y de reparar los daños
causados en el caso de que la persona ante la que me
considero deudor ya haya muerto. Y a veces no me basta con el arrepentimiento y el
perdón ni con que me digan «ya has pagado la deuda» si considero que es una deuda que
no se puede satisfacer, «impagable».

Mi vida se desordena, se trastorna

En condiciones normales, la vida cotidiana se atiene a una serie de regularidades que


hacen predecibles los acontecimientos, que me permiten control sobre ellos y me dan
seguridad. Después de los ligeros desórdenes de las actividades habituales, reorganizo
mi entorno inmediato: recojo la mesa, hago la cama, recojo los juguetes de los niños,
lavo la ropa sucia, y tantas otras operaciones que recolocan y reordenan las cosas en su
sitio.
Pero son muchas las circunstancias que me pueden ocasionar un desorden mayor, y si
son repentinas e imprevistas, el desorden irrumpe sin dejarme tiempo para reordenar las
cosas.
Me pueden desbaratar el orden la enfermedad, la menopausia, el embarazo, el parto, la infidelidad, la
disolución del hogar por el divorcio, la pérdida del empleo, un cambio de trabajo, la jubilación, la vejez, una
mudanza, una catástrofe que destruye mi casa, el desahucio, el exilio. Hasta me lo puede desbaratar un
ascenso o ganar unas oposiciones. El embarazo, que para muchas mujeres es un «estado de buena esperanza»,
puede ser para otras un motivo de desesperanza en la medida en que supone una carga frente a la que se
consideran impotentes. El climaterio es vivido por algunas mujeres como una «ruina» corporal y personal. La
pérdida de una vivienda anterior en la que estaba instalado y la mudanza a una vivienda incluso mejor pueden
suponer la pérdida de relaciones de amistad y un menor acceso a otros recursos laborales y de ocio, lo que
puede comportar un mayor aislamiento y soledad. La jubilación supone la desvinculación de un estilo de vida
que tenía sentido de autorrealización.

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Antes todo estaba ordenado y yo me sentía orientado. Ahora mi existencia se
desordena, se desorganiza, se trastorna. El orden acostumbrado y la seguridad y la
protección que me deparaban la relación o el proyecto fracasado se han desbaratado y
me siento desprotegido, desorientado, sin rumbo en medio del desorden y del caos.
Siento vértigo porque me faltan las agarraderas a las que me asía. Después de la pérdida,
me veo obligado a reorganizar mi vida, a rehacerla, a remodelarla, a reinstalarme, a
recuperar el rumbo perdido. Y me puede producir ansiedad no saber cómo y con quién
hacerlo. También por esto me puede ser tan difícil aceptar la realidad de la pérdida y
reemplazar lo perdido.
Tal vez a partir de ahora me aferro más al orden, me hago más «amante del orden»,
incluso me obsesiono, evito extralimitarme y cualquier pequeño cambio, me recojo y
encierro en «mi mundo» inmediato y me defiendo de todo aquello que pueda poner en
peligro la ya frágil estabilidad; quiero controlarlo todo hasta el último detalle, no dejar
nada en manos de los otros y del azar, me da miedo y me angustia que todo se pueda
desbaratar de nuevo como ya ocurrió con la pérdida. Esto, a su vez, llevado a su
extremo, me puede meter más en «mi concha» y estrechar mi campo de oportunidades
personales e interpersonales, hacer más probable mi deslizamiento hacia la experiencia
depresiva y hacerme más vulnerable ante otras posibles pérdidas que vengan a
desordenar el frágil orden al que ahora trato de aferrarme.

Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo

Cuando pierdo a una persona porque me abandona o la abandono, porque nos


divorciamos o porque se muere, también me pierdo a mí mismo como parte del
«nosotros» que compartíamos, el lugar que en ese «nosotros» ocupaba, el papel que
desempeñaba como amigo, como hijo, como padre, como amante. Era parte de mí, y al
perderla, pierdo esa parte, ese rol que formaba parte de mi identidad, y por eso mi
identidad se ve de alguna manera desposeída, mutilada, disminuida.
Por eso hago duelo y llanto por mí mismo, porque se me arranca una parte de mi yo.
Amaba a la persona que he perdido y me amaba a mí también como una parte de un
«nosotros». Ahora vivo el duelo por la persona perdida, por la parte de mí que he
perdido y por el lugar que yo ocupaba en ese «nosotros». Puede ocurrir incluso que, si
inicio una nueva relación, me encuentre extraño e inseguro en un territorio desconocido
sin saber bien «quién soy» fuera de la relación que he perdido y en la que había forjado
buena parte de mi identidad y de mi seguridad.
Cuando experimento el fracaso de un proyecto, no solo me siento afectado por lo que
pierdo al no haber alcanzado lo que pretendía y lo que podría haberme reafirmado.
Además, me siento frustrado porque mi identidad personal, lejos de verse reafirmada, se
ve descalificada por el hecho de no haber sabido o no haber podido lograrlo, y queda mi
autoestima herida. Ahora desengañado y resentido, tal vez evite embarcarme en nuevos

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proyectos y en nuevas relaciones para impedir nuevos fracasos, abandonos y
desengaños, y los potenciales cuestionamiento y descalificación personal que pudieran
acarrear.
En la medida en que no me haya recuperado todavía de la pérdida y la experiencia
depresiva continúe y me esté paralizando, no solo habré perdido lo que he perdido, sino
también la capacidad de decisión y de acción que antes tenía y que ahora está inactiva.
Y en ese caso, como veremos en el capítulo 2, esta es una pérdida que arrastra consigo
otras muchas pues bloquea oportunidades y posibilidades.

LLEVO UNA RACHA MUY MALA, SE ME JUNTA TODO

Con una gran frecuencia, las tribulaciones y penalidades de la vida, las pérdidas y los
fracasos me sobrevienen sin que yo los pueda programar a mi gusto para moderar su
impacto. A menudo se abaten sobre mí y me sobresaltan sin contar con ellos. A veces me
arrollan incluso. Son a menudo inciertos e inesperados, no puedo programar el día y la
hora en que aparecen, ni su severidad, ni si vienen solos o vienen varios juntos. Y todo
ello afecta al significado que tienen y al curso de mi experiencia depresiva.

Pérdidas acumuladas
«Dame una bola de tenis, y puedo moverla arriba y abajo con facilidad. Dame dos, y puedo aún
manejarlas. Añade una tercera, y será necesaria la habilidad especial para hacer juegos malabares. Dame
cuatro y se me caerán todas.»

A veces las penalidades no vienen solas, vienen en


cadena. Cuanto mayor es el número de pérdidas, más
intensos pueden ser el duelo y la experiencia depresiva y
más difíciles de gestionar. Algunas pérdidas pueden no
representar un gran peso cuando se dan de manera aislada,
pero pueden tener un poderoso impacto acumulativo y
multiplicativo cuando se combinan con otras.
A un conflicto interpersonal y a una infidelidad que acarrea dolor y
pérdida de confianza se puede añadir el diagnóstico de una enfermedad
grave, la muerte de un ser querido y la pérdida de empleo, que, a su vez,
conlleva pérdida de ingresos, de la vivienda, de actividades de ocio y
tiempo libre que hasta ahora disfrutaba, de amistades y de las raíces
porque obliga al traslado a otra localidad para una búsqueda de trabajo
que tarda en dar resultados.

A veces se hacen como una bola de nieve, una lleva a la


otra. De una ruptura de pareja a otra relación que tampoco funciona. Algunas pérdidas
me hacen revivir otras ya vividas en el pasado y que fueron tal vez más significativas.

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Algunas me dejan abatido un tiempo, pero me rehago. Otras duran más y me abaten por
más tiempo. En estos casos, el peso se hace sobrepeso y el camino puede ser
extremadamente duro si he de seguir soportando esa carga. La experiencia puede
hacerme decir: «no puedo más», «estoy agotado». El peso y la pesadumbre están
relacionados con la severidad e intensidad de la pérdida o del fracaso. Cuanto mayor sea
la severidad de la enfermedad que me acaban de diagnosticar, cuanto más dolor e
invalidez conlleve, más probable será el desbordamiento de la capacidad de
afrontamiento y más intensa podrá ser la experiencia depresiva.

La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar!

Me gustaría tener todo «atado y bien atado», que el orden de las cosas no se viera
alterado por sobresaltos, estar seguro sin la amenaza de lo incierto. Pero ¡hay tantas
cosas inciertas!
Parece obvio pensar que el carácter estresante de una pérdida y su potencial para
precipitar una experiencia depresiva dependen del grado de incertidumbre que la
envuelve. La incertidumbre me hace perder la seguridad y el control. En igualdad de
condiciones, las pérdidas, como las que me puede acarrear la evolución de una
enfermedad, serán más estresantes y me causarán más pesadumbre cuanto mayor sea el
grado de incertidumbre que provoca su aparición. Esta incertidumbre se combina a
menudo con la incertidumbre respecto a cuándo y cómo va a producirse, cuántos riesgos
va a comportar, cuánto va a rebasar mis capacidades, cuánto control podré tener de la
situación y qué consecuencias va a tener.

Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia

Las penalidades y las pérdidas que ocurren a destiempo en el curso de la vida resultan
más imprevisibles e impredecibles y las vivo, por ello, como más estresantes y me
causan más dolor, tristeza y desolación. Resultará probablemente más estresante,
dolorosa y desoladora la muerte de un hijo pequeño que la muerte de un ser querido
cuando «le ha llegado su hora». Perder a la pareja y enviudar cuando se es joven es
menos esperable y probablemente más estresante que en la vejez. También será más
estresante la pérdida del trabajo por una incapacidad laboral a los 30 años que a los 60.
Los ultrajes, abusos, daños y perjuicios interpersonales adquieren un poder estresante y
de daño mayor cuando se producen además de manera impredecible, cuando no hay
señales que me permitan controlar la situación y discernir cuándo estoy en peligro y
cuándo estoy a salvo, o cuando vienen de alguien de quien no me lo esperaba. En ese
caso, no existe una zona de seguridad en la que poder relajarme, y por eso «siempre
estoy en guardia, siempre vigilante, nunca se sabe».

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En general, serán menos estresantes y menos depresivos las pérdidas, los abandonos,
los desengaños que puedo prever y predecir, que me otorgan cierto grado de certidumbre
y de control y me permiten tomar medidas preparatorias y preventivas, que los
imprevisibles e impredecibles, que irrumpen inesperadamente y me pillan desprevenido.
Además, si puedo predecir el momento de aparición de una pérdida o de un daño, puedo
sentirme a salvo y seguro el resto del tiempo. En cambio, es más difícil de controlar una
situación que no puedo predecir. Si carezco de información, si la información no me
llega a tiempo o es escasa, puede hacerme más amenazante el acontecimiento y tener un
mayor efecto paralizante.
Antes de la pérdida, los sucesos adversos y contrariedades de la vida cotidiana eran
predecibles, ocurrían con regularidad y los podía controlar. Ahora, debido al paso de los
años, a la enfermedad, a la pérdida de empleo, de la vivienda o de la fortuna, las
adversidades, las desgracias, los achaques me pueden llegar de improviso, sin
posibilidad de preverlos y prevenirlos: «antes lo tenía todo bajo control, ahora no, cada
día aparece algo nuevo, cuando no es una cosa, es otra».

Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío


En sus experimentos, Iván Pavlov pudo comprobar qué pasaba cuando los
animales se enfrentaban a situaciones ambiguas y a conflictos de difícil
solución. Primero aprendían a relacionar la administración de la comida con la
visión de una forma geométrica, de modo que salivaban a la vista de un
círculo si la comida se les daba en presencia del círculo. También aprendían a
diferenciar entre un círculo y una elipse, y se les «hacía la boca agua» a la
vista del círculo si la comida se les daba solo cuando aparecía el círculo, pero
no cuando aparecía la elipse. Posteriormente se les presentaban elipses cada
vez más próximas a la forma circular, creándose una gran ambigüedad, lo que
exigía un esfuerzo de diferenciación cada vez mayor. Al llegar a un cierto punto de aproximación, el animal
fracasaba a la hora de realizar la diferenciación y experimentaba un conflicto que no podía resolver pues no
sabía ya si le iban o no a dar la comida. Si no podía realizar la diferenciación, tampoco podía predecir lo que
iba a pasar, y eso era frustrante, por lo que el animal comenzaba a mostrar trastornos en su comportamiento
diario: insomnio, disminución de la conducta sexual, pérdida del control de esfínteres y taquicardia.

Ante algunas circunstancias adversas se me hace difícil también a mí saber a qué


atenerme porque no dispongo de información clara, precisa y suficiente, sino que la
situación es ambigua: «no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío». Cuanto más ambigua
sea la situación, mayor será su potencial conflictivo, más desorientado estaré, más
conjeturas tendré que hacer, más peso supondrá y mayor será el temor de que puedan
rebasar mi capacidad de afrontamiento. El conflicto me puede agotar y paralizar.
En mis relaciones interpersonales íntimas, me expongo a vivir un conflicto estresante
y deprimente si tengo que defenderme de la desconsideración, la humillación y el
maltrato que recibo de las mismas personas de las que esperaría cariño y protección
frente a las tribulaciones y penalidades. Busco cariño y protección y al mismo tiempo
necesito defenderme y evitar a la persona que me los podría proporcionar pero cuyo

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comportamiento me supone una penalidad añadida.
Cuando al daño físico o a la humillación le siguen la reconciliación, el abrazo y las
muestras de cariño habitualmente escasas, la situación se hace ambigua y el cariño
recibido podría llevarme a tolerar el daño y a perpetuar así la dependencia y la sumisión.
Pero tolerar el daño para poder tener el cariño me expone a un nuevo conflicto y a la
experiencia depresiva se le añade entonces el sentimiento de culpabilidad por mi
consentimiento. También me puedo hacer reproches por la condescendencia con el
cariño y las caricias de quien me maltrata y me humilla.
Ser consciente de que puedo estar contribuyendo a perpetuar la dependencia, mi
propia sumisión y mi experiencia depresiva me puede producir mucha rabia y
desesperanza de poder salir del laberinto. Y no ser capaz de salir del laberinto en que me
siento atrapado me puede hundir todavía más en la pesadumbre. También me puedo
sentir culpable del deterioro de la convivencia que ha derivado en la humillación y el
maltrato o tal vez hasta en la infidelidad de la pareja: «la culpa es mía por no haber
cuidado más la relación y también por no haber dicho “basta” hace tiempo». «Ni contigo
ni sin ti tienen mis males remedio», puedo llegar a decir en esta situación ambigua y
conflictiva.

LA PESADUMBRE DE LOS PESOS Y LA PENA DE LAS PENALIDADES

Los pesos, las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los fracasos, las
experiencias impredecibles, ambiguas y cargadas de incertidumbre me afectan, me
producen afectos, afecciones, emociones, sentimientos que hacen de la crisis de mi
experiencia depresiva una experiencia afectiva.

Mis emociones son ecos de la vida

La tristeza, el dolor, la pesadumbre, la pena, la desgana, la rabia o la desesperanza


brotan de esa transacción mía con esos avatares de la vida que me afectan, y a veces me
sobrevienen, me asaltan, me arrollan, me sobrecogen casi sin darme cuenta. Las
emociones que siento en mi experiencia depresiva son, pues, ecos emocionales de esa
transacción y se van quedando adheridas a aquellas circunstancias junto a las cuales las
experimenté por primera vez y quizá muchas veces más. No son, pues, como ya antes
decíamos, ecos, signos o síntomas de una «patología endógena».
Son señales reveladoras de la vida que estoy viviendo, de los apuros por los que
estoy pasando; señalan hacia las tribulaciones que me atribulan, las penalidades que me
apenan, las desdichas por las que me siento desdichado, y pueden ser arrolladoras
cuando también lo son esas desdichas. Siento la pesadumbre porque me pesan y me
oprimen las cargas. Me recuerdan en definitiva que estoy vivo, son el testimonio de que

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los avatares de la vida me afectan y de que tengo motivos para sentir su impacto. Por eso
mi tristeza no es «tristeza inmotivada» o «sin motivo alguno», que decían las doctrinas.
Por eso, más que propiedades solo mías, son más bien propiedades de la experiencia
que vivo con las pérdidas o los fracasos; más que revelarme solo a mí, revelan esa
experiencia existencial en la que me encuentro viviendo mi experiencia depresiva. Si
estoy con una persona compartiendo momentos dichosos, mi alegría se la debo, es su
compañía la que me llena de gozo, le hago justicia si se lo digo «mi alegría nace y se
hace contigo». La alegría no es algo preexistente o independiente de ese encuentro, nace
en él, me siento alegre porque me encuentro en su presencia, al igual que me siento triste
porque me encuentro en el paisaje vacío de su pérdida y su ausencia.
Los estados de ánimo son también el eco de la duración de lo que me pasa. De
alguna manera, siempre me encuentro en un determinado estado de ánimo porque
siempre me está pasando algo, me está afectando algo y siempre estoy respondiendo con
afectos a lo que me está afectando. Por eso, cuando mi experiencia depresiva es
duradera, mi estado de ánimo también lo es.

Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo


Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un
estremecimiento de tristeza, un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve; me apoyé en la barandilla, preso de
una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fondo negro y azulado y la ciudad. Mis amigos
siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito atravesaba la naturaleza.

Así describe el pintor noruego Edvard Munch cómo se


inspiró para realizar su grabado El grito en 1893. Uno de los
efectos que tienen las tribulaciones y penalidades es que me
lastiman, me producen dolor, a veces desgarrador, que me
hace gritar; me pueden producir heridas que tardan en
cicatrizar. Para el diccionario, dolor es «sensación molesta y
aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o
exterior», «sentimiento de pena y congoja», que es
desconsuelo cuando no tienen alivio.
Como nos dice Ramón Bayés en Psicología del
sufrimiento y de la muerte, el sufrimiento abarca más que el
dolor. Sufro cuando percibo el dolor como una amenaza y
Edvard Munch, El grito (1893)
anticipo su reaparición y su intensificación sin posibilidad de
controlarlo y aliviarlo.
Duelo es «dolor, lástima, aflicción», y también «demostraciones que se hacen para
manifestar el sentimiento por la muerte de alguien». Es también el proceso más o menos
largo y doloroso durante el cual trato de adaptarme a la pérdida, aceptando el dolor que
me ocasiona y, si se trata de la muerte de un ser querido, asumiendo que es «para

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siempre». Además, como «de una hora, la pena hace diez», que dijo Shakespeare, en el
duelo el tiempo transcurre lento, como transcurría para los afectados por la acedia.

La triste Dama de la melancolía


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
PABLO NERUDA
Veinte poemas de amor y una canción desesperada

En la poesía provenzal del siglo XV de Alain Chartier, la


melancolía aparece personificada como «Dama Melancolía»,
al igual que siglos antes había sido personificada también
como «Dama Tristeza». La «Dama Melancolía» de Chartier
está revestida de rasgos dramáticos: es pálida, flaca, seca y
consumida, de complexión plomiza y terrosa, de habla
entrecortada y mirada gacha, que cubre al poeta con su manto
de infortunio, le oprime con sus duras manos y le amenaza
con conducirle a la enfermedad y a la muerte. La Dama
Melancolía literaria tuvo su traducción en la iconología
alegórica de Cesare Ripa de finales del siglo XVI en la que la
Melancolía aparece como una mujer triste y afligida.

Desde muy antiguo, la tristeza aparece en todas


las descripciones de la melancolía. El diccionario
define la melancolía precisamente como «tristeza
vaga, profunda, sosegada y permanente que hace
que quien la padece no encuentre gusto ni diversión
Cesare Ripa, Malinconia
en nada». La «murria» es también esa «especie de
tristeza que hace andar cabizbajo y melancólico a quien la padece». Y es que, si vivo la
pérdida de un ser querido, de un amor, de un objeto valioso, de un proyecto, siento la
tristeza de la pérdida, que renace también cuando la rememoro. La tristeza queda
vinculada no solo a lo que he perdido, sino también a las consecuencias que la pérdida,
el fracaso o el abandono están teniendo ahora en toda mi vida.
Si la alegría es deleite de vivir, triste significa «afligido», «apesadumbrado», «de
carácter melancólico», sentimiento de opresión, de pesadez, de pesadumbre, de desazón.
Sentirse «apesadumbrado» es como sentirse triste y apenado. Si euforia es «entusiasmo o
alegría intensos», disforia es tristeza y pesimismo.
¡Qué pena!, digo contrariado cuando no logro lo que deseaba, cuando desaparece lo
que amo y no puedo hacer nada para que vuelva, cuando vivo una traición, cuando hago
frente a las mil y una penalidades que tejen mi existencia cotidiana. Para el diccionario,
pena es un «sentimiento grande de tristeza», «dolor», «tormento» que me inunda. Y es
que la tristeza y la pena pueden llegar a doler, pueden ser incluso lacerantes. Vivo la
pena anticipada ante una pérdida inminente porque alguien dejará de estar ahí un día,

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como si de alguna manera estuviera ya ausente, muerto en vida. «Ya lo he perdido»,
decía una mujer refiriéndose a su esposo con alzhéimer.
Amargura es «gusto amargo» y también «aflicción o disgusto» ante un desengaño,
una traición, una humillación. También mi tribulación es «pena, aflicción», y su raíz en
el latín me lleva a tribulum, que significa el trillo con que se trilla la mies, haciendo
trizas la paja, o a tribulus, que significa abrojo, una planta espinosa que lastima con sus
puntas agudas si se pisa. Y es que a veces las tribulaciones que me atribulan me dejan
«hecho trizas» y me lastiman como el abrojo; por eso también se llaman abrojos.
Cuando mi aflicción es extrema y arrolladora, la vivo como desolación. Las pérdidas, los
abandonos, los fracasos me pueden provocar también rabia, que es «ira, enojo, enfado
grande», que dirijo a veces contra quienes considero responsables de lo ocurrido o que
vivo porque considero «injusto» lo ocurrido.

La elocuencia de los suspiros y las lágrimas

Ya Timothy Bright decía que, de todas las


huellas de la melancolía, ninguna es tan reveladora
como el llanto. Porque son fríos y secos, nos dice,
los melancólicos son tristes y taciturnos, y lloran sin
saber por qué. Du Laurens opinaba que «al estar el
alma ocupada en toda una variedad de fantasmas,
no se acuerda de respirar», y de ahí provienen los
suspiros.
Las imágenes lacrimosas y la «elocuencia de las La elocuencia de las lágrimas
lágrimas» había adquirido un gran peso literario en
aquella era melancólica a la que nos referimos en la introducción. Lo testimonia la gran
repercusión del poema épico-religioso Le lacrime di san Pietro, de Luigi Tansillo, que
daba continuidad a la función penitencial del «don de lágrimas» de la liturgia medieval,
que hacía de las lágrimas un símbolo central de penitencia, de contrición y conversión.
Era el llanto purificador, de arrepentimiento y conversión de la Magdalena que se
amplificará en la literatura y en la música barrocas. Están presentes en la poesía de
Garcilaso de la Vega y de Juan Boscán y, ya en pleno período barroco, en la de Juana
Inés de la Cruz. Garcilaso se declara «en lágrimas bañado», llorando entre suspiros el
objeto amoroso de su pérdida y su tristeza.
Las lágrimas, a veces amargas, son también una expresión elocuente de la aflicción y
la tristeza que me dejan las pérdidas y los fracasos y cuánto significaba para mí lo que
he perdido. Con ellas también comunico a los otros mi tristeza y mi vulnerabilidad y
desvalimiento, y la necesidad y el deseo de consuelo.

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El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa
La sed de consolación me hace desear
el agua de esperanza que no dejo de tomar
del pozo profundo de mi melancolía
pero que suelo encontrar agotada.
CARLOS DE ORLEANS
Sobre todo, me falta ya la lumbre
de la esperanza con que andar solía
por la oscura región de vuestro olvido.
GARCILASO DE LA VEGA

Cuando Carlos de Orleans escribe sus poemas en pleno siglo XV, no


era habitual encontrar la «sed de consolación», el «agua de la esperanza»
y el «pozo» como alegorías de la profundidad de la melancolía. Para
calmar la sed de consolación, es preciso sumergirse en el pozo de la
melancolía y poder beber allí el agua de la esperanza. Pero el agua de la
esperanza se puede agotar, lo cual ocasiona una pena interminable, y
entonces se puede morir de la sed que no ha podido ser calmada. En otra
metamorfosis alegórica, la melancolía se convierte también en «viento
gélido y seco» que sopla obstinadamente, como soplaba la «negra
sombra» de Rosalía, que hace caer las hojas y detiene los corazones sin
que se sepa bien cuándo dejará de soplar.
¡Qué desilusión, qué desencanto, qué desengaño!, digo
cuando veo frustradas las ilusiones que me encantaban
porque las pérdidas, los fracasos, los desengaños y los Agotada el agua de la esperanza
abandonos me han desorganizado. Esperaba el mañana en el pozo de la melancolía
contando con lo que tenía, podía hacer planes, tenía certezas
respecto a lo que podía ocurrir. Pero ahora el futuro se me presenta incierto, como una
nebulosa, no sé qué va a ocurrir y qué va a ser de mí, estoy confuso. Por eso mi
orientación hacia el futuro y mi esperanza de futuro se hacen una nebulosa también. Me
cuesta hacer planes de futuro con un mínimo de garantías. El futuro ya no es un
horizonte para el despliegue de mis posibilidades, sino más bien una amenaza que no
augura nada bueno. No sé bien lo que espero, pero sé bien lo que no espero: nada bueno.
Si el presente está privado de la anticipación de futuro que depara la esperanza,
entonces la sed de consolación se puede tornar en angustia. Sin los actos que vinculan el
presente con el futuro que anticipa la esperanza, como veremos en el capítulo 3, el
presente se queda sin fundamento y sin sentido. Por eso, como veremos en el capítulo 2,
me inhibo, me paralizo y vivo mi inhibición como una «muerte en vida».
Cuando ya ha ocurrido algo que impide que acontezca lo que confiaba que sucediera,
me cierro al futuro y ya no abrigo la esperanza; me invade entonces la aflicción intensa
de la desesperanza, la desmoralización, el desaliento, el desencanto, el desengaño, la
desesperación. Me encierro en mí mismo y me vuelvo hacia el pasado añorando el orden
y la seguridad que me protegían. Es como si el futuro se replegase hacia el pasado y se
disolviera en él. Es como un «futuro pasado».

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Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba

En su poema «Lo irreparable», Baudelaire compara su corazón con un teatro vacío


donde también se espera siempre en vano. Me llenaban algunas cosas y las he perdido,
me llenaba un amor y se ha terminado, esperaba un encuentro y no ha ocurrido, por eso
me siento vacío. Cuanto más evoco la memoria de lo perdido, tanto más vacío me siento
por la ausencia. Cuanto más importante era en mi existencia lo que he perdido, mayor el
vacío existencial que siento.

«Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia

Nostalgia es una palabra que acuñó a finales del siglo XVII Johannes Hofer, basándose
en el griego clásico (nostos significa «retorno» y algos significa dolor), para referirse al
«mal de la tierra», que definió como el dolor y la tristeza por el perdido encanto de la
tierra natal y del hogar y el deseo de volver. Al comienzo de la Odisea, Ulises, en el
exilio de la isla de Calipso, recuerda lloroso y con nostalgia Ítaca, siente su falta y se
siente abatido por la tristeza. El sentimiento de nostalgia es eco de la tierra natal, dolor
del bien perdido o ausente, de los «caminitos» que el tiempo ha borrado, que canta el
tango, y a los que se desea volver, porque a la pérdida del bien perdido se suma la
pérdida de la protección que deparaba.
La añoranza es nostalgia del ser amado, ausente o muerto, o de un bien perdido que
echo de menos, que extraño. Nostalgia y añoranza son, pues, sentimientos de ausencia,
de extrañamiento. Son también sentimientos dolorosos por la carencia y la privación de
lo ausente, una variante del duelo. La morriña es sentimiento de desfallecimiento, de
decaimiento, de desánimo. Es para Ramón Piñeiro, en su Filosofía da saudade, un
sentimiento de tristeza, equivalente de la melancolía.

Saudade: reminiscencias dulces y amargas

En la cultura galaicoportuguesa, saudade o soidade es sentimiento de soledad, es


sentirse a sí mismo en la intimidad del mundo privado, anhelando, no obstante, salir de sí
para quebrar la soledad y trascenderse en la comunicación con los otros, en la que
encuentra su plenitud, no en el ensimismamiento.
Se acompaña a menudo también de la tristeza de la morriña. A veces se la considera
equivalente a nostalgia y a añoranza, pues, en la medida en que son sentimientos de
ausencia, lo son también de soledad respecto al bien ausente. En la medida en que siento
la lejanía de la tierra, me siento igualmente solo, solo de la tierra por la que suspiro, pues
«todos sospiran todos/por algún ben perdido», que cantaba Rosalía de Castro, aun
cuando ella de sí misma dice: «yo no sé lo que busco eternamente/en la tierra, en el aire

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y en el cielo/yo no sé lo que busco, pero es algo/que perdí no sé cuándo y que no
encuentro».
Las palabras evocadoras, las canciones, el murmullo de un arroyo o la voz de alguien
despiertan las reminiscencias del universo pasado vivido y perdido y lo hacen revivir con
placer y con dolor, pues a la vez que emerge fugazmente del olvido se constata la
imposibilidad del retorno. Son reminiscencias, pues, dulces y amargas a la vez, la
dulzura de la reminiscencia entreverada con el dolor de la pérdida.
Si bien la ausencia del bien amado provoca tristeza, su recuerdo provoca gozo, y la
anticipación de su recuperación, esperanza. Gozo por el recuerdo del pasado, tristeza por
la ausencia en el presente y esperanza de recuperación futura: tres sentimientos que se
asocian con la vivencia de la saudade.

Miedo y ansiedad ante una amenaza

También el miedo aparece a lo largo de la historia en el cortejo de la experiencia


depresiva. Tengo la vivencia del miedo cuando me enfrento a pérdidas, penalidades y
situaciones adversas que encierran una amenaza, un peligro, un daño ante los que no me
muestro impávido, de los que trato de huir y que quiero evitar, aunque a veces no puedo
hacerlo, con lo cual su peso se me hace mayor. Huyo del desorden que me da miedo, me
aferro a lo que me da seguridad. Huyo de las circunstancias y de los acontecimientos que
me pueden acarrear los peligros del desorden y digo: «no quiero quebraderos de cabeza».
Pero las pérdidas, los fracasos, las rupturas, los abandonos, las relaciones
interpersonales conflictivas son fuentes de estrés, señales de alarma que me alertan
porque anticipo todo lo que me pueden acarrear, me percibo vulnerable a su impacto en
mi vida y entonces siento ansiedad. La pista etimológica de la ansiedad en el latín nos
lleva a anxietas, que es inquietud, intranquilidad, tormento, afán, ansia, tortura, sobre
todo cuando esos avatares están omnipresentes y me presionan sin cesar y sin ceder,
como el viento obstinado de Carlos de Orleans.
Así como el miedo opera cuando trato de abandonar una situación peligrosa, y no
me aventuro en lo desconocido que puede causarme un mal, la ansiedad opera cuando
entro en una situación amenazante, peligrosa y potencialmente dañina que tengo que
resolver. Siento ansiedad anticipada cuando la situación amenazante no ha ocurrido
todavía, pero puede llegar a ocurrir, sobre todo si en ella está en juego el éxito o fracaso
en el logro de una meta en la que me juego mucho y que puede salvarse con un fracaso.

Angustia y congoja que me oprimen

Por sus raíces en el latín, angustia se relaciona con el verbo angere, que significa
«estrechar», «estrangular» y también «atormentar», «inquietar», «intranquilizar». Se

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relaciona también con angor, que es «opresión» («me oprime el corazón»), «tormento»,
«congoja», «angustia», «pesadumbre» y con angustia, que es «estrechez», «espacio
angosto» y también «agobio», «aprieto», «apuro», «situación crítica». Cuando la
estrechez se da en las vías respiratorias, produce una respiración difícil y entrecortada
(«me falta el aire»).
La crisis de mi experiencia depresiva puede precipitarse, en efecto, por una situación
crítica, como un conflicto, una enfermedad, un maltrato, de la que me puede ser difícil
salir y en la que la angustia proviene de estar situado ante algo amenazante y peligroso y
ante el daño y el dolor que me puede causar. Es la experiencia absorbente de estar alerta
y a la defensiva, de estar en vilo, de que «puede pasar cualquier cosa», de no poder
lograr las metas propuestas y no saber qué va a ser de mí, creyéndome además impotente
para controlar la amenaza que me supera, como comentaremos de nuevo en el capítulo 2.
La puedo vivir tan arrolladora como una agonía. Congoja es angustia que ahoga, que
sofoca, como lo hacen las tribulaciones que me acongojan, hasta al punto de hacerme
estallar en llanto o en gritos.
La angustia y la desesperación gravitaron sobre el drama existencial y la vivencia
melancólica y depresiva del filósofo danés Sören Kierkegaard, considerado padre del
existencialismo, tan marcada también desde su infancia por la influencia de un
cristianismo luterano sombrío, angustioso, de pecado y castigo, de terror y temblor. La
angustia y la desesperación están también para él ligadas al vértigo de la libertad y a la
necesidad de elegir que, que como decía Jean-Paul Sartre, implica la existencia y porque
para elegir es preciso arriesgarse y arriesgarse comporta la posibilidad de desesperar y
de fracasar.

Atado al pasado por la culpa y el pesar


En su novela Crimen y castigo, nos describió Dostoievski la complejidad y el desasosiego del sentimiento
de culpabilidad de Raskolnilov, el protagonista. Anonadado por el peso de la presencia paterna, vivió
también Kafka ese mismo sentimiento agobiante, como lo vive Joseph, el protagonista de El proceso, sobre el
que pesa como una fatalidad el tormento de una misteriosa acusación. Se echará la culpa a sí mismo por no
ser capaz de afirmarse en la vida, por su escasa valía, por su impotencia. Los juicios inapelables hechos sobre
él serán interiorizados como autodepreciación y autoacusación y se traducirán también en sus sentimientos de
indignidad y de minusvalía.

A lo largo de la vida, hago muchas cosas que son beneficiosas para los otros. Pero
también hago y digo a veces cosas que contravienen normas, valores y creencias que
establecen qué acciones son debidas o indebidas y en qué medida son o no culpables y
punibles, porque causan además daño y dolor, y por eso contraigo una culpa y siento
pesar, siento el peso de la culpa, me siento culpable, pesaroso.
Mis recuerdos del pasado pueden estar poblados también de sentimientos de
culpabilidad y de remordimientos que me «remuerden la conciencia», que me
atormentan, aunque pueda tratarse de la rememoración de lejanos «pecados de juventud»

57
que tal vez a otros les puedan parecer bagatelas o minucias
pero que para mí tienen un gran significado. Es una manera
de prolongar el dolor del duelo por la pérdida y agravar el
quebrantamiento, porque lo perdido está definitivamente
perdido y la ausencia es «para siempre» si la pérdida es
debida a la muerte, y el daño que me reprocho es irreparable,
por más que me siga diciendo a mí mismo «nunca le dije
todo lo que significaba para mí y lo mucho que le quería»,
«tenía que haber actuado de otra manera», «no lo olvido y no
me lo perdonaré nunca».
En la medida en que el hacer culpable del pasado ya no se
puede deshacer porque «lo hecho, hecho está», es un peso
que me provoca también tristeza y ansiedad ante lo
irreparable, pero también arrepentimiento y deseo de lavar la
culpa, de reparar el daño causado y de perdón. El sentido del deber y de coherencia con
mis valores y principios me puede hacer difícil olvidar la culpa y perdonarme: «¿cómo
he podido hacer semejante disparate?, no podré perdonarme jamás lo que hice, arrastraré
mi culpa toda la vida». Si no resuelvo la culpa, como veremos en el capítulo 4, me atará
al pasado en el que acontecieron los hechos de los que me culpo y de los que soy
responsable y me cerrará el paso hacia el futuro.

Avergonzado: «¡tierra, trágame!»

A la culpa la acompaña a menudo la vergüenza. Vergüenza es, según el diccionario,


«turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por una
acción deshonrosa y humillante» y que también frecuentemente «supone un freno para
actuar o expresarse» y un deseo de ocultarnos y decir: «¡tierra, trágame!». Porque la
vergüenza es un sentimiento que tiene que ver con la necesidad de privacidad y
ocultación de determinados aspectos de mí mismo o de mi vida y con la mirada de los
otros, que puede acceder a lo que oculto, con la imagen que puedan tener de mí y los
juicios que hagan sobre mí y que puedan acarrearme una deshonra, lo cual me provoca
además miedo y ansiedad. Cometo una torpeza a solas sin testigos e incluso me la paso
por alto, pero de pronto descubro que alguien me ha visto y entonces me avergüenzo, me
ruborizo y me digo: «me han visto qué horror»; si no me hubieran visto, no me habría
avergonzado, no me habría ruborizado. Incluso me avergüenzo solo de pensar que
hubieran podido verme: «¡qué horror si me hubieran visto!». Me avergüenzo de lo que
soy y de cómo soy ante los otros: «¡qué van a pensar de mí!». El juicio de los otros
condiciona el juicio que yo hago sobre mí mismo, me veo como los demás me ven. Me
puedo avergonzar de algo que hice en relación con las pérdidas y los abandonos. Me
puedo avergonzar de estar viviendo la propia experiencia depresiva y de que me vean

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triste, abatido.

Desganado y sin apetito

Absorto en el recuerdo de lo que he perdido, abrumado por la tristeza, el dolor y la


desesperanza, metido en mí mismo, al contrario de la expansión que supone la alegría,
siento desgana, que es falta de gana, interés o deseo, pierdo interés por lo que pasa a mi
alrededor, lo aborrezco. Las cosas y actividades que antes despertaban mi interés, que
eran para mí recompensas prominentes, que me entusiasmaban, me satisfacían y con las
que disfrutaba me parecen ahora vacías de interés, no me satisfacen, me desagradan, me
son indiferentes: «estoy desganado, no tengo ganas de nada», «no quiero saber nada»,
«no disfruto con nada». Es «el gusto de la nada», que canta Baudelaire en uno de los
poemas de Las flores del mal. Hasta me desintereso por mí mismo, me descuido, incluso
me desaliño.
Si «hedónico» significa «que procura placer» y «hedonismo» significa «búsqueda de
placer», anhedonia es la incapacidad para sentir placer que ya las doctrinas antiguas
conocían. Es como si estuviera «anestesiado», cerrado a las experiencias placenteras. El
estrés agudo que suponen las pérdidas y penalidades reduce mi sensibilidad para la
recompensa y las experiencias placenteras.
La desgana se manifiesta no solo en la inapetencia o pérdida de apetito y en la
disminución de la ingesta de alimentos, que me produce pérdida de peso, sino también
en la pérdida del deseo sexual.

¿Y AHORA QUÉ HAGO?

Como mi experiencia depresiva habita entre dos «zonas fronterizas», no la


determinan solo las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas y los fracasos que se
abaten sobre mí en la zona fronteriza de la izquierda de ABC. Una vez que han hecho
acto de presencia en mi vida, me han dejado sentir su peso, su opresión y su «viento
gélido», y me han causado tristeza, dolor, nostalgia, angustia, pesar y desesperanza, el
curso de la experiencia depresiva que han precipitado va a depender notablemente de lo
que yo haga a continuación. Y de esto vamos a tratar en el capítulo 2.

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2. NO TENGO GANAS DE HACER NADA

Los pesos, las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los fracasos me afectan y
me dejan huella, me dejan tristeza, dolor, duelo y desesperanza, me dejan pesadumbre
los pesos, pena las penalidades, angustia las amenazas. Pero todo esto, con ser tan
importante, es solo una parte de mi experiencia depresiva. También cuenta, y cuenta
mucho, cómo me enfrento a esos pesos y a esas penalidades, lo que hago y también lo
que dejo de hacer, la acción y la inacción, la inhibición, el inmovilismo, la parálisis.

OBRAS SON AMORES: LA PRIMACÍA DE LAS OBRAS Y SUS


CONSECUENCIAS

El paradigma operante de la psicología puso en el centro de la existencia y de la


biografía personal la primacía de las obras, las innumerables transacciones que en la
«zona fronteriza» de la derecha de ABC el obrar establece con las circunstancias del
mundo, el conjunto de obras que van jalonando el trayecto de mi existencia, que van
tejiendo, encadenadas unas con otras, la urdimbre y la trama del «tejido biográfico» del
«patrimonio de la humanidad» que yo soy, y también el tejido de mi experiencia
depresiva. Por eso se dice «obras son amores» y «por sus obras los conoceréis».

Obras con intención y significado en un proyecto de vida

Estas obras mías son acciones prácticas, ocupaciones y quehaceres con los que cada
día me ocupo de grandes y pequeñas tareas que intento llevar a cabo. Las realizo además
con una intención, con la visión de futuro de una meta todavía ausente en la cual
encontrarán su acabamiento. Claro que a veces pueden ser contraproducentes, como
cuando las realizo «a tontas y a locas», sin una clara visión e intención, sin considerar
todas las circunstancias o sin anticipar las consecuencias indeseables que pudieran
acarrear.

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Figura 2.1. El flujo de las obras y el reflujo de las consecuencias.

Mis obras me lanzan además más allá de cada obrar inmediato y se integran en mi
proyecto de vida, cuyo sentido voy conformando y poniendo en juego en el transcurso de
mi existencia precisamente con mis obras innumerables. Mi proyecto las orienta hacia el
horizonte futuro de lo que puedo llegar a ser, porque no estoy acabado todavía. La
importancia de las obras en mi proyecto de vida me remite también a la posible
experiencia de los proyectos frustrados en los cuales no me ha sido posible lograr lo que
anhelaba. Me remite también a la entraña de mi experiencia depresiva, pues en ella, en la
decisión de actuar o en la desgana de hacer y en la parálisis, también estoy poniendo en
juego el sentido que quiero dar a mi vida.
Pero donde más se advierte mi poder operante es en la capacidad para operar sobre
las circunstancias en las que me encuentro en cada momento y sobre los avatares de la
vida, para influir y dejar huella, para producir resultados, consecuencias.
Y más decisivo todavía es que esas
consecuencias de mis obras, como decíamos en el
capítulo 1, rebotan y reobran en mí, me dejan
huella también, contribuyen a reforzarlas y hacerlas
más probables y frecuentes, a que las vuelva a hacer
y a que persevere en ellas o, por el contrario, a
hacerlas menos probables y frecuentes, a
debilitarlas, incluso a extinguirlas, a que las deje
por imposible, me bloquee, me paralice, me quede
«en punto muerto» sin ganas de hacer nada y
abandone mis esfuerzos; me indican en qué medida
mis obras han valido o no la pena en vista de la
intención que las guiaba. Es el reflujo centrípeto de

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las consecuencias que sigue al flujo centrífugo de mis obras. Y esto, como vamos a ver,
es trascendental en mi experiencia depresiva.
Y ocurre que a veces hago cosas indebidas si ello tiene consecuencias valiosas, y dejo
con desgana de hacer cosas que me convendría hacer porque creo que no me sirve de
nada el hacerlas, no me vale la pena, no logro consecuencias que me compensen,
mientras que inhibirme, evitar a los otros, abandonar mis tareas, meterme en cama todo
el día me reporta más ventajas. El valor funcional y el significado de mis obras
dependen, pues, en gran medida de las consecuencias que tienen.

Propósitos y esperanzas de futuro

Paso con alguien una velada maravillosa, disfruto recorriendo un paraje o logro
acabar con éxito una tarea que tenía encomendada. Es muy probable entonces que el
disfrute de la velada y del paraje y la recompensa obtenida como consecuencia de la
tarea se conviertan a partir de ahora para mí en propósitos, en incentivos o motivos por
los que valdrá la pena esforzarme, que moverán y guiarán mi conducta futura y que
podrán integrarse en mi proyecto de vida. Por eso mismo, contribuirán también a
configurar predisposiciones, preferencias, propensiones, tendencias o inclinaciones y
líneas de conducta a lo largo de mi vida. Podré decir entonces que «me motiva mucho»
una u otra de esas preferencias que me deparan las recompensas preferidas. Podré
también entonces abrigar predicciones, expectativas y esperanzas acerca de las
consecuencias que con probabilidad podré volver a alcanzar en lo sucesivo.
Pero el hecho de que mis obras tengan consecuencias me plantea la responsabilidad
de atenerme a las consecuencias, de «pagar las consecuencias», también las
consecuencias de la inhibición y la parálisis. Claro que también me plantea la
expectativa, la esperanza y el disfrute de las consecuencias gozosas de las obras que
decida poner en marcha a partir de ahora para sobreponerme a la experiencia depresiva.

PÉRDIDAS, INHIBICIÓN Y PARÁLISIS

Pero si las obras son tan importantes, ¿por qué, como ya sabían los antiguos, la
acción se deprime en la experiencia depresiva?, ¿por qué mi inacción, mi parálisis, mi
desgana, mi inercia?

Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes

Una de las pérdidas más significativas que me pueden quebrantar y trastornar la vida
es, como señalaron los psicólogos Charles Ferster y Peter Lewinsohn en los años sesenta
y setenta del pasado siglo XX, la pérdida de todo un cúmulo de bienes y de recompensas

62
significativas que hasta ahora yo lograba con mis propias obras al lado de la persona que
ya no está, en el proyecto fracasado, en la tierra y en el hogar perdidos, en la tarea
profesional que el desempleo, la jubilación o la enfermedad han interrumpido o en la red
de relaciones sociales que se ha disuelto o en la que he sufrido un rechazo o una pérdida
de posición. Eran consecuencias que fortalecían mis obras y que daban aliciente y
significado a mi vida: afecto, protección contra las amenazas, recursos económicos,
momentos dichosos, nuevas perspectivas y oportunidades, ganas de hacer cosas, avance
hacia las metas de un proyecto, y tantas otras. Era también muy gratificante para mí la
influencia que yo tenía en la relación perdida o en el proyecto fracasado, mi sensación de
eficacia, el despliegue de mi potencial, mi capacidad de dar apoyo, cariño, cuidado,
consejo.

Figura 2.2. Pierdo bienes y recompensas, me paralizo y me entristezco.

No es solo, pues, la pérdida, la ausencia y la carencia de una persona, de un proyecto


fracasado, de un lugar o de un hogar, de un vigor que la enfermedad ha debilitado, es
también la pérdida, la ausencia y la carencia de las recompensas y alicientes que esas
circunstancias me ofrecían. Si esos alicientes daban sentido y significado a mi vida,
ahora veo mi vida desprovista de sentido y significado.
En todo caso, verme privado de las experiencias en las que tenía capacidad para
obtener consecuencias valiosas y significativas con lo que hacía me depara una
experiencia de incapacidad, de inutilidad. Y es frustrante, doloroso y triste verme
despojado de esa potestad. Por eso ahora ya no es solo la tristeza que me dejan las
pérdidas. A ella se añade la tristeza por la inutilidad de mis obras y por sentirme inútil yo
mismo. Es la «frustración existencial» de la que hablaba Viktor Frankl en El hombre en
busca de sentido.

63
El estrés de la pérdida me hace insensible al
placer

Por añadidura, los pesos, tribulaciones y penalidades


constituyen por sí mismos una fuente de estrés que, además
de producirme miedo, ansiedad, dolor y daño, me hace
también, como ya veíamos en el capítulo 1, insensible al
valor gratificante y reforzador de circunstancias que incluso
antes me causaban placer, como cuando digo, preso de la
desgana y la anhedonia, «ya nada me contenta cuando no
estás tú» o «no estoy para muchas alegrías». Esto reduce
más todavía el caudal de alicientes y agrava y prolonga mi
experiencia depresiva, sobre todo si la experiencia de estrés
que me abruma es también duradera, como una enfermedad
crónica o un desempleo de larga duración.

¡Qué castigo, qué golpe brutal!

En un conflicto interpersonal que dura ya tiempo, no solo vivo la pérdida de las


recompensas que antes disfrutaba, sino que por añadidura muchas de mis palabras, de
mis acciones, de mis sugerencias pueden estar expuestas a consecuencias punitivas, a un
castigo: burlas, críticas, la frialdad de un desdén. Puedo vivir también como un castigo
un abandono: «después de todo lo que hice, de todos los esfuerzos invertidos, de todo el
cariño que he dado, va ahora y me deja, mira cómo me lo paga, es un golpe tremendo, no
es justo». También aquí el castigo del abandono es una consecuencia que hace menos
probable y frecuente mi entrega en lo sucesivo y más probable mi inhibición: «no vuelvo
a dar tanto».
A veces las consecuencias punitivas me sobrevienen poco después de la pérdida
vivida.
Al divorcio en el que he perdido tal vez una relación de años, se le pueden añadir los conflictos
económicos y judiciales, más pérdidas y más consecuencias punitivas. A la muerte de un ser querido que me
ha privado de recompensas valiosas y significativas se puede añadir poco después el peso de un conflicto
familiar interminable por la herencia de la persona que me ha dejado.

Escapo, evito, «aguanto el chaparrón»

A veces son muchas, permanentes, arrolladoras, llenas de incertidumbre y muy


difíciles de encarar las circunstancias adversas que se abaten sobre mi vida. En esos
casos, es posible que, como ya Charles Ferster había señalado, me encuentre dedicando
atención, tiempo y esfuerzo a escapar de ellas, a evitarlas, a parapetarme y estar alerta y

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en tensión para evitar sobresaltos, a «achicar el agua» que me entra por varias vías e
incluso a «aguantar pasivamente el chaparrón» si la avalancha es muy grande y no puedo
detenerla. Ocupado mi tiempo en esa tarea continua de evitar y contener lo que se me
viene encima, y encerrado en mí mismo lamentando la situación y cavilando cómo salir
del atolladero, se reducen mis posibilidades de abrirme y acceder a circunstancias
gratificantes y recompensas que tal vez disfrutaba antes de la irrupción de las
circunstancias adversas y que podrían aliviar ahora la carga que me abruma.
Pero si encima esta evitación se suma a la pérdida de recompensas ocasionada por
pérdidas y fracasos previos, o a consecuencias punitivas, mi experiencia de pérdida y de
carencia de alicientes y de inutilidad de mis obras se hace entonces más severa, y
también mi experiencia depresiva.
A la pérdida de una relación, al abandono, a la traición se añade la evitación defensiva de nuevas
relaciones para evitar nuevos y amargos abandonos y fracasos. A la enfermedad que me ha privado de fuentes
de gozo se añade el dolor que me provoca y que trato ahora por todos los medios de evitar. La evitación de
las circunstancias que evocan el dolor me va acorralando, voy reduciendo cada vez más mi radio de acción
porque pueden ser muchas las circunstancias que lo evocan.

En estos casos, a cambio de la pérdida de las recompensas que daban aliciente y


sentido a mi vida y de la dificultad para acceder a recompensas alternativas, me queda el
«consuelo» de la recompensa que logro con mi evitación defensiva: al menos eludo o
«minimizo las pérdidas», y evito el dolor y las penas que me podrían todavía sobrevenir
y sumarse a las que ya he vivido. Me recompensa lo que me quito de encima, no un bien
que alcanzo. Pero entonces, en lugar de ir hacia delante para liberarme de la experiencia
depresiva, me quedo estancado en ella, atado, metido en el laberinto del escape y la
evitación.
Además de su alegoría del «pozo de la melancolía», también
Carlos de Orleans vivió la experiencia depresiva como algo que
nos ata, nos aprisiona y nos detiene. Por añadidura, la prisión
melancólica es como un laberinto sin salida, como el laberinto del
Minotauro que Borges evoca en El Aleph: me puedo mover por sus
caminos sinuosos creyendo que escapo, pero estoy encerrado y
finalmente me encuentro exactamente en el mismo punto del que
había partido. Cuando creo haber escapado, sigo ahí dentro
lamentando mi prisión y cavilando cómo salir, pero sin salir: es,
pues, una movilidad engañosa, un vagabundeo desorientado. Es
como ese incansable paseante que deambula por el laberinto de la
jungla de la ciudad lleno de incertidumbre, vagabundo sin destino
preciso, como lo describiera Baudelaire. El laberinto, nos dirá
Walter Benjamin, es «el hogar del dubitativo, el camino de aquel
que teme alcanzar la meta».
El laberinto del Minotauro

Se me quitan las ganas, no encuentro


placer en nada
En el grabado Melencolía I que en 1514 realizó Alberto Durero, una figura femenina alada como un ángel

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tiene el cuerpo caído, lánguido, con la cabeza apoyada en el
puño, gesto de dolor y de pena y metáfora de sentirse
«hundida» por el propio peso, abatida, postrada, pues «se le
ha venido el mundo encima» y todo «se ha venido abajo».
Tiene la mirada triste y perdida en la lejanía a la hora del
crepúsculo, y sus ojos brillantes destacan sobre el rostro
oscuro, de inmóvil y pensativo semblante. Está rodeada de
objetos que yacen por el suelo, pero todo está detenido; es un
caos de cosas que no se usan, que no significan nada para ella,
no le interesan, le son indiferentes, no le causan placer y no
las puede ni las quiere utilizar, ni siquiera posa en ellas su
mirada, tal vez la deja tan solo resbalar por ellos indiferente.

Está mustia, apática, indolente, embotada, sin ganas de


nada, inmersa en la anhedonia. Está en un «estancamiento
íntimo de pensar y sentir» y en la «imposibilidad de hacer»,
como los que describe Fernando Pessoa en el Libro del
desasosiego. Está como muerta en vida, vencida, extenuada y
cansada de vivir e incluso de «haber tenido que vivir», que
decía también Pessoa. Es la anergia o pérdida de energía, es la
astenia o decaimiento de fuerzas.
La imaginamos también con movimientos lentos como si Alberto Durero, Melencolia I
no hubiera propósito hacia el que moverse, como si no
hubiera proyecto vital que impulsara la acción, como si
estuviera detenido el tiempo y no hubiera devenir y porvenir, como si el tiempo fuera interminable y un
minuto fuera una eternidad, como si el futuro estuviera muerto. Tampoco fluyen las palabras. Si le
preguntáramos, no nos respondería o lo haría con lentitud, en un tono monótono, débil y estereotipado, con
un habla balbuciente entrecortada por largos silencios y por suspiros y palabras de aflicción, y continuaría
después taciturna.

El grabado de Durero es la materialización alegórica de la experiencia depresiva que


encierra el contraste entre el poder creador de la acción y la impotencia triste y dolorosa
de la inercia, entre el afán de cambiar para salir de la inercia y la resignación porque
«nada se puede hacer», entre la confianza y el desengaño, entre afirmarse y abandonarse,
entre el entusiasmo por un ideal y el desencanto por el ideal derrotado, entre luchar y
darse por vencido. Su abatimiento evoca la acedia perezosa, la tragedia de la parálisis y
la obra inacabada, porque, aun coronada de guirnaldas, no va hacia la acción práctica y
creadora impulsada por un proyecto vital de futuro. Es un ser alado que no despliega sus
alas.

Mi existencia paralizada, estancada, petrificada

Cuando las consecuencias significativas que reforzaban mis obras y les daban
aliciente y sentido dejan de producirse, mis obras se quedan sin aliciente y se van
debilitando, las realizo cada vez con menos frecuencia e incluso dejo de realizarlas, se
extinguen, como ya había evidenciado Frederic Skinner años antes que Ferster y
Lewinsohn. Estaba tan acostumbrado a obtener con frecuencia las recompensas, que en
cuanto las pierdo, mi conducta, privada de alicientes, decae, cesa.

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Mis obras ahora no valen la pena, pierden significado
porque con ellas ya no consigo los frutos que conseguía y
me siento menos inclinado a realizarlas de nuevo, me vuelvo
abúlico, pierdo interés, «se me quitan las ganas», me siento
inmerso en la anhedonia, porque «no hay nada agradable en
mi vida», y me inhibo, me paralizo, me enlentezco, me
estanco como la figura de Durero.
Mi inmovilidad es como la pesada inmovilidad de la piedra que es la
alegoría de la parálisis en el cuadro Melanconia del pintor Giorgio
Chirico, en el que la melancolía es una estatua, un cuerpo petrificado,
inmóvil, en una plaza de sombras crepusculares, en un paisaje urbano de
vida petrificada, inmóvil y silenciosa, como una naturaleza muerta, como
una existencia sin significado ni objetivo. También Kafka se sintió
petrificado, paralizado, anulado por la mirada severa del padre: «soy de G. Chirico, Melanconia (1914)
piedra, soy mi propia losa», escribió.

Además de todo el impacto emocional, además de la inhibición, la lentitud y la


parálisis, hay una vivencia alterada del tiempo, una vivencia de detención en el devenir
de mi existencia. El acontecer de mi existencia transcurre lentamente, como si el tiempo
se enlenteciera, se congelara, se quedara en pausa y no me hiciera avanzar hacia el
futuro, mientras el tiempo real fluye, avanza y huye. Mi anhedonia, mi inhibición, mi
parálisis y mi enlentecimiento son así protagonistas de mi crisis existencial.
Si la pérdida de recompensas ya reduce la frecuencia de mis acciones y me paraliza,
el castigo añadido que a veces experimento la reduce más todavía, con lo cual se
agravan también mi desgana y mi parálisis.

¿Para qué seguir?, ¿para qué saltar de la cama?

Me sorprendo incluso a veces de que la pérdida de recompensas me haya hundido


tanto y haya tenido tanto impacto inhibidor: «nunca pensé que esto me podría hundir de
esta manera». Tal vez daba por supuestos los bienes y gratificaciones que venía
recibiendo de la persona que me falta y no me daba cuenta de cuánto sostenían mi
comportamiento diario, de cuánto eran incluso «todo lo que tenía», «lo único que me
llenaba», de hasta qué punto esa persona «lo era todo para mí». Me doy cuenta de su
poder reforzador justamente ahora que los he perdido. Si lo era «todo para mí», si toda
mi existencia giraba a su alrededor, entonces puedo sentir la vivencia de que su pérdida
me lo arrebata «todo».
¿Para qué seguir, entonces, si ya no merece la pena, si ya no tengo la meta que me
inspiraba, si incluso «lo he perdido todo»?, ¿para qué establecer nuevas relaciones si
también las puedo perder?, ¿para qué iniciar nuevos proyectos si también pueden
fracasar?, ¿para qué hablar si no conduce a nada? Mis obras producían resultados, ahora
no producen nada. Es un vacío de acción porque a la acción le espera la nada, es la

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vivencia de la nada porque ya no consigo lo que antes conseguía.
Inmerso en la inhibición y en la inercia, me resulta difícil incluso despertar por la
mañana, saltar de la cama y enfrentarme al peso de los quehaceres de un nuevo día, de
las rutinas tal vez aburridas, de un trabajo tal vez sin alicientes, sin consecuencias
valiosas que lo llenen de sentido y significado.

No me resigno y protesto

A veces la inhibición completa no se produce de repente, pues no me resigno


fácilmente a la pérdida después de haber gozado tal vez durante años de los múltiples
bienes que acabo de perder. Entonces «saco fuerzas de flaqueza» e intento restablecer
una capacidad operante que ha perdido el soporte que la sostenía y fortalecía. Protesto
con rabia, incluso con golpes, con gritos y con llanto, por la traición, por el abandono,
por el fracaso, insisto e intento recuperar lo perdido una y otra vez y por todos los
medios, incluso con desasosiego, incluso digo un «no me dejes» a quien se va, hasta que
«me doy por vencido» y mis acciones acaban haciéndose cada vez menos frecuentes y
empiezo a vivir la experiencia depresiva.

Repliegue, aislamiento y soledad

La inhibición, la parálisis, la huida, la evitación defensiva y el repliegue en mí mismo


y en la cavilación me conducen al aislamiento y a la soledad. Pero este repliegue en el
«santuario interior» es un refugio que no me proporciona la calma y la serenidad, puede
no ser un punto de apoyo seguro, como veremos en el capítulo 5. Por otra parte, el
encerrarme en mí mismo y el aislamiento me impiden tener los pies en la tierra y sentir
el poder correctivo de la realidad. Samuel Johnson, escritor inglés del siglo XVIII,
afectado por una «vil melancolía» y «languideciendo bajo una gran depresión», como él
decía, advertía del peligro de la soledad y del aislamiento, pues nos hacen proclives al
poder de la ficción en el reino despótico de la fantasía, a que la imaginación vuele y se
recree en silenciosas cavilaciones. Aquel que no tiene nada exterior que le distraiga halla
contento en sus propios pensamientos y fantasías y en la creación imaginaria de futuros
placeres que la realidad no puede conceder, festeja la deliciosa falsedad cuando la
amargura de la verdad ofende. En la soledad, las ficciones, también las teñidas de temor
y de culpabilidad, llegan a operar como realidades.

Aburrimiento y oportunidades perdidas

La inhibición y la parálisis me conducen además al aburrimiento, al hastío, al tedio.


La imposibilidad de gobernar la propia existencia y de crear el mundo propio a través de

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las obras es una amenaza que mina mi confianza, que da miedo y tristeza y de la que
desearía huir. No solo veo pasar el tiempo, sino que con él pasan también las
oportunidades perdidas. Se me queda vacío, en la nada, y lo veo pasar como un
progresivo deterioro, como un marchitamiento. «El aburrimiento hace posible que el
hombre mire el universo con ojos llenos de desesperanza», escribió George Bataille.

ESFUERZOS VANOS, DESESPERANTES Y TRISTES


Cuenta la leyenda que los jueces de los muertos le
mostraron a Sísifo un enorme bloque de piedra y le ordenaron
llevarlo rodando cuesta arriba hasta la cima de una montaña y
soltarlo cuesta abajo en la otra ladera. El desafío era enorme y
Sísifo trabajó duramente tensando todos sus músculos, pero
no logró dominarlo. Cada vez que estaba a punto de llegar a la
cima y comenzaba a paladear el triunfo, el peso de la piedra le
obligaba a retroceder y la mole caía pesadamente hasta el pie
de la montaña. Pero la condena le obligaba a tomar de nuevo
la piedra y, empapado de sudor, volver a empezar, y así un día
tras otro.

La tarea era ímproba, pero no era eso lo peor. Lo


peor era que lo que ocurría no dependía de lo que él
hiciera: se le venía encima hiciera lo que hiciera.
Era una situación que no controlaba, no lograba
hacerla depender de su esfuerzo y culminarla. Sus
esfuerzos eran vanos y desesperantes. Y no era una
situación cualquiera, sino que suponía para él una La impotencia de Sísifo
amenaza cercana que le podía aplastar. Le pesaba la
piedra, pero le pesaba tanto o más su incapacidad para controlar el encargo que se le
hacía.
Yo experimento control cuando los resultados que me importan en la vida soy capaz
de hacerlos depender de mis obras, cuando compruebo que se corresponden con ellas.
Voy construyendo así mi capacidad de control, la sensación de dominio y la confianza
en mis fuerzas y tomo conciencia de mí mismo como agente efectivo, como un ser con
potestad para influir a mi alrededor para llevar en mis manos las riendas de mi vida. Y
esta es una experiencia placentera. La incapacidad de control de lo que me importa es,
en cambio, una experiencia triste, amarga.

Desvalimiento y desesperanza

Como en muchos otros campos de la ciencia, también aquí las experiencias con otras
especies animales nos ayudan a comprender las experiencias humanas dolorosas. En los
años sesenta del pasado siglo XX, los psicólogos Steven Maier, Bruce Overmaier y

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Martin Seligman realizaron en la Universidad de Pensilvania
varios experimentos que ponían de manifiesto la
importancia del control y de la incapacidad de control sobre
las circunstancias adversas de la vida.
Los animales del experimento eran sujetados a un arnés sin poder soltarse y
expuestos a un choque eléctrico moderadamente doloroso. Un grupo de
animales aprendían primero a controlar el choque y a detenerlo realizando
determinadas acciones; podían incluso predecirlo y evitarlo de antemano si
Desvalimiento y desesperanza realizaban esas acciones cuando se encendía una luz que lo anunciaba, pues
aprendida entonces el choque ya no ocurría.
Varias horas después eran colocados en un cajón con dos compartimentos
separados por una barrera. En uno de los compartimentos, recibían el mismo choque. Al principio se
mostraban agitados y se movían frenéticamente, pero finalmente acertaban a saltar la barrera al otro
compartimento librándose así del choque. En los siguientes ensayos, saltaban la barrera mucho más pronto y
lo hacían también en cuanto se producía la señal que anunciaba el choque, con lo cual no lo sufrían. Habían
aprendido que con sus acciones tenían control de la situación, que lo que ocurría dependía de lo que ellos
hicieran, y obraban en lo sucesivo de acuerdo con lo que habían aprendido. Su capacidad operante para
escapar y evitar los choques quedaba así reforzada por la supresión del choque y se hacía más probable en lo
sucesivo.
Los animales de otro grupo eran primero sometidos al mismo choque, pero en este caso era impredecible,
inevitable y sin escapatoria, nada podían hacer para escapar de él o para evitarlo de antemano; su aparición,
su duración, su intensidad y su terminación dependían de los experimentadores, no de ellos; ellos eran
incapaces de controlarlo. Por otra parte, muchos de sus intentos de librarse del choque recibían el «castigo»
de choques sucesivos, lo que inhibía nuevos intentos.
Después de esta experiencia eran colocados en el cajón con dos compartimentos donde recibían el mismo
choque. Al principio también se mostraban agitados y se movían frenéticamente, pero finalmente se detenían,
se sentaban o se tumbaban, se quedaban inmóviles gimiendo y soportaban la descarga pasivamente, en lugar
de saltar la barrera, aunque nada se lo impedía. En próximos ensayos, ofrecían algo de resistencia inicial, pero
a los pocos segundos se daban por vencidos y volvían a su parálisis. Tampoco respondían a las señales que
anunciaban el choque y por tanto tampoco lo evitaban de antemano. También ellos habían aprendido en sus
experiencias previas la amarga lección de que eran incapaces de controlar con sus acciones lo que les
ocurría y de lograr consecuencias liberadoras, que lo que ocurría no dependía de lo que ellos hicieran, y
ahora obraban en consecuencia: soportaban el choque de manera sumisa. Estaban atrapados en una situación
de amenaza frente a la que no tenían defensa, estaban indefensos. Vivían una experiencia de desvalimiento,
de incapacidad. Podría decirse que estaban desesperanzados y desmotivados para enfrentarse a la situación.
Como el choque cesaba pocos segundos después de quedarse paralizados, podrían también haber
aprendido que su parálisis era útil para librarlos del choque. Su inhibición y su parálisis quedaban así
reforzadas por la cesación del choque y se hacían más probables en lo sucesivo.

Para describir estas experiencias de falta de control, estos psicólogos utilizaron la


palabra helplessness, que significa «desvalimiento», «desamparo», «impotencia»,
«incapacidad», «inutilidad». Como la experiencia supone una amenaza frente a la que no
se ve defensa, es también una experiencia de indefensión.

Choques y cargas insoportables e incontrolables

Se abaten también sobre mí, como choques dolorosos y que hacen daño, como
pesadas piedras, pesadumbres, penalidades, amenazas, malos tratos, abusos, violencias,
cargados a menudo de incertidumbre, arrastrando consigo pérdidas y hundiéndome en el

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dolor, en la tristeza y en el inmovilismo.

Figura 2.3. Cuando no controlo los golpes de la vida, me siento desvalido.

No lo controlo, se me va de las manos

A veces una experiencia así es pasajera y me repongo de


estos choques pasado un tiempo con una sensación de
dominio de la situación. Pero otras veces me confronto con
ellos y, ya sea por su peso enorme, ya sea porque se repiten a
lo largo de la vida y son duraderos, ya sea por la debilidad de
mis fuerzas para hacerles contrapeso o por falta de apoyo, ya
sea por los obstáculos que se interponen, soy incapaz de
controlarlos, me sobrepasan, literalmente «se me van de las
manos», como la piedra de Sísifo, y entonces me oprimen,
me abaten y me hunden bajo su peso, y hunden y deprimen
mi capacidad de acción y de iniciativa, que queda
menoscabada, inmovilizada, como si estuviera «pegada al
suelo». Se va minando mi motivación para tomar la iniciativa
y para actuar, y puede que me acabe dando por vencido,
rindiéndome y «dejando caer los brazos», abandonándome a la pasividad y a la suerte.
Es, pues, un esfuerzo vano que «no sirve de nada», que no tiene más fruto que mi
propia fatiga, un esfuerzo frustrante, desesperante y triste que me aboca a la vivencia de
una experiencia depresiva. Por eso Ortega y Gasset decía que el esfuerzo fútil «engendra
melancolía».

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Mi inhibición puede llegar entonces a la parálisis, a la inmovilidad completa, al
derrumbe, a la postración, al estupor, a pasar el día en cama, a no tener «ganas de nada»,
ni de comer, a perder incluso las «ganas de vivir», a «hacerme el dormido», a «hacerme
el muerto» como una forma de rendición. Experimento entonces también la dificultad
para elegir y decidir, el titubeo, la indecisión entre hacer y no hacer.
Se conocen casos de seres humanos sometidos a condiciones extremas de hambre, de
frío, de abandono, de humillación, de violencia, como en los campos de concentración,
en la tortura o en conflictos bélicos, en las cuales la profunda vivencia de desvalimiento
e impotencia sin vías de escape conduce a la rendición, a la entrega, al colapso, al
aniquilamiento y a «dejarse morir».

Al dolor del golpe se añade el sufrimiento de la impotencia

Y ya no es solo la mera situación adversa que se


abate sobre mí y me golpea. Al miedo, a la tristeza
y al dolor que me provoca se añade ahora el
sufrimiento que me ocasiona mi incapacidad y mi
impotencia para controlarla, para buscar ayuda o
para emprender la huida, y el hecho de que no vea
salida y vías de escape. Se convierte, pues, para mí
en un problema insoluble que me hace decir «no
soporto este peso, no puedo más» y que me depara
sentimientos de desvalimiento, de desamparo, de
desesperanza, de angustia, de congoja. Si esto me
ocurre frecuentemente, me voy metiendo en una
Me voy metiendo en una espiral de espiral de estancamiento y mi experiencia
estancamiento
depresiva ya no es pasajera, sino que se perpetúa y
se agrava mi crisis existencial. Voy aprendiendo a vivir de forma depresiva.

Me hago refractario, me pongo a la defensiva

Puedo hacerme entonces refractario a explorar ocasiones y a realizar acciones con las
que sí podría comprobar mi capacidad de control sobre la amenaza. Al contrario, evito
con ansiedad y hasta con pánico ocasiones, relaciones, proyectos en los que anticipo que
podría volver a vivir la amenaza de nuevos choques, con lo que voy limitando cada vez
más mi radio de acción. Es más probable entonces que diga «ya no me creo nada» o
«estoy escarmentado», que descarte otras formas de afrontamiento que podrían estar a
mi alcance y ser ahora más efectivas, como la búsqueda de ayuda, que me ponga «a la
defensiva» y que opte por reproducir de manera casi refleja, estereotipada y a veces

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impulsiva y precipitada la postura defensiva de la inhibición y el inmovilismo de la
parálisis.
Puede haber además en la situación señales, palabras, gestos, miradas, acercamientos
que me traen a la memoria y reactivan una historia previa de intentos fallidos de control
y de derrotas repetidas en experiencias de agresión, maltrato y abuso. Pueden hacerme
revivir con angustia y anticipar la posible repetición de las amenazas de entonces y
hacerme sentir incapaz y desvalido. Puedo tratar entonces de defenderme y protegerme
con la misma pasividad e inmovilidad que tal vez antaño me protegió como último
recurso porque no tuve a mano otras opciones de defensa, aun cuando ahora mi alarma
podría ser tan solo una «falsa alarma». De esta manera, la inhibición reiterada y las
posturas defensivas pueden estar contribuyendo al mantenimiento de mi experiencia
depresiva.

Ya no puedo cumplir

Era una persona «cumplidora del deber» y eficiente, con mis capacidades lograba lo
que quería, tenía control de lo que hacía, me sentía infatigable. Ahora las limitaciones
que me impone la situación adversa, la pérdida de empleo, la pérdida de mis posesiones
en un incendio, la enfermedad grave ya no me dejan cumplir con mis obligaciones. He
perdido facultades, he perdido capacidad de control, ya no rindo como rendía, es muy
pobre lo que consigo: «he vuelto a fallar», «ya no estoy a la altura». Hago esfuerzos
sobrehumanos por sobreponerme a las limitaciones, pero acabo dándome cuenta de que
«ya no puedo» y entonces desisto. A medida que voy constatando mi incapacidad, más
me entristezco, me irrito y me desespero. Porque la impotencia es una fuente de estrés y
de ansiedad, además de serlo de desvalimiento.

En deuda y culpable de no hacer nada

Como consecuencia de mi inhibición, omito las acciones que me podrían sacar de mi


desesperanza, desplegar mis potencialidades y hacerme alcanzar los gozos posibles; me
cierro así ante el futuro y limito mi historia. No realizo con un adecuado nivel de
rendimiento y en el tiempo requerido tareas de las que soy responsable y que asumen
ahora otros por mí, no respondo con diligencia a demandas que los otros me hacen,
abandono proyectos que había iniciado y no soy fiel a los valores que proclamo. Todo
ello me hace «estar en deuda» y sentirme culpable. Me hago reproches por mi
impotencia y mi inhibición, lo cual agrava mi experiencia depresiva. Y a más
experiencia depresiva, más sentimiento de deuda y de culpabilidad.

Seguir en la brecha

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El abatimiento puede ser tanto mayor porque por añadidura tampoco puedo
abandonar, o no quiero abandonar la carga que no me siento capaz de soportar y de
controlar y que me sigue pesando porque estimo que tengo que «seguir en la brecha». La
inutilidad del esfuerzo no me exime de seguir haciéndolo, bien porque constituye una
responsabilidad que he asumido, bien porque me he involucrado en un proyecto que
comporta tareas arduas. Por eso, el hecho de que muchos esfuerzos arduos resulten a
menudo irrenunciables y puedan ser vanos porque no tienen asegurado de antemano el
éxito, es una de las razones por las que la experiencia depresiva es inherente a la
condición humana. Por eso, en muchos casos la melancolía, como dice Javier Muguerza,
es «la suprema elegancia de saber perder».

El significado del choque y de la pérdida

La intensidad del choque y su potencial para desencadenar la experiencia de


indefensión dependen también, como ya decíamos en el capítulo 1, de cuanto significan
ese choque, esa pérdida, cuánto me importan, cuánto me juego en ellos y cuánto me
resulta indispensable afrontarlos con resultados favorables.
No es lo mismo sentirme desvalido y desesperanzado en una situación interpersonal de maltrato en la que
me juego mi seguridad y mi dignidad, en la enfermedad grave que amenaza mi vida, en la desaparición de un
ser querido cuyo paradero desconozco, en una situación en la que peligra mi puesto de trabajo y el bienestar
de mi familia que en una situación en la que puedo perder una pequeña suma de dinero.

La intensidad de mi desvalimiento dependerá también de en qué medida mi falta de


control es permanente y me hace decir «nunca lo voy a conseguir» o «ya no hay nada
que hacer», lo que ocasionará una desesperanza muy grande, o es, por el contrario,
ocasional, pues «me ha venido en un mal momento, pero no me vuelve a pasar, la
próxima vez podré con ello». Depende también de que lo generalice y diga «todo me
sale mal, mi vida es un fracaso» o, por el contrario, sea un hecho aislado, y de que el
fracaso sea debido a factores externos, pues «es una situación muy difícil», o más bien a
deficiencias personales que me hacen decir «esto rebasa mis aptitudes», lo que
aumentará mi desvalimiento.

Expectativas pesimistas: las cosas no van a cambiar

Salir con éxito de una situación adversa gracias a mis acciones efectivas de
afrontamiento es, como vamos a ver en los próximos capítulos, una experiencia de
dominio que me predispone favorablemente para afrontar situaciones futuras y me
permite abrigar expectativas de éxito. Pero si la experiencia de ahora me está deparando
el doloroso aprendizaje de que «no hay salida», de que «los palos me caen» y los
«choques» dolorosos me sobrevienen con independencia de lo que yo haga, mi

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predisposición y mis predicciones y expectativas respecto al futuro se convertirán casi en
una «convicción» pesimista y desesperanzada: «me espero lo peor», «no voy a poder con
ello, serán esfuerzos vanos».

Coacciones y vejaciones sin escapatoria: una experiencia depresiva


compartida

Las relaciones interpersonales en las que predomina la coacción y la intimidación, y


en las que se persigue el sometimiento sin posibilidad de escapatoria, constituyen una
potente fuente de estrés, una carga insoportable, y pueden desencadenar una experiencia
depresiva plena de tristeza y amargura, de dolor y sufrimiento, de desvalimiento y
desesperanza. La intimidación se acompaña a menudo de mensajes vejatorios que
denigran y humillan, que señalan con el dedo acusador sobre todo los puntos débiles del
otro, que hieren, que rebajan, que socavan la autoimagen y la autoestima.

La persona sometida a la coerción, incapaz de controlar y neutralizar la amenaza, sin


apoyos y sin vías de escape, puede optar por defenderse con la inhibición, la resistencia
pasiva, el sometimiento desvalido, la obediencia automática, la reserva, el mutismo o la
mentira, porque ha podido comprobar tal vez que con una defensa más activa provoca
más violencia en quien la humilla y agrede. Con la inhibición, la sumisión y la
autohumillación logra a veces interrumpir la agresión y escapar de la amenaza e incluso
evitarla de antemano. Pero otras veces quien coacciona reprocha la inhibición, la
pasividad, la sumisión y el mutismo que ha contribuido a crear y trata de doblegar la
resistencia aumentando la presión: «¡a mí no me mientas!», «¡qué pasa!, ¿es que no vas a
decir nada?, ¡no te creas que te va a servir de algo tu negativa, no te vas a salir con la
tuya!». Entonces la sobrecarga puede hacerse más arrolladora y estresante todavía y más
difícil de soportar y de contrarrestar, con lo que se agrava el desvalimiento y la vivencia

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depresiva.
Lo más dramático de estas experiencias es que quien se rinde y se doblega a la
coacción alienta, aun sin querer, a quien la ejerce y de este modo la coacción se puede
hacer más probable y frecuente, convietiéndose así en crónica también la experiencia de
estrés y el desvalimiento de quien padece la agresión.
No cabe duda de que quien coacciona y humilla limita también su propia vida, reduce
las posibilidades de desplegar otro estilo de comunicación y empobrece el nosotros que
comparte con la persona sometida. Hace desdichados a los que conviven con él pero
también él es desdichado. Ha de atenerse a todas las consecuencias de su
comportamiento, por eso vive también la indefensión, la frustración, el resentimiento y
la rabia por no poder lograr una relación más satisfactoria y confortable que la que
contribuye a crear con su comunicación coactiva. Sus triunfos llevan en sí mismos la
contrapartida de la derrota. Es un empobrecimiento recíproco. Y ninguno abriga la
expectativa y la esperanza de poder cambiar la situación. Es una experiencia depresiva
compartida.

Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión


«Si se intenta detener sus movimientos, hállase inesperada resistencia. Si se la sujeta con firmeza,
ablándase su usual rigidez y rompe en hondo llanto. Si se la pincha en la frente con una aguja, escasamente
parpadea; no se conmueve ni hace la menor protesta, como el animal de presa que no se inmuta por el dolor.
En este cuadro clínico, dos síntomas nuevos se dibujan con toda claridad, a saber: la estereotipia y el
negativismo, caracterizado este por la insensible resistencia contra todo influjo extraño, que se da a conocer
por el mutismo pronunciado. Este otro enfermo se encuentra tan excitado, que ha habido que ponerle la
camisa de fuerza. Revuélvese violentamente contra tal medida. Para interpretar este estado morboso de
excitación y que el enfermo se oponga a cuanto se le indica y manda no puede atribuirse a falta de
entendimiento, se trata de síntomas de negativismo con oposición instintiva.»

El texto anterior pertenece al libro Lecciones de clínica psiquiátrica de Emil


Kräpelin. Contiene algunas muestras de experiencias de desvalimiento vividas por
personas que eran presentadas en el aula ante los alumnos, a las que se les ordena referir
sus experiencias penosas y sufrimientos y de las que son desvelados detalles de su vida
sin su consentimiento. Se ven indefensas frente al profesional que dirige la clase, que les
interroga y les ordena realizar determinadas acciones como sentarse, sacar la lengua o
dar la mano, y que les practica determinadas maniobras humillantes, como pincharles
con agujas, echarles agua fría, sujetarlas con fuerza para impedirles deambular, para
comprobar su reacción.
Sus intentos de resistirse y de negarse, su mutismo, el llanto y los gritos
desgarradores, las súplicas atormentadas, los arrebatos, los intentos inútiles de
defenderse huyendo son intentos vanos, no sirven de nada. Sometidas al «choque» sin
que puedan eludirlo y sin que sus protestas y su llanto sean tomados en consideración,
viven así una experiencia profunda de desvalimiento, de indefensión, de desesperanza.
Están atrapadas en un laberinto del que no pueden salir. Si prueban a resistirse, les

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ponen la camisa de fuerza; si optan por parapetarse en la inhibición y no protestan, a
veces logran parar la coacción, pero otras veces son consideradas animales de presa que
no se inmutan por el dolor, y entonces las seguirán humillando. Hagan lo que hagan, son
impotentes, todas las salidas están cerradas, no hay escapatoria. Quizá sea mejor no
hacer nada y que todo termine cuanto antes.
Para colmo, su conducta y la resistencia que oponen serán interpretadas no como la
reacción normal de un ser humano ante la vejación, sino como el «síntoma» de un
«negativismo con oposición instintiva», un «proceso patológico subyacente» endógeno y
crónico, algo muy propio de la doctrina psicopatológica. Y esto es una doble humillación
que agranda todavía más el desvalimiento y la desesperanza, pues ya no les cabe esperar
que quienes las humillan reconozcan que es su humillación la principal causa de la
experiencia penosa y por eso la seguirán practicando, eximiéndose por añadidura con
indiferencia de la responsabilidad por hacerlo, pues atribuyen la experiencia penosa a la
quimera de la «patología subyacente».
Se eximirán también de responsabilidad llamando «patología crónica» a una
experiencia cuya pervivencia es debida no a la «cronicidad» de una supuesta patología,
sino a la «cronicidad» de los reiterados choques sin escapatoria que prolongan en el
tiempo la vivencia de desvalimiento. Y para quitar importancia a esos choques en el
origen de la indefensión, bastará con afirmar que a la persona «no le afecta cuanto
sucede a su alrededor», que su comportamiento es «inmotivado», que todo le viene de un
mal «endógeno». ¡Como si el peso arrollador de las experiencias de desvalimiento que
han jalonado su existencia y que están ahora viviendo no les afectara, como si no hubiera
motivos para tanto sufrimiento!

LOS BENEFICIOS DE LA INHIBICIÓN Y DEL INMOVILISMO

La inhibición, el inmovilismo y la parálisis no son, sin embargo, mera falta de acción,


mera inercia. Son conductas que vivo con intención, sentido y significado. En ellas late
la intención de comunicar lo que he perdido y cómo me considero ahora a mí mismo:
desvalido, indefenso. También revelo mi decisión de no exponerme a nuevos fracasos y
al dolor de nuevos golpes. Es como si estuviera diciendo a todo el que quisiera oírlo:
¿quién se embarca en una empresa sabiendo que está condenada de antemano al fracaso?

La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden

Si me inhibo porque «nada ha de cambiar haga lo que haga», al menos evito la tortura
de intentar lo imposible, como Sísifo. Conociendo las consecuencias penosas de mi
acción, evito con mi inacción que vuelvan a ocurrir. Me aferro «a lo seguro» y trato de
impedir cualquier cambio que derrumbe esa seguridad y me vuelva a desorganizar la

77
vida.
El inmovilismo me da seguridad y me defiende frente a la amenaza y el peligro que
suponen las pérdidas, las penalidades y los maltratos vividos, y ahora, incluso tiempo
después, lo sigo manteniendo cuando las circunstancias actuales me hacen recordar las
penalidades entonces vividas y anticipo que podrían suponer una nueva crisis existencial
y volverme a producir de nuevo más tristeza, dolor y sufrimiento. En experiencias
traumáticas ya vividas, puedo haber comprobado que el inmovilismo, el quedarme
quieto, la pasividad me evitan males mayores, me hacen pasar desapercibido, nadie se
mete conmigo, no me cargan con responsabilidades, cesan las presiones, las exigencias,
los «choques» y los golpes que me daban. Es una resistencia pasiva, un inmovilismo
defensivo.
Si la movilización me puede acarrear la experiencia penosa y el «castigo» de un
nuevo fracaso y el inmovilismo me resguarda, no es extraño que opte por no moverme,
por detenerme, por dormir o adormilarme. Por otra parte, si intento salir de la inhibición
y la parálisis, podría tener que responder tal vez a la pregunta de por qué he tardado tanto
tiempo en «salir del hoyo» o justificar mis excusas pasadas, lo cual puede hacerme más
difícil todavía dar el paso y salir de la inacción y el estancamiento.
La pasividad, la laxitud y la indolencia pueden llegar a ser incluso placenteros. De
hecho, muchas descripciones de la melancolía la han asociado no solo con la tristeza,
sino también con el placer, como un «placer triste» y como un «ensueño agradable».
Diderot la considerará como un «sentimiento dulce» porque en ese estado uno se hace
más consciente de sí mismo y goza de sí mismo.

La inhibición y el inmovilismo se refuerzan

En definitiva, obtengo con mi inhibición, mi pasividad y mi inmovilismo


consecuencias ventajosas que no lograba con mis intentos de resistir activamente
atacando o huyendo de los choques o del maltrato. Controlo más con mi inhibición y me
defiendo mejor que con mis obras. Puedo pensar incluso que «más vale pájaro en mano
que ciento volando»: «¿por qué salir de la inhibición y el inmovilismo si no estoy seguro
de poder lograr mayores ventajas y encima me arriesgo a perder lo que ahora tengo?». Y
si, como sabemos, las consecuencias ventajosas refuerzan mis conductas, también
refuerzan mi inhibición y mi inmovilismo defensivo.

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Figura 2.4. Mi inhibición y mi inmovilismo se refuerzan.

Si me quedo todo el día en la cama, cesan las actividades que solía hacer en un día cualquiera: levantarme,
arreglarme, ir al trabajo, hacer la compra y muchas otras. Pero hay una conducta que, sin embargo, se
refuerza: quedarme en cama. Quedándome en cama evito esfuerzos, tener que salir de casa y tal vez dar
explicaciones a las personas con las que me encuentre. Por otra parte, en la cama se está caliente y fuera hace
frío. Cuanto más se refuerza el quedarme en cama, más se debilitan las acciones que antes hacía.

Puedo llegar a darle entonces más valor a los beneficios


de mantener la inhibición y la parálisis, también incluso al
diagnóstico de «enfermedad» que puede implicar la baja
laboral y la correspondiente exención de responsabilidades.
Lo que podría parecer un problema para los demás para mí
puede ser una solución, o al menos un mal menor, del que,
no obstante, también me lamento. La inhibición y la parálisis
que se habían instaurado con la pérdida de los bienes que
sostenían mi actividad y le daban significado me resultan,
pues, funcionales para librarme, a corto plazo, de
circunstancias poco gratificantes, del esfuerzo y del
cansancio, pero, a largo plazo, me aíslan y me alejan más
todavía de las situaciones en las que podría volver a vivir
experiencias significativas y satisfactorias, volverme a sentir
dueño de mi vida. Esto, a su vez, me va acorralando, y la
crisis existencial de mi experiencia depresiva se va profundizando en espiral y
perpetuando en el tiempo.

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Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza

Mantenerme en la experiencia depresiva me puede proteger de posibles amenazas en


un contexto que percibo hostil y sin afecto, una vez que se ha ido la persona que me lo
proporcionaba. Por eso me aferro a mi experiencia depresiva y me niego a aceptar la
pérdida; así no estoy a merced de las posibles amenazas.
Además, la tristeza que siento por la pérdida de la persona que me falta es como un
asidero del que agarrarme. Dejar de sentirla sería como olvidarla, renunciar a sentirla
sería como renunciar al vínculo que me unía con ella, sería dar la pérdida por definitiva,
y eso lo puedo vivir como una traición, como una ofensa, como un vacío. Además, me
sentiría mal si no me sintiera triste, pues podría pensarse que no quería a la persona que
he perdido. Por otra parte, mi tristeza me permite seguir disfrutando ante mí mismo y
ante los demás del hecho de haber sido elegido y amado por la persona ausente. Me
siento orgulloso de lo que ha ocurrido, siento incluso gozo dentro del sufrimiento.
Con mi tristeza consigo, pues, mantener presente lo ausente, mantenerlo a mi lado,
me mantengo ligado a lo que he perdido, prolongo el duelo. No se me va, pues, mi
tristeza porque no quiero que se me vaya. Mis pensamientos, mis recuerdos, mis
fantasías están entonces impregnados de lo que he perdido, cuando hablo lo evoco
constantemente y la pérdida de la persona perdida puede llegar a adueñarse de mi
existencia. Si estaba muy involucrado con ella, la pérdida me expone a la necesidad de
reorganizar mi vida, y esto es costoso, por lo que persisto en el duelo. Una persona que
se hacía a sí misma los autorreproches que reproducían los reproches que su padre
fallecido le hacía a menudo mantenía esos autorreproches como un modo de mantener el
vínculo con su padre.
En definitiva, la negación de la pérdida me da poder, es una fuente de ambiguo placer
que me preserva del vacío potencial y me hace sentir vivo, aunque a la vez me aprisiona.
Quedo, doloroso y nostálgico, prisionero del ser perdido. La experiencia depresiva, sin
dejar de ser dolorosa, se me puede hacer a veces más tolerable a costa de hacer que
perdure porque hay muchas cosas que la mantienen, pero a costa también de hacer cada
vez más difícil la aceptación de la pérdida y la superación del duelo.

Me comunico con mi experiencia depresiva

En mis relaciones interpersonales, me comunico con mi experiencia depresiva,


aparezco ante los otros con mi miedo, mi tristeza, mi dolor, mi indefensión, mi
desesperanza, mi inhibición, mi mutismo, mis lamentos, mis quejas, mis
autoacusaciones, mi llanto. Son acciones mías que dejan huella en los otros, los
interpelan. Los otros recíprocamente responden a estos mensajes míos: pueden ser
sensibles y tratar de comprender o mostrarse insensibles, pacientes o impacientes,
compasivos o duros, mostrar aceptación, preocupación y apoyo o desaprobación,

80
rechazo, reproches. A veces logro lo que pretendía, otras veces obtengo una respuesta
que no esperaba. Esperaba socorro y apoyo y encuentro abandono. Quería llamarles la
atención, pero se han mostrado indiferentes. Sea cual sea, su respuesta deja huella en mí
e influye en el curso de mi experiencia depresiva, la puede aliviar, pero también agravar
y hacerla duradera.

Un consuelo que puede crear más desconsuelo

Cuando con mi llanto, mi expresión triste y abatida, el relato de mi dolor y mis penas
o mi autohumillación encuentro eco en las personas que me rodean y me hago incluso
«digno de lástima», es probable que mi llanto, mis relatos y mi autohumillación se
fortalezcan, se hagan más frecuentes y pasen a formar parte de mis relaciones habituales
con las personas que me ofrecen su consuelo.
Puedo haberme habituado a utilizar de manera rutinaria
expresiones como «no me molestes, que no estoy de humor»,
«no habléis alto que me duele la cabeza», «no insistas, no
tengo ganas de salir», y otras por el estilo, porque con ellas
puedo eludir circunstancias ingratas. Mi llanto o mi queja «no
me amargues más de lo que estoy» pueden haberse convertido
en una expresión habitual si en ocasiones anteriores me ha
permitido eludir conversaciones incómodas o críticas a mi
comportamiento. He ido eximiéndome cada vez más de
asumir responsabilidades y de realizar tareas penosas si con
mi queja «no estoy en condiciones de hacer nada» los otros se
han hecho cargo de ellas. He ido adquiriendo, casi sin darme
cuenta, gestos de dolor o de enfurruñamiento, expresiones
abatidas, ruidos con la boca o con las manos, movimientos
inquietos, paseos por la estancia en la que estoy, llevar cosas
de un lado para otro, porque a lo largo del tiempo han
cumplido la función de atraer la atención de los otros, de que
me pregunten «¿qué te pasa, no te encuentras bien?» o de que
me ofrezcan alivio para mi malestar. A veces los movimientos inquietos, los paseos por la estancia o el hablar
«por los codos» me sirven también para librarme de situaciones que me están resultando desagradables, como
el silencio o la inactividad.

Las propias relaciones de convivencia familiar, laboral y social pueden convertirse así
en un contexto que puede alimentar mi experiencia depresiva y reducir cada vez más las
experiencias no depresivas, sin que ni yo ni los otros lo estemos haciendo a propósito. Al
contrario, lo hacemos en nombre del apoyo que cabe esperar de las personas allegadas, si
bien los resultados no se corresponden con las buenas intenciones. De hecho, yo puedo
llegar a sentirme culpable por estar siendo responsable de los esfuerzos de los otros y de
que sean por añadidura vanos, ya que yo no salgo de mi estado, y por el clima depresivo
que respiramos. Puedo optar por el silencio para evitar mis sentimientos de culpa y tener
que hablar «siempre de lo mismo», lo cual agrava mi aislamiento. En todo caso, si una
vez que estas relaciones se han convertido en un hábito, la atención se me retira, mi

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experiencia depresiva puede también empeorar.

Soy un auténtico desastre: autorreproches y autocastigo

Aparte de las consecuencias que mi acción culpable o mi trasgresión pueden haber


acarreado, conllevan también sentimiento de culpabilidad y pesar por mi responsabilidad
en la pérdida, la desaparición, el abandono o la muerte de un ser querido o en el fracaso
de un proyecto. Puede acompañarse también de autoacusación, autocrítica y
autodepreciación, vividas en mi fuero interno o manifestadas también a los otros: «no
valgo nada, no sirvo para nada», «soy un auténtico desastre», «soy un mal bicho», «soy
un inútil», «después de lo que he hecho, no merezco que nadie me quiera», «todo ha sido
por mi culpa y lo tengo que pagar», «me lo tenía creído, estaba en las nubes, pero me
han dejado y eso prueba mi poca valía».
Si estos mensajes restauran el favor de los otros, los aplacan y obtienen su
aprobación, su perdón y su consuelo, y además también el alivio de mi pesar, pueden
reforzarse y hacerse más frecuentes. Ello puede ocurrir sobre todo si en mi historia
pasada las autocríticas anunciaban el final de un castigo que se me había impuesto y
aliviaban mi ansiedad o si atenuaban o evitaban el castigo que los demás podrían
aplicarme. En casos extremos, el autocastigo y la autohumillación pueden mantenerse
durante mucho tiempo si me autoestimulo con constantes amenazas anticipadas de las
que necesito librarme.

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Nos refiere Albert Bandura el caso de aquella persona que solo lograba reducir su autodepreciación por lo
que consideraba pecados horribles y la anticipación de las torturas infernales cuando se mortificaba
intensamente durante horas y realizaba compulsivamente rituales de expiación. Como el autocastigo tenía
como consecuencia la evitación de las amenazas anticipadas, se reforzaba y perduraba en el tiempo:
«mantengo a raya la amenaza gracias al castigo que me aplico», decía.

El autocastigo y la autocrítica pueden constituir además una conducta imitativa que


recibe de los otros una alta recompensa: «ella se ha arrepentido y fue perdonada; si tú
haces como ella, te arrepientes y te confiesas culpable, serás perdonado también». Por
eso, se dice que «quien se humilla será ensalzado».

No me soportan

La psicóloga y catedrática de la Universidad de Harvard Kay Redfield Jamison, en su


libro autobiográfico Una mente inquieta, nos narra su experiencia depresiva, que
«destruye las relaciones sociales» y que hace «perder la confianza en las posibilidades de
la existencia, en los placeres del sexo, en las exquisiteces de la música y en la habilidad
de poder reír o hacer reír a los demás». Nos muestra cómo después de una pérdida se
evitan nuevas relaciones afectivas ante la posibilidad de nuevos abandonos, pues amar
nos hace vulnerables al desamor. Pero además, nos dice Kay, «la gente no soporta
permanecer a tu lado cuando estás deprimida. Saben que eres aburrida hasta más no
poder, irritable y paranoica, y malhumorada y sosa y crítica y quisquillosa. Estás aterrada
y aterras a los demás».
En los primeros momentos después de la pérdida y de mi duelo, mi dolor y mi
desconsuelo, me aliviará el consuelo y el apoyo de los otros. Pero si mi tristeza, mi
inhibición, mis quejas, mi malhumor, mi enfurruñamiento, mis comentarios amargos y
sarcásticos, mi demanda de ayuda y de compasión perduran en el tiempo, pueden acabar
siendo un peso para los otros y cansándolos. En ese caso, la compasión y el apoyo que
me mostraban pueden dar paso a la irritación, a la desatención, incluso al reproche: «no
haces más que quejarte», «no te vas a pasar el día metido en la cama para que los demás
te hagan las cosas». Pueden tratar de evitarme. Pero si me evitan, me sentiré peor,
aumentaré tal vez, al menos en un primer momento, la intensidad de mis quejas,
dirigidas ahora también hacia ellos por lo que considero falta de «sensibilidad» o
frialdad hacia mi aflicción, y me evitarán más todavía, lo cual me encierra en un círculo
que empeora mi experiencia depresiva y me sume más en la soledad. Si, en cambio,
evito el contacto con los otros y evito las quejas que me reprochan, es posible que los
demás me eviten también, con lo cual se agravará mi estado. Puedo llegar
equivocadamente a la conclusión de que «ya no me quieren».

ESTOY INACABADO, NO SOY COSA HECHA, ME QUEDA EL PORVENIR

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Desde hace un tiempo, y debido a las pérdidas, las tribulaciones, las penalidades, los
choques y los golpes de la vida, estoy viviendo la crisis de una experiencia depresiva,
cuyos complejos matices hemos ido explorando en los capítulos 1 y 2. Empezó siendo
tal vez un duelo y una tristeza que creí pasajeros, pero me ha ido metiendo en una
vivencia de abatimiento, desvalimiento e inhibición, en una crisis existencial. ¿Podré
restablecerme de mi experiencia depresiva, hacer brotar el agua de la esperanza del
«pozo profundo de la melancolía», liberarme del «laberinto» en el que doy vueltas y más
vueltas sin avanzar, tomar delicadamente en mis manos y acoger con benevolencia mi
tristeza, mi dolor, mi congoja, mi amargura, mi desgana, mi desvalimiento? ¿Podré
desactivar mi parálisis defensiva y elegir, como la niña de la mariposa azul, activar mi
capacidad operante para enfrentarme de otro modo a las tribulaciones, a las penalidades,
«pacificar» y reorganizar la historia de mi vida integrando y recomponiendo en ella todo
lo ocurrido?
No soy cosa hecha, soy historia inacabada, estoy por terminar y por hacerme del todo,
soy transeúnte que sigue haciendo historia y camino al andar, el «libro de
acontecimientos» de mi historia está todavía abierto por la mitad. Me queda, pues, un
amplio margen para convertir la crisis en una oportunidad, y el dolor y el sufrimiento en
la fuerza para seguirme haciendo. Si he podido vivir y sigo viviendo las experiencias
adversas que me han abocado a la experiencia depresiva, también tengo la potestad de
seguirme haciendo con otras experiencias. Y es que, como decía Walter Benjamin, en la
melancolía se descubre «el reflejo de una luz lejana», y la melancolía «puede ser
redimida al enfrentarse consigo misma».
De cómo enfrentarme con esperanza a mi experiencia depresiva, cómo restablecerme
de ella y cómo retomar el rumbo con el reflejo de la luz de mi «tierra prometida» tratan
los próximos capítulos del libro.

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3. LIBERAR LA ESPERANZA PARA SALIR DEL
DESVALIMIENTO, LA INHIBICIÓN Y LA
PARÁLISIS

Hasta entonces, los seres humanos habían vivido libres del mal, no
sujetos a un trabajo gravoso y libres de enfermedades. Pero un día
Epimeteo abrió la caja que le había llevado Pandora y enseguida salieron
y volaron males innumerables, la enfermedad, la locura, la tristeza, la
pobreza, que se desparramaron por toda la tierra. Oculta en el fondo de la
caja estaba la esperanza, pero antes de que pudiera salir y volar para
aliviar todos los males, Pandora dejó caer la tapa, quedando encerrada la
esperanza.

Mi experiencia depresiva me ha quebrantado y ha


trastocado de alguna manera mi existencia, me ha supuesto
una crisis existencial, me ha sumido en la tristeza, el dolor,
el desvalimiento, la desesperanza, la inhibición y la parálisis.
Ahora me está poniendo ante una nueva situación crítica,
ante una elección, ante una decisión: resignarme a la
parálisis y a la desesperanza o levantar la tapa de la caja de
Pandora, liberar la esperanza, desactivar la parálisis, hacer
de la crisis una oportunidad, salir del laberinto y reemprender la navegación hacia la
«tierra prometida», porque, como decía Bombard, «si la sed mata más pronto que el
hambre, la desesperanza es todavía más rápida que la sed».

SOY TAMBIÉN LO QUE NO SOY TODAVÍA Y PUEDO LLEGAR A SER

Me ayudará a liberar la esperanza el hecho de saber, como sé, que mi experiencia


depresiva no es una condena inapelable dictada por una calamidad bioquímica que me
ataca desde dentro y no abarca tampoco todo lo que yo soy ni tiene por qué definir todo
lo que yo puedo ser y me queda por ser y por hacer todavía.

No me devora el pasado, me queda el porvenir

Y es que «estoy inacabado», no soy cosa hecha, estoy sin terminar, soy historia
inacabada; el libro de los acontecimientos de mi historia está abierto por la mitad, que
nos decía la poeta Szymborska. El relato completo de mi biografía está por escribir y
solo puedo seguir completando su «acabado» con lo que está por venir, que, a su vez, se

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me escapa continuamente más allá, me trasciende,
por lo que nunca puedo decir que esté completo del
todo. Y es que corro tras de mí, pero soy un ser que
no puedo alcanzar nunca.
Como Pablo Neruda, «confieso que he vivido»,
no puedo borrar la historia que he vivido, no puedo
dejar de ser mi pasado y de ser lo que he sido. Es
imposible no tomar en consideración el ayer que he
vivido y por tanto la tristeza, el dolor, la parálisis
que mi experiencia depresiva me ha dejado. Soy
historia que no olvida ni amputa el pasado, que es
eco del tiempo vivido que no puedo desvivir.
Tengo tradición, como la tienen los pueblos,
como la tiene la humanidad, y en esa tradición
ocupa un lugar sin duda mi experiencia depresiva. Pero mi tradición no es una condena,
una atadura que no se pueda desatar, un laberinto del que no pueda salir. Mi historia que
avanza no se deja paralizar y devorar por el pasado, no se encalla en él, no estoy
condenado como Sísifo a los esfuerzos vanos, descorazonadores y desesperantes, a
seguir anclado en el pasado, a seguir lamentando mi desesperanza y a un futuro teñido de
pesimismo mientras transito por la vida.

El relato completo de mi biografía está por escribir en la nueva era

El abatimiento y el estancamiento de mi experiencia depresiva de hoy son parte del


antiguo porvenir de aquellos días pasados de mi historia personal en los que soñaba con
esperanza en el destino de la persona que soy hoy, pero en los que seguramente no
esperaba encontrarme en el presente tan abatido como me encuentro hoy. Es que a
menudo los avatares de la vida hacen «retoques» en las ilusiones y propósitos que
forjamos e incluso los defraudan.
Pero soy dueño de mi destino y de mi historia y por eso puedo cambiar el porvenir de
aquel entonces que ya es hoy y hacer que los nuevos porvenires que me quedan por vivir
sean distintos. Puedo romper el hechizo paralizante de los episodios pasados que me
impiden avanzar y seguir escribiendo los pasajes de mi biografía con obras efectivas que
subsanen las pérdidas y fracasos vividos y me ayuden a sobrellevar el trance difícil de
este momento y a restablecerme de mi experiencia depresiva. Puedo, pues, con mi
potestad operante seguir «haciendo tradición» y creando nuevos episodios, pues eso me
hará sentir más fiel a ella y hacerle justicia. Mantenerla incuestionable en la inhibición y
la parálisis sería traicionarla.
Así como los pueblos y la humanidad entera tienen eras o épocas, yo también puedo
iniciar una nueva era en mi historia. Y es que no soy solo la sucesión de lo que he sido y

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estoy siendo, sino que soy también lo posible, lo que no soy todavía, lo que proyecto
hacia el porvenir, hacia dentro de una hora, hacia mañana, y tengo a mano un poder ser
que voy a ir actualizando con mis obras en las posibilidades de mi existencia que están
en bosquejo y no he desarrollado todavía debido a mi estancamiento. Porque, si bien ha
ocupado hasta ahora muchos pasajes de mi historia, mi experiencia depresiva no es una
fatal «patología crónica», puede marcar ahora un punto de inflexión, un antes y un
después en mi historia personal, pues no está escrito que tenga que formar parte de los
pasajes que me quedan por escribir a partir de ahora.

Soy menesteroso, inestable y múltiple

Soy, por eso, menesteroso de lo que me falta, de lo que no está hecho todavía, de lo
que está más allá, ausente, desconocido. De alguna manera, soy «inestable», vivo en
tensión entre lo que soy y lo que siempre me sigue faltando para ser todo lo que puedo
ser, para la «estabilidad» completa. En mi vida cuenta, pues, también lo que sueño y está
recóndito todavía. Cuentan también los sueños que esperan revelarse en los encuentros
compartidos de las relaciones íntimas, de las relaciones de amistad, de las relaciones
laborales, de las relaciones sociales abiertas, de las innumerables actividades placenteras
que, como vamos a ir viendo, me pueden sacar de mi tristeza, que creía que no se me iría
nunca, y llenar de sentido mi vida.
Soy, pues, los objetivos que me quedan por alcanzar todavía, la clase de persona que
anhelo llegar a ser, la «tierra prometida» hacia la que navegaba Bombard, la Ítaca que
anhelaba con nostalgia Ulises. Soy un «ser múltiple» y tengo una «vida plural», porque
no es solo la de este instante, en el que siento todavía la pesadumbre de los pesos y la
pena de las penalidades, sino la de los instantes que están por venir, lo cual me puede
producir desasosiego pues me obliga a elegir, pero también el gozo de las metas que me
quedan por lograr porque lo que quiero y puedo ser me va a arrancar de mi
estancamiento y de mi desesperanza.

«ES LINDA COSA ESPERAR»: LA URDIMBRE QUE TEJE EL PASADO


CON EL FUTURO
Mientras Sancho conversa con su esposa sobre las aventuras vividas al lado de Don Quijote y le reconoce
que no todas las aventuras que uno emprende salen como uno querría, sino más bien «aviesas y torcidas», no
obstante, le confiesa emocionado que «es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando
selvas…».
En la Eneida, la epopeya escrita por Virgilio, Eneas, que ha vivido el dolor de la destrucción de Troya y de
la demolición de sus murallas, se ve separado de ella de manera irreversible, pero es llamado a la acción y
parte hacia Hesperia, la tierra por donde corre el Tíber, en una doble apertura: a un pasado rememorado y a
un futuro en el que se desplegará su acción. Vive así la urdimbre que une y teje su pasado y su futuro.

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Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía
Quien espera desespera,
quien desespera no alcanza.
Por eso es bueno esperar
y no perder la esperanza.
COPLA POPULAR

En la aventura que me abre a lo que puedo ser todavía, y en la que habré de desplegar
mis obras «atravesando montes» para salir del estancamiento, me va a acompañar la
esperanza. Si la desesperanza, y la desesperación como «pérdida total de la esperanza»,
que dice el diccionario, son un hecho propio de mi condición humana y de mi
experiencia depresiva, también lo es la tensión de la esperanza que es vida y estímulo de
vida, la «espuela que acucia tu ardor», que decía Baudelaire. Porque, como canta el
tango de Santos Discépolo, «uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños
prometieron a sus ansias», y, como escribió Ortega y Gasset, la vida es «sed, ansia, afán,
deseo».
Pero a veces ocurre que «quien espera desespera» porque la espera se enfrenta a la
incertidumbre y a la tentación de la desesperanza y, como nos decía Dino Buzzati en El
desierto de los tártaros, ilusiones y desilusiones son los términos de la existencia,
porque con frecuencia no puedo arroparme con la certidumbre de que los esfuerzos serán
coronados por el éxito y los sueños se enfrentan a circunstancias «aviesas y torcidas»,
que decía Sancho, y se me quedan reducidos a cenizas.
Pero también es verdad que «quien desespera no alcanza», pues la desesperanza
conduce a la parálisis de las obras que permitirían alcanzar. Sin esperanza no es
concebible la existencia humana, sin ella la vida no es vida, carece de sentido, porque no
nos resignamos a afanarnos por nada. La esperanza, según André Malraux, se alza contra
todo pensamiento que pretenda justificar el mundo tal cual es, y «un mundo sin
esperanza es irrespirable», y mi existencia se me puede hacer irrespirable también si dejo
estar mi experiencia depresiva tal cual es en este momento. Tal vez por eso decimos que
«la esperanza es lo último que se pierde».

Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme


Desengañada alienta en ti mi vida,
oyendo en el pausado retiro nocturno
ligeramente resbalar las pisadas
de los días juveniles que se alejan
apacibles y graves, en la mirada,
con una misma luz, compasión y reproche;
y van tras ellos como irisado humo
los sueños creados con mi pensamiento,
los hijos del anhelo y la esperanza.
LUIS CERNUDA «Himno a la tristeza»

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La crisis de mi experiencia depresiva por las
pérdidas «de los días juveniles que se alejan» se
puede convertir en la oportunidad para forjar
fértiles proyectos que pueden transformar mi vida
presente y hacerla mejor, en los sueños que son
«hijos del anhelo y la esperanza» en el futuro. En
lugar de lamentarlo, el vacío que a veces siento por
las pérdidas vividas puede cambiar de significado:
se puede llenar y la plenitud se hace posible. Si me
siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme. Es el «poder del vacío», que decía Paul
Valéry, pues puede haber una «creación por el vacío», en la medida en que el vacío apela
a las obras que yo voy a crear para llenarlo. Porque vacare en latín significa «estar
vacío», pero también «tener tiempo» para hacer una cosa, para dedicarse a ella.
El «poder del vacío» se muestra también en el poder generador de la página en
blanco, que Valéry refería a la literatura, pero que yo puedo extender a mi vida, pues
tengo todavía páginas en blanco en mi biografía, y si la página está vacía, en blanco, ya
solo puedo seguir escribiendo en ella nuevos pasajes. Y lo haré con la tinta que tiene el
color que ha ido tomando de mi historia personal y también de mi experiencia depresiva,
pero que puede hacer relatos diferentes, nuevos.

Mi corazón espera otro milagro de la primavera


Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido […].
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
ANTONIO MACHADO

Desciendo hasta lo más profundo de mi melancolía, la escucho acompañada del


recuerdo de lo que he perdido y de los «días juveniles que se alejan», la miro con
compasión y la acepto, como comentaremos en el capítulo 4, pero para ascender de
nuevo y seguir caminando, porque, como dice el poeta William Wordsworth, «la belleza
está esperando mis pasos», porque puedo esperar «otro milagro de la primavera»,
porque, siguiendo de nuevo a Machado, «hoy es siempre todavía», porque la herida de la
pérdida y del fracaso no es irreparable y la «tierra prometida» podría comenzar ya aquí,
en la jornada de hoy. De hecho, ahora, mientras leo este libro, ya estoy dando un paso en
esa dirección. ¡Cuántos más puedo seguir dando!

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Yo también, entre mi pasado y mi porvenir, puedo convertir, como hizo Wordsworth,
la nostalgia en esperanza, la añoranza de las dichas de antaño y de una «edad de oro»,
ahora perdidas, en el anuncio de un nuevo tiempo, de un modo de vida nuevo porque el
anterior no se puede restablecer tal cual era, porque el pasado ya no lo puedo cambiar
por más que ahora lo comprenda mejor. Puedo convertir el «mal de la tierra» perdida de
la nostalgia en la bienaventuranza de la «tierra prometida» que está por explorar todavía,
de una senda aún intacta y enigmática que está esperando mis pasos.
Por ella voy a seguir caminando, sin dejarme inmovilizar por la pérdida, por lo que
pudo haber sido y no fue, sin hacer del presente un callejón sin salida, sin quedarme
presa del recuerdo, cautivo de un pasado imaginariamente magnificado, colgado de lo
que he perdido y con el horizonte oscurecido, sumido en el letargo que me detiene y me
aparta del fluir del mundo, estancado y atrapado en el laberinto, apegado a una memoria
sin mañana, en una espera que se limita a aguardar «a ver qué pasa», en el repliegue de
la cavilación estéril que abatía al personaje del grabado de Durero, incubando mi tristeza
y pretendiendo que el tiempo se detenga y no pase, como si el tiempo se pudiera truncar
a mi antojo.

Esperar con asombro lo desconocido

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E quindi uscimmo a riveder le stelle.
(Y entonces salimos a ver de nuevo las estrellas).
DANTE ALIGHIERI La Divina Comedia

Es este el último verso de «El infierno» de La Divina Comedia de Dante como un


presagio del nuevo camino de luz y de esperanza después de las tinieblas precedentes,
del desposorio dichoso del ser humano con el mar y con el cielo, con el universo
deslumbrante, que siglos más tarde celebrará Albert Camus.
El «todavía» de Machado me dice que puedo incluso hacer lo que no hice nunca hasta
ahora, colmar sueños que no se pudieron colmar en el pasado, recobrar oportunidades y
posibilidades perdidas. Puedo desarrollar un nuevo modo de mirar con asombro a mi
alrededor y entonces la vida me puede ofrecer algo distinto y mejor de lo que yo
esperaba porque, como decía Platón, el asombro es el «principio de la sabiduría». Me
puedo encontrar con algo nuevo, con lo imprevisto, con lo asombroso, con experiencias
que nunca antes había vivido, con aspectos nuevos en aquellas cosas más trilladas,
consabidas y triviales de la vida cotidiana, con matices nuevos que nunca había visto en
los parajes que he recorrido miles de veces, con dimensiones desconocidas de las
personas con las que comparto los nosotros de la existencia, con los bienes y
recompensas que son prominentes para mí y que creí perdidos con la pérdida de la
persona que antaño me los ofrecía o con el fracaso del proyecto en el que había
depositado tantas ilusiones.

Entre el pasado y el porvenir, entre la memoria y la esperanza


Te llaman porvenir
porque no vienes nunca.
Te llaman porvenir,
y esperan que tú llegues
como un animal manso
a comer en su mano.
Pero tú permaneces
más allá de las horas,
agazapado no se sabe dónde.
ÁNGEL GONZÁLEZ

De esa manera, la memoria del pasado que va, como Marcel Proust, A la búsqueda
del tiempo perdido, saca a la luz todo su valor y su significado en mi vida y en la
construcción de la persona que ahora soy, como hacen Rafael Alberti en Retornos de lo
vivo lejano o María Teresa León en Memoria de la melancolía. Entonces, así rescatado
el pasado en mi recuerdo, dejo que se enlace en cada ahora de mi presente y en la
vivencia del «pasar» con el porvenir enigmático que todavía no es, pero que será, aunque
ahora esté «agazapado no se sabe dónde». Dejo que la memoria se unifique con la
esperanza, la evocación del pasado con la invocación del porvenir.

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Gano el futuro, me gano a mí mismo y me conozco mejor

De ese modo, lo «vivo lejano», el «tiempo perdido», lo que he sido y vivido cobra un
nuevo significado, justamente porque ya no me paraliza, no me estanca, sino que puede
arrojar su luz sobre mi futuro y proyectarme hacia delante para salir al encuentro de lo
que espero, de la belleza que «está esperando mis pasos», porque avanzar con esperanza
combina con pro-sperar. Porque vivir, decía Ortega, «es siempre, sin pausa ni descanso,
hacer, realizar un futuro», conseguir ser de hecho lo que somos en proyecto.
Vivir es lo contrario de no hacer nada o de solo «hacer tiempo». Y de ese modo
también el porvenir se llena de mayor significado porque, para decirlo de nuevo con
Ortega, «el mañana tiene para cada ser viviente distinto espesor, según sea de espeso el
ayer que conserva la reminiscencia». Lleno el vacío del futuro de aquellos versos de
Bécquer que leíamos en el capítulo 1 y le doy así a mi historia y a mi biografía
perspectiva y dimensión de futuro. Escapo a la tiranía del tiempo que pasa
inexorablemente porque la vivencia de la inercia de mi experiencia depresiva se
transforma en vivencia del avance hacia lo venidero.
Gano así el futuro y me gano a mí mismo, me veo más completo, más auténtico, y
veo mi biografía y mi historia de una manera más panorámica. Y siento la satisfacción
de poder reconciliarme sin escisiones con la totalidad integrada de mi existencia y de
todas mis experiencias, incluyendo mi experiencia depresiva, de verme contemplando
todo el curso de mi vida que se cruza con el curso de la vida de los otros que la
comparten conmigo. De esa manera, me conozco mejor y de un modo más completo que
replegándome ensimismado en mis cavilaciones. Con la inhibición y el estancamiento,
en cambio, pierdo el futuro y me pierdo a mí mismo.

Solo desde la noche se llega al alba

Entonces el «tiempo perdido» se me hace «tiempo recobrado» y «tiempo por venir»


en un continuo sin interrupciones. Recobro las experiencias del pasado y las rescato de
su transitoriedad para que se incorporen a las que me quedan por vivir, aunque sean
pocas, aunque me quede poco tiempo, y entonces el pasado constituye el futuro y la
reminiscencia se hace «memoria del futuro», como quería Paul Ricoeur.
Pero no es un futuro que se desprende con inercia en forma de restos del pasado, sino
el resultado deliberado de las oportunidades que yo con mis obras extraigo del presente.
Y entonces los avatares y las pérdidas, las tribulaciones y las penalidades, lejos de ser
una catástrofe, se convierten en una oportunidad para reforzar esa continuidad y darle
sentido, porque en realidad, después de un crepúsculo depresivo, el único camino para
llegar a la luz del alba es la noche, a veces noche oscura, y en cada alba, en cada
amanecer, puedo retomar cada día el rumbo para ganar el futuro.
Es este el mejor modo de estar a la altura de lo que lamento haber perdido porque

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incluso lo que he perdido, lo que ya no volverá como las golondrinas de Bécquer, ya no
es un lastre que me impide avanzar, sino que se convierte en un acicate, y entonces lo
gano de nuevo, pero en una nueva dimensión de mi vida. Entonces también lo más
cuestionable de mi pasado adquiere nueva luz, es redimido.

Acepto los riesgos y la incertidumbre y soy paciente

Pero es verdad que a veces lo que anticipo y espero tiene un perfil indefinido todavía,
no tiene confines y límites precisos, es un poco «ilimitado», lo cual hace a veces más
atractiva y gozosa su anticipación, pero también más imprecisas las obras que me pueden
llevar a poseerlo y más arriesgadas. Por eso la esperanza requiere correr riesgos porque
no siempre sé de antemano qué me voy a encontrar. Requiere consentirme cierta dosis de
incertidumbre, de «vértigo». Si salgo en busca de lo que espero, también estoy abierto a
encontrarme a veces con lo inesperado, ya que, como advertía Bombard: «no debes
apresurarte demasiado en tu esperanza, no olvides que cuando ciertas pruebas parecen
insoportables, pueden surgir otras que borren el recuerdo de las primeras». La esperanza
requiere además que el compromiso sea paciente, darme tiempo, dar tiempo al tiempo
porque la esperanza supone que a menudo he de postergar por un tiempo las
satisfacciones inmediatas y he de esperar sin impaciencia las recompensas más valiosas.

No huyo del pasado, lo incorporo con ojos indulgentes


Lo importante no es lo que hagan de nosotros,
sino lo que hagamos nosotros de lo que hicieron de nosotros.
JEAN-PAUL SARTRE

Y no voy hacia el porvenir como huyendo en retirada del pasado, sino justamente
porque es mío y puedo dejarlo salir del abismo del olvido y reavivar el rescoldo del
recuerdo e incorporarlo con lucidez y compasión, porque, como decía María Teresa
León, «la memoria puede tener los ojos indulgentes». No es «a pesar de» la adversidad y
de las pérdidas del pasado, o como si no hubiera pasado nada y pudiera volver a empezar
de cero, sino contando con que están inscritas en mi historia como puedo seguir
recorriendo la senda de mi existencia para transformarlas y reparar los daños que me han
podido causar.

Soy transeúnte en el tiempo, aprovechando el tiempo, sin dejarlo


escapar
Ayer se fue, mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.

93
FRANCISCO DE QUEVEDO

Entre la memoria y la esperanza, tomo conciencia también de mi temporalidad y de


mi transitoriedad, de que «lo nuestro es pasar», del tiempo que se está yendo sin parar y
negando el instante y que a veces «ha mordido la fortuna», como decía Quevedo. Pero
no es un tiempo que veo pasar, sino que es un tiempo en el que yo, que soy itinerante y
transeúnte, me siento incorporado y me prolongo y que va llegando en cada segundo que
pasa. Me voy tropezando con él porque me viene al encuentro puntualmente milímetro a
milímetro, segundo a segundo, sin faltar a la cita, y me arrastra consigo hacia el
porvenir. No lo puedo evitar, no me puedo resistir a él, es ineludible, por más que
quisiera «bajarme» por un instante del tiempo que corre veloz. Por eso, aunque no
siempre sea plenamente consciente de ello, vivo siempre en espera, en expectativa del
instante siguiente, «devorando tiempo», que decía también Machado.
No es tampoco un tiempo vacío, pues lo puedo ir llenando de mis experiencias, de
mis obras, de mi historia. Por eso, la temporalidad de mi existencia y de mi vivencia
depresiva es una invitación a aprovechar responsablemente el tiempo que no se detiene
y que se acaba, a no dejarlo escapar. Por eso, metido en el río de la vida que no se
detiene mientras va hacia el mar, puedo elegir cómo hago la travesía: si me limito a
«hacer tiempo» o a «matar el tiempo» o si aprovecho las oportunidades y posibilidades
que el tiempo me ofrece y lo voy llenando activamente dando forma con mis obras al
proyecto de restablecerme de la parálisis. «Matar el tiempo» es matar esas oportunidades
y posibilidades y continuar en el estancamiento.

UNA ESPERANZA AFINCADA EN LAS OBRAS


Esperanza es un esfuerzo por hacer algo
de una determinada manera,
no un deseo de que algo sea de esa manera.
G. I. GURDJIEFF

Pero mi esperanza no es una contemplación vacía, una vana ilusión de cumplimiento


de sueños. No es la vacuidad de las quimeras que a veces sentía Rousseau o de las
ensoñaciones de paraísos artificiales de Hölderlin o de Jean-Paul Richter, que son tan
solo la envoltura que encubre el vacío de la desdicha pero que no contribuyen a llenarlo.
Las quimeras no conocen los impedimentos de la realidad y buscan las satisfacciones
inmediatas de manera impaciente, esperando en vano su advenimiento sin hacer nada. Es
algo más que un entusiasta y optimista «todo se arreglará» que escamotea la dura
realidad.

Salir de la parálisis, hacerme cargo y desplegar las alas

94
Como vimos en la introducción, los antiguos otorgaban ambivalencia a la melancolía,
un poder de sombra y de luz, de hundimiento y elevación, de pasividad y acción
creadora. Si tomo ahora esa dualidad como alegoría, mi compromiso para salir de la
parálisis es optar por la luz, por la elevación, por la acción creadora. Es hacer emerger
del fondo oscuro de mi experiencia depresiva un poder de iluminación, de lucidez, una
fuente de conocimiento y de sabiduría, hacer de la huella que dejaron en mí las pérdidas
el rastro para un reencuentro creativo. Es hacer que la figura femenina del grabado de
Durero salga de la parálisis y despliegue las alas y hacer de su ensimismamiento y de sus
cavilaciones un impulso para la acción en lugar de un freno.
Y es que la esperanza es un impulso afincado en las
obras. Es, aun en medio del duelo, del dolor y de la tristeza,
salir del letargo y del repliegue sobre mí mismo, «encender
la luz en lugar de lamentar la oscuridad» y levantarme para
hacerme cargo y tomar las riendas de la situación creada por
Salir de la parálisis y desplegar las tribulaciones y las penalidades, «tomar muy de veras el
las alas vivir», que decía Baltasar Gracián, adoptar un estilo de vida
activo, antidepresivo y liberador.
Son, en efecto, mis obras las que van a hacer efectiva mi
esperanza. Es el compromiso con mis obras lo que me va a
permitir «atravesar montes, escudriñar selvas», que decía
Sancho, lo que me va a hacer recuperar el control sobre los
acontecimientos adversos, hacerles contrapeso a los pesos
que me causan pesadumbre, involucrarme de nuevo en
experiencias en las que podré volver a lograr bienes y
recompensas tan valiosos y gozosos o más que los que he
perdido. Sin ese compromiso, la esperanza es «una ilusión
peligrosa», que escribió Camus.
Si soy también lo que proyecto hacia el porvenir, soy las Encender la luz en lugar de
obras que me falta por hacer para hacerme cargo de mi lamentar la oscuridad
tristeza, mi dolor y mi desgana y transformarlos (capítulo 4),
para revisar mis monólogos pesimistas (capítulo 5) y para activar un plan de acción que
me saque de mi estancamiento (capítulo 6).

Ya solo puedo ganar, si he tocado fondo ya solo puedo subir

Cuando me veo así tomando cartas en el asunto y llevando las riendas, me siento
menos víctima pasiva de los golpes de la vida y se reducen mis sentimientos de
desvalimiento e indefensión. Porque incluso en aquellos casos en que parece que ya no
hay nada que hacer, que no veo resultados a pesar de los esfuerzos, que la suerte está
echada y que todo está perdido, incluso entonces tengo la potestad de jugármelo todo,

95
pues «ya solo puedo ganar», como le decía Milton Erikson a
una mujer que quería suicidarse y que finalmente desistió de
hacerlo porque pudo dar sentido a su vida. Del mismo modo,
si la adversidad me ha hundido tanto que he tocado fondo, ya
solo puedo subir. Además, si sopla fuerte el viento de la
adversidad y de la «negra sombra», puedo construir un
molino de viento en lugar de amurallarme.

El poder recuperador y liberador de la resiliencia

Cuando encaro mi
Construir un molino de viento, no
experiencia depresiva y la asumo
una muralla
como un problema que puede
ser resuelto, puedo desarrollar la
resiliencia, esa propiedad de los resortes de absorber energía
cuando se les aplica una fuerza de deformación, y de
liberarla cuando se les quita la carga. Es la capacidad para
afrontar la perturbación de la adversidad, los pesos y las
cargas que me causan pesadumbre, los choques y los golpes Los resortes son resilientes
que me «deforman», y recuperarme y salir de la prueba más
fortalecido, liberando más energía de la que tenía antes de la perturbación. Entonces la
experiencia depresiva ya no es una muestra de debilidad, sino que desvela otra cosa, el
envés de mi fortaleza. Pero resiliencia no es invulnerabilidad, como si la adversidad no
me hubiera afectado; al contrario, es una muestra de mi capacidad para sentir cómo se
abate sobre mí y para reaccionar activamente al abatimiento.

¿CÓMO EMPEZAR?

Si he decidido desactivar mi parálisis, salir del estancamiento y desplegar las alas,


voy a poder seguir desplegando el proyecto de mi vida mediante las obras que realizan
la esperanza.

1. Dueño de mi vida: un ejercicio de autodeterminación que desafía


las profecías

Afrontar mi experiencia depresiva es un ejercicio de autodeterminación y de dominio


que comporta asumir el gobierno de mi vida, ser dueño de mí mismo y de mi destino, no
un «juguete del destino», reivindicar el valor de mi propia dignidad como patrimonio de
la humanidad. Es una decisión que puedo afianzar con monólogos autoafirmativos de los

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que volveremos a hablar en el capítulo 5.
«La pérdida ha sido dura, me ha abatido, me ha hecho daño, me
entristece y me duele, pero ahora soy yo quien decide, no tengo ni
siquiera que olvidar lo perdido, lo voy a tomar como una
oportunidad para seguir adelante, para ser fiel a su memoria.» «No
quiero que el dolor y la tristeza sean un pretexto para quedarme
estancado, pues entonces los mantengo más todavía en el tiempo.
Si sigo adelante, encontraré nuevos motivos de gozo en la vida y la
tristeza y el dolor se aliviarán.» «Sé que el pasado no lo puedo
cambiar, y que lo que he perdido ya no vuelve, pero ahora tengo en
mis manos el logro de muchos otros objetivos importantes.»

Este ejercicio de autodeterminación me permite


convertir la pregunta «¿qué va a ser de mí?», que
deja al azar el porvenir, en la pregunta «¿qué y
cómo voy a ser yo?», que ya no deja al azar lo que
«de mí vaya a ser», sino que lo deja en mis manos,
como la mariposa azul, en lo que yo «voy a hacer
de mí», que no soy «cosa hecha». Este ejercicio de autodeterminación supone además
desafiar la profecía de quienes me dicen que mi experiencia depresiva es una condena
que se ha instalado, ni se sabe cuándo, ni se sabe cómo, en mis neurotransmisores, que es
una «enfermedad crónica» que seguirá su curso inexorable.

2. Identifico lo que me ha llevado y me lleva a la experiencia depresiva

Dedico un tiempo de reflexión para identificar e incluso poner por escrito qué
episodios de mi vida han precipitado y están precipitando mi experiencia depresiva, qué
pérdidas he vivido y estoy viviendo, qué es lo que me pesa y me produce pesadumbre,
qué tribulaciones me atribulan y acongojan, qué es lo que da miedo y me entristece, qué
es lo que me produce desvalimiento y desesperanza, de qué me culpabilizo.

a) Identifico los acontecimientos que en la «zona fronteriza» de la izquierda de ABC


han desencadenado la experiencia depresiva: pérdida de seres queridos, de una
relación afectiva, de bienes, del empleo, de la vivienda por un desahucio,
abandonos, desengaños, fracaso de proyectos en los que había depositado mucha
ilusión, el diagnóstico de una enfermedad grave, un conflicto interpersonal, una
experiencia de maltrato. Lo hago del modo más específico y concreto posible,
describiendo el «dónde», el «cómo» y el «cuándo» de la adversidad
desencadenante.
b) Anoto qué pienso en esas situaciones, qué cavilo, qué es lo que me digo a mí
mismo en mis monólogos: «no es justo lo que me ha pasado», «no voy a ser capaz
de salir de esto», «lo he perdido por mi culpa», «si me implico en una nueva

97
relación, me va a pasar lo mismo», «doy vueltas y más vueltas y no soy capaz de
tomar la decisión».
c) Anoto el impacto emocional que me ha producido y me está produciendo: dolor,
miedo, tristeza, desgana, ansiedad, angustia, pesadumbre, vergüenza, culpabilidad,
amargura, malhumor, ira. Puedo tratar de graduar la intensidad emocional (de 1,
muy poco intenso, a 10, intensísimo), lo cual me permitirá verificar posteriormente
en qué medida las acciones de afrontamiento que voy a realizar modifican esa
intensidad y me dará pistas de qué hacer y cómo hacerlo.
d) Anoto las reacciones fisiológicas que me produce: dolor de cabeza, un nudo en la
garganta, tensión muscular, cansancio, agotamiento, falta de apetito, lentitud al
andar y al hablar.
e) Anoto lo que suelo hacer en esas ocasiones: me quedo en cama, evito salir de casa,
paso muchas horas delante del televisor, abandono tareas de las que soy
responsable, me quejo, me autoacuso, lloro, expreso mi malhumor y doy malas
contestaciones a todo el mundo, me tomo unas copas, tomo una pastilla, pongo
disculpas para no salir cuando me invitan, no voy al trabajo, pido la baja laboral.
f ) Anoto las consecuencias de lo que hago: consigo que los otros me suplan, se me
quita la tristeza de momento, aunque vuelve al poco tiempo, los otros se alejan de
mí, cada vez me siento más solo.

3. ¿Qué es lo que está en juego y cuánto me importa?

Hay cosas en la vida que me traen sin cuidado, que no me preocupan, que no están en
juego, ni siquiera me pregunto por ellas. Pero ¿qué es lo que está en juego ahora mismo
en mi vida?, ¿en qué medida mi experiencia depresiva me preocupa y «corre a mi
cuidado»? ¿Está poniendo en juego mi existencia, malogrando mi vida, limitando mis
posibilidades profesionales, afectivas, impidiéndome ser lo que quiero ser y hacer lo que
quiero y necesito hacer? ¿Se decía de mí «va para más», y ahora, en cambio, mi
experiencia depresiva no solo no me ayuda a ir a más, sino que incluso me hace
retroceder?
En función de lo que mi experiencia depresiva está poniendo en juego en mi vida,
¿cuánto me importa, en una escala de 1 a 10, salir del estancamiento, ponerme en
marcha y hacer un cambio de vida?

4. En buena compañía: me baso en mis competencias y habilidades


personales
Y uno aprende que realmente
puede aguantar,
que uno realmente es fuerte,

98
que uno realmente vale.
JORGE LUIS BORGES Aprendiendo

Si me importa afrontar mi experiencia depresiva,


no parto de cero, porque puedo revelar los episodios
más fructuosos y creativos que ya he vivido en el
transcurso de mi vida. Soy competente en muchos
ámbitos de la vida y lo he llegado a ser a costa de
recorrer otras «travesías del desierto» en medio de
la adversidad y de soportar con tenacidad muchas
cargas sin sucumbir, he acumulado una abundante
reserva de competencias y habilidades personales y
profesionales que me otorgan fortaleza y he
aprendido que soy fuerte, que valgo.
Si subrayo estas competencias y recursos («a lo
largo de mi vida he resuelto con solvencia muchos
problemas», «en otras ocasiones en que me parecía
que había tocado fondo, pude volver a subir») y si tomo conciencia también de que he
podido y puedo contar con apoyos, eso me hará sentirme fiel a lo mejor de mi historia
personal y a hacerle justicia, me ayudará a mitigar el recuerdo de las experiencias
negativas, a contrarrestar la inhibición y el sentimiento de desvalimiento con un
sentimiento de dominio, y entonces la crisis existencial de mi experiencia depresiva será
un reto o un desafío estimulante más que una amenaza.
Esto me ayudará también a responder, en una escala de 1 a 10, a la pregunta de
cuánto confío en que podré sobreponerme a mi experiencia depresiva, cómo es de firme
mi confianza y como puedo estar seguro de que lo voy a lograr. La esperanza incluye
espera y confianza, y mi esperanza podrá ser, como la define Laín Entralgo, espera
confiada en la medida en que se base en mi compromiso activo, operante. Es en este
compromiso donde puedo desvelar cuánto puedo confiar en mis propias fuerzas, en qué
medida soy yo una buena compañía para mí mismo en el trayecto que quiero recorrer y
cuánto es digno de crédito y de confianza también el apoyo de los otros.

5. Salir del camino trillado y remover la inercia del pasado

No solo me pesan las pérdidas, también me pesa lo que me he habituado a hacer para
afrontarlas: la inhibición defensiva, el repliegue sobre mí mismo, la huida de las
situaciones que me evocan la pérdida, las cavilaciones, las autoacusaciones. Son hábitos
que he aprendido a realizar porque, como vimos en el capítulo 2, de alguna manera me
han funcionado y no va a ser fácil cambiarlos. Pero la inercia del camino trillado y de las
acciones automáticas y repetitivas puede ser un obstáculo para el cambio pues

99
contrarresta la conciencia de mis fortalezas y me hace repetir la letanía del monólogo
«no puedo, no puedo, no puedo».
Encerrarme en casa, pasar horas y horas en la cama, encadenando uno tras otro programa de televisión o
navegando por Internet sin rumbo fijo son prácticas que me proporcionan satisfacciones inmediatas y me
evitan tener que encarar circunstancias adversas o establecer lazos interpersonales. Pero son comportamientos
que también me van sumiendo cada vez más en la espiral del abatimiento, que me roban autonomía para ser
dueño de mi vida y llegar a ser la persona que siempre he dicho que quería ser.

Salir del estancamiento requiere, pues, salir de los caminos trillados, de la inercia del
pasado y de las rutinas de la inhibición, poner en cuestión la letanía del «no puedo» o
«no tengo la fuerza necesaria para cambiar», pues ¿de qué me sirve insistir en la propia
impotencia?, ¿qué resuelve?, ¿me da fuerza acaso?

6. Doy sentido y significado a mi vida

Mi experiencia depresiva es parte de mi vida, pero no es toda mi vida. Si quiero dar


sentido y significado a mi vida, he de contar con las experiencias que quiero vivir a
partir de ahora para ser la persona que puedo y quiero ser. Si soy responsable de ser
como soy, también lo soy de cómo quiero ser a partir de ahora, qué sentido le quiero dar
a mi vida, qué la puede llenar de sentido, que le puede dar plenitud.

Dar sentido a la vida es elegir y arriesgar con mis obras

Dar sentido a mi vida es un empeño en el que corro riesgos porque no cuento con una
certeza absoluta, es una elección que incluye la ambivalencia, el pro y el contra, el
vértigo que junta el miedo y la atracción, el deseo de lo que temo y el miedo de lo que
deseo, espera confiada y angustia ante la incertidumbre. Pero si, en cambio, rechazo
correr riesgos, rechazo también engendrar el sentido de mi vida porque lo propio de la
existencia es elegir. Por eso, las elecciones existenciales comportan angustia, como ya
nos advertía Kierkegaard. Pero si ahora elijo hacer del dolor y del sufrimiento un
aliciente, la base para una vida nueva, entonces el sufrimiento dará paso también al goce
y a la serenidad.
Pero el sentido de la vida no es un enunciado teórico ni una mera aspiración. No es
como un objeto que se pueda encontrar, adquirir o comprar en una tienda. No existe
sentido y significado de la vida más que en la medida en que lo engendro con mis obras.
Aunque a veces se habla de encontrarse a sí mismo, uno mismo tampoco es algo que se
encuentra, es un yo biográfico que se hace, que se va realizando, que se crea en el
trayecto de la existencia. Por eso, el sentido y el significado de mi vida exige ser vivido
con pasión porque pone en juego todo lo que yo soy, todo lo que yo hago y lo que quiero
llegar a ser.

100
Una vida significativa, pues, es una vida que voy haciendo con la anticipación
esperanzada de resultados valiosos y gratificantes y mediante la inmersión en
experiencias que me pueden deparar esos resultados de manera estable, no de manera
efímera y pasajera, y en las que experimento logro, control, dominio, aun cuando el
esfuerzo sea algunas veces costoso y no placentero a corto plazo. Una vida pobre de
significado o deprimida es una vida con pocos resultados valiosos y gratificantes. Mi
vida se empobrece cuando las pérdidas, los fracasos, las penalidades y los golpes que no
puedo controlar le arrebatan el disfrute de bienes que le daban significado y suscitan,
como vimos en el capítulo 2, anticipaciones desesperanzadas y pesimistas que
promueven la evitación defensiva.

Los valores que llenan de sentido y de visión mi vida


—Por favor, ¿podría decirme el camino que debo tomar desde aquí?
—preguntó Alicia.
—Eso depende en gran medida de dónde quieras llegar —dijo el Gato.
—No me preocupa mucho adónde —dijo Alicia.
—En tal caso, poco importa el camino que tomes —respondió el Gato.
LEWIS CARROLL
Alicia en el País de las Maravillas

Los valores son reglas, principios, ideales, sueños que me sirven como criterio y
guía de mis obras y de lo que quiero llegar a ser. Son la brújula que señala la dirección,
la finalidad, el propósito del camino que voy haciendo y que llenan de sentido mi vida,
que le dan un «porqué». Dibujan la visión de la «tierra prometida» que me inspira y a la
que quiero llegar, que me suscita la anticipación esperanzada de recompensas
significativas, me motiva para la acción y me llama y me atrae desde el horizonte del
porvenir que siempre está más allá, que nunca se alcanza del todo pero que hace que sea
«linda cosa esperar».
Se concretan, pues, en mis obras más que en mis
emociones, pues a menudo obrar de acuerdo con mis valores
requiere renuncias y momentos dolorosos. Si la música es un
valor para mí y digo que valoro mucho la música y que la
música es valiosa para mí y que me motiva, ese valor se
manifiesta más en la práctica de un instrumento musical, en
la afición al canto o en la asistencia a un concierto que en la
propia experiencia emocional placentera que la música me
depara.
Valoro mi conducta y la de los otros como apropiada o
no, coherente o incoherente, valiosa o no en la medida en
que se ajuste o no a los valores. En esa misma medida, la
hago merecedora de estima o desestima, de aprobación o Los valores son mi brújula

101
censura. Una vida valiosa es una vida que obedece a valores
que me importan, y cuando obro de acuerdo con ellos me siento bien, aunque me
suponga en lo inmediato soportar incluso momentos dolorosos porque «quien tiene algo
por lo que vivir, es capaz de soportar cualquier cómo», que dijo Nietzsche. Los valores
determinan también en qué medida las consecuencias que obtengo con mis obras son o
no capaces de reforzarlas y de darles significado. Algo que para otros puede ser muy
gratificante a mí me puede resultar indiferente porque no responde a mis valores.
De hecho, persevero en una tarea ardua, me entreno duramente durante meses, ensayo una y otra vez y
recorro etapas difíciles en la medida en que espero alcanzar a medio y largo plazo resultados que están
conectados con los valores que me guían, sea el deporte, la ejecución de un instrumento musical, el
compromiso profesional, una vida en pareja confortable basada en la complicidad. Es dolorosa la pérdida por
la que estoy en duelo después del divorcio, pero la afronto por el valor que le otorgo a la paternidad que sigo
viviendo más allá del divorcio. Es doloroso salir de la inhibición y de la inercia que me están robando el
control que tenía de mi vida, y por eso las afronto porque le otorgo mucho valor a mi autonomía, a ser dueño
de mí mismo, al despliegue de mis competencias profesionales.

¿Qué quiero yo de la vida en este momento?, ¿qué valores quiero que den sentido
a mi vida y la reactiven a partir de ahora sabiendo que actuar en coherencia con los
valores no siempre me va a resultar ni cómodo ni fácil?
¿Qué valores me inspiran en la vida en las diferentes áreas significativas de mi
vida: vida familiar y de pareja, relaciones sociales y de amistad, vida laboral y
profesional, formación personal, ocio y tiempo libre, bienestar, salud y calidad de
vida?
¿Hasta qué punto es importante para mí cada uno de estos valores, en una escala
de 1 a 10?
¿En qué medida mis obras de cada día concretan y son coherentes con esos
valores, en una escala de 1 a 10?, ¿en qué medida el tiempo que dedico a mis hijos
es coherente con el valor de «ser un buen padre» y de «estar disponible»?, ¿en qué
medida mi parálisis y mi sedentarismo son coherentes con el valor de una «vida
saludable» en la que hasta ahora incluía la práctica de ejercicio físico habitual?,
¿en qué medida el estancamiento que supone la pérdida del trabajo o la baja
laboral es coherente con el valor de un compromiso profesional, en el que primaba
la creatividad, la innovación, el trabajo en equipo que hasta ahora venía
manteniendo y que la experiencia depresiva ha interrumpido?, ¿en qué medida mi
retraimiento, mi ensimismamiento y mi parálisis defensiva son coherentes con el
valor que otorgo a conocer nuevos amigos y poder vivir una relación de pareja
basada en la intimidad, en el apoyo mutuo, en la confianza, en la complicidad que
alguna vez he vivido?, ¿en qué medida mi abatimiento triste es coherente con el
valor que tenían para mí el juego, la diversión y la risa compartidos, los paseos
junto al río, las tardes de cine, música o teatro, el cultivo de una afición que
mantenía con pasión desde hace años y que he abandonado después de la pérdida o
el abandono?

102
¿En qué medida existe una brecha entre mis valores y mi comportamiento actual y
en qué medida mi estancamiento me está haciendo renunciar a esos valores?, ¿qué
estoy evitando, de qué estoy huyendo, qué estoy dejando de hacer que antes hacía
en nombre de los valores que me inspiraban?, ¿qué me estoy perdiendo metido en
el «pozo de la melancolía» y en el laberinto?
¿Qué visión tengo de mí, cómo me gustaría llegar a ser y cómo me gustaría
comportarme para colmar esos valores que se dibujan en el horizonte?
¿Cómo me gustaría que me recordaran las personas que me conocen en cuanto a
mi coherencia con mis valores?
¿Cómo sería mi vida, qué estaría haciendo ahora en las diferentes áreas
significativas de mi vida si no estuviera viviendo la experiencia depresiva?

Pero si me guían los valores, no tengo que esperar a salir del estancamiento para
vivirlos, también puedo dar sentido a mi vida en medio de la tristeza, el dolor y el
desvalimiento porque, al acogerlos, como veremos en el capítulo 4, pongo de manifiesto
que lo que he perdido o el proyecto que ha fracasado tenía y tiene para mí mucho valor.
Si me siento hundido pues «se me ha venido el mundo encima» y parece una ruina,
incluso entonces me puede guiar el valor que doy a mi dignidad personal, que quiero
restablecer porque, como dijo Unamuno, «una ruina puede ser una esperanza», y es en
todo caso parte de un patrimonio valioso, y porque, según Walter Benjamin, las ruinas
del pasado pueden crear el futuro.

Objetivos y obras dotados de sentido para hacer el camino

Los valores que dan sentido a mi vida dan sentido también a los objetivos concretos
que tengo la esperanza de alcanzar. Los objetivos son consecuencias y resultados
valiosos que quiero ir alcanzando con mis obras, lugares concretos donde quiero llegar
en cada una de las etapas de mi camino. Apuntan hacia resultados que tienen valor, pero
son los valores la fuerza que me guía a la hora de establecer objetivos y trabajar para
conseguirlos. Un determinado resultado es más o menos importante, valioso y
gratificante en la medida en que concreta y actualiza un valor importante para mí.
Cuando me comprometo en las obras que me van a ayudar a alcanzar el objetivo de
restablecerme de mi experiencia depresiva, es posible que no lo logre de inmediato, pero
caminando hacia ese objetivo estaré poniendo en marcha el valor que tiene para mí salir
del estancamiento y recuperar el gobierno de mi vida, y una vida más significativa,
valiosa, satisfactoria y plena.
Pero si a los objetivos de mi camino les dan sentido los valores, mis obras, a su vez,
adquieren sentido por la presencia anticipada del más allá de los objetivos a los que
intento llegar. Los objetivos están ausentes todavía, pero los dejo entrever y los hago
presentes en las acciones que son su testigo y que van a ir configurando mi proyecto de

103
cambio. Amo mis decisiones y mis acciones porque en ellas presencio los objetivos
ausentes, porque son acciones dotadas del sentido que les dan los objetivos y los
valores. Los objetivos ausentes no están presentes solo en mi intención, sino en mi
intención hecha obra.
En todo caso, no sé todavía lo que me aguarda tras el horizonte de cada objetivo una
vez alcanzado y hacia cuántos otros horizontes tendré que caminar todavía para
restablecerme de mi experiencia depresiva. Pero sí puedo estar seguro de que con el
compromiso de mis obras a partir de ahora yo tendré mucho que ver con lo que me
aguarda tras el horizonte.

7. Empezar cuanto antes, ahora es el momento de echar a andar

Ya los antiguos, desde Hipócrates, fueron


conscientes de lo importante que era acudir a
tiempo para aliviar la aflicción de la melancolía
antes de que los hábitos estuvieran muy arraigados.
Yo también puedo seguir la recomendación de
Bernard Shaw, «no esperes el momento oportuno,
créalo», acudir a tiempo y crear con mi compromiso
con las obras el momento oportuno para pasar de la
tristeza a la alegría, de la inhibición a la acción, de
la desesperación a la esperanza, de la desgana a las
ganas de vivir, del sinsentido al sentido de la vida.
Porque si no lo creo deliberadamente yo, si le doy
largas y lo postergo esperando a que «se me pasen
primero la tristeza y el abatimiento», si lo delego en una pastilla que reequilibre
quiméricos desequilibrios, puede que el momento oportuno nunca llegue; al contrario,
puede que la tristeza, la inhibición, el abatimiento y la desesperanza se hagan entretanto
cada vez mayores. No se me pasarán la tristeza y el abatimiento si yo primero con mis
valores, objetivos y obras no creo el momento de que se me pasen. ¿Podría ser este,
mientras leo este libro, un buen momento para mí? Si aprovecho el momento y la
ocasión, no solo me recuperaré de la crisis que ahora vivo, sino que saldré de ella más
resiliente, más fortalecido incluso para hacer frente a otras posibles adversidades
venideras.

104
4. AMA TU ALEGRÍA Y AMA TU TRISTEZA

Me dijo una tarde


de la primavera:
Ama tu alegría
y ama tu tristeza
si buscas caminos
en flor en la tierra.
ANTONIO MACHADO

En el mismísimo templo del Deleite


tiene la velada Melancolía su santuario soberano
JOHN KEATS
«Oda a la melancolía»

Voy buscando caminos en flor en la tierra y quisiera tener siempre experiencias


agradables y felices, recuerdos placenteros, pensamientos optimistas y esas emociones
que llamamos «positivas», como la alegría, y rehuir recuerdos penosos, pensamientos
pesimistas y esas emociones que llamamos «negativas»: tristeza, miedo, angustia, dolor,
pesar, amargura, desesperanza. Pero los caminos por los que transito no solo están
bordados de flores, sino que tienen también espinas, como las rosas, alegrías y tristezas,
entusiasmo y abatimiento, esperanza y desesperanza, melancolía «en el mismísimo
templo del deleite».
Puedo querer evitar la tristeza, los recuerdos dolorosos, las penas y la desesperanza
que encierra mi experiencia depresiva, pero ¿puedo también contar con ellos, acogerlos,
aceptarlos, mientras sigo buscando a la vez los caminos en flor, mientras navego hacia la
Ítaca que deseo? ¿Puedo incluso amar la tristeza, como sugiere Machado, como cosa
mía, como testimonio de la vida que estoy viviendo, como parte de mi existencia? Si he
decidido que este es un buen momento para abrir la caja de Pandora y dar con esperanza
un vuelco a mi experiencia depresiva, este podría ser también un buen comienzo.

EL VINO HARÁ OLVIDAR LAS PENAS DEL AMOR


Procuro olvidarte
siguiendo la ruta de un pájaro herido,
procuro alejarme
de aquellos lugares en que nos quisimos.
Canción

«¡Adónde vais huyendo las ilusiones, que nos dejáis sin vida los corazones!», se
lamenta Jorge en el brindis de la zarzuela Marina de Emilio Arrieta. Y para hacer frente

105
a la pérdida de las ilusiones que huyen, canta: «A beber, a beber, a ahogar el grito del
dolor, que el vino hará olvidar las penas del amor». Y Roque añade que el vino «aleja de
las penas la negra bruma». «Quiero emborrachar mi corazón para olvidar un loco amor,
que más que amor es un sufrir», canta el tango. Y también: «Si las copas traen consuelo,
aquí estoy con mis desvelos para ahogarlos de una vez».

La literatura, la música, el arte y la vida cotidiana nos ofrecen numerosas muestras de


cómo procuramos huir de pensamientos, recuerdos, emociones y sensaciones que
consideramos dolorosos, y también de los lugares que nos evocan pérdidas,
separaciones, abandonos, fracasos y desengaños para evitar así revivir el dolor de un
amor «que es un sufrir». Beber hasta emborracharse para hacer frente a esas
tribulaciones y desvelos de la vida y para olvidar, para evitar la tristeza y la amargura
que produce la «cruel verdad» del abandono amoroso, para evitar el recuerdo
atormentado y las emociones evocados por el amor que se fue, por el fracaso de
proyectos largamente acariciados, por la experiencia traumática hace tiempo vivida pero
que un lugar o el vuelo de un pájaro herido traen de nuevo a la memoria es una vivencia
que a menudo forma parte de la experiencia depresiva.

«Quítate eso de la cabeza, haz por olvidar»

Las pérdidas, los fracasos, los pesos, las tribulaciones y las penalidades que han
desencadenado mi experiencia depresiva me afectan, me producen todos aquellos afectos
que conocimos en el capítulo 1: miedo, tristeza, pena, dolor, angustia, desesperanza.
Cuando toman la forma de un «choque doloroso» o de los «golpes de la vida» frente a

106
los cuales mis esfuerzos, como los de Sísifo, son vanos y desesperantes y me hunden en
el desvalimiento y en la indefensión, entonces siento desaliento y desesperanza. Son
afectos desagradables porque son testigos de las desagradables penalidades, son el «grito
del dolor» y las penas que me dejan la pérdida de un amor y las ilusiones que huyen
«dejándome sin vida el corazón».

Como en un espejo

Una vez que he vivido la pérdida, vuelvo a pensar, a


recordar, a imaginar los días felices que, como las
golondrinas de Bécquer, ya no volverán y a revivir los
sentimientos que la pérdida me ha dejado.
Pero no solo vivo la experiencia, sino que además me
hago consciente de cómo la estoy viviendo. Al igual que me
miro en el espejo miles de veces, también dedico tiempo a
contemplar mi experiencia depresiva, los sucesos que la han
desencadenado y todo el cúmulo de vivencias que está
dejando en mi vida, y todas esas experiencias que
denominamos experiencias privadas, pues las vivo aun cuando no las haga públicas y no
siempre las dé a conocer: emociones, pensamientos, recuerdos, fantasías, sensaciones.
Y al verme así sumido en la experiencia depresiva, me señalo a veces con el dedo
acusador y me digo: «no deberías dejarte afectar de esa manera, debes ser fuerte»,
«procura olvidar, aléjate», «no seas pesimista». Rompería de buena gana el espejo para
no tener que contemplar las experiencias adversas vividas y junto con ellas esos
recuerdos que duelen, esos pensamientos pesimistas que me atormentan y no me dejan
dormir, esas emociones que me dejan «por los suelos» y me bañan en lágrimas, esas
sensaciones de desasosiego. Puesto que están coloreadas con el significado desagradable
de las experiencias adversas vividas, se convierten ellas mismas en señales
desagradables que trato de evitar, de combatir, de olvidar.

Una recomendación con amplio respaldo

Las recomendaciones que combaten las experiencias privadas cuentan con un amplio
respaldo social.
«Deberías hacer algo para quitarte esa tristeza», «haz por olvidar», «no deberías dejarte afectar de esa
manera, pérdidas las tenemos todos, pero no nos ponemos así», «ya es hora de que levantes ese ánimo»,
«tienes que poner de tu parte».

Me suelen dejar la amarga impresión de que quienes las hacen no me comprenden.


Ellos se frustran también por su ineficacia persuasiva. Y parece que me dicen, sin querer,

107
que setirme triste o apesadumbrado es algo
anormal. La atención profesional se hace a menudo
también portavoz de esas recomendaciones: «le voy
a dar algo para quitarle esa ansiedad y esa tristeza».

Una arbitraria escisión y una vida a


medias

Estas recomendaciones escinden mis


experiencias privadas y las califican como
«positivas» y «negativas», «buenas» y «malas»;
hacen equivalente «positivo» y «bueno» y
«negativo» y «malo», y dan a entender que lo
positivo tiene sentido y lo negativo no. Es como si
el malestar vivido en las tribulaciones y las penalidades no formara parte de la condición
humana, no fuera el eco de esos avatares de la vida y no tuviera sentido y significado. Es
como si a mi condición humana se le pudiera escindir una parte de sus vivencias
emocionales, seccionarle la mitad de su existencia, aquella que me confronta con la
adversidad y aquella que me permite los logros que solo se alcanzan con espera paciente,
con dolor, con sufrimiento, y tantas veces por veredas tortuosas o surcando mares
borrascosos.
Sería entonces mi vida una vida a medias, partida por la mitad, no una vida plena, en
plenitud. Sería como no poder gritar o retorcerme de dolor cuando me hago una herida o
cuando me hieren, o como no poder gemir cuando se me muere un ser querido, o como
no sentir angustia y vértigo asomado al abismo. Sería en definitiva como renegar de mi
propia existencia, en la que van de la mano las dichas y las desdichas, las venturas y
desventuras, la alegría y la tristeza, el deleite y la melancolía.
Me quieren hacer creer además que estoy mal por vivir esas experiencias «negativas»,
que lo suyo es estar bien, y que solo estaré bien si las evito, las combato, me desprendo
de ellas y opto por las «positivas». Es como si fuera una sencilla elección, como si
pudiera eliminar los recuerdos, los pensamientos y las emociones calificados de
negativos, como si pudiera pedir la alegría y la felicidad y me fueran concedidas al
instante, como si los afectos estuvieran disponibles a la venta en algún lugar, como si
fueran cosas de libre adquisición y de quita y pon, con independencia de las adversas
experiencias vitales en las que surgen.
Es como si lo que me pasa en los duros avatares de la vida pudiera repararse con una
buena dosis de pensamientos positivos, como si de repente pudiera parar el mundo y
quitarle todo lo que conlleva de penalidad, de dolor, de sufrimiento y de desesperanza.
Pero la realidad es que las experiencias de la vida me afectan favorable o
desfavorablemente, positiva o negativamente, y eso es lo que determina el carácter de

108
mis afectos. Antes de preguntar, pues, si la alegría es más «positiva» y «mejor» que la
tristeza, es preferible preguntar qué experiencias vitales me producen la alegría y cuáles
la tristeza.

El alivio de la evitación y el precio que pago

En todo caso, si tomo esas recomendaciones y calificaciones al pie de la letra y me las


aplico a mí mismo, entonces la tristeza o los recuerdos dolorosos ya no son solo
calificados como «malos» o «negativos», sino que «son» literalmente malos y negativos
y, en consecuencia, en mis monólogos los vivo así y me autocensuro por vivirlos: «es
espantoso, no quiero ni pensarlo», «es impropio de mí tanto abatimiento», «este recuerdo
me hace daño, debo olvidar». Me parecerá razonable entonces que, si «son» malos y
negativos y me hacen sentir mal, será bueno y deseable lo contrario, evitarlos,
combatirlos como se combate con ansiedad todo lo malo para sentirse bien, al igual que
me quito una piedra del zapato.
Puedo no querer por nada del mundo volver a experimentar la desilusión, el dolor, la tristeza que he
sentido por una pérdida y tal vez, por eso, trato de evitar el recuerdo y las emociones y me digo en mis
monólogos: «sufro al recordarlo, procuro olvidar, recordarlo me duele y me pone triste, me hace sentir fatal».
Si bebo para anestesiarme y olvidar, y consigo así olvidar y quitarme el dolor y la pena que siento, volveré a
beber porque me da resultado, al menos a corto plazo. Pero como los recuerdos vuelven y también el dolor y
la pena, vuelvo a beber otra vez más, y de ese modo puedo estar haciéndome poco a poco y casi sin darme
cuenta dependiente del alcohol.

Si me levanto de la cama o del sofá y retomo actividades


pendientes o acudo a lugares que compartía con la persona
que he perdido, me vienen recuerdos tristes y me pongo a
pensar que la pérdida ha sido por mi culpa, que ya no voy a
ser capaz de hacer nada sin esa persona, e incluso me vienen
pensamientos que me parecen «horrorosos» y «perversos»,
sentimientos de venganza, deseos de hacer daño, de vengarme
del abandono o del daño que me han hecho, y que a veces me
hacen verme como un «mal bicho» o como un «monstruo».
Entonces opto por dejarme estar en el sofá viendo televisión o
me quedo en la cama tratando de adormilarme y compruebo
que desaparecen, al menos por un tiempo, mis recuerdos
tristes, mis pensamientos de culpabilidad y de inutilidad y mis
sentimientos de venganza. Compruebo también que la
tentación de quedarme en el sofá o en la cama dormitando se hace cada vez más frecuente porque tiene una
consecuencia que la refuerza, que es librarme de los recuerdos tristes y de los pensamientos que no quiero
tener. Pero compruebo también que estas ventajas inmediatas agravan a la larga mi parálisis y mi inutilidad y
que mi experiencia depresiva va a peor.

La evitación y el combate, en efecto, son conductas que tienen la consecuencia


reforzadora del alivio, al menos de manera inmediata. Por eso se convierten a menudo
en una práctica habitual y frecuente, pero también pago por ellas un precio que afecta al
curso de mi experiencia depresiva.
La evitación y el alivio momentáneo que produce reafirman la literalidad de las

109
recomendaciones: «si evito estos recuerdos y estas emociones es porque “son” malos,
negativos e insufribles; si no lo fueran, no los evitaría». De este modo la evitación se
refuerza y las emociones y recuerdos se convierten además en un pretexto: «cuando bebo
o me quedo en la cama, al menos me quito los recuerdos dolorosos y alivio un poco mi
tristeza», «no puedo hacer nada y seguir adelante a menos que se me vaya esta tristeza».

Un vano intento: como pedirle al viento que deje de soplar


En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día;
ya no siento el corazón.
ANTONIO MACHADO

Muchas veces, la evitación no parece tener inconvenientes. Así, evito el aburrimiento


no acudiendo a ver una película que me han dicho que es aburridísima. Evito la ansiedad
no acudiendo a una reunión porque uno de los asistentes «me pone de los nervios».
Como «no quiero revivir los disgustos que allí viví», no acudo a lugares en los que tuve
experiencias ingratas.
Pero en otras muchas ocasiones mis intentos por evitar mis experiencias privadas sí
tienen inconvenientes, sobre todo cuando me ocupan mucho tiempo e interfieren en mi

110
vida diaria y cuando se convierten en un debate que prolonga mi duelo y me deparan la
experiencia frustrante del esfuerzo inútil que agrava mi sentimiento de indefensión y mi
abatimiento, tan inútil como el de quien tratara de huir de su sombra o el de pedirle al
viento que deje de soplar.
«Me paso el día luchando contra estos recuerdos dolorosos», decía una mujer que recordaba su atribulada
vida de pareja, y al dolor de las experiencias vividas se añadía el dolor del combate. Durante su vida en
pareja, había tratado de ahogar con pastillas y con alcohol la tristeza y el dolor que le producía el maltrato.
Mientras centraba sus esfuerzos en combatirlos, soportaba el daño que la relación le estaba produciendo y
postergaba las soluciones. Era como si un bombero dirigiera la manguera al humo y no al fuego.

Y es que pretender arrancar de mi experiencia depresiva


las experiencias privadas no es lo mismo que quitarme una
piedra del zapato o sacudirme el polvo. Es un vano intento
que también el tango me recuerda: «las penas hondas de
amor y desengaño como las hierbas malas son duras de
arrancar». Pretender no sentir la «espina» del dolor o de la
nostalgia de la pasión vivida que clavan en el corazón las
pérdidas equivaldría a no sentir el corazón en el que se
clavan, a perder mi capacidad de sentir. Combatir las experiencias
privadas es como dirigir la
Pero además la tristeza, el dolor y la ansiedad que manguera al humo
acompañan a mis vanos intentos se suman a la tristeza y el
dolor que intentaban suprimir. La tristeza y el dolor que me provoca una pérdida se
suelen disipar con el tiempo. Pero el combate los puede exacerbar, y entonces
experimentan un efecto rebote que también el tango atestigua: «quiero por los dos mi
copa alzar para olvidar mi obstinación, y más la vuelvo a recordar».
Por otra parte, la atención que presto a mis experiencias privadas al intentar
combatirlas les sirve además de caja de resonancia, las amplifica. Es imposible dejar de
tener «malos recuerdos» y «malos pensamientos» mientras estoy intentando desecharlos.
Los intentos por ahuyentarlos los hacen presentes.

EMPRENDO EL CAMINO DE LA ACEPTACIÓN LIBERADORA


Y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos.
JORGE LUIS BORGES
Aprendiendo

Después de haber liberado la esperanza de la caja de Pandora, puedo emprender el


primer tramo del camino que me va a llevar a la «tierra prometida» que perfilan mis
valores en el horizonte.

1. Estoy conmigo y contemplo la totalidad de mi existencia

111
Recuperarme de la crisis de mi experiencia
depresiva y salir del «laberinto» incluso más
fortalecido supone, como primera tarea, estar
conmigo, mirarme al espejo y reconocer y honrar la
fuente caudalosa de valor que brota de la totalidad
integral de mi biografía, de mi historia, del
patrimonio de la humanidad que soy, reconciliarme
con ella sin escisiones y exclusiones, no renegar de
ella y de la totalidad de las experiencias vividas en
el curso de mi existencia. Mi identidad singular e
irrepetible está hecha de gozos y sombras, de luz y
oscuridad, de victorias y derrotas. Amo a la vez dos Contemplo la totalidad de mi existencia
cosas que parecen antitéticas pero que forman parte
por igual de mi existencia. En ambas estoy yo y en ambas reside mi vitalidad, mi
plenitud.

Hago sitio a mi experiencia depresiva y me demoro en ella

Si quiero vivir una vida en plenitud y no una vida a medias, esto supone, pues,
reconocer «con la cabeza alta y los ojos abiertos» las pérdidas, los fracasos y las derrotas
sufridas y aceptar, sin el vano intento de las descalificaciones, evitaciones y combates,
que en este momento la experiencia depresiva está entretejida con la urdimbre y la trama
de mi tejido biográfico, que estoy existiendo con ella y en ella, que ocupa un lugar en mi
vida con las emociones, recuerdos, pensamientos y sensaciones que son míos.
Por eso, guiado por los valores que dan sentido a mi vida, conecto con ella, le hago
sitio, le doy acomodo, me demoro en ella para poder sentir cómo palpita en mi vida, ya
que no es un inquilino que tengo domiciliado en los neurotransmisores sino una
experiencia que hago, que vivo a cada instante. Si me demoro sin prisas, podré además
evitar decisiones precipitadas e impulsivas.
Hacerle sitio supone bajar al «pozo de la melancolía» para sentirla allí, meterme en el
«laberinto» para hacerme cargo de lo difícil que resulta salir. Y es que no podría vivir si
fuera refractario a la tristeza y al dolor. Como decía Émil Durkheim en su libro El
suicidio: «Hay dolores a los que solo podemos adaptarnos si los queremos, y el placer
que en ellos encontramos tiene algo de melancólico. Pues la melancolía solo es mórbida
cuando ocupa demasiado espacio en la vida, pero es igualmente mórbida una vida que la
excluya totalmente». Esto es lo que me va a permitir trascender poco a poco mi tristeza,
mi desgana, mi inhibición y transfigurarlos, y sentir con Ítalo Calvino que la melancolía
es entonces «tristeza que se ha hecho ligera», y mirarme al espejo sin el dedo acusador.
Me va a ayudar a mitigar el sufrimiento y la ansiedad del combate agotador.

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Un acto de rebeldía y valentía que me recompensa
Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, mucho valor.
ÁNGEL GONZÁLEZ

Hacerle sitio y demorarme en ella no es sumisión conformista. Es, por el contrario, un


acto de rebeldía contra la sumisión y la resignación, la continuación de aquel acto de
autodeterminación y reafirmación que comentábamos en el capítulo 3, que me conecta
con mis experiencias privadas, me hace experimentarlas directamente, vivenciarlas y
conocerlas mejor, que es tanto como conocerme mejor a mí mismo. Compruebo que
tomo así las riendas y el gobierno de mi vida y de mis experiencias vitales. Si hasta
ahora eran los recuerdos dolorosos, los pensamientos pesimistas y las emociones
desagradables los que condicionaban mi vida y mis esfuerzos de combate y evitación,
ahora soy yo el dueño de mí mismo y experimento sentimientos de dominio y de triunfo.
Me otorgo la recompensa de estar conmigo, de atenderme a mí mismo, de reivindicar el
valor de mi plenitud.
Es además un acto de valentía, porque «hay que ser muy valiente para vivir con
miedo», con dolor, con tristeza, con sufrimiento. Exponerme a los recuerdos que me
entristecen y me dan miedo y aceptarlos es ya una muestra de valor. Valentía no es
ausencia de miedo y de dolor, es la determinación de afrontar la experiencia en que los
vivo. Decía Confucio que él no habría escogido como lugarteniente a alguien que
luchara con tigres y atravesara ríos sin sentir miedo, sino a alguien que tuviera miedo al
entrar en acción.

Un acto transgresor y liberador que gana la partida a la evitación

Es un acto transgresor y de insubordinación también porque desafío las


recomendaciones y calificativos que escinden la integridad de mi experiencia y alientan
el combate y la evitación. Descubro la paradoja de que cuanto menos intento combatir
mi dolor y ahogar mi tristeza y los recuerdos dolorosos, más pronto se me van y se
disuelven en el tiempo, que cuanto más los quiero controlar y prohibir, más
incontrolables se vuelven y que cuanto más quiero renunciar a ellos combatiéndolos,
más irrenunciables se me hacen y menos se me van. Además, cuando me expongo a lo
que evitaba y me dejo estar sin huir, se pone en marcha un proceso de habituación que
reduce el miedo y la ansiedad y me los hace menos aversivos. La exposición gana así a
la evitación.
Es también, pues, un acto liberador, pues cuando acepto mis experiencias privadas
como algo mío, ya no tengo que ocuparme del vano combate contra ellas, me siento

113
liberado, comienzan a irse y empiezo a salir del laberinto. El tiempo y la energía que
hasta ahora invertía en el combate y en la evitación me quedan disponibles para las
muchas acciones esperanzadas y productivas que veremos en el capítulo 6.

Una experiencia de aprendizaje y de autoconocimiento

Hacerle sitio a mi experiencia depresiva me


depara además la oportunidad de aprender a
compenetrarme más conmigo mismo, a adquirir una
nueva y más amplia perspectiva sobre mí mismo, a
verme con un campo de visión más amplio y
panorámico, de un modo más completo, con más
matices. Me descubro con una sensibilidad especial,
a veces a flor de piel, para sentir a fondo el impacto
emocional de una pérdida o de un fracaso, para
recordar y narrar con detalles muy vívidos sucesos
adversos del pasado, para grabar en mis
sensaciones, en mi respiración, en la tensión de mis músculos la presión que me están
produciendo las pérdidas y los fracasos, para descubrir «puntos sensibles» que tal vez
desconocía, para conocer mi fortaleza y mi temple frente a la adversidad.
Si acepto mi tristeza, también podré comprender mejor mi dicha, y también la
secreta unidad de las dos en mi biografía. Si acepto mi desesperanza, comprenderé
mi deseo de encontrar una salida y las dificultades para encontrarla.
Aceptar la pesadumbre de las limitaciones me hará más consciente también de mi
transitoriedad, de mi finitud.
Aceptar el duelo que siento por mí en medio de la pérdida me permite poder
cuestionar tal vez la imagen que proyecto sobre los otros y tener así una idea más
clara de quién soy para ellos. Aprendo también a ver a los otros como algo más
que la percepción que yo hasta ahora tenía de ellos.
Podré aprender a renunciar al lugar que he perdido con la pérdida, a desprenderme
del rol que desempeñaba en la relación anterior y a desempeñar el que me
demanden las nuevas relaciones, sentir afecto por alguien diferente y aceptar el
afecto de quienes me querrán de manera diferente a como me quería la persona
perdida. Si a lo largo de los años me he visto a mí mismo «a través de los ojos» de
la persona que he perdido, podré aprender a verme a través de los ojos de otra
persona.
La pérdida me pone también «los pies en la tierra», pone de manifiesto los límites,
la fugacidad de las cosas, mi propia vulnerabilidad, me permite descubrir hasta
qué punto estaba dependiente de la persona que he perdido. Me anima también a
buscar en lo sucesivo apoyo en los otros para tratar de resolver problemas cuya

114
solución he postergado porque me sentía protegido y evitar así nuevas pérdidas y
fracasos.

No necesito «beber del Leteo», no necesito olvidar

Aunque a veces procuro olvidar, recuperarme de la crisis y rehacer mi vida no


implica tener que «beber de las aguas del río Leteo», que, según la mitología, hacía
olvidar completamente la vida pasada, y olvidar lo que he perdido, si bien con el paso
del tiempo disminuirán la frecuencia e intensidad de los episodios de tristeza y de dolor.
Podré aceptar más y más el hecho de la pérdida, aceptar también el desprendimiento y la
desvinculación y aceptar, en su caso, que lo perdido ya no puede ser restaurado y ya no
estará siempre presente en el recuerdo. Si la pérdida ha sido debida a la muerte, no
olvidaré a los que se fueron, pero podré aceptar la pérdida irreversible sin un sentimiento
abrumador, podré «matar a los muertos», como alguien dijo, dejar que «descansen en
paz» y seguir viviendo su memoria para ser fiel a su legado, lo cual prolongará el
vínculo, en lugar de querer «irme con ellos» o «reunirme con ellos».
No solo no olvido, sino que reconozco la belleza del amor perdido y la felicidad que
me ha deparado y el valor de recompensa que para mí tenía la persona perdida. Aunque
el amor sea perecedero y haya sido efímero, no deja de ser una exaltación de la vida
vivida, de «tu hermosura y mi dicha» que contemplaban las golondrinas de Bécquer.
Esta belleza y esta felicidad, que la imaginación y el recuerdo a veces idealizan hasta lo
magnífico y lo sublime, me pueden compensar por la pérdida y ayudarme incluso a
trascender el dolor y la tristeza de la pérdida y a decir con serenidad «fue bueno mientras
duró».

Pero puede no ser fácil

Cuando he vivido pasadas experiencias traumáticas, como la experiencia de maltrato


y abuso, que han durado mucho tiempo y que me han provocado fuertes reacciones de
miedo, asco o vergüenza y conductas de evitación difíciles de desmontar y que me hacen
estar permanentemente vigilante, puede no serme fácil exponerme ahora a los
pensamientos, recuerdos y emociones que me evocan la experiencia vivida. Puede ser
difícil exponerme a emociones, recuerdos y sensaciones inquietantes si creo que me
pueden hacer perder el control, que se me pueden ir de las manos o que puedo hacer
«una tontería» si no las aparto como sea. También me será difícil hacerles sitio a las
emociones tristes si anticipo que de ese modo no van a cesar nunca, aun cuando en
realidad es el combate el que hace que no cesen.
Me puede ser difícil aceptar si en el curso de mi vida he aprendido que aceptar
determinados sentimientos es una muestra de debilidad o de ser «demasiado emocional»,

115
si me tomo al pie de la letra las recomendaciones que dicen que es preferible tratar de
distraerse cuando se siente tristeza o que «tengo que hacer que no me afecten tanto las
cosas», aun cuando no por eso dejan de afectarme.

2. Una práctica perseverante y paciente

Si decido emprender este primer tramo del camino, me será muy útil dedicar un
tiempo y un lugar a lo largo del día a practicar la exposición y la aceptación deliberada
de las experiencias privadas que hasta ahora trataba de evitar. Habrá días, sin embargo,
en que no será fácil encontrar ese momento y ese lugar y habré de practicarlas
justamente en los momentos en que las estoy viviendo. Así, lo puedo hacer mientras
camino por la calle, viajo en autobús, cocino o friego los platos, en medio del ajetreo, en
una reunión «insufrible», en una discusión acalorada o en una espera «desesperante». En
todo caso, la clave está en la práctica perseverante y paciente que contrarreste la
conducta de evitación y combate.

3. Voy hasta la raíz: me siento vivir cuando me duele


Siento el dolor menguarme poco a poco […].
Parecerá a la gente desvarío
preciarme deste mal do me destruyo:
yo lo tengo por única ventura.
GARCILASO DE LA VEGA
No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles […].
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
PEDRO SALINAS
La voz a ti debida

El reconocimiento de mis experiencias privadas no es un acto de voluntarismo ciego.


Es un acto radical porque supone reconocerles su verdad y su raíz en las pérdidas, los
fracasos, las tribulaciones, las penalidades, las desventuras. Como última forma de amar,
el dolor que siento es el eco del amor perdido; puede ser una «ventura», como lo era para
Garcilaso. El dolor punzante y violento es testimonio de una experiencia extrema,
lacerante. No son fenómenos desencarnados, las vivo como señales de vida, ecos
emocionales de la experiencia que estoy viviendo. Están encarnadas en ella y en ella
encuentran su significado, aseguran que esa experiencia ha ocurrido o está ocurriendo y
que las pérdidas y su impacto no son una mentira. Tienen motivos, pues, no son sucesos
«inmotivados», como decían las doctrinas.

116
Razón, emoción y sensación juntas

La tradición filosófica occidental ha realzado el «yo


pensante», el yo que razona y contrapone razón y emoción,
como si las actividades racionales estuvieran desprovistas de
emoción, y como si las emociones fueran algo «irracional» y
no estuvieran también cargadas de la verdad de la vida, de
«lógica» y de sentido. Ha creado un prejuicio contra las
emociones, considerándolas de menor categoría que lo
racional. Según esa tradición, lo racional debería estar
desprovisto de emoción, debería ser «desapasionado» para
poder ser «objetivo». La razón daría lugar al conocimiento y
a la verdad y la emoción llevaría al extravío. En mi
aceptación, en cambio, reivindico la totalidad de mi
biografía e integro la verdad de la razón y la emoción.
Esta misma tradición filosófica también ha favorecido el
antagonismo entre la sensualidad y la razón, entre los deseos
desordenados, concupiscentes e «impuros» de la carne y de
la sensualidad y la pureza del espíritu. También Marsilio Ficino, el clérigo florentino que
conocimos en la introducción, consideraba que el alma es «señora y reina del cuerpo» y
que el cuerpo es «siervo del alma», y que procede cultivar con diligencia el
entendimiento, que es, según Ficino, «incorpóreo» y el único que puede conocer la
verdad. Lo corporal y sensual ha sido difamado como «inferior» e «irracional» y habría
que combatirlo, domesticarlo, reprimirlo y someterlo a la razón que sería «superior».

117
Pero en realidad no solo conozco a través de mi pensamiento, de mi razonamiento,
también conozco y me conozco a través de mis sensaciones corporales, pues, como decía
Juan de la Cruz, no basta solo con saber las cosas, sino que es preciso también gustarlas.
Fortaleciendo mis sensaciones, mi sensualidad, me rebelo contra la tiranía de la razón,
que a menudo dictamina lo que se «debería» o «no debería» sentir y reprime y combate
sensaciones y emociones que no parecen «razonables».

El gozo de sentirme vivir

La tristeza, el dolor y el sufrimiento no se oponen a la vida, son parte de ella. En


medio del dolor y la tristeza, experimento el gozo de sentirme vivir, existir, palpitar,
como Salinas. Cuanto más los acepto, más me siento vivir, más vida vivo y más
dispuesto estoy a abrazar también los gozos de la vida cuando llegan. Es que también el
padecer me permite experimentar, conocer. Padeciendo las cosas, las comprendo mejor,
más profundamente. Pathos es una palabra griega que significa precisamente
«experiencia», «vivencia», «acontecimiento», «pasión». El recuerdo doloroso de la
persona que ha muerto puede ser a la vez una fuente de gozo cuando la imagino cerca de
mí, hablo en silencio con ella, soy fiel a su memoria y a su legado.
Puedo, pues, seguirles el rastro hasta las experiencias adversas en las que echan sus
raíces y encuentran su verdad, pues así me dan más luz, me hacen más lúcido, las

118
comprendo mejor.
Pueden ser, en efecto, emociones, sensaciones, recuerdos de una experiencia traumática vivida, de un
abuso sexual cuyo recuerdo «me produce repugnancia y una vergüenza horrible», de una relación conflictiva,
opresiva y dañina cuyo recuerdo «hace que me atenacen de nuevo el miedo y la tristeza» y sienta tensión en
los hombros y en la mandíbula, y cuya amenaza inminente anticipada me produce ansiedad y angustia, de las
pérdidas derivadas de un divorcio por el que «estoy rojo de rabia», de un abandono doloroso que ahora me
hace tener «miedo a que me rechacen y abandonen de nuevo».

No las descalifico, las renombro

Al reconocerles su verdad y comprenderlas mejor, puedo revisar las expresiones con


las que hasta ahora tal vez las enjuiciaba y descalificaba: «es una tontería sentir lo que
estoy sintiendo», «no tiene sentido sentirme así», «debería estar contento, no hay razones
para sentirme como me siento», «debo de estar loco para recordar estas cosas». Ahora
puedo renombrarlas de una manera descriptiva aludiendo a su raíz.
Puedo reconocer que «algo importante ha sucedido en mi vida», que «lo que ha ocurrido no es ninguna
tontería, y precisamente por ello me ha afectado, ha dejado huellas, incluso cicatrices», que «el fracaso que he
vivido me ha afectado mucho y por eso estoy tratando desesperadamente de olvidarlo», que «tenía mucho
sentido para mí el proyecto que ha terminado en fracaso, a lo que no hago más que darle vueltas sin conseguir
dejar de pensar», que «se me ha humillado y por eso siento dolor y rabia», que lo que siento tiene sentido y
significado, que su intensidad y «anormalidad» son normales en las circunstancias intensas, extremas y
«anormales» que estoy viviendo. En definitiva, que me siento vivir con lo que siento, aunque me hace sufrir.

4. Me expongo y las contemplo con atención plenamente consciente


Había plantado una bonita pradera y un buen día comprobó que en ella crecían dientes de león. Decidido a
no consentirlo, arrancó los primeros dientes de león que aparecieron, pero volvieron a crecer. En su empeño
por combatirlos, optó por el uso de herbicidas, pero el desafío continuó. Alguien le dijo que los dientes de
león provenían de las parcelas vecinas e hizo las oportunas gestiones para que los vecinos se unieran a su
cruzada, pero fue inútil. Desesperado, pidió ayuda al Ministerio de Agricultura, que en su respuesta decía:
«Hemos consultado a todos nuestros expertos y nuestro consejo es que aprenda a amar sus dientes de león».

119
Amar los dientes de león

Me doy cuenta de ellas

Si el miedo, la tristeza y los recuerdos dolorosos


forman parte de la vida, al igual que los dientes de
león forman parte de las praderas, resulta inútil
luchar contra ellos. Si querer combatirlos y
arrancarlos los reactiva, tal vez sea mejor dejar de
resistirse a ellos, «no despreciar nuestras horas de
dolor», como nos recomendaba Rainer Maria Rilke
en su Décima elegía de Duino, y aprender a
amarlos. Me rindo, pues, a la evidencia de su
presencia en mí, como algo que pertenece a la
plenitud de mi vida y que me está ocurriendo aquí y
ahora. Me abro a ellos, me doy cuenta de ellos, no
les vuelvo la espalda, los contemplo «cara a cara»,
con atención plenamente consciente, como quien
mira con curiosidad un paisaje. Me los digo incluso en voz alta.
«La pérdida ha sido dolorosa y el recuerdo me sigue produciendo dolor, pero el dolor es una señal del
valor que tenía lo que he perdido, y del valor de lo que yo he invertido en la relación, de la capacidad de amar
que he mostrado», decía un hombre mientras se daba cuenta de los recuerdos dolorosos del abandono y los
contemplaba activamente como algo suyo.

120
Soy ser de carne y hueso y tengo sed de carne y vida
Si no existieran ellos, ellos, ellos,
los labios y los ojos y la sangre,
felicidad, desgracia no tendrían
donde saciar su sed de carne y vida
PEDRO SALINAS
Razón de amor

«¡Oye, que no soy de piedra!», digo cuando


alguien me ofende, dando a entender que la ofensa
toca las fibras sensibles de mi «ser de carne y
hueso», que reivindicaba Miguel de Unamuno,
carnal y somático, no de piedra, y que a veces siente
el abatimiento que se refleja en el Retrato del
doctor Gachet de Vincent van Gogh que tiene el
tronco encogido y «la expresión desolada de
nuestro tiempo», en palabras del propio pintor. La
Vincent van Gogh, Retrato del doctor Gachet
totalidad de mi existencia está somatizada, y para
(1890) que la felicidad y la desgracia acontezcan son
precisos «los labios y los ojos y la sangre». Soy mi
cuerpo y mi cuerpo expresa lo que soy y lo que vivo.
También siento, pues, que mi experiencia
depresiva tiene «sed de carne y vida», pues también
ella es somática, corporal, carnal, no es una
experiencia etérea, incorpórea. Al igual que las
hojas de hierba nacen de la tierra, así también la
tristeza, el dolor, los recuerdos dolorosos, los
pensamientos pesimistas se nutren de la tierra de
todo mi cuerpo, de sus sensaciones visuales,
auditivas, olfativas, táctiles, gustativas, y de las
sensaciones que proceden de mis vísceras y de mis
movimientos musculares. «Los recuerdos no
habitan solo en la memoria, sino dentro de toda mi
carne», escribió Gabriel Miró. Las emociones y las
Pliegue de Veraguth sensaciones son en sí mismas movimiento expresivo
de todo mi ser. Literalmente, e-moción es «mover
hacia fuera», está ligada al movimiento, es con-moción. Cuando estoy emocionado,
estoy corporalmente conmovido.
Lloro una pérdida y sería imposible el llanto sin las glándulas que producen mis
lágrimas. Se inscribe mi tristeza también en los hombros hundidos, los párpados caídos,
la mirada gacha, la comisura de los labios hacia abajo, la frente arrugada o ese gesto

121
arrugado del rostro triste con las cejas oblicuas hacia arriba y hacia dentro que configura
el llamado pliegue de Veraguth, por referencia al neurólogo suizo que lo describió.

Prefiero el silencio: más allá del confín de las palabras

A menudo estas sensaciones y movimientos


comunican mejor que las palabras. De hecho, en el
curso de mi vida experimento sensaciones
placenteras o dolorosas mucho antes de poder
hablar, antes de poder superponerles un nombre.
Las emociones y las sensaciones que las acompañan
tienen su propio lenguaje, que no se puede poner
fácilmente en palabras. Es un lenguaje «más allá del
confín de las palabras», como decía Wilhelm Reich.
Por eso frecuentemente las palabras se me
quedan cortas, me revelan su insuficiencia cuando
quiero comunicar los secretos de las vivencias
emocionales y sensoriales: «no sé cómo expresarlo», «es más de lo que te pueda decir».
Pueden velar, oscurecer su sentido, dejarlas inexpresivas en lugar de desvelarlas. Pueden
ser incapaces de recrear la desgracia vivida en la pérdida que evoco con tristeza y dolor.
No dicen todo lo que siento, son imprecisas, opacas para la rica complejidad de la
experiencia vivida.
Se desvelan mejor con los gestos, con movimientos o con la inmovilidad. Puede decir
más de mi estado de ánimo el tono de mi voz que las palabras con las que trato de
describirlo. Y de mi embotamiento habla más claro mi habla enlentecida y quebrada por
los silencios que las palabras que pronuncio.
Las desvela un retrato, una pintura o aquel grabado Melencolia I de Alberto Durero que vimos en el
capítulo 2. Las desvelan los movimientos de la música de Le lagrime di san Pietro, de Orlando di Lasso, o
del Oficio de Tinieblas de Tomás Luis de Victoria. Puedo penetrar en la tristeza, el dolor y la agonía de la
experiencia melancólica escuchando el Cuarteto de cuerda Opus 18 n.º 6 de Beethoven, que él mismo tituló
La Malinconia. Con estas y otras muchas obras «plantó cara al destino», «cogiéndolo del cuello», como él
decía. Puedo penetrar en el dolor del abandono y el olvido escuchando Oblivion de Astor Piazzolla.

Por eso, a veces prefiero el silencio. Es como si lo que siento me cerrara la boca, me
atara la voz, como si las palabras se sofocaran en mi garganta y se callaran para dejarme
sentir lo que siento. A veces siento como si un abismo separara las palabras de aquello
que quisiera expresar y sufro por mi torpeza expresiva. En ese sentido, es una
experiencia «inefable», que es lo mismo que «indecible», inexpresable.

Me demoro y las dejo hablar: el rastreo sensomotriz con los pies en


la tierra

122
Me conecto, pues, con mi cuerpo y dejo hablar al movimiento expresivo corporal de
mis emociones y sensaciones. Es, como proponía Wilhelm Reich en su bioenergética,
vivir la profunda conexión biológica de las experiencias psicológicas, integrar las
experiencias sensoriales del propio cuerpo, no escindirlas, no escapar de ellas, tampoco
«tragármelas», no bloquearlas con la rigidez corporal que me sirve de contención,
dejarlas fluir, disminuir la presión, desahogar.
Dejo, pues, que transcurran y me demoro en contemplar con atención plenamente
consciente las sensaciones y movimientos que integran mi experiencia depresiva y los
siento tal como van ocurriendo, los sigo de cerca, los permito, no los acallo, no los
combato, no los oculto tras las palabras.
Siento ganas de llorar de tristeza y de rabia, me permito el bálsamo del llanto que mueve mis ojos, mi boca
y mi pecho, como lo hacen los sollozos y los anhelos, advierto los temblores involuntarios y el hormigueo en
las piernas, la falta de aire y los suspiros de la ansiedad, la tensión en el cuello y en la espalda, el dolor de
cabeza, la mandíbula apretada, las posturas y gestos defensivos que se han convertido en un hábito después
de todos los ataques que hace tiempo recibí y que ahora evoco, el nudo en la garganta porque no sé expresar
lo que siento, el encogimiento de todo mi cuerpo por el abatimiento en que me ha dejado la humillación
recibida, la parálisis, la inercia y la desgana que me está dejando el duelo, el desamparo por la muerte de un
ser querido o el vacío existencial que me deja un abandono. Contemplo el dolor de la pérdida y el fracaso y lo
advierto tal vez como «violento», «punzante», «sordo», «intenso» o «ligero».

Puedo hacer esta contemplación atenta de una manera sistemática desplazando


lentamente la atención por todo mi cuerpo, desde la punta de los pies hasta la cabeza o
desde la cabeza hasta los pies, pasando por el abdomen, el tórax y las extremidades y
advirtiendo las sensaciones que surgen en cada una de ellas. Lo puedo hacer sentado o
tumbado, con los ojos cerrados o no, en un momento en el que sea poco probable que me
entre el sueño y en un lugar sin interrupciones. Si me distraigo de la atención a las
sensaciones que estoy explorando y advierto que estoy pensando en otra cosa, regreso a
ellas de nuevo.
Tomo una mayor conciencia de mis emociones, pensamientos o recuerdos cuando
presto plena atención y exploro atentamente las sensaciones corporales concomitantes
según vayan apareciendo.
Advierto el aumento de la frecuencia cardíaca, la boca seca, la tensión muscular, la mirada hipervigilante e
incluso los ojos abiertos «como platos» cuando experimento miedo y ansiedad. La respiración que se ha
hecho más agitada y el temblor que aparece en las piernas acompañan al recuerdo del trauma que viví hace ya
tiempo y del que no pude escapar porque me sentí paralizado. Advierto el retraimiento, el hundimiento de los
hombros, la inmovilización, la evitación de la mirada que acompañan a la vergüenza que experimento por los
hechos ocurridos y que no me atrevo a hacer explícita verbalmente. El nudo en la garganta, por espasmo del
esófago y la faringe, estará presente cuando experimento una fuerte ansiedad sin saber qué hacer y qué decir
en una situación interpersonal dolorosa o conflictiva, o cuando estoy a punto de romper a llorar. Tomo mayor
conciencia de mis recuerdos tristes al advertir mis ojos llenos de lágrimas. Advierto dificultad respiratoria
junto a la ansiedad que me produce la anticipación de que voy a seguir viviendo el abandono.

La exploración atenta y activa de mis sensaciones corporales es un ancla que me


ayuda a «tener los pies en la tierra» y a centrarme en el momento presente y en la
experiencia inmediata y tangible que estoy viviendo. Me ayuda además a moderar los

123
monólogos de la hiperreflexión, a «bajar de la estratosfera» de las cavilaciones, de las
que hablaremos en el capítulo 5, a la tierra de la experiencia vivida.

Siento la dura coraza defensiva y la respiración dificultosa

Cuando después de los golpes duros que no pude


controlar me quedo a la defensiva, tengo expresión de tensa
inmovilidad: los hombros echados hacia atrás, el mentón
rígido, el tórax elevado, la respiración superficial, la parte
baja de la espalda arqueada y la pelvis retraída hacia atrás.
Es la dura coraza defensiva del espasmo muscular crónico
que me defiende y me protege, pero a costa de bloquearme
también, de hacerme impenetrable, de dificultarme la
comunicación. Mi parálisis se manifiesta a veces en un «no
puedo moverme».
En esa postura corporal, es difícil emitir suspiros de
placer, que se emiten con movimientos de la pelvis hacia Siento la dura coraza defensiva
delante, o un sollozo. El llanto y el beso solo son posibles
cuando se disuelve la tensión del mentón. La mandíbula apretada, rígida, por la
contractura de los músculos maseteros, y el temblor en los labios denuncian la rabia y la
ira que me provoca la humillación recibida: estoy «que muerdo». Cuando trato de
contener o suprimir el llanto o la rabia, hago el movimiento de tragar saliva. Los
movimientos de la nuez muestran cómo me «trago» literalmente esos impulsos, cómo se
suprimen, cómo se bloquean.
Presto, pues, también atención plenamente consciente a estas sensaciones de tensión
muscular, a la verdad que revelan. Es un primer paso para poder exponerme también a
las sensaciones de relajación que disuelven la coraza y hacen que «la estatua
petrificada» de mi cuerpo cobre la vida de un cuerpo palpitante. En el libro Si la vida nos
da limones, hagamos limonada, los autores proponemos un procedimiento para practicar
la relajación muscular y vivir sus sensaciones liberadoras.
La presto también a las sensaciones que acompañan a la respiración. Siento en
medio de mi tristeza y mi abatimiento la respiración dificultosa, enlentecida, superficial,
con limitados movimientos del diafragma, con volumen respiratorio restringido, como si
el aire tuviera interrumpido su paso fluido hacia y desde los pulmones. También en ese
mismo libro se expone un procedimiento para practicar la respiración profunda, de
amplio movimiento del diafragma, que deja que el aire entre y salga con fluidez y que
disuelve y desbloquea la coraza muscular y la rigidez, la contención y la detención de la
respiración superficial y la actitud crónica de inspiración de la experiencia depresiva.

124
5. Las acojo, las consiento, las acepto, no las juzgo
Voy a imaginar que mis experiencias privadas son como olas que vienen a la playa de mi vida y que me
hablan de las pérdidas, fracasos, tribulaciones y penalidades que estoy viviendo. Me experimento como una
playa que las acoge y acepta y en la que mansamente acaban rompiendo y disolviéndose, sin necesidad de
salir a combatirlas, a sujetarlas. Si no las acepto tal como vienen e intento sujetarlas, me envuelven más. La
aceptación, en cambio, las acoge, las disuelve, las calma.

Como la playa acepta las olas

Reemplazo la evitación por un acto de acogida

La exposición a mis experiencias privadas y su exploración atenta son un acto


deliberado de acogida que reemplaza a la evitación y reduce la ansiedad que la
acompaña. Es acogerlas, consentirlas, permitirlas, dejarlas estar y dejarme estar con
ellas, aceptarlas tal como son, sin juzgarlas, sin calificarlas de «malas» o «negativas»,
apropiármelas, hacerles sitio en mi «playa» porque son mías, parte de mi plenitud.
Rehuirlas, evitarlas y combatirlas sería tanto como combatirme a mí mismo y traicionar
el valor de mi biografía personal entera.
Dejo que venga y me consiento ese recuerdo que tanto me atormenta, me expongo a él, tomo noticia de él
y observo lo que siento físicamente mientras lo recuerdo. Acojo y acepto la desesperanza nacida de
experiencias anteriores fallidas, que me hacen dudar de que valga la pena intentar sobreponerme a mi
experiencia depresiva, la desconfianza o la frágil confianza porque no estoy seguro de mis oportunidades y de
mis posibilidades. Acojo, acepto y consiento también el dolor y el duelo que siento por mí, porque, como
decíamos en el capítulo 1, yo también me he perdido con las pérdidas. Acojo y acepto mi sentimiento de
culpabilidad porque considero que no he hecho lo suficiente por evitar la pérdida y he defraudado, porque me
siento responsable del fracaso del proyecto y me siento en deuda con quienes lo compartían conmigo, o
porque creo que he sido de alguna manera cómplice del maltrato recibido.

125
Las acojo, las consiento y las acepto tal como las estoy viviendo.
Tal vez las vivo como «desproporcionadas» y por eso me digo: «no sé por qué reacciono con tanta ira,
pierdo el control totalmente y lo echo todo a perder»; tal vez como «perturbadoras»: «el recuerdo de todo
aquello me trastorna, no me deja vivir, pero no me lo puedo quitar de la cabeza»; tal vez como «irracionales»:
«sé que no hay ninguna razón para sentir este miedo y esta tristeza, pero es más fuerte que yo, me domina»,
«cuando alguien muestra afecto por mí, debería sentirme satisfecho, pero de inmediato empiezo a pensar que
acabará abandonándome como hicieron otros antes, me entra miedo y corto de inmediato».

Me abro a ellas y les doy la bienvenida con benevolencia

Es darles la bienvenida e invitarlas a estar conmigo. Es un modo de estar conmigo,


pues son mías, de darme la libertad de hablarme y de escucharme, de tomarme en
consideración, de tratarme con benevolencia, del mismo modo que le doy la bienvenida
a un amigo que viene triste y apesadumbrado.
Voy a imaginar que invito a casa a un amigo al que me
hace mucha ilusión volver a ver. Cuando abro la puerta, abro
los brazos y con muestras de enorme alegría le doy la
bienvenida y le invito a sentarse en un lugar confortable para
mantener con él una grata tertulia. En ese momento, no se me
ocurre reprocharle el vestido que trae, su corte de pelo, sus
zapatos. Tampoco le reprocho los errores que quizá ha
cometido en su vida, la tristeza y el dolor que siente por una
pérdida reciente, los recuerdos de una experiencia traumática
vivida años atrás y que la pérdida de ahora le hace revivir, los
pensamientos que le obsesionan o el ligero dolor de cabeza
que trae. Sencillamente le invito a pasar y a compartir
conmigo un momento importante de la vida, y me abro a su
experiencia.
Ahora voy a imaginar que ese amigo que aparece al abrir la puerta soy yo mismo. Me doy entonces
también la bienvenida, me abro los brazos, me ofrezco un lugar y un momento acogedores y mantengo
conmigo mismo una tertulia confortable y liberadora en la que puedo exponerme a mi tristeza y mi dolor, a
mis recuerdos dolorosos, a mi desgana de vivir, a mi desesperanza. Como amigo mío que soy, no me lo
reprocho, no me combato, no me prohíbo contármelo, sino que me convierto en mi mejor huésped, me abro a
mí mismo, a lo que estoy viviendo en este momento, y lo acepto tal como viene.

Puedo dar la bienvenida a mis experiencias privadas en cualquier momento en que las
estoy viviendo, pero si noto que ocupan mucho tiempo en mi vida y me lo quitan para
otras ocupaciones, puedo establecer un «tiempo de tertulia» y después seguir con mis
otras ocupaciones: «el horario de visita ha terminado, en otro momento podremos
continuar, ahora tengo otras cosas que hacer». Si delimito un «tiempo de tertulia», puedo
ponerme una indumentaria diferente de la habitual o un sombrero para marcar mejor las
diferencias con los otros momentos del día.

También la ambivalencia de lo que pierdo y de lo que siento

126
Consiento y acepto también mis sentimientos ambivalentes, pues a veces la pérdida
no solo me evoca dolor y tristeza, sino también enojo, rabia y hostilidad, incluso odio,
pues culpo a la persona perdida del abandono, de la partida, incluso de haberse muerto y
de todo lo que la pérdida me está acarreando y me va a acarrear. Quisiera recuperar y
tener conmigo al ser amado cuya pérdida me produce tristeza, y al mismo tiempo
quisiera «borrar del mapa», agredir («si pudiera, lo abofetearía») o destruir al ser cuya
pérdida me produce frustración, rabia y hostilidad.
«Preferiría que te hubieras muerto; lo que has hecho es peor, te odio», decía una mujer a la pareja que le
había sido infiel y le había abandonado. Un hombre hablaba en voz baja con su madre fallecida y le decía:
«no te perdono que te hayas muerto y me hayas dejado».

Lloro por la pérdida, pero me cuesta llorar si prevalece la rabia. El recuerdo de


sucesos y momentos negativos vividos con la persona que he perdido me puede ayudar
incluso a recuperarme de la pérdida, a mitigar el duelo, la tristeza y la pena, a rehacer mi
vida, a restablecer relaciones afectivas, a volver a amar.

Hago las paces con mi pasado y me absuelvo de la culpa


Al final de la novela de Dostoievski Crimen y castigo, Raskolnikov, después de reconciliarse con su madre
y su hermana, como condición de reconciliación consigo mismo, recibe también de su compañera Sonia el
perdón que es el don de no juzgar sus actos y que aparece como la única salida para su desolación. La
reconciliación y el perdón, que Raskolnikov recibe bañado en llanto, hacen que el sufrimiento quede ligado a
la dicha. El amor de Sonia y el perdón suspenden el crimen, hacen que prescriba; el perdón conoce el crimen
y no lo olvida, reconoce la falta y las heridas y el dolor causados, y reconoce la pesadumbre del culpable,
pero da paso a un nuevo tiempo de renovación personal.

Consiento y acepto también mi sentimiento de culpabilidad y mi pesar por mis


decisiones equivocadas, por mis errores, y me ofrezco el don de perdonarme con
indulgencia y de pedir la gracia del perdón y abrirme con esperanza a otro tiempo en mi
historia personal y a la reparación de los posibles daños causados y de redimirme así de
la culpa.

También la enfermedad y la muerte


Que morir vivo es última cordura.
FRANCISCO DE QUEVEDO

Si estoy encarando la proximidad de la muerte y siento que la vida se me está yendo


de las manos, puedo acoger y aceptar el cúmulo de emociones, pensamientos, recuerdos
y sensaciones de ese último «acto de la vida». Porque la muerte no es solo un final, sino
que es parte de la vida y de la historia personal, el último acto. Aceptar la vida es aceptar
su carácter perecedero. Obstinarme en vivir como si la muerte no le perteneciese a mi
vida es mutilar mi propia vida, cortarle a mi biografía su epílogo. Podré encontrar el

127
descanso y la serenidad, no a pesar de este término postrero de la vida, sino por su
aceptación activa.

6. Acojo y acepto mi desgana de vivir y mis ganas de morir


La imposibilidad de desarrollar su carrera profesional como profesor
universitario, las consiguientes penurias económicas, el fracaso de su
matrimonio, su exilio en París con la llegada de los nazis al poder en
Alemania, su huida en 1940 hacia la frontera con España cuando el ejército
alemán se acerca a París fueron factores muy determinantes de la experiencia
depresiva del escritor Walter Benjamin. Cuando llega a Portbou junto con
otros desplazados con el objetivo de pasar a España y posteriormente a
Portugal y desde allí a América, la policía española les comunicó que sus
visados de tránsito habían sido cancelados y que debían regresar a Francia al
día siguiente. Ante la angustiosa expectativa de ser detenido y de perder el
control sobre su vida en manos de los nazis, esa misma noche Benjamin se
suicidó. Al día siguiente, una tormenta disuadió a la policía española de
devolver a Francia a los exiliados y los autorizó a cruzar la frontera camino de
Portugal, pero Benjamin ya no estaba entre ellos.
Walter Benjamin
Las tribulaciones, las penalidades, las pérdidas, los
fracasos que vivo pueden haber sido o estar siendo tantos,
tan intensos y tan difíciles de controlar, me pueden haber causado tanto desvalimiento,
tanta indefensión, tanto daño, tanta parálisis e incluso tanto sentimiento de culpabilidad
que me puede estar siendo difícil encontrar una salida y vislumbrar en el horizonte una
«tierra prometida» que pudiera ofrecerme los bienes y las recompensas perdidos y dar
sentido a mi caminar.

Pensamientos y deseos de poner fin al camino

Entonces me puedo sentir sumido en la pérdida del gusto por la vida, en el hartazgo
de la vida, en la desgana de vivir, en una anhedonia extrema y en el pensamiento y el
deseo de poner fin al camino como «último recurso». Hasta en el ámbito de la
experiencia religiosa y mística puede hacer acto de presencia esta anhedonia extrema,
como le ocurrió a Teresa de Ávila, para quien era «muy penosa la vida» y que,
embargada de un sentimiento penetrante de tristeza y soledad que no halla consuelo,
abrigaba vehementes deseos de morir para encontrar la quietud y salir de aquella pena.
De ahí su «muero porque no muero».
Me puede incluso desconcertar esta desgana: «esta falta de ganas de vivir me
desconcierta, nunca creí que pudiera llegar a sentir esto», sobre todo si pienso, como
canta el bolero, que «yo sin su amor no soy nada». A veces he podido incluso comentar
con otras personas estos pensamientos y deseos como un modo de comunicar hasta qué
grado han llegado mi abatimiento y mis ganas de morir, de reclamar apoyo o tal vez la
recuperación de los gozos perdidos, e incluso de reprochar el abandono y el daño

128
recibidos.

Me hace querer vivir

Yo también puedo acoger con benevolencia


tanta desgana, tanto pensamiento y deseo de morir,
sin calificarlos como algo «horroroso» y
vergonzoso, como «síntoma» de una
psicopatología, como declara la doctrina
psicopatológica. Los contemplo, igual que las otras
experiencias privadas, tan míos como las demás,
entretejidos en mi experiencia depresiva y en el
valor de mi vida, cuya plenitud es muchísimo más
que «nada» y que va mucho más allá de cada
pérdida, de cada fracaso, de cada desgana concreta
Édouard Manet, El suicida (1877)
que pueda llegar a sentir. Y entonces podré salir del
laberinto en el que estoy abatido, «pasar la
frontera», como no pudo hacer Walter Benjamin, y seguir caminando, aunque no vea
todavía despejado el horizonte, porque «la belleza está esperando mis pasos».
Y así como Anna, la protagonista de la película Frantz, que evoca el dolor y el
sufrimiento provocados por la Primera Guerra Mundial, exclama, mirando en el Louvre
el cuadro El suicida de Manet, «me hace querer vivir», yo también puedo exclamar y
reclamar ahora qué me puede hacer querer vivir cuando vivir se me hace una pesada
carga y me produce desgana.

Aun cuando he podido pensar alguna vez que «no espero nada de la vida», podré
darme cuenta de cuánto espera de mí la vida y de que tal vez muchos esperan
seguirme teniendo y no querrían perderme, y podrían recibir un duro golpe si
decidiera partir.
Podré decidir abrazar el mundo y participar en sus dones, habitar las cosas y
tocarlas, entrelazado con ellas para recuperar sensaciones, sensibilidades estéticas
y gozos que me hicieron vibran de alegría un día y que aliviarán mi dolor y mi
sufrimiento si les doy de nuevo una oportunidad.
Podré descubrir qué experiencias pasadas gozosas, qué personas, qué lugares, qué
amores no quisiera abandonar, a qué recuerdos de experiencias que nadie me
puede arrancar querría seguir siendo fiel, qué músicas he gozado y podría seguir
escuchando, qué parajes, que experiencias me pueden hacer de nuevo sonreír, ya
que incluso «al borde del abismo, una sonrisa nos impide dar el salto».
Podré darme cuenta de qué valores de mí mismo, qué obras valiosas hechas por mí
no merecen ser extinguidas y podrían seguir iluminando mi vida y la de otros.

129
Podré darme cuenta de cuánto esperaba y quería la persona que he perdido que le
brindara, precisamente yo y nadie más que yo, el homenaje de seguir viviendo
para dar continuidad a su legado.
Me podré dar cuenta de que si es verdad que hay sucesos por los que me culpo,
hay otros por los que me puedo todavía exaltar.
Me podré dar cuenta de que, si decidiera irme de pronto, ya nunca podría
comprobar si se resuelven o no los problemas que quería resolver yéndome, pues
ya no estaría allí para verlo. En cambio, si decido quedarme, son muchos los
problemas que todavía puedo disfrutar resolviendo.

Y no cabe duda de que al sentir en mis pensamientos y en mis deseos la cercanía de


ese «último acto de la vida» que es la muerte, podré tomar conciencia también del paso
inexorable del tiempo, de que la muerte es una causa que tenemos perdida de antemano,
de que es la más cierta de todas nuestras posibilidades, pero que, en lugar de maldecir el
fracaso de la existencia, la vida que ahora tengo es el único camino en el que las puedo
seguir desplegando todavía para darle sentido mientras la ejerzo.

7. Consuelo mi desconsuelo con empatía y compasión

Si con la empatía trato de «meterme en la piel» de los


otros y me muestro abierto a que expresen sus emociones y a
comprender su significado sin juzgarlas, del mismo modo
puedo practicar la empatía conmigo mismo, con mis
emociones tristes y dolorosas como un acto de apertura y de
acogimiento, como una experiencia de sentirme amado,
como un acto de amor a mí mismo, de autoestima. No me
maltrato, no soy duro y áspero conmigo, no me regaño, no
me «machaco», pues eso aumentaría mi tristeza, mi dolor y
mi desaliento y disminuiría mi autoestima.
¡Cómo no voy a sentir tristeza si lo que he perdido era tan importante para
mí!, ¡cómo no voy a sentir tristeza si me veo tan frágil, tan vulnerable!, ¡cómo
no voy a sentir dolor si me han hecho tanto daño!, ¡cómo no voy a sentir
angustia ante esta amenaza que creo no poder controlar!, ¡cómo no voy a tener
miedo si la situación en la que estoy encierra tantos peligros!, ¡cómo no voy a
sentirme desesperanzado si no veo salida, si me he acercado a varias salidas y
las he encontrado cerradas!

A alguien que está triste y lloroso lo tomo en brazos o lo abrazo y lo conforto,


consuelo y alivio su desconsuelo. Se calmará sin necesidad de decirle «calma», porque la
calma llega con el abrazo, no es el resultado de un consejo. Cuando estoy triste, lloroso,
dolorido y sin ganas de vivir, puedo también «tomarme en brazos» y abrazarme, como
tal vez lo han hecho otros conmigo a lo largo de la vida, como yo lo he hecho tal vez

130
tantas veces con un niño pequeño, sin necesidad de
decir nada, sin decir siquiera «calma», porque si me
abrazo, sobran las palabras, la calma llegará. Con la
autoempatía, me muestro benevolente, cordial y
compasivo conmigo mismo, me conforto, me
reaseguro y consuelo y alivio mi desconsuelo, y esto
mitiga el impacto de los golpes duros y alienta la
esperanza. La autoempatía me hace además más
capaz para la empatía hacia el dolor y el sufrimiento
de los otros con los que convivo, con los que
comparto la misma condición humana vulnerable y
con los que nado en el mismo río de la vida.
Me miro con sonrisa compasiva, pero también
con la ironía compasiva que reconoce mis
limitaciones, debilidades, defectos y errores, que no
los pasa por alto. Porque la autocompasión no es un
Me tomo en brazos
eximente, no es autocomplacencia, no me exime de
la autocrítica lúcida.

ACEPTO Y TOMO DISTANCIA

Acoger, consentir y aceptar mis experiencias privadas es un gran paso, es un buen


comienzo. Pero aceptarlas no es un repliegue inhibido y resignado para lamentar las
pérdidas, los fracasos, los abandonos y el dolor de las heridas. Tampoco significa
aferrarme a ellas, quedarme con ellas, estancarme en ellas. Al contrario, y aunque
parezca paradójico, cuando las acepto pierden relevancia y estoy en mejores condiciones
para desprenderme y desasirme de ellas y dejarlas ir de mi vida y para que se vaya
también de mi vida mi experiencia depresiva.

Vienen y se van mientras prosigo mi camino

Cuando las acepto, acepto también su transitoriedad en el acontecer de mi vida. Antes


de comenzar a vivir mi experiencia depresiva, no estaban en mi vida la tristeza, el dolor,
la desgana, el desvalimiento y la desesperanza, los recuerdos dolorosos, las cavilaciones
que me atormentan y me paralizan. Vinieron a mi vida acompañando a esa experiencia,
pero no estoy condenado a abrigarlas en mí de por vida. No reniego de ellas porque son
mías y sería como renegar de mí mismo, y no las combato porque combatirlas sería tanto
como combatirme a mí mismo. Pero tampoco las retengo ni me estanco ni me engancho
en ellas, y del mismo modo que las contemplo y las reconozco como vividas por mí,

131
también puedo contemplar cómo pasan y cómo se van
desprendiendo y cayendo de mi vida mientras yo continúo
caminando para vivir otras diferentes, pues al día más triste
de mi vida le puede seguir incluso el día más feliz de mi
vida. Las acojo, las acepto, las consuelo, pues, pero las
trasciendo.
Me puedo imaginar que soy como el árbol que alimenta con su savia las
hojas que brotan cada primavera y que caen en el otoño, como el mismo cielo
azul que contempla las nubes o nubarrones de tormenta que vienen y van,
como vienen y van y se caen y se van quedando por el camino en el curso de
mi vida las emociones, los pensamientos, los recuerdos, las sensaciones que
Soy como el árbol que alimenta conforman mi experiencia depresiva. Se pueden caer, dejarán de estar en mi
las hojas que caen en el otoño vida, pasarán, pero yo, que estaba ya ahí antes de que llegaran a mi vida,
seguiré estando ahí y seguiré siendo el mismo caminante que sigue adelante
después de haberlos vivido, aunque la experiencia depresiva me haya cambiado y los otros a veces digan de
mí «no ha vuelto a ser el mismo».

Me puedo imaginar también que la totalidad integral de mi biografía es un océano que va ofreciendo
incansablemente miles y miles de olas de recuerdos dolorosos, de emociones tristes, de pensamientos
pesimistas, de sensaciones que van y vienen y se disuelven en la orilla.

No soy mis emociones ni mis recuerdos ni mis sensaciones

Y puesto que mis experiencias privadas pasan y caen mientras yo las trasciendo, no
soy idéntico a cada una de ellas, ni ellas son idénticas a mí, no me asimilo a cada una de
ellas, no me confundo con ellas. Son experiencias mías, me pertenecen, estoy presente
en ellas, me muestro en ellas, pero yo no soy ellas, no me defino solo por ellas, mi
biografía personal es más que cada una de ellas y que todas ellas.
Yo no soy mi tristeza, ni mis recuerdos
dolorosos, ni mis sensaciones de tensión. Me duelo
y sufro, pero «no soy» un ser doliente, mi identidad
no la define mi sufrimiento porque a ella le
pertenecen también la capacidad de gozar y las
emociones y sensaciones placenteras. Me
entristezco con la pérdida, el fracaso y el abandono,
pero «no soy una persona triste». Si digo de mí que
«soy una persona triste», podría parecer que no
puedo vivir experiencias alegres. Estoy viviendo mi
experiencia depresiva pero mi vida «no es» mi
experiencia depresiva, mi identidad no la define esa
experiencia, «no soy» un depresivo.
Tengo emociones tristes, recuerdos dolorosos, sensaciones incómodas, pero ellos no
me tienen a mí, no me poseen, no se me imponen, no me atenazan. No me consumo ni

132
me agoto en ellos, no me reduzco a ellos. Reducirme a ellos sería arrebatarme la
complejidad, la riqueza y la plenitud de mi biografía entera, capaz de vivir otras muchas
experiencias diferentes.
Y puesto que no soy idéntico a ellos, puedo desprenderme y tomar distancia de ellos.
Los contemplo como vividos por mí, como algo mío, pero a la vez como algo no
idéntico a mí. Los contemplo con sentimientos de pertenencia y cercanía, porque me
pertenecen mientras los vivo, pero a la vez con desprendimiento, desasimiento y
distancia porque puedo dejar de vivirlos y vivir otros, pues estoy inacabado, como
vamos a seguir viendo en los próximos capítulos.

133
5. PENSAMIENTOS DEPRIMENTES O
ESPERANZADORES

Mi experiencia depresiva es muy a menudo silenciosa, incluso muda, pues no siempre


digo a los demás lo que me pasa. Pero, aun en esos casos, yo sigo hablando a solas
conmigo mismo, pensando en las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones y penalidades y
tratando de comprender lo que me pasa. El capítulo 4 me ayudó a amar la alegría y a
amar también la tristeza, a ser compasivo con mi dolor, con mi desgana de vivir, con mi
desesperanza. ¿Qué puedo hacer ahora con esas palabras que me digo a mí mismo, con
esos pensamientos pesimistas que me atormentan, con esas cavilaciones que no me dejan
dormir?

EL PODER DE CONVOCATORIA DE LAS PALABRAS Y SUS VERDADES Y


MENTIRAS

Me basta con oír la palabra «¡fuego!» para emprender la


huida; no necesito ver el fuego, me bastan las palabras. El
pastor de la fábula gritó «¡que viene el lobo!» y sus palabras
movilizaron a los vecinos, que acudieron a la llamada. No
necesitaron ver al lobo para reaccionar, les bastaron las
palabras del pastor.
Y es que las palabras pueden tener un gran poder de
convocatoria, como mostró el psicólogo Lev Vygotski, pues
son capaces de hacer presente lo ausente. Es como si el
fuego y el lobo les traspasaran su peligrosidad a las palabras,
quedaran sustituidos por ellas y entonces las palabras «fuego» o «¡que viene el lobo!»
cumplen una función equivalente a la del fuego o el lobo y los «hacen presentes»
provocando así miedo y huida. Claro que las palabras pueden perder ese poder cuando
acudir a su convocatoria no conduce a nada, como les ocurrió a los vecinos que se
sintieron burlados por las palabras del pastor y dejaron de hacerles caso.
Con ese poder de convocatoria, las palabras crean a veces una atmósfera sofocante.
Pueden provocar miedo, ansiedad, pánico, tristeza, dolor: «la culpa de todo la tienes tú», «no tienes
remedio». Nos pueden trasponer al pasado y hacernos presentes las experiencias traumáticas: «¡cómo has
podido meter la pata de esta manera!». Nos pueden llevar al futuro, anunciarnos amenazas y hacernos tomar
medidas protectoras que finalmente resultan estériles porque las amenazas eran tan solo falsas alarmas, un
engaño: «te va a ir muy mal si continúas así», «no vas a superar esto en la vida», «ten cuidado, no te fíes».

134
Las palabras también pueden conectarnos con sucesos y personajes que no tienen
existencia real, como los centauros y las sirenas, y que existen solamente en las palabras
o en la fantasía, como en los relatos literarios, en los cuentos o en los mitos. Nos pueden
prometer mundos de ensueño, tan alejados de la inmediata y a veces cruda realidad que
nos hagan «estar en las nubes» y no con los pies en la tierra.
Buena parte de ese poder de convocatoria estriba en su capacidad para actuar como
reglas de conducta que gobiernan el comportamiento a base de anticipar las
consecuencias favorables de obrar conforme a sus advertencias o las desfavorables de no
hacerlo: «haz como yo te digo y acabarás dándome la razón». La consecuencia de
atender a la convocatoria de quien grita «fuego» es ponerme a salvo.

HABLO CONMIGO MISMO EN SILENCIO


El hombre está hecho de tal manera que, si se le dice continuamente que es tonto, se lo cree, y si se lo dice a sí
mismo, también termina por creérselo. Pues el hombre mantiene una conversación interna con él solo, que a él le
atañe regular lo mejor posible.
PASCAL
Pensamientos

Pero también se manifiesta el poder de las palabras


cuando me las digo a mí mismo, cuando me «convoco» con
ellas. Nos choca ver a alguien hablando solo por la calle.
Pero el caso es que todos hablamos con nosotros en silencio
e incluso en alta voz sin que nadie nos oiga, aunque no lo
hagamos por la calle. También Lev Vygotski nos mostró
cómo las palabras del diálogo interpersonal se interiorizan
entre los 3 y los 5 años como diálogo con uno mismo, como
habla privada en la que uno es su propio interlocutor.
Del mismo modo que vivo emociones que no comunico a
nadie, fantasías que no me atrevo a confesar y recuerdos que Está pensando, hablando consigo
me callo, también mantengo conmigo mismo conversaciones misma
privadas, monólogos que los otros no pueden escuchar,
soliloquios, que son literalmente «hablar solo», y en los que incluso me llamo tonto y me
lo creo, como decía Pascal.
En mis años escolares, la maestra, después de haberme explicado con sus palabras un
problema, me decía «ahora dilo para ti mismo, no lo digas en alto, piensa en silencio», y
entonces yo trataba de seguir diciendo para mis adentros sus mismas palabras para
guiarme en la solución del problema. «Decirlo para mí mismo» era, pues, pensar,
reflexionar, razonar, discurrir. «Ahora razónamelo» era después una invitación a «pensar
en voz alta» y decir públicamente lo que me había estado diciendo a mí mismo en
privado.

135
Y es que en buena medida mi pensamiento es desde entonces conducta verbal,
conversación privada que también puedo acompañar de las imágenes de la imaginación.
Por eso, mis pensamientos no están almacenados «en la cabeza», ni «me vienen a la
cabeza», sino que son obras verbales que yo voy haciendo en activas conversaciones
conmigo mismo. Y si las palabras de la conversación interpersonal tienen poder de
convocatoria y funcionan como reglas que gobiernan la conducta, las palabras que me
digo en mi hablar privado también tienen para mí poder de convocatoria y de
autogobierno mientras transito por la vida.
Hablo conmigo mismo para orientarme por carreteras que
no conozco bien todavía: «a ver, recuerdo este árbol, aquí yo
creo que tengo que girar a la derecha, efectivamente allá veo
la casa…». También me hablo a mí mismo para «no lanzarme
sin pensar», para orientarme en la vida, indicarme la dirección
en la que quiero caminar, advertirme de consecuencias
favorables y desfavorables, resolver los problemas de la vida,
tomar conciencia de mí mismo y reflexionar sobre mi propia
vida y mis experiencias.

Para conversar con los otros, necesito que los


otros estén, pero pueden no estar o estar poco
disponibles para conversar. Pero en mis
conversaciones privadas yo estoy siempre
disponible para conversar conmigo mismo, pues yo soy el hablante y el oyente. Por eso,
puedo estar hablando conmigo mismo durante horas sin que nadie se entere, me
interrumpa, me distraiga, me impida concentrarme o me juzgue por lo que me digo. Y
esta enorme capacidad verbal es una gran oportunidad, pero también tiene sus riesgos.

ENSIMISMADO EN MIS MONÓLOGOS DEPRESIVOS

Al igual que mi experiencia depresiva encierra tristeza, dolor, desgana, desesperanza,


recuerdos dolorosos y sensaciones incómodas, también vivo en ella esta experiencia
privada de pensar, hablar conmigo mismo, anticipar y hacer presentes consecuencias
ausentes todavía para tratar de comprender y solucionar el problema que estoy viviendo.
Lo que ocurre es que no siempre consigo orientarme bien con la «convocatoria» de mis
monólogos, a veces me desorientan, me confunden, me «desgobiernan».

De cháchara conmigo mismo

Si de dos que están hablando de cosas sin importancia decimos que están de
cháchara, que significa «abundancia de palabras inútiles», también puedo estar
ensimismado, sumido, absorto, «enganchado» en los monólogos de una cháchara
conmigo mismo que, más que orientarme, me desorienta.

136
Me puede ocurrir entonces lo que les ocurría a
los afectados por la acedia, encerrados en sí mismos
y sumidos en cavilaciones imaginarias, o lo que le
ocurre al personaje del grabado de Durero que está
ensimismado en sus tristes cavilaciones. A veces
me parezco al protagonista de La guarida de Kafka,
que permanece en ella inexpugnable y seguro pero a
la vez al acecho de posibles amenazas; sin miedo
pero a la vez sin alegría de vivir. Me puedo parecer
a Juan, el protagonista de El pesimista corregido, de
Santiago Ramón y Cajal, que es un «vivero de
pensamientos tristes y sentimientos deprimentes»,
cuyas «visiones fúnebres y dolientes atormentaban
sus noches». O me puedo parecer a Tristón, el de
los dibujos animados Leoncio y Tristón, que siempre vaticina: «no va a dar resultado».

A veces saco conclusiones apresuradas, adivino futuros aciagos y me hago


presentes consecuencias catastróficas que me paralizan más todavía de lo que
estoy y me producen nuevas tristezas y pesadumbres: «no me espera nada bueno»,
«seguro que me dirán que no», «mi vida ya no tiene remedio».
A veces hago afirmaciones rotundas en blanco y negro, de todo o nada, bueno o
malo, que no admiten término medio: «todo me sale mal», «nadie me va a querer».
A veces miro con «estrechez de miras», me fijo solo en los aspectos negativos;
veo los riesgos, pero paso por alto las oportunidades; veo lo que he perdido, pero
paso por alto lo que tengo; veo mis fracasos, pero paso por alto mis logros; veo el
incidente de un momento, pero paso por alto el resto del día sin incidentes: «lo veo
todo muy negro», «no me merezco otra cosa, yo me lo he buscado», «ha sido un
día aciago».
A veces de un grano de arena hago una montaña, de lo que ha ocurrido una vez
hago un «siempre» y de lo que no ha ocurrido ahora hago un «nunca»: «siempre
será lo mismo», «nunca me recuperaré de esto».
A veces son los cómo, los por qué o los ¿y si…? inquietantes en los que cavilo:
«¿cómo he llegado a perder las ganas de vivir?», «¿por qué cada día me hundo
más», «¿y si me vuelven a hacer daño?».
A veces son fantasías que me hacen estar en las nubes y no con los pies en la
tierra: «todos estarían más tranquilos si yo desapareciera».
A veces me pillo enfrascado en monólogos autocríticos que me desalientan: «soy
el culpable de todo», «soy incapaz de hacer nada», «estoy hecho un lío y no veo
salida».
A veces me llamo «tonto», «incapaz» y otras lindezas por el estilo y me las creo

137
como si fueran verdaderas.
Cuando me encierro en mí mismo, en «mi mundo», y me conecto a la voz de estos
monólogos, me desconecto del mundo alrededor y puedo llegar a verlo solo desde el
prisma de mis monólogos, con el «color del cristal» negativo con que lo miro. Me voy
incluso «por los cerros de Úbeda», pierdo el hilo de lo que tengo entre manos y no me
entero de lo que me están diciendo. Además, el tiempo que invierto en el relato de estos
monólogos va en detrimento del compromiso con otros quehaceres de los que me
desentiendo.

Monólogos que nacen en los diálogos


En uno de los episodios de Etapas en el camino de la vida, de Kierkegaard, el padre, con rostro triste, se
presenta ante el hijo y le dice: «Pobre hijo, vives en una sorda desesperación». En su vejez, y como un reflejo
de la voz del padre, el propio hijo aprende en la soledad a imitar la voz del padre y escucha su propia voz, su
propio monólogo que dice: «Pobre hijo mío, vives en una sorda desesperación». Una mujer que vivía
atormentada por sus autorreproches descubrió que eran la interiorización de las acusaciones que su madre le
hacía habitualmente por casi todo durante su infancia.

Son incontables las palabras y las «reglas» que a lo largo de mi vida los otros me han
dicho y me dicen y que me han podido predisponer para «actualizarlas» en mis
monólogos casi de manera automática, como una rutina ahora que me enfrento a las
pérdidas y a los fracasos. Me dicen «¡cómo lo has podido hacer tal mal!, y lo puedo
convertir ahora en el monólogo «¡cómo lo he podido hacer tal mal!», que me hace
sentirme desesperanzado y desistir de volver a actuar para no volver a hacerlo «tan mal»
como me dicen y me digo.
Si dedico mucho tiempo a hablar con los otros de mi experiencia depresiva, le cuento
con pelos y señales mis desdichas a todo el que me encuentro, me implico con ellos en
largas conversaciones en que las palabras evocan las penalidades sufridas y anticipan un
futuro aciago, y reactivan la tristeza y la desesperanza, estaré sin darme cuenta
intensificando también el poder de las palabras para evocar y hacer presentes las
desdichas y las penalidades sufridas. Cuando llegue a casa y esté a solas conmigo, es
probable que las palabras, «entrenadas» en la conversación con los otros, continúen
resonando en mis monólogos, «convocando» las mismas penalidades y reactivando la
tristeza y la desesperanza.

Me lo tomo al pie de la letra


Al oír en los títeres de Maese Pedro el relato de don Gaiferos que libera del cautiverio a su esposa
Melisendra, y creyendo que lo que allí se narraba ocurría en realidad, decidió don Quijote intervenir en ayuda
de los amantes. Desenvainó su espada y la emprendió contra los títeres. Maese Pedro le rogaba que se
detuviese y le advertía que aquellos no eran seres reales y verdaderos, sino tan solo figurillas de pasta.
Después de los ruegos de maese Pedro, don Quijote cayó en la cuenta del yerro y, atribuyéndolo a los
engaños de los encantadores que le hacían ver lo que no es, confesó: «a mí me pareció todo lo que aquí ha

138
pasado que pasaba al pie de la letra».

Las palabras de maese Pedro eran solo un cuento


que nada tenía que ver con «seres reales y
verdaderos», pero don Quijote se creyó el cuento al
pie de la letra y actuó en consecuencia. También yo
puedo tomar al pie de la letra la cháchara de mis
monólogos, creerme los «cuentos» que me cuento y
que me hacen «ver lo que no es». Pero en ese caso,
las palabras de los «cuentos» pueden convertirse en
reglas, a veces inflexibles, en justificaciones, en
predicciones que «desgobiernen» mi vida y me
«convoquen» a actuar en consecuencia, pero en una
dirección que me desaliente y me paralice más.
Si me digo «nadie me va a querer», las palabras de mi
monólogo adquieren funciones equivalentes al hecho de que
«nadie me va a querer» y a la tristeza por la pérdida se sumará la tristeza de que «nadie me va a querer». Y si
literalmente «nadie me va a querer», ya no intento iniciar nuevas relaciones. Pero entonces nunca podré
desmentir la profecía que yo mismo me hago, me la seguiré creyendo y seguiré sin reiniciar nuevas
relaciones, en un círculo vicioso. Si me digo «me acabará dejando, como han hecho los demás», y me aferro a
la literalidad del monólogo, evitaré implicarme en la relación y provocaré de ese modo que en efecto me
dejen. Si tomo al pie de la letra «no me sentiré bien mientras no consiga olvidar lo ocurrido», me sentiré mal
con el recuerdo de lo ocurrido y haré esfuerzos para combatir los recuerdos, para conseguir olvidar.

Figura 5.1. El círculo vicioso de los monólogos.

Si después del fracaso que desencadenó mi experiencia depresiva, comienzo a decirme que «ya no voy a
ser capaz de salir adelante, estoy condenado al fracaso» y me tomo el pronóstico al pie de la letra, le otorgo
equivalencia real al «cuento» de mi «condena al fracaso» y entonces añado al primer fracaso la vivencia
anticipada de la profetizada «condena al fracaso» futuro, lo cual me abate más todavía y me reafirma en mi
parálisis y en mi inhibición; abandono todo nuevo intento, porque si anticipo que «realmente» y
«literalmente» estoy «condenado al fracaso», ¡para qué intentar nada! Por añadidura, ahora la parálisis en que
me reafirmo me permite huir de la confrontación con la realidad, lo cual refuerza la literalidad de mis
monólogos y la «verdad» de mi incapacidad y hace más probable que los siga utilizando y manteniendo así

139
mi inhibición.

De esta manera, con mis monólogos, puedo estar prolongando y amplificando las
pérdidas y los fracasos y prolongando así también la experiencia depresiva más allá del
desencadenante inicial.

Figura 5.2. El círculo vicioso de los monólogos.

Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y


deprimen

Mis monólogos pueden haber interiorizado la presión de demandas, que, por su alto
nivel de exigencia, encierran un gran potencial estresante. Son monólogos autoexigentes
que proceden tal vez de reglas educativas severas, de un «debes dar la talla» que me
repetían machaconamente. Si me daba un respiro y me sentía satisfecho por algún logro,
podía recibir el reproche «eso no basta, deja mucho que desear, de ti se espera mucho
más». Cuando me quejaba de las altas exigencias o decía «estoy agotado» o «no puedo
más», podía oír que me decían: «no seas blandengue, tienes que ser fuerte».
Estas exigencias prometen la recompensa solo para el «alto nivel» de rendimiento que
se «debe» alcanzar. Esto provoca altas dosis de ansiedad ante la anticipación del posible
fracaso y de las pérdidas que el fracaso puede acarrear. La alta exigencia requiere, pues,
un exceso de trabajo, un «no poder parar» e incluso el descuido de otras áreas de la vida
personal para las que no queda tiempo.
La interiorización de estas altas exigencias en mis monólogos ha podido configurar
un estilo personal perfeccionista que convierte la regla «debes dar la talla» en la regla
«debo dar la talla», que me señala de manera intransigente la dirección en que las cosas
«deben» ocurrir y anticipa las consecuencias negativas de que no ocurran como
«deberían», porque los «debería» no consienten los fallos: «tenía que haber actuado de

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otra manera», «a partir de ahora no debo cometer el mínimo error», «no puedo más, pero
debo aparentar normalidad, tengo que ser fuerte y seguir adelante como sea». Me
provoco así descontento conmigo mismo, remordimientos de conciencia y sentimientos
de insuficiencia y culpabilidad, me puedo sentir «en deuda» por «no estar dando la
talla», por «no estar a la altura», por no estar respondiendo a «lo que se espera de mí».
Cuando me creo por debajo del nivel exigido, soy duro conmigo mismo: «estoy
decepcionado, esto no es lo que se espera de mí», que puede ser eco de un «me estás
decepcionando, eso no es lo que se espera de ti» que me dijeron más de una vez.
Cuando me resulta difícil alcanzar las altas metas exigidas y veo que mis esfuerzos no
pueden con ellas, que se me van de las manos, entonces me veo enfrentado al esfuerzo
vano y desesperante de Sísifo por querer hacer posible lo imposible, por soportar una
carga insoportable, por querer controlar lo incontrolable. Puedo vivir entonces la
experiencia de desvalimiento que conocimos en el capítulo 2 y que provoca el
agotamiento, el «no puedo más» y el intento de abandono. Pero el abandono supone
renunciar a la recompensa prometida, lo que puede agravar mi experiencia depresiva por
la pérdida que comporta.

Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras

Rumiar nos dice el diccionario que significa «considerar despacio y pensar con
reflexión algo», como «masticando» una y otra vez las palabras que me digo a mí
mismo. La rumia o rumiadura es la acción de rumiar. Me preocupan las pérdidas, los
fracasos y las penalidades que estoy viviendo y me preocupa mi experiencia depresiva y
por eso es normal que dedique tiempo a «rumiar» y considerar despacio y
reflexivamente lo que me está pasando, a sopesar pros y contra, a intentar despejar
dudas.
Pero mis monólogos se pueden cargar de dudas, preocupaciones y preguntas
desesperantes y agotadoras que me consumen, me absorben mucho tiempo y me
retienen, me impiden centrarme en las tareas que tengo entre manos y me hacen
postergar las decisiones y las acciones que podrían sacarme de dudas y de la parálisis.
Me llena de ansiedad querer tomar la decisión «correcta» y no saber a ciencia cierta si es
correcta la que pienso tomar y anticipar las posibles consecuencias de «meter la pata».
Puedo estar dando vueltas y vueltas, buscando razones y cavilando sobre el origen y la
causa de la experiencia que estoy viviendo, pues he aprendido desde la escuela a buscar
la causa de las cosas y a tratar de comprenderlas, a dar razones y justificaciones de mi
comportamiento, aun cuando las causas y las justificaciones de las experiencias de la
vida no sean siempre tan «exactas», tan verdaderas, tan predecibles, tan indiscutibles
como en los fenómenos físicos.
¿Por qué me habrá abandonado?, ¿será culpa mía?, ¿podré salir adelante?, ¿me quiere realmente cuando
me dice que me quiere?, ¿por qué no me ha llamado, será porque ya no quiere tener nada conmigo?, ¿es

141
sincero o me estará engañando?, ¿le llamo para poder aclarar
lo que me dijo la última vez que nos vimos o no le llamo para
no parecer débil?, ¿vuelvo al trabajo para salir del aislamiento
y del ensimismamiento o sigo con la baja para no tener que
hacer frente a los conflictos que tengo con los compañeros?,
¿y si me equivoco tomando esta decisión?, ¿qué he hecho yo
para merecer esto?, ¿por qué me ha venido ahora toda esta
pesadumbre que siento?, ¿por qué me agobio tanto y me
amargo la existencia?, ¿en qué he podido fallar?, ¿por qué no
logro conciliar el sueño?

Esta rumiadura me puede inquietar de tal modo


que me impida dormir, como si fuera otra persona
la que me estuviera susurrando al oído y no me dejara pegar ojo. Como a menudo no
cuento con la seguridad absoluta acerca de las consecuencias de mis decisiones, las
postergo. Evito así, al menos por un momento, el «rompedero de cabeza» de mi
rumiadura, una posible equivocación y un posible nuevo fracaso, pero a costa de
mantener con esta evitación la parálisis.
Puedo incluso tratar de justificar mi indecisión con más monólogos: «Hago muy bien
en no decidir si no tengo las cosas completamente claras, así me ahorro una posible
equivocación, y bastante he tenido con la equivocación que me llevó al fracaso».
También pretendo justificar mis propias preocupaciones: «darles vueltas a las cosas es
propio de una persona responsable que se preocupa por lo que pueda pasar, que está
alerta y que se prepara cavilando; si no lo hiciera, sería un irresponsable y un
despreocupado». Pero de este modo, a la larga sigo manteniendo mi rumia, mi indecisión
y mi parálisis. Mi experiencia depresiva perdura así en el tiempo y me deja anclado en la
primera etapa de la toma de decisiones.

Aves de mal agüero descorazonadoras

Aunque con frecuencia puedo haber oído la


recomendación «no caviles tanto que te vas a volver
loco», también mis monólogos pueden tener su
origen en las advertencias y premoniciones que los
otros me han hecho o me siguen haciendo
anticipándome y haciéndome presentes, como aves
de mal agüero, potenciales amenazas y peligros:
«¡no te vayas a equivocar, te van a volver a hacer
daño», «esto te va a dejar secuelas para toda la
vida». Si interiorizo estas advertencias en mis
monólogos, me traigo al presente un futuro aciago
todavía ausente y que tal vez nunca va a ocurrir:
«¿y si es verdad lo que me dicen?», «tengo la Aves de mal agüero

142
premonición de que esto me va a dejar secuelas
para toda la vida», «¿y si me vuelven a hacer daño?».
Me dicen «te estás amargando la vida, tienes que tratar de olvidar» y lo puedo interiorizar en mis
monólogos: «me estoy amargando la vida, tengo que olvidar», lo que también me amarga. Me dicen «cada
vez que lo intentas, lo pones peor», y lo puedo hacer mío como «cada vez que lo intento, lo pongo peor».
Me dicen «eres demasiado torpe para hacerlo», «ni lo intentes», «ya te decía yo que no podrías con ello, en
el estado en que estás tú eres incapaz», y lo puedo convertir en monólogos y desarrollar literalmente la
expectativa de que nada que haga podrá cambiar las cosas, de que no podré tener control sobre resultados
importantes para mi vida y de que es muy probable el fracaso. Me daré por vencido de antemano, afrontaré la
situación con desesperanza y se agravará mi parálisis: «no va a servir de nada lo que yo haga».

Cuando me hago estas «convocatorias» pesimistas yo mismo con mis propias


palabras y me las tomo al pie de la letra, puedo hacer más amenazantes las pérdidas y los
fracasos ya vividos, agravar mi indefensión y mi desesperanza y hacerme estar en alerta
permanente «por lo que pueda pasar», reforzar todavía más la parálisis defensiva y en
definitiva prolongar mi experiencia depresiva.

A veces enlazo estos monólogos descorazonadores con otros que tratan de justificar
los vaticinios: «si me adelanto a las posibles desgracias, cavilo sobre ellas y estoy alerta
y a la defensiva, es menos probable que ocurran». Como la inmensa mayoría de las
desgracias que vaticino son meros «cuentos» que tomo al pie de la letra y que en realidad
son poco probables o no llegan a ocurrir nunca, yo puedo considerar, de una manera casi
supersticiosa, que el hecho de que no ocurran «demuestra» que «he acertado» y
«confirma» mi vaticinio, con lo cual lo seguiré manteniendo porque le otorgo virtudes
«mágicas» y seguiré manteniendo también la parálisis y la alerta defensiva. Es como
aquel que iba haciendo gestos raros con las manos y le preguntaron por qué los hacía. Él
respondió: «estoy espantando leones». «Pero si aquí no hay leones», le respondieron.
«Claro, porque consigo espantarlos», les dijo. Si me dicen «ya ves que no ha ocurrido lo

143
que tú vaticinabas», yo puedo responder: «no ha ocurrido porque yo estoy
permanentemente alerta para que no ocurra». Me otorgo la virtud «mágica» de
«espantar» las desgracias a fuerza de cavilar sobre ellas y de mantener el estancamiento
en el que me detienen las cavilaciones.

Monólogos obsesivos que me encadenan

Las pérdidas me han desorganizado la vida y este desorden me suponen a veces una
fuente de estrés. Antes de la pérdida, todo estaba «en orden», incluso tenía yo una cierta
«manía» con el orden que me daba seguridad, y precisamente esto me ha podido
predisponer a vivir más dolorosamente la pérdida.
Ahora quiero recuperar la seguridad que las rutinas del orden me aportaban y mi afán
de orden se acompaña de monólogos recurrentes y persistentes que me hacen presente
de manera continua el desorden y el desagrado que me produce. Me veo obsesionado
con el orden, la limpieza y la pulcritud, y me digo a menudo: «antes qué bien y ahora
¡qué horrible!, qué desordenado está todo, esto no puede seguir así». Pero no solo me
obsesiona el orden.
Me puedo obsesionar y atormentar con monólogos que a solas me hablan de la culpa que creo tener en la
pérdida, el fracaso o el abandono que me han llevado a la experiencia depresiva, con monólogos que
anticipan posibles desgracias, con pensamientos de agredirme a mí mismo para «pagar por mis culpas» o de
agredir a otros a los que considero culpables de mi fracaso, con monólogos en los que digo que «no sirvo para
nada», que «nadie me va a querer», con pensamientos blasfemos u obscenos o con escrúpulos de conciencia
respecto a mi responsabilidad en la pérdida o el fracaso. Si los tomo literalmente, puedo agredirme realmente
para «pagar mis culpas» y para calmar la ansiedad que las culpas me producen, hacer comprobaciones para
asegurarme de que no ocurran las desgracias en las que estoy pensando, recurrir a «penitencias» para evitar
castigos posibles o recurrir a rituales mágicos para conjurar los pensamientos blasfemos.

Me angustio y me consumo al ver las cosas «fuera de su sitio», recuerdo cómo


estaban las cosas ordenadas antes de la pérdida y dedico tiempo y energía a colocarlas
minuciosamente de manera ordenada y a clasificarlas para así poder controlarlas mejor y
para que queden «como debe ser» y a comprobar de forma parsimoniosa y escrupulosa
que ese orden se mantiene por encima de todo, tal como estaba antes.
Solo después de estos rituales con los que una y otra vez trato de recolocar las cosas
me libero de mi ansiedad y me quedo tranquilo. Pero lo paradójico es que, con este alivio
inmediato, mis monólogos obsesivos se refuerzan, me «engancho» más en ellos y se
refuerza también mi «manía» de reordenar las cosas que, a mi entender, están
«desordenadas» o de limpiar lo que mis monólogos dicen que está «sucio», y así una y
otra vez. Como llevo conmigo las palabras de mis monólogos obsesivos y las repito a
menudo, «convoco», me hago presentes y revivo cada dos por tres el desorden y la
pérdida y el fracaso que lo han desencadenado, y una y otra vez busco la liberación con
mis rituales de reordenación. Reafirmo además la literalidad de mis monólogos con otros
monólogos: «si con mi afán de reordenación se calman mi obsesión y mi ansiedad, será

144
porque mi obsesión con el desorden obedece a algo real, algo que estaba “realmente”
desordenado». Es, por eso, en todo caso una liberación efímera que, a la larga, me
encadena y que mantiene viva la experiencia depresiva nacida con el desorden que me
han dejado la pérdida y el fracaso.
Pero mis monólogos obsesivos me disgustan y querría, por eso, deshacerme de ellos,
pero no me es nada fácil pues, por lo que veo, yo mismo me estoy «convocando» para
mantenerlos. Trato a veces de combatirlos con otros monólogos: «es absurda esta
obsesión mía, tengo que apartar de mí estos pensamientos». Pero al tratar de combatirlos
así, los sigo haciendo presentes y más intensos. Resulta así un combate agotador, como
el que comentábamos en el capítulo 4, que me produce tristeza y sentimiento de
indefensión, que se suman a la tristeza y la indefensión que ya vivo en mi experiencia
depresiva.

SALIR DEL ENSIMISMAMIENTO DE MIS MONÓLOGOS

Si quiero evitar una conversación con los otros, me levanto y me voy o digo: «no
quiero seguir hablando de este tema». Pero yo no puedo dejarme a mí mismo, llevo
conmigo mis reflexiones privadas. Entonces, ¿cómo pueden las palabras de mis
monólogos dejar de ser una fuente de desasosiego, de desesperanza y de parálisis y
llegar a convocar la esperanza y la reactivación?

1. Identifico mis monólogos y por qué se mantienen

De tanto decirlos, es posible que mis monólogos se hayan convertido en un hábito


que practico casi de manera automática, casi sin darme cuenta. Por eso, no es fácil
desprenderme de ellos. Por eso, me será útil durante los próximos días tratar de
detectarlos y tomar nota de ellos.
Podré descubrir así también en qué situaciones (estando en cama, sin hacer nada,
tumbado en el sofá…) se ponen en marcha los «debería», la rumiadura interminable, las
premoniciones derrotistas, los pensamientos obsesivos, las suposiciones que hago, las
conclusiones que saco de manera precipitada, las generalizaciones de «todo, todos, nada,
nadie». Podré descubrir también qué consecuencias contribuyen a reforzarlos y a
mantenerlos. De hecho, la dificultad para dejar la rumia y los pensamientos obsesivos
reside en buena parte en el refuerzo que les proporcionan las consecuencias. También se
reforzaba mi hablar silencioso en la escuela cuando después de decirlo en alto me
decían: «correcto, lo has pensado muy bien».
Si ante una tarea que tengo entre manos me digo «voy a fracasar otra vez» y mantengo mi inhibición para
evitar el fracaso, mi monólogo queda reforzado por mi inhibición. Si pienso que «la culpa de todo la tengo
yo» y en consecuencia comienzo a hacer una enumeración de todos mis defectos, esta enumeración refuerza
mi pensamiento. Si mientras pienso la generalización de que «nadie me va a querer ya» me tumbo en el sofá

145
y me pongo a ver mi programa favorito para «consolarme», este consuelo refuerza mi creencia generalizada
de que «nadie me va a querer ya» y su literalidad. Es como si estuviera recompensándome por pensar así, con
lo que seguiré pensando así y seguiré tomando al pie de la letra que «nadie me va a querer». Si saco la
precipitada conclusión de que «no vale la pena seguir viviendo» y en consecuencia lo comento mucho con los
demás que me prestan atención, mi conclusión «no vale la pena seguir viviendo» se reforzará.
Con la rumia puedo estar intentando aclarar y resolver el problema que ha supuesto la pérdida o el fracaso,
y en efecto a menudo lo aclaro y lo resuelvo, con lo que mi rumia se refuerza. Aunque no lo resuelva, tengo
la compensación de que «al menos estoy reflexionando para ver cómo puedo resolverlo». Se refuerza también
porque me alivia el sentimiento de culpa por no estar haciendo nada para salir de la inhibición: «al menos
pienso en ello». Mis cavilaciones también se refuerzan si me alivian el dolor del duelo o me permiten
aislarme en «mi mundo» y evitar un mundo adverso o tareas penosas. Se refuerzan cuando se conjugan con
las imágenes de la fantasía para pensar en lo que «pudo haber sido y no fue» y en las experiencias gozosas
vividas con la persona perdida, sobre todo cuando ahora en mi soledad no encuentro goces alternativos.

Sin duda mis pensamientos me ayudan a menudo a encontrar soluciones para los
problemas con los que me enfrento en la vida. Pero ¿cuánto me ayudan los monólogos
que habitualmente me repito en el curso de mi experiencia depresiva?, ¿me están
ayudando a comprender lo que me está pasando o me confunden más? Desde que repito
una y otra vez mis soliloquios autocríticos, catastrofistas, obsesivos, ¿noto que he
progresado y que ha mejorado mi estado de ánimo o, por el contrario, después de la
rumia mi parálisis, mi tristeza y mi desesperanza empeoran? ¿Me están aportando una
guía útil para restablecerme? ¿Me convocan a la esperanza porque me hacen presente la
Ítaca a la que aspiro o me convocan a la desesperanza? Si me digo abatido y
desesperanzado «no voy a ser capaz de superar esto» y me paso la semana diciéndolo,
¿mejoran mi abatimiento y mi desesperanza?, ¿mejora mi capacidad de superación?,
¿inicio de inmediato las acciones que me permitan superarlo? Si me digo «estoy
arruinando mi vida y me hundo cada vez más», ¿me doy alguna pista de cómo evitar la
ruina y el hundimiento?

2. Tiempo de rumiadura

Si quiero reflexionar sobre mi experiencia depresiva para aclarar temas pendientes,


pero no quiero que los monólogos de mi reflexión me desconecten de la realidad y me
hagan desatender lo que tengo entre manos, puedo limitar el tiempo de reflexión
estableciendo un tiempo de rumiadura de 15-20 minutos durante el día para no estar
dando vueltas a las cosas a todas horas y en cualquier lugar. Durante ese tiempo, me
dedico a mis reflexiones sobre los asuntos que me preocupan. Transcurrido ese tiempo,
compruebo si la reflexión me ha aportado claridad y tranquilidad o si, por el contrario,
empeora mi experiencia depresiva. En todo caso, si a lo largo del día me encuentro
ensimismado en mis monólogos, los emplazo para el «tiempo de rumiadura»: «no voy a
conversar ahora conmigo mismo sobre este asunto, no quiero que mis monólogos me
distraigan de lo que estoy haciendo, lo haré en el tiempo de rumiadura que he
establecido».

146
3. Cuestiono la literalidad de mis monólogos
En mi soledad
he visto cosas muy claras
que no son verdad.
ANTONIO MACHADO Proverbios y cantares

Las palabras de mis monólogos nombran las cosas, las evocan, pero no son las cosas,
los dichos no son los hechos, la palabra «fuego» no es el fuego, no quema. No siempre
se corresponden con la realidad ni con la verdad. Aunque yo las vea muy «claras» en mi
soledad, pueden ser solo un «cuento» como el de maese Pedro, meras palabras, un
«cuento de la lechera».
Una lechera llevaba en la cabeza un cántaro de leche y caminaba feliz
diciendo para sus adentros palabras que le hacían soñar despierta y le
anticipaban muchas venturas: «Como esta leche es muy buena, dará
mucha nata. Batiré muy bien la nata hasta que se convierta en una
mantequilla blanca y sabrosa, que me pagarán muy bien en el mercado.
Con el dinero, me compraré un canasto de huevos y en cuatro días tendré
la granja llena de pollitos, que se pasarán el verano piando en el corral.
Cuando empiecen a crecer, los venderé a buen precio, y con el dinero que
saque me compraré un cochino que engordaré con bellota, salvado y
castaña. Lo llevaré al mercado, sacaré de él sin duda buen dinero y
compraré una robusta vaca y un ternero». Entusiasmada con estos
pensamientos, dio saltos de contento y el cántaro cayó al suelo,
rompiéndose en mil pedazos. Llorando amargamente, la lechera dijo
adiós a todas las realidades que sus palabras habían soñado.

Entre el dicho y el hecho, hay un gran trecho

Para la lechera, las palabras optimistas de su monólogo


tenían mucho significado, respondían a su necesidad, hacían
presentes sus sueños. Pero entre sus palabras, que ella estaba
tomando al pie de la letra, y la realidad de los hechos que
finalmente ocurrieron hubo un gran trecho.
Yo también me cuento «cuentos» que tienen significado El cuento de la lechera quedó en
para mí, que no son meras ocurrencias, ajenas a la realidad nada
que he vivido y que vivo, pues reflejan cómo he ido
aprendiendo desde la infancia reglas verbales, explicaciones, justificaciones,
predicciones para orientarme por el mundo y gobernar mi vida, los hechos que me han
abocado a la experiencia depresiva y que persisten, el desvalimiento en que me
encuentro. Pero entre esos «cuentos» y la realidad puede haber también un gran trecho,
como lo hay entre lo que decía aquel conductor, que aducía como «causa» y
«justificación» de haberse estrellado contra una farola que «la farola se me vino
encima», y lo que en realidad había ocurrido.

147
Por eso, puedo decidir bajar ahora de la
«estratosfera» del ensimismamiento en «mi mundo»
a la realidad para poner a prueba la literalidad y la
«verdad indiscutible» de los dichos, las
«habladurías» y los «cuentos» de mis monólogos
confrontándolos con la realidad de los hechos ya
vividos y de los que me quedan por vivir. Puedo así
medir la distancia que media entre las palabras y las
cosas, entre las palabras y mi experiencia directa
con las circunstancias, entre estar en las nubes y
«con los pies en la tierra», entre los hechos del
curso de mi vida y los dichos del discurso que las
palabras hacen sobre mi vida. Podré comprobar que
las palabras de mis monólogos tal vez no se
corresponden con esa realidad, que no existen
evidencias de esa correspondencia y que incluso
existen evidencias que las contradicen.
Para ello, me hago preguntas de clarificación sobre ellas, no las doy sin más por
buenas o por verdades absolutas y categóricas, me rebelo contra la tiranía de sus
mandatos, «deberías», premoniciones y obsesiones. Hago así que las palabras sean una
guía verdadera que me desvele la realidad y el sentido de la experiencia que estoy
viviendo, en lugar de encubrirla y de extraviarme.

¿He acertado siempre con lo que pensaba y me decía?, ¿han coincidido siempre en
mi vida los dichos con los hechos?, ¿alguna vez vaticiné que la persona a la que
esperaba jamás volvería y, sin embargo, un día apareció, o que sí volvería y, sin
embargo, nunca más volvió? ¿Me ha ocurrido alguna vez que la «película» que me
monté y la «adivinación del pensamiento» que hice sobre las intenciones de
alguien, sobre las supuestas causas de su comportamiento o sobre cómo iban
«literalmente» a ocurrir las cosas estaban equivocadas y que los otros me decían
«¡te montas unas películas!» o «eso es lo que tú dices, pero yo lo veo de otra
manera», poniendo así en cuestión lo que yo creía que era la «única manera
posible» de ver las cosas y mostrando que lo que yo creía que era la «verdadera»
causa era tan solo un espejismo?
Si digo «todo me sale mal», ¿qué evidencias hay que avalen ese «todo», aun
cuando hoy algo me haya salido mal?, ¿no hay en mi vida pruebas que desmientan
ese «todo»?, ¿no estaré haciendo una montaña de un grano de arena?
Si digo «esto me va a dejar secuelas para toda la vida», ¿tengo realmente alguna
prueba para sostener la literalidad de lo que digo?, ¿cuánta información útil me
aporta?, ¿no estoy perdiendo el tiempo ensimismado en mi monólogo?, ¿no será

148
más útil mirar alrededor y centrarme en la tarea que tengo entre manos? Si digo
«volveré a fracasar», ¿qué evidencia tengo que sustente la literalidad de este
vaticinio?, ¿en cuántas otras situaciones he obtenido buenos resultados porque me
he implicado en lo que hacía?
Si digo «tengo que olvidar lo ocurrido si
quiero salir de esto», ¿qué pruebas hay que
avalen que «tengo que combatir los
recuerdos» para poder salir adelante?, ¿no es
posible acoger y aceptar el recuerdo de las
pérdidas como una condición para salir
adelante, como hemos visto en el capítulo 4?
Si digo «debo dar la talla y no puedo
permitirme un solo fallo», ¿cuál es la prueba
de que «dar la talla» y cumplir
responsablemente con mis obligaciones
significa «ser perfecto» y no cometer fallos,
como si fuera un «todo o nada»?, ¿hay
alguna evidencia de que los seres humanos
no cometen nunca fallos, de que existen seres
humanos «perfectos», de que cometer fallos
sea una cosa «horrible»?, ¿hay alguna
evidencia de que los otros son incapaces de aceptarme con mis fallos y mis
defectos, como también ellos los tienen, de que son incapaces de comprender mis
dificultades y que no me lo sé «todo» e incluso agradecen que les diga «estaba en
un error y os pido disculpas»?, ¿no me verán más «humano» y más cercano
precisamente si reconozco mis fallos, mis equivocaciones y mis limitaciones?, ¿no
me granjeará eso más simpatías que la rigidez o la arrogancia de «sabelotodo»?
¿Hay otras posibles formas alternativas de ver las cosas? ¿Qué diría un
observador objetivo? ¿Qué me diría otra persona que se encuentra en una
situación parecida si yo le dijera lo que me digo a mí mismo?
¿Qué le diría yo a alguien que me confesase tener los mismos monólogos que yo
tengo?, ¿le diría «todo te sale mal y es por tu culpa»?», ¿le diría «seguro que
volverás a fracasar»?, ¿no tendría más bien palabras de aliento y le darías la
bienvenida con benevolencia como en el ejercicio que hacíamos en el capítulo 4?

149
Cambiar y ampliar la perspectiva en el juego de las dos sillas

Para cuestionar la literalidad de mis monólogos puedo colocar en la habitación dos


sillas en las que voy a dialogar conmigo mismo. Me siento en una de las sillas y le
comunico al «interlocutor invisible» que se sienta en la otra mis monólogos. Después me
cambio de silla y trato de responder a los monólogos que he formulado desde la primera
silla, pero tratando de situarme ahora desde otra perspectiva diferente y de mayor
amplitud de miras, enriqueciendo mis monólogos con matices de «alguna vez»,
«depende», «no siempre», «no en todas las situaciones», «unas veces sí y otras no», en
lugar de los «siempre», «nunca», «todo» o «nada», y evitando aquellos calificativos que,
como vimos en el capítulo 4, censuran mis experiencias privadas como «negativas»,
«malas», «insoportables» y desvirtúan su sentido y significado.

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Si desde la primera silla yo había formulado la pregunta «¿tengo que olvidar todo lo ocurrido si quiero
liberarme de la experiencia depresiva?», ahora desde la otra silla, y recordando lo que hemos dicho en el
capítulo 4, ofrezco otra perspectiva, aclarando que «no tengo que combatir los recuerdos» para poder salir
adelante, sino que puedo aceptarlos porque es el mejor modo de que se vayan disipando.

Si desde la primera silla enuncio la frase «volveré a fracasar», ahora sentado en la segunda silla trato de
poner en cuestión su literalidad y ampliar la perspectiva, sin pasar por alto las muchas situaciones difíciles de
mi vida en las que he obtenido buenos resultados porque me impliqué en lo que hacía y no me mantuve en la
parálisis y ensimismado en la cháchara de los monólogos, las situaciones en las que podré también conseguir
que ocurran cosas diferentes de las que pronostica el monólogo, los apoyos con los que voy a poder contar.

Las palabras no tienen poder mágico, no son infalibles, no producen


la realidad
Es el caso de aquella señora que acudía a una entrevista con bastante retraso. Por el camino iba muy
nerviosa enfrascada en sus monólogos: «Pero cómo seré tan descuidada, ¡qué horror, qué tarde, pero qué
tonta soy!, ¡cómo no lo he previsto antes, y si llego tarde será fatal!». Llega al andén del metro, se abren las
puertas del vagón, accede a su interior y, en esto, una persona joven que iba sentada se levanta y, muy
amablemente, le dice: «siéntese usted». La señora, echando un rápido vistazo al reloj, le responde: «no,
gracias, llevo prisa». ¿Qué influencia tuvieron la cháchara de su monólogo, su nerviosismo y su aceleración
en acelerar el metro y llegar antes a la entrevista?

Las palabras de mis presagios y premoniciones pesimistas no tienen fuerza mágica,


no se hacen mágicamente hechos, no producen fatalmente ni me «obligan» a producir la
realidad que pronostican, no hacen que la realidad acaezca, como tampoco produjeron la
realidad los presagios de la lechera. Tampoco aceleran el curso de la vida y del tiempo ni
la velocidad del autobús o del metro.
Si digo «volveré a fracasar», ¿son las palabras por sí mismas las que producirán literalmente el fracaso?
Seguir con la cháchara de mi monólogo ¿me aporta alguna información útil para evitar el posible fracaso?,
¿no estaré yo mismo haciéndolo posible si lo sigo vaticinando a la vez que continúo manteniendo mi
inhibición y mi parálisis? Si después de la pérdida me digo «ya nunca volveré a tener una relación como la
que tuve», ¿son infalibles mis palabras?, ¿están siendo una guía para mi vida o, por el contrario, me están
encubriendo mis posibilidades?, ¿no seré yo mismo el que «cumple la profecía» porque me aíslo y no me
abro a nuevas relaciones mientras sigo contándome el «cuento» del «ya nunca volveré a tener una relación
satisfactoria»? Si deseo sobreponerme a mi experiencia depresiva, pero me digo a menudo «esto ya no lo
supero jamás», ¿son infalibles mis palabras?, ¿cuánto me ayudan a superarlo?

151
Me emancipo de las profecías

Si decido poner en cuestión la literalidad de mis


monólogos, también podré poner en cuestión la
literalidad de las reglas que a lo largo de la vida me
han ido ofreciendo. Pueden ser dichos que mucha
gente cree a pies juntillas tal vez porque «todos lo
dicen», lo creen y lo dan tácitamente por evidente y
por bueno sin examen, sin que nadie lo intente
verificar. Son a menudo una convención con la que
todos están conformes, un camino trillado por el
que todos van, algo habitual, ordinario, lo sabido de
siempre, habladurías, «cuentos de la lechera»,
lugares comunes de los que no cabe sospechar y
sobre los que nadie se siente obligado a reflexionar,
sin que nadie se pregunte por la tiranía que ejercen
sobre la vida y si esa manera de hablar está justificada por el curso de la vida o por el
contrario lo distorsiona y lo encubre en lugar de desvelarlo. Aquello de la «bilis negra»
que conocimos en la introducción o el «desequilibrio de los neurotransmisores» como
causa de mi experiencia depresiva que, como veremos en el capítulo 7, predica la
doctrina psicopatológica son algunos de esos cuentos que no tienen correspondencia con
la realidad de mi existencia.
Cuestionar la literalidad de las palabras me hace más libre también respecto a las
habladurías que sobre mí hacen los otros, respecto a los «debes dar la talla», «tienes que
olvidar lo ocurrido», «cada vez que lo intentas, lo pones todo peor», «lo que a ti te pasa
es que se te han desequilibrado los neurotransmisores, es una enfermedad como otra
cualquiera, y además crónica, que se puede curar con una pastilla». Tengo derecho a
escribir yo mi propia biografía, a que no me la profeticen y la escriban otros con sus
habladurías.

4. Contemplo con atención mis experiencias sensoriales

Vuelvo al capítulo 4 para practicar la exploración atenta de mis sensaciones


corporales, que, como allí decíamos, me ayuda a conectarme con el momento presente y
mi experiencia inmediata y tangible en el contexto en el que me encuentro, a no irme por
«los cerros de Úbeda» y a salir del ensimismamiento y la desconexión de los monólogos
de mi rumia, de mis anticipaciones y de mis obsesiones.

5. Abro la ventana, me asomo y me involucro

152
Cuando estoy conversando con alguien y quiero cambiar
de tema, propongo otro diferente. Cuando converso conmigo
mismo y mis cavilaciones se hacen febriles y se encadenan
unas a las otras, las puedo mitigar, e incluso las puedo
interrumpir si salgo del lugar y de la postura en la que estoy
ensimismado, abro las ventanas de mis ojos y de la estancia
en la que estoy y «cambio de tema» llevando el foco de mi atención a las innumerables
circunstancias interesantes que me rodean, las miro, las escucho, las toco, converso con
ellas y me involucro en actividades placenteras. Es menos probable que me desconecte y
aísle en mis monólogos depresivos si me conecto con atención a la contemplación de los
detalles de la puesta de sol en el horizonte, en jugar un partidillo de fútbol con los
amigos en el parque al lado de casa, en resolver un crucigrama o en tararear una canción.
Volveremos a hablar de ello en el capítulo 6.

6. Con sentido del humor

Una manera de cuestionar la literalidad de mis monólogos es tomármelas con sentido


del humor. Si las exagero, podré captar su lado excesivo y me sonreiré. Si pongo un
apodo divertido al monólogo o lo canto con una melodía conocida, me será más fácil no
tomármelo en serio y al pie de la letra.
Si me encuentro diciendo el monólogo «volveré a fracasar», puedo acompañarlo de otro monólogo: «Cada
Navidad vaticino que me va a tocar el Gordo de la lotería, y ¡qué curioso!, siempre acierto, todos los años
cantan mi número, ¡soy un gran adivino!, ¡las palabras de mis vaticinios son infalibles!, por eso, si vaticino
que fracasaré, fracasaré». Puedo ponerle el apodo de «Fracaso cantado» o «La profecía del Gordo».

7. Los acojo, pero los dejo pasar

Al igual que en el capítulo 4 he practicado el acogimiento y la aceptación de mis


emociones y sensaciones y además acepté su transitoriedad, también lo puedo practicar
con mis pensamientos. Me pertenece mi manera de hablar conmigo mismo, de pensar y
de reflexionar tal vez desde hace mucho tiempo en mi historia personal, y tal vez se
agudizó con motivo de mi experiencia depresiva. Las palabras que digo para mis
adentros me sirven de mediadoras para entrar en contacto con las pérdidas, los fracasos y
todas las penalidades y para hacerlos presentes y tratar de comprender cómo y por qué
me han llevado a la experiencia depresiva y me están afectando tanto y cómo podré salir
del «pozo de la melancolía». Las palabras de mi habla interior cumplen sus funciones
como cualquier otra conducta.
Si bien cuestiono la literalidad de mis monólogos, les reconozco, pues, sentido y
significado. Son testimonio de cómo y cuánto me preocupan mis pérdidas, mis fracasos
y los golpes de la vida. Las penalidades e inclemencias de la vida me han ido dejando la

153
huella de pensamientos inclementes y desapacibles también. Por eso no reniego de ellos
ni los combato, pues sería como renegar de mí mismo y combatirme. Los reconozco y
los acepto como míos pues no son algo que «me viene a la cabeza», sino que soy yo el
que los dice, el que los piensa y el que cuenta los «cuentos de la lechera».

Son palabras y pensamientos, no son cadenas

Pero, como «lo nuestro es pasar», que nos decía Machado, mis pensamientos también
pasan, son también transitorios. Por eso, del mismo modo que los reconozco como
vividos por mí, tampoco los retengo ni me enredo en ellos, y también puedo contemplar
cómo pasan y cómo se van cayendo de mi vida mientras yo sigo adelante. Al igual que
hago con mis emociones y mis sensaciones, los acojo, los acepto, pero los trasciendo.
No estoy condenado a abrigar de por vida las mismas penas, los mismos recuerdos
traumáticos, la misma desesperanza, y tampoco a recorrer el camino trillado de rumiar a
todas horas los mismos «debería», las mismas preocupaciones paralizantes, las mismas
anticipaciones angustiosas, las mismas obsesiones. Me puedo desprender, desencadenar,
desenganchar de ellos.
Me imagino que estoy a la orilla de un río. Observo cómo las hojas de los árboles caen al agua y van
flotando y discurriendo río abajo. Me puedo imaginar que cada una de mis cavilaciones pesimistas, de mis
anticipaciones, de mis «debería» inflexibles, de mis obsesiones los voy colocando en las hojas que caen y veo
cómo los lleva la corriente y se van río abajo mientras yo permanezco en la orilla.

Permanezco en la orilla mientras las hojas van río abajo

Si los acepto, pero no me ensimismo y me enredo en ellos, incluso no tendría ni


siquiera que dedicar tiempo a discutir conmigo mismo y cuestionar su literalidad y su
validez y exactitud para «hacerme entrar en razón», pues «son solo palabras», al igual
que hago en una conversación con otra persona cuando le digo: «déjalo, no tengo ganas
de discutir». Sencillamente, no les hago caso, no les dedico tiempo, no me distraigo con

154
su «cháchara» y los dejo pasar, porque tengo cosas más importantes que hacer si quiero
liberarme del estancamiento.
Si estoy realizando una tarea y me digo el monólogo «voy a fracasar», puedo decidir observarlo con
distancia y dejarlo ir «río abajo»: «acabo de estar pensando que voy a fracasar, pero son solo palabras, un
“cuento de la lechera” que no me define a mí, palabras que no producen la realidad de la tarea que estoy
ahora haciendo ni su resultado de éxito o fracaso, la realidad de mi vida la producen mis obras, por eso no me
desconectan de lo que estoy haciendo y las dejo pasar, no voy a perder el tiempo tratando de desmentir su
validez o exactitud, ni para hacerme entrar en razón discutiendo conmigo mismo, no voy a entrar en eso». Y
mientras se va, me «quedo en la orilla» implicado en la tarea que tengo entre manos, porque las palabras de
mis monólogos no son cadenas que me aten y me impidan hacerlo, ni son fuerzas que puedan desencadenar
una tormenta o arrastrarme inexorablemente al fracaso.
Si digo «tengo que olvidar todo lo ocurrido si quiero salir de esto», puedo hacerme preguntas, como
hemos visto, para tratar de poner en cuestión su literalidad, pero también puedo decidir no perder tiempo en
discutir la validez de su cháchara y centrarme, en cambio, en las obras que me importa realizar para salir de la
parálisis en que me encuentro, porque la cháchara de mi monólogo no tiene poder para impedírmelo.

No soy mis pensamientos y puedo tomar distancia de ellos

Y puesto que mis pensamientos pasan, y yo los trasciendo y sigo siendo el mismo, no
soy idéntico a cada uno de ellos, no me identifico con ellos, ni ellos son idénticos a mí,
no me fundo y confundo con ellos, no soy mis pensamientos. Son experiencias mías,
fruto de mis experiencias de la vida, estoy presente en todos los episodios y momentos
de mi vida, en todas mis vivencias que van fluyendo, pero yo soy más que cada una de
ellas. Tengo pensamientos, pero ellos no me tienen a mí, no me poseen, no me
encadenan, no se me imponen. Los tengo, pero después los dejo de tener y sigo siendo el
que era. Me manifiesto en ellos, en ellos me actualizo. Pero yo no me consumo en mis
pensamientos obsesivos, en mis monólogos catastrofistas, no me reduzco a ellos. Soy
más que ellos y por eso me puedo seguir actualizando y manifestando en otros a medida
que sigo el camino para sobreponerme a mi experiencia depresiva.
Y porque no soy mis pensamientos, no sería apropiado decir que «soy un pesimista»
por el hecho de haber tenido pensamientos pesimistas. Me muestro en mis pensamientos
pesimistas, pero me puedo mostrar también en muchos otros. Decir que «soy un
pesimista» sería arrebatarme la complejidad y la riqueza de mi todo biográfico, sería
dejar que lo fagocitara una sola de sus manifestaciones, por añadidura transitoria,
pasajera, sería negarme a ser «lo que no soy todavía y puedo llegar a ser», que decíamos
en el capítulo 3. Y puesto que los abarco y trasciendo, pero no soy idéntico a ellos,
puedo desprenderme y tomar distancia de ellos a medida que van pasando. Los observo
con sentimientos de pertenencia y cercanía, pero a la vez con desprendimiento, distancia
y desapego.
Puedo decir «estoy teniendo el monólogo de que voy a fracasar, pero son solo palabras con las que no me
identifico», en lugar de decir «seguro que vuelvo a fracasar». Puedo decir: «ahora vuelvo a tener estos
pensamientos, pero no me resultan productivos, son palabras que no me orientan, que me desorientan». Puedo
decir «soy una persona débil de carácter». Pero también puedo afrontar el monólogo con desapego, con

155
distancia: «estoy pensando que soy una persona débil de
carácter, bueno, me lo estoy diciendo, tal vez porque he
actuado de manera poco afirmativa, o porque me lo han dicho
tantas veces en mi vida que he llegado a creérmelo, pero eso
es algo que me digo, pero lo que me digo no es una “verdad
indiscutible”. Voy a actuar en la dirección que me importa, no
en la dirección de las palabras que me digo, no tengo por qué
obedecerles, no tengo por qué hacerles caso».

8. Monólogos que alientan la esperanza


y me orientan a la acción

No estoy condenado, pues, a mis monólogos


derrotistas que vaticinan derrotas. Como sujeto de
mi biografía y de mi experiencia depresiva, puedo
hacer otra narración, otro relato, me puedo contar
otras historias. Y no se trata de cambiar sin más e
ingenuamente los «pensamientos negativos» por
«pensamientos positivos». Converso conmigo
mismo con palabras que evoquen la «tierra
prometida» de los valores que pueden dar sentido al
trayecto de mi existencia, que me alienten para realizar las acciones que me permitirán
salir más fortalecido incluso de la inhibición y la parálisis, que anticipen los resultados
favorables de mis acciones en lugar de la derrota, que se basen en mis fortalezas y en mi
capacidad de recuperación, que, en lugar de abatirme, me estimulen. Son como
instrucciones que me doy a mí mismo.
«Estoy poniendo los medios para salir de la experiencia depresiva, y podré salir» es un monólogo que me
alentará en la medida en que anticipa los resultados favorables de mis obras, mientras que será desalentador
decirme: «por más que lo intente, no voy a ser capaz de restablecerme de esta experiencia». «En otros
momentos de mi vida, me he visto en situaciones tan duras como esta y logré salir del paso, ¿por qué no va a
ser lo mismo ahora?» «Reconozco que no me está siendo fácil sobreponerme a la situación, lo que me ha
ocurrido ha sido duro, pero sé que cuento con ayuda.» «Hasta ahora, otros han decidido por mí, ahora soy yo
el que decido.» «Los valores que me inspiran en la vida me van a guiar ahora también.» «Si además de la
pérdida, me paralizo, tengo dos problemas, ¡me voy a ahorrar uno!». «Sé que he cometido errores, pero nadie
es perfecto, ahora al menos sé cómo puedo evitarlos en lo sucesivo.»

Si escribo en fichas de papel o en algún dispositivo electrónico los nuevos


monólogos, los puedo repasar de vez en cuando, aprenderlos de memoria y tenerlos
disponibles llegado el momento. Si los hago coincidir con momentos gratos del día,
como comer, escuchar música o pasear, se reforzarán, se harán más frecuentes y harán
menos frecuentes los monólogos que agravan mi experiencia depresiva.

Todavía no

156
Muchos de los «cuentos» que me cuento a mí mismo, como «es insoportable, no
puedo con ello» o «volveré a fracasar», son desalentadores y empeoran mi experiencia
depresiva porque ponen el foco en la dificultad, en el problema, en el fracaso anticipado.
Pero ¿por qué no poner el foco en las oportunidades, en las posibilidades y en las
expectativas de lo que quiero lograr a través de la acción, a través de los hechos que
pueden desmentir los dichos que venían enunciando mis monólogos?
Aunque en este momento me estén pesando todavía la tristeza, la pena, el dolor y la
desesperanza, ¿por qué en lugar de los monólogos que vaticinan que «no hay solución»
no me digo monólogos «todavía no» para dejar abierta la puerta a las soluciones que
«todavía no he encontrado» pero que puedo encontrar?
¿Por qué en lugar del monólogo «ya nadie me va a querer» no me digo el monólogo «no he encontrado
todavía a la persona con la que poder compartir mi vida, pero estoy en ello»? ¿Por qué en lugar de «voy a
fracasar de nuevo» no me digo «todavía estoy buscando la manera de asegurarme un buen resultado, pero ya
estoy en camino y la voy a encontrar»?
En lugar de seguir atrapado en la literalidad de «no soy capaz de hacerme cargo de ello», el monólogo
«todavía no he encontrado la manera de hacerme cargo de ello» me pone en el camino de encontrarlo y me
alienta para encontrarlo. En lugar del monólogo obsesivo «qué desordenado está todo, todo fuera de su sitio,
esto no puede seguir así, no lo soporto», que evoca impotencia y derrotismo y me provoca ansiedad ante todo
lo que me queda por hacer, el monólogo «todavía no he encontrado el tiempo, la calma y los medios para
gestionar todo el desorden que me dejó la pérdida pero lo voy a encontrar», lo que reduce mi obsesión, me da
serenidad y me pone en situación de buscarlos y encontrarlos.

Hasta ahora, a partir de ahora

Me pesa mi historia personal, me pesan las palabras que he aprendido a decirme a mí


mismo y que «hasta ahora» han venido acompañando mi experiencia depresiva. Puedo
reconocer este hecho, pero matizarlo con monólogos que señalen que «a partir de ahora»
las cosas pueden ser diferentes.
El monólogo «estoy atrapado en mi parálisis y en mi desesperanza» puede dar paso al monólogo «hasta
ahora he estado atrapado en la parálisis y en la desesperanza, a partir de ahora he decidido que las cosas van a
cambiar». En lugar de «lo que ha ocurrido me ha hundido y no veo la forma de salir del pozo en que me
encuentro», podría decirme: «hasta ahora mi vida no ha sido del color de rosa y lo que he perdido ya no
vuelve, el pasado no lo puedo cambiar, pero a partir de ahora tengo en mis manos el logro de muchos
objetivos importantes y voy a invertir toda mi energía en lograrlos porque estoy inacabado todavía».

Señalo las excepciones, los matices

Aun cuando la experiencia depresiva esté ocupando un lugar importante en mi vida y


la tristeza, el dolor y la desgana estén muy presentes, seguramente hay muchos
momentos en mi vida diaria en que tengo muchas otras experiencias no depresivas. Por
eso, frente a los monólogos que incluyen «siempre», «nunca», «todo», «nada», puedo
decirme monólogos que incluyan los matices de «algunas veces» o «poco» y que inviten
a detectar las excepciones de esas otras experiencias y a desmentir la literalidad de los

157
«siempre» o «nunca» y de la queja de que «todos los días son lo mismo, un infierno».
Frente al monólogo «esto va de mal en peor», me puedo hacer la pregunta «¿qué es lo
que va mejor?» para ponerme en la pista de los avances y los progresos que voy
haciendo con el valor de aliciente que esto tiene. Me puedo preguntar también «teniendo
en cuenta las circunstancias adversas en las que estoy, ¿cómo es que las cosas no han ido
a peor?», lo cual pone de manifiesto los puntos fuertes y los avances que de hecho se
están produciendo a pesar de las dificultades.

Desearía, me gustaría o prefiero, en lugar de «debo» o «tengo que»

A menudo los monólogos «debo» o «tengo que» revisten un carácter absoluto e


inflexible que me provoca altos niveles de tensión y me exponen a experiencias de
fracaso que se suman a las pérdidas y fracasos que me han llevado a la experiencia
depresiva, con lo que esta se agrava.
Puedo, por eso, sustituir los «debo» o «debería» por un «desearía», un «prefiero» o un
«sería estupendo si…», que no le quitan fuerza ni valor a mis responsabilidades y a mis
objetivos. Por el contrario, me abren mucho más el abanico de posibilidades y me
otorgan más flexibilidad para lograrlos.
El monólogo «debo dar la talla, no puedo fallar por nada del mundo» puede dar paso a otro: «me gustaría
cumplir con responsabilidad las tareas que se me han encomendado y responder así a la confianza que se
deposita en mí, prefiero que las cosas salgan bien y me empeño en ello, pero no soy perfecto y estoy
dispuesto también a aceptar los fallos que pueda cometer».

Soy mi propio entrenador

Los entrenadores orientan a los deportistas con


instrucciones que dan pistas de los pasos necesarios
para alcanzar las metas que se proponen. Para ello
señalan los pasos que están en la buena dirección,
mostrando reconocimiento por los avances
realizados y señalando las mejoras que conviene
introducir.
También yo puedo ser mi propio entrenador
guiándome con instrucciones que señalen los
avances, que me expresen reconocimiento por los
esfuerzos realizados y me den pistas de las mejoras
que puedo introducir. En el juego de la gallina
Las palabras «templado» y «caliente» animan ciega, la información de «templado» y «caliente»
a alcanzar la meta
señala que quien busca va por buen camino para
llegar a la meta. Si me fijo solo en mis errores y me castigo dándome exclusivamente

158
información de «frío, frío», me será más arduo continuar avanzando y alcanzar la meta.
«La pérdida que he sufrido me ha abatido, me ha postrado en la parálisis, pero ya he tomado alguna
iniciativa para lograr sobreponerme. De hecho, estoy leyendo este libro, es ya un primer paso. Si además a
partir de ahora empiezo a poner en práctica las sugerencias del libro, las cosas irán mejor todavía.»

Una manera eficaz de afianzar los «nuevos monólogos» es elogiarme por estar
practicándolos: «estoy consiguiendo cambiar mis monólogos, los que me digo ahora me
orientan mejor».

9. Me oriento a la acción liberadora y transformadora

Acoger y aceptar mis experiencias privadas, emociones, sensaciones, recuerdos,


pensamientos, y además tomar distancia respecto a ellas, como hemos visto en los
capítulos 4 y 5, es un tramo importante de todo el largo camino. Pero es un tramo que
encuentra su sentido y su prolongación en la fuerza de las experiencias directas del
compromiso con las obras liberadoras y transformadoras, guiadas por los valores y los
objetivos que me importan y en las que, como decíamos en el capítulo 3, está afincada la
esperanza. Es la fuerza de los hechos frente a la fuerza de los dichos. Es también la
fuerza de los dichos cuando no se limitan a contar «cuentos» que promueven la
desesperanza y la parálisis, sino que orientan hacia esas obras transformadoras que
pueden cambiar la vida: «¿cuántas oportunidades encierra la crisis que estoy viviendo
para caminar hacia donde me importa caminar?, tengo dudas, hay incertidumbre, pero
también tengo la oportunidad de seguir caminando hacia donde quiero llegar, y lo voy a
hacer porque “la belleza está esperando mis pasos”, que decía William Wordsworth».
Si mi experiencia depresiva está ligada a la tristeza y a la desesperanza, mi esperanza
y mi capacidad para las experiencias placenteras están también íntimamente ligadas a mi
capacidad operante para lograr resultados valiosos y gratificantes mediante mis obras.
De este nuevo tramo del camino de recuperación de la crisis de mi experiencia depresiva
va a tratar el capítulo 6.

159
6. OBRAS SON AMORES

Tú vives siempre en tus actos.


Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tú tocas.
PEDRO SALINAS
La voz a ti debida

Contemplar con benevolencia y empatía mi experiencia depresiva y acoger, consentir


y aceptar las experiencias privadas que la conforman, como vimos en los capítulos 4 y 5,
es un acto de autodeterminación, de dominio y de triunfo que inicia el camino de la
liberación de la experiencia depresiva. Pero para proseguir el camino hacia la «tierra
prometida» que puede llenar de sentido mi vida, he de seguir dando pasos. Son mis obras
tenaces y efectivas las que me van a permitir salir de la parálisis y arrancarle al mundo,
liberando la esperanza de la caja de Pandora, las auroras y los triunfos del porvenir,
guiado por los valores que quiero que den sentido a mi vida. Porque la vida es lo que yo
toco con mis actos, porque mi esperanza se afinca y se injerta en mis obras y porque
«obras son amores».

UN BROQUEL QUE ME PROTEGE PERO QUE ME PARALIZA


Llevo en mí las cicatrices
de todas las batallas que evité librar.
FERNANDO PESSOA
Libro del desasosiego

La inhibición, el inmovilismo y la parálisis me sirven, como comentamos en el


capítulo 2, como broquel de protección y defensa. La parálisis defensiva es una manera
de «abroquelarme», de resguardarme.
Pero ¡qué paradoja!: el broquel me protege y defiende, pero a costa de hacer más
duraderos el desvalimiento, el abatimiento y la parálisis. Si las pérdidas y los fracasos
me han producido tristeza, dolor y sufrimiento, la parálisis los agrava y acarrea más
pérdidas todavía. Me quedo atrapado entre las pérdidas y los fracasos que me paralizan,
y las consecuencias de la propia parálisis que me deprimen todavía más.
Con la inhibición y la parálisis tengo la ventaja inmediata de evitar, como Pessoa, las
heridas y cicatrices que me puede producir el reactivarme y tomar las riendas, y el dolor
de potenciales nuevos golpes de la vida, pero no evito las heridas y cicatrices que me

160
producen la propia parálisis, el propio estancamiento, la
postración, el bloqueo. Las ventajas de la inhibición y la
evitación a corto plazo las refuerzan y se convierten a la
larga en un problema añadido que agrava el problema que
ya me han supuesto las pérdidas, los fracasos y los golpes
duros. La liberación a corto plazo es también a medio y largo
plazo una atadura que me precipita en la espiral depresiva.
Refugiarme en la cama o en casa sin salir es también meterme cada vez
Broquel de protección y defensa más en el problema que desencadenó mi experiencia depresiva, descuidar la
búsqueda de un nuevo trabajo si he perdido el anterior y empeorar mi
situación económica, reducir mi participación en actividades sociales y
profesionales que antes frecuentaba, con lo que restrinjo mis posibilidades, agravar el conflicto interpersonal
que tal vez originó la experiencia depresiva, limitar mi autonomía y mi libertad de movimientos, desconectar
de las amistades y de las actividades compartidas que me alegraban la vida y que ahora echo de menos,
limitar las posibilidades de rehacer mi vida afectiva después de haber vivido un fracaso o un abandono. La
inhibición me puede llevar también a enredarme en preocupaciones y cavilaciones que me quitan el sueño y a
un empeoramiento de mi estado de ánimo. Puedo llegar a sentir culpa por mi propia parálisis o por el hecho
de haber perdido las amistades que tenía, de que ya no me llamen nunca y de estar más aislado, vergüenza por
la pérdida de posición social debida a la pérdida de empleo o rabia por no ver salidas.

Con la inhibición y la parálisis, la tristeza y el


abatimiento se hacen más severos y duraderos, pues
a ellos se suma la tristeza por mi inutilidad y por mi
parálisis. También aumenta mi desesperanza, pues
la parálisis me hace ver con más nitidez cuánto
estoy perdiendo además de lo que ya he perdido. Mi
inactividad pretende protegerme de la pérdida y
aferrarme a lo que he perdido, pero es justamente
esta protección la que me impide recuperarme de la
pérdida. Cuanto más me aferro, más pierdo.
Al estancarme en el pasado y en el lamento de la
pérdida, no consigo reemprender el camino que me
podría llevar a recuperar gozos perdidos, incluso
gozos mayores, y a una vida valiosa y significativa.
Puedo desear el gozo, pero me cierro el camino del
gozo que podría colmar el deseo y que se hace cada vez más inaccesible.
Por eso he de optar por la recompensa inmediata de la inhibición o por romper las
ligaduras que me encadenan y paralizan en el laberinto y lograr la recompensa de una
liberación más definitiva, aunque me resulte arduo el camino. Enfrento a la tenacidad de
las ligaduras la tenacidad que voy a emplear para romperlas.

RECORRO EL CAMINO DE LA REACTIVACIÓN LIBERADORA Y CREATIVA

161
Es posible que nunca llegues a conocer
los resultados de tus acciones,
pero si no haces nada,
nunca habrá resultados.
MAHATMA GANDHI

No en lugar del acto, no


en el de la renuncia,
jamás en el dominio
de la conformidad
donde la vida se doblega, nunca.
ÁNGEL GONZÁLEZ

Aun cuando los antiguos pensaban que la causa de la melancolía era la bilis negra,
pensaban también que el estilo de vida influía en los desequilibrios del humor negro, por
lo que el cambio de la conducta personal habría de influir también en la recuperación de
su equilibrio. Ya decía Constantino el Africano que la melancolía depende mucho del
tipo de vida que se lleva, y Du Laurens creía que reorganizar los estilos de vida era más
importante que lo que pudiera salir de los cajones de los boticarios, como él decía.
Porque es por las obras, más allá de la conformidad y la pasividad, por lo que me
puedo restablecer de la crisis de mi experiencia depresiva en lugar de dejarme doblegar
por ella, que es como dejarme doblegar por la vida. Es por las obras como puedo llenar
el vacío y escribir en las páginas en blanco del libro de acontecimientos de mi historia
personal. Es por la reactivación como puedo recuperarme de la desactivación y hacerme
más fuerte para encarar con resiliencia posibles acontecimientos adversos venideros.

1. Volver a beber del manantial de alicientes

Antes de la pérdida y de las penalidades que me


han abocado a la experiencia depresiva, disfrutaba
de un manantial caudaloso de bienes, placeres y
alicientes que me proporcionaban las personas, los
proyectos, los lugares, las actividades perdidas.
Pero lo disfrutaba porque no había parálisis, había
activación antidepresiva, hacía cosas que me
deparaban esos frutos, cuyo disfrute reforzaba lo
Volver a beber del manantial que hacía. Con la pérdida y con los golpes de la
vida, he perdido el contacto con ese manantial, y
con la pérdida vinieron también las emociones testigos de la pérdida, la rumiadura, las
obsesiones, las aves de mal agüero, la desactivación, la parálisis y una mayor
desconexión del manantial.
Hasta ahora, con esa parálisis defensiva me sentía seguro, si bien con una seguridad
frágil y efímera. Pero a partir de ahora me volveré a sentir más seguro, más fuerte, con

162
más dominio de mi vida si remuevo la parálisis, retomo la reactivación antidepresiva y
vuelvo a beber del manantial de bienes y alicientes que puedo lograr con el poder
transformador y creador de mis obras.
De las heridas de la vida, del penetrante sentimiento de pérdida, del dolor y de la profunda tristeza de la
cantante Toni Mitschell nacieron algunas de sus más bellas y desconsoladas canciones, porque, como dice
una de ellas, «yo he mirado a la vida desde ambos lados, desde el triunfo y el fracaso», porque, como declara
la propia Toni, su melancolía es «la arena que hace la perla». También de la melancolía, del sufrimiento y de
la desesperación de Samuel Coleridge brotaron sus más bellos poemas, y de la melancolía de Virginia Woolf,
sus dos novelas más renombradas.
Después de haber sido celebrado por todos como gran
compositor, Georg Friedrich Händel se encontraba sumido en
la pobreza, con la salud quebrantada y en una profunda
depresión, y se consideraba ya acabado. De esa melancolía
brotó poco después la maravilla de su oratorio El Mesías. Es
como si lo oscuro de su melancolía se hubiera transfigurado
en algo luminoso al hacerse música. Después de haber vivido
la profunda desolación que le produjo el fracaso de su
Primera Sinfonía, y después de varios años de parálisis y de
bloqueo, Sergei Rachmaninoff recuperó la confianza en su
gran talento, la inspiración y la fuerza creadora que produjo
su famoso 2.º Concierto para piano y orquesta en do menor.

La noche oscura, «horrenda y tempestuosa», llena de pesar Como la arena que hace la perla
y de sequedad, en la que Juan de la Cruz sentía las «sombras
de muerte, gemidos de muerte y dolores de infierno» de su profunda melancolía, se transfigura en «noche
amable más que la alborada», y la herida de amor y de ausencia, en «herida sabrosa», en «llama de amor
viva/que tiernamente hieres» y en las poderosas fantasías de «la música callada/la soledad sonora/la cena que
recrea y enamora» de su Cántico espiritual.

2. Una vida significativa en coherencia con mis valores y objetivos

Pero no se trata de moverme por moverme, de hacer por hacer, de caminar sin más, a
tontas y a locas, o de seguir las recomendaciones bienintencionadas que más de una vez
me han podido hacer o me hago a mí mismo: «sal de casa», «muévete, vete al cine». Son
los valores y los objetivos que definí en el capítulo 3 los que me van a señalar la
dirección en la que quiero caminar y las obras que voy a desplegar a lo largo del camino.
Guiado e inspirado por mis valores, defino objetivos concretos, realistas,
alcanzables, sabiendo que las metas a corto plazo o próximas suscitan más el
compromiso que las metas a largo plazo y que han de constituirse en guías para la
acción. Además del objetivo más general de «recuperar la relación con mis hijos», que
se proponía un padre que estaba viviendo el duelo del divorcio, formuló objetivos más
concretos y específicos como «pasar el próximo fin de semana juntos en un lugar que a
ellos sé que les apetece».
Los objetivos serán una guía más efectiva si los expreso en términos positivos, es
decir, si defino un resultado que quiero alcanzar («recuperar las actividades que me
proporcionaban tanto placer»), que si los defino como un resultado que no deseo («no

163
seguir soportando este dolor y esta tristeza»). Aquellos evocan, cuando los alcanzo,
emociones más placenteras que estos últimos.

3. No tomo mis emociones como pretexto


«No puedo hacerlo, me siento muy deprimido, estoy desganado, si me sintiera con ganas, lo haría», «sé
que si me levanto me voy a sentir fatal, por eso no me levanto», «pensaba hacerlo, de hecho me preparé para
salir, pero de pronto me entró una gran tristeza porque recordé que antes salía con ella y que ahora ella ya no
estaba, y entonces me metí en casa de nuevo y me tumbé en el sofá a llorar», «tendría que dejar esta relación
porque me está hundiendo, pero me da miedo quedarme solo», «lo haría, pero la pena no me deja».

Estas y otras parecidas son expresiones que yo mismo he podido utilizar como
pretexto para mi inhibición y parálisis. Con el «pero» establezco una contraposición
entre sentir tristeza, miedo o desgana y actuar, como si la tristeza, el miedo y la desgana
fueran la causa de la inhibición y la parálisis y como si para actuar hubiera que combatir
primero la tristeza, el miedo y la desgana. De hecho, me encuentro a veces tan triste y
desganado que la acción me puede parecer una tarea ímproba. Por eso, trato de esperar a
estar contento, a tener ganas y a no tener miedo para afrontar la pérdida o el fracaso, para
echar a andar, para salir de la cama o levantarme del sofá y empezar a moverme. Pero he
podido comprobar también que cuanto más espero a sentirme estupendamente como
condición previa para actuar, peor me voy encontrando, más abatido me siento y más
postergo el momento de retomar el camino para salir del estancamiento.

164
Las emociones son testigos de la vida, no su causa

Las emociones, como hemos comentado en los capítulos 1 y 4, forman parte de mi


experiencia depresiva. Son ecos, señales, testigos de la vida que estoy viviendo,
indicadores de cuánto me afectan las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones y las
penalidades. Pueden ser incluso emociones arrolladoras cuando son arrolladoras
también las tribulaciones que me atribulan y las penalidades que me apenan.
Pero las emociones no son toda la experiencia depresiva, ni tampoco su causa.
Si oigo «¡fuego!», siento miedo y huyo, y podría parecer que huyo «porque» siento miedo, y eso es lo que
a menudo se dice. Pero en realidad huyo y tengo miedo «porque» la palabra «fuego» anticipa una amenaza.
No es el miedo la causa de mi huida, es la amenaza de la que me quiero librar lo que causa el efecto de mi
huida y mi miedo. Si estoy enojado e insulto a la persona que me abandona, podría parecer que el enojo es la
causa del insulto, pero en realidad me siento enojado e insulto como parte del hecho de que haya decidido
dejarme.

No estoy inhibido y pasivo, pues, «porque estoy triste» o «porque estoy sin ganas» y

165
la tristeza y la desgana me arrastren a la inhibición. Me muestro pasivo y a la vez me
siento triste y desganado por lo que me ha pasado y porque me han afectado las pérdidas,
los fracasos y las penalidades. Ni la tristeza suplanta a la pérdida y a los fracasos ni la
pena suplanta a las penalidades. Decir que estoy inhibido y pasivo «porque» estoy triste,
sin ganas o apenado es pasar por alto las pérdidas y las penalidades y culpar a mis
emociones de todo lo que me pasa. Este pretexto puede a veces sonar un poco a la
«culpa» que las doctrinas antiguas les echaban a los humores de la bilis negra. El
pretexto para la inhibición sería ahora el «mal humor» o el «estado de ánimo triste».

No deciden mis emociones, decido yo

Culpar a las emociones de mi inhibición y tomarlas como pretexto es también de


alguna manera querer eximirme de responsabilidad en su mantenimiento y querer
justificarla. Y es que mis emociones no son tampoco ogros que me puedan devorar, ni
cadenas que me impidan reactivarme, fuerzas imperiosas que me obliguen a hacer lo que
no quiero hacer. Soy yo quien decide seguir manteniendo el estancamiento o salir de él,
es un acto de autodeterminación mío, no puedo escudarme en mis emociones. Tampoco
el enojo me «obliga» a insultar a la persona que me hace daño. Las emociones no
deciden por mí, no suplantan mi responsabilidad en las decisiones. Y es que solo mis
obras producen efectos en el mundo alrededor, mis emociones y mis pensamientos «no
atraviesan la frontera» para producirlos.

No es el miedo asunto de cobardes

Nos decía Ángel González en el capítulo 4 que «no es siempre el miedo asunto de
cobardes». Tampoco son asunto de cobardes la tristeza, el dolor y la desgana, por eso
puedo reactivarme y echar a andar «sin cobardía» hacia lo que me importa, hacia «la
belleza que está esperando mis pasos», contando con ellos, aceptándolos sin esperar a
que desaparezcan previamente y a sentir unas ganas enormes, porque aceptarlos, como
comentábamos en los capítulos 4 y 5, no es rendirse ni doblegarse. Al contrario, es
negarse a quedar atrapado en la evitación y en el combate inútil.
¿No he tomado a veces decisiones que me importaba mucho tomar y que me supusieron incluso malestar y
dolor? ¿No he hecho más de una vez en la vida algo que no tenía ganas de hacer y, no obstante, lo hice
porque me importaba hacerlo, porque había algo que quería conseguir? ¿No he hecho más de una vez también
cosas que me daba miedo hacer, como atravesar un bosque oscuro, para ir a ver a alguien que era muy
importante para mí? El miedo estaba ahí mientras atravesaba el bosque, pero no era una cadena que me
retuviera. Los motivos para hacerlo eran más fuertes que la oscuridad y el miedo.

Los sentires vienen de los haceres

166
Y es que, además, al actuar, la tristeza, la
desgana, la desesperanza acaban mitigándose y
desapareciendo, pues mis obras son la condición
previa para que cambien mis emociones, para que la
desesperanza se trueque en esperanza, porque
pierdo el miedo y me vuelvo valiente cuando
realizo actos de valentía, como ya decía el filósofo
Aristóteles, porque los sentires vienen de los
haceres y quehaceres.
Por eso, si
hasta ahora,
para quitarme
la tristeza, los
recuerdos
dolorosos y los
pensamientos
perturbadores
los combatía, a
partir de ahora
voy a
descubrir que
mi estado de
ánimo, mis
pensamientos
y mis recuerdos se atenúan no huyendo o evitando, sino actuando, haciendo incluso la
acción inversa: en lugar de levantar la voz, uso un tono de voz bajo; en lugar de hundir
los hombros, miro con la cabeza erguida; en lugar de presentar un rostro taciturno,
sonrío; en lugar de reiterar mis desdichas a los otros, comento algo grato que me ha
ocurrido. Mis pensamientos no cambian mi vida, pero mis obras pueden cambiar mis
pensamientos, mis emociones, mi vida.

4. Registro mi nivel de actividad actual

Antes de iniciar mi programa de reactivación, me será útil registrar, en una hoja


similar a la de la tabla 6.1, para cada día durante una semana mi nivel de actividad desde
que me levanto hasta que me acuesto. De esta manera podré más adelante ir
comprobando mis progresos a medida que vaya incluyendo en mi agenda otras
actividades. En realidad, el mero hecho de registrar mi nivel de actividad es ya por sí
mismo una actividad que supone un primer paso. Es un modo de examinar y tomar
conciencia de mi propia vida, incluso de las pequeñas cosas que parecen a veces

167
irrelevantes, y de mi experiencia depresiva.
Anoto el hecho de estar en cama, tumbado en el sofá, trabajando, viendo la televisión,
jugando con videojuegos, leyendo, comiendo, comprando, paseando, conversando y
tantas otras. Este registro me ayudará:

A tomar conciencia del grado de inactividad o actividad que despliego en cada


momento y situación a lo largo del día.

TABLA 6.1
Mi nivel de actividad diaria

ACTIVIDAD SENSACIONES,
HORA (DÓNDE, CON EMOCIÓN CONCRETA E INTENSIDAD PENSAMIENTOS, FANTASÍAS,
QUIÉN) DEL ESTADO DE ÁNIMO (DE 1 A 10) RECUERDOS
7-8

8-9

9-10

……

A detectar en qué medida las cambiantes y diferentes actividades que realizo y las
situaciones en que las realizo están asociadas también a cambios en mi estado de
ánimo, y a las sensaciones, pensamientos, fantasías y recuerdos, algo que tal vez
hasta ahora se me pasaba por alto, y en qué medida están contribuyendo a
mantenerme estancado.
A darme pistas de los cambios que me conviene hacer en mi nivel de
actividad/inactividad: qué actividades me conviene aumentar pues mejoran mi
estado de ánimo y cuáles disminuir porque, aun cuando me alivian a corto plazo,
empeoran a largo plazo mi experiencia depresiva.
Puedo darme cuenta de que estar tumbado en la cama o en el sofá, aún cuando de manera inmediata me
evita el malestar de salir y por eso me siento momentáneamente mejor, es un antecedente que se asocia a la
larga con un estado de ánimo más triste y abatido y con pensamientos pesimistas y recuerdos dolorosos,
mientras que salir a hacer la compra mejora mi estado de ánimo de manera más estable y me da una sensación
de dominio porque dejo de evitar quedándome en cama. Encontrarme por la calle con compañeros de la
empresa en la que trabajé antes de quedarme en paro me puede provocar ansiedad y pensamientos negativos
respecto a mi capacidad profesional. Pero quedarme en casa para evitar encontrarme con ellos también me
provoca tristeza y sentimientos de culpabilidad. Puedo darme cuenta de que el consumo de alcohol u otras
drogas me permite de momento «olvidar» el problema de una relación dañina, mitigar mi tristeza y
proporcionarme algo de euforia, pero a la larga el problema sigue sin resolverse o se agravará.

Decidiré si me resulta más fácil ir anotando las actividades a medida que las voy

168
haciendo o si las anoto una vez transcurridos períodos más amplios de tiempo, lo cual
me supondrá un mayor esfuerzo de memoria y el riesgo de perder detalles de lo que ha
ocurrido.
La intensidad de la emoción concreta (tristeza, miedo, enfado, desesperanza,
vergüenza) que acompaña a las actividades la puedo expresar en una escala de 1 a 10,
siendo 1 baja intensidad y 10 alta.

5. Programo mis actividades

De acuerdo con los valores y los objetivos que quiero que guíen mi vida y teniendo
en cuenta mi nivel de actividad actual, voy incorporando a mi agenda diaria actividades
que me saquen de mi inercia, me conecten con las fuentes de consecuencias valiosas que
sean un aliciente y mejoren mi estado de ánimo. En el programa puedo incluir:

La recuperación de actividades que realizaba antes y que abandoné al comenzar


con mi experiencia depresiva: actividad laboral, ejercicio físico, paseos, cine,
teatro, música…
Actividades que requiere la rutina de mi vida diaria y que venía realizando de
manera regular: aseo personal, compra, cocinar, limpieza de la casa, planchar…
Actividades que nunca he realizado pero que me gustaría realizar: matricularme
en un curso, otra actividad laboral, un viaje, aprender a bailar, aprender un idioma,
apuntarme al gimnasio…

Una escala de dificultad

Me será más fácil aumentar ese nivel si empiezo a incorporar actividades que me
suponen poca dificultad y gradualmente en días sucesivos voy incorporando actividades
más difíciles. La recuperación de las actividades rutinarias que abandoné y la vuelta a
lo previsible de la «normalidad» puede mejorar mi estado de ánimo y suscitar
pensamientos positivos sobre mi capacidad de control sobre mi vida. Para ello, en una
hoja como la de la tabla 6.2 puedo hacer una lista de las actividades que quiero
incorporar a mi agenda ordenadas por nivel de dificultad en una escala de 1 (muy poca
dificultad) a 10 (mucha dificultad).

TABLA 6.2
Ejemplo de escala de dificultad

ACTIVIDAD GRADO DE DIFICULTAD (DE 1 A 10)


Aseo personal 2

169
Arreglar la casa 4

Ir al cine 4

Salir a pasear 6

Apuntarme a un gimnasio 8

…………

Hoja de actividades

Teniendo en cuenta todo lo anterior, elaboro mi hoja de programación diaria, como


la de la tabla 6.3, en la que incorporo las actividades que he decidido completar,
concretando y detallando lo más posible cómo, cuándo, dónde, con qué frecuencia y con
quién las voy a realizar y, en su caso, cuánto tiempo va a durar cada vez. Habrá
actividades, como levantarme, vestirme, en lugar de quedarme todo el día en pijama, y
arreglarme que voy a realizar todos los días. Habrá otras, como salir a correr, que voy a
realizar solo dos o tres veces por semana durante media hora, o quedar a comer con mis
hijos el sábado, por lo que únicamente las anotaré el día en que decida realizarlas.
Tendré muy en cuenta las que mejoran mi estado de ánimo.

TABLA 6.3
Mi programa de actividad diaria

ACTIVIDAD (CÓMO, GRADO DE GRADO DE SENSACIONES,


HORA CUÁNDO, DÓNDE, SATISFACCIÓN DIFICULTAD PENSAMIENTOS,
CON QUIÉN) (DE 1 A 10) REAL (DE 1 A 10) FANTASÍAS, RECUERDOS
7-8

8-9

9-10

…….

Puedo incorporar al programa el «pago de las deudas». Si he sido capaz de aceptar mi


sentimiento de deuda con un ser querido que ha fallecido, puedo tratar de «saldar» la
deuda.
Un adolescente estaba asustado y abatido por la frecuente aparición del fantasma de su madre muerta, ante
la que se había sentido culpable por haber sido un niño «malo». Hablamos con él tranquilamente de este
sentimiento suyo y le sugerimos que preguntara al fantasma «qué quería». La respuesta era que mejorara

170
alguno de los comportamientos personales que su madre le reprochaba, cosa que se dispuso a hacer.

Una de las actividades que seguramente he de poner en mi agenda es el afrontamiento


y la solución de los obstáculos con los que me puedo encontrar en mis intentos por salir
de la inercia.
Anoto el grado de satisfacción que experimento al hacerla y el grado de dificultad
real, que puede ser incluso menor que la que anticipaba. Anoto también las sensaciones,
pensamientos, fantasías y recuerdos que experimento mientas la realizo.

Garantizar el éxito: poco a poco, paso a paso

Si, tal como constaté en mi registro de actividad actual, mi desactivación actual es


muy acusada, pues he dejado momentáneamente los estudios, estoy de baja laboral, hace
tiempo que he dejado de practicar el ejercicio que practicaba, he dejado de ver a los
amigos que frecuentaba, paso muchas horas tumbado en el sofá, tengo abandonado el
cuidado de la casa y otras muchas actividades, no será realista que de repente me plantee
el objetivo de una reactivación completa y ambiciosa en todos los ámbitos que he
desactivado. Es menos probable que tenga éxito si retomo mi actividad con acciones
altamente difíciles.
Pasar de la inactividad a querer de repente hacer todos los días una hora de ejercicio puede ser un paso con
menos garantía de éxito que si me comprometo a hacer por el momento media hora de ejercicio dos días a la
semana, pues «¡quien mucho abarca poco aprieta!». Querer pasar de dedicar 6 horas diarias viendo la
televisión tumbado en el sofá a no dedicar ninguna será menos realista que reducir gradualmente el tiempo
dedicado a lo largo de varios días. Si he tenido abandonado mucho tiempo el cuidado de la casa y quiero
empezar a poner un poco de orden, será más realista no planteármelo como un reto de «todo o nada» y
descomponer el plan en tareas concretas e ir acometiéndolas una a una en días sucesivos que intentar pegarme
el «atracón».

Será más realista y garantizaré mejor el éxito si empiezo a ponerme en marcha, pues,
poco a poco con uno de los ámbitos de la vida, con tareas que además sean más fáciles,
accesibles y breves, como las que ya hacía a diario de manera regular y me resultaban
gratas, y con una frecuencia factible para tener la seguridad de que puedo con ellas y de
que tendrán su recompensa, y para evitar la experiencia de fracaso que podría vivir
como un castigo con el consiguiente desánimo. Después iré incorporando gradualmente
otras más complejas, difíciles y que requieran más tiempo en las siguientes semanas,
como la reincorporación al trabajo, la vuelta a clase o la recuperación de la práctica
deportiva que interrumpí.

Poder comprobar el aliciente de los progresos

Es posible además que al principio no me salgan las cosas «perfectas», pero ya será
mucho que haya hecho algún progreso en relación con la inercia que mantenía hasta

171
ahora y que esté ahora más activo de lo que lo estaba la semana pasada. Aunque los
primeros intentos sean solo éxitos parciales, no son, sin embargo, un fracaso o una
«catástrofe», porque mi restablecimiento de la experiencia depresiva no es un asunto de
«todo o nada». Tal vez voy avanzando a tientas, pero no avanzo a ciegas.
A medida que pasen los días, podré ir experimentando la recompensa de los
progresos realizados, la vivencia de logro y de dominio y el aumento de mi motivación.
Y si los progresos realizados son un aliciente para otros progresos ulteriores, porque la
actividad llama a la actividad, como la inercia llama a la inercia, mi experiencia
depresiva se irá debilitando y la desesperanza será reemplazada por la esperanza. En la
medida en que mi nivel de actividad y mi estado de ánimo se vayan restableciendo y me
sienta de nuevo «en marcha», decidiré si interrumpo esta programación diaria o la
mantengo para afianzar mi activación.

6. Le pongo un marco a la pérdida, entre la memoria y el olvido

Si valoro una relación de pareja, aunque haya perdido la que tenía, y si valoro el
despliegue de mi potencial profesional, aunque haya fracasado el proyecto que lo
desplegaba, esos valores pueden seguir dando sentido a mi vida. En ese caso, puedo
«ponerle un marco» a las pérdidas que han desencadenado mi experiencia depresiva
para poder seguir adelante con otras relaciones y con otros proyectos.
Cuando vivo una experiencia significativa, me hago una fotografía e incluso después
la enmarco. La foto enmarcada es tan solo una representación, no la experiencia vivida,
un símbolo de la realidad, no la realidad vivida, pero me permite recordar y aceptar que
he tenido la experiencia, y a la vez aceptar que ahora ya no la tengo. Del mismo modo,
puedo realizar actos que registren y pongan «marco» a la pérdida y a lo que la pérdida
me arrebató, que sean como su representación, su fotografía, su símbolo.
Son muchos los registros y marcos que se pueden poner a las pérdidas y a los sucesos traumáticos: rituales
funerarios y de duelo, conmemoraciones, monumentos levantados en el lugar de una tragedia. Cuando guardo
y visto luto, constato, reconozco, señalo y represento que estoy viviendo una pérdida y que la acepto. Escribo
un poema a la persona que he perdido, le dedico el libro que acabo de escribir, pongo su nombre a una
estancia de la casa.
Un hombre acompaña por la noche en la habitación del hospital a su madre moribunda. Presintiendo que
esa podía ser la última noche, decide cantarle a media voz la canción mexicana La barca de oro, que dice
«adiós, mujer, adiós para siempre adiós» y que la madre cantaba a menudo cuando el hombre era un niño. De
madrugada, la madre falleció. Con la canción sellaba el consentimiento de la pérdida y del duelo.
El padre de una adolescente que había sido secuestrada y asesinada envió a un amigo una foto que él
mismo se había hecho cerca del lugar en el que la hija había desaparecido. En el fondo de la foto aparecía el
arcoíris sobre el mar. El amigo le respondió comentando que la hija muerta sería ya para siempre como un
«arcoíris» que los seguiría iluminando y coloreando la vida desde la bahía. Sería un modo de no olvidar el
pasado doloroso, pero de no estar continuamente atrapado por él, reaparecería solo con el arcoíris.

Al igual que se transforma el lugar de una tragedia con el símbolo de un monumento,


así también transformo yo los espacios de mi existencia en los que viví una relación o

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desarrollé un proyecto y en los que he vivido la pérdida. Con el marco acoto las
dimensiones de esos espacios, los «enmarco», les pongo un límite, los contengo, los
«congelo», y así el duelo no se eterniza. Con el marco, la pérdida queda transpuesta y
contenida en un símbolo, en un poema, en una canción, en una dedicatoria o en una
metáfora como la del arcoíris donde yo puedo «reencontrar» y evocar lo perdido y todo
lo que ha significado para mí. De este modo, ya no la pierdo del todo y puedo incluso
decir «fue bueno mientras duró».

Entre la memoria y el olvido, como el flujo y reflujo del mar

Al mismo tiempo, al llevar la pérdida a un espacio de representación, la separo de mí,


pongo distancia entre ella y yo, para que el recuerdo del pasado no me sobrevenga de
improviso en cualquier momento y en cualquier lugar, no me abrume, no me arrolle, no
inunde todos los espacios de mi vida, no esté «en todo» como estaba la «negra sombra»
de Rosalía de Castro y me impida ver el horizonte donde seguir siendo lo que no soy
todavía. Es una manera de aceptar que mi vida «ya nunca será igual» después de la
pérdida, aunque podría ser mejor.
No necesito, pues, olvidar, como ya decíamos en el capítulo 4, ni aspiro a evadirme,
como pedía Luis Cernuda en su poema «Donde habite el olvido», del dolor y la pena por
la pérdida ni a permanecer insensible en la región del olvido «donde penas y desdichas
no sean más que nombres», sino que acepto la pérdida, pero el marco que le pongo me
ayuda a lograr el equilibrio entre la memoria y el olvido, que es como el continuo flujo y
reflujo del mar.

7. Me aseguro de que voy a realizar las actividades comprometidas

No es infrecuente que me proponga hacer algo y, sin embargo, olvide hacerlo, pues

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en mi ambiente habitual probablemente hay señales que me inclinan más bien a la
inactividad.
Para asegurarme de que haré lo que he incorporado a mi agenda de actividades, coloco en un lugar visible
la misma hoja de actividades, rediseño mi ambiente y pongo señales que me lo recuerden: despertador a la
hora prevista para levantarme de la cama, notas en el calendario de pared, pegatinas en los lugares donde he
de realizar la actividad, notas en la cartera o sobre la mesa de trabajo, cambiar el reloj de mano, avisos en el
teléfono móvil, pedir a una persona cercana que me lo recuerde, tener a la vista la fotografía de la persona
fallecida a la que había prometido que seguiría haciéndome cargo en la vida de mis responsabilidades. Si dejo
el chándal a la vista, es más probable que recuerde salir a correr que si lo tengo guardado en el armario.

8. Me aseguro de que mis acciones obtengan resultados valiosos


Si lanzo el dardo a la diana y se desvía mucho del centro,
siento fastidio, y si el desvío es muy grande, hasta abandono
el intento. Pero si, con las correcciones y reajustes oportunos,
el dardo se aproxima al centro de la diana, en el próximo
intento trato de repetir la posición y los movimientos de
lanzamiento que me dieron resultado. Cuando el dardo se
clava en el centro de la diana, el éxito hace más probable que
siga tirando y que lo haga del mismo modo que me dio
buenos resultados, con lo cual voy logrando progresivamente
un mayor control de mis acciones y aprendiendo la nueva
habilidad. Los resultados que voy logrando van corrigiendo
los intentos anteriores, van seleccionando los intentos que
mejor se aproximan a la meta, me van guiando, van
reforzando mi participación en el juego y me van animando a
seguir.

No hago diana a la primera


Los resultados guían y refuerzan mi
reactivación

El camino de la recuperación de mi experiencia


depresiva es también un camino de intentos
progresivos cuyo resultado determina los intentos
ulteriores. Aunque los primeros intentos no den en
el centro de la diana, el avance de un lanzamiento
respecto al anterior ya es un resultado significativo.
El curso de mi experiencia depresiva y el curso de
mi recuperación no están predeterminados de
antemano al margen de lo que yo vaya haciendo en
mi programa de reactivación. Es un flujo continuo
de las acciones y los resultados grandes o pequeños
que vaya logrando y que hacen más o menos
Invierto el sentido de la espiral
probable que siga avanzando, que persevere con
esperanza, incluso después de las recaídas,

174
manteniendo así viva la espiral de mi activación e invirtiendo el sentido de la espiral de
la inhibición en la que me había ido metiendo casi sin darme cuenta.

Alicientes valiosos, diversos y estables

Será muy importante, pues, que las obras que emprenda para salir de la parálisis
tengan éxito, y lo tengan cuanto antes, y me proporcionen recompensas, bienes y
alicientes con valor y sentido para mí que las refuercen, que seleccionen aquellas que
mejor me ayudan a salir de la inercia, que me vayan diciendo si ha valido o no la pena lo
que he hecho, si me conviene seguir haciendo lo mismo o me conviene hacer reajustes,
si estoy en condiciones de afrontar ya actividades más difíciles o conviene que siga
practicando la misma actividad durante unos días.
Si el juego de dardos no es importante para mí, tampoco lo serán los resultados, no
me importará el mayor o menor acierto que consiga, me dará igual si no lo controlo. En
mi decisión de salir de la inercia, ¿qué resultados son para mí alicientes valiosos y
significativos en función de mis valores y objetivos, cómo tienen que ser los resultados
de mis intentos para que me alienten a salir de la inercia, para que refuercen los pasos
que voy dando, para que sostengan la esperanza y las expectativas de eficacia y de
control?
En función de mis valores, ¿cuánto me importa recuperar la forma física como resultado de retomar la
actividad física que abandoné después de la pérdida o del fracaso?, ¿cuánto me importa volver a restablecer
una relación afectiva como resultado de salir del aislamiento en que me encuentro y retomar el contacto con
los círculos de amistad en que antes me movía y que he perdido con la separación y el divorcio?, ¿cuánto me
importa lograr rehacer la relación con mis hijos después de un divorcio traumático?, ¿cuánto me importa
lograr por fin culminar mis estudios como consecuencia de volver a coger los libros abandonados después del
fracaso vivido en aquel curso complicado que me hundió en el abatimiento?

En todo caso, un primer aliciente será seguramente la vivencia de dominio, el verme a


mí mismo con potestad para controlar y detener, aunque sea con intentos tímidos y a
tientas, la espiral depresiva en la que había empezado a entrar. Me confortará también
comprobar que mi inercia y mi estado de ánimo ya no son una cadena ni una condena,
que puedo romper la cadena que me ataba y que puedo salir del laberinto en el que
estaba dando vueltas y más vueltas.
Me conecto además con diversidad de alicientes por si me falla uno de ellos.
Si todas mis satisfacciones provenían solo de mi vida laboral, la pérdida del trabajo supondrá también la
pérdida de la única fuente de satisfacciones. Es como si hubiera puesto «todos los huevos en una sola cesta»:
si la cesta se me cae y se rompen todos los huevos, me quedo sin nada. Si todas mis satisfacciones dependían
de la convivencia con una persona, la pérdida de esa persona por la separación o la muerte será la pérdida de
todos los alicientes que dan sentido a mi vida.

Es importante también que los manantiales de alicientes broten de manera estable y


duradera, no sean efímeros, no sean solo «flor de un día». Algunos pierden con el
tiempo su poder reforzador y motivador, y lo que era al principio atractivo puede acabar

175
haciéndose aburrido.

Valiosas, pero no siempre placenteras

Pero no siempre las consecuencias que refuerzan mis pasos son inmediatamente
placenteras. El compromiso con mi proyecto de cambio se ve reforzado por el progreso
hacia la «tierra prometida», aunque el camino sea doloroso. Una actividad de mi
programa puede no ser placentera a corto plazo, pero sí valiosa en la medida en que con
ella consigo a medio plazo consecuencias que me importan en coherencia con mis
valores y que la recompensan y refuerzan. ¿Son acaso placenteros todos los trayectos de
un maratón para quien desea llegar a la meta? La ascensión de la montaña puede ser
fatigosa, pero al llegar a la cumbre puedo contemplar la maravilla que se divisa desde
allí, que era lo que yo anhelaba.

La ascensión puede ser fatigosa, pero quiero alcanzar la cumbre

Levantarme de la cama y arreglarme para salir a pasear, a hacer la compra o a una entrevista de trabajo
puede ser una experiencia penosa en sí misma, me puede parecer a veces un esfuerzo sobrehumano. Por
añadidura, cuando me dispongo a salir de casa, me asaltan a veces pensamientos negativos sobre mí mismo,
me pregunto de qué me sirve salir, me abruma la tristeza por no tener al lado la compañía de la persona
fallecida o que me ha abandonado y me pesan los recuerdos dolorosos de los conflictos que nos llevaron al
abandono, y entonces siento la tentación de encerrarme en casa de nuevo para intentar no sentir, no pensar,
para tratar de olvidar. Encerrarme en casa me ahorra, al menos de manera inmediata, todo eso y me ahuyenta
los pensamientos y los recuerdos y calma mi tristeza, aunque noto que así las cosas van a peor.

176
Pero si decido salir porque me importa lo que voy a hacer, aceptando y consintiendo, como vimos en el
capítulo 4, la incomodidad de las experiencias privadas que surgen, no usándolas como pretexto y desafiando
las ventajas inmediatas de quedarme en casa, podré experimentar, como en la ascensión a una alta montaña,
la satisfacción de haber sido capaz de salir de la inercia y mañana me será más fácil volver a levantarme y a
salir. Podré responder también a la pregunta retórica «¿de qué me sirve salir?».

9. Contrarresto las ventajas de la inhibición y los castigos

No bastará en todo caso con programar actividades que tengan consecuencias


valiosas. La inhibición y la parálisis pueden tener, como ya vimos, ventajas que pueden
contribuir a mantenerlas y a hacerlas crónicas, como el consuelo bien intencionado de mi
familia y de mis amistades y el hecho de que me liberen de hacer lo que yo tendría que
hacer, y que me convendrá contrarrestar.

177
Si me quedo en la cama y una persona allegada viene a hacerme la casa, la comida, la colada y las
gestiones que tengo pendientes, es como si estuviera dando por bueno el hecho de quedarme en la cama,
como si lo estuviera justificando, como si lo estuviera recompensando. Quedarme en la cama tiene de ese
modo consecuencias ventajosas: me libera de hacer todas esas cosas que yo podría estar haciendo. Esas
consecuencias refuerzan el hecho de quedarme en la cama y me impiden enfrentarme a mis responsabilidades
y a los costes de mi inhibición. La persona que hace eso por mí seguramente lo hace por el cariño que me
tiene, pero en este caso su cariño no me ayuda, sino que contribuye a mantener mi desactivación. Su cariño,
por el contrario, podría contribuir a reactivarme si se ofrece para echarme una mano, siempre y cuando yo me
levante de la cama para hacer lo que me corresponde, e incluso me acompaña a hacer las gestiones que tengo
pendientes, siempre y cuando yo salga de casa para ir a hacerlas. Ambos ganaríamos a la larga más así, a
pesar de las renuncias inmediatas: yo al verme reactivado y acompañado por una persona cercana y esa
persona al verse ofreciendo apoyo a mi reactivación, no a mi desactivación.
Si de manera habitual hablo sobre mi tristeza, describo con todo lujo de detalles mi desconsuelo, mi
pesimismo, mi desesperanza y encuentro en los otros una escucha atenta, la escucha atenta puede contribuir a
hacer más probable y frecuente el relato de mis desdichas y a mantener en el tiempo la vivencia depresiva. La
escucha atenta de los otros contribuirá, por el contrario, a reactivarme si centro mi relato en los pasos que
estoy dando para restablecerme. Si no voy contando mi aflicción a todo el que quiera oírme, desde luego no
habrá ocasión para que la escucha atenta de los otros contribuya a mantener mi aflicción.

Algunas de las actividades que podría acometer han podido ser anteriormente objeto
de críticas y de castigos, y los castigos, sobre todo los prolongados e inevitables, como
vimos en el capítulo 2, reducen la frecuencia de la conducta castigada, incluso la
extinguen: ¿para qué molestarme si no va a salir bien, si me van a criticar? Esto
contribuye también a fortalecer el estancamiento. Si salgo de la cama y me dispongo a
actuar, no recibo más que críticas. Quedándome en la cama, evito el castigo de las
críticas. Cuando mi inhibición tiene detrás una historia de castigos, me será difícil

178
atreverme a la acción. Podré, sin embargo, hacerlo si me importa más salir del
estancamiento y navegar hacia la Ítaca que puede dar sentido a mi vida.

10. Me aseguro autorreconocimiento y autorrecompensa

En los años setenta del siglo XX, el psicólogo Lynn Rehm puso de relieve la
importancia de administrarse autorrecompensas por los progresos realizados, sobre todo
cuando hay escasez de apoyos externos y cuando las acciones realizadas no tienen
consecuencias gratificantes de forma inmediata. El autorreconocimiento y la
autorrecompensa contrarrestan la tendencia a fijarse preferentemente en los
acontecimientos negativos de la vida y en los propios fracasos y a recompensarse
insuficientemente por los éxitos y a hacerse más bien reproches por los errores y
fracasos, lo cual es desalentador.
Yo tengo en mi mano un caudal de alicientes que yo mismo me puedo proporcionar y
que pueden alentar y reforzar las acciones que me comprometo a realizar.
Puedo anticipar las recompensas que me esperan si me
reactivo, mostrarme reconocimiento y elogio por lo que voy
haciendo, por el cumplimiento del programa de actividades,
por los resultados que voy cosechando: «no ha estado nada
mal», «he podido con ello», «me siento mejor que ayer».
Si echarme en el sofá para ver una película puede tener la
función de reforzar mi desgana y el hecho de evitar salir para
hacer determinadas gestiones, también puede cumplir la
función de reforzar el hecho de haber salido a hacer esas
gestiones.
Si hago ante los demás afirmaciones positivas sobre mí
mismo y me aplauden, el aplauso refuerza las afirmaciones. Si
me las hago a mí mismo y me digo palabras de aliento y me
las aplaudo, refuerzo también esas autoafirmaciones.

Recompensarme a mí mismo por los pequeños pasos que voy dando es tanto más
importante cuando, como ocurre en la difícil ascensión a la montaña, los resultados
inmediatos y a corto plazo de mis intentos no son del todo satisfactorios, son incluso
dolorosos, y cuando los resultados más significativos para mí van a tardar en llegar. Si
estoy buscando un nuevo empleo y mis primeros intentos no han dado resultado, me
puede entrar el desánimo. Pero si me ofrezco reconocimiento por cada uno de los
intentos, me será más fácil mantener la perseverancia.
El hijo de uno de los autores en su época de estudiante solía decir «primero el deber,
después el placer». Aun sin saberlo, se atenía así a lo que la psicología denomina
principio de Premack. Según este principio, una conducta que es muy frecuente, fácil y
gratificante, como puede ser salir con los amigos o ver el programa favorito de
televisión, refuerza y hace más probable una conducta menos frecuente y gratificante y
más difícil, como dedicar varias horas al estudio, si aquella se realiza como consecuencia

179
de esta. Si la más frecuente, fácil y gratificante la realizo primero, después puede ser más
costoso realizar la menos frecuente y gratificante y más difícil.
Si estoy desganado y desconsolado, dejo de realizar una tarea habitual de la casa y me echo en el sofá a
ver vídeos, estoy recompensando mi desgana y mi inactividad y en lo sucesivo me costará más realizar la
tarea pendiente, es más probable que la postergue. Si realizo primero la tarea pendiente y después me echo en
el sofá a ver vídeos, estoy recompensando la realización de la tarea y será más probable que actúe así en lo
sucesivo. Si me ensimismo en monólogos negativos sobre mí mismo y sobre la vida mientras realizo una
actividad gratificante, como la comida, o inmediatamente antes de esa actividad, estoy reforzando, aun sin
darme cuenta, esos monólogos y habituándome a ellos, contribuyendo así a mi estado de ánimo negativo, a
mi desesperanza y a mí inhibición. Si hago coincidir mis monólogos positivos sobre mí mismo y sobre la vida
con actividades gratificantes, los refuerzo y me habitúo a ellos, contribuyendo así a la mejora de mi estado de
ánimo, a mi esperanza y a que se conviertan en una señal para las acciones de reactivación.

11. Realizo actividades placenteras que me descansan, distraen y


serenan

Ya decían los antiguos que la alegría y el gozo, calientes y húmedos, contrarrestan la


tristeza, fría y seca. Por encima de la tristeza, el dolor, el sufrimiento y las desilusiones
que me han deparado las pérdidas y los fracasos, es probable que también haya dejado de
vivir experiencias gozosas que vivía con anterioridad, que la presión de lo que «tengo
que hacer» por obligación a diario, que a veces es duro, haya ido postergando y
arrinconando a lo que «me gustaría hacer» pero que ya no hago por el inmovilismo que
me ata. Manan fuentes de tristeza y de disgusto, por un lado, y manan menos o se secan
las fuentes de gozo por otro, y esto no da para muchas alegrías.
Por eso, aun cuando no todas las actividades que incluyo en mi agenda de
reactivación diaria me proporcionen de inmediato una experiencia emocional grata, ¿por
qué no incorporar expresamente actividades que sé que me resultaban gozosas y
placenteras, que contribuían a mi bienestar y amortiguaban el estrés de la vida, y
actividades que nunca he realizado pero que creo que me resultarían placenteras? Si hago
crecer el caudal de las alegrías, decrecerá el de las penas.
Además de la experiencia emocional placentera, estas actividades me depararán
momentos de «distracción» en los que el foco de mi atención, de mis recuerdos y de mis
monólogos se ampliará, como ya anticipábamos en el capítulo 5, hacia aspectos de mi
vida diferentes de los aspectos negativos que enfoco cuando estoy muy metido en el
oscuro «laberinto» y encima con las «gafas oscuras». Me depararán momentos de
tranquilidad y descanso que me relajarán y serenarán cuando estoy expuesto a la
avalancha de las circunstancias adversas, sobre todo cuando son muy arrolladoras y
amenazan desbordarme. Me permitirán además estar conmigo mismo de una manera
benevolente, compasiva y sonriente, que decíamos en el capítulo 4, y consolar mi dolor y
mi desconsuelo.

180
Una lista de actividades placenteras

Me resultará de ayuda hacer una lista lo más exhaustiva posible de todas aquellas
actividades que me producen sensaciones, emociones, pensamientos y recuerdos
placenteros para incorporarlas o reincorporarlas a mi vida diaria. Si al lado de cada una
de las actividades anoto, entre 1 y 10, el grado de placer que me proporcionan (1, nada o
muy poco; 10, mucho) y cuántas veces (0, ninguna; 5, muchas) las he realizado en el
último mes, podré ver en qué medida su realización u omisión están afectando a mi
estado de ánimo y será un aliciente para ir metiéndolas gradualmente en la planificación
de mis agendas diarias.
Me conviene saber que, si me habitúo a realizar una de estas actividades placenteras,
como cantar, escuchar música, recitar una poesía o imaginar parajes deliciosos, a la vez
que realizo otra tarea más tediosa, como arreglar la casa o planchar, esta última acabará
siendo más placentera también.
Es importante que el objetivo de estas actividades sea el logro de un resultado
gozoso, no una ocasión para evitar una actividad ingrata, pues en este caso la actividad
placentera estaría fomentando la evitación.
Si evito ponerme a estudiar a la hora que me había comprometido y a continuación «me regalo» un
apetitoso postre, el regalo del postre, además de proporcionarme una experiencia placentera, estará
acostumbrándome peligrosamente a eludir mi compromiso con el estudio, pues «me premia» por evitarlo. El
regalo del postre cumpliría una función más beneficiosa, además de placentera, si viene como consecuencia
de haber cumplido el compromiso de las dos horas de estudio. En este caso, es mi compromiso, y no la
evitación del compromiso, el que resulta «premiado».

Es importante también, como decíamos antes, que no utilice el pretexto «no tengo
ganas de hacerlo». Es preferible que me ponga a hacerlo y estar abierto a lo que me
ofrecen, pues el resultado placentero hará seguramente que «me vengan las ganas» para
las próximas veces.

«Enjuga tu pena en una rosa»


Como se abren las flores a los besos de la aurora.
CAMILLE SAINT-SAËNS
Ópera Sansón y Dalila

En la Oda a la melancolía, el poeta romántico John Keats, que ya citábamos en el


capítulo 4, rescata el sentido del sentimiento melancólico que abarca todo el esplendor
de las cosas del mundo, cuya belleza viva descubre y describe, siendo muy consciente de
su transitoriedad, pues la belleza pasa y la alegría «tiene siempre la mano en los labios
diciendo adiós». En todo caso, nos sugiere que «cuando el acceso de melancolía caiga
súbitamente del cielo, entonces enjuga tu pena en una rosa de la mañana, o en el arcoíris
de la ola salada sobre la arena». Es la reconciliación con la naturaleza y con el resto del

181
universo del que soy parte integral, no mediante la dominación, sino mediante la
receptividad sensual, relajada, gozosa y creadora, que requiere lentitud y espera, con el
mismo amor fraternal por todo lo creado que profesaba Antonio Machado.

Enjuga tu pena en una rosa

Por eso, el lento declive de la luz del crepúsculo en una tarde otoñal puede ser gozoso aun teñido de
melancolía y de nostalgia. Pero también puede ser gozoso abrirme al amanecer «como se abren las flores a
los besos de la aurora», el éxtasis de la mirada perdida frente al mar recordando momentos gozosos, el paseo
por el sendero que lleva al río, el color y el olor de las rosas, el paseo en bicicleta, la práctica de cualquier
deporte al aire libre, el juego que va más allá de la necesidad y la productividad, el disfrute del cansancio
sosegado que hace que me pueda demorar, acudir al cine, al teatro, a un concierto, llamar a alguien para salir,
y tantísimas otras actividades en las que puedo «enjugar las penas» y vivir la expansión de los gozos.
Cada uno de mis sentidos, no solo el de la vista, me puede deparar infinidad de momentos placenteros y
relajantes a cada instante. Puedo demorarme con atención en el olor de perfumes con los que ambiento mi
habitación o con los que yo mismo me perfumo, con el olor de la comida, del río, del bosque, de la hierba
recién cortada, de las flores del parque o del jardín, de la panadería en la que compro el pan. Puedo
demorarme con atención escuchando música, el canto de un pájaro en un árbol cercano, el ruido que hacen las
hojas que voy pisando, el ruido del agua de la fuente, del río o del mar, el latido de mi corazón, la suave
entrada y salida del aire por mi boca y mi nariz. Saboreo lentamente lo que estoy comiendo o bebiendo.
Siento con atención plenamente consciente lo que estoy tocando, las hojas de este libro, la textura de la
camisa que llevo puesta y su roce suave sobre mi piel, el agua que me cae desde la ducha, el sabor de los
labios o la piel de la persona a la que beso o acaricio, el toque suave del masaje que me dan o que me doy.

Mis aficiones favoritas

Desde la lectura hasta la práctica de la guitarra o el piano, pasando por la cocina, la


fotografía o las maquetas de avión, son muchas las experiencias placenteras que me
pueden proporcionar mis aficiones favoritas. En ellas vivo además la experiencia de
dominio, de control y de logro y de sentirme competente que la crisis de mi experiencia
depresiva tal vez me había arrebatado.

182
Me ofrezco goce estético como un renacimiento

Nos decía Immanuel Kant en la introducción que la melancolía estimula el


sentimiento de lo sublime, es capaz de percibir los encantos de la belleza y empuja a la
imaginación hacia el infinito. Incluso desde la melancolía que todavía siento, puedo
desplegar la capacidad de conocimiento sensual, de creación y de emociones gozosas
que encierra el libre juego de la imaginación estética que se manifiesta en la belleza, en
el arte, en la pausada contemplación estética. La imaginación estética preserva la verdad
de los sentidos, de la sensibilidad y la sensualidad y de la lenta y tranquila
contemplación receptiva, y reconcilia lo sensual y lo racional, el goce de la belleza y la
razón, estableciendo la armonía entre ambos y superando la escisión a la que nos
referíamos en el capítulo 4. Mediante la imaginación estética, la sensualidad y la razón
no son antagónicas, la sensualidad es racional, y la razón, sensual.
Cultivar la imaginación estética y el goce estético a través de la contemplación de una obra de arte que
miro con embeleso, aceptar y gozar las sensaciones placenteras que me puede producir la audición de una
pieza musical, poder emitir suspiros de placer, con oscilaciones amplias del diafragma y movimientos de la
pelvis hacia delante mientras contemplo un espectáculo teatral, abandonarme y entregarme por entero a esas
sensaciones, como cuando me doy por entero en el abrazo sexual, dejarlas fluir y dejarme ir con ellas, vivir la
experiencia gozosa de «derretirme de gusto por dentro» sin reservas, sin retención, sin temor, sin
acorazamiento, son todas ellas experiencias que me pueden suponer una gran liberación, un renacimiento.
También la imaginación y el goce estético pueden acompañar a mis sensaciones sexuales, que pueden ser
ambivalentes y turbadoras porque tal vez he aprendido a vivirlas como algo bajo, incluso obsceno y sucio, en
dicotomía con lo elevado y limpio. En el libro Tócame otra vez, los autores sugieren cómo revivir el deseo
sexual como una fuente de crecimiento personal.

Una melancolía sensible entre la alegría y la tristeza


El poeta inglés John Milton escribió en 1631 los poemas «L’Allegro» e «Il Penseroso» en los que dos
oradores, el Alegre y el Pensativo, presentan respectivamente el «Júbilo» y la «Melancolía». Sobre el
contraste de los dos retratos compuso un trío Karl Philipp Emmanuel Bach y sobre los dos poemas compuso
Händel en 1720 el oratorio L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato.
La Melancolía aparece en el poema «Il Penseroso» con el rostro negro, con la mirada clavada en el suelo.
No obstante, el nombre del orador que la presenta y defiende, el «Pensativo», reivindica el valor positivo que,
como ya había anticipado Marsilio Ficino, se atribuía también a la melancolía. En contraste con la «Dama
Tristeza» o la «Dama Melancolía», la melancolía de Milton es celebrada como «diosa sabia y santa», como
«pensativa monja», «envuelta en un manto oscurísimo que se abre en una cola majestuosa», rodeada de
«Paz», «Quietud», «Ocio» y «Silencio». Incluso su sagrado semblante es demasiado esplendoroso para
nuestra débil vista y por eso lo vemos bajo un tinte negro, que es el color de la sabiduría. Su mirada cabizbaja
es también un signo de su absorción, el reverso del éxtasis poético y visionario.

Yo puedo también desarrollar una sensibilidad fina para vivenciar el disfrute de


aromas y paisajes, el placer de contemplar la luna como si me hubiera extraviado «por el
ancho firmamento sin caminos», pero para vivenciar también la oscuridad, la soledad y
el dolor: una contradicción agridulce, un estado de ánimo ambivalente, ambiguo, una
tensión entre melancolía y exaltación, entre la alegría y el dolor. El placer del
aislamiento y del ensimismamiento me puede hacer tomar conciencia tranquila de la

183
soledad.

12. Experimentos de «reencarnación» y acciones «como si»

A mediados del siglo XX, el psicólogo George Kelly nos proponía realizar el
experimento de adoptar el papel de una persona significativa, real o imaginaria, que nos
sirviera de modelo de conducta, que nos diera pistas y nos animara a realizar nosotros
esa misma conducta. Según eso, si yo adopto el papel de una persona que conozco y que
actúa de una manera no depresiva aun en medio de circunstancias adversas, estoy
actuando como si yo no estuviera viviendo la experiencia depresiva, y esta práctica me
ayuda justamente a restablecerme de hecho de esa experiencia.
Me fijo con atención en ella como los estudiantes de dibujo se fijan en su modelo,
exploran sus curvas, sus recovecos y lo van contrastando con lo que van realizando en
sus cuadernos. Es como si esa persona se estuviera «reencarnando» en mí, como si se
estuviera infiltrando en mí y yo me hiciera pasar por ella. Y si se trata de una persona
fallecida, es como si la estuviera trayendo de nuevo a la vida e incorporando su
conducta, sus habilidades, su sonrisa, su modo de levantar la mirada, las palabras que
decía cuando se enfrentaba a los avatares de la vida sin quedarse inhibida y pasiva.
Trato de ver el mundo a través de sus ojos y de reproducir su conducta, su sonrisa, su
mirada, sus palabras de aliento, pero en definitiva son mis ojos los que ven, soy yo el que
sonríe, soy yo el que actúa, y estos actos míos se pueden ir consolidando. Es una
experiencia creativa porque de ese modo estoy creando conductas nuevas, me estoy
experimentando de manera creativa en situaciones diferentes y con acciones inversas a
las de la experiencia depresiva. Con la práctica, mejoro las habilidades que inicialmente
solo trataba de reproducir y las voy incorporando de manera estable a mi patrimonio
biográfico. Las hago mías y ya no las pierdo.
Al hacerlo, me abro y exploro de manera plenamente consciente aspectos
inexplorados de mi propia biografía. Cuando reproduzco talentos suyos a veces descubro
al instante que tengo sus mismos talentos, que tengo una «reserva» de dotes que no había
explorado antes y que podrían haber quedado inexploradas si no hubiera realizado el
experimento, si me hubiera mantenido inhibido. Observo que, cuando sonrío, los otros
me responden de manera diferente que si me dirijo a ellos cabizbajo y haciendo
comentarios negativos. Me doy cuenta de que me sonríen y me siento bien por esta
correspondencia, y me doy cuenta de que prefiero esta correspondencia a la que me
dedican cuando estoy abatido.

13. Viajo en el tiempo y me «reencarno» en el futuro

No solo se proscribieron las emociones y las sensaciones, también la imaginación y el

184
«soñar despierto». Pero la imaginación, las
imágenes de la fantasía pueden tener un enorme
potencial en mi existencia. Mi fantasía puede ser
creadora y «productiva» en la medida en que me
propone el horizonte de proyectos y realizaciones
gozosas y liberadoras, una «tierra prometida» hacia
la que caminar. Puedo imaginar situaciones que
pueden parecer «irracionales», pero que acaban
realizándose si me atrevo a ponerlas en práctica.
Puedo imaginar incluso utopías. Me permite anticipar y crear el futuro y sostener la
esperanza de que lo que imagino puede llegar a ser real y de que mis posibilidades y mis
aspiraciones se pueden hacer realidad, trascendiendo la desesperanza y la inhibición que
parecían hacerlo imposible. La imaginación es entonces una invitación a «practicar la
poesía», que decían los surrealistas. Es como «un profeta que vive en mí», que decía el
poeta Andrei Voznesensky.
Ahora ya no es un modelo el que se «reencarna» en mí. Ahora soy yo el que,
habiendo abierto la caja de Pandora, y habiendo decidido recorrer el camino de la
reactivación, decide «reencarnarse» en el yo del futuro y, como si me tocaran con una
varita mágica o se produjera un milagro, me imagino «reencarnado» sin la inhibición y
la parálisis, sin la experiencia depresiva. Esta «reencarnación» imaginaria no es una
queja del tipo «¡si las cosas no fueran tan terribles como son ahora!» ni es una huida de
la realidad difícil que estoy viviendo. Es una aspiración, un sueño que quiere hacerse
realidad. ¿Cómo estoy viendo ese «yo reencarnado» liberado, desbloqueado?, ¿qué estoy
haciendo?, ¿en qué se nota que he cambiado?, ¿qué estoy consiguiendo que ahora no
tengo pero que me gustaría tener?
Ahora regreso de mi viaje en el tiempo y me pregunto si me valdrá la pena hacer el
camino para alcanzar esa liberación que dibuja mi sueño.

14. Aprendo habilidades nuevas

Uno de los obstáculos con los que me puedo encontrar es la falta de habilidad
personal para realizar las acciones que intento realizar. Intentar realizar una acción para
la que no estoy preparado me puede producir miedo y ansiedad. Si desisto de hacerla, me
evito el probable fracaso y además el miedo y la ansiedad. El aprendizaje de habilidades
nuevas puede requerir tiempo, práctica y paciencia.
Si siempre he soñado con tocar un instrumento musical, pero nunca lo he hecho, es obvio que he de
aprender a hacerlo. Si las pérdidas me han desorganizado la vida y he de reorganizarla, habré de aprender tal
vez habilidades de organización del tiempo, habilidades de planificación, de economía doméstica, de solución
de problemas, culinarias. Si el desencadenante de mi experiencia depresiva es una relación interpersonal de
abuso y no me veo capaz de hacerle frente de manera firme y segura, me importará mucho fortalecer mi
capacidad para responder al abuso, para decir «no» a las faltas de respeto o para romper la relación que me

185
humilla. Si el desencadenante ha sido la pérdida de empleo y no existen alternativas de empleo disponibles en
mi ámbito profesional, tal vez tendré que adquirir habilidades laborales nuevas y habilidades de búsqueda de
empleo y para afrontar entrevistas de trabajo. Si deseo iniciar una nueva relación afectiva después de que la
anterior estuvo llena de problemas de comunicación y acabó en divorcio o en abandono, me ayudará mucho
mejorar mi capacidad comunicativa para no caer en los mismos problemas. En el libro ¡No me comprendes!
¡Y tú a mí tampoco!, los autores hacen sugerencias sobre cómo mejorar la capacidad comunicativa.

15. Diálogo abierto y liberador


Cuando te sientas deprimido y extraño,
cuando te encuentres perdido,
cuando la noche caiga sin piedad,
yo te consolaré,
yo estaré a tu lado.
Cuando llegue la oscuridad
y te envuelvan las penas,
como un puente sobre aguas turbulentas
yo me extenderé.
SIMON Y GARFUNKEL
«Puente sobre aguas turbulentas»

En los encuentros interpersonales, yo percibo al otro


como alguien que, a su vez, me percibe a mí. No lo introduzco solo en mi mundo, el otro
entra en mi mundo como alguien que me introduce también en el suyo, como alguien
que me toma como objeto de sus opiniones, acciones, afectos positivos o negativos,
como alguien que me conoce, que tiene sentimientos hacia mí. Y esto tiene una enorme
repercusión para el desarrollo de mi propia personalidad, para mis experiencias más
personales, y para la experiencia depresiva. Una de nuestras motivaciones más poderosas
es la de existir y significar en el mundo de los otros, de ser alguien en su vida, aun
cuando eso no lo logremos del todo, como le ocurrió a Kafka, que vivió no la soledad
fecunda de la comunión íntima con uno mismo, sino la soledad árida y estéril de quien
no puede establecer unión con un tú.

Comparto la pérdida y el duelo

El duelo no es solo un asunto privado. Mi experiencia de duelo tiene una dimensión


social, no estoy solo con mi dolor. No estoy obligado a ocultar mis lágrimas o a suprimir
la verdad de la pérdida. Los otros «me acompañan en el sentimiento», dan así
autenticidad a mi pérdida y me ayudan a aceptarla y a seguir adelante, y la aceptación me
ayuda a hacer el sacrificio de la renuncia.
Me preguntarán por la pérdida, tendré que narrar lo que ha pasado y cuánto
significaba para mí lo perdido. Si trato de suprimir la verdad de la pérdida y no
comunico mi dolor, la presión por mantener el secreto puede hacer más duradero el
duelo. Quienes comparten conmigo mi dolor pueden revivir el suyo por sus propias

186
pérdidas y será entonces un diálogo de duelos.
A veces no tengo a quien comunicarla y con quien compartirla, lo cual me la hace
más difícil. Otras veces prefiero que no se conozca la pérdida, no sabría explicar por qué
me han dejado, me avergüenzo del abandono y del fracaso y temo lo que me puedan
decir. Lo que temo a veces es que no me crean, que no den crédito al daño y al dolor que
el fracaso o el abuso me están causando. Otras veces me dolerá que los otros subestimen
el significado de la pérdida, mi tristeza, mi abatimiento. A veces incluso me irritaré ante
su indiferencia y recurriré a expresiones extremas para demostrar cuánto significa la
pérdida para mí.

Redes de amistad y de apoyo


Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón.
ANTONIO MACHADO
Proverbios y cantares

Pero la convivencia en los nosotros de la vida, que es un posible desencadenante de


pérdidas, abandonos, traiciones, daños y abusos, es también de acompañamiento en mi
programa de actividades, de apoyo, de información y de consuelo en mi experiencia
depresiva y en mis intentos por sobreponerme a ella, pues, como también nos decía
Keats, puedo buscar un «compañero en los misterios de la tristeza» y saciar la sed de
consuelo en la red de relaciones íntimas y de amistad.
Pero sé también que los otros con su apoyo y su cariño pueden inadvertidamente
reforzar mi inhibición, mis quejas y mi estado de ánimo depresivo. Por eso, si en mi
programa de reactivación decido retomar el contacto con mis amistades, puedo decirles
que «prefiero no hablar de mi depresión» porque sé que si me preguntan, vamos a
dedicar mucho tiempo a hablar de ello, y proponerles otros temas de conversación.
Puedo reconocer que «no todo va sobre ruedas» y cambiar de tema de conversación.
Puedo hacer público mi programa de actividades y pedir expresamente que me
acompañen en mis intentos de reactivación.

No será igual, pero puede ser mejor

Es posible que las próximas experiencias, las próximas relaciones afectivas no


colmen mis necesidades, expectativas y sueños del mismo modo que lo colmaba la
persona que he perdido. Y es que la persona que he perdido era un patrimonio de la
humanidad único e irrepetible. Tal cual no van a ser las otras con las que me voy a
encontrar. Pero puede ser mejor, pues no me defino solo por el lugar que esa persona
habitaba en mi vida, no es el único espacio que tengo en mi vida, no tengo solo las

187
necesidades y sueños que esa persona colmaba. Cuando otras personas ocupen mis otros
espacios vitales, cuando otras actividades me llenen, es posible que vea a la persona
perdida como menos significativa porque ahora ya la veo fuera de ese espacio que
habitaba, me puede parecer incluso ajena, extraña. Era significativa por el lugar que
ocupaba, pero ahora que ya no lo ocupa, ha perdido significado.
Tal vez ahora podré también tomar más en consideración las necesidades y
expectativas del «tú» de los otros de lo que lo hacía con la persona perdida, que
respondía tal vez más solo a mis necesidades y seguir el consejo de Machado: «busca el
tú que nunca es tuyo/ni puede serlo jamás».

16. Un estilo de vida saludable

Me será difícil hacer frente a las pérdidas y a los momentos difíciles por los que estoy
pasando si no duermo bien o si no me alimento adecuadamente. Son numerosos los
estudios que muestran cómo el ejercicio físico contribuye también a mejorar mi estado
de ánimo. El libro de los autores Qué fácil ganarlo, qué difícil perderlo ofrece
sugerencias útiles para una alimentación adecuada y la práctica de ejercicio físico. El
libro Si la vida nos da limones, hagamos limonada contiene un amplio apartado
dedicado al sueño reparador y a la práctica de la relajación que me será útil en momentos
especialmente estresantes.

17. Escribo mi diario

Aun cuando muchísimos de los pasajes de mi biografía


personal no los plasmo en el papel, sí que podría ir
escribiendo en un «diario» las vivencias que me está
deparando la experiencia depresiva y este intento que estoy
haciendo para sobreponerme a ella. Mi experiencia depresiva
es sin duda un hito en la trayectoria de mi existencia y puede
ser muy revelador dejar constancia escrita de la experiencia.
Mi diario me ayudará a saber estar a solas conmigo
mismo, ser un lugar de acogida para mí mismo, a acoger,
consentir y aceptar mi experiencia depresiva, mostrarme
apoyo y empatía, relativizar y desliteralizar los «cuentos de
la lechera» que a veces me cuento, organizar mi plan de
activación, alentar la esperanza. En el diálogo conmigo mismo que es mi narración, yo
soy mi interlocutor y puedo escucharme con atención y aprender a conocerme mejor. A
la vez que «me estoy sintiendo vivir cuando me duele», que decía Pedro Salinas, narrar
por escrito la experiencia dolorosa es también una manera de verla con cierta distancia y

188
seguir navegando en el río de la vida.
La relectura posterior de mi diario me ayudará a ver con perspectiva mi historia
pasada, a comprenderla mejor, a salvar del olvido las experiencias vividas y a evitar las
distorsiones y olvidos que se suelen producir con el tiempo.

18. Pido ayuda profesional

Según sea de gravosa mi experiencia depresiva, según el grado de progreso que voy
experimentando en mi programa de reactivación, según sea el nivel de apoyo con el que
cuente, y según yo perciba que puedo controlar mi experiencia depresiva, podré decidir
también recurrir a la ayuda profesional. Si ya estoy contando con esa ayuda, este libro
podrá ser una ayuda complementaria y tal vez un criterio para evaluar también los
beneficios que la ayuda profesional me está aportando.
En todo caso, será muy importante que la ayuda profesional contribuya claramente a
mi reactivación y no contribuya a mantenerme en la inhibición y la parálisis. Habré de
valorar, por eso, con los profesionales que me atienden en qué medida la baja laboral
puede ser una ocasión para recobrar fuerzas y poder seguir adelante o es, por el
contrario, algo que me priva de seguir conectado a una actividad profesional con sentido
y que me aísla de otros alicientes, con lo que podría estar prolongando mi experiencia
depresiva. El mero hecho de ser «diagnosticado de depresión» podría ser vivido como
una liberación de responsabilidades, y podría, por ello, contribuir inadvertidamente a
reforzar también algunos de los componentes de la experiencia depresiva. En el capítulo
7 hablaremos también de los fármacos que algunos profesionales prescriben.

189
7. SERES DE CARNE Y HUESO, SED DE CARNE Y
VIDA

En el centro de la biografía de aquella figura ABC del capítulo 1 estaba el organismo,


porque es mi cuerpo la base de sustentación y el copartícipe necesario de mi existencia,
de todo lo que hago y vivo, pues soy, como reivindicaba Miguel de Unamuno, un «ser de
carne y hueso», carnal, corporal. Y como soy de carne y hueso, es también carnal mi
experiencia depresiva y toca las fibras sensibles de todo mi ser, que tiene «sed de carne y
vida», como la tienen la felicidad y la desgracia, que decía Pedro Salinas.

MI EXPERIENCIA DEPRESIVA. UNA EXPERIENCIA CONMOVEDORA

No podría vivir sin el torrente de energía y la


conmoción de los procesos bioquímicos y
fisiológicos que ocurren en las células y tejidos de
todo mi cuerpo a cada instante. Y si puedo decir
que la experiencia depresiva es conmovedora y me
conmueve, es porque conmueve todo mi ser
corporal. Y si digo que «me hunde», es porque mi
cuerpo está hundido, abatido, a veces postrado. El llanto de mi tristeza brota de mis
Porque sencillamente es todo mi cuerpo el glándulas lagrimales
compañero inseparable que me habilita para mi
experiencia depresiva y por eso la vivo corporalmente. Y es que yo no soy un ser
escindido en dos sustancias, una mente y un cuerpo, yo soy todo entero corporal, no hay
nada mío que no lo sea, que se pueda «des-encarnar», que sea etéreo o incorpóreo.
El llanto de mi tristeza brota de mis glándulas lagrimales; la tensión que vivo en las duras experiencias
vitales está grabada en la tensión muscular de mi coraza defensiva o de mi cefalea; en la aceleración de los
latidos de mi corazón se muestra mi vivencia de una pérdida significativa; en su lentitud, mi parálisis; en mi
cuerpo inclinado y hundido y en mi hablar lento, mi abatimiento y mi fatiga; en el «nudo en la garganta» mi
angustia; en mi falta de apetito, mi desgana, mi anhedonia.

El papel coordinador del sistema nervioso

En esa función habilitadora de mi cuerpo, mi sistema nervioso (SN) se extiende por


todo el organismo para coordinar y regular todos los demás sistemas: digestivo,
cardiovascular, respiratorio, renal, muscular, reproductor, endocrino. Tiene dos

190
componentes interconectados: el sistema nervioso
central (SNC), compuesto por el encéfalo y la
médula espinal, y el sistema nervioso periférico
(SNP), que comprende los nervios periféricos y los
receptores que captan las sensaciones de dolor,
tacto, presión y temperatura, las del gusto, vista,
olfato y oído y la posición y el movimiento del
cuerpo. La región más grande del encéfalo está
formada por los dos hemisferios cerebrales, cuya
capa más externa es la corteza cerebral, formada
por grupos de neuronas, y cuyas áreas más
profundas contienen otros núcleos neuronales,
como el tálamo, la amígdala, el hipocampo, el
hipotálamo y los ganglios basales.
El SN cumple dos grandes funciones. El sistema
nervioso somático (SNS) me permite la relación
con las circunstancias de la vida, las gozosas y las
adversas, transmite las señales sensoriales o
aferentes de la vista, el oído, el gusto, el tacto, el
olfato y el dolor (sensaciones exteroceptivas) y
también las señales del estado de mis músculos y de El sistema nervioso se extiende por todo el
organismo
la posición y el movimiento de mis extremidades
(sensaciones propioceptivas), y coordina mis
movimientos y acciones. El sistema nervioso autónomo (SNA) regula las sensaciones
interoceptivas que proceden de las vísceras y el movimiento de las vísceras, e incluye
además tres ramas: el sistema simpático (SP), que desempeña funciones de activación y
prepara mi organismo para las situaciones que comportan gasto de energía, el sistema
parasimpático (PSP), que desempeña funciones de recuperación de energía en
situaciones de reposo y de relajación, y el sistema nervioso entérico (SNE), que controla
las funciones del aparato digestivo.

Más sinapsis en el encéfalo que estrellas en la galaxia

La unidad del SN que hace posibles todas esas funciones a través de todo el
organismo es una célula especial, la neurona, de las que hay más de 80.000 millones en
el SN.

191
Estructura de una neurona

En el cuerpo neuronal se encuentra el núcleo y el citoplasma, con todos los componentes bioquímicos
necesarios para sus funciones vitales, entre otras la fabricación de los neurotransmisores, que conoceremos
enseguida. En el conjunto del SN, los agregados de los cuerpos neuronales conforman la sustancia gris. Las
dendritas son ramificaciones que reciben las señales o impulsos nerviosos de otras neuronas. Cuando estas
ramificaciones son extensas, la neurona puede recibir cantidades enormes de señales. El axón es una
prolongación tubular que puede medir entre 0,1 mm y 2 metros y que se divide en finas ramas en las que
puede establecer conexión con otras neuronas. Las prolongaciones neuronales, al abandonar la sustancia gris,
se rodean de la vaina de mielina, una cubierta compuesta de lípidos y proteínas, rica en fósforo y de color
blanco nacarado. El conjunto de estas prolongaciones, agrupadas en haces y fascículos, conforma la sustancia
blanca del sistema nervioso.

192
Estructura de la sinapsis

La neurona es capaz de experimentar cambios en la permeabilidad y en el potencial


eléctrico de su membrana celular, de conducir esos cambios en forma de potencial de
acción, que se mide en milivoltios, y de transmitir esa señal bioeléctrica a otras
neuronas y a otras células por las rutas o vías nerviosas del SN y excitar y activar o
inhibir así su funcionamiento. Las neuronas sensoriales o aferentes transmiten las
señales perceptivas. Las neuronas motoras o eferentes transmiten señales a los músculos
y a las glándulas regulando sus movimientos.
La propagación de estas señales bioeléctricas por todo el organismo se hace posible
porque las neuronas se conectan entre sí en una estructura especial que se denomina
sinapsis, constituida por tres elementos:

a) Neurona presináptica, que transmite el potencial de acción desde las ramas del
axón, en las que hay colecciones de vesículas sinápticas, cada una de las cuales
contiene miles de moléculas de neurotransmisor.
b) Neurona postsináptica, que recibe el potencial de acción de la neurona
presináptica. En el espesor de su membrana se sitúan los receptores, que son
proteínas que se unen a los neurotransmisores liberados desde la neurona
presináptica provocando la excitación o la inhibición de la membrana neuronal.
c) Espacio o hendidura sináptica entre la neurona presináptica y la neurona
postsináptica.

193
Una neurona puede establecer un promedio de 1.000 sinapsis y recibir incluso unas
10.000. Si el SN tiene más de 80.000 millones de neuronas, puedo imaginar la
inmensidad de conexiones sinápticas interneuronales que se producen, tantas que, como
dice Eric Kandel, «hay más sinapsis en el encéfalo que estrellas en nuestra galaxia». Los
procesos fisiológicos de cada una de mis experiencias vitales se hacen posibles por el
funcionamiento de grupos de neuronas interconectadas y organizadas en redes o
circuitos.
En estas interconexiones, cuando el potencial de acción de la neurona presináptica
alcanza las ramas terminales del axón, activa allí la liberación del neurotransmisor de
las vesículas sinápticas, el cual, ofreciendo un relevo bioquímico a la señal bioeléctrica
del potencial de acción, se difunde en el espacio sináptico y se liga a los receptores de la
membrana de la neurona postsináptica excitándola o inhibiéndola. Una vez hecha su
función, los neurotransmisores desaparecen del espacio sináptico y frecuentemente son
recaptados por la neurona presináptica, donde se inactivan o son de nuevo reutilizados.
Algunos de los muchos neurotransmisores son: acetilcolina, adrenalina, noradrenalina,
dopamina, serotonina, ácido gamma-aminobutírico (GABA).

Tengo una puerta abierta al mundo y un corazón biológico de mis


emociones

Las pérdidas, los fracasos, las tribulaciones y


penalidades que presencian mis ojos, las palabras
humillantes que martillean mis oídos o la tensión de
mis músculos ante una amenaza son alarmas que
ponen en marcha un proceso de activación
fisiológica que se irradia a través de una red de
neuronas del tronco del encéfalo denominada
sistema reticular (SR). Este sistema actúa, pues,
como «puerta de entrada» abierta al mundo y cuyas Tengo en mi cuerpo una puerta abierta al
mundo
neuronas irradian, a su vez, sus señales activadoras
sobre otras áreas del SN.
Esta activación regula mi nivel de vigilia y de sueño y habilita las respuestas de
orientación, de atención y de alerta que me permiten darme cuenta de lo que pasa a mi
alrededor. Cuando me encuentro en un estado de baja activación, como ocurre durante el
sueño o durante mis momentos de abatimiento, mi conducta muestra poca precisión y
eficacia, mejora cuando mi activación tiene un nivel apropiado, pero empeora cuando mi
activación es excesiva y se acompaña de gran ansiedad, como cuando hago frente a una
amenaza arrolladora o a un golpe de la vida que no puedo controlar.
Desde el SNC, al que llegan las señales sensoriales aferentes que ascendieron por la
FR, parten después señales motoras eferentes que, a través de fibras descendentes del SR

194
y de las neuronas motoras de la médula espinal, regulan el funcionamiento de los
músculos y contribuyen a mantener la adecuada tensión muscular tónica y postural de la
bipedestación y también la plasticidad que requieren muchas otras funciones
musculares. La tensión muscular incrementada puede manifestarse en la rigidez de mi
coraza muscular defensiva, y en las contracturas musculares de mi cefalea de tensión.
Las neuronas del SR emiten también señales hacia la amígdala, una estructura que se
activa ante las pérdidas, los fracasos o los golpes de la vida que tienen para mí una
especial significación emocional de miedo, tristeza, dolor, ansiedad o sufrimiento, pero
también ante las circunstancias que me provocan alegría y placer. Por todo ello, la
amígdala es considerada el corazón biológico de la experiencia emocional y de la
memoria emocional por la que puedo revivir el recuerdo doloroso de pérdidas y fracasos
ya vividos.

Una descarga de adrenalina y noradrenalina

Por su posición de encrucijada en el SN, el hipotálamo es una estructura neuronal que


ejerce funciones reguladoras e integradoras de las dimensiones viscerales, endocrinas e
inmunológicas de todas mis experiencias vitales. Una de esas funciones es la de activar
las ramas del SNA. En la experiencia estresante que suponen las tribulaciones y
penalidades, la activación que se había iniciado en el SR es conducida hasta el
hipotálamo, que desencadena una descarga del SP, cuyas neuronas liberan
noradrenalina directamente en los receptores de las células del corazón, aumentando la
fuerza de contracción y la frecuencia de los latidos, en las del intestino, en las de los
pulmones, relajando los bronquios, y en las de otros órganos. Pero casi al mismo tiempo
la médula de las glándulas suprarrenales libera grandes cantidades de adrenalina y de
noradrenalina que, transportadas por la sangre, provocan durante más tiempo en los
órganos la movilización y el consumo de energía necesaria para afrontar en las mejores
condiciones posibles las circunstancias a las que me enfrento en cada momento.
El impacto fisiológico que esta descarga del SP provoca en todo mi organismo será
tanto mayor cuanto más intensa, reiterada y duradera sea la activación que las
circunstancias adversas y la crisis de la experiencia depresiva me estén provocando. Una
activación excesiva puede llegar a desbordar los mecanismos reguladores de mi
organismo y causar disfunciones fisiológicas e incluso enfermedades.

Una descarga de cortisol en el estrés de las pérdidas y los fracasos

Además, algunos grupos de neuronas del hipotálamo desencadenan una activación


neuroendocrina que se inicia con la producción de la hormona liberadora de la
corticotropina (CRH), que es transportada por la sangre hasta la hipófisis, donde

195
estimula, a su vez, la secreción de la hormona adrenocorticotropa (ACTH). Esta
hormona llega por la sangre hasta las glándulas suprarrenales, donde activa la liberación
de glucocorticoides, y en particular de cortisol, completando así el llamado eje
hipotálamo-hipofiso-suprarrenal (HHS). El cortisol facilita una distribución del
combustible energético asegurando que todo mi organismo esté a punto para afrontar la
situación adversa, pero a costa de interrumpir otras funciones que en esos momentos no
son tan necesarios, como el sueño, el apetito o el deseo y la actividad sexual, lo cual
puede determinar insomnio, pérdida de apetito y pérdida de deseo sexual.
Por eso, no es extraño que se encuentren altos niveles de cortisol en la sangre cuando
se experimenta fuerte ansiedad y en la experiencia depresiva. Son mayores esos niveles
cuando la situación adversa provoca además enfado, hostilidad, ira y agresión. A su vez,
parece que esos niveles altos contribuyen al envejecimiento y podrían determinar
también una pérdida de neuronas y degeneración en el hipocampo, con el consiguiente
deterioro de los procesos de memoria en los que interviene esta estructura neurológica.

El impacto de una experiencia depresiva duradera

Cuando la situación adversa que precipita mi experiencia depresiva es duradera,


puede producirse también hiperactividad crónica del eje HHS y una hipersecreción de
CRH, de ACTH y de cortisol. Este exceso de cortisol se produce entonces a lo largo de
todo el día, alterando así su ritmo habitual, que tiene un pico en torno a las 8.00 horas y
es relativamente menor durante la tarde y de madrugada. En esas condiciones, el
insomnio, la pérdida de apetito y la inhibición del deseo sexual pueden hacerse
duraderos también, el ciclo menstrual se vuelve irregular e incluso puede desaparecer la
menstruación. Algunos autores han señalado que las fuentes crónicas de estrés y la
hiperactividad del eje HHS desde edades tempranas en la vida pueden provocar
vulnerabilidad para la experiencia depresiva. La hiperactividad crónica del eje HHS
disminuye también los niveles de dopamina en las neuronas de las áreas cerebrales que
intervienen en las experiencias placenteras, lo cual desempeña un papel en la desgana y
la anhedonia.
En estas condiciones, el cortisol puede inducir también atrofia del timo y de otros
órganos del sistema inmunitario e inhibición de la maduración de los linfocitos, con la
consiguiente deficiencia inmunitaria. Esta deficiencia aumenta la vulnerabilidad del
organismo ante los agentes infecciosos. Se ha observado también una mayor incidencia
de reacciones alérgicas (asma, rinitis) y una reactivación de enfermedades autoinmunes
(lupus eritematoso, artritis reumatoide) en períodos de fuerte estrés. La aparición de
algunas enfermedades en las que está alterado el sistema inmunitario, como la esclerosis
múltiple o la diabetes juvenil, está precedida en algunos casos de períodos de estrés.
Varios estudios han mostrado que cuando la experiencia de estrés y la experiencia
depresiva son repetidas y duraderas, como ocurre en el paro laboral de larga duración, el

196
cuidado prolongado de familiares enfermos, conflictos permanentes de pareja, la pérdida
del cónyuge o de un hijo, un proceso de divorcio largo y traumático, se puede producir
una alteración de algunas respuestas inmunológicas, como la disminución de linfocitos,
lo que aumenta esa vulnerabilidad. En los casos en que la experiencia depresiva es
especialmente intensa, existe un mayor riesgo de padecer cáncer tiempo después.

NECESARIOS, PERO NO SUFICIENTES

Mi vida, pues, mis dichas y desdichas y desde luego la crisis existencial de mi


experiencia depresiva son por naturaleza carnales. Sin las glándulas lagrimales que
habilitan mi llanto, sin las funciones integradoras del SN, sin los latidos de mi corazón,
sin los movimientos de mis músculos, sin las hormonas del sistema endocrino o sin la
vigilancia que realiza el sistema inmunitario, no habría vida, ni dichas y desdichas. En
definitiva, sin biología no hay biografía. Mi biografía la voy escribiendo gracias a los
potenciales de acción de mis neuronas y a los latidos de mi corazón. Mi experiencia
depresiva es, pues, una experiencia psicofisiológica en la que se integran de manera
indisoluble la experiencia psicológica vivida con las pérdidas y los fracasos y los
procesos fisiológicos que me habilitan para ella.

Las glándulas lagrimales no causan mi llanto ni la amígdala mi ansiedad


Cuando llueve, vemos muchos paraguas abiertos por la
calle, es decir, la lluvia y los paraguas abiertos están
asociados, tienen una estrecha relación, están
«correlacionados», pero no decimos que llevar los paraguas
abiertos es lo que causa la lluvia. Sería más bien a la inversa.
Mientras leo este libro, se van produciendo cambios
fisiológicos en mi retina, en la formación reticular, en los
potenciales de acción de las neuronas del nervio óptico y en la
corteza cerebral del lóbulo occipital que son concomitantes y
tienen una estrecha relación con mi lectura, pero que no son la
causa de que yo haya decidido leer este libro y lo esté leyendo
ahora. El paraguas está asociado a la lluvia pero no
es su causa
Del mismo modo, como acabamos de ver, mi
experiencia depresiva está asociada a numerosos
cambios fisiológicos en mi organismo. Pero los potenciales de acción de mis neuronas,
las células del músculo cardíaco, las hormonas de la hipófisis o los linfocitos del sistema
inmunitario no son suficientes para que ocurra mi experiencia depresiva, ni mucho
menos son su causa. Puedo decir, por eso, que la biología no es toda mi biografía, ni
causa las experiencias biográficas, ni marca mi destino vital.
Sin las glándulas lagrimales no son posibles las lágrimas de mi llanto, pero no decimos que las glándulas
lagrimales sean la causa de mi aflicción por una pérdida y de mi llanto. La causa de mi llanto es la

197
experiencia que yo vivo con la pérdida que lloro y con todo lo que he perdido con la pérdida. Sin las sinapsis
que hacen las neuronas con los músculos que mueven mis párpados mediante el neurotransmisor acetilcolina
no es posible el parpadeo, pero no decimos que la sinapsis o la acetilcolina sean la causa del guiño con el que
muevo el párpado y del significado que le otorgo.
En la ansiedad que acompaña a la experiencia de una fobia o de un
ataque de pánico están implicadas las redes neuronales de la amígdala,
pero no son estas redes la causa de mi ansiedad, sino las transacciones
con las circunstancias que me están suponiendo una amenaza o un reto.

No sería posible el habla ni la comprensión del lenguaje sin los


potenciales de acción de las neuronas que se activan en las áreas de la
corteza cerebral denominadas área de Broca en el lóbulo frontal y área
de Weernicke en el lóbulo temporal, pues son esas áreas las que me
habilitan para hablar y para comprender lo que escucho. Pero no digo que
hablo español «porque» se produzcan los potenciales de acción de las
neuronas de esas áreas, ni que esos potenciales de acción sean la causa de
las innumerables transacciones que desde mi infancia me han permitido ir
aprendiendo a hablar mi lengua materna. Las neuronas producen Sin acetilcolina, no hay guiño,
potenciales de acción, pero no producen las palabras de un poema, ni los pero la acetilcolina no es la causa
titubeos, la ironía o el doble sentido que le doy a mis palabras y que los del guiño
otros a veces no comprenden aunque les funcionen bien las neuronas de
las áreas de Broca y de Wernicke. En palabras del neurólogo Joaquín Fuster, explicar el comportamiento de
una persona por la acción biológica de las neuronas sería como intentar comprender el significado de una
carta analizando la composición química de la tinta.

Plasticidad: yo muevo mis neuronas

Además, muchos de los cambios fisiológicos que se producen mientras vivo mi

198
experiencia depresiva son el efecto, no la causa, de las transacciones que conforman esa
experiencia.
«Se me hace la boca agua» es el efecto fisiológico, no la causa, de pensar en un sabroso manjar, al igual
que el rubor en las mejillas es el efecto fisiológico, no la causa, de la confrontación con una situación
embarazosa que me pone colorado, al igual que cuando tengo miedo o estoy ansioso mis músculos se ponen
tensos, pero no es la tensión muscular la causa del miedo, o al igual que cuando aprendo un nuevo idioma se
producen cambios neurofisiológicos, pero ningún cambio neurofisiológico hará mágicamente por sí mismo
que yo aprenda el nuevo idioma sin ir a la academia o viajar al país en que se habla.

Mis experiencias vitales resuenan en mi cuerpo, alteran su fisiología, lo conmueven,


disparan los potenciales de acción de las neuronas del sistema reticular y de todo el
sistema nervioso, hacen que la amígdala se ponga en marcha y que el hipotálamo
descargue su torrente de hormonas. Por eso, aunque no accedo a mis redes neuronales
directamente y no las puedo tocar, yo las muevo cuando vivo mi experiencia depresiva.
Yo vivo mi experiencia a expensas de mi cuerpo, pero mi cuerpo y todos sus procesos
están a expensas de mis experiencias vividas, están dotados de plasticidad, es decir, se
modulan y se modifican en respuesta a las transacciones de mi experiencia. Porque,
como decía Goethe, los seres humanos «son enseñados por sus órganos», pero tienen la
ventaja también de «volver a enseñar a sus órganos».
Son tan transcendentales esas transacciones, ya desde los primeros instantes de la
vida, que incluso la estructura organizativa de las redes neuronales y los procesos
neurológicos de conexión y modulación sináptica implicados en el lenguaje, en el
pensamiento, en la tristeza y en el sufrimiento emergen y se moldean con plasticidad a
partir de la presión que sobre ellos ejercen mis experiencias vitales, hasta el punto de
que, como dice el neurocientífico Steven Rose, «el cerebro, el lenguaje y la vida social
coevolucionan» y «los sistemas del cerebro no existen en abstracto, entran en juego por
obra de las acciones».
Por eso, así como la activación de las neuronas del SR me pone a punto para poder
afrontar los avatares de la vida, así también, con las acciones que yo voy a ir realizando
para salir del estancamiento de mi experiencia depresiva, puedo ejercer recíprocamente
un poder regulador y modulador sobre la actividad bioeléctrica del SR, determinando
así también modulaciones y graduaciones en el nivel de activación y de alerta de todo el
organismo.
Así también los cambios fisiológicos que ocurren en la actividad de la noradrenalina,
la dopamina y los opiáceos endógenos, que son neuromoduladores relacionados con las
experiencias hedónicas o placenteras, en los circuitos neurológicos que habilitan para la
anticipación de la recompensa y para las experiencias placenteras, no ocurren de manera
súbita y misteriosa, sino que son efecto de la pérdida de recompensas significativas que
me ha abocado a mi experiencia depresiva y a mi desgana y anhedonia. Del mismo
modo, mi reactivación y la recuperación de bienes y recompensas podrán restaurar
también los niveles y la actividad de esos neurotransmisores.

199
LA QUIMERA DE LA DOCTRINA PSICOPATOLÓGICA

La doctrina humoralista que, como vimos en la Introducción, hacía de la quimera de


la bilis negra la causa de la melancolía estuvo vigente durante muchos siglos, pero los
avances en los conocimientos anatómicos y fisiológicos hicieron que se fuera
abandonando. Así, a partir del siglo XVIII, y durante el siglo XIX y todo el siglo XX, fue
tomando el relevo una doctrina que otorgaba al sistema nervioso y a «los nervios» un
papel causal en la melancolía y la depresión, que serán consideradas cada vez más
patologías supuestamente debidas a patología cerebral, como si en realidad se tratara de
una meningitis, de una encefalitis o de un tumor cerebral. Ya no es la bilis negra, pero es
algo que supuestamente no funciona bien en el cerebro. Así, donde la doctrina
humoralista proponía «desequilibrios de los humores», la nueva doctrina propondrá
«desequilibrios y congestión de la sangre», «desequilibrios de los nervios» o, más
recientemente, «desequilibrio de los neurotransmisores cerebrales» como supuestas
causas.

El estancamiento de la sangre y la debilidad de los nervios

A principios del siglo XVIII, Friedrich Hoffmann creía que un espasmo de la meninge
duramadre impedía el paso de la sangre, lo que producía las «impresiones de tristeza y
de miedo» de la melancolía. El espasmo se resolvía mediante sangrías, o a través de
«máquinas giratorias» que provocaban náuseas y vómitos y que se suponía hacían
desplazar hacia las piernas el exceso de sangre que supuestamente congestionaba el
cerebro. Ya en el siglo XIX, y con ecos todavía de la doctrina humoralista, el psiquiatra
británico Henry Maudsley escribía:
«Cuando la sangre degenera en una mayor o menor congestión en el cerebro, hay una incapacidad para
pensar, el estancamiento de la sangre se acompaña de un penoso estancamiento de las ideas y la presencia de
bilis en la sangre puede llevar a cualquiera a considerar su medio y su futuro de forma más ensombrecida».

En todo caso, ya que había congestión, Maudsley proponía colocar sanguijuelas en


las sienes y en la nuca para «descongestionar», lo que recordaba las antiguas sangrías
para «descongestionar» la bilis negra.
El neurólogo alemán Wilhelm Griesinger atribuirá la melancolía a una «debilidad del
cerebro» de tipo hereditario y Krafft-Ebing dirá que la inhibición de la actividad cerebral
por una disminución de la nutrición del cerebro conduce a una menor fuerza vital y a la
inhibición de los sentimientos, del intelecto y de la voluntad. Surge por entonces el
concepto de «neurastenia» para referirse a un supuesto «agotamiento del sistema
nervioso» que se manifestaba en el agotamiento de la melancolía y que habría que
resolver «tonificando» las fibras nerviosas con alimentos fortificantes.
A caballo entre los siglos XIX y XX, continuarán esta tradición Emil Kräpelin,

200
considerado el «padre» de la psiquiatría moderna, y el
psiquiatra Kurt Schneider.

De la quimera de la bilis negra a la quimera del


desequilibrio de los neurotransmisores

Kurt Schneider reconocerá


que «desconocemos los procesos
patológicos que subyacen a la
ciclotimia y a la esquizofrenia,
pero que a ellas subyacen
enfermedades es un postulado
Emil Kräpelin
que tiene muy buenos apoyos»,
y añade que «la enfermedad se
da únicamente en lo somático y nosotros llamamos
“patológicas” a las anormalidades psíquicas cuando cabe
atribuirlas a procesos orgánicos patológicos». De la
existencia de tales «procesos patológicos» Schneider no Kurt Schneider
aporta, sin embargo, pruebas.
No obstante, y a pesar de la falta de pruebas, Schneider declarará sin más que la
experiencia depresiva es una patología psíquica, una «psico-patología», o, como dice
también la doctrina psicopatológica, una «patología mental», un «trastorno mental». De
esta manera, inventa lo psico-patológico como algo distinto y tan real como lo
somatopatológico. Se reeditaba así la ficción que siglos atrás había hecho de un supuesto
desequilibrio de los humores y de la quimera de la bilis negra la causa de la melancolía.
El supuesto «sustrato orgánico patológico» de Schneider será actualmente para la
doctrina psicopatológica otra quimera: el supuesto desequilibrio de los
neurotransmisores.

El drama de la vida convertido en drama cerebral

Se conocían desde antiguo las experiencias adversas de la vida que pueden llevarnos
a la experiencia depresiva: pérdidas, fracasos, tribulaciones, penalidades. Pero tanto las
doctrinas antiguas como la doctrina psicopatológica actual pasan por alto o
sencillamente niegan su papel determinante. No logran explicar cómo se puede pasar de
esas experiencias de la vida a la tristeza, a la desgana, a la desesperación, de los pesos a
la pesadumbre, de las penalidades a las penas.

201
Las experiencias adversas de la vida son ignoradas en nombre de una quimera

Y es que para ellas la única verdad de la experiencia depresiva no está en la


complejidad de los avatares de la vida, sino en la simplicidad de la quimera de los
vapores del humor negro, de los manejos de Satán, de los rayos de Saturno o del
desbarajuste de los neurotransmisores. ¡La fe en la simplicidad de las quimeras y de las
creencias mágico-religiosas las hace ciegas para comprender la complejidad de la vida y
el significado de la crisis existencial de la experiencia depresiva!
Es como si ante las pérdidas, tribulaciones y penalidades que estoy viviendo alguien,
ignorando su papel en mi experiencia depresiva, señalara con el dedo índice la cabeza y
me dijera: «lo que te pasa es por algo que tienes mal en tu cerebro». Según eso, mi
experiencia depresiva no es una experiencia que yo me encuentro viviendo con esos
avatares de la vida, sino que es algo que la doctrina psicopatológica denomina endógeno,
es decir, algo que tengo dentro y que se me metió ahí sin saber cómo, ni cuándo, ni por
qué: bilis negra, Satán, congestión de la sangre, desbarajuste de los neurotransmisores.
El verdadero drama de mi experiencia depresiva ya no se representa, según eso, en el
escenario de mi existencia en el que me encuentro viviéndola, sino en un escenario
«endógeno» de vapores oscuros y de neurotransmisores revueltos. Es un «drama
cerebral», de un cerebro «seco» o «desequilibrado». Los protagonistas no somos yo y las
pérdidas, los fracasos y las tribulaciones; ellos son meras comparsas, personajes sin
significación alguna en el drama, como si estuvieran de sobra, al lado de los verdaderos
protagonistas, que para la doctrina psicopatológica son los neurotransmisores, como lo
habían sido para los antiguos los vapores del humor melancólico o la posesión de Satán.
¡Qué gran simplificación de mi vida, de mi experiencia depresiva y de mi existencia!
Si todo lo que me pasa deriva de la bilis negra, de los manejos de Satán o del alboroto de

202
los neurotransmisores, ¿para qué averiguar el impacto que me producen las pérdidas, los
abandonos, los fracasos, las derrotas, el maltrato? Al despojar mi experiencia depresiva
de sus conexiones radicales con esos acontecimientos de la vida, las doctrinas la
despojan también de su significado profundo. Me despojan además del autogobierno,
pues me gobierna, según ellas, una quimera, «una cosa que está ahí dentro».

Una búsqueda desalentadora: ni rastro de patología

Si digo que la melancolía es causada por la bilis negra o por Satán, tendré que aportar
pruebas. Lo mismo si digo que está causada por un desequilibrio de los
neurotransmisores. Pero en la larga historia de siglos no contamos con evidencias de que
exista una relación causa-efecto entre un hipotético desequilibrio o «proceso patológico»
del cerebro y la experiencia depresiva, del mismo modo que sí la hay, de acuerdo con la
medicina científica, entre una hepatitis y la ictericia, entre un enfisema pulmonar y la
disnea, entre una bronconeumopatía y el esputo. Aunque a lo largo de la historia se ha
derramado mucha sangre en las sangrías, no hemos visto manar en ninguna de ellas el
humor melancólico porque ni siquiera existía, ni hemos descubierto a Satán metido en el
cuerpo.
Y es que buscar la causa de una crisis existencial, como mi experiencia depresiva, no
es lo mismo que buscar la causa de la ictericia, de la disnea o del esputo. Porque el
miedo, la tristeza, el abatimiento, la desgana, la inhibición o la desesperanza de mi
experiencia depresiva no son ni una ictericia, ni una disnea ni un esputo. No se producen
en las meninges como una meningitis, ni en el encéfalo como una encefalitis, ni en el
cerebro como un tumor cerebral. No manifiestan una sede y causa cerebral como
tampoco la mirada triste o los negros presagios que ya conocían los antiguos
manifestaban los vapores de la bilis negra. Tienen, como hemos visto a lo largo del libro,
otro modo diferente de producirse.
No es extraño, por eso, que Esquirol mostrara así el desencanto de la búsqueda:
«Que nadie espere que vamos a señalar el lugar donde se encuentra la locura, ni señalar la naturaleza y el
lugar de la lesión orgánica que la determina. Las autopsias realizadas han sido inútiles. Todos los trabajos
sobre la anatomía del cerebro no han producido otros resultados que la certeza desesperante de que jamás se
podrán deducir de estos datos conocimientos aplicables al ejercicio de la facultad pensante».

También era para Emil Kräpelin desalentador no encontrar nada:


«Por desgracia, el interés psiquiátrico de los descubrimientos en anatomía cerebral ha resultado inferior a
lo que cabía esperar, se entiende que los intentos de explicación hayan llevado a un cierto desaliento».
Kahlbaum lamentaba así la falta de aclaraciones aportadas por la anatomía patológica del cerebro:
«Es conveniente para la psiquiatría, como en otros campos de la medicina, partir de puntos de vista
patológicos y seguir el método convalidado en la patología. Por tanto, la bandera de la anatomía patológica es
la que debe enarbolar el investigador si desea demostrar rigor científico. ¿Pero cómo es posible que este
medio de la investigación patológica en la psiquiatría haya conducido a tan pocas aclaraciones?».

203
El psiquiatra Adolf Meyer decía que intentar explicar los trastornos psicológicos «por
unas hipotéticas alteraciones celulares» que no podemos probar es algo gratuito, y Carlos
Castilla del Pino en su Introducción a la psiquiatría escribía:
«El modelo neurológico pretendía ofrecer una interpretación patológicocerebral de la alteración psíquica, y
esto es lo que una y otra vez no ha sido conseguido. Y si puede asegurarse que no habrá de serlo es porque la
consideración de que la traslación del modelo neurológico al psicológico es lógicamente inadecuada, es decir,
errónea, desde el punto de vista de la epistemología que concierne a ambos niveles».

Situados en el siglo XXI, Julio Sanjuán escribe:


«La verdad es que no contamos con un solo marcador biológico que tenga la suficiente especificidad como
para ser incluido dentro de los criterios diagnósticos en ningún trastorno psiquiátrico».

También el psiquiatra Germán Berrios reconoce que «los marcadores biológicos no


están disponibles en la psiquiatría» y que «es improbable que la investigación biológica
sea informativa». B. J. Deacon, profesor de Psicología de la Universidad de Wyoming en
Estados Unidos, comenta:
«No se ha identificado una causa biológica, ni siquiera un marcador biológico inequívoco de los trastornos
del comportamiento, no hay evidencia alguna de que estos sean causados por desequilibrios de
neurotransmisores ni de que los fármacos los corrijan. Los problemas se han vuelto más crónicos y graves y
los problemas de estigmatización no solo no han mejorado sino que se están agravando».

Los potenciales de acción no causan mi experiencia depresiva

Como ya hemos visto, las neuronas pueden alterar el potencial eléctrico de sus
membranas celulares y producir un potencial de acción y pueden además fabricar
neurotransmisores. Pero los milivoltios de los potenciales de acción y los
neurotransmisores no son mi conducta, ni mis pensamientos, ni mi tristeza, ni mi
experiencia depresiva, ni los producen. Para que se produzcan estas experiencias
biográficas es preciso que ocurran las transacciones que hemos conocido a lo largo de
los capítulos del libro.
Las neuronas y los neurotransmisores no hablan, no piensan, no toman decisiones, no
tienen miedo, no sienten la pérdida de un ser querido, ni hacen duelo, ni causan penas, ni
desesperación, ni dicen «me doy por vencido», ni hacen intentos de suicidio. Tampoco
deciden que la persona que me abandona o que se muere sea o no significativa para mí o
que me hunda el fracaso de un proyecto en el que había depositado todos mis sueños.
Todo eso lo hago y lo vivo yo, mi ser entero conectado con las circunstancias de la vida,
inmerso en mis experiencias vitales, viviendo la crisis de la experiencia de una pérdida
significativa, de un abandono o de un fracaso.
En la experiencia de indefensión que vimos en el capítulo 2 intervienen las neuronas, pero no la causan. La
causa de la indefensión no está en las neuronas ni en los neurotransmisores, está en lo que ocurre entre mi
persona entera y la adversidad que me hace daño y que mis esfuerzos no son capaces de controlar. Sin esa
experiencia entre mi acción y la circunstancia frustrante, ninguna neurona ni todas las redes de neuronas

204
juntas serían capaces de alumbrar mi indefensión y mi desesperanza, porque ellas lo que alumbran son
potenciales de acción de bajo voltaje y neurotransmisores.

Las neuronas no son unos grandes almacenes

Puedo tener alojados en mi cerebro una encefalitis o un tumor cerebral y en mis


meninges una meningitis. Pero allí no voy a encontrar amores, tristezas, pensamientos,
desesperanzas, recuerdos, ni un inquilino patológico «prefabricado» llamado depresión,
porque mi experiencia depresiva no es un tumor cerebral ni una meningitis y se
«fabrica» en el curso de mis transacciones con los avatares de la vida.
Las neuronas y las redes neuronales con sus neurotransmisores no son unos grandes
almacenes donde se puedan encontrar esas cosas, pues esas experiencias no ocurren en el
cerebro «como la digestión ocurre en el estómago», que dice el filósofo John Searle, no
son atributos que se puedan adscribir al cerebro o a un grupo de neuronas, del mismo
modo que amar no lo adscribimos al corazón, salvo por licencia poética o metafórica
como cuando decimos «te llevo en mi corazón».
Y no las encontraremos allí no porque no dispongamos todavía de la tecnología
adecuada, sino sencillamente porque allí no se encuentran, allí no están alojadas, no
tienen allí su aposento y su lugar de producción, ni se producen como se produce un
potencial de acción o un neurotransmisor. Porque, como dice el citado Steven Rose, «en
el cerebro no hay ningún lugar donde la neurofisiología se convierta misteriosamente en
psicología», en experiencia psicológica.

Un «cuento» que abusa de la credulidad

Por todo esto, la afirmación de la doctrina psicopatológica de que mi experiencia


depresiva es una entidad patológica residente en el cerebro y causada por un supuesto
desequilibrio bioquímico de los neurotransmisores, y en particular por una deficiencia
de serotonina, es una simplificación y una quimera como lo fue la afirmación de los
antiguos de que la causa de la melancolía era el supuesto desequilibrio de los humores, y
en particular de la bilis negra.
Nadie hasta la fecha ha demostrado cuáles son los parámetros que definirían el
equilibrio «normal» de esos neurotransmisores, como tampoco nadie los había fijado
para la bilis negra. Nadie ha demostrado tampoco cómo y por qué en un momento
determinado se produce el supuesto desequilibrio en el metabolismo de la serotonina y
tampoco que esa alteración sea la causa de la experiencia depresiva.
Por eso, como nos dice Peter Gotszche, médico internista y experto en investigación
clínica de la Universidad de Copenhague, en su libro Psicofármacos que matan:
«la idea de que las personas con depresión tienen una carencia de serotonina ha sido claramente rechazada
[…], es falsa y totalmente indocumentada la idea de que la falta de serotonina es la causa de la depresión», y

205
añade que el supuesto desequilibrio químico como causa es un «cuento» que abusa de la credulidad de la
gente.

En ello insiste también el neurocientífico Elliot Valenstein en su libro Blaiming the


brain (Culpando al cerebro), que señala que ni siquiera es posible medir directamente la
cantidad «normal» de noradrenalina y serotonina en el cerebro como para poder afirmar
que es una «anormalidad» de estas monoaminas biológicas la causa de la experiencia
depresiva. El psiquiatra Alberto Ruiz Lobo, en el libro Hacia una psiquiatría crítica,
escribe: «La narrativa del desequilibrio neuroquímico no es más que un mito sin
fundamentos sólidos». El psiquiatra irlandés David Healy, citado por el periodista
científico Robert Whithaker en su libro Anatomía de una epidemia, afirmaba que la
teoría de que la depresión se deba a una deficiencia de monoaminas había que «tirarla a
la papelera». Gotszche va todavía más allá: «El falso mito del desequilibrio químico
debería acabar en los tribunales, pues es un fraude al consumidor».

¿Una tristeza sin motivo?: una tapadera para la ignorancia

Al ignorar las experiencias de la vida como determinantes de la experiencia


depresiva, no es extraño que las doctrinas antiguas y actuales hablen de la tristeza como
algo «sin causa aparente», «sin motivo».
Kraft-Ebbing habla de la melancolía como una «depresión
dolorosa que no tiene una causa externa». Celso, un médico
del siglo I, decía que a los melancólicos había que reprobarles
amablemente su melancolía haciéndoles ver que «no tiene
causa alguna». Sorano de Éfeso en el siglo II hablaba del
«llanto sin razón» de los melancólicos. A Timothy Bright le
extrañaba que personas que disfrutaban de todas las
comodidades de la vida pudieran sentirse embargadas por el
miedo, a pesar de que, según él, «no tienen nada que temer, ni
razón para su descontento, ni causa alguna de peligro».
Robert Burton habla de la tristeza «sin causa evidente», y se
refiere a la pesadumbre de la que la persona «no puede saber
por qué». Según Sigmund Freud, «la inhibición del
melancólico nos parece asombrosa porque no podemos
comprender qué es lo que le absorbe». Maudsley dirá que la
depresión «no tiene causa externa o la tiene insuficiente», y el
filósofo y psiquiatra Karl Jaspers dirá que el núcleo de la
depresión lo constituye «una tristeza tan profunda como
inmotivada».

Si yo comunico los motivos que me han llevado


a mi experiencia depresiva, pero no se les da
crédito, se podrá declarar que lo que me pasa está «inmotivado», y es este precisamente
uno de los significados que la doctrina psicopatológica da a lo «endógeno». Se dirá,
pues, que mi experiencia depresiva es «endógena» e «inmotivada», porque se hace caso
omiso de las experiencias vitales traumáticas que la motivan. Lo supuestamente

206
endógeno e «inmotivado» será entonces un pretexto para no
entrar en el meollo de la experiencia depresiva y una
tapadera para encubrir la ignorancia de los verdaderos
motivos. Cuando yo los conozco y los vivo, puedo sentir
como una ofensa que me digan que es «endógena» e
«inmotivada».

Un «misterio antropológico» y un «enigma


psicológico»

Al aferrarse a los «procesos patológicos subyacentes» y


al considerar la experiencia depresiva algo «endógeno» e
«inmotivado», una psicopatología «psicológicamente
inderivable» de las experiencias de la vida, no es de extrañar
que a Kurt Schneider le resulte incomprensible, un «misterio
antropológico». Mi experiencia depresiva resultará
«inderivable» para quien esté ciego para las tribulaciones y
penalidades de las que sí se deriva, y será algo
incomprensible y un «misterio antropológico» para quien se empeñe en verla como la
emanación de un «proceso patológico subyacente» y no como el fruto de las
experiencias adversas que estoy viviendo y que sí la hacen comprensible, como ya
hemos visto a lo largo del libro.
Al despojar de valor las experiencias vitales que determinaron la experiencia
depresiva de una mujer a la que atendió, Emil Kräpelin la considera un «“enigma
psicológico”, un problema «sin causa alguna adecuada», una «depresión injustificada»
debida a «gérmenes patológicos latentes». A las vicisitudes y adversidades de la vida, a
las «experiencias vitales» su fe psicopatológica les arrebata su valor explicativo.
«Las circunstancias externas no desempeñan ningún papel. También las diversas experiencias vitales aquí
citadas me parecen, como mucho, importantes por su contenido, pero no como origen. Como generalmente
no pueden probarse causas externas reales, ha de pensarse en un mal desarrollado a partir de causas internas y
podrían considerarse los gérmenes patológicos ya latentes que se desarrollan posteriormente. Sabemos que
muy a menudo las supuestas causas psíquicas, el amor desgraciado, los fracasos profesionales, el
agotamiento, no engendran la afección, sino que son sus consecuencias; que, además, muchas veces son solo
sucesos externos que hacen surgir trastornos ya instalados, y finalmente que, en general, sus efectos dependen
en gran medida de la constitución de la persona afectada. La evolución está determinada por el proceso
patológico que se encuentra en la base, no por acontecimientos exteriores».

LA PSICOPATOLOGÍA: UNA PROFESIÓN DE FE Y UNA PATOLOGÍA


INVENTADA

Así pues, la falta de pruebas y evidencias hacen que la doctrina psicopatológica sea,

207
más que una doctrina científica, una creencia. De hecho, Kurt Schneider reconoce que su
declaración tiene que ser, por la debilidad de las pruebas aportadas, «una profesión de
fe». Y tal vez por ser consciente de esa falta de pruebas, confiesa también que su
postulado psicopatológico puede ser tachado de «dogmático».
Una vez arrancada la experiencia depresiva de sus raíces en las experiencias de la
vida y alojada su supuesta causa en un «drama cerebral» endógeno, la doctrina
psicopatológica se limita a hacer sobre ella, en efecto, un declaración dogmática, a
declararla patológica, a reinventarla como un hecho psicopatológico cerebral. Sin
aportar pruebas, la doctrina psicopatológica dice «lo que te pasa es porque tienes un
desequilibrio patológico de los neurotransmisores», al igual que los antiguos decían,
también sin poder probarlo: «lo que te pasa es porque los vapores de la bilis negra te han
secado el cerebro».

Entre el dicho y el hecho hay un gran trecho

Una vez sentado el dogma de la declaración psicopatológica, la doctrina ya no se


preocupa siquiera de establecer una correspondencia que pudiera parecer verosímil entre
la supuesta causa y lo que se vivencia en la experiencia depresiva, y por qué misteriosos
mecanismos se podría pasar del supuesto desequilibrio de los neurotransmisores a la
tristeza, la desgana, la parálisis o la desesperación. Incumple así los rigurosos criterios de
la medicina científica, que ha de probar lo que declara, no solo declararlo. Por eso la
doctrina psicopatológica, aunque hace uso de ellos y utiliza su terminología, resulta ser
una parodia o remedo de los modelos de la medicina científica y de la patología humana.
Y es que, aunque quisiera hacer esa correspondencia, no podría, pues, como hemos
visto, entre el dicho de la declaración humoralista o psicopatológica y los hechos de mi
experiencia depresiva hay un gran trecho, un abismo entre el discurso y lo que
verdaderamente acontece en el curso de mi experiencia. El discurso de la declaración
psicopatológica está hecho, por eso, de palabras vacías, y la supuesta «patología
endógena» resulta ser una patología inventada, una ficción, una creación imaginaria
derivada de las palabras de la propia declaración psicopatológica, una quimera, como fue
quimera la bilis negra, como son una ficción, una quimera los centauros o las sirenas,
pues no los podremos encontrar nunca en el hipódromo o a la orilla del mar por más que
les hayamos puesto un nombre.
La declaración psicopatológica es el espejismo mágico de pensar que para que una
cosa exista basta con ponerle un nombre, que basta con decir «tienes un desequilibrio de
los humores», «tienes un desequilibrio de los neurotransmisores» o «tienes una
enfermedad llamada depresión» para que, dicho y hecho, por arte de magia «se hagan»
los desequilibrios, la psicopatología, la enfermedad. Pero fuera de la declaración, el tal
desequilibrio, la tal psicopatología no existen.
Una enfermedad como la meningitis o un tumor cerebral no puede ser inventada

208
mediante el lenguaje, ha de ser evidenciada de forma rigurosa. Pero la «manga ancha» de
la doctrina psicopatológica permite inventar patologías a base de superponerles tal
nombre a determinadas experiencias adversas de la vida, como la experiencia depresiva
y tantas otras incluidas en los catálogos psicopatológicos, tales como el denominado
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, más conocido como DSM.

Una declaración inútil

Por eso la declaración psicopatológica no me dice nada útil sobre la compleja


realidad de mi experiencia depresiva, no me ayuda a desvelar y comprender su
significado, sino que lo vela, lo oculta, lo maltrata. Por eso me da igual que el relato sea
sobre vapores de la bilis negra, fechorías de Satán o neurotransmisores alborotados.
La falta de correspondencia entre la retórica de las doctrinas y la experiencia
depresiva se muestra en el simplismo con el que el relato de la doctrina pretende
«explicar» lo que ocurre en la experiencia.
Así, los vapores sombríos de la bilis negra explicarían el carácter sombrío de la persona melancólica. La
tez es negruzca por recibir de continuo los vapores negros que se filtran desde dentro. Si la bilis negra es fría
y seca, la melancolía será fría y seca. Si el humor melancólico asusta al cerebro, tendremos miedo. Si Saturno
es lento, también los son los nacidos bajo su influjo. Si está obstruida la circulación y enlentecida la sangre,
estará obstruido el pensamiento y serán lentos los movimientos del melancólico. Si la bilis negra se calienta,
se inflama la imaginación, si se enfría, el ánimo se enfría. Si los estudiosos leen o escriben con la cabeza
inclinada, les llena la cabeza la bilis negra fría y se vuelven, según Ficino, torpes y desmemoriados.

Explicaciones circulares y ficciones explicativas

Si pregunto «¿por qué tiene fiebre esta persona?», me pueden responder: «porque
tiene una meningitis». Si ahora pregunto «¿por qué tiene una meningitis?», lo correcto
será decir «porque se ha contagiado por meningococo», cosa que se puede evidenciar
descubriendo el meningococo en un análisis, pero no sería correcto decir «porque tiene
fiebre», porque eso sería dar vueltas a lo mismo sin explicar nada, sería una explicación
«circular», una «tautología».
Si pregunto a qué se deben la tristeza, el abatimiento, la inhibición, la desesperanza
de mi experiencia depresiva, las doctrinas me lo tratarán de «explicar» diciendo que es
«porque los vapores de bilis negra me han secado el cerebro», porque «tengo
desequilibrados los neurotransmisores» o «porque tengo una psicopatología llamada
depresión». Si a continuación pregunto cómo saben que «tengo» esos vapores, ese
desequilibrio o esa psicopatología y me responden que lo saben porque observan mi
tristeza y mi desesperanza, me estarán dando una explicación circular porque la única
evidencia que me aportan de los supuestos vapores, desequilibrios y pasicopatologías
son mi tristeza y mi desesperanza. Los supuestos vapores, desequilibrios y
psicopatologías no son, pues, auténticas explicaciones, son ficciones explicativas.

209
Es como si pregunto por qué una pérdida significativa me ha llevado a la experiencia
depresiva y me responden que es «porque tengo una predisposición endógena» a padecer
depresión y después pregunto cómo saben que tengo la tal predisposición y me
responden que lo saben «porque esa pérdida me ha llevado a la experiencia depresiva».
La supuesta «predisposición endógena» es una ficción explicativa. Es como si pregunto
por qué se mueren los hombres y me responden «porque son mortales», y después
pregunto por qué son mortales y me responden: «porque se mueren».
Kräpelin parece no ser consciente de la tautología que comete cuando, refiriéndose a
una mujer acusada de varios incendios, dice: «La nota saliente es su inclinación
incendiaria persistente. La falta de motivos y la incurable tendencia a las recidivas nos
inducen a suponer que se trata de un caso patológico». Si ahora le preguntamos ¿por qué
comete incendios esta mujer?, Kräpelin nos dirá: porque padece una psicopatología, una
«inclinación incendiaria persistente» endógena. Pero si le preguntamos de nuevo ¿cómo
sabe que la padece?, Kräpelin cometerá tautología diciendo: porque ha cometido varios
incendios. La «inclinación incendiaria» no es, pues, una auténtica explicación, es una
ficción explicativa.

Atacar al cerebro para atacar la melancolía y la depresión

A pesar de la falta de evidencia científica para sostener que la experiencia


melancólica y depresiva tiene su sede y causa en un supuesto desarreglo de los
neurotransmisores, la doctrina psicopatológica propondrá medidas para atacar allí el mal,
como se atacó a la bilis negra con sangrías y con eléboro y a Satán con exorcismos. Si
las ideas obsesivas se deben, según el neurólogo Egas Moniz, a ciertas conexiones
anómalas entre los hemisferios cerebrales, el «tratamiento» habrá de ser la lobotomía,
que consiste en cortar quirúrgicamente esas conexiones y que, a pesar de su brutalidad y
de la invalidez que ocasionaba, ha seguido practicándose hasta bien entrado el siglo XX.
Las descargas eléctricas del electrochoque aplicadas en el cerebro hacen, según Ugo
Cerletti, que el cerebro segregue «sustancias vitalizantes» supuestamente curativas. Hoy
se sigue utilizando bajo el eufemismo de «terapia electroconvulsiva».

DEL ELÉBORO A LA FLUOXETINA: EL SIMULACRO TERAPÉUTICO DE


LOS PSICOFÁRMACOS

Las sangrías y el eléboro negro proporcionaron durante siglos la falsa creencia de que
se estaba reequilibrando el supuesto desequilibrio y «curando» de esa manera la
melancolía. La simplificación del problema simplificaba también la solución. Del mismo
modo, la doctrina psicopatológica, a pesar de la simplificación y la quimera del
desequilibrio bioquímico, propone la administración de psicofármacos antidepresivos

210
como «tratamiento curativo» para reequilibrar el supuesto desequilibrio. También aquí la
simplificación de la solución refleja la simplificación del problema.

Un simulacro de «tratamiento curativo»

Son muchas las sustancias químicas que pueden alterar el organismo y el


comportamiento.
El alcohol etílico de las bebidas alcohólicas es un depresor del sistema nervioso que tiene efectos sedantes.
La nicotina que contiene el tabaco tiene en determinadas áreas del SN efectos análogos a los de la dopamina
y a los de la acetilcolina en los ganglios del SNA. La cocaína, la dietilamida del ácido lisérgico (LSD) y las
anfetaminas tienen efectos activadores pues promueven la liberación de la dopamina de las vesículas
sinápticas y la activación de receptores dopaminérgicos en determinadas áreas del SN.

También los psicofármacos son sustancias químicas que, a través del torrente
sanguíneo, se difunden por todo el organismo y ejercen sus efectos farmacológicos
alterando la bioquímica de los neurotransmisores y activando o desactivando el
funcionamiento del organismo (cuadro 7.1).
Al igual que durante muchos siglos se le otorgaron al eléboro fabulosas virtudes
contra la melancolía, la doctrina psicopatológica les otorga también a los psicofármacos
antidepresivos virtudes terapéuticas. Pero así como no se ha podido demostrar que un
supuesto desequilibrio bioquímico de la serotonina sea la causa de la experiencia
depresiva, nadie ha demostrado tampoco que las alteraciones que sin duda producen los
psicofármacos «antidepresivos» en la bioquímica de los neurotransmisores sean la
«curación» o la «terapia» del supuesto desequilibrio, como tampoco las indudables
alteraciones fisiológicas y los daños producidos por la sangría o por las purgas con
eléboro eran la «curación» de la melancolía. Si no existen un supuesto desequilibrio o
una supuesta enfermedad, no puede aducirse un tratamiento «curativo» para reequilibrar
el supuesto desequilibrio, la supuesta enfermedad. No es, pues, la curación de ninguna
enfermedad, es un simulacro de terapia, una quimera curativa que reedita así la quimera
del eléboro negro.

CUADRO 7.1
Algunos psicofármacos

Los neurolépticos o tranquilizantes mayores, como la clorpromazina o el haloperidol,


bloquean los receptores de la dopamina en las neuronas postsinápticas con la
consiguiente incapacidad de la dopamina para actuar y la consiguiente sedación. Las
benzodiacepinas, como el diazepam (Vallium), bromazepam (Lexatin) o el lorazepam
(Orfidal), favorecen y potencian la acción inhibidora del neurotransmisor GABA
sobre la excitabilidad de las neuronas. Tienen propiedades sedantes o tranquilizantes,
razón por la cual se les denomina ansiolíticos o tranquilizantes menores. Causan

211
también relajación muscular y somnolencia.
Los antidepresivos tricíclicos, como la imipramina (Tofranil) o la amitriptilina
(Triptizol), bloquean la recaptación o reabsorción de la serotonina y de la
noradrenalina por la neurona presináptica, aumentando su disponibilidad por más
tiempo en la hendidura sináptica. La cocaína bloquea también la recaptación de la
noradrenalina. La enzima monoaminooxidasa (MAO) descompone y desactiva
metabólicamente las monoaminas dopamina, serotonina y noradrenalina. Los
inhibidores de la MAO impiden esa desactivación y activan la transmisión de las
monoaminas. Los inhibidores de la recaptación de la serotonina, como la fluoxetina
(Prozac) o la paroxetina, bloquean la recaptación de este neurotransmisor por la
neurona presináptica, provocando la acumulación de serotonina en el espacio
sináptico y su actividad en las neuronas postsinápticas.

Como dice la psiquiatra Joanna Moncrieff, experta en farmacología de la Universidad


de Londres, en su libro Hablando claro: «No se ha demostrado que los psicofármacos
antidepresivos actúen corrigiendo algún hipotético déficit subyacente». Por eso afirmar
el reequilibrio del hipotético desequilibrio es un fraude desde el punto de vista científico.
Si yo pidiera «enséñame los análisis», nadie me podría mostrar con ellos ni evidencias
del supuesto desequilibrio ni de la supuesta corrección del supuesto desequilibrio. Como
dice Elliot Valenstein, «aunque la afirmación de que los antidepresivos actúan
corrigiendo una deficiencia bioquímica puede ser una efectiva política propagandística,
no se justifica por la evidencia».
Por eso la declaración «tiene una enfermedad llamada depresión causada por un
desequilibrio de la serotonina que se cura con una pastilla» no tiene más valor científico
que la declaración «tiene una enfermedad llamada melancolía causada por la bilis negra
que se cura con eléboro» o que la declaración «tiene un mal llamado melancolía causado
por la posesión de Satán que se cura con exorcismos».

Los psicofármacos no son como la penicilina o la insulina

Un antibiótico como la penicilina puede llegar a través del torrente sanguíneo hasta
las meninges, atacar allí al meningococo, el germen causante de la meningitis y diana
terapéutica del antibiótico, y curar así la enfermedad. Analizando una muestra al
microscopio, podemos además encontrar allí el meningococo. La insulina neutraliza la
diabetes pues repara el déficit de insulina debido a un problema en las células del
páncreas que la producen.

212
Pero mi experiencia depresiva no es debida a una entidad diluida en el flujo
bioquímico de los neurotransmisores que pudiera verse al microscopio, y los
psicofármacos no curan nada que pudiera estar allí donde ellos actúan, no tienen allí una
«diana terapéutica», pues allí no hay ningún meningococo, ningún trastorno molecular,
ningún supuesto desequilibrio bioquímico que pueda aducirse como causa y que pudiera
ser neutralizado como neutraliza la penicilina el meningococo o la insulina la diabetes.
Por eso, es incluso inexacto denominarlos antidepresivos, porque no combaten la
depresión, como el antibiótico combate la meningitis o los antidiabéticos o la insulina
combaten la diabetes.
Es verdad que los fármacos antidepresivos tienen efectos fisiológicos y alteran la
bioquímica de los neurotransmisores, pero, por tener efectos, también los tenían el
eléboro y las sangrías, y, según los exorcistas, también los tienen los exorcismos. Lo que
ocurre es que los tales efectos nada tienen que ver con un supuesto desequilibrio o una
enfermedad que es inexistente. Por eso las declaraciones sobre la supuesta «eficacia
terapéutica» son palabras vacías, es la «terapia» de nada.
Por eso, hacer la analogía con los antibióticos o con la insulina y declarar que «se
trata una infección con un antibiótico, la diabetes con insulina y una depresión con un

213
antidepresivo», o establecer la analogía entre «estoy tomando penicilina para curar la
meningitis» y «estoy tomando un antidepresivo para curar la depresión», son falsas
equivalencias, son una falacia y una simplificación, porque ni mi depresión es una
infección como una meningitis, ni un déficit bioquímico de las células del páncreas, ni el
fármaco antidepresivo es como un antibiótico o como la insulina.

La presión de la propaganda: tan sencillo como tomarse una pastilla

Esta quimera terapéutica carente de rigor científico es, no obstante, activamente


promovida desde muchos ámbitos profesionales, con el apoyo y la presión de la
propaganda comercial de la industria farmacéutica para la que supone enormes
beneficios económicos. El psiquiatra Germán Berrios lo expresa así preocupado: «¡Cuán
degradante es para la psiquiatría el haberse convertido en un objeto comercial!».
La quimera proclama que la solución de los problemas que nos afligen es tan sencilla
como tomar una pastilla, tan sencilla como elevar los niveles de serotonina. Es la
engañosa fantasía de poder solucionar todos los problemas de la vida y alcanzar la
felicidad y la serenidad tomando cada día una pastilla, como la pastilla de soma de Un
mundo feliz de Aldous Huxley.
Si a base de promulgar la quimera la población se persuade de que la experiencia
depresiva es asunto de fluctuaciones caprichosas de la bioquímica cerebral o «una
enfermedad como otra cualquiera», como se dice y se escribe con total desfachatez, y
está dispuesta a abrazar el mensaje de la «eficacia terapéutica» de los antidepresivos y de
que estas pastillas reequilibran esas fluctuaciones, será más probable que considere
irrelevantes los avatares de la vida que precipitan la experiencia depresiva, acepte e
incluso reivindique la condición de «enfermo» y acepte e incluso reclame la medicación
como supuesta «penicilina». De hecho, el volumen de psicofármacos prescritos ha
aumentado exponencialmente y sigue aumentando, y muchas personas han convertido el
consumo de fármacos antidepresivos casi en un modo de vida. Pero depositar la
confianza en las pastillas y otorgarles el encargo de resolver los problemas de la vida
puede contribuir a disminuir el sentido de eficacia personal y la autoconfianza, a
aumentar la desesperanza y a hacer abdicar de los esfuerzos para hacer frente con
esperanza a la experiencia depresiva, con lo que esta puede perpetuarse.
Si en cambio se le dijera a la población que la experiencia depresiva no es «una
enfermedad como otra cualquiera», no es como una meningitis o una diabetes, que su
causa no es un desarreglo bioquímico de los neurotransmisores, que los psicofármacos
no son «tratamientos curativos» que supuestamente corrigen aquel desarreglo, que los
efectos fisiológicos y la alteraciones que causan en el funcionamiento del organismo no
demuestran «eficacia terapéutica» frente a una patología inexistente, sino que, por el
contrario, les van a ocasionar graves inconvenientes, probablemente no querrían
tomarlos.

214
La falacia de la «eficacia terapéutica»

Aun cuando los psicofármacos antidepresivos no revierten ningún supuesto déficit de


serotonina y no son, pues, un «tratamiento curativo», tienen, como hemos visto, efectos
farmacológicos que alteran la fisiología normal del organismo.
Las personas que toman pastillas y que creen que, como se les ha dicho, su
experiencia depresiva es un asunto químico de su cerebro que se les está curando con las
pastillas pueden tomar estos efectos farmacológicos como una señal, incluso como una
prueba, de que, en efecto, las pastillas «funcionan», «les están haciendo efecto», como
un cambio e incluso como una mejoría, sobre todo si los efectos son de sedación y
adormecimiento o de euforia. De hecho, cuando la experiencia depresiva se acompaña
de ansiedad, los fármacos con propiedades sedativas pueden mitigarla. Pero lo adecuado
en esos casos sería decir «está más sedado», y no decir «se está curando la causa de la
depresión».
Pero hay otros fármacos que tienen estos mismos efectos farmacológicos y que
producen esa misma sensación de mejoría y que, sin embargo, no influyen en la
actividad de la noradrenalina y de la serotonina o que, paradójicamente, no bloquean
sino que facilitan la recaptación de la serotonina y su desaparición del espacio sináptico,
lo que indica que esos efectos no son debidos al supuesto aumento «terapéutico» de la
serotonina. La cocaína y las anfetaminas, que sí incrementan la actividad de la
noradrenalina y la serotonina, no tienen, en cambio, esos efectos farmacológicos en la
experiencia depresiva.
Además, estos efectos tardan en aparecer unas semanas y lo hacen de manera gradual,
mientras que la cantidad de serotonina y noradrenalina en el cerebro aumenta en uno o
dos días desde el inicio del consumo, lo que, por otra parte, puede ser responsable de los
efectos adversos a los que nos referiremos después. En el intervalo de tiempo entre el
inicio del consumo y la aparición de los efectos ocurren otros muchos cambios
neurológicos no dependientes de esos neurotransmisores y que podrían ser los
responsables de los efectos atribuidos a ellos.
Si bien los antidepresivos aumentan a corto plazo la actividad de la noradrenalina y la
serotonina, después de varias semanas de consumo, y precisamente cuando ya se están
produciendo esos efectos farmacológicos, la actividad de estos neurotransmisores está de
hecho disminuida en la sinapsis debido a los mecanismos de compensación que provocan
los psicofármacos. Estos mecanismos hacen que disminuya la sensibilidad de los
receptores postsinápticos a los neurotransmisores y también la cantidad de
neurotransmisor liberado en la sinapsis por las neuronas presinápticas. Es otra prueba
más de que esos efectos no son debidos al supuesto aumento «terapéutico» de la
serotonima.
En todo caso, en la medida en que los psicofármacos tengan, al menos en un primer
momento, efectos de sedación y de reducción de la tensión y la ansiedad, contribuirán a

215
hacer más probable y frecuente su consumo. Son, como dicen los psicólogos,
reforzadores negativos, ya que se refuerza su consumo porque eliminan o alivian un
malestar. Pero también pueden funcionar como reforzadores positivos, ya que se
refuerza su consumo en la medida en que ofrezcan una sensación de bienestar y además
induzcan el sueño, un beneficio apreciable cuando se tienen dificultades para dormir.

La eficacia de las pastillas de pega

Son muchas las investigaciones referidas por Irvin Kirsh, psicólogo británico de la
Universidad de Hull, que muestran que las pastillas placebo, que son «pastillas de pega»
que no tienen efectos farmacológicos, también «funcionan» y pueden tener tanta eficacia
en producir la sensación de mejoría como los psicofármacos, lo que demuestra que el
uso de los fármacos no aporta ninguna ventaja, salvo tal vez la sensación de sedación o
de euforia en su caso. La eficacia farmacológica del psicofármaco podría ser debida
incluso también al mismo «efecto placebo» que producen las pastillas de pega. En unas
experiencias realizadas en Alemania con la planta «hierba de San Juan», el porcentaje de
personas que tomaron la hierba y que notaron «mejoría» fue incluso superior al de las
que habían consumido antidepresivos.

La recuperación espontánea

La evidencia muestra que un porcentaje muy alto de experiencias depresivas se


recuperan y remiten con el tiempo, incluso en un plazo de pocos meses, e incluso sin
intervenciones profesionales y sin el uso de fármacos, lo que se suele denominar
«remisión espontánea». Ya lo había constatado así Emil Kräpelin hace más de cien años
y esta era la evidencia y la opinión profesional hasta la aparición en el mercado de los
fármacos antidepresivos en la década de los años sesenta del pasado siglo XX. Resultaba
difícil mejorar con los fármacos lo que era el curso habitual de la experiencia depresiva.
Incluso el uso de los fármacos podría enmascarar la evolución favorable que se habría
producido en cualquier caso, pero que la doctrina psicopatológica atribuirá de manera
interesada a la supuesta «eficacia terapéutica» de los fármacos.
Muchas de las investigaciones que tratan de demostrar la «eficacia terapéutica» de los
psicofármacos pasan por alto los múltiples cambios que ocurren en las circunstancias de
la vida durante los intervalos de tiempo entre el inicio de la toma de las pastillas y las
sucesivas revisiones, y que son en realidad los responsables bien del empeoramiento,
bien de la mejoría de la experiencia depresiva y de su remisión espontánea. Debido a
ello, todo lo que esté ocurriendo en el curso de la experiencia depresiva, sus mejorías y
sus empeoramientos, será atribuido por la doctrina psicopatológica a la acción de los
fármacos.

216
Si la persona refiere «mejoría», se interpretará como una «prueba» de la «eficacia
terapéutica» de las pastillas y entonces, sin analizar las circunstancias vitales que han
podido contribuir a la mejoría, tal vez se reducirá la dosis prescrita. Si refiere
empeoramiento, se interpretará como que las pastillas «no están haciendo efecto» o que
la persona es «resistente al tratamiento» y entonces, en lugar de analizar las
circunstancias de la vida que han podido contribuir al empeoramiento de la experiencia
depresiva, tal vez se suba la dosis prescrita, lo que aumentará los efectos nocivos, o se
cambie de medicamento.

NO HAY REEQUILIBRIO, SINO IATROGENIA Y NOCIVIDAD

Es precisamente por su capacidad para alterar la bioquímica cerebral y de todo el


organismo por lo que los psicofármacos tienen efectos nocivos. La doctrina
psicopatológica separa de manera interesada lo que llama efectos primarios y
secundarios, considerando que los «primarios» serían los efectos «positivos» y
supuestamente «terapéuticos» y los «secundarios» serían efectos adversos, como algo
«secundario» o de importancia menor que habría que tolerar en nombre de los supuestos
efectos primarios supuestamente beneficiosos. Pero, en realidad, tanto unos como otros
son efectos farmacológicos «primarios» por igual y son efectos iatrogénicos, es decir,
causados por la misma prescripción del fármaco.

Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso»

Joanna Moncrieff, Peter Gotszche, Elliot Valenstein, el periodista científico Robert


Whitaker, y nosotros mismos en el libro Los problemas psicológicos no son
enfermedades, son otras tantas voces de alarma que advierten de los graves riesgos, del
daño neurológico irreversible, de la perturbación de las funciones cerebrales y de la
discapacidad de millones de adultos y niños que comporta el uso y abuso creciente de los
psicofármacos, un «desastre de salud pública» y una tragedia, en palabras de Gotszche.
Para muchos estudiosos, las expectativas de recuperación para los problemas
psicológicos más graves han empeorado debido a los psicofármacos que consumen, y ha
aumentado exponencialmente el número de personas incapacitadas por problemas
psicológicos que han entrado de manera irreversible en el circuito de las quimeras
«terapéuticas» que prometían resolverlos y que en un alto porcentaje quedan
enganchadas de por vida a los fármacos porque son incapaces de dejarlos o porque se les
siguen prescribiendo.
Si de verdad los psicofármacos fueran como la penicilina o la insulina, las
expectativas no serían tan pesimistas. Pero no solo no son eficaces para resolver los
problemas que prometían resolver, sino que los agravan y crean otros nuevos. Como

217
afirma Giovanni Fava, psiquiatra de la Universidad de Bolonia, «el tratamiento con
antidepresivos puede conducir a un deterioro a largo plazo de los trastornos del estado de
ánimo». Si se tienen en cuenta los efectos de los antidepresivos, no es de extrañar que a
partir de los años setenta del pasado siglo XX muchos estudios comenzaran a señalar que
la evolución de la depresión tratada con antidepresivos no solo no era mejor que la
tratada con placebo, sino que tenía un pronóstico más sombrío y abocaba a una
«cronificación», en contra de lo que solía ser su evolución habitual antes de la llegada de
los fármacos. «Nunca antes habíamos sido testigos de tal catástrofe por una enfermedad
iatrogénica», afirma Gotszche. A la vista de sus efectos en el organismo y en la vida,
resulta un sarcasmo que algunos consideren los fármacos antidepresivos un «alimento
del sistema nervioso».
De hecho, lo que hace un psicofármaco como la fluoxetina no es «corregir» o
«normalizar» una supuesta deficiencia o anormalidad de serotonina, sino alterar su
mecanismo bioquímico normal. Unas semanas después de estar tomando fluoxetina, las
vías nerviosas que utilizan la serotonina están funcionando de manera anormal. Tanto es
así que el neurocientífico Barry Jacobs, a la vista de las alteraciones producidas en el
funcionamiento de los circuitos de la serotonina, las considera «patológicas», y otro
neurocientífico, Steve Hyman, señala que se acaban haciendo duraderas. Antes de las
pastillas, no había ningún desequilibrio bioquímico demostrable; después de las pastillas,
el equilibrio químico aparece desequilibrado.

Efectos nocivos de los psicofármacos

Son numerosos los efectos nocivos de los psicofármacos de uso más habitual.
Al bloquear los receptores de dopamina, los neurolépticos alteran muchos otros mecanismos fisiológicos
del organismo, produciendo hipotensión, reducción del tono muscular, cambios en la temperatura corporal.
La sedación llega a producir inhibición de la capacidad de iniciar movimientos (acinesia), un estado de
agitación e inquietud denominado acatisia y un estado de aplanamiento o anestesia emocional y una
dificultad general de concentración. La sensación de estar consciente y no poder, sin embargo, controlar los
propios movimientos produce un efecto zombi. Al bloquear los núcleos neuronales implicados en la
regulación del movimiento, provocan alteraciones análogas a las del parkinson: movimientos descoordinados,
posturas anormales, rigidez, temblores y otras complicaciones que conforman el cuadro denominado
discinesia tardía. Al alterar los circuitos que habilitan para los comportamientos de atención, de anticipación
de las recompensas, y los dirigidos a una meta, pueden de hecho deteriorar de manera definitiva esos
circuitos e incapacitar para esos comportamientos. Varios estudios citados por Gotszche muestran de manera
fehaciente que estos fármacos reducen además el tamaño del cerebro: «Matan las neuronas con tanta
efectividad que se ha llegado a estudiar su uso para el tratamiento de tumores cerebrales».
Las benzodiacepinas tienen efectos negativos en los procesos de memoria y aprendizaje. Provocan
también somnolencia, debilidad muscular, reducción de la capacidad de atención, de memoria y de acción,
pueden producir también lesiones cerebrales crónicas y aumentan el riesgo de sufrir demencia. El consumo
habitual de ansiolíticos produce también tolerancia, lo cual supone que llegan a perder su efectividad y se
tiene que aumentar la dosis para obtener los mismos efectos. Por otra parte, al inducir el sueño
farmacológicamente, hacen que se inhiban y se hagan «perezosos» los mecanismos que inducen el sueño de
manera natural, con lo que el dormir se hace cada vez más difícil.
Los antidepresivos tricíclicos tienen efectos anticolinérgicos, es decir, son antagonistas de las acciones de

218
la acetilcolina, lo cual explica muchos de sus efectos nocivos, como visión borrosa, sequedad de boca,
estreñimiento, retención urinaria, hipotensión, arritmias cardíacas que pueden llevar a la parada cardíaca.
Algunos antidepresivos tricíclicos tienen efectos sedativos y de somnolencia similares a los de los
neurolépticos porque bloquean la actividad de la dopamina. También pueden causar impotencia, retraso del
orgasmo y disminución del deseo sexual, lo cual agrava la desgana previa.
A pesar de que la doctrina psicopatológica habla del supuesto desequilibrio de la serotonina cerebral, lo
cierto es que la mayor parte de la serotonina del organismo está en el aparato digestivo, y no en el cerebro.
Por eso, no es extraño que los fármacos que bloquean la recaptación de la serotonina, como la fluoxetina,
alteren y desarreglen el funcionamiento intestinal produciendo náuseas, vómitos, diarrea y dolor abdominal,
además de causar disfunciones sexuales, por lo que algunos los llaman «antisexuales» más que
antidepresivos. Además, al igual que los neurolépticos, inhiben la transmisión de dopamina y por eso pueden
provocar también la discinesia tardía. Aunque habitualmente producen sedación, tienen en algunas personas
efectos estimulantes similares a los de la cocaína o las anfetaminas y provocan un estado de agitación e
inquietud extrema similar a la acatisia que producen los neurolépeticos.
La acatisia resulta una experiencia perturbadora e insoportable porque es difícil de controlar, desconcierta
a quienes la viven y agrava su desesperación, pues comprueban que su experiencia depresiva no solo no se
mitiga sino que les expone a estas experiencias tan perturbadoras. Algunas investigaciones señalan que la
agitación de la acatisia es tan perturbadora que podría hacer perder el control y aumentar el riesgo de
autolesiones, actos compulsivos y violentos hacia otras personas e incluso conductas suicidas.

Muy a menudo se enmascaran, se ocultan, se minimizan o sencillamente se niegan


estos efectos nocivos atribuyéndolos no al fármaco, sino a un supuesto empeoramiento o
una supuesta recaída de la «psicopatología» que supuestamente se padece, tratando de
mantener vivo así el mito de la «eficacia terapéutica» y de ponerse a salvo de posibles
acusaciones por el uso de fármacos tan nocivos. Ello puede hacer que se suban las dosis
o que se prescriban otros fármacos para neutralizar los efectos nocivos, en una peligrosa
espiral de sobremedicación y de interacciones farmacológicas nocivas. Quienes se
encuentran en esta situación pueden acabar creyendo que su situación ha empeorado, lo
que agrava su desesperanza, y que están condenados a tomar pastillas indefinidamente.
Debido a estos efectos nocivos, muchas personas deciden dejar de tomar los
fármacos, pues, aun en el caso de que estuvieran experimentando una sensación de
mejoría a corto plazo, esta no les compensa los efectos nocivos, y piensan que «es peor
el remedio que la enfermedad». Otras personas los siguen tomando a pesar de los efectos
nocivos en la creencia de que esos efectos nocivos son una «señal» de que los fármacos
«están actuando» y con la secreta esperanza de que acabarán «curando» la experiencia
depresiva, aunque en los casos en que se prescribe medicación de por vida se mata toda
esperanza.

Atrapados en la adicción y la dependencia

Aunque la doctrina psicopatológica a menudo lo oculta o lo niega, los psicofármacos


generan adicción y dependencia, como nos dicen los libros de farmacología y nos
recuerdan Joanna Moncrieff y Peter Gotszche, al igual que el alcohol, la nicotina o los
opiáceos, hasta el punto de que alguien puede llegar a decir «no puedo funcionar bien sin
ellos, es como una dependencia».

219
Son tantos los desarreglos que causan los psicofármacos en los mecanismos
fisiológicos normales de los neurotransmisores que, una vez instaurada la dependencia
de estas drogas, si se dejan de tomar se experimentan un efecto rebote o reacciones de
abstinencia o retirada, como ocurre con la dependencia del alcohol o de la nicotina, pues
el organismo tiene que hacer reajustes de nuevo para adaptarse al desajuste que le
supone ahora la retirada de la droga. Las reacciones son tanto más intensas cuanto más
rápidamente se haya suspendido el fármaco.
El aumento de receptores de la dopamina que habían provocado los fármacos neurolépticos como
compensación a la disminución de la concentración de dopamina hace que al suspenderse el fármaco de golpe
se produzca una grave reacción que se denomina «psicosis por supersensibilidad» y que ya no obedece al
aumento de la dosis. Cuando se retiran las benzodiacepinas, las neuronas se activan de manera incontrolada y
puede producirse un aumento de la ansiedad previa, agitación, insomnio, pesadillas, cambios de humor,
rigidez muscular y sensaciones desagradables como hormigueo, sopor y calambres.
La interrupción de los antidepresivos tricíclicos ocasiona náuseas, escalofríos, dolor muscular e insomnio,
y la de los inhibidores de la MAO, irritabilidad, agitación, trastornos del movimiento, insomnio o exceso de
sueño. La retirada de los fármacos que bloquean la recaptación de la serotonina provoca mareo, confusión,
insomnio, pesadillas, irritabilidad, dolores musculares, agitación, empeoramiento del estado de ánimo y
excesiva somnolencia, reacciones que pueden persistir años después de la retirada.

Todas estas reacciones constituyen una importante fuente de estrés que produce
ansiedad e irritación. Entonces vuelve a funcionar el reforzamiento negativo: elimino
este malestar tomando más pastillas, pero me expongo así a volver a sentir el mismo
malestar y a tener que recurrir de nuevo a las pastillas para calmarlo, lo cual me hace
creer que «necesito seguir tomándolas» y me puede enganchar a los psicofármacos y a
sus efectos nocivos toda la vida.

La falacia de la «cronicidad»

La doctrina psicopatológica reinterpreta estas reacciones no como reacciones de


abstinencia debidas al consumo del fármaco, sino como recaídas o agravamiento de la
supuesta psicopatología. De esta manera, además de enmascarar así el grave daño que
están produciendo y de eximirse de responsabilidad por estar causándolo, lo ahondan
todavía más cuando se prescribe un aumento de las dosis para «tratar» el supuesto
agravamiento. En todo caso, como al dejar de tomarlos se producen las reacciones de
abstinencia y estas se interpretan como un empeoramiento, se decide no dejar de
tomarlos y seguir usándolos.
De esta manera se prolonga y agrava la dependencia, contribuyendo a que la
experiencia depresiva se haya hecho en la actualidad más duradera y recurrente que
muchos años atrás y que haya aumentado de manera alarmante el número de personas
tratadas con antidepresivos e incapacitadas por diagnóstico de depresión. Si los fármacos
antidepresivos fueran realmente útiles y tuvieran de verdad la «eficacia terapéutica» que
se les pretende atribuir, esto no tendría que estar ocurriendo.

220
Por otra parte, en lugar de reconocer que esta «cronicidad» es en realidad un efecto
del uso de los fármacos, se la reinterpreta con la quimera de que «la depresión es una
enfermedad crónica y recurrente». Se crea de paso así también una nueva y falaz
justificación para el uso indefinido de los fármacos: «como es una enfermedad crónica,
hay que tratarla con fármacos de manera crónica», ignorando que la cronicidad la está
creando precisamente el uso de los fármacos. Los daños que en lo sucesivo pudieran
aparecer por su uso crónico siempre se podrán encubrir achacándolos a la «enfermedad
crónica».

LAS PASTILLAS NO ENJUGARÁN MIS LÁGRIMAS

Si las lágrimas de mis penas no brotan de un supuesto


desequilibrio de los neurotransmisores, sino que brotan de
las pérdidas, los abandonos, los fracasos y los golpes duros
de la vida que se han abatido sobre mí, tampoco las enjugará
una pastilla que supuestamente reequilibra el supuesto
desequilibrio y que en realidad altera el delicado equilibrio
normal de mis neurotransmisores. No me arrebatarán las
pastillas la capacidad que como ser humano tengo de sentir
el impacto de una pérdida o un golpe duro y de
entristecerme, de sentir miedo y dolor, de llorar, de sufrir.
Tampoco las pastillas reorganizarán la desorganización
que han producido en mi vida las pérdidas, tampoco me
ayudarán a resolver el dilema que vivo entre seguir en la
inercia o activarme, a reparar el abatimiento, la postración, la
desgana, la indefensión y la desesperanza que me produce la
carga que soporto, a resolver el conflicto interpersonal que
me está abrumando y deprimiendo, a retomar mi actividad laboral después de un
desempleo de larga duración. Tampoco serán las pastillas las que me abrirán la caja de
Pandora para recuperar la esperanza.

No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto

Mis glándulas lagrimales son copartícipes anatómicos y fisiológicos de mi llanto,


pero no son la causa de mi aflicción y de mi llanto, decíamos. Por eso no me propongo
atacar mis glándulas lagrimales como solución para dejar de derramar lágrimas y mitigar
la pena de la pérdida y para resolver todos los trastornos que la pérdida me está
acarreando.
¿Por qué, sin embargo, tendría que alterar las neuronas y los neurotransmisores que

221
intervienen en mi experiencia depresiva pero que no son su causa? Si atacar a mis
glándulas lagrimales para aliviar mi llanto no es la solución de las tribulaciones y las
penalidades que me hacen llorar, atacar a mis neuronas y a mis neurotransmisores
tampoco es la solución de la crisis existencial de mi experiencia depresiva.
Por eso si ya estoy tomando pastillas y he decidido continuar tomándolas, me
conviene asegurarme de que no me arrebaten la potestad de gobierno de mi propia vida
con el pretexto de que ellas «resolverán mis problemas» y pedir información veraz
acerca de sus efectos nocivos a corto y a largo plazo. Si creo que me están aportando
algún beneficio, puedo considerar en qué medida las sugerencias de este libro me pueden
aportar los mismos beneficios sin los efectos nocivos de las pastillas.
Si estoy pensando en liberarme de los efectos nocivos de las pastillas y dejarlas, me
conviene hacer la retirada de manera gradual para minimizar las reacciones de
abstinencia, con el apoyo del profesional que me las ha prescrito o de otro profesional
que esté dispuesto a apoyar mi decisión.

Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza

Cualquiera que sea la decisión que esté dispuesto a tomar, me conviene en todo caso
recordar que yo puedo hacer frente con mis obras al impacto de las tribulaciones y
penalidades que me han abocado a la crisis existencial de mi experiencia depresiva y
navegar con esperanza, como Bombard y como Ulises, hacia la tierra prometida de los
valores y objetivos que pueden dar sentido a mi vida, sin dejar ese encargo y ese poder
en manos de la serotonina y de los psicofármacos.
Y si decido recurrir a la ayuda profesional, esa ayuda será tanto más eficaz cuanto
más sensible sea al significado biográfico que las pérdidas, los fracasos y los golpes
duros han tenido y están teniendo en mi vida, cuanta más empatía y benevolencia
muestre hacia mi miedo, mi tristeza, mi dolor y mi sufrimiento, cuanto más me ayude a
salir de mi inhibición, mi inmovilismo y mi parálisis, cuanto más preserve y fortalezca
mi capacidad de acción para gobernar el timón de mi vida, cuanta más esperanza sea
capaz de infundirme.

222
Edición en formato digital: 2019

Director: Francisco J. Labrador

© Ernesto López Méndez, Miguel Costa Cabanillas


© Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S.A.), 2019
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
piramide@anaya.es

ISBN ebook: 978-84-368-4102-2

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio
y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar,
sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
Conversión a formato digital: REGA

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223
Índice
Prólogo 9
Introducción. De la melancolía a la esperanza 15
Los vapores de la bilis negra y la melancolía 15
El desequilibrio de los humores y el predominio de la bilis negra 16
A don Quijote la bilis negra le secó el cerebro 17
Los vapores de la bilis negra oscurecen la razón y dan miedo y tristeza 18
Saturno es frío y seco como la bilis negra 18
La melancolía y el sentimiento de lo sublime 19
Sangrías, purgantes y aires calientes y perfumados 20
Satán, Adán y Eva y la melancolía universal 21
La esperanza de la tierra prometida 22
Recuperar el rumbo y dar sentido a mi vida 23
La decisión está en mis manos 23
Este libro puede ser un mentor para mí 24
1. Pesos y pesadumbres, penalidades y penas 26
El abc de mi experiencia depresiva 26
Soy un patrimonio de la humanidad único 26
Soy lo que he sido, no puedo borrar mi historia 27
Mi experiencia depresiva está inscrita en mi historia 29
Una sombra que está en todo: mi experiencia depresiva inmersa en las
29
circunstancias del mundo
Me encuentro viviendo mi experiencia depresiva en dos zonas fronterizas 31
Mi tristeza y mi desesperanza no son síntomas de una psicopatología 33
Los pesos que me apesadumbran y las penalidades que me apenan 34
No volverán las oscuras golondrinas: cuando se pierde un amor 35
La búsqueda sin esperanza de un nosotros hospitalario 35
Al verse vencido, don Quijote se muere de melancolía 36
¿Y ahora qué?: sin la meta dulce que alimentaba mi esperanza 37
Las pérdidas de la enfermedad: ya no dispongo de mí mismo 37
El duelo de la muerte 38
Una experiencia depresiva por imitación 39
¿Por qué me deprimen las pérdidas y los fracasos? 39
Revivir las pérdidas y prolongarlas 39

224
Anclado en el pasado: recuerdos que pesan más que rocas 40
El significado de lo que he perdido 40
Mi vida se desordena, se trastorna 45
Duelo por mí pues me pierdo a mí mismo 46
Llevo una racha muy mala, se me junta todo 47
Pérdidas acumuladas 47
La incertidumbre: ¡si al menos supiera lo que va a pasar! 48
Imprevisible, impredecible, inesperado: siempre estoy en guardia 48
Conflictos deprimentes: no sé a qué atenerme, estoy hecho un lío 49
La pesadumbre de los pesos y la pena de las penalidades 50
Mis emociones son ecos de la vida 50
Dolor, sufrimiento, duelo y desconsuelo 51
La triste Dama de la melancolía 52
La elocuencia de los suspiros y las lágrimas 53
El agotamiento de la esperanza y el futuro como nebulosa 54
Me siento vacío porque he perdido lo que me llenaba 55
«Caminito que el tiempo ha borrado»: sentimientos de ausencia 55
Saudade: reminiscencias dulces y amargas 55
Miedo y ansiedad ante una amenaza 56
Angustia y congoja que me oprimen 56
Atado al pasado por la culpa y el pesar 57
Avergonzado: «¡tierra, trágame!» 58
Desganado y sin apetito 59
¿Y ahora qué hago? 59
2. No tengo ganas de hacer nada 60
Obras son amores: la primacía de las obras y sus consecuencias 60
Obras con intención y significado en un proyecto de vida 60
Propósitos y esperanzas de futuro 62
Pérdidas, inhibición y parálisis 62
Dos pérdidas, dos ausencias, dos tristezas y una vida sin alicientes 62
El estrés de la pérdida me hace insensible al placer 64
¡Qué castigo, qué golpe brutal! 64
Escapo, evito, «aguanto el chaparrón» 64
Se me quitan las ganas, no encuentro placer en nada 65
Repliegue, aislamiento y soledad 68

225
Aburrimiento y oportunidades perdidas 68
Esfuerzos vanos, desesperantes y tristes 69
Desvalimiento y desesperanza 69
Choques y cargas insoportables e incontrolables 70
Expectativas pesimistas: las cosas no van a cambiar 74
Coacciones y vejaciones sin escapatoria: una experiencia depresiva
75
compartida
Sentirse acorralado y sin salida: una profunda indefensión 76
Los beneficios de la inhibición y del inmovilismo 77
La inhibición y el inmovilismo me dan seguridad y me defienden 77
La inhibición y el inmovilismo se refuerzan 78
Me niego a perder lo perdido y a dejar la tristeza 80
Me comunico con mi experiencia depresiva 80
Estoy inacabado, no soy cosa hecha, me queda el porvenir 83
3. Liberar la esperanza para salir del desvalimiento, la inhibición y
85
la parálisis
Soy también lo que no soy todavía y puedo llegar a ser 85
No me devora el pasado, me queda el porvenir 85
El relato completo de mi biografía está por escribir en la nueva era 86
Soy menesteroso, inestable y múltiple 87
«Es linda cosa esperar»: la urdimbre que teje el pasado con el futuro 87
Hacer emerger la esperanza del pozo de la melancolía 88
Si me siento vacío, ya solo puedo empezar a llenarme 88
Mi corazón espera otro milagro de la primavera 89
Esperar con asombro lo desconocido 90
Entre el pasado y el porvenir, entre la memoria y la esperanza 91
Soy transeúnte en el tiempo, aprovechando el tiempo, sin dejarlo escapar 93
Una esperanza afincada en las obras 94
Salir de la parálisis, hacerme cargo y desplegar las alas 94
Ya solo puedo ganar, si he tocado fondo ya solo puedo subir 95
El poder recuperador y liberador de la resiliencia 96
¿Cómo empezar? 96
4. Ama tu alegría y ama tu tristeza 105
El vino hará olvidar las penas del amor 105
«Quítate eso de la cabeza, haz por olvidar» 106

226
El alivio de la evitación y el precio que pago 109
Un vano intento: como pedirle al viento que deje de soplar 110
Emprendo el camino de la aceptación liberadora 111
Acepto y tomo distancia 131
5. Pensamientos deprimentes o esperanzadores 134
El poder de convocatoria de las palabras y sus verdades y mentiras 134
Hablo conmigo mismo en silencio 135
Ensimismado en mis monólogos depresivos 136
De cháchara conmigo mismo 136
Monólogos que nacen en los diálogos 138
Me lo tomo al pie de la letra 138
Debo dar la talla: autoexigencias perfeccionistas que angustian y deprimen 140
Dudas y preocupaciones desesperantes y agotadoras 141
Aves de mal agüero descorazonadoras 142
Monólogos obsesivos que me encadenan 144
Salir del ensimismamiento de mis monólogos 145
6. Obras son amores 160
Un broquel que me protege pero que me paraliza 160
Recorro el camino de la reactivación liberadora y creativa 161
7. Seres de carne y hueso, sed de carne y vida 190
Mi experiencia depresiva. una experiencia conmovedora 190
El papel coordinador del sistema nervioso 190
Más sinapsis en el encéfalo que estrellas en la galaxia 191
Tengo una puerta abierta al mundo y un corazón biológico de mis
194
emociones
Una descarga de adrenalina y noradrenalina 195
Una descarga de cortisol en el estrés de las pérdidas y los fracasos 195
El impacto de una experiencia depresiva duradera 196
Necesarios, pero no suficientes 197
Las glándulas lagrimales no causan mi llanto ni la amígdala mi ansiedad 197
Plasticidad: yo muevo mis neuronas 198
La quimera de la doctrina psicopatológica 200
El estancamiento de la sangre y la debilidad de los nervios 200
De la quimera de la bilis negra a la quimera del desequilibrio de los
201
neurotransmisores

227
El drama de la vida convertido en drama cerebral 201
Una búsqueda desalentadora: ni rastro de patología 203
Los potenciales de acción no causan mi experiencia depresiva 204
Las neuronas no son unos grandes almacenes 205
Un «cuento» que abusa de la credulidad 205
¿Una tristeza sin motivo?: una tapadera para la ignorancia 206
Un «misterio antropológico» y un «enigma psicológico» 207
La psicopatología: una profesión de fe y una patología inventada 207
Entre el dicho y el hecho hay un gran trecho 208
Una declaración inútil 209
Explicaciones circulares y ficciones explicativas 209
Atacar al cerebro para atacar la melancolía y la depresión 210
Del eléboro a la fluoxetina: el simulacro terapéutico de los psicofármacos 210
Un simulacro de «tratamiento curativo» 211
Los psicofármacos no son como la penicilina o la insulina 212
La presión de la propaganda: tan sencillo como tomarse una pastilla 214
La falacia de la «eficacia terapéutica» 215
La eficacia de las pastillas de pega 216
La recuperación espontánea 216
No hay reequilibrio, sino iatrogenia y nocividad 217
Un desastre de salud pública, no un «alimento del sistema nervioso» 217
Efectos nocivos de los psicofármacos 218
Atrapados en la adicción y la dependencia 219
La falacia de la «cronicidad» 220
Las pastillas no enjugarán mis lágrimas 221
No ataco a mis glándulas lagrimales para aliviar mi llanto 221
Preservar mi capacidad de afrontamiento y mi esperanza 222
Créditos 223

228

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