Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
324-Texto Del Artículo-1360-1-10-20190114 PDF
324-Texto Del Artículo-1360-1-10-20190114 PDF
• Pedro Paunero •
74
Para Hugo Lara y Sergio Raúl López
75
La intervención de Arreola en Del olvido al no me acuerdo (1999), la
película que Juan Carlos Rulfo dedicara a su padre, vuelve a poner al “hom-
bre del libro” como una referencia entre lo feérico y la misma materia lite-
raria: “porque tratándose de Juan, todo se envuelve en leyenda, en un aura
mágica”. Una sucesión de personajes rulfianos desfila por el metraje, relle-
nando con fantasmas las lagunas de sus recuerdos. Arreola expresa: “No nos
contó nunca nada, acerca de su familia, de su origen. Y eso del origen es muy
curioso”. Y sigue, en tono confesional, penetrando en la geografía de la le-
yenda: “Un día yo obtuve una confesión muy hermosa de Juan, que me dijo,
mira, te voy a contar la verdad, yo nací en esa barranca que tú conoces…”
Será otra geografía la que entonces recorra. La de la letra impresa y de la
voz, en sus continuas apariciones en televisión.
El origen del asombro que el cine, un tipo de arte nueva y evocadora,
provocara en los escritores, se remonta a otro territorio inestable. Serguéi
Eisenstein se lo atribuyó al victoriano Charles Dickens, cuatro décadas an-
tes de la invención del cine por los hermanos Lumière. En el ensayo Dickens,
Griffith y el film de hoy (1944), el genio ruso interpreta y aúna pasajes com-
pletos de las obras de Dickens con la estética y la técnica utilizadas en los
filmes de D. W. Griffith, ya que éste aseguraba haber aprendido la manera
de contraponer una escena a otra, al haber leído las novelas de Dickens. Así,
en la primera frase, la del comienzo de la novela corta El grillo del hogar
(1845)1, descubre, ante sus ojos expertos y sobre todo capaces de discriminar
cualquier otra interpretación de la descripción, un primer plano cinema-
tográfico típico: “La olla lo empezó. No necesito que me contéis lo que la
señora Peerybingle dijera; yo me entiendo. Dejad que la señora Peerybingle
se pase hasta la consumación de los siglos asegurando la imposibilidad de
decidir cuál empezó: yo digo que fue la olla. Tengo motivos para saberlo. La
olla empezó cinco minutos antes que el grillo, según el relojito holandés de
cuadrante barnizado situado en el rincón”.
Nosotros, tras abrir los ojos ante la visión eisensteiniana de ese pri-
mer plano, ya podemos escuchar (en off) en nuestros oídos lectores, y vueltos
a la vez espectadores de un cine emanado desde la página impresa, el resto
del párrafo: “No necesito que me contéis lo que la señora Peerybingle dijera;
yo me entiendo”, a la vez que vemos la cámara moverse hacia el reloj en el
rincón. Literatura. Y cine avant la lettre.
Alfonso Reyes, uno de los cinco padres fundacionales de la crítica de
cine , emplea una deliberada técnica cinematográfica en su célebre cuento
2
La cena (1910):
“Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha
parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los
relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bai-
laban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sem-
brados arriates, cuya verdura, a la luz de artificial de la noche, cobraba una
1
Sara Poot Herrera encuentra similitudes entre El guardagujas, cuento de Arreola del que
trataremos más adelante y El guardavías de Dickens en su ensayo Un giro en espiral: el pro-
yecto literario de Juan José Arreola. Universidad de Guadalajara, México, 1992; 238 pp.
2
Con el español Federico de Onís, el estadounidense Phillipe H. Welche, el francés Louis
Delluc y el mexicano Martín Luis Guzmán. A estos nombres habría que añadir el entusias-
mo de Horacio Quiroga por el cine, al cual dedicó un pionero libro teórico Arte y lenguaje
del cine (1918) y dos cuentos ejemplares Miss Dorothy Phillips, mi esposa (1919) y El vampi-
ro (1927) cuya historia descansa sobre la meta realidad que películas como La rosa púrpura
del Cairo (Woody Allen, 1985) y El último Gran Héroe (John McTiernan, 1993) tratarían
mucho tiempo después.
76
elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si
en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación
interior, cuatro redondas esperas de reloj”.
Arreola con “El guardagujas” (Confabulario, 1952), durante el diálogo
que se entabla entre el kafkiano “viejecillo” de la estación, el guardagujas
del título (que el mismo interpretara en una adaptación televisiva), y el fo-
rastero ansioso por partir en el tren, describe un inquietante trampantojo,
que no es otra cosa que un engaño de naturaleza cinematográfica, en la que
se ven atrapados los viajeros: “(…) Si mira usted por las ventanillas, está ex-
puesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provis-
tas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo
de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos,
operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos,
que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido sema-
nas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de
los cristales”.
Arreola, traductor de El cine, su historia y su técnica del legendario
Georges Sadoul (1950)3, restablece los lineamientos del pacto diabólico en
“Un pacto con el diablo”, un cuento de naturaleza meta cinematográfica que
funciona a través de su multidireccionalidad. El narrador, que llega cuando
la película ya ha comenzado, pide que el hombre distinguido que ocupa el
asiento contiguo, le cuente la trama hasta ese momento:
77
cenario, mismo que hace suspirar a la enloquecida Gloria Swanson en Sun-
set Boulevard (Billy Wilder, 1950), y a la vieja y grotesca Bette Davis de la
granguiñolesca What Ever Happened to Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962),
se materializa en una pesadilla de celuloide en el episodio de The Twilight
Zone titulado “The sixteen millimeter shrine” 5 (dir. Mitchell Leisen), con su
protagonista, Barbara Jean Trenton (Ida Lupino), capaz de evocar los pode-
res vampíricos de los cuentos de Horacio Quiroga y del Retrato oval de Ed-
gar Allan Poe. La sintética mujer fabricada en “Plastisex” del Anuncio (1961)
de Arreola, funciona en dirección contraria y se adelanta a los replicantes
femeninos de la generación Nexus 6 de la Blade Runner de Rydley Scott.
Su inmortalidad no descansa en el paso por el mágico portal que supone la
pantalla del cine, por el cual se entra o se sale hacia la cuarta pared, sino en
su tangibilidad erótica capaz de reproducir cualquier beldad de la pantalla:
“(…) técnicos en cibernética y electrónica, pueden desatar para usted una
momia de la decimoctava dinastía o sacarle de la tina a la más rutilante es-
trella de cine, salpicada todavía por el agua y las sales del baño matinal”.
Pero será “Hogares felices” (Palindroma, 1971) el cuento con el que
Arreola derrumbe verdaderamente la cuarta pared. En éste, la diégesis cine-
matográfica contamina el mundo “real” (el de los espectadores del cuento),
a la vez que los sucesos de este mundo penetran los de la pantalla.
Arreola va, y nos hace ver, más allá de la técnica cinematográfica ini-
cial de Alfonso Reyes en Corrido: “Hay en Zapotlán una plaza que le dicen
de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un
testerazo, partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos
de maíz”.
Una muchacha va por agua. Dos rivales se dirigen hacia ella, por las
calles paralelas: “Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el
destino, cada uno por su calle”.
El encuentro es inevitable: “La muchacha iba por agua y abrió la llave.
En ese momento los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose inte-
resados en lo mismo. Allí se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar
paso adelante. La mirada que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno
bajaba la vista.
—Oiga amigo, qué me mira.
—La vista es muy natural.
Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo
todo. Y ni un ai te va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron de-
sierta como adrede, la cosa iba a comenzar”.
Arreola retrata la atmósfera inconfundible de un duelo, en el más
puro estilo de un western cinematográfico. La mujer huye con su cántaro,
pero éste se cae y se hace pedazos. Se trata de un enfrentamiento primige-
nio. Dos machos compiten y se matan por una mujer, acusada, desde ya, de
“mancornadora”. A la manera de un guión, Arreola escribe, en presente con-
tinuo: “De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los
dos peleando por los destrozos del cántaro”.
5
Capítulo cuarto de la primera temporada, emitido el 23 de Octubre de 1959, escrito por Rod Serling.
78
Acaso en una especie de vengan-
za, para un autor acusado de misógino,
Arreola, comentador fantástico de “El
himen en México” (Palindroma, hiper-
texto basado en la obra del estudiante
de medicina Francisco A. Flores, que
data de 1885), recordaría aquel per-
turbador beso con Diana Mariscal,
de quien, dicen, se prendó de tal
manera que quiso proponerle
matrimonio, y escribiría que la
actriz, después de perdonarlo,
le proporcionó su número te-
lefónico. Arreola, en un sue-
ño en el que era conducido
por Virgilio, la llamó. Pero
ella jamás contestó.
“La mujer que amé se
ha convertido en fantasma.
Yo soy el lugar de sus apari-
ciones”.
79