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El hombre del libro:

la varia intervención de Juan José Arreola en el cine

• Pedro Paunero •

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Para Hugo Lara y Sergio Raúl López

J uan José Arreola es el “hombre elegante con un libro” de la película ini-


ciática de Alejandro Jodorowsky, Fando y Lis (1968). En una escena, su per-
sonaje, vestido con chaleco y saco, un bombín y un libro en la mano, tenía
que descender en una especie de cráter; ante esto, Arreola preocupado pidió
que su hijo le llevara, por si moría, su “alforja de libros, bombones y coñac”.
En el texto con el que finaliza su Narrativa completa (Alfaguara, 1997), reme-
mora, a la manera de divertidas notas de producción en un recuento forma-
do de daños y asombros, su breve paso como actor de cine, y el accidentado
viaje hacia las ignotas locaciones elegidas para el rodaje, en un Volkswagen
conducido por Jodorowsky (a quien Arreola llamará en adelante “Alexandro
el Grande”).
Arreola se hace acompañar de su hijo Orso, hecho que no le cae nada
bien a un Jodorowsky que llega tarde a la cita. Con hambre, y sin saber a cien-
cia cierta dónde se dirigen, Arreola descubre, embelesado, a una mujer ru-
bia en el asiento trasero, por lo cual termina con dolor de cuello de tanto vol-
tear. Debido a la incomodidad, decide continuar a pie, hasta ese “paisaje de
Marte” poblado de cerdos donde se filmaría la película. A la rubia inválida,
Lis (Diana Mariscal), debía cargarla en brazos, a lo largo de varias escenas,
su pareja, Fando (Sergio Kleiner). Los implicados en la producción sufren
en silencio durante la filmación y Arreola atestigua el estoicismo, rayano en
una admiración casi divina, que todos los actores demuestran por el direc-
tor. Fando toca su tambor, grita, invita a los hombres a acariciar a Lis. Jodo-
rowsky grazna imperativamente: “¡Quítenle la ropa! ¡Acarícienla! ¡Uno tras
otro! Y tú… ¡No te defiendas! Ahora bésenla… bésenla en la boca…”
Arreola, con un lejano estilo chaplinesco, pero sobre todo aureolado
en el pánico provocado por Jodorowsky, obedece. “Si me hubiera dicho má-
tala, la habría matado”, asegura el escritor que, acaso envuelto en un miedo
que no quisiera reconocer, ya anciano y a muchas décadas de distancia, pre-
texta que lo ha hecho “porque así estaba escrito”. El “hombre del libro” besa
a Lis, pero Juan José Arreola se queda pegado a los labios de Diana Mariscal
y cae, efímero, en el abismo jodorowskiano. Se escinde. Es el literato, a la vez
que la criatura pánica. Arreola, el actor teatral de Bellas Artes, ha sobrepasa-
do todos los límites. La distancia temporal es, así mismo, frontera: “Escribo
para entender lo que ha pasado. De la angustia me despeñé a la euforia. No
en vano ‘Alexandro el Grande’ me llevó a un desfiladero”.
Lo demás, aunque parece leyenda, es verdad. La película se exhibió
el 17 de noviembre de 1968 como parte del programa de la XI Reseña Inter-
nacional de Acapulco. Es cierto que, al finalizar su exhibición, Emilio “el
indio” Fernández se levantó de entre el público y amenazó de muerte a Jo-
dorowsky. También es verdad que Roman Polanski defendió su derecho a
ser exhibida, aunque no estuviera de acuerdo con los motivos de la película.
Y que, tanto la cinta, como su director, con este acto de repulsa, similar al
que experimentara Luis Buñuel durante el pase de L’âge d’or (1930) en París,
en la que el público destrozó la sala, alcanzaron el estatus de culto. La cine-
matografía de Fando y Lis correría a cargo de Rafael Corkidi, quien sería
responsable de dirigir Murmullos (1991), adaptación de la única novela de
Arreola, La feria (1963), constituida precisamente por murmullos, por coros
de voces simultáneas.

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La intervención de Arreola en Del olvido al no me acuerdo (1999), la
película que Juan Carlos Rulfo dedicara a su padre, vuelve a poner al “hom-
bre del libro” como una referencia entre lo feérico y la misma materia lite-
raria: “porque tratándose de Juan, todo se envuelve en leyenda, en un aura
mágica”. Una sucesión de personajes rulfianos desfila por el metraje, relle-
nando con fantasmas las lagunas de sus recuerdos. Arreola expresa: “No nos
contó nunca nada, acerca de su familia, de su origen. Y eso del origen es muy
curioso”. Y sigue, en tono confesional, penetrando en la geografía de la le-
yenda: “Un día yo obtuve una confesión muy hermosa de Juan, que me dijo,
mira, te voy a contar la verdad, yo nací en esa barranca que tú conoces…”
Será otra geografía la que entonces recorra. La de la letra impresa y de la
voz, en sus continuas apariciones en televisión.
El origen del asombro que el cine, un tipo de arte nueva y evocadora,
provocara en los escritores, se remonta a otro territorio inestable. Serguéi
Eisenstein se lo atribuyó al victoriano Charles Dickens, cuatro décadas an-
tes de la invención del cine por los hermanos Lumière. En el ensayo Dickens,
Griffith y el film de hoy (1944), el genio ruso interpreta y aúna pasajes com-
pletos de las obras de Dickens con la estética y la técnica utilizadas en los
filmes de D. W. Griffith, ya que éste aseguraba haber aprendido la manera
de contraponer una escena a otra, al haber leído las novelas de Dickens. Así,
en la primera frase, la del comienzo de la novela corta El grillo del hogar
(1845)1, descubre, ante sus ojos expertos y sobre todo capaces de discriminar
cualquier otra interpretación de la descripción, un primer plano cinema-
tográfico típico: “La olla lo empezó. No necesito que me contéis lo que la
señora Peerybingle dijera; yo me entiendo. Dejad que la señora Peerybingle
se pase hasta la consumación de los siglos asegurando la imposibilidad de
decidir cuál empezó: yo digo que fue la olla. Tengo motivos para saberlo. La
olla empezó cinco minutos antes que el grillo, según el relojito holandés de
cuadrante barnizado situado en el rincón”.
Nosotros, tras abrir los ojos ante la visión eisensteiniana de ese pri-
mer plano, ya podemos escuchar (en off) en nuestros oídos lectores, y vueltos
a la vez espectadores de un cine emanado desde la página impresa, el resto
del párrafo: “No necesito que me contéis lo que la señora Peerybingle dijera;
yo me entiendo”, a la vez que vemos la cámara moverse hacia el reloj en el
rincón. Literatura. Y cine avant la lettre.
Alfonso Reyes, uno de los cinco padres fundacionales de la crítica de
cine , emplea una deliberada técnica cinematográfica en su célebre cuento
2

La cena (1910):
“Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha
parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los
relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bai-
laban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sem-
brados arriates, cuya verdura, a la luz de artificial de la noche, cobraba una
1
Sara Poot Herrera encuentra similitudes entre El guardagujas, cuento de Arreola del que
trataremos más adelante y El guardavías de Dickens en su ensayo Un giro en espiral: el pro-
yecto literario de Juan José Arreola. Universidad de Guadalajara, México, 1992; 238 pp.
2
Con el español Federico de Onís, el estadounidense Phillipe H. Welche, el francés Louis
Delluc y el mexicano Martín Luis Guzmán. A estos nombres habría que añadir el entusias-
mo de Horacio Quiroga por el cine, al cual dedicó un pionero libro teórico Arte y lenguaje
del cine (1918) y dos cuentos ejemplares Miss Dorothy Phillips, mi esposa (1919) y El vampi-
ro (1927) cuya historia descansa sobre la meta realidad que películas como La rosa púrpura
del Cairo (Woody Allen, 1985) y El último Gran Héroe (John McTiernan, 1993) tratarían
mucho tiempo después.

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elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si
en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación
interior, cuatro redondas esperas de reloj”.
Arreola con “El guardagujas” (Confabulario, 1952), durante el diálogo
que se entabla entre el kafkiano “viejecillo” de la estación, el guardagujas
del título (que el mismo interpretara en una adaptación televisiva), y el fo-
rastero ansioso por partir en el tren, describe un inquietante trampantojo,
que no es otra cosa que un engaño de naturaleza cinematográfica, en la que
se ven atrapados los viajeros: “(…) Si mira usted por las ventanillas, está ex-
puesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provis-
tas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo
de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos,
operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos,
que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido sema-
nas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de
los cristales”.
Arreola, traductor de El cine, su historia y su técnica del legendario
Georges Sadoul (1950)3, restablece los lineamientos del pacto diabólico en
“Un pacto con el diablo”, un cuento de naturaleza meta cinematográfica que
funciona a través de su multidireccionalidad. El narrador, que llega cuando
la película ya ha comenzado, pide que el hombre distinguido que ocupa el
asiento contiguo, le cuente la trama hasta ese momento:

“—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el


diablo.
—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría ex-
plicármelas?
—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la rique-
za a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.”

La película que ambos personajes ven, y cuyo título se omite en la


narración, se trata de All That Money Can Buy (aka. The Devil and Daniel
Webster) dirigida por William Dieterle en 19414. En esta trama onírica el na-
rrador, cuyo vecino de butaca no podía ser otro que el mismo Mefistófeles,
comienza, paulatinamente, a identificarse con el Daniel Brown de la pan-
talla y casi cede ante la tentación de pactar con el demonio. Graham Gree-
ne, activo guionista para Hollywood, había narrado, en Una salita cerca de
la calle Edgware, el encuentro de un hombre atormentado por apocalípti-
cas visiones sobre la católica anástasis de la carne, en una perdida sala de
cine donde se exhibe una inexplicable cinta muda, con un recién llegado, de
modales pesados, y que parece conocer más sobre los detalles quirúrgicos
que caracterizan cualquier crimen, que las muertes artificiales mostradas
en la pantalla. La policía, mientras tanto, investiga un asesinato. El vecino
de butaca, un parlanchín que se siente identificado con la desangrada pro-
tagonista de la película, pues resulta ser el cadáver perdido que la policía es
incapaz de encontrar, repite las constantes lúdicas del acto meta diegético
propuesto por Arreola en Un pacto con el diablo.
El patético sueño de regreso a las viejas glorias de la pantalla y el es-
3
Y creador de una fantasía escrita en homenaje a Cecil B. de Mille, Starring: All People, en
la que Jesucristo recuerda sus años como actor en una película sobre su propia vida en la
que el mundo es el gran escenario de tan colosal producción.
4
Adaptación de “The Devil and Daniel Webster” (1937) de Stephen Vincent Benét.

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cenario, mismo que hace suspirar a la enloquecida Gloria Swanson en Sun-
set Boulevard (Billy Wilder, 1950), y a la vieja y grotesca Bette Davis de la
granguiñolesca What Ever Happened to Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962),
se materializa en una pesadilla de celuloide en el episodio de The Twilight
Zone titulado “The sixteen millimeter shrine” 5 (dir. Mitchell Leisen), con su
protagonista, Barbara Jean Trenton (Ida Lupino), capaz de evocar los pode-
res vampíricos de los cuentos de Horacio Quiroga y del Retrato oval de Ed-
gar Allan Poe. La sintética mujer fabricada en “Plastisex” del Anuncio (1961)
de Arreola, funciona en dirección contraria y se adelanta a los replicantes
femeninos de la generación Nexus 6 de la Blade Runner de Rydley Scott.
Su inmortalidad no descansa en el paso por el mágico portal que supone la
pantalla del cine, por el cual se entra o se sale hacia la cuarta pared, sino en
su tangibilidad erótica capaz de reproducir cualquier beldad de la pantalla:
“(…) técnicos en cibernética y electrónica, pueden desatar para usted una
momia de la decimoctava dinastía o sacarle de la tina a la más rutilante es-
trella de cine, salpicada todavía por el agua y las sales del baño matinal”.
Pero será “Hogares felices” (Palindroma, 1971) el cuento con el que
Arreola derrumbe verdaderamente la cuarta pared. En éste, la diégesis cine-
matográfica contamina el mundo “real” (el de los espectadores del cuento),
a la vez que los sucesos de este mundo penetran los de la pantalla.
Arreola va, y nos hace ver, más allá de la técnica cinematográfica ini-
cial de Alfonso Reyes en Corrido: “Hay en Zapotlán una plaza que le dicen
de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un
testerazo, partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos
de maíz”.
Una muchacha va por agua. Dos rivales se dirigen hacia ella, por las
calles paralelas: “Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el
destino, cada uno por su calle”.
El encuentro es inevitable: “La muchacha iba por agua y abrió la llave.
En ese momento los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose inte-
resados en lo mismo. Allí se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar
paso adelante. La mirada que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno
bajaba la vista.
—Oiga amigo, qué me mira.
—La vista es muy natural.
Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo
todo. Y ni un ai te va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron de-
sierta como adrede, la cosa iba a comenzar”.
Arreola retrata la atmósfera inconfundible de un duelo, en el más
puro estilo de un western cinematográfico. La mujer huye con su cántaro,
pero éste se cae y se hace pedazos. Se trata de un enfrentamiento primige-
nio. Dos machos compiten y se matan por una mujer, acusada, desde ya, de
“mancornadora”. A la manera de un guión, Arreola escribe, en presente con-
tinuo: “De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los
dos peleando por los destrozos del cántaro”.

5
Capítulo cuarto de la primera temporada, emitido el 23 de Octubre de 1959, escrito por Rod Serling.

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Acaso en una especie de vengan-
za, para un autor acusado de misógino,
Arreola, comentador fantástico de “El
himen en México” (Palindroma, hiper-
texto basado en la obra del estudiante
de medicina Francisco A. Flores, que
data de 1885), recordaría aquel per-
turbador beso con Diana Mariscal,
de quien, dicen, se prendó de tal
manera que quiso proponerle
matrimonio, y escribiría que la
actriz, después de perdonarlo,
le proporcionó su número te-
lefónico. Arreola, en un sue-
ño en el que era conducido
por Virgilio, la llamó. Pero
ella jamás contestó.
“La mujer que amé se
ha convertido en fantasma.
Yo soy el lugar de sus apari-
ciones”.

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