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La última copa

Eduardo Contreras Villablanca

Eraclio respiró hondo, sus ojos achinados contemplaban la


llanura desierta que pasaba por la ventana del tren. Sobre su
mesa, al ritmo del bamboleo, dentro de un vaso se mecía un
líquido blanquecino que podría ser pulque. Lo puso frente a
él, cada cierto tiempo levantaba la vista y lo miraba
aferrándolo para que el líquido no se derramara con el
zarandeo. El rostro de ella se le aparecía a través del vidrio.
Nunca había querido tanto a una mujer como a Ana, y sin
ella no viviría. Cuando la mató supo que la siguiente bala
debía ser para él, por eso horas atrás no había vacilado en
meterse el cañón en la boca, pero no quedaban municiones y
solo escuchó un burlón «click» al apretar el gatillo. Le pareció
que habían pasado días desde ese suceso hasta llegar a tomar
el tren de Chihuahua a Los Mochis, pero en realidad los
disparos habían sido esa misma mañana.

Sus cejas se fruncieron, dándole un aspecto hostil a su


rostro moreno. Calculó los tiros descargados en aquella
escena. El revolver tenía seis balas: había fallado en dos
ocasiones, al hijo de la chingada ese, el amante de Ana, le
dio por fin en la espalda mientras el tipo trataba de montar
su caballo y al verlo agonizar lo remató con dos tiros más.
Sí, la última bala fue para ella, cuando salió de casa
corriendo hacia ese miserable. La detuvo el impacto directo
en el corazón. Pinche vieja. Se había quedado un rato
contemplando la cabellera negra de la mujer que se
mezclaba con el charco de sangre sobre el polvo del
sendero. El viento hacia rodar un puñado de flores secas de
Diente de León. Fue entonces que intentó quitarse la vida
con el revolver que se había llevado la de Ana.

* Cuento ganador del concurso «Cuentos en movimiento» del año 2017.


Dando vueltas al vaso meditó. ¿Llegaría a Los Mochis? ¿O
terminaba de una vez con todo el asunto ahí mismo en el
coche-bar del tren? El vaivén del carro lo estaba mareando y se
le quitaban las ganas de seguir con el viaje. Se sacó el sombrero
cocula de pelo de liebre, y pasó sus dedos por un pelo negro y
tieso que no se dejaba alisar.

Eraclio recordó como esa mañana, después de comprobar


que había descargado completamente su arma, cabalgó hasta el
viejo roble y pasó una soga por la rama más gruesa: en un
extremo, el nudo mortal; el otro, lo ató al tronco. Puso la
cuerda en su cuello y le enterró las espuelas a su caballo, el
animal se largó a galopar y él sintió como se apretaba el nudo.
Vio al caballo alejándose mientras se balanceaba en el aire.
Cuando pensó que moriría, la rama se quebró, y él cayó al suelo.
Otra vez la muerte le era esquiva.

¿Por qué había decidido hacer el siguiente intento en el


tren? Solo entonces recordó que allí la había conocido años
atrás, en un viaje en el sentido contrario, desde Los Mochis a
Chihuahua. Este tercer intento, debía ser definitivo. Contempló
el vaso una vez más, la imagen de Ana desapareció del cristal.

Entonces, la puerta del bar se abrió de un golpe y varios


comensales se agacharon atemorizados sobre sus mesas.
Algunos corrieron fuera del coche-bar huyendo por la puerta
hacia sus asientos en los coches posteriores. Era El Chango, el
mandamás de los alrededores de Chihuahua. Por sobre el
alcalde, estaba su imperio del abigeato. No lo había visto en la
estación, y eso que no había tantos pasajeros esperando.

El Chango llevaba el Colt lustroso asomado desde la funda


que colgaba a un costado de su cadera. Caminó hacia la barra y
le quitó la botella de tequila a un parroquiano con aspecto de
gringo que trató de sonreírle desde su mesa. Se echó un trago
chorreándose los bigotes, hizo una mueca de asco y sin mediar
palabras quebró la botella en la cabeza del infeliz. «Esta
porquería sabe a meados», gritó. Todos clavaron aún más la
mirada en las tablas del suelo. En ese momento sonó el silbato
del tren como si fuera una campana que da inicio al combate de
boxeo.
Entonces, El Chango reparó en Eraclio, el único que no
desviaba la vista, más aun, había levantado la mirada desde su
vaso hacia los ojos del hombre vestido de charro. El Chango le
hizo una seña con las cejas: « ¿Te crees valiente?», le preguntó.
Eraclio no respondió y siguió observando los duros rasgos que
se atisbaban tras el bigote del cuatrero, que caminó lento hasta
llegar al borde de su mesa. Mirando desafiante al suicida, le
arrebató el vaso y se lo bebió al seco. « ¡A ver si me reclamas
por tu trago cabrón!», le gritó.

Recién entonces, los parroquianos conocieron el tono de voz


de Eraclio, uno más bien amargo con el que se quejó diciendo:
«No es mi día, primero pillo a mi mujer con otro, los mato, no
alcanzan las balas para pegarme un tiro, trato de colgarme y se
quiebra la rama del árbol, y ahora que intento envenenarme,
viene este canijo y se toma todo el arsénico que tenía».

Antes de terminar su frase los ojos de El Chango habían


comenzado a desorbitarse, unas arcadas que lo atacaron solo
sirvieron para acelerar su asfixia. Se derrumbó sobre la mesa
de unas cortesanas que gritaron asustadas. Los estertores de
rana diseccionada del hombrón finalizaron simultáneamente
con un suspiro desconsolado de Eraclio. Volvió a sonar el
silbato del tren como si diera por finalizadas las acciones.

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