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oculta
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Editores: Fundación Dr. Antonio Esteve
Idea original, textos y sugerencias de figuras de Sergio Erill

Título de la obra: La ciencia oculta


Nombre del propietario: Fundación Dr. Antonio Esteve
Copyright del texto: Fundación Dr. Antonio Esteve

Este libro ha sido editado cuidadosamente. Sin embargo, los editores, el autor y la editorial no
garantizan que no haya errores en la información contenida en este libro. Se avisa a los lectores
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Este libro ha sido editado gracias a la colaboración entre la Fundación Dr. Antonio Esteve
y Addenda sccl.

Agradecimientos: Pilar Felipe y Elisabet Serés.

Diseño, producción y revisión: Addenda, sccl

Depósito legal: B-10215-2017 '


ISBN: 978-84-945061-7-8

Impreso en Barcelona, Cataluña, España.


Impreso en papel libre de ácido.

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Introducción 5

ÍNDICE El atrevimiento de hacer ciencia 7


Remolques 15
El tejido y el señor victoriano 23
Del suelo al cielo... y un secuestro 31
Las montañas y el burka 39
Eclipses 47
El más pequeño de todos 55
De anillos y de dinero 63
Secretos y no tan secretos 71
Lego y palomitas 79
De la teoría a la práctica 87
¿Una película de espías? 95
Muelles y hélices 103
La medalla que no estaba 111
Jennifer... y John 119
Índice onomástico 126
Imágenes 127

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INTRODUCCIÓN La historia de la ciencia está llena de con-
tribuciones, importantes o no, de cuya autoría no
ha quedado huella. También hay, por supuesto, el
caso contrario, y nombres como Galileo, Newton,
Gauss o Einstein, por mencionar solo unos pocos,
casi forman parte del lenguaje de cada día. Si
repasamos la lista de los grandes héroes de la
ciencia, algo llama la atención: que prácticamen-
te no hay mujeres. Encontramos, naturalmente, el
nombre de Marie Curie, pero no nos damos cuen-
ta de que ha habido muchas otras científicas que
tuvieron que enfrentarse a todo tipo de dificulta-
des por su condición de mujeres, y que ha com-
portado que su papel haya quedado difuminado
o, incluso, oculto del todo. Esta recopilación pre-
tende sacar a la luz, a modo de ejemplo, la tarea
de unas científicas que alcanzaron hitos muy im-
portantes y que, si bien algunas vieron que su
trabajo era reconocido universalmente, otras fue-
ron olvidadas o relegadas a una zona de claros-
curos de la cual las queremos sacar.<

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El atrevimiento
de hacer ciencia

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La imagen de un libro junto a un fuego hace pensar en la que-
ma de libros que hicieron los nazis en Alemania, pero el carácter
antiguo de la página que aquí se muestra indica claramente que no
se trata de eso. Sin embargo, la cosa va de destrucción y de odio a
la ciencia, y si hay un caso suficientemente claro es el de Hipatia de
Alejandría. Hija del astrónomo Teón Alexandricus, aún hay dudas
sobre si nació en 355 o en 370, pero sabemos muy bien cuándo mu-
rió (en 415) y cómo fue su muerte. Para entenderla, deberemos con-
siderar lo que hizo durante su vida.

Hipatia fue un elemento clave de la comunidad científica de


Alejandría. Aunque lo que escribió se perdió a su muerte, sabemos
que colaboró con su padre en la edición de una nueva versión de los
Elementos de Euclides y en la revisión del Almagesto, de Ptolomeo.
Sabemos también que trabajó en geometría, álgebra y astronomía, y
que enseñó estas disciplinas, así como que discutió con sus discípu-
los las ideas de Platón y Aristóteles. Fruto de todo ello fueron sus
Comentarios sobre la Aritmética de Diofanto, el Comentario sobre
las secciones cónicas de Apolonio y el Canon astronómico. Además,
Hipatia construyó un astrolabio que mejoraba los modelos existentes,
así como un higrómetro.

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Es obvio que quedan pocos testimonios directos de su obra, y
esto va ligado en buena parte a las circunstancias de su muerte. En
el contexto de las luchas políticas entre las distintas facciones de las
iglesias cristianas, las autoridades eclesiásticas de Alejandría y el
poder imperial romano, no resulta muy extraño que el obispo Cirilo
acusara Hipatia de impedir que su discípulo, el prefecto Orestes,
«abrazara la fe verdadera». Bajo el impulso de Cirilo, un día, al volver
a casa después de sus disertaciones, Hipatia fue atacada por un
grupo de cristianos: la hicieron bajar de su carruaje, la arrastraron
desnuda por las calles y la mataron. Por si fuera poco, quemaron
después sus restos.

Es fácil ver en la historia de Hipatia una simple muestra de los


estragos del fanatismo religioso, pero surge una pregunta obligada,
a la que la historia posterior nos da sin duda una probable respues-
ta: ¿habría pasado lo mismo si Hipatia hubiera sido un hombre?<

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HIPATIA DE ALEJANDRÍA
355 (o 370)-415

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Remolques

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Si los remolques experimentaran emociones, probablemente
se sentirían frustrados de tener que ocupar un lugar secundario y
depender siempre de quienes tienen delante. En cualquier caso, no
pasa nada. Lo que importa es que las personas sí tienen sentimien-
tos, y un buen ejemplo de una subordinación de este tipo en ciencia
nos la proporciona una astrónoma alemana, Maria Margaretha Win-
kelmann, más conocida por su nombre de casada, Maria Kirch.

Maria Kirch nació en 1670 y, algo excepcional en aquel tiempo,


recibió de su padre la misma educación que si hubiera sido un chico.
Más adelante, estudió astronomía con Christoph Arnold, y llegó a
convertirse en su ayudante. A los 29 años se casó con otro astróno-
mo, Gottfried Kirch, y desde entonces la pareja trabajó siempre junta
y en pie de igualdad, aunque a ella todo el mundo la veía como una
ayudante.

Un momento clave en la producción científica de Maria Kirch fue


el descubrimiento en 1702 de un nuevo cometa, pero, al contrario de
lo que era costumbre en estos descubrimientos, el mérito se lo llevó
su marido. Este no reconoció la verdad hasta poco antes de su muer­
te, en 1710. Al quedar viuda, Maria Kirch intentó ocupar el lugar del
difunto en el Königliche Sternwarte zu Berlin, dado que habían traba-

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jado juntos y, de hecho, ella había hecho todo el trabajo durante la
enfermedad de su marido. A pesar de que recibió el apoyo de Leib-
nitz, entonces presidente de la Academia de Ciencias, su petición fue
rechazada. Un astrónomo con muy poca experiencia ocupó el pues-
to, y como era evidente que no era demasiado bueno, alguien en-
contró una solución: ponerle como ayudante a Maria Kirch...

Tras un paréntesis en el que Maria Kirch trabajó como instruc-


tora de los hijos de un aristócrata interesado por la astronomía, un
Kirch volvió a dirigir el Königliche Sternwarte: Christfried Kirch, el hijo
de Maria, que fue contratada, una vez más, como ayudante. Para más
inri, algunos miembros de la Academia de Ciencias se quejaron de
que esta mujer ocupara un lugar tan relevante en las visitas al obser-
vatorio, y fue obligada a dejar el trabajo, y la casa que por este mo-
tivo le correspondía.

Queda claro, pues, que la historia de Maria Kirch es bastante


triste, pero quizá podemos encontrar algo que ofrezca un final más
amable: el asteroide 9815, descubierto por un matrimonio holandés
en 1960, se llama, desde el año 2000, Asteroide Maria Kirch.<

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MARIA KIRCH
1670-1720

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El tejido y el
señor de aspecto
victoriano

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Realmente, por un lado tenemos un tejido con un patrón geo-
métrico y, por otro, el retrato de un hombre que parece exactamente
un señor de la época victoriana inglesa. Se podría pensar que el
hombre se hizo famoso por los jerséis que tejió, ya que se dice que
hasta no hace mucho hacer media se consideraba un entretenimien-
to perfectamente aceptable entre los hombres de clase alta inglesa,
pero no es del todo así: el tejido, por lo que se ve, se hizo con una
máquina Jacquard, y el hombre es el inventor de un par de máquinas
que se hicieron famosas, aunque nunca se pusieron en marcha.

La máquina Jacquard fue inventada en 1801, y se basaba en


dirigir los movimientos de los hilos de un telar mediante un sistema
de tarjetas perforadas, cada una de las cuales controlaba una línea
del tejido, que se disponían por parejas a lo largo de un cartón con-
tinuo. El señor en cuestión, Charles Babbage, diseñó una máquina de
calcular mecánica que podía hacer operaciones matemáticas com-
plejas y a la que llamó Difference Engine, pero antes de tenerla ter-
minada comenzó a diseñar otra, la Analytical Engine, que reunía
elementos esenciales de los ordenadores modernos, como una uni-
dad aritmética, secuencias condicionadas y bucles. Además, se
podía hacer funcionar con un sistema de tarjetas perforadas. Sin
embargo, tampoco terminó nunca esta máquina.

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Esta historia habría quedado como una simple curiosidad si no
hubiera sido por la contribución de una mujer excepcional: Ada Love-
lace. Hija de Lord Byron y nacida en 1815, Ada no tenía nada de
poeta. Al contrario. A los 12 años ya se preocupaba de los condicio-
nantes teóricos que debería tener una máquina voladora propulsada
por vapor. Con estos antecedentes, y con la educación que recibió,
entre otros, de Mary Sommerville, astrónoma y matemática, no es de
extrañar que cuando a los 17 años conoció a Charles Babbage se
interesara inmediatamente por las máquinas que había concebido.
De hecho, mejoró notablemente el diseño de la Analytical Engine...
y también hizo algo más.

Ada Lovelace describió un algoritmo que permitiría calcular los


valores de los llamados números de Bernoulli mediante la repetición
de una serie de instrucciones, lo que hoy llamaríamos bucles, y diseñó
un sistema de tarjetas perforadas para dar las instrucciones a la
máquina. Asimismo, explicó cómo se podían escribir códigos que
permitieran que la máquina de Babbage pudiera manejar letras y
símbolos además de números: pasó, pues, del concepto de máquina
de calcular al de un ordenador. De hecho, en sus escritos señaló la
posibilidad de que estos tipos de máquinas pudieran también com-
poner música o crear gráficos.

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La tarea de esta primera programadora de la historia quedó
prácticamente olvidada durante más de un siglo, e incluso hoy, en
cualquier evocación de los primeros ordenadores se menciona siem-
pre a Babbage, y muy raramente a Ada Lovelace. Sin embargo, tene-
mos el testimonio de una organización más bien discreta, el Depar-
tamento de Defensa de Estados Unidos, que puso el nombre de Ada
al lenguaje de programación diseñado para sus ordenadores...<

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ADA LOVELACE
1815-1852

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Del suelo al
cielo... y un
secuestro

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La historia de Williamina Paton Stevens Fleming o, simplemen-
te, Mina Fleming, está llena de contrastes, y a pesar de que acaba
bien, tiene bastantes elementos de tristeza. Mina Fleming nació en
Escocia en 1857, y cuando tenía 7 años perdió a su padre. Alumna
de la escuela pública de Dundee, su valía la llevó a formarse como
maestra, al mismo tiempo que impartía clases en aquella escuela.

Casada a los 20 años, su marido la dejó, embarazada, poco


después de que se trasladaran a América, a Boston, en 1879. Para
poder mantenerse, entró a trabajar como criada en la casa del pro-
fesor Edward C. Pickering, director del Harvard College Observatory.
Al parecer, un día, Pickering estaba frustrado por el trabajo de sus
colaboradores, y llegó a decir que seguro que su criada lo haría
mejor. Y así fue.

En 1881, Mina Fleming empezó a trabajar en el observatorio ha-


ciendo trabajos rutinarios. Allí pronto demostró su talento desarro-
llando un sistema de clasificación de estrellas basado en su espectro,
y fue encargada de contratar a un grupo de mujeres para que traba-
jasen en ello (una de ellas fue Henrietta Swan Leavitt, que forma par-
te también de esta recopilación). A lo largo de nueve años, Fleming
catalogó más de 10.000 estrellas, a la vez que descubrió 10 novas,
52 nebulosas y 310 estrellas variables. Esto es aún más impactante si

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consideramos que 222 de estas variables tenían un período extraor-
dinariamente largo, lo que hacía muy difícil percibir los cambios.

En 1890 se publicó el primer catálogo índice del Harvard College


Observatory, el Henry Draper Catalogue, donde no se atribuye a Fle-
ming ningún descubrimiento. El autor de este secuestro, John Dreyer,
compilador del índice, los atribuyó todos a Pickering. En estas cir-
cunstancias, no puede sorprender que la Nebulosa Cabeza de Caba-
llo, descubierta por Mina Fleming en 1888, se llame formalmente
Barnard 33, en honor a Edward E. Barnard, nacido el mismo año que
Fleming. Quizás alguien podría decir que el trabajo de Fleming fue
recompensado al ser nombrada conservadora del archivo fotográfico
del observatorio, pero cualquier alegría se difumina si consideramos
que su sueldo era muy inferior al del menos cualificado de los ayu-
dantes que trabajaban en el centro.

Pero la historia termina bien. En 1906, Mina Fleming fue nom-


brada Miembro Honorario de la Royal Astronomical Society de Lon-
dres; en 1908, el segundo Henry Draper Catalogue reflejaba ya la
autoría de sus trabajos, y en 1910 fue honrada por su descubrimien-
to de lo que conocemos como enanas blancas. Finalmente, después
de su muerte, el cráter Fleming de la Luna nos recuerda su trabajo.<

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MINA FLEMING
1857-1911

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Las montañas
y el burka

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A
¿ caso el turismo musulmán ha llegado a Montserrat? No,
es que esto va de piedras. ¿Y el burka? El burka vendrá después.
De lo que se trata aquí es de explicar la extraordinaria contribución
de Florence Bascom a la geología. Florence Bascom nació en 1862
en Williamson, Massachusetts, y tenía ya 25 años cuando terminó su
maestría en geología en la Universidad de Wisconsin. Aunque tuvie-
ron que pasar cinco años más antes de que alcanzara su PhD en
geología, el primero otorgado a una mujer en una universidad ame-
ricana.

La calidad profesional de Florence Bascom queda bien reflejada


en el hecho de que el contrato inicial para impartir un curso aislado
de geología en el prestigioso Bryn Mawr College de Pensilvania tu­
viera continuidad, y al poco tiempo diera lugar a la creación de un
departamento completo de geología, del cual se encargó.

La tarea de investigación de Florence Bascom la llevó a ocupar


puestos que poco podía haber imaginado cuando comenzó sus es-
tudios. Así, en 1896, fue la primera mujer miembro de la United States
Geological Survey, y también la primera en presentar un artículo en
la Geological Society of Washington, de la que pasó a ser miembro
en 1924.

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El reconocimiento de la labor científica de esta mujer es hoy
indudable, como queda bien claro en el hecho de que figurase ya con
una distinción de cuatro estrellas en la primera edición de la American
Men of Science (ahora American Men and Women of Science: ¡ya era
hora!), y en que uno de los cráteres de Venus lleve su nombre, así
como un asteroide (6084 Bascom) descubierto en 1985.

Bueno, tal vez es hora de explicar lo del burka, y para ello de-
bemos volver a los inicios de la carrera de Florence Bascom. Para ella,
la obtención de un PhD no fue cosa fácil. Quería estudiar en la Johns
Hopkins, una de las universidades más prestigiosas de América, pero
el acceso al doctorado estaba vetado a las mujeres. Largas nego-
ciaciones hicieron que, en un primer momento, fuera aceptada como
estudiante, pero no de manera oficial y exigiéndole unas condiciones
peculiares. En las clases tenía que sentarse en un rincón del aula,
escondida detrás de una pantalla para no perturbar el aprendizaje
del resto de los estudiantes. Cuando, finalmente, fue aceptada en
el programa de doctorado, se hizo en secreto, y toda la labor de in-
vestigación de su tesis la hizo prácticamente en solitario. ¿Podemos
hablar de exclusión, o no?<

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FLORENCE BASCOM
1862-1945

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Eclipses

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Hay eclipses de Sol y de Luna, pero también de otro tipo. La
historia de Henrietta Swan Leavitt deja bien claro que también se
pueden eclipsar personas. Leavitt nació en Massachusetts en 1868,
y a los 25 años entró a trabajar en el Harvard College Obervatory.
En aquella época las mujeres no podían manejar telescopios, y el
jefe del observatorio, Edward C. Pickering, la contrató, como a otras
mujeres, para medir y catalogar el brillo de las estrellas en la colec-
ción de placas fotográficas de la institución. Al principio era consi-
derada simplemente «voluntaria», y no cobraba nada. Más adelante
ya recibió un sueldo: el mismo que entonces cobraba una criada.

Las estrellas de las que se ocupaba Leavitt eran las llamadas


estrellas variables, porque su luminosidad cambiaba a lo largo del
tiempo. Analizando miles de ellas en las Nubes de Magallanes, se dio
cuenta de que había una correlación entre el brillo y el período de
variación: en las más brillantes, éste era siempre más largo. Publicó
este hecho en 1908, y la confirmación apareció en un artículo de
1912, bajo el nombre de Pickering, y donde Leavitt solo se menciona
como la persona que la había «preparado».

El descubrimiento de Leavitt fue clave para determinar la dis-


tancia a las estrellas. Edwin Hubble aplicó su método para calcular

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la distancia de muchas de ellas en diversas nebulosas, y estableció
definitivamente que estas formaciones eran auténticas galaxias,
más allá de la Vía Láctea. Quien también se aprovechó del descu-
brimiento de Leavitt fue Harlow Shapley, sucesor de Pickering en el
observatorio, que determinó la posición del Sol en nuestra galaxia.

Podríamos imaginar que el reconocimiento de la labor de Leavitt


habría sido universal, pero no fue así. Se dice que Hubble habló en-
comiásticamente de ella, e incluso hubo un matemático sueco que,
en 1925, escribió al observatorio para pedirle permiso para proponer-
la al Premio Nobel. Recibió una respuesta de Shapley comunicándo-
le que la ayudante Miss Leavitt hacía cuatro años que había muerto.
Le decía, también, que el hallazgo de Leavitt tenía poco mérito, y que
lo que importaba era la interpretación que él y otros habían hecho del
mismo.

Para terminar, un minipremio de consolación: hay un cráter en


la Luna que se denomina Leavitt.<

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HENRIETTA SWAN LEAVITT
1868-1921

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El más pequeño
de todos

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Romper un huevo es muy fácil, pero romper una avellana, que
es mucho más pequeña, requiere más fuerza. Sin embargo, esta no
es una historia de alimentos o de ciencia natural. De lo que se trata
aquí es de la tarea científica que condujo a conseguir romper algo
infinitamente más pequeño, el núcleo atómico, y del papel de prime-
ra magnitud que jugó una mujer excepcional: Lise Meitner.

La historia de Lise Meitner está repleta de éxitos, pero también


de contratiempos serios e incluso de insultos. Nacida en 1878, en
Viena, pudo entrar a estudiar en la universidad y doctorarse en física
en 1906, todo un hito para una mujer en aquel tiempo. De hecho, fue
la segunda mujer en obtener un doctorado en la Universidad de Vie-
na. En 1907 se trasladó a Berlín para trabajar con Max Planck y Otto
Hahn, pero debemos hacer notar que el espacio que le asignaron fue
casi un rincón de los trastos, y que durante seis años no cobró ni un
duro por su trabajo. Finalmente, en 1913 disfrutó de un salario.

Después de este pequeño éxito (¡cobrar por trabajar!) viene lo que


podríamos considerar el primer insulto. En 1923, Lise Meitner descubre
la posibilidad de que un sistema pase entre dos estados de energía sin
que haya ningún tipo de radiación electromagnética. Pero esto no se
llama Efecto Meitner, sino Efecto Auger, en honor de un hombre que
no se enteró de este fenómeno hasta dos años más tarde.

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La conmoción siguiente fue terrible. Cuando en 1938 Austria fue
anexada a la Alemania nazi, Lise Meitner, judía, tuvo que huir y rom-
per, al menos formalmente, su colaboración con Otto Hahn. Sin
embargo, se reunieron en secreto en Copenhague y planificaron una
serie de experimentos. Hahn trabajaría en Berlín, y Meitner, junto con
un sobrino suyo, Otto Frisch, lo haría en Estocolmo. De ello se publi-
caron dos artículos: uno, en enero de 1939, describía los resultados
de los experimentos de Hahn, y el otro, en febrero del mismo año,
correspondía al trabajo hecho por Meitner. Este artículo explicaba la
causa de resultados peculiares que ella y Hahn habían observado en
Berlín en 1934, cuando bombardearon uranio con neutrones, y Meit-
ner y Frisch lo definieron como fisión nuclear, al tiempo que demos-
traron que esta fisión era energéticamente factible.

Y llega el último insulto. En 1944, la Academia Sueca otorgó el


Premio Nobel a Hahn por su investigación en fisión nuclear, pero de
Lise Meitner, ni una palabra. Si hubiera sido otra persona, tal vez Lise
Meitner se habría sentido recompensada por el reconocimiento reci-
bido en Estados Unidos, donde se la veía como quien les había permi-
tido poseer la bomba atómica, pero ella, de bombas, no quiso saber
nada. El reconocimiento que probablemente sí le hubiera gustado, no
lo pudo vivir: hacía 29 años que había fallecido cuando se puso su
nombre al elemento número 109 de la tabla periódica: el meitnerio.<

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LISE MEITNER
1878-1968

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De anillos
y de dinero

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Se podría pensar que esta es una reflexión sobre las virtudes
del deporte amateur, donde el dinero no cuenta, pero no es así. Aquí
la cosa va de salarios. ¿Se imaginan que una persona pueda trabajar
durante 25 años sin cobrar, y que su trabajo haya sido considerado
por Albert Einstein como el de un genio? Pues bien, esta es la historia
de Emmy Noether.

Emmy Noether nació en Erlangen, Baviera, en 1882. Como era


una chica, no pudo estudiar en el Gymnasium, el centro de formación
previo a la universidad, y tuvo que contentarse con acudir a un cen-
tro femenino, donde estudió francés e inglés, para obtener, a los 18
años, el título que le permitiría enseñar estos idiomas.

Pero Noether, hija de un matemático, lo que quería era seguir la


carrera de su padre, y lo único que pudo hacer, después de que se le
concediera permiso, fue acudir como oyente durante dos años a las
clases de matemáticas en la Universidad de Erlangen. Entonces, un
examen realizado en la Universidad de Nüremberg le permitió asistir,
también solo como oyente, a clases de matemáticas en cualquier
universidad alemana. Un golpe de suerte, la decisión de la Universi-
dad de Erlangen de aceptar que las mujeres pudieran estudiar oficial-
mente, hizo posible que se doctorase summa cum laude en dicha
universidad en 1907.

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Había llegado el momento de iniciar una carrera profesional, y
en 1908 Emmy Noether consiguió trabajo dando clases en la Univer-
sidad de Erlangen, pero sin cobrar. Trabajó durante siete años en
estas condiciones. De Erlangen pasó al Instituto de Matemáticas de
la Universidad de Göttingen, donde, de salario, también nada de
nada. Por si fuera poco, sus clases constaban como impartidas ofi-
cialmente por David Hilbert, su mentor.

Desde el punto de vista económico, 1919 fue un gran año para


Emmy Noether: consiguió un título que comportaba remuneración.
Como Privatdozent, tenía derecho a tener estudiantes que le pagaran
personalmente las clases. Todo un éxito, al que le siguió otro: en 1922
obtuvo el título de profesora adjunta y... ¡milagro!, esto conllevaba un
salario. Lástima que era un salario de miseria, solo comparable al de
un trabajador manual no cualificado.

El último tramo de la carrera profesional de Emmy Noether fue


consecuencia de la llegada de los nazis al poder. En 1933 se trasla-
dó a Estados Unidos, donde fue aceptada como profesora y pagada
como tal. La alegría duró poco, porque Noether murió de un infección
postoperatoria a principios de 1935.

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¿Y qué hizo esta mujer durante todos los años en que fue tan
menospreciada económicamente? Pues mucho. Demostró dos teo-
remas de gran importancia para la física de partículas elementales,
hizo una contribución fundamental a la teoría de anillos, y no me
refiero a los olímpicos, sino a unas estructuras matemáticas que
constituyen un principio organizacional de la matemática moderna.
En resumen, jugó un papel clave en el desarrollo del álgebra abstrac-
ta. Einstein no exageraba cuando la calificó de genio.<

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EMMY NOETHER
1882-1935

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Secretos y no
tan secretos

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Los mensajes codificados son una forma de comunicación muy
antigua, y han servido tanto para entretenernos en una historia de
Sherlock Holmes (El misterio de los bailarines) como para llevar al
cadalso a una reina de Escocia. Mary Stuart, que había sido forzada
a abdicar y vivía acogida desde hacía años en la corte de su prima,
Elisabeth I de Inglaterra, fue acusada de conspirar para ocupar el
trono de esta y ejecutada, porque la correspondencia que mantenía
con el resto de los intrigantes, escrita en un código que parecía invio-
lable, fue descifrada.

Obviamente, donde los mensajes codificados han tenido siem-


pre una importancia capital es en el caso de las guerras, y no es
extraño, pues, que la mayoría de las historias de la utilización de
códigos comience haciendo mención de su uso por parte de Julio
César. Sin embargo cuando hablamos de códigos y guerra, no hay
duda de que la figura más conocida es la de Alan Turing, el genio
matemático que lideró la tarea de desencriptación de los mensajes
alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, contribuyendo de
manera fundamental a la victoria aliada.

Los mensajes alemanes eran codificados por una máquina, de-


nominada Enigma, y los
​​ esfuerzos británicos para descifrar estos
códigos fracasaron a lo largo de casi catorce años. No es extraño,
pues, que el nombre de Turing sea recordado. Lo que a menudo se

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olvida, sin embargo, son los esfuerzos americanos para interpretar los
mensajes en clave de los japoneses, y en este caso hay también una
figura estelar, la de Agnes Meyer Driscoll. Esta estadounidense, naci-
da en 1889, era una entusiasta de la física y de las matemáticas, y en
1918, cuando la United States Navy permitió el alistamiento de las
mujeres, se incorporó a ella, y poco después fue asignada a la Code
and Signal Section. Esta sección se convirtió en 1924 en un centro de
desciframiento de mensajes japoneses codificados (el Research Desk)
en el que Agnes Meyer desarrolló un papel fundamental. Todo lo que
se refiere a las grandes maniobras navales japonesas de 1930, inclui-
do el conocimiento de que estas maniobras no eran más que un en-
gaño para permitir el despliegue completo de la flota, fue conocido
por los estadounidenses. Justo entonces, los japoneses cambiaron el
tipo de código que empleaban, pero, como se describe en documen-
tos secretos hechos públicos hace pocos años, Agnes Meyer consi-
guió lo imposible: descifrarlo en poco tiempo. No termina aquí la
contribución de esta mujer a la victoria de los aliados. En 1935 lideró
el ataque a la máquina encriptadora japonesa M-1, y en 1940 aportó
los avances fundamentales para descifrar el JN-25, el código emple-
ado por la flota japonesa. Estados Unidos se aprovechó de ello du-
rante toda la guerra, y Agnes Meyer continuó trabajando en el mundo
de los mensajes codificados hasta su jubilación en 1959. No es poca
cosa para una mujer de la que se habla tan poco.<

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AGNES MEYER
1889-1971

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Lego y palomitas

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Seguramente, cualquier niño se sentiría feliz con un envase de
palomitas y un puñado de piezas de Lego, con las que se pueden
hacer estructuras fácilmente modificables, aunque sea cambiando
solo la disposición de algunas de ellas. Esta no es, sin embargo, una
historia de niños, sino de una bióloga, Barbara McClintock, que fue
clave en los avances genéticos del siglo XX, y que trabajó precisa-
mente en cambios estructurales en los cromosomas de la planta del
maíz.

Nacida en 1902, no pudo iniciar los estudios universitarios has-


ta 1919, ya que su madre se oponía a que las chicas recibieran una
educación superior, por temor a que les fuera difícil encontrar mari-
do. Así, al finalizar la escuela secundaria, se colocó en una oficina
de trabajo y continuó estudiando sola en la biblioteca. Cuando con-
siguió entrar en la universidad, estudió botánica en la Cornell Univer-
sity, donde finalmente, en 1927, obtuvo un doctorado centrado en la
genética del maíz, y donde trabajó hasta 1936. De Cornell pasó a la
Universidad de Missouri donde Lewis Standler, creador de un gran
centro de genética, consiguió que le ofrecieran un puesto como pro-
fesora ayudante.

En Missouri McClintock desarrolló una técnica para visualizar los


cromosomas, y continuó el estudio de los del maíz, descubriendo lo

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que se conoce como transposones, secuencias de DNA que se pue-
den desplazar a lo largo de diferentes posiciones del genoma de una
célula. El conjunto de su producción científica fue extraordinario;
desgraciadamente, de poco le sirvió. McClintock era una persona
independiente y poco convencional, y en Missouri le hicieron siempre
el vacío. No la invitaron nunca a las reuniones del claustro ni la pro-
mocionaron a profesora agregada, cargo que se merecía de sobras y
que otorgaron a otros mucho menos cualificados. Tampoco la infor-
maban de las ofertas de trabajo provenientes de otros centros, y
cuando algunos de ellos se sorprendían de que McClintock no mos-
trara interés, les contestaban que era porque estaba a punto de ser
promocionada, sin que ella supiera nada de nada.

No deja de ser paradójico que al cabo de un par de años, en 1941,


después de haber abandonado Missouri, harta de todo esto, fuera
nombrada miembro de la National Academy of Sciences, un galardón
máximo en la ciencia de Estados Unidos, y que entonces le ofrecieran
lo que ella quisiera si volvía. No lo hizo; había entrado a trabajar como
investigadora en el Cold Spring Harbor Laboratory, donde continuó el
resto de su vida.

Las décadas de 1940 a 1960 fueron claves en la producción


científica de McClintock. Sus descubrimientos acerca de los meca-

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nismos de regulación de la expresión génica se adelantaban o eran
de alguna manera paralelos a los de Jacob y Monod, que trabajaban
sobre bases bioquímicas, y ella lo hacía con técnicas citológicas, pero
su trabajo no era reconocido ni sus resultados aceptados por buena
parte de la comunidad científica. Curiosamente, cuando McClintock
discutió en un seminario los descubrimientos de Jacob y Monod y el
paralelismo con los suyos, todo el mundo se sintió interesado por la
investigación de los franceses, al tiempo que despreciaba el trabajo
de ella. Por si fuera poco, estos autores no hicieron referencia algu-
na a los descubrimientos de McClintock («un lamentable descuido»,
dijeron después).

El reconocimiento de la valía científica de McClintock llegó años


más tarde. Así, en 1971 recibió la National Medal of Science; en 1981,
el Premio Albert Lasker (una especie de pre-premio Nobel), y en 1983,
el propio Premio Nobel, que obtuvo en solitario. Buen final para la
carrera de una investigadora que tan mal trato había recibido.<

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BARBARA McCLINTOCK
1902-1992

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De la teoría
a la práctica

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Si le explicamos a un niño pequeño que un globo explota cuan-
do es presionado por un objeto punzante, quizá lo entenderá, pero si
lo hacemos estallar con una chincheta, seguro que no le quedará
ninguna duda. Son cosas de la teoría y la práctica. Pero aquí no va-
mos a hablar de niños, sino de una mujer, Chien-Shiung Wu, de su
trabajo experimental y de lo que representó.

Chien-Shiung Wu nació en China en 1912, y centró sus estudios


en las matemáticas y, sobre todo, en la física. A los 24 años tuvo la
oportunidad de ir a estudiar a Estados Unidos, ya que había sido
admitida en la Universidad de Michigan, pero, al llegar, se encontró
con algo inusitado: en esta prestigiosa universidad, ¡en 1936!, las
mujeres no podían entrar por la puerta principal. En vista de ello, Wu
se decidió por la Universidad de California, en Berkeley, pero allí se
le negó una beca y tuvo que trabajar por un sueldo bajo. Finalmente,
consiguió una beca en el Instituto de Tecnología de California, donde
se doctoró en 1940.

La tarea de investigación de Chien-Shiung Wu se centró en la


radiación beta (la que hacía que el uranio impresionara una placa
fotográfica envuelta en papel negro en las observaciones de Becque-
rel), de la que se convirtió en una experta. Cuando se desató la Se-

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gunda Guerra Mundial, colaboró en las tareas de enriquecimiento de
uranio del Proyecto Manhattan, lo que finalmente la llevó a trasladar-
se a Nueva York, al Brookhaven National Laboratory de la Universi-
dad de Columbia, y a continuar con su trabajo sobre la radiación
beta. En esta universidad ejerció como profesora desde 1952, pero
no llegó a cobrar el mismo salario que sus colegas masculinos hasta
1975. En cualquier caso, su trabajo como investigadora recibió un
reconocimiento amplísimo, pero con un pequeño detalle:

En Brookhaven, Wu conoció a dos físicos teóricos, también chi-


nos, Lee y Yang, los cuales, a partir de los datos disponibles, postu-
laron que una ley peculiar y muy importante de la física de partículas,
la de la conservación de la paridad, podía no cumplirse en determi-
nadas circunstancias. Instigada por Lee, Wu hizo un experimento que
pinchó definitivamente el globo de la conservación de la paridad.

Hasta aquí todo muy bonito, pero... ¿por qué darles el Premio
Nobel a Lee y Yang, pero no a Chien-Shiung Wu?<

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CHIEN-SHIUNG WU
1912-1997

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¿Una película
de espías?

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Quizás sí que podría ser una película de espías de la década
de 1950, interpretada por una actriz bastante guapa. El submarino
es adecuado, pero ¿qué hace un teléfono móvil actual? No hay tram-
pa, el submarino es un submarino, el móvil es absolutamente moder-
no, y la actriz se llamaba Hedy Lamarr.

Pero esta es la historia de Hedwig Maria Eva Kiesler, nacida en


Viena en 1914 y casada con un fabricante de armas austriaco con
intensos lazos con la Alemania nazi. De alguna manera, esto hizo que
Hedwig Kiesler conociera los esfuerzos que se estaban haciendo en
Alemania para conseguir un sistema de dirección de torpedos con-
trolado por radio, que incrementara extraordinariamente su efectivi-
dad. Sin embargo, había siempre el problema de que el enemigo
detectara la frecuencia utilizada y la interfiriera, y las prioridades en
investigación de armamento se desviaron hacia otro lado.

Pocos años después, separada ya de su marido, viviendo en


Estados Unidos y con una cierta pasión por los inventos (hizo unos
cuantos a lo largo de su vida), el desencadenamiento de la Segunda
Guerra Mundial la llevó a concebir un sistema de guía de torpedos
mediante ondas de radio que no pudiera ser interceptado por el ene-
migo. El sistema concebido por Kiesler se basaba en el hecho de que

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la frecuencia empleada cambiaba continuamente, de tal manera que
cualquiera que captara la transmisión no podía registrar más que un
pequeño «blip». Lógicamente, el patrón de cambios de frecuencia
se debía sincronizar entre el emisor (el submarino) y el receptor
(el torpedo). Para establecer los mecanismos de esta sincronización,
Hedwig Kiesler contó con la colaboración de George Antheil, un mú-
sico experimental conocido por sus trabajos en la sincronización del
sonido. La colaboración entre Kiesler y Antheil se tradujo en una
patente, otorgada en 1942, por un «Sistema de comunicación secre-
ta» que los inventores ofrecieron gratuitamente a la US Navy y que,
por una u otra razón, ésta no llegó a emplear nunca.

La historia podría terminar aquí, pero resulta que, años más


tarde, los ingenieros de Sylvania Electronic Systems Division comen-
zaron a experimentar con las ideas del «Sistema de comunicación
secreta», es decir con el concepto de transmisión de espectro exten-
dido, y que un sistema de este tipo fue empleado por Estados Unidos
durante el enfrentamiento con la Unión Soviética debido a Cuba en
1962. Por entonces, la patente de Kiesler y Antheil ya había expirado,
pero el concepto era plenamente vigente. Tanto es así, que cuando
se levantaron las limitaciones del carácter secreto del desarrollo
hecho por el estamento militar de Estados Unidos, el potencial de la

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transmisión de espectro extendido comenzó a ser evaluado comer-
cialmente, y una de las primeras aplicaciones fue la comunicación
segura por telefonía móvil, a la que siguieron muchas más.

Bueno, he aquí el por qué del submarino y del teléfono. ¿Y la


actriz? ¡Ah, sí! Hedwig Kiesler se cambió el nombre al llegar a Estados
Unidos. Se hizo llamar Hedy Lamarr, y fue la famosa protagonista de
unas veinticinco películas.<

HEDY

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HEDY LAMARR
1914-2000

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Muelles y hélices

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Q
¿ ué tienen que ver un muelle y algo que parece la foto de-
senfocada de una hélice de avión? El muelle es realmente un muelle,
pero la otra figura no está desenfocada. Se trata de la imagen de
difracción de rayos X de una muestra de DNA. Lo que une a las dos
figuras es precisamente la forma del muelle y el carácter helicoidal
de la molécula de DNA que revela la difracción de rayos X.

Estamos entrando, pues, en el terreno de la estructura del DNA,


una doble hélice, tal como publicaron Watson y Crick en 1953, apor-
tación que les valió el Premio Nobel en 1962. Muy bonito, pero hay
un aspecto que ocultaron. Su identificación de la estructura del DNA
fue posible porque alguien había obtenido antes unas imágenes ex-
celentes de difracción, y ese alguien fue una mujer excepcional: Ro-
salind Franklin. Watson y Crick trabajaban en Cambridge, mientras
que Rosalind Franklin lo hacía en el King's College, en Londres. ¿Qué
pasó? El propio Watson, que dedicó muchos esfuerzos a despreciar
la figura de Rosalind Franklin, escribió muchos años más tarde: «Evi-
dentemente, Rosy no nos dio sus datos ella misma». Claro que no.
Se los robaron, y todo apunta a que quien se los pasó a Watson y
Crick era uno de los «capos» del King's College, Maurice Wilkings,
quien años más tarde compartiría con Watson y Crick el Premio Nobel
en 1962. Rosalind Franklin había fallecido en 1957. Pone casi los

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pelos de punta recordar que el nombre de Rosalind Franklin no fue
mencionado en los discursos de recepción de los Nobel de ninguno
de los tres galardonados.

Podríamos especular sobre qué hubiera pasado con el Nobel si


hubiera estado viva, pero quizás no deberíamos hacernos muchas
ilusiones. Hay, sin embargo, otra especulación posible, y tiene que
ver con la obsesión anticomunista y la cruzada del Comité de Activi-
dades Antiestadounidenses del senador Joseph McCarthy. La acu-
sación de filocomunista al investigador Linus Pauling hizo que se le
negara el pasaporte para viajar a una reunión científica en el Reino
Unido. Pauling trabajaba en la identificación de la estructura del DNA,
que suponía lineal, y seguro que habría visitado a Rosalind Franklin,
y que ésta le habría enseñado sus imágenes de difracción de rayos
X. Pauling era un investigador de primera, y no es ni mucho menos
impensable que se hubiera avanzado, quizá con Franklin como co-
autora, en la publicación de la estructura del DNA. No lo podremos
saber nunca, pero tampoco deberíamos olvidar nunca la magnitud de
la contribución de Rosalind Franklin al desarrollo de la biología mo-
derna.<

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ROSALIND FRANKLIN
1920-1958

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La medalla que
no estaba

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No va de un mago que ha hecho desaparecer una medalla. Va
de un robo, y el traje del mago es para indicarnos que la cosa va de
astronomía. La víctima fue Jocelyn Bell.

Jocelyn Bell nació en Lurgan, en Irlanda del Norte, en 1943. Hija


de un arquitecto implicado en la construcción de un planetario, se
sintió atraída por la astronomía, pero en la escuela de Lurton las
chicas no aprendían nada de ciencia, sino cocina y punto de cruz
(aunque esto cambió por la protesta de algunos padres). Bell conti-
nuó toda su enseñanza secundaria y se licenció en física en la Uni-
versidad de Glasgow en 1965.

En 1967 comenzó sus estudios de doctorado en Cambridge,


donde se incorporó a un equipo de investigación liderado por Anto­
ny Hewish. Trabajaban en la detección de cuásares, y Bell revisó una
enorme cantidad de datos, a veces decenas de páginas en una sola
noche. En el curso de este trabajo, en 1967 detectó unas señales de
radio muy regulares, con una frecuencia muy elevada, una por se-
gundo. Convencida de que se trataba de algo nuevo, lo discutió con
Hewish, quien no se lo creía y decía que eran debidas a interferen­
cias por algunas actividades de la Tierra. Finalmente, tuvo que darle
la razón a Bell. Lo que ahora conocemos como púlsar fue descrito
en un artículo en el que Hewish era el primer autor y Bell el segundo.

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Este descubrimiento, de una importancia extraordinaria, com-
portó, como era de esperar, la concesión de un Premio Nobel. Lo
recibieron Antony Hewish y Martin Ryle, pero no se incluyó en él a
Jocelyn Bell. Hubo un buen escándalo, y Fred Boyle, que fue funda-
dor del Instituto de Astronomía de Cambridge y estaba considerado
uno de los científicos más importantes del siglo XX, catalogó el hecho
como un robo. Por el contrario, Hewish, que conocía perfectamente
la magnitud de la contribución de Bell, dijo simplemente que la con-
cesión del premio a una estudiante de doctorado habría devaluado
los Premios Nobel.

Bell obtuvo su doctorado en 1969, y desde entonces ha traba-


jado en diversos centros y ha obtenido todo tipo de reconocimientos
y distinciones. Ha sido presidenta de la Royal Astronomical Society,
Doctor honoris causa en una veintena de universidades, y ahora es
Dame of the British Empire. Pero, ¿es suficiente para hacernos olvidar
el robo del que fue víctima?<

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JOCELYN BELL
1943-

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N BELL

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Jennifer...
y John

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No se trata de un error. Los marcos están vacíos porque Jen-
nifer y John no han existido nunca. Son dos personajes virtuales
imaginados por Corinne Moss-Racusin y colaboradores, y que son
protagonistas de su trabajo, publicado en 2012 en los Proceedings of
the National Academy of Sciences.

En este estudio, los investigadores se inventaron el currículum


de una persona que está haciendo una licenciatura en una carrera
científica y que (como es habitual en Estados Unidos) busca trabajo
para pagarse los estudios. Hicieron 127 copias, y en la mitad pusie-
ron como nombre del solicitante «Jennifer», y en la otra, «John».
Estos candidatos pedían ocupar un puesto de técnico encargado de
un laboratorio universitario de investigación, y los currícula fueron
enviados de forma aleatoria a 127 profesores de biología, química o
física.

Por supuesto, ninguno de estos profesores sabía que los currí-


cula eran ficticios, y se les pedía que juzgaran la competencia del
candidato, así como si le consideraban susceptible de ser contratado
y qué salario podrían eventualmente ofrecerle. También se les pre-
guntaba hasta qué punto estarían dispuestos a hacerle de tutor.

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¿Alguien se imagina los resultados? Tal vez no resulte sor–
pren­­dente que la competencia asignada a Jennifer era un 17,5%
más baja que la atribuida a John. Jennifer quedaba también por
de­bajo de John en cuanto a posibilidades de obtener un contrato (un
26,3% menos), y en caso de que se considerara que sí, el salario re-
comendado para Jennifer era un 12,4% inferior al de John. Hay que
hacer notar que todo esto se daba por igual tanto si el profesor en­
cuestado era un hombre como una mujer.

Desde Hipatia hasta ahora, el futuro de las mujeres en la ciencia


ha cambiado mucho, pero ¿ha cambiado lo suficiente?<

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ÍNDICE ONOMÁSTICO
Hipatia de Alejandría, 10, 11, 12

Florence Bascom, 42, 43, 44

Jocelyn Bell, 114, 115, 116

Mina Fleming, 34, 35, 36

Rosalind Franklin, 106, 107, 108

Hedwig Kiesler (Hedy Lamarr), 98, 99, 100, 101

Maria Kirch, 18, 19, 20

Henrietta Leavitt, 50, 51, 52

Ada Lovelace, 27, 28, 29

Barbara McClintock, 82, 83, 84, 85

Lise Meitner, 58, 59, 60

Agnes Meyer, 75, 76

Corinne Moss-Racusin y colaboradores, 122, 124

Emmy Noether, 66, 67, 69

Chien-Shiung Wu, 90, 91, 92

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p. 8: Papyris Oxyrhynchus 29. Elementos p. 73: Miniatura de María, reina de

IMÁGENES
de Euclides. c. 100 dC. University Museum, Escocia, de François Clouet (c. 1558).
E 2748. Universidad de Pensilvania. Royal Collection Trust. © HM Queen
Elizabeth II 2016. RCIN 401229.
p. 12: Hipatia de Alejandría. Ilustración
de Jules Maurice Gaspard. Little Journeys p. 76: Agnes Meyer Driscoll (c. 1910).
to the Homes of Great Teachers. Octubre The National Cryptologic Museum,
de 1908; 23(4). Annapolis Junction, Estados Unidos.

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