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Biblioteca Evoliana.

- El bolchevismo hace casi dos décadas entró en el basurero de la


historia, sin embargo, este texto de Evola, escrito en 1929 nos remite otra vez a los
primeros tiempos de la ideología soviética y sus concordancias con los valores del
americanismo. Se diría que es un texto profético: difícilmente en 1929 podía advertirse de
dónde surgiría la ideología globalizadora y el pensamiento único actual. Por eso hemos
rescatado del olvido este ensayo publicado por primera vez en la revista "Nuova Antologia"
y editado en 1970 y 1982 por las Edizioni di Ar.

En 1988 escribimos unas cuantas páginas para la revista DisidenciaS en las que utilizábamos un material
precioso que había recopilado por JJ.Colomar en su pasado trotskysta. Colomar y sus compañeros disidentes
de la LCR habían recuperado un material escrito por Lenin y otros líderes del a revolución bolchevique, en la
que estos expresaban a las claras su intención de que la URSS siguiera el modelo americano. No solamente
quedaba demostrado que el “último Lenin”, después del fracaso de la colectivización de las granjas y de la
hambruna que siguió, tendió hacia el “realismo”, sino que desde mucho antes ya había tomado como modelo
ideal a seguir el americanismo. En 1988 no conocíamos este ensayo de Evola. Aun a pesar de que, por su
parte, Evola tampoco conocía los textos de Lenin en los que evidencia su propensión hacia el americanismo,
el diagnóstico que traza es impecable.

La diferencia entre el tiempo en el que Evola escribía estas líneas y el nuestro, no consiste solo en los casi
setenta años de distancia, ni siquiera en todo lo que ha cambiado en Europa en estos años. Del ascenso de
los fascismos a su caída, de la guerra fría a la perestroika, de ahí a la globalización… en realidad, la gran
diferencia entre el tiempo en el que fueron escritas estas líneas y el nuestro, reside en el estado psicológico
de dos momentos históricos. En 1929, a 10 años de la revolución bolchevique, a ocho del advenimiento del
fascismo, todavía se podían albergar esperanzas y encontrar movimientos políticos, valores vivos, y residuos
anteriores como para que una respuesta al americanismo y al bolchevismo, pudiera apoyarse con mínimas
posibilidades de obtener resultados. Hoy, todo esto queda demasiado lejos y no podemos por menos que ser
pesimistas: el americanismo ha quedado como único dueño del tablero de juego, Europa ha asumido casi
completamente la “ideología americana”. Y no solo Europa, las naciones que en 1929 todavía seguían
apegadas a los valores tradicionales, Japón, China, India, son hoy vanguardias de la tecnología y la
modernidad, frecuentemente llegando incluso a superar a Europa y a los mismos EEUU en la encarnación de
los valores del americanismo. El cine de Bollyood en la India, la ciudad de la tecnología de Bangalore en
donde a partir del años 2000 empezaron a subcontratarse servicios informáticos sistemáticamente, el
“Humor amarillo” japonés que nos muestra un país, no solo alejado de sus tradiciones seculares, sino incluso
en vanguardia de la estupidez universal, los videojuegos allí diseñados, los rascacielos de Hong-Kong,
Singapur y Pekín… todo esto demuestra que aquellos países han viajado a una velocidad vertiginosa por la
senda trillada por el americanismo. El mundo, no solo se ha hecho más pequeño, sino que, además, como
decía Guénon en “El reino de la cantidad y los signos de los tiempos”, se ha “solidificado”. A causa de esta
“solidificación” resulta cada vez más difícil abordar una reacción en sentido tradicional, con garantías de
éxito.

El análisis de Evola sobre el americanismo y el bolchevismo nos sitúa en realidad, por lo demás, no ha
perdido ni un ápice de su actualidad. Solamente el contexto ha empeorado.
E. Milà.

Americanismo y Bolchevismo

Julius Evola

Ensayo publicado en Nuova Antologia, nº 10, mayo de 1929

Una antigua leyenda que circulaba entre los campesinos rusos mucho
antes de la revolución, anunció la llegada de un tiempo, en el cual
reinaría una "Bestia sin Nombre"... sin nombre, porque estaría
compuesta por una multitud innumerable.

Aquel tiempo, parece que se acerca. Existe una gran sombra que desde
las fronteras de oriente y occidente se cierne sobre nuestras razas y
sobre nuestras tradiciones y está acompañada del presentimiento
confuso de que algo está a punto de acabar; esto se traduce también en
distintas imágenes extrañas que aparecen incluso en las mentes
equilibradas, y entre las cuales destaca el tema del "Ocaso" de
Occidente.

En efecto, algo nuevo está afirmándose en el seno de nuestra cultura y


el símbolo que mejor lo define es el de la "Bestia sin Nombre". Dos
realidades, precisas e inequívocas, la anuncian en el mundo moderno.

En Oriente, es Rusia.

En Occidente, es América.

Dos formas, dos polos de un peligro que, como las dos pinzas de una
única tenaza, empiezan a cerrarse lentamente alrededor del núcleo de
nuestra Europa.
Este punto de vista le parecerá extraño a algunos. Lo es, efectivamente,
para quien se limita a ver en la Rusia de hoy un fenómeno puramente
político, cuando en realidad, se trata bien de algo completamente
diferente, con un significado universal que la Rusia soviética trata de
realizar en todas las formas, no creando solamente una nueva sociedad,
sino además una nueva cultura y una nueva ética.

En cada una de sus manifestaciones, el bolchevismo remite a una


transformación efectiva ocurrida en todos los ámbitos, en todos los
valores, en todos los sentidos de la existencia, siguiendo un principio
central. Este principio, por una especie de reducción al límite, indica la
conclusión lógica de procesos en marcha en formas múltiples del mundo
contemporáneo, y sobre todo americano.

Rusia, indudablemente, no es América: hay diferencias de raza, de


mentalidad, de condiciones de vida, frecuentemente irreductibles. Una
lleva la herencia inequívoca de una raza asiática, lo otra una realidad
nacida hace poco y que ha producido con un movimiento espontáneo su
“standard of living” [nivel de vida, NdT]. Pero si estas diferencias son
patentes e incontestables sobre el plano de la realidad política, étnica y
sencillamente social, cuando nos remontemos a los principios implícitos
en las afirmaciones a las que tienden Rusia o América, el símbolo de una
nueva visión de la vida (pues ambos tienen la pretensión de ser
presentadoras como nuevos estadios de la cultura mundial); cuando,
pues, se parte de este punto de vista, las diferencias se reducen,
muestran aquí y allí un mismo motivo que se sitúa sobre los factores
étnicos y empíricos, que jamás podrán ocupar el primer plano si
atendemos a consideraciones de orden superior.

Por otra parte, ante un "peligro", el mejor punto de vista para la acción
consiste en describir lo mejor posible la fisonomía del adversario.
El bolchevismo, considerado como doctrina, presenta una concepción
total y radical, y una superación de los ideales precedentes y
"burgueses", lo que supone la apertura de una nueva fase de la
humanidad. Ante tal concepción, no se trata de simpatías o antipatías
políticas o nacionalistas: se trata de decir sí o no íntegramente a nuestra
tradición europea y, en particular, a nuestra tradición mediterránea,
tomada en bloque, en su sentido más amplio, cultural y universal.

Veremos en que aspectos especiales y en que términos, la visión


americana de la vida termina confluyendo con el bolchevismo, hasta el
punto de parecer un símbolo, ante el cual todo lo que es preciso realizar
y atreverse, va mucho más allá de una simple “defensa de Occidente”
que, en sí misma, no puede sino hacernos sonreír.

La verdad central del bolchevismo es esta: busca la desintegración del


individuo. El nuevo evangelio que proclama es el “hombre colectivo", el
“hombre masa", el elemento impersonal de un ente múltiple, titánico,
que no "tiene nombre", de la misma forma que carece de jefe.

La potencia y el derecho absoluto corresponden a ese ente: de él será el


imperio del futuro. Declarado de "categoría superior", ante él, el
individuo asumirá la misma sensación de inutilidad, que puede tener
ante las fuerzas fatales de la naturaleza. Y, además, lo deseará todo
esto.

Destruir, pues, partiendo de un núcleo negativo, todo lo que en el


hombre puede tener algún valor de autonomía e individualidad, todo lo
que puede constituir un interés distanciado por esta potencia
subpersonal, es la tarea que el bolchevismo asume como misión y que
forma parte de un método preciso, radical y lógico, cuya fórmula es:
mecanización, desintelectualización y "racionalización" de cada
actividad, sobre todos los planos.

Conservando lo que es la conciencia social propia de los primitivos, el


pensamiento ruso, a lo largo de toda su historia, siempre fue incapaz de
percibir de otro modo la idea de un desarrollo más que en forma de
colectividad mística: "pueblo" y "Dios", en el ruso como en el
mazziniano, fueron dos términos que se acompañaron mutuamente
sobre un fondo mesiánico recurrente. El bolchevismo ha liberado al
elemento místico de esta concepción y sólo ha dejado el término
"pueblo", restringiendo simultáneamente todo horizonte al de la vida
práctica inmediata. A partir de ese momento, la máquina ha tomado el
lugar del Dios. En los dibujos "constructivistas" de propaganda soviética
de Klinskij, se pueden ver las grúas gigantescas que ocupan el lugar del
ostensorio en lo alto de los templos bizantinos cuyos altares se han
convertido en engranajes o en los cuales masas de obreros y
campesinos han asistido a inmensos mítines.

La idea de que el progreso pueda consistir en una "cultura" en sentido


clásico, es decir en la tarea de dignificación, de superación interior, de
desarrollo de los seres individuales, es objeto de burlas y rechazada
como el más peligroso de los venenos de la era burguesa. Lo que único
que puede conducir a un estadio superior, se cree que puede ser, por el
contrario, una combinación social externa, mecánica, puramente
acumulativo de los seres a través de la organización y del
perfeccionamiento técnico de las condiciones de la existencia material.

Cuando se aparta cada valor de la personalidad y de la interioridad, los


elementos se transforman en partes, y su unidad tiene que ser propia
de un mecanismo. Así mismo, la mecanización es el método a través del
cual cada forma de vida puede ser despersonalizada y colectivizada:
liberada del "mal" del yo, de la “inútil obstrucción de la espiritualidad",
expresiones propias de la ideología bolchevique; cada forma de vida se
reducirá a un simple elemento en fatal dependencia con todos los demás
según relaciones exteriores colectivas.

El bolchevismo espía lo que está antes de la vida del nuevo ente en


aquellas manifestaciones que, en momentos en los que gracias a la
uniformidad y simultaneidad, millares de seres se convierten en un
único solista, un ser colectivo, elemental y asustadizo: se les llama
"estados de masas" con el grito simultáneo de "hurrah!", o entonando el
himno, o incluso mostrando su ímpetu en un único movimiento
desencadenado por el pánico, el entusiasmo o la exaltación de las
masas. En estas formas los ideólogos soviéticos ven solamente la
manifestación "primordial" de la vida del “hombre colectivo"; superada
en ella todo lo que es caóticamente vital" y "místicamente orgánico",
sólo puede dar lugar a una forma gélida de estructura económico-social
mecanizada y "racionalizada", de la que se excluirá cualquier forma de
espontaneidad y personalidad, de la misma forma que se hará con "cada
motivación sobrenatural, extraña a los intereses de clase", según la
expresión de Lenin.

Para experimentar todo el dominio de tal concepción de la experiencia


bolchevique, hace falta correr el reciente libro de Füllop-Miller. El autor
ha pasado un largo período en la Rusia de los Soviets, y ha conocido a
los propios bolcheviques; políticos, artistas y estudiantes le han ayudado
a recoger todos los elementos necesarios para definir la naturaleza del
cambio en la visión del mundo y de la vida, operada por la revolución. El
tema de este libro no surge de abstractos esquemas doctrinales, sino de
mil formas de la vida concreta y de la cultura de la nueva Rusia: del
nuevo teatro a la nueva pintura, del estilo del arte monumental al de las
grandes manifestaciones populares, de los métodos de educación y de la
formación de una nueva organización del trabajo. De todo esto subyace
realmente la sensación de algo nuevo e incomprensible para nosotros,
algo que muestra la terrible evidencia de una realidad desconocida antes
de la revolución: la llegada del hombre colectivo mecanicizado e
indiferenciado, en lugar del individuo humano y de aquella libertad, que
fue definida por Lenin como "un prejuicio burgués".

"La completa subordinación de todos los individuos a una colectividad


automática en la Rusia soviética pasa textualmente por el bien supremo
–escribe textualmente Füllop Miller-. El ideal superpersonal del
bolchevismo es concebido como una combinación puramente
cuantitativa de individuo-partido-masa en el más amplio y homogéneo
conglomerado posible. Mientras la creencia anterior era que la vía hacia
una más alta humanidad universal residía en la perfección de la
personalidad humana, el bolchevismo enseña que la verdadera vía de la
salvación conduce al aniquilamiento del individuo, y a su
desembocadura en un "hombre-masa" organizado de manera exterior a
él. Por sintonía con esta visión nueva y desconocida, todos los que creen
en el bolchevismo han ido, uno a uno, como corderos al matadero, se
han ofrecido y han destruido su alma para siempre. Por tanto, no basta
con considerar la mera abolición de la propiedad privada si queremos
entender a que terrible haraquiri se ha sometido al antiguo ser humano
en Rusia. Hace falta conocer la nueva filosofía y la nueva moral de los
bolcheviques, escuchar a los poetas soviéticos que son ensalzados por el
régimen hoy en día; hace falta tener presentas las ejecuciones de la
música orquestal bolchevique y haber visto su teatro geometrizado y sus
nuevas pinturas, haber tomado parte en esa alegría desprovista alegría
del bolchevismo, antes de poder medir que espantoso e insano gran
sacrificio ha hecho Rusia a esa árida idea. En Rusia está surgiendo un
mundo sin alegría personal de la vida, con pinturas sin colores, con
música sin armonía, con una mirada a una vida vivida sin el soporte
interior del espíritu, un mundo mecanizado que no contendrá en el
futuro más que a máquinas desanimadas en el futuro”.

Qué la tierra bolchevique no conozca los cielos; qué incluso cada


concepción religiosa y cualquier forma de idealismo, y más en general,
que cada punto de vista filosófico diferente del materialismo sea
considerado por el bolchevismo como un “peligro” y un "veneno
burgués" y hecho no tanto objeto de negaciones polémicas, cuánto y
más eficazmente de una radical expurgación de cada escuela y
universidad eso es bastante conocido, ya, a Europa. La filosofía oficial
del bolchevismo es una forma de hegelianismo en que la “Idea” se
transforma en “materia” y el juego dialéctico de las oposiciones sirve
como inicio de una explicación puramente mecánica del proceso, con
respecto al cual cualquier forma de "idealismo" es considerado como
mera "superestructura."

Menos notorio es, en cambio, la eficiencia de la concepción central del


bolchevismo en las ramas de la cultura y en la vida rusa, que Füllop-
Miller sigue estudiando en su esmerado análisis.

En arte, el estilo mecánico futurista está a la orden del día. Por su


posibilidad de presentarse directamente a la colectividad y por su
carácter público, el arte monumental es tomado en especial
consideración. El arquitecto Tatlin declara incompatible con el nuevo
espíritu proletario cada motivo heroico, estético o simbólico: él proclama
la “imagen mecánica” y el "monumento" a la máquina en arquitectura,
como las expresiones mas adecuadas para los tiempos modernos. Tatlin
proyectó monumentos con partes móviles, compuestos por materiales
variados como los que propuso para la conmemoración de la "Tercera
Internacional" y por el Edificio del Trabajo en Moscú. Por una extraño
coincidencia, a la mecánico se unió algo primordial e informe, con la
intención de que "los accidentes anárquicos del arte individual" fueran
desarraigados. Un coloso de hierro que se apoya en una estructura
metálica se proyecta como monumento a la revolución comunista. Un
montón de plástico cubofuturista recuerda a Bakunin. La imagen de
Lenin es grabada de manera sumaria y gigantesca en una roca viva,
como los monumentos de las épocas arcaicas. Una especie de monolito
sobre bloques escuadrados recuerda a Danton.

El tema de la “imitación de la máquina" dice el Füllop-Miller se está


volviendo en Rusia casi en un equivalente de lo que en otras épocas fue
la “imitación de Jesús”. Lanzado por una serie de manifiestos
"costructivistas" de Grinskij, sin más es asumido en las profundas
transformaciones antidecorativas del arte escénico y del teatro soviético
de propaganda. Al entusiasmo despertado por los "danza-máquinas"
lanzados por Foregger, se une la exigencia, de que el principio de
organización penetre en la producción de la nueva poesía proletaria. La
"tradición burguesa" de un Puskin, de un Gogol, de un Dostojewskij, es
declarada "liquidada", y tres de los poetas promocionados en la nueva
Rusia (Bednyi, Maiakowskij y Marienhof) exigen precisamente que a la
humanidad colectivizada le corresponda también una poesía colectiva,
llegando a la idea de que la poesía y la literatura bolchevique deben ser
completamente impersonales, no servidoras del "gusto" y del “capricho
estético” del intelectual, sino hacerse instrumentos y "martillos" que
inciten el proletario a la acción.

Así mientras la lírica toma un curso demagogico-meánico, empiezan a


aparecer obras que en lugar del nombre de un autor individual, llevan el
nombre de un grupo: "Grupo de los 23”, "Grupo de los 14” o el "Círculo
comunista de Riasin", etcétera. Nada más característico, por ejemplo,
que estos versos llevados por la introducción de la obra “Ciento
cincuenta millones” de Maiakowskij uno de los poetas soviéticos más
cotizados:

Ciento cincuenta millones

Tal es el nombre de quien ha compuesto este poema:

El estrépito de los disparos y los tajos,

Tal es su ritmo...

Yo soy la máquina que habla.

En la música, el mismo principio de liquidar todo lo que es individualidad


y calidad, cristaliza con el principio del “humorismo” futurista en una
lógica precisa: puesto que el ruido constituye el elemento general e
impersonal de la vida, así la nueva música proletaria preferirá el ruido al
sonido y a la voz, y abrazará "todos los ruidos de la edad mecánica, el
ritmo de las máquinas, el silbido de los establecimientos, el ruido de las
grandes ciudades y las granjas". Además, en un intento de superar a la
orquesta burguesa, dedicada al placer privado de unos pocos, se han
intentado ejecuciones sinfónicas abiertas, audibles a distancia y tocadas
a distancia con sirenas, campanas, motores, ametralladoras y baterías,
dirigidas megafónicamente. Por otra parte el profesor Zeitlin reafirmó el
principio bolchevique de la cooperación en su intento de constituir una
orquesta sin director, fundada en Moscú y todavía existente.

Pero el tema de la mecanización y la despersonalización no se detiene


aquí: pasa a aspectos más profundos. El rostro se vuelve máscara:
sobre la base de la tendencia instintiva de todos los rusos a "dramatizar"
sus experiencias personales, Nikolai Evreinoff enuncia la "teatralización"
de la vida, que conduce al espíritu de grandes manifestaciones
colectivas, estudiadas así para despertar al mismo tiempo el "estado de
masas" en que se reaviva la representación del ente-masa exaltando el
recuerdo de los fastos de la revolución y los ideales de la futura edad
mecánica.

La liquidación de cada vínculo de carácter tradicional e interior en la vida


cotidiana, es suficientemente conocido en la Rusia soviética, para que
insistamos ahora: se nivelan las clases sociales, los sexos y la mujer
pasa a ser algo neutro con su completa equiparación al hombre en cada
esfera de la vida pública, tal como se ha llegado actualmente en Rusia.
La familia es virtualmente disuelta. Cada relación privada toma un color
gris e indiferente con respecto del tema central de la omnipresencia de
la conciencia colectiva.

La misma espontaneidad vital del gesto humano se intenta suprimir a


través de una oportuna "racionalización". Gasteff funda un "Instituto
para la organización científica del trabajo y para la mecanización (sic)
del hombre", que no tiene inconveniente en aplicar el taylorismo a la
determinación científica de los movimientos a los que debería limitarse
el ser humano en el ejercicio de cada oficio. Y como si eso no bastara,
hay quien ha denunciado restos de "ideología burguesía" en los métodos
de Gasteff, llegando incluso a considerar el gesto individual como un
arte separado, sin percatarse de que el verdadero objetivo es disolver al
individuo en la "gran máquina moderna, donde el individuo masa tiene
que ser parte de un potente conjunto de turbinas". El mundo
subterráneo de Cosmopolis o el de La Máquina del Tiempo de Wells,
bastante similares, no podrían ser mejores símbolos de lo que la nueva
época proletaria soviética siente como más próxima a su propio espíritu.

Quién desee examinar otros cientos de aspectos de la nueva Rusia, se


encontraría en todos el mismo espíritu y la misma intención:
desintelectualización y mecanización, con el objetivo de destruir desde
las raíces el sentido del hombre individual y el valor de lo humano. Está
en un mundo sin matices, automático, sin color, donde nunca puede
decirse "mío" o "tu" -el pensamiento menos que la tierra, el gesto
menos que el ímpetu- y se despierta lentamente la forma titánica y
oscura de la "Bestia sin Nombre."

La representa un cartel de Kúpka, provisto de una morbosa potencia


sugestiva, con el título de “La masa en marcha”. Se ve una extensión
inmensa e igual de hombres que marchan con un idéntico movimiento
como algo único y fatal. En los cielos desiertos y grises el mismo
hombre se proyecta, agigantado y sobresaliendo, con el mismo gesto. Él
indica: ¡Adelante! Su cabeza no tiene rostro.

Trágica marcha, que no conduce a ningún sitio. Ya Tolstoi, precursor


bajo varios aspectos del bolchevismo, en “Guerra y Paz” presentó con
Napoleón la creencia en los "dominadores" de la historia. Para él, es la
multitud anodina y amorfa la que, en cambio, hace la historia; y los
"dominadores" que creen crearla, se parecen a quiénes, transportados
en una carrera desenfrenada sobre una carroza, se agarran de los
tirantes para mantenerse sobre ella, creyendo que son ellos quienes la
dirigen. La filosofía bolchevique de la historia no es diferente. El
historiador soviético Pokrowskij escribe: "Nosotros no vemos la
personalidad como hacedora de la historia, porque para nosotros la
personalidad es solamente el instrumento con que la historia misma
trabaja". Dejado así, sin jefe y sin espíritu, al gran cuerpo mecánico del
“hombre-masa", el cual, en su marcha irresistible, participa pues de la
misma ley irracional y fatal de las fuerzas brutas de la materia.

Tal es la pesadilla que la Rusia de hoy incuba asumiendo un carácter


profético-místico de "nuevo era", de "nueva humanidad", de "categoría
superior". El surco profundo dejado en el pueblo ruso por la servidumbre
secular a señores despótico, próximo al aspecto fatalista asiático que
siempre ha manifestado, bastan para iluminar la posibilidad psicológica
de esta desintegración radical y consciente del individuo en la "Bestia sin
Nombre"; loas como la que Preobrashenskij, fundador de una "Ética
bolchevique", dedicó al jefe del Cheka, cuando le escribió: "La felicidad
humana puede ser alcanzada solamente con la ausencia de la libertad,
con la obediencia de esclavos". Por tanto, está en el espíritu de su
misión que el bolchevismo usa todos los medios para "hacer felices a los
hombres" a pesar de sí mismos, con la idea de liberarlos rigurosa y
científicamente del “engorro del yo” y del “libre albedrío", y, si se nos
apura, con una extraña concordancia con lo que fue la técnica de la
Compañía de Jesús e incluso con idéntica intención. Equivalente a la
inquisición a la que los jesuitas no recurrieron que para "salvar las
almas", el Katorga el sistema de terror ya al servicio de los Zares pasa
implacable al servicio del despotismo colectivo de los Soviets, en lucha
por la causa del “hombre nuevo”.

Sobre esta "novedad", sobre este intento de centrarse en el futuro, los


bolcheviques se ilusionan ingenuamente. Sabemos, sin embargo, que el
estado, en el cual el individuo como tal no existe, sino que vive en él
una conciencia colectiva impersonal, "espíritu" del "clan" o de la tribu a
la que se pertenece, es la forma propia a las sociedades primitivas de
tipo "totémico", las cuales todavía hoy sobreviven en algunos pueblos
primitivos. Fue una lenta y pesada ascensión la que despertó a los
hombres de ese estado y, según una ley de diferenciación, determinó
castas, ordenó jerarquías, distinguió calidades individuales, hasta llegar
al cénit solar de los grandes imperios de nuestras tradiciones.

Aquella antigua conciencia solamente difiere en un punto de la


conciencia a la que el bolchevismo tiende a reconducir al individuo: que
la máquina en lugar de lo que los pueblos primitivos llamaban “maná”
es el elemento para constituir el gran cuerpo acéfalo del ente colectivo.
Pero no por ello son distintos: es una dirección, no hacia el futuro, sino
hacia el pasado, no hacia la “evolución”, sino hacia el retroceso y la
degeneración… es un fenómeno de putrefacción.

Qué este tipo de situaciones pueda concebirse en momentos en los que


la historia experimenta períodos de postración y abandono puede
concebirse sin dificultad. Pero que sea pensado como un “ideas
superior”, que sea elevado a principio y a evangelio y hecho objeto de
una cultura en el sentido más amplio, tal es la originalidad teratológica
que para nosotros representa el bolchevismo.

II

El llamamiento a América como a la “tierra prometida” del “hombre


colectivo" en la Rusia soviética –como se prevé fácilmente por lo que
precede- es declarado y explícito.

Chicago, "metrópoli electromecánica", es glosada por un himno de


Maiakowskij. Gasteff proclama el "superamericanismo", “la tempestad
revolucionaria de la Rusia soviética tiene que unirse al ritmo de la vida
americano". "Intensificar la mecanización practicada en América, y
ampliarla a todos los campos –repiten otros- es la tarea de la nueva
Rusia proletaria". El bolchevismo trata así de arrancar paradójicamente
a Rusia del tronco asiático de su vida, y resolverla en el mundo
americano del hombre-máquina. Sus ideales que por condiciones
locales, industriales y étnicas, casi tendrían en la URSS un sentido de
mitos utópicos, se perciben como realizados por América. De ahí el
misticismo malsano que, a pesar de todo, siempre quedará en el espíritu
ruso, partiendo de los antiguos Dioses, al asumir los nuevos ideales,
desemboca en algo así como una "América como religión."

Estando así las cosas, podemos plantear el problema de ver hasta que
punto se trata de un acercamiento extrínseco y casual o hasta dónde es
algo más.

Como hemos dicho inicialmente, no se puede y no se debe descuidar el


abismo que existe entre Rusia y América desde el punto de vista tanto
de la raza como de la sensibilidad. Esto es tan evidente como la
diferencia entre las formas políticas de ambos, uno es un Estado
despótico comunista, el otro demócrata, federal y capitalista; el uno
impuesto por una minoría de individuos que, con un golpe de mano, han
tomado la dirección de las masas, el otro es un producto
espontáneamente generado por la organización y del impulso productivo
de los individuos.

También la psicología individual es podría ser más opuesta: a los


elementos de apatía asiáticos favorables a la frecuente exaltación
histérica, a un fatalismo unido a una hipersensibilidad pobre en carácter,
frecuentes en el alma rusa, se opone el espíritu práctico, simplificador,
activo, independiente, sano y lleno de iniciativas, del americano.
Tampoco es posible olvidar que de los ideólogos soviéticos trabajan
sobre un medio ruso en estado semi-medieval, en gran parte perdido
entre comarcas despobladas, con medios industriales más que
primitivos, muy alejados de la civilización y de la organización racional
que en América está extendido a cada clase y a cada Estado de la
Unión.

Constatadas estas diferencias, si examinamos las impresiones que se


han llevado algunos de nuestros intelectuales tras su primer viaje a
América –pueden verse, por ejemplo, la correspondencia de Egisto
Roggero y Silvio D’Amico, pero, esencialmente, la obra notable del
Siegfried sobre los Estados Unidos de hoy- no podemos por menos de
asombrarnos cuando percibimos concordancias con la impresión que
sufrió Füllop-Miller cuando pasó revista a los ideales que la Rusia
soviética intenta realizar. Se trata en ambos casos de la misma
sensación del dominio de una grandiosidad sin alma, de naturaleza
puramente colectiva, falto de un fondo de trascendencia, de luz interior
y espiritualidad verdadera.

Al igual que Rusia, América en los temas centrales de su "civilización" y


su modo de considerar las cosas y la vida, ha buscado algo nuevo; ese
“algo nuevo” cristaliza en una precisa contradicción con nuestra cultura
y nuestra tradición europeas, en seno de la cual, sin embargo, penetra y
siempre sobre la que se impone cada vez más. El americanismo ha
introducido en nuestra época la religión de la práctica, ha enfatizado el
interés de la renta, de la producción, de la realización mecánica,
inmediata, visible, cuantitativa, por encima de cualquier otro interés.
Construye un ente titánico que tiene oro por sangre, máquinas por
elementos, técnica por cerebro, ante del que Europa que incluso ha sido
la promotora de las formas modernas de la gran producción industrial se
detiene: se detiene, porque percibe las extremas consecuencias que,
lógicamente, proceden de aquel primer impulso, pero se divisa, al
mismo tiempo, una especie de reducción al absurdo, que solamente
podrá aceptar como su destino al precio de comprometer
irreparablemente una civilización anterior e incompatible, que constituyó
el más auténtico núcleo de su personalidad. Concluyendo su libro,
Siegfried enseña que no son dos continentes sino dos concepciones de
la vida las que entran en contradicción: aquella en la que el hombre es
considerado calidad, vida independiente, valor por sí mismo y aquel otro
en donde el hombre se vuelve un mero instrumento de producción y
rendimiento material por el progreso del ente colectivo.

Mientras las raíces de las que ha surgido la nueva mentalidad


bolchevique son oscuras y casi místicas (Füllop-Milier ve la adaptación
de algunos mitos eslavos teosóficos-mesiánicos sobre el “hombre Dios"),
el muelle que ha conducido a la correspondiente transformación de
valores en América es visiblemente la conquista material: para
alcanzarla, América no ha titubeado a la hora de sacrificar lo que para
nosotros fue la conquista más preciada del esfuerzo civilizador: la
personalidad humana. Escribe Siegfried a propósito: "En su carrera
hacia la riqueza y la potencia, América ha desertado el eje de la libertad
para seguir el del rendimiento y el beneficio.... Todas las energías,
incluidas las del ideal y hasta de la religión, conducen al mismo objetivo
productivo: se está en presencia de una sociedad del “rendimiento”, casi
de una teocracia del rendimiento, que tiende más a producir cosas que
hombres”, u hombres tanto más eficaces y racionales en tanto que
productores de cosas.

"Una especie de mística exalta, en los Estados Unidos, los derechos


supremos de la comunidad -continua el mismo escritor-; el ser humano
se ha convertido en medio más que en objetivo, transformado en un
engranaje de una inmensa máquina, sin pensar un instante que pueda
ser disminuido. La religión, enrolada en la empresa, exalta a el
rendimiento como una mística de la vida y el progreso", de donde deriva
"un colectivismo de facto, querido por las élites y alegremente aceptado
por la masa, al mismo tiempo que mina la autonomía del hombre y
canaliza tan estrechamente su acción que, sin sufrir por ello y hasta sin
saberlo, confirman ellos mismos su propia abdicación". De aquí que
"ninguna protesta, ninguna reacción entre la juventud americana contra
la tiranía colectiva: ella es aceptada libremente, como algo implícito,
casi como si fuera justo lo que le conviene.... El beneficio que lleva es
tan grande, la seguridad que depara es tan perfecta, que conduce a algo
más grande que uno mismo; en este abandono aparece el misticismo,
todo lo demás huye de su pensamiento”.

Es pues gracias al impulso productivo que toma cuerpo en América, casi


diríamos por elección, el mismo “hombre colectivo” que, en cambio, en
Rusia muestra el aspecto feroz de una imposición ejercida por una
pesadilla místico-fatalista. Pero el tema, desde un punto de vista
especulativo, no es sustancialmente diferente: se aquí o allí, el núcleo
de la individualidad como calidad y como valor desaparecen; en ambos
casos lo que se produce es la llegada de un modo de vida materializada
y sin rostro.

Si América no busca, como el bolchevismo, "liquidar" todo lo que es


intelectualidad, nutre, en cambio, un oculto desinterés hacia ella, casi
como si se tratara de un lujo casi que impide estar absorto en las “cosas
serias”, como el gel rich quick [esperar rápidamente la riqueza], el
service, tal o cual manía social, etcétera. Cuando también en América
acuden gracias a sus dólares, algunos exponentes de la intelectualidad
europea, pues es allí donde se manifiestan los mecenazgos más
generosos, todo esto muy raramente tiene una verdadera y raíz interior,
y frecuentemente es, en cambio, una forma de esnobismo propio de
advenedizos. En América –explica Roggero- el descubridor de un nuevo
mecanismo que multiplique el rendimiento recibe más consideraciones
sociales que el "señor", el «asceta", o el constructor de una nueva
doctrina. En un laboratorio científico -añade Siegfried- el conjunto de los
instrumentos apasionará al americano más que la la investigación en sí
misma. "Dondequiera que hay algo que hacer, él se encuentra a gusto;
cuando no actúa, se siente desorientado.... no le basta nunca de “ser”,
siempre le hace falta de realizar, realizar de forma que se vea”.

Si América no ha prohibido, como el bolchevismo, la antigua filosofía ha


hecho algo mejor; William James ha declarado que lo útil es el criterio
de lo auténtico, y que el valor de cada concepto, incluso metafísico,
debe ser medido por su eficacia práctica y, en último análisis, colectivo-
social.

El bolchevismo ha abolido la religión. América no llega a tanto, pero sin


enterarse, incluso convencida más bien de lo contrario, ya no es capaz
de distinguir la “religiosidad” de lo que es realmente religioso. Ya en el
protestantismo, la religiosidad, carecía de todo interés metafísico, ritual,
ascético y simbólico, reduciéndose a un mero moralismo, que en los
países anglosajones y sobre todo en América, trasvasan a la colectividad
organizada. "La única verdadera religión nacional americana -sigue
Siegfried- es el calvinismo, una concepción que convierte al grupo y no
al individuo en la verdadera célula del organismo social", y dónde la
misma riqueza es considerada, a los ojos propios y ajenos como una
señal de la aprobación divina. Dice Siegfried: "resulta difícil discernir
entre aspiración religiosa y caza de la riqueza”. El análisis que realiza
sobre el núcleo católico de los Estados Unidos y sobre su eficiencia, no
impide llegar a la conclusión de que "la corriente central que amenaza
con arrastrar todo en América, y del que cada cual, protestante, católico
o judío, sufre su atracción, es la necesidad de la realización material
tangible. El objetivo de la sociedad religiosa ya no sea hacer vivir
místicamente a los espíritus y a las almas, sino reclutar y organizar las
energías.... Se admite como moral deseable que el espíritu religioso sea
un factor de progreso social y desarrollo económico". Las virtudes
relativas a una realización superior e interior son consideradas como
inútiles, e incluso casi como nocivas. Realmente ¿estamos tan lejos del
principio de Lenin, de "excluir cada concepción sobrenatural, extraña a
los intereses de clase"? ¿No estamos, acaso en la misma línea de
rebajar todos los puntos de vista al puramente humano y terrestre, que,
en el fondo es lo que consiste la verdadera negación del religiosidad?

América no habla del “hombre-masa”: no habla, porque, de hecho, lo


lleva contenido en su alma: el oro, la fuerza monstruosa e impersonal
de un consorcio sin patria que conduce a la red inexorable de los trusts
que pueblan América, que anima a las metrópolis de cemento y acero
hacia la conquista del mundo y que mide a los individuos, dando a cada
uno su sitio y su valor: el oro es verdaderamente el cuerpo en el que
vive de forma invisible la "Bestia sin Nombre". Y aquí vale la pena tocar
un punto importante: la diversidad del sentido que el dinero va
adquiriendo en América respecto a lo que ha tenido siempre en Europa,
partiendo de la civilización clásica y del feudalismo medieval. Aquí, el
dinero fue un medio: al señor, el dinero le servía para ejercitar formas
exquisitas que testimoniaron la magnificencia, la calidad, la sensibilidad
por cosas diferentes y privilegiadas. En el americano, en cambio, el
dinero está volviéndose un fin en sí mismo: sobre la base de la extraña
desviación de la ética calvinista antes señalada, y que Max Weber ha
analizado perfectamente, la conquista del dinero, el lucro y el beneficio,
se realizan como una vocación y una misión, algo que casi debe ser
buscada en si mismo y para sí mismo: es la ascesis capitalista. Más que
poseer su dinero y ser libre con respecto a él, utilizándolo para
trasmutar el poder en un sentido de majestad, el multimillonario
americano casi parece un mero administrador, interiormente idéntico a
cualquier empleado suyo u obrero, se limita a ser, a menudo, un
instrumento impersonal y ascético cuya actividad se dedica a recoger
dinero, convertirlo en rentas y ampliar el volumen de negocio en redes
cada vez más amplias, que atraen a millones de seres y deciden la
suerte de las naciones, mediante la fuerza impersonal del oro.

El anti-individualismo revestido con la promiscuidad comunista y los


mecanismos seudo-místicos en la Rusia soviética, en América tiene, en
cambio, el aspecto de la estandarización, del prohibicionismo, del
conformismo, de la moralización obligatoria y organizada, como si se
tratara de una fotocopia de la mentalidad jesuítica hallada por Fülop-
Miller en la educación soviética. "Cada americano, se llama Wilson,
Bryan o Rockfeller, es un evangelista que no puede dejar tranquila a la
gente, y que constantemente tiene el deber de predicar", convencido de
su obligación hacia los otros para convertirlos, purificarlos, elevarlos al
nivel moral de los Estados Unidos que no dudan es el más alto. Lucha
contra el alcohol o el tabaco; propaganda feminista, pacifista,
antivivisección, americanización de los inmigrados, hasta el apostolado
eugenésico y neomalthusiano, el espíritu siempre es el mismo, y
siempre prevalece la misma la voluntad de estandarización, la
intolerancia hacia quienes tienen un criterio individual y quieren
disponer de su propia existencia. Y esta aptitud –tal como reconoce
Siegfried con precisión- es un peligro que va más allá de lo que es
simple rectitud personal. Acreedora hacia el mundo entero, todo es
permitido a América: puede estrangular o socorrer a gentes y gobiernos,
convencida de poderlos juzgar desde lo alto de su superioridad moral y
de tener no incluso derecho, sino más bien el deber, de imponer sus
lecciones y sus principios.
La comodidad (el confort) al alcance de todo, la superproducción, es el
milagro de América: pero "ha pagado por ella un precio trágico, el de
millones de hombres reducidos al automatismo en el trabajo. El
taylorismo [Evola utiliza la palabra “fordizzazione” NdT], sin el cual no
existiría la industria americana, conduce a la estandarización del
individuo mismo". El crear con personalidad, el trabajo como arte, en
donde cada objeto casi tiene un poco del alma de quien lo hizo,
desaparece sustituido por la producción en serie, rápida, automática,
desanimada, cuantitativa. Unificado el producto, se trata de unificar
quien lo consume. "El teatro, el cine, el cartel, asimismo estandardizado,
concurren a esta unificación sin piedad, en el que las diferencias locales
y hasta las distinciones de clase tienden a reducirse y a desaparecer”.

Roggero en su correspondencia de Nueva York escribe textualmente:


"Americanismo significa supresión del individuo, vida del rebaño,
maquinismo, estandarización de las costumbres, supresión de los
particularismos y los colores locales, uniformidad, simetría". Lo que es
experimentado como complicación e interioridad, lo que es espíritu de
delicadeza, de calidad y de matiz en los americanos se hace raro hasta
lo increíble. Hasta en su alma están unificados, tampoco aquí quieren
preocupaciones, es tan simple y natural como puede serlo una hortaliza:
exorcizado cada sentido trágico de la vida, su existencia se desarrolla
sin roces sobre dos dimensiones en las que puede percibirse toda su
mediocridad y la uniformidad optimista-moralista de su concepción de la
vida y del sentir: nos referimos a la cinematografía americana, tan
admirablemente perfecta en todo aquello que es dominio de muerta
técnica.

En un exhibicionismo soso, sus mujeres parecen hasta castas, sin


capacidad para llegar a las “complicaciones” de la sexualidad,
considerada como pecaminosa. También aquí existen paralelismo con
algunos aspectos bien conocidos de las costumbres de la Rusia
Soviética; el sentido de indiferenciación pre-sexual y de contaminación
entre camaradas (por que cada amor soviético siempre tiene cierto
matiz de incesto) tiene su paralelismo en América cuando encontramos
al tipo neutral y masculinizado, de sus mujeres, en su estilo, sus
costumbres y su mentalidad. La emancipación soviética de la mujer con
la equiparación de todos sus derechos a los del hombre, concuerda
exactamente con la realizada en América gracias al feminismo: en
ambos casos se ha logrado la desintegración de la familia. El ritmo, si no
es idéntico, es indudablemente análogo.

No son solamente estos los puntos comunes que podrían ser indicados
en la vida y en la cultura de estos dos pueblos. Aquello con lo que el
americano vibra más sinceramente que a cualquier motivo de un Bach,
de un Palestrina o de un Wagner, lo expresa e incorpora a la misma
lógica de la música hecha de ritmo y ruido similar a la del bolchevismo:
es el jazz. En las grandes metrópolis americanas donde centenares de
parejas se agitan juntos como fantoches epilépticos y automáticos a los
ritmos sincopados negros de los charlestons y los blackbottoms, se
percibe realmente el "estado de masas", la psique primordial del ente
colectivo mecanizado que despierta. Lo mismo puede ser percibido en el
delirio insensato de las competiciones deportivas americanas, realizadas
con análogos objetivos a las expresiones teatralizadas de la "vida" en
Rusia.

Los poetas bolcheviques que quieren colectivizar y socializar la poesía


¿no tienen quizás su precursor en el americano Walt Whitman, cantor de
las muchedumbres proletarios y sin rostro? ¿No hallan quizás su tema
en la última filosofía de más allá de océano el neorrealismo cuya
desintegración de la individualidad de los fenómenos, de los procesos
mentales y de la misma personalidad en un atomismo lógico es
expuesta en volúmenes formados por el trabajo colectivo de un grupo
de autores? ¿Y aquella exigencia, de desinteletualizar y pragmatizar lo
bonito ha tenido quizás una más radical eficiencia que en la
transformación, realizada por las razas anglosajonas, del lujo en
comodidad, y en el insensible, pero preciso, absorción del criterio de
elegancia y "estilo" en aquel de la "funcionalidad" en los vestidos, en las
modas, en las viviendas, en todo?

Repitámoslo: en la Rusia soviética se trata de algo que permanece


todavía entre tinieblas, trágico ideal de una utopía en lucha contra las
costumbres asiáticas, mientras que en América temas análogos salen a
la luz y al aire libre, en formas prácticas que prescinden de la ideología y
de los matices mesiánicos. Al americano le falta el sentido de la renuncia
fatalista, de la inminencia sobre él de la gran sombra casi personificada
del “hombre colectivo”, del hombre-masa. Como hemos visto se cree,
en cambio, libre a si mismo, quiere ser lo que es, y llama a su tierra, la
“tierra de la libertad”. Pero nosotros europeos, pensamos acerca de esto
lo mismo que Dostoiewskij dice en “Los Locos”, cuando plantea la
doctrina social de Cigaleff, una verdadera anticipación profética del
bolchevismo: pensamos en aquel estadio de la humanidad en que,
después del tiempo necesario para una educación metódica y razonada
durante generaciones, vuelven a la extirpación del "mal" constituida por
el “QI” y el "libre albedrío", los hombres, no se percatan de ser esclavos,
volverán a la inocencia de un nuevo Edén, diferente del bíblico por el
mero hecho de se trabajarár. "El buen improvisador no precisa atar",
observó Laotzé: el más profundo grado de intoxicación no reside en el
que logra sentirse humillado e inútil, sino en el que ni siquiera percibe
su condición de esclavo y, actuando, cree ser autónomo y espontáneo,
mientras que, en realidad, nada de lo que supone el Yo, el fuego
indomable de libertad infinita que sitúa más allá de cada límite y de
cada forma, arde más en su sustancia interior.

Quién está fuera de este engranaje, ve. Detrás de las formas titánicas
de la nueva civilización de más allá de océano, divisa asimismo el
espectro de la "Bestia sin Nombre."

***

Dijimos pues: dos pinzas de una tenaza, desde Oriente y Occidente


están cerrándose alrededor de nuestra Europa.

Si el bolchevismo ha despertado, y todavía seguirá despertando,


reacciones precisas de quienes lo ven como algo mortal para toda la
tradición de nuestra cultura, sin embargo, Europa, de mil manera
diferentes, va padeciendo la influencia del americanismo; incluso en el
ámbito de la depravación de los valores e ideales que están detrás del
americanismo y que el bolchevismo conduce en la cumbre.

No podemos ilusionarnos: las medias tintas no son posibles: se trata de


un mundo completo, que debemos aceptar o de rechazar en bloque.
Roggero delante de América, lo ha visto de manera diferente: no se
puede conservar el propio patrimonio intelectual, la misma tradición, la
misma concepción del mundo él escribe y, al mismo tiempo,
americanizarse. La americanización de algunos aspectos de la vida
europea representa quizás una especie de caballo de Troya con el que
América -acaso sin pensarlo y sin quererlo, queriéndolo en cambio
nuestra debilidad- disolverá la civilización del viejo continente, en el que
ya se han aposentado las ideologías comunista, pacifista,
internacionalista, bolcheviques y demócrata, siembran el fermento de
descomposición.

Entre las naciones europeas, se puede decir que Italia haya sido la
primera que de modo más definida ha planteado una reacción y una
alarma. Con el fascismo el peligro bolchevique ha sido bloqueado, y
además figura entre las naciones relativamente más inmunes al mal
americano. ¿Será capaz de llegar hasta el final?

Además, por largo que pueda ser el camino, no hay que olvidar el hecho
que Italia es heredera de aquella tradición occidental, que más que cada
otra es el anti Soviética y el anti América. Queremos hablar de la
tradición mediterránea, y especialmente clásico y romana.

De la misma forma que la finalidad de la "Bestia sin Nombre" es la


destrucción y la desintegración del individuo cuyo valor con respecto a la
psique colectiva e impersonal es nulo, la verdad de la Tradición Romana
es, en cambio, la afirmación del valor de lo individual y plantea en la
individualidad la medida de la realidad. Alejada de la promiscuidad
informe de las sociedades primitivas y totémicas, puede asumir por
precisamente la visión aristotélica, de donde los "géneros", las "ideas" o
los "universales" son considerados como potencialidades abstractas, que
se manifiestan solamente en individuos que son capaces de realizarlos
bajo una ley de diferenciación y originalidad irreductible. Son mera
"materia" que pide al mundo de lo individual su "forma."

El mundo clásico y mediterráneo ha exaltado el sentido de la dignidad


individual, de la diferencia, de la aristocracia y de la jerarquía: ha
puesto por encima de todo el ideal de la cultura, en el sentido de
realización del individuo, de creación de "tipos", obras vivientes de arte
expresadas en personas realizadas interiormente. Y en la "autarquía"
personal, florecida en el dominio soberbio de los que se poseen a sí
mismos, evoca al tipo dórico y homérico cuya pureza es fuerza y cuya
fuerza es pureza, ha reconocido el "virtus", verdadero germen de la
relación que hace comunicar lo humano no con el humano.

Nuestro tradición no ha conocido jamás piedras atadas en el cemento


inaprensible del vínculo colectivo, de la ley mecánica, del despotismo
social pero valles y cumbres, fuerzas a lado de fuerzas y a fuerzas
contra fuerzas, organizadas él libremente en relaciones directos y
orgánicos guerreros, heroicos y sacrificales, en actos de absoluto mando
y absoluta dedicación: núcleos fuertemente localizados y solarios,
culminantes allá dónde el imperium fue sentido como la presencia de
una fuerza por lo alto. Por lo tanto organización en sentido verdadero y
viviente, no amalgama, no compuesto. Aquí el individuo está no parte
impersonal, pero miembro unido directamente al todo y constituyente
una función y una modalidad de vida distinguida e irreductible, que no
debe ser borrada o nivelada, pero llevada a ser cada vez más
perfectamente e intensamente si mismo para la mayor riqueza y
determinación del gran cuerpo completamente.

Nuestra tradición ha vitoreado a los "héroes", ha celebrado a los


dominadores, ha celebrado los hombres dioses. Y si, a diferencia de
algunas concepciones semíticas y asiáticas, no han separado lo
espiritual de este mundo terrenal, de modo inequívoco han afirmado, sin
embargo, el derecho soberano de la cualidad, de la idea y de la
sabiduría sobre lo que es “práctico” y condicionado, que deben dominar
mediante el acto de personas realizadas en el mismo modo que el
sentido domina a la palabra y el alma al cuerpo. Y en la pax profunda
propiciada por la potencia romana, difunde por todo el Mare Nostrum la
luminosa civilización del helenismo.
En la sensación de la unidad inmanente, despertó otros ojos, otras
orejas, otros elementos de potencia, y no los conocidos por los
novísimos bárbaros. En lugar de materializar y mecanizar incluso lo
humano, escuchó el eco de fuerzas vivientes e inmortales en acto tras lo
que los modernos llaman “materia” y “leyes mecánicas”, y estableció
contactos reales con ellas por medio del ritual y del símbolo; de donde
despertó en aquellos en quienes "dios se hizo carne" (en sarkì peripolòn
teso), en el sentido de ser "todo en todo, compuesto por todos los
poderes" (Corp. Hermet.), libre como "un mundo en el mundo" (Plotino)
incluso en su no ser más que sí mismo, en la jerarquía de los seres. Y el
Imperio -no la promiscuidad bolchevique, ni el federalismo o el
democratismo de las modernas sociedades- coronó lógicamente esta
concepción, y su jerarquía armoniosa adquirió el sentido de reflejo y
símbolo de la jerarquía del mundo intelectual y divino.

Es una concepción del mundo, de las cosas, de la vida, completamente


diferente, entendida, no como una abstracción filosófica, sino como algo
viviente y presente en la misma sangre; trasponiéndose como
significado en el seno de todas las actividades, articuladas de forma
inestable, pero organizadas en torno a un eje único. La contingencia de
los tiempos la ha sepultado gradualmente y la gran sombra del “Ente sin
forma" supone, finalmente, su negación definitiva.

¿Estará en condiciones Italia de revivir tal tradición? ¿Será capaz de


hacerla revivir incluso bajo otras formas, en otros espíritus, en otras
potencias? El bolchevismo ha visto (y lo ha declarado por boca de uno
de sus principales ideólogos) que "El mayor obstáculo que está ante el
hombre nuevo es el mundo romano-germanico."

Si Italia, que ha recuperado en el Águila y en el Fascio los símbolos del


mundo de la tradición, sabe asumir todo lo que como tradición
mediterránea está detrás de este símbolo, se liberará de las
contingencias de una nación particular, y ascenderá asumiendo la
defensa del occidente delante del peligro americano-bolchevique.

(c) Edizioni di Ar, “I saggi della Nuova Antologia”

(c) Ernesto Milà, por la traducción en lengua española.

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