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Dieciséis de largo por doce de ancho.

Esa era la cantidad de azulejos que cubría el suelo del salón


de eventos. Lo sé porque los conté. Eso eran más o menos seis metros y medio por cuatro. Lo sé
porque calculé que cada azulejo era apenas más largo de lado que una hoja, aproximadamente un
tercio más.

Lo sé porque cuando me encuentro en un lugar en el que hay un montón de humanos haciendo lo


que les es propio —conversar— mi cerebro busca la comodidad de contar aquello que se la da
contar. Azulejos, tablones, ladrillos, baldosas.

No es que no sepa lo que se supone que debo hacer. Después de todo, y ante numerosas
consultas, todo apunta a que pertenezco a su misma especie. Pero qué difícil puede ser comenzar
una conversación. Así que uno, dos, tres, dieciséis. Muy bien, estamos progresando.

Romper el hielo alude a ese primer acto heroico de quebrar las gélidas aguas conversacionales
para abrirnos paso hacia un diálogo. Como con muchas de estas expresiones, es dificilísimo
rastrear su origen, pero una de sus primeras apariciones es en la obra The Taming of the Shrew
(1592) de Shakespeare. Allí se presenta el desafío de conquistar a Katherine, famosa por
ahuyentar a sus pretendientes. “Romper el hielo”, entonces, podría entenderse allí como el
desafío de disolver la tensión en la habitación y lograr que Petruchio logre seducirla.

Pero otro sentido, mucho más específico, alude a su frialdad. Katherine es despiadada y nadie
quiere acercársele, mucho menos casarse. En este sentido debe ser “derretida”, en clara alusión al
título de la obra (“la fierecilla domada”), consideraciones sexistas a un lado.

Un uso quizá más cercano nos sea el de Samuel Butler en su poema Hudibras (1678), en el que
comentando acerca de la dificultad de hablar en público se describe a un orador que para
conseguir una audiencia tiene que “verse sabio” y “lograr romper el silencio, y el hielo”.

En uno de sus monólogos, recopilado en SeinLanguage (1993), Jerry Seinfeld comenta que uno de
los principales temores es hablar en público, justo después de la muerte. “Eso significa que una
persona promedio en un funeral prefiere estar adentro del cajón que al frente pronunciando el
panegírico”.

Claro que hablarle a alguien que no conocemos no es exactamente lo mismo que hablar en público
—o tener que enumerar virtudes de alguien que yace en un ataúd— pero a veces puede ser
incluso más intimidante. Cuando estás en un escenario las caras se disuelven en una silueta
informe, cuando estamos sosteniendo una bebida y tratando de mantener contacto visual puede
ser mucho más difícil recordar nuestras líneas.

“Hablando se entienden las personas” va el dicho, y parece sensato. Pero la dificultad a veces se
encuentra en ambos lados de la ecuación: no siempre es fácil hablar ni entender. Aunque al hablar
podamos confirmar las sospechas acerca de nuestra poca lucidez, al callar probablemente nos
perdamos una de las dimensiones más ricas de la naturaleza humana.

“Creo que una gran cuota de dolor en la vida de las personas”, opinaba Pete Holmes, “viene de no
abrirse a compartir honestamente lo que realmente pensamos, lo que sentimos, lo que nos gusta
y lo que nos disgusta”. Es esta cuota de honestidad quizá lo primero que debamos tener en cuenta
para animarnos a romper el hielo.
Si para perfeccionarnos debemos practicar mucho, discutiblemente quienes mejor hablan son las
personas que más lo hacen. Larry King, experto entrevistador, escribe en How to Talk to Anyone,
Anytime, Anywhere (1994) que la primera vez que le tocó hablar frente a un micrófono se quedó
sin palabras. Bajaba la cortina musical y la volvía a subir sin siquiera balbucear hasta que, luego de
varios intentos y un grito de parte de su productor, bajó la música y confesó que ese era su primer
día en la radio. A partir de ahí todo fluyó: ya estaba hablando, solo restaba continuar.

La honestidad, aprendió, era el truco para no equivocarse. Dejar que la persona con la que
queremos hablar sepa lo que nos pasa nos empuja de una patada de la inacción a la acción. Claro
que con esto no alcanza. Para King hacen falta dos ingredientes más: un sincero interés en la otra
persona y una apertura a dejarnos conocer. No podemos tener un diálogo enriquecedor si no nos
interesa lo que nos dicen o no respetamos a la otra persona.

Y, volviendo a Holmes, debemos abrirnos a revelar el tipo de información que quisiéramos conocer
de la otra persona, qué nos gusta y nos disgusta, de dónde venimos y hacia dónde queremos ir. Así
es, después de todo, como se gestan los vínculos significativos.

Todo esto está muy bien, pero mientras contamos azulejos el mundo transcurre alrededor y
nuestra timidez sigue firme al volante. El pequeño detalle es que la timidez no suele ser un asunto
binario y parece ser que a todo el mundo un poco le aqueja el desafío de acercarse a conversar
con alguien que no conoce. En la mayoría de los casos el mero hecho de compartir un espacio con
alguien más es evidencia suficiente de que pertenecemos allí tanto como el resto.

Que enfrente tengamos a un profesor con cuatro doctorados, —cuando nosotros no terminamos
la facultad— a un astronauta o a una persona que claramente podría estar en la tapa de una de
esas revistas adornadas con citas en tipografía gigante que las hacen quedar como imbéciles, no
deberíamos desarmarnos. Las personas generalmente disfrutarán de una conversación siempre y
cuando nos presentemos con interés por lo que puedan decir.

Fundamental como parece ser la habilidad de vender en el mundo en el que vivimos, gran parte de
la literatura acerca de cómo comenzar una conversación suele girar en torno a los mismos
gastados trucos: sonrisas, postura corporal, contacto visual, todo eso. Pero a la raíz de todas esas
recomendaciones está la comodidad: “Hablale a una persona sobre sí misma”, va el dicho, “y
escuchará por horas”.

Cómo lograr que alguien nos hable por horas, o al menos hasta que el evento termine, parece
redundar en el desafío de romper el hielo. Y temas para lograrlo parecen sobrar. Charles Dudley
Warner, amigo y colaborador de Mark Twain, parece haber señalado que “todo el mundo habla
acerca del clima pero nadie parece hacer nada al respecto”. Sin embargo, lluvias, sequías,
tornados y todo eso parecen ser temas infalibles. Mi vasta experiencia con taxistas lo confirma,
aunque por algún motivo siempre se termina atribuyendo la culpa, de una manera u otra, al
gobierno.

Mi ventaja, evolutiva o no, al momento de hacer preguntas es que todo me produce curiosidad.
Pero sin necesidad de llegar a ese extremo rayante en lo patológico, hay una suerte de algoritmo
que podemos seguir para hacer que el hielo que antes nos separaba de una persona pase a
cumplir una función mucho más idónea, como enfriar el whisky que llevo en la mano.
Primero, siempre conviene ser quien comienza la conversación. Esto implica priorizar el riesgo
sobre el rechazo. El truco está en que cuanto más nos rechacen menos pesará cada rechazo. Luego
vienen las preguntas de cortesía, aquellas que remiten al contexto inmediato en el que nos
encontramos, evitando las preguntas cerradas, aquellas que se responden con sí o no. Si la otra
persona lleva un libro podemos preguntarle al respecto, aunque si no lleva ninguno no es buena
idea increpar con una pregunta acerca de su falta de cultura literaria. Comentar acerca de algo que
dijo puede ser bueno, aunque comenzar una conversación con un contraargumento, en mi
experiencia, no es el camino.

En tercer lugar debemos poner especial cuidado en escuchar con atención. Si nos enfocamos en lo
que vamos a decir a continuación nos vamos a estar perdiendo de la parte más interesante de la
conversación, que no es precisamente escucharnos hablar. Esa necesidad puede calmarse
grabando un podcast y luego forzando a nuestras personas cercanas a que lo escuchen, presentes
para asegurarnos de que lo hagan.

Y es precisamente ese aspecto lo que hace a la cuarta recomendación: para preguntar debemos
poder pescar información que nos sirva para hacer mejores preguntas, a medida que vamos
articulando lo que escuchamos con lo que conocemos. Un pie, luego el otro y de repente estamos
bailando el vals de la conversación.

Por último, y para evitar que nos confundan con un agente secreto, es importante la reciprocidad.
Si vamos a hacer preguntas debemos poder responderlas. De lo contrario a nuestra
descontracturada conversación le estará faltando una lámpara apuntando a la cara de la otra
persona mientras nuestro compañero se prende un cigarrillo, impaciente por saber dónde está el
cargamento de drogas, listo para interrumpirnos golpeando la mesa.

Dale Carnegie, autor del manual para manipuladores seriales How to Win Friends and Influence
People (1936), lo resume bastante bien: “Para ser interesantes, debemos interesarnos”. El truco,
en su experiencia, está en hacer preguntas que la otra persona disfrute de responder. Esto, a
todas luces, coincide con los consejos de seducción que da el personaje de Will Smith en Hitch
(2005).

La clave, sigue Carnegie, está en lograr que las personas hablen de sí mismas. “Recordá que suelen
estar más interesadas en sí mismas y sus problemas que en vos y los tuyos. El dolor de muelas de
alguien es mucho más relevante para esa persona que cualquier crisis humanitaria. … Pensá en eso
la próxima vez que empieces una conversación”.

Y a todo esto no nos detuvimos en el lenguaje corporal. En este punto suele ponerse especial
énfasis en la importancia de mirar a los ojos. Sin falta, toda la bibliografía resalta esto como
indispensable elevando al infinito mis ganas de cerrar el libro y resignarme a nunca volver a
conversar en mi vida. En contra de lo que todas estas personas dicen, puedo sumar, a veces
alcanza con demostrar nuestra atención de otras formas. Por ejemplo, con preguntas interesadas.
Paradójicamente, algunas personas nos perdemos si miramos demasiado a los ojos. Tomen nota,
cerebritos.

King, cabe aclarar, me da la razón. El lenguaje corporal, en su opinión, debe ser tan natural como
el verbal. Es por esto que si debemos forzar nuestra mirada, nuestra postura o cualquier aspecto
de nuestra corporalidad, se va a notar. El lenguaje corporal que usemos acompañará lo que
digamos, y es por esto que si logramos la comodidad, es esperable que esto se manifieste. Y, si no,
siempre podemos apelar a la honestidad y explicar que nuestros cuerpos hacen lo que se les
canta, pero que todo bien, te estoy escuchando y me interesa lo que decís.

Conversar, como cualquier persona que se haya detenido dos minutos a estudiar el asunto, es
inmensamente complejo. Pero a diferencia de, por ejemplo, un agujero negro, conversar es un
fenómeno social cuyo propósito es el entendimiento. “El habla”, explica Elizabeth Stokoe en Talk
(2018), “está diseñada por humanos para humanos para lograr cualquier aspecto de nuestras
vidas”. Conversar es la mejor herramienta que desarrollamos para desenvolvernos en nuestros
intrincados universos sociales.

Stokoe, a diferencia de la mayoría de autores, no se dedica tanto a hablar sino a estudiar el habla.
Y para ella hay algunos errores comunes que podemos evitar. Apresurarnos a preguntar cómo está
la otra persona como parte de un saludo, por ejemplo, no es una buena costumbre, sobre todo si
no vamos a responder la pregunta. A veces es preferible dejar que la pregunta caiga más
orgánicamente a medida que la conversación se desenvuelve. Y nada de ignorar responder si
preguntamos primero. Eso no se hace.

“¡Buenos día!”, le dice Bilbo a Gandalf en The Hobbit (1937). Gandalf lo mira con suspicacia y le
pregunta: “¿Qué quieres decir? ¿Me deseas un buen día, o quieres decir que es un buen día, lo
quiera yo o no; o que hoy te sientes bien; o que es un día en que conviene ser bueno?”

“Todo eso a la vez”, le responde Bilbo, “es un día estupendo para una pipa de tabaco en la puerta
de casa. ¡Si llevas una pipa encima, puedes sentarte y tomar un poco de mi tabaco! ¡No hay prisa,
tenemos todo el día por delante!”

Entonces Bilbo se sienta en una silla junto a la puerta, cruza sus piernas y lanza un anillo de humo
gris que navega flotando sobre La Comarca, sin saber que le esperaba una aventura.

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