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LAS MEMORIAS
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®Biblioteca Nacional de Colombia


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®Biblioteca Nacional de Colombia
COLECCION TEMAS

32

®Biblioteca Nacional de Colombia


I LAS MEMORIAS ,

AGUSTltj
CODAZZ~ /793-
q 1859

Traducción, presentación y notas:

Marisa Vannini de Gerulewicz


De la Facultad de Humanidades
y Educación

EDICIONES DE LA BIBLIOTECA

•UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA

®Biblioteca Nacional de Colombia


El Istituto Editoriale Italiano, de lfilán, publicó la obra en italiano bajo el título
de Le lIfemorie di Agoslillo Codazzi
../
Copyright 1970 by Ediciones de la Biblioteca de la Ullhersidad Cenlml de Vi!flezlIe!a

Diagramación: VILMA VARGAS

®Biblioteca Nacional de Colombia


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...,' t;/56 !
Jj-/f-

Han colaborado en la traducción de Las Alemol'ias de Agustín Codazzi,


bajo la dirección de la doctora Marisa Vannini de Gerulewicz, los siguientes
estudiantes de la Universidad Central de Venezuela, inscritos en los cursos
de Italiano en el año lectivo 1962-63:

Es mela de Lett'as:
Yolanda Capriles y Armando Track.

Es mela de Historia:
Consuelo Valladares.

Escuela de Geografía:
Clemente Espinoza y Manuel Gallipoli.

Esmela de Educación:
Gricela Bermúdez, Mireya Cárdenas, Juan Cabrera, Gladys Contreras,
Glye García, Aglae Giménez, Liria Gómez Puntonet, Luis Gutiérrez
Prado, Gisela Lanz, Noemí Liendo, Bernardo Montero, Ilia Pérez Mén-
dez y Modesto Sánchez.

Escttela de Periodismo:
Angela Bracho y María Esther Lozano.

Lleguen hasta ellos I;J.uestras más e?Cpresi.vas gracias, por el estímulo


que ha representado para nosotros su gran entusiasmo y valioso aporte .
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PRESENTACION

El Codazzi que protagoniza estas "Memorias" no es aún el eminente


geógrafo y cartógrafo, el sistematizador de la geografía de Venezuela y
Colombia, el gobernador de progresista actuación en la Provincia de Ba-
rinas, el general de pensamiento maduro y clara conciencia. Es tan sólo
un mozo inconforme, ambicioso en su deseo de gloria, que ofrece sus
armas más por el placer de luchar que por la identificación con altos
ideales.
Las Memorias de Agustín Codazzi podrían llamarse "Las memorias
de un joven". Cuando en 1825 Codazzi emprendió, en tierra de Romaña,
la tarea de dar forma escrita al recuento de sus lances, tenía apenas treinta
y dos años. Por eso, ellas abarcan un período de su vida poco conocido
entre nosotros: de 1816 a 1822, de sus veintitrés a sus veintinueve años,
cuando, joven aún, recorría el mundo en pos de aventuras, honores y
fortuna.
Empero, a lo largo de sus ViajeS y andanzas, reúne experiencias y
observaciones que, aunque en parte empíricas, son de considerarse en ~u
totalidad valiosísimas, pues están en la base de aquella formación cien-
tífica que le permitirá convertirse en el gran geógrafo.
Las Memorias comienzan narrando las experiencias de Codazzi en el
Viejo Mundo; una breve reseña de su vida y una síntesis de su actuación
en la armada napoleónica, cuya disolución motiva el comienzo de sus aven-
turas, constituyen la introducción. En los primeros capítulos relata una
desafortunada incursión, con fines lucrativos, a tierras orientales: Grecia,
Turquía, con su exotismo y su misterio, su pobreza disimulada por el exhi-
bicionismo, la riqueza de sus ciudades y el desequilibrio con la mísera
situación de su pueblo.
En Constantinopla encuentra a Constante Ferrari, que desde entonces
se convierte en su inseparable compañero. Tanlbién Ferrari escribirá luego
Unas "Memorias", que tienen datos de interés para la historia de Venezuela

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y América. En su traducción está trabajando actualmente un grupo de
nuestros alumnos de la Escuela de Historia.
Codazzi revive luego su largo y difícil camino por Bulgaria, Valaquia,
Galitzia, Moldavia, Rusia, Polonia y Prusia hasta el Báltico: observador
penetrante, nos ha dejado un esbozo geográfico·social de aquellos lugares,
breve, pero ilustrativo en su sobriedad. Desde Holanda, Codazzi, con su
compañero Ferrari, se embarca para Baltimore.
Aquí empieza su aventura americana; densos en sucesos, llenos de
incertidumbre, serán los cinco años (18] 7-1822) que Codazzi transcurre
en Norte y Sudamérica. Alistado bajo el mando de Aury, tomó parte en
varias acciones en tierras de Texas y Florida, hasta el momento en que el
francés decidió probar la suerte al lado de los insurgentes de América
del Sur. Navegaron a Buenos Aires, donde a Aury le fue otorgado, según
dice Codazzi, el título de "general en jefe de las fuerzas de mar y tierra
que actuaban en la Nueva Granada por las repúblicas unidas de Buenos
Aires y Chile". Al regreso, siguiendo instrucciones de don José Cortés
de Madariaga, que se habría embarcado con él, Aury se apodera de algu-
nas islas del archipiélago colombiano de San Andrés, y establece cuarteles
en Santa Catalina y Providencia. Desde allí inicia ataques e incursiones
por el litoral centroamericano.
Ocurre entonces un hed10 fundamental para la formación americana
de Codazzi. Aury, que se encontraba en una situación delicada frente a
Bolívar, pues había desconocido la autoridad de Brion y, en consecuencia,
la del Libertador mismo, trata de volver a ganar su aprecio y con esa
esperanza envía al joven Codazzi a Bogotá.
Justamente entonces Codazzi, que sólo había conocido a América
desde el mar, o cuando más, a través de escasas incursiones bélicas, toma
conciencia de la naturaleza y del hombre americano, a través de su paso
por lugares apenas hollados, de su contacto con los nativos, de su ma-
ravilla ante el paisaje, la flora y la fauna de aquella parte del Nuevo
Continente casi inexplorada: el río Atrato, la región del Chocó, los Andes,
el páramo de Quindío. Y estos capíhuos constituyen para nosotros lo más
importante de Las Memorias.
Aquí están sus primeras impresiones, su primera visión americana.
Estas regiones, que él recorre apresuradamente, entre amenazas y peligros
constantes, penetrarán tan profundamente en su corazón que, al regresar
a Italia, y pocos meses después de escribir Las ¡1f.emorias, Codazzi vuelve
a América (donde muere en 1859), para vivir plenamente la segunda
etapa de su vida, y convertirse en el hombre de ciencia, autor de impor-
tantes mapas, informes y tratados sobre la geografía de Venezuela y
Colombia. Pero, como dijimos, esa formación científica suya se asienta
en la experiencia juvenil que relata en Las Memorias que hoy presentamos
en versión española.
El manuscrito de éstas permaneció por mucho tiempo olvidado; mu-
cho se investigó y publicó acerca de la segunda etapa americana de Co-
dazzi, de sus logros como geógrafo, de su valiosa contribución a la geo-

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desia y a la cartografía, de sus proyectos para traer nuevos pobladores,
como hizo efectivamente con la llamada Colonia Tovar. Pero la primera
parte de su vida permaneáa desconocida, y ni siquiera se sabía común-
mente el hecho de que Codazzi hubiese estado en América en su juventud.
El profesor Mario Longhena tiene sin duda el mérito de haber res-
catado y difundido, mediante la edición del manuscrito italiano, Las
Memorias. Sobre la segunda edición,l enriquecida por un amplio prólogo
del profesor Longhena y por valiosos documentos y mapas auténticos de
mano de Codazzi, nosotros hemos llevado a cabo la traducción al español,
coadyuvados por un entusiasta grupo de alumnos de la Universidad Cen-
tral de Venezuela, inscritos en nuestros cursos de italiano en el año lec-
tivo 1962-63, a los cuales agradecemos altamente no sólo la colaboración
sino también el cariñoso estímulo.
Las M emorias de Codazzi son un documento de indudable valor para
la historia de Venezuela en particular y del Nuevo Mundo en general.
Se encuentran en sus páginas relaciones -sin la menor duda auténticas
en su fondo--- que tocan muchos asuntos y cuestiones de interés para el
historiador iberoamericano. A pesar de ciertas inexactitudes, confusiones
y errores, muy explicables por cierto en una relación de memoria, basada
en parte en informes obtenidos de viva voz, y no revisada nunca por
su autor, constituyen una fuente de positivo interés histórico. Desgracia-
damente, alrededor del joven Codazzi, el de Las Mem orias, ha surgido
una suerte de malentendido en torno a su interpretación o sentimiento
sobre la figura de Bolívar. Nosotros, después de haber leído con mucho
detenimiento Las Mem orias. consideramos que esta leyenda no corres-
ponde a la verdad. Sólo dirían10s que es cierto que Codazzi, a veces, no
es verídico en el relato de algunos sucesos históricos a los cuales no asistió
y simplemente oyó comentar.
No cabe duda, por otra parte, de que Codazzi, poco al tanto de las
verdaderas razones de acontecimientos que iban desarrollándose a diario
en un curso confuso y vertiginoso de acciones bélicas y políticas que
tenían en común tan sólo el propósito de acabar con la dominación es-
pañola en el Nuevo Mundo, no supo discriminar en las relaciones que
le fueron ofrecidas por otros, especialmente Aury, hacia el cual él pro-
fesaba una gran lealtad y la máxima obediencia, cuanto había de falseado.
Por ejemplo, en el capítulo VI Codazzi ofrece una descripción de las
jornadas de Caracas y de la proclamación de la Independencia que ma-
nifiestamente no es conforme a la verdad histórica, y ha dado motivo a
varios autores para poner en tela de juicio el valor de toda la obra. Pero,
a nuestro entender, si desde un punto de vista cronístico más bien que
histórico, se puede acusar a Codazzi de haber tergiversado los hechos
referentes a la insurrección caraqueña, queda no obstante disculpado ya

l. Le M emorie di Agosti no Codazzi. A cura di Mario Long hena, con note,


carte e incisioni. M ila no, Istituto Editori ale Italiano, 1960 (Colección "Viaggi,
esplorazioni e scoperte" ) .

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que pone fin al capítulo en esta forma: 2 "Estas relaciones las he obtenido
de buenas fuentes, que han presenciado casi todos los acontecimientos".
Evidentemente, de algunos de los corsarios que navegaban por el Caribe,
y muy probablemente de Aury mismo. De todas maneras, consideramos
que un relato semejante al escrito por Codazzi puede ser aprovechado
por el historiador, ya que pone de manifiesto lo que se decía para enton-
ces y el clima moral e intelectual de esos tienlpos pretéritos. Un relato es
verdaderamente falaz cuando trata de engañar, con fines innobles o de
simple propaganda, a quien lo lea. Pero no lo es cuando en forma sen-
cilla habla acerca de cuanto se comentaba en los tiempos del acaecer his-
tórico con el fin de ofrecer a los lectores una versión de lo sucedido.
Para nosotros una relación, aunque discutible en ciertos aspectos como la
de Codazzi, es un docunlento histórico de importancia, tiene el valor, di-
gamos, de una carta contemporánea escrita para la divulgación. Las pro-
clamas de los grandes de la historia son a menudo objetables para el his-
toriador, pero no por eso se puede condenar a quienes las utilizan legí-
timamente para los efectos de la reconstrucción histórica en su sentido
más humano y amplio.
Codazzi ubica al Libertador, sin la menor duda y en forma suma-
mente clara, entre los más grandes ductores de hombres y naciones. Donde
le cabe expresarse acerca de la inmortal campaña de Boyacá, advierte con
clara intuición que el plan de Bolívar, que culminó con la conquista de
la Nueva Granada: "siempre hará época en la historia de las naciones",
y que de él "realmente surgió la República Colombiana".3
Otro juicio sumamente favorable a Bolívar, emitido en forma espon-
tánea, se encuentra en el capítulo XII, donde Bolívar es valorizado por
encima de Washington: 4
Este guerrero que hasta ' ahora ha seguido las huellas del gran Washing·
ton, y que hoy día ha superado sus gloriosas empresas; este gran capitán,
no sólo Libertador de su propio país, sino también conquistador y pacificado!
del Perú, es pequeño de estatura, de constitución delicada, de piel curtida
pero pálido; tiene la nariz aguileña, cabellos negros con patillas y bigotes
larguisimos, ojos vivaces y oscuros, frente alta y una fisonomía más bien
altiva. Es infatigable en las largas marchas a caballo, de una actividad sin
par, que casi no le permite dormir y lo mantiene en una continua ocupación.
Ama el bello sexo y las diversiones, pero del uno y de las otras rápidamente
se aleja si. el deber IDi!itar y el biee: de su patria lo llaman a la fatiga, a
las renunnas, a los pelIgros, en medIO de los cuales ha demostrado siempre
un alma fiera e imperturbable, no perdiendo nunca la fe en el objetivo que
se había propuesto. Sabe bien el francés y el inglés, y está dotado de muchas
luces y conocimientos que le han permitido elevarse hasta el eminente grado
que oc~pa; y si continúa con los sentimientos que hasta ahora ha mostrado,
antepoOlendo el bien público al interés privado, es cierto que en el mundo
n? hay hombre igual, ni la historia presenta héroe alguno que llegado a tal
vertlce de .grandeza haya sacrificado su vida, bienes y honores a la felicidad
de la patrIa, que a él solo debe su regeneración, su libertad y su grandeza.

2. Memoll<ls. cap. VI, p. 83.


3. Memorias. cap. X . p. 132.
4. Memori"s, cap. XII. p. 159.

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Es cierto que, ahondando en la interpretación de la última frase, se
podría acusar a Codazzi de haber temido que Bolívar no pudiese con·
tinuar siendo el desinteresado jefe revolucionario de los pueblos por él
mismo libertados, pero esto se explica por los principios de revolución,
libertad, igualdad y fraternidad que siempre defendió Codazzi. Es sólo
un vago temor cuanto expresa. La historia lo disipará.
También supo apreciar la valía de los colaboradores del Libertador
y el esfuerzo de las huestes que los seguían con indomable espíritu guerrero: 5
Al mismo tiempo se presentaba ante Bolívar el jefe de su :Estado Ma·
yor, general Sucre, para asumir el mando del ejército del Sur, que se encono
traba cerca de Popayán. Su plan era liberar toda aquella provincia, inme·
diatamente después de! cese del armisticio, y también la de Quito; de allá
pasaría a conquistar el Perú, ya que también Guayaquil se había constituido
en República, y San Martín, general de Buenos Aires, proseguía con éxito
sus campañas en el Perú, donde el partido español aún predominaba. El
general Sucre justificó posteriormente la confianza que Bolívar le había
otorgado, con la gran batalla de Ayacucho, decisiva para la libertad del país
de los Incas. Sucre tenía en aquella época treinta años, era de estatura
regular, delgado, marcado de viruela, de cabello y ojos negros, sumamente
vivos, nariz proporcionada; de noble porte, pero de pocas palabras, con
mucha sangre fría, preciso en sus cosas, muy poco le interesaban el lujo,
e! fasto y las diversiones; por lo general vestía un sencillo gabán, sin nin-
guna insignia de general. Nadie se imaginaba, entonces, que tendría un
nombre inmortal, y que se convertiría en e! gran mariscal de Ayacudlo
y segundo libertador del Perú, después de Bolívar.

Es necesario aclarar que nuestra traducción se ha limitado al texto


de Las Memorias de Codazzi, tal como fueron redactadas por su pluma.
Hemos, intencionalmente, omitido todas las notas agregadas por los edi-
tores a pie de página, ya que, en primer lugar, no las consideramos ne-
cesarias para el lector americano, que está naturalmente enterado de voces
geográficas, geológicas, botánicas propias de su país, así como de hechos,
episodios y personajes de relieve en su historia. Y, además, consideramos
que algunas de ellas falsean las afirmaciones de Codazzi, contribuyendo,
posiblemente, a la formación de un erróneo concepto de antibolivarianismo
en éL 6 Otras revelan un conocimiento limitado del acontecer histórico y,
aún más frecuentemente, de la naturaleza americana; por lo tanto, al
traducirlas sería necesario incluir además varias contranotas destinadas a
rectificarlas. Nos ha parecido inútil extendernos en un trabajo de este
tipo, ya que dichas notas no forman parte del texto de Codazzi, que es
cuanto el lector tiene vercL1dero interés por conocer. En lugar de traducir
las del profesor Longhena para tener que refutarlas, hemos preferido
elaborar nuestras propias notas sin por eso darles un criterio controversial,

5. Mem ol'ías, cap. XII, p. 160.


6. Acerca de este tema y de las notas del profesor Longhena, véase el amplio
y detenido estudio del doctor Nicolás Perazzo "Bolivar en las Memorias de
Codazzi", Revista de la Sociedad Bolivariana de Venezuela, Caracas, 1961,
Vol. XX. NO 66, pp. 59·67.

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introduciendo tan sólo cuanto nos ha parecido de especial interés para
el lector americano.
Por último, advertimos que hemos tratado de transcribir en forma
correcta, sustituyéndolos por su verdadera ortografía, todos aquellos ape-
lativos, onomásticos y toponímicos que habían sido trasladados errónea-
mente por el autor, o posiblemente mal entendidos por el copista, debido
a que no había en ellos variaciones mayores que una adaptación fonética
a la lengua nativa.
Agradecemos al doctor Humberto Rivas Mijares el habernos señalado
y obsequiado la edición italiana de esta importante obra, a los profesores
Julio Febres Cordero y Nicolás Perazzo sus oportunos consejos, y al doctor
León Croizat sus valiosos aportes en torno a algunas cuestiones relacio-
nadas con la historia, la flora y la fauna del Nuevo Mundo. También
queremos expresar nuestro agradecimiento al profesor Germán Carrera
Damas, Director de la Escuela de Historia, al doctor Rafael Di Prisco,
Director de la Biblioteca Central, al profesor Amaury de Iuliis, Dire.ctor
del Departamento de Idiomas Modernos, que han favorecido y auspiciado
la publicación de este trabajo, y muy especialmente a las profesoras Si-
monetta y Stefania Ayó, que nos han prestado su paciente y eficaz co-
laboración para la revisión de pruebas y la elaboración de los índices.

MARISA VANNINI DE GERULEWICZ


Jefe de la Cáted"a de Italian o. D epartamento de
IdioTllaJ M odernos. Facultad de Hllman idades y
Educación

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INTRODUCCION

El haber publicado, en ocas IOn de la boda de mi compañero Ferran, I


una carta en la cual relataba los viajes realizados juntos, los peligros com-
partidos y nuestras fatigosas campañas en América, despertó en mu-
chos de mis amigos el deseo de conocer detalles más circunstanciados de
esas aventuras, de manera que tuve que acceder a sus afectuosas instanCias
y relatar lo mejor que pude mis largos viajes. Además, para no aburrir de-
masiado al lector hablándole continuamente de mis vicisitudes, he pensado
hacerle más placentera la lectura, describiendo de manera sucinta los usos,
las costumbres, el clima y los productos de los varios países que recorrí; si
me detengo de vez en cuando en pequeños hechos particulares que a mí se
refieren, no es sino para dar una idea precisa de cuánto he encontrado y
de lo que he sufrido para procurarme honradamente los medios de vida en
países donde algunos creen que el oro se encuentra en las calles, y otros,
que es posible obtener una fortuna, aunque escasa, por medio de las armas.
He considerado oportuno aludir a la revolución de Colombia, tanto
porque será grato conocer el origen de aquella gran República, como por-
que en ella realizamos yarias campañas, }' no he dejado de recordar las
fechas correspondientes a fin de que los lectores puedan tener una idea
del tiempo empleado en los yarios viajes y en las diyersas operaciones, r
también para defenderme de las malas lenguas, cuya incredulidad, debida
únicamente a su ignorancia, no acepta que en tan breve tiempo haya po·
dido trasladarme de un hemisferio a otro y ver tantos y tan lejanos países.
Para una mejor comprensión, he dibujado varios mapas referentes a Amé-
rica, con notas acerca de los grados de longitud y latitud, de modo que los
sitios indicados puedan ser localizados rápidamente. ~
Para aclarar los motivos que me indujeron a alejarme de l.1 patria,
considero necesario dar a conocer que, nacido de padres honestos y virtuo-
sos, sin títulos nobiliarios, pero buenos ciudadanos," pude recibir una edu-
cación conyeniente para un joven cuyo padre quería destinar a la carrera

l. Julio de 1825.
2. Son los siete mapas que rcproJutimos en esta edición.
3. US padres fueron Domenico Codazzi y Costanza BanoJotti .

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de las leyes, y de quien esperaba una gran ayuda. Pero, antes d~ ter~n~nar
los estudios de filosofía, se desarrolló mucho más en mí aquella mesistible
inclinación que me impulsaba, desde la más tierna edad, a viajar y a em-
prender la carrera de las armas, por medio de la cual me parecía poder
surcar los mares más lejanos, ver las más remotas regiones y las múltiples
y grandiosas obras de la naturaleza, de un extremo a otro de la tierra. No
lograron disuadirme de esa idea las circunstancias domésticas, los consejos
paternos, el constante dolor de abandonar la familia -para mí tan que-
rida- ni los peligros de la guerra que ardía en toda Europa. A los dieci-
siete años 4 me enrolé en la Artillería Montada y conseguí ser admiti-
do en aquel Real Cuerpo italiano gracias al entonces mayor Armandi,5 ya
que por mi estatura y mi juventud, jan1ás habría podido ingresar en un
cuerpo tan selecto. Ocupé los grados de cañonero de primera clase, encar-
gado de armas, brigadier, )' en estos últimos desempeñé sucesivamente las
funciones de oficial del Servicio de Proveeduría, cuartel maestre y oficial
de Estado Mayor. Después fui nombrado furriel, oficial y luego jefe de
Alojamiento, grado con el cual hice en Italia las campañas de 1813 y 1814,
Y en esta última, a la salida de Mantua, después de la muerte de mi coro-
nel Milo, 6 llegué al de ayudante subteniente, que mantuve hasta la disolU-
ción de las tropas italianas. Volví a mi patria, donde estuve pocos días, lue-
go fui a Génova y me enrolé al servicio de las tropas italo-británicas al
mando de lord Bentinck,7 en el Tercer Regimiento del Ejército Italiano,
como cadete.
Posteriormente pasé a la Artillería, y cuando las tropas napolitanas
se dirigieron hacia los Estados Pontificios, salí para Sicilia. Seguidamente
regresé a Génova y luego a Marsella, después de la batalla de Waterloo,
donde permanecí varios meses de guarnición con el grado de teniente se-
gundo y cuartel maestre. Volví a Génova, donde las tropas italo-británicas
eran disueltas con buenas gratificaciones; a los oficiales les fue asignado
el sueldo de tres años. Después de haberlo recibido fui a Roma, donde Su
Eminencia el Cardenal Consalvi,s no teniendo disponible un empleo, me
ofreció la mitad del sueldo de teniente, por lo cual resolví dirigir mis
pasos a otro lugar. Salí hacia Liorna, para seguir hacia India o América,
pero una vez alü m~ aconsejaron invertir mi dinero en mercancías para
venderlas en Constantmopla, y luego pasar a Odesa, cargar trigo y llevarlo
a Liorna, donde la care~tía, h~cíase s.e~tir grandemente. De aquí se origi-
naron las causas de miS ultimas ViajeS que modestamente comienzo a
relatar.

l. Es decir, en 1810, ya que Codazzi había nacido el 12 de julio de 1793 en


Lugo, Italia.
5. Con toda probabilidad Pier Damüno Armandi (1778-1855), que prest6 ser-
vicio militar en los ejércitos republicano y napoleónico.
6. Debe tratarse del coronel Gaetano Millo, piamontés (1774-181 4 ), herido
de muerte a orillas del río Mincio el 8 de febrero de 1814.
7. William Bentiock (177-1-1839), general }' político inglés.
8. El cardenal Ercole Consalvi (1757-1R24).

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CAPITULO I

Partida de Liorna para Constantinopla. Naufragio cerca de Haca, partida de este


lugar rumbo al Bósforo, descripción de los Dardane1os, panorama de la ciudad
de Constantinopla y mi permanencia en ella

Era el carnaval, época en la cual todas nuestras gentes se entregan a


los placeres y a las diversiones, yo me ocupaba incesantemente de prepa-
rarme para la azarosa carrera que iba a emprender, completamente nueva
para una persona acostumbrada al rwnor de las armas y a la disciplina
militar. Un griego, de nombre Nicolás, mucho me instruía en esta nueva
actividad, ya indicándome las diversas mercancías de que podía proveerme
para colocarlas más rápidamente en Constantinopla, ya enseñándome el
modo de venderlas con decoro, ganancia y presteza. Un hebreo, cuyo nomo
bre he olvidado, me servía con mucha asiduidad de corredor en las pequeñas
compras que hacía, y su experiencia me benefició mucho, ya que me enseñó
la manera de negociar, y de juzgar la perfección r calidad de los géneros
con los cuales emprendería el comercio. Por tales maestros fui, por primera
vez, introducido en el círculo de los pequeños comerciantes, mas ellos fue-
ron para mí como un sol que se presenta por un instante en medio de las
nubes, y después se esconde para hacer desear todavía más sus luminosos
rayos. Contraté con cierto capitán Vlassopolo, de las islas Jónicas, coman-
dante de una polacra con bandera inglesa, que por cuenta propia partía
para Odesa para cargar trigo y llevarlo, también él, a liorna. lo fleté no
sólo para las mercancías que llevaba, sino también para el trigo que traería
conmigo al regreso, y así, embarcado cuanto necesitaba, en los primeros días
de cuaresma levamos las andas; desplegando las velas nos alejábanlos, con
viento propicio, de una tierra que poco a poco iba desvaneciéndose ante
nuestros ojos.
Tanto el griego como el hebreo me habían facilitado tres cartas de re-
con:~ndación para personas de Constantinopla, que me prestarían ayuda y
faCilitarían la venta de mis mercancías; me acompañaba un brigadier de

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artillería de nombre Ricci, el cual desde el servicio italiano me siguió al
de los ingleses, y no se alejó de mí en este viaje que emprendía por el
mar Negro. Pero, poco tiempo duró el viento favorable, pronto se levantó
uno impetuoso y contrario que nos obligó, a nuestro pesar, a detenernos
en Puerto Longone, en la isla de Elba.
Nos quedamos en esta isla algunos días, que yo pasé visitando las
demolidas fortificaciones de la fortaleza llamada longone; admiré el ca-
mino que conduce a Portoferraio, hecho construir, a través de agradables
colinas, por el Prisionero de Santa Elena: con la imaginación lo veía, en
medio de aquellos intrépidos veteranos, soportar con resignación su exilio,
en este lugar que antes servía de castigo para los maleantes y para sus
militares insubordinados.
Ya próspero el viento, navegamos hacia el faro de Messina, y durante
la noche pasamos cerca de las islas lípari, cuya ubicación bien se manifiesta
a los marineros, ya que en cada una arde un pequeño volcán; una tarde
también vimos una colun1l1a de humo que orgullosa, alzábase hacia el cielo
en medio de rojas llamas y parecía intentar oscurecerlo con sus densos va-
pores; el capitán me hizo saber que era el Vesubio en erupción. Pasamos
felizmente el peligroso estrecho, tan temido por los pilotos debido al terri-
ble remolino que hacen las aguas entre los escollos de Escila y Caribdis. las
costas de Sicilia por un lado, y por el otro las de la montañosa Calabria,
alegran la vista del viajero; ya habíamos dejado atrás el cabo de Spartivento,
y con celeridad el barco hendía las olas y presagiaba el viento una nave-
gación favorable. Divislbamos de lejos una de las islas Jónicas, y el cielo
sereno hacía esperar al capitán poder atracar pronto en Cefalonia, donde
le reclamaban sus diversos negocios, pero apenas habíamos dirigido la proa
hacia aquella lejana tierra cuando una nube, aunque pequeña, comenzó a
avanzar en el espacio celeste y en poco tiempo lo recubrió todo con un
hórrido velo. El viento frío anunciaba un serio peligro, y el frecuente oleaje
era signo inequívoco de inminente borrasca; se forzaron las velas para llegar
lo más pronto al deseado puerto, pero la fuerza del viento, aumentando,
hizo romper el trinquete y demoró así nuestra nayegación. la confusión .:!ra
grande: tratábamos de mantener el rumbo, pero además nos molestaba una
lluvia acompañada por un continuo soplar del viento; intentábamos virar
para alejarnos de la tierra, cuando uno de los ganchos inferiores que sostie-
nen el timón se partió y, en poco tiempo, forzó al otro a quebrarse; entonces,
sostenido el timón solamente por el gancho superior; no se lograba dirigir
el navío? inú~iles resultaron los e.sfuerzos para reparar este daño, puesto
que la v101enCla de las olas y del viento nos empujaba hacia tierra, a nuestro
pesar. Ya veíamos delante de nosotros múltiples escollos, hacia los cuales
forzosamente éramos arrastrados sin poder evitarlo, y esto era justamente
lo que hacía perder la cabeza a los marineros y al capitán, que ya ni sabían
lo que estaban haciendo; finalmente, una sacudida horrible del barco nos
indicó claramente nuestra triste situación. Inmediatamente se abrieron las
escotillas, para arrojar todo lo que podía aligerar el navío; también las
mercancías fueron arrojadas, y yo mismo me afanaba en dar ayuda, pero

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las sacudidas se reiteraban horriblemente, ya que las olas levantaban el barco
y lo hacían caer luego sobre las rocas; corrimes hacia las bombas, mas el
agua entraba por todos lados y, perdido el equilibrio, el barco estaba medio
hundido. Todos corrieron entonces a desatar las lanchas y a ecIlarlas al
agua; yo fui al camarote para abrir mi baúl, pero no encontraba la llave
ni medios para hacerlo, por lo cual agarré un pequeño cofre y con éste
corrí al puente, donde llegué apenas a tiempo para embarcarme con los
otros; el mar estaba huracanado, y las olas ora se levantaban más allá de
las altas cimas, ora descendían, y nosotros con ellas, a los más profundos
abismos; la nocIle comenzaba y nos impedía ver la deseada tierra; final-
mente, llevados más por las olas que por los marineros, llegamos a un
pequeño arrecife desnudo de vege~ación y todo rocas, donde cada quien
pasó una triste noche; al día siguiente no se "io el navío en el horizonte, y
como el mar estaba borrascoso todavía, fue fo rzoso seguir el ímpetu de
las olas y dirigirse a Haca, antigua patria de Ulises.
Llegamos al puerto, que es muy bello por su forma de dársena y no
deja saber el lugar por donde se ha entrado, tan resguardado está de toda
ciase de vientos. Tristes colinas lo rodean, y la ciudad nueva se encuentra
al pie de Wla de ellas; de la vieja todavía se admiran muchos restos, ubica-
dos en la cumbre de un abrupto monte que domina el centro dd puerto;
en aquellas ruinas un ávido capitán inglés, de guarnición allí, intentó ex-
cavar donde presumía hallar los sepulcros de los reyes, y encontró muchas
cosas dignas para la posteridad y tales como para establecer una razonable
confrontación entre la magnificencia y el saber de los griegos antiguos y
la moderna vileza e ignorancia. Creía yo que los servicios hechos a la nación
británica me permitirían encontrar un protector en el comandante estable-
cido aquí, pero sucedió todo lo contrario, y para ,'ivir tuve que dedicarme
al oficio de blanqueador; pintando en forma rudimentaria algunas habita-
ciones, gané algo, y pude comprar para mí y para mi compañero una ca-
misa para cambiarnos, pues nos veíamos obligados a estar sin ella hasta que
el sol con sus benéficos rayos la secase. Casi Wl mes permanecí en estas
hórridas rocas, y me pareció venturoso poder embarcarme en un navío jónico
que iba a Constantinopla, con la esperanza de que en aquella metrópoli cam-
biase mi triste suerte; fui aceptado sin pagar, pero me tocó preparar las
provisiones para la travesía, por lo cual compré un poco de caviar, ajo,
cebollas y bizcochos de maíz, debido a que las finanzas eran muy escasas.
Nos hicimos a la vela y, costeando la Marea, pasamos cerca de Zante;
dejanl0s a nuestra derecha la antigua Creta, hoy día Candia, entramos en
el bello archipiélago griego y, navegando entre las islas Cerigo, Cerigotto,
Poros, Hidra y Andros, llegamos a la renombrada isla de Tenedos; a causa
del viento contrario que nos impedía entrar en el estrecho de Helesponto,
anclamos frente a ella, en las costas de Asia, precisanlente en el lugar donde
decíase alzaba sus majestuosas torres la antigua Troya. Descendí en seguida
a tierra, y ya mi mente trasportábase a tiempos pasados y parecíame estar ___
en medio de los Aganlenones, los Aquiles, los Ulises, los Héctores; pero, ---
volviendo en mí, nada descubría, en aquella gran soledad, que hiciese re-

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cardar al viajero las muchas grandezas troyanas. Me encaminé hacia los
Dardanelos, que son dos castillos, uno en la punta de la costa asiática, otro
en la europea, construidos con dos filas de baterías, cuyas balas muy bien
se cruzan en el canal, a menos de una media legua; toman el nombre de
la antigua ciudad de Dárdano, que existía cerca de aquellos castillos. Por
tierra, sobre todo el castillo de Asia, no me parecen difíciles de tomar con
un asedio corriente; aquél, ubicado en la punta europea, está dominado por
una montaña en cuya cunlbre dicen hállase un monumento que trasmite a
la posteridad la derrota fatal de Jerjes; fue en este lugar donde el soberbio
rey hizo azotar al mar porque había roto su puente, y desde aquella cima
vio pasar sus inmensas fuerzas terrestres y navales, que debían someter
aquella Grecia que, por el contnrio, bien supo someterlo a él.
Secundándonos el viento propicio, seguimos nuestra navegación, que
fue muy agradable, a través del Helesponto, alargado y estrecho, debido a
lo cual claramente distínguense en sus orillas las varias producciones de la
n:lturaleza, las frecuentes aldeas, las diversas ciudades, los hombres y los
animales de las dos partes del mundo. Salimos de este angosto canal, de
tanto en tanto reforzado por baterías y reductos, entramos en el mar de
Mármara y arribamos a una isla que lleva el mismo nombre, habitada sólo
por griegos, que en aquella época celebraban sus fiestas pascuales. Esta
isla, pequeña pero fertilísima, tiene habitantes de suave índole, sencillos en
los usos y costunlbres, ignorantes de los fraudes, del lujo, de las artes y
de las ciencias, que viven en rústica simplicidad completamente dedicados
a la pesca, al cultivo de sus tierras, al bien de sus familias, a sus inocentes
amores y, si alguna vez los amarga el despotismo turco, como no conocen
a fondo sus derechos y los de su tirano, sienten menos el peso que los
oprime. Las mujeres visten anchos pantalones y una especie de abrigo, que
les llega más abajo de las caderas, adornado con piel o seda. Sus rostros
son hermosos, y sus largas trenzas caen sobre los blancos pechos; cantidad
de pequeñas monedas de oro enhebradas les sirven de adorno, en la frente
y el cuello. Los jóvenes están yestidos con pantalones anchos y cortos y con
un estrecho dormID bordado de algodón y seda; en la cabeza llevan un
pequeño gorro rojo. Sus diversiones consistían en juegos gimnásticos y en
cicrtas danzas muy curiosas que bailaban con muchachas: se disponían en
una especie de larga cadena, hombres y mujeres alternados; uno, a la -:-a-
beza de ellos, entonces entonaba ciertas canciones, con movimientos de los
brazos, del cuerpo y de los pies, muy ágiles y ligeros; los demás repetían
todo esto con armonía}' ritmo sorprendentes, mientras los más viejos, con
guitarras italianas, acompañaban el baile con un rasgueo poco agradable a
nuestros oídos.
Al salir de esta isJita, navegamos hacia las costas de Europa y no
tardamos en divisar a la antigua Bizancio, en otros tiempos sede de los
emperadores romanos, hoy día capital del vasto imperio otomano; antes
centro de las artes y de las ciencias, ahora de la barbarie y de la ignorancia.
Su vista sorprende al viajero que, durante las tres horas empleadas para
costearla, no puede menos que quedar atónito y maravillado. La pintoresca

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perspectiva de esta metrópoli, colocada en anfiteatro sobre siete colinas,
es muy diferente de cualquiera de las más bellas ciudades europeas, y desde
el navío sorprenden las doradas )' frecuentes mezquitas, con sus almenares,
o sea, torres puntiagudas recubiertas de plomo y del más fino metal, a las
cuales hacen magnífico contraste los sombríos bosques de cipreses que, di-
seminados por doquiera, rompen los vivos colores de las casas y palacios
recubiertos con cúpulas y terrazas chinas, y construidos en forma tal que
presentan habitaciones ora ovaladas, ora redondas, de un gusto enteramente
nuevo para nosotros.
El vaivén de los puntiagudos botes, conducidos ágilmente a dos remos
por un solo turco, parece un hormiguero, tanto llenan el canal de una orilla
a la otra. POL encima de todos los edificios se alza el Serrallo del Gran
Señor, de unas tres millas de perímetro, cubierto todo por muchas cúpulas
doradas sostenidas por múltiples columnas que demuestran la magnificencia
del poseedor, apenas apoyado en la extremidad de la costa europea que
baña el mar de Mármara, )' del otro lado en el puerto. Preséntase además,
en medio del canal llamado Bósforo, una isla donde antes erigíase la torre
del famoso Leandro, )' hoy se encuentra una batería a flor de agua, tan
bien ocultada, que no se ven sino las mortíferas bocas de los cañones. De-
liciosa y amena se .eleva la costa asiática, y en medio de una vegetación pin-
toresca surge la gran ciudad de Escútari, poblada por más de trescientas
mil almas.
Pero es tiempo de dirigir la mirada al puerto de Constantinopla, el
más extenso de nuestra Europa, recubierto, como un espeso bosque, por
buques mercantes anclados ; las banderas de distintas naciones que allí fla-
mean, revelan el enorme comercio de esta metrópoli . La inmensa Estambul
(así llaman los turcos a la ciudad de Constantino), se extiende a la izquierda
hasta perderse de vista, y en la parte opuesta, en anfiteatro, se yerguen las
ciudades de San Demetrio, Galata y Pera, en cuyas cumbres residen los
francoeuropeos y varios ministros de sus naciones. Con el navío nos acerca-
mos a Galata y, sin necesidad de lancha, pusimos pie en tierra; quedé ató-
nito, por algún tiemro, a causa de la diversidad de las costumbres, la
variedad de los vestidos )' la cantidad de personas que llenaban por doquiera
las calles que me debían conducir a la ciudad de Pera. En cuanto llegué,
encontré a un cierto Bernardi, antiguo oficial de la artillería montada ita-
liana, el cual, llevado por noticias falsas divulgadas por los periódicos, de
que en Turquía se organizaban tropas y se admitían oficiales en el servicio,
se había dirigido allí infructuosamente; carente de recursos, había sido
obligado a humillarse, aceptando servir a un príncipe griego.
Tres días permanecí en este lugar, descorazonado al ver la cantidad
de oficiales que allí se habían reducido a la máxima miseria y casi a la
desesperación; por tres días las tumbas de los musulmanes, situadas entre
bosquecillos de cipreses, sirviéronrne de refugio, ya que había llegado a
estos países con sólo tres escudos. Al cuarto, encontré casualmente las car-
tas de recomendación que me habían sido entregadas en Liorna y que había
dado por perdidas con mi baúl ; en cambio, las había guardado junto con

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otras concernientes a mi servicIo en el reino de Italia. Fui en seguida al
café griego, donde solían reunirse todos los compañeros afortunados, y
pedí noticias de las personas a las cuales estaban dirigidas mis cartas. Uno
de éstos había muerto de peste, otro vivía en O::!esa, pero el tercero, romano
de nacimiento, viejo, robusto, con mujer e hijos, rico y de buen corazón,
residía en Pera. A éste, de nombre Tomás Franchi, me dirigí, y después
de pasar por perfumes y baños, según se acostumbra en aquellos lugares,
fui introducido en la sala superior donde, con toda la familia, él me espe·
raba. j Cuál fue su sorpresa al oír mis peripecias y la triste estada de los
tres días en Pera, donde me había alimentado, al igual que el compañero
Ricci, de cebollas, pan yagua!
Muchas veces, durante mi relato, las lágrimas le brotaban de los ojos;
todos lloraban menos yo, que de buena gana también lo habría hecho viendo
a tantas buenas personas tomar sincero interés por mis desgracias. Este buen
viejo me animó, y me aseguró que en él tendría un amigo y un protector;
efectivamente, su ayuda no tardó en manifestarse, ya que el mismo día
encontramos en la habitación lo necesario para vestir bien; al día siguiente
este hombre, con la ayuda de varios griegos de las islas Jónicas establecidos
aquí, y el conde Cosantini, ex edecán de Murat,l con algunos otros ofiCIa-
les superiores, organizaron una comrañía para juegos de ruleta, en la cuaJ
fui admitido como socio mediante una sumn. que mi protector desembolsó
por mÍ. Los demás militares que vegetaban aquí, fueron en parte empleados
en el juego y en parte, armados con disimulo, debían estar en el local para
protegerlo de la rapiña de los griegos de Zante y Cefalonia, los cuales por
pertenecer a las islas Jónicas, están protegidos ror In. embajada inglesa y
cometen toda clase de robos, haciendo 10 mismo que suelen hacer los
lazzarolli de Nápoles. Estos oficiales eran necesarios para proteger el juego,
puesto que los ministros lo permiten pero no quieren responder de los ¡¡o~
que puedan surgir; a los turcos les está prohibido jugar. pero el Gran Señor
no impide a los franceses, armenias, griegos y hebreos dedicarse a ello. Fue
en esta sociedad de juego donde conOel al amigo Ferrari, 2 el cmI me contó
que era natural de Reggio de Módena, desde jown se había enrolado YO-
lunttriamente en el Primer Regimiento Ligero italiano, con el grado, suce-
sivamente, de cabo furriel, sargento, subteniente, teniente y capitán. Había
tomado parte en las campañas de Nápoles, de Prusia, de las costas del
Océano, de España, y obtuyo la condecoración de la Corona ce Hierro;
participó también en las últim.!s campañas de Italia y, disueltas las tropas,
volvió a la patria, donde recibió de su duque 3 la pensión de capitin; re-
nunció a ésta para alistarse al servicio de Murat, con el cual hizo la canl-
paña de 1815, consiguiendo la medalla de honor y fidelidad; pasó después
l. Mario Cosantini, caballero de M:lIta, que falleció en Constantinopla en 1816.
2. Desde entonces, Codazzi y Ferrari fueron compañeros en much3s aventuras,
y Su amistad fue firme y duradera. Véase al respecto: Costante Ferrari: Me-
morie PoSltlme (Ed. Fasani, Milán), y Nicolás Perazzo : Conslan/o Perrari,
compc/liero de a1'enturas de Codctzzi. Caracas, Editorial Cromotip, 1954.
3. Francisco IV, duque de M6dena.

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a Francia y fue admitido en el 8 9 Regimiento Extranjero, pero la batalla
de Waterloo lo dejó sin empleo. Con otros oficiales fue entonces a Córcega,
luego a Liorna, y después a Constantinopla, de donde pasó a Esmirna; en
esta ciudad los generales Savar)' 1 y Lallemand,5 con los cuales se entrevistó,
le aconsejaron regresar a Constantinopla, donde esperaban poder reunirse,
a los pocos días, todos los oficiales allí refugiados y partir juntos para
Persia; agregó que en esta ocasión había hecho amistad con cierto Fran-
chini de Módena, dragomán de la Embajada francesa, el cual, siendo amigo
de Franchi, había adelantado una suma a su favor para que él también fuese
uno de los socios de los juegos que se establecían. En efecto, se lograron
tan buenos éxitos que un mes después se habían establecido otras dos ruletas.
y no mucho más tarde pudimos restihlÍr a nuestros benefactores 110 sólo
cuanto nos habían prestado, sino también lo suficiente para expresarles todo
nuestro agradecimiento.
Sin embargo, el genio guerrero que a todos 110S animaba, no nos fer-
mitía gozar de la suerte que nos favorecía, y cada día hacíamos nuevos
proyectos para llegar a vestir otra vez el uniforme militar.
Ya casi habíamos logrado pasar a Persia, cuando lLl correo trajo la
noticia de que su soberano quería oficiales ingleses y no franceses, por
haber aquéllos vencido a éstos. Tales sentimientos le habían sido inculcados
por el ministro ruso, quien temía que, una vez en pie de guerra, los persas
podrían acarrear preocupaciones a su Señor, y expresamente le aconsejó
alistar a ingleses, porque nunca los conseguiría, y además su nación se
cuidaría mucho de hacer poderoso a un vecino que podría, a su antojo,
robarle los gr:llldes establecimientos de las Indias orientales; y consiguien-
temente, en su gran ignorancia, quedaría sin los unos y sin los otros. La
peste, en tanto, hacía estragos y nosotros, para salvarnos, habíamos decidido
formar una colonia en una isla cercana a Constantinopla, llamada de Los
Príncipes, habitada por un solo ermitaño griego, en la cual debíamos dedi-
carnos parte a la pesca, parte al cultivo, otros a la cría de caballos y ovejas,
en fin, a llevar una vida del todo patriarcal; ya el proyecto estaba hecho
y aprobado, y había sido del agrado de mud1as personas inteligentes de
Pera, por lo que hicimos una petición al Gran Visir a fin de obtener, me-
diante un canon anual, el arriendo de la isla. Entretanto, varios de nosotros
fuimos a examinarla, y pasamos a Asia, a la gran ciudad de Escútari, de
donde después nos embarcamos para dirigirnos a nuestra nueva colonia;
pero, al regresar todos alegres hacia Pera, fuimos amargados por la enfer-
medad que afectaba a nuestro capitán, el conde Cosantini; todos los reme-
dios del arte médico le eran prestados y no le faltaban los de la amistad,

4. René Savary (1774-1833), peneral francés, que en 1810 había sucedido a


Fouché como Ministro de Policía, y permaneció siempre fiel a Napoleón.
5. En el texto italiano L'Alle1lland. Se trata de Charles Fran,ois Antoine LalJe-
mand ( 1774-1839), también general de las tropas napo'eÓnicas. Más tarJe
se dirigirá a la América del Norte, donde fundó una colonia agrícola que
tuvo extrañas vicisitudes. De él Codazzi ,-olverá a hablar en los capitulos si-
guientes.

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pero al tercer día se descubrió que estaba atacado por la peste. Cada mal
huyó entonces, y la posada quedó desierta. Los juegos habían sido clausu-
rados, nuestras habitaciones nos fueron cerradas en la cara y nos vimos obli·
gados a alquilar en Aguas Dulces, aldea distante quince millas de Pera,
una habitación turca, donde pasar una especie de cuarentena.
Nos unimos todos, y pasamos veinte días en continua alegría para
olvidar la tétrica imagen de la peste que debería atacarnos a todos, por
haber prestado tantos servicios al amigo Cosantini, que sin embargo murió
a los pocos días en el hospital de los apestados, dejando heredero a un
oficial napolitano amigo suyo, y legándonos a todos una pequeña recompen-
sa conforme a las respectivas circunstancias. Fue entonces cuando se decretó
la disolución de los juegos y de toda la sociedad, y cuando Ferrari y yo
estredlamos más nuestra amistad, y juramos estar siempre unidos, defender-
nos mutuamente, tener un fondo común y una sola voluntad. De nuestros
amigos, unos decidieron regresar a la patria, otros quedarse en Pera, otros
aún pasar a Esmirna, Albania, Odesa, Persia, Siria, Tartaria, Egipto; nos-
otros resolvimos ir a Petersburgo. Una vez en Pera, cada uno se preparaba
para el viaje, cuando un día, al pasar por el gran campo de Marte donde
hay varios cafés, repletos de largas pipas con boquillas de ámbar, y en los
cuales se bebe café sin azúcar, tuvimos una disputa con varios nativos de
Zante y Cefalonia; vinimos a las manos y nosotros, armados de unos bas-
tones, que cada cual llevaba para apartar a las personas sospechosas de
peste, les hicimos lanlentar haber querido provocar la paciencia de antiguos
militares; una patrulla turca acudió en nuestro auxilio y les dio seguramente
todos los bastonazos que nosotros les habíamos ahorrado. Pero por este
hecho tuvimos que caminar siempre en grupo y cuidarnos de tales truhanes,
buenos sólo para enfrentarse diez contra uno r sorprender vilmente. Esto
fue también motivo para que acelerásemos nuestra partida y, dejando al
compañero Ricci que por estar enfermo de los ojos no habría podido soportar
las fatigas de un largo camino, me embarqué con el amigo Ferrari en un
velero turco que zarpaba para el puerto de Varna en el mar Negro. Tiernos
fueron los abrazos de los amigos, y despidiéndonos de un país donde con
gran riesgo habíamos vivido, nos alejamos por el Bósforo, cuyas aguas
forman un contraste sorprendente en el centro, puesto que una parte de
la corriente sale del mar de Mármara y entra en el mar Negro, y la parte
opuesta llega a éste y entra en aquél. No dejaré de dar alguna noticia de
tan vasta capital en el capítulo siguiente, a fin de que todos conozcan los
usos y costumbres de estos pueblos, enteramente diferentes de los nuestros.

NOTA: El p:lSaporte expeclido en Génova por el cónsul pontificio Pisoni, el 11 de


enero de 1816, confirma los viajes hasta aquí mencionados, ya que está fir-
macla en Civitavecchia, Roma, Liorna : en esta ciudad hay la visa de los
cónsules pontificio y turco para Constantinopla, y por último la visa de
la isla de Elba, de Longone y de Haca.

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CAPITULO 11

Belleza de Constantinopla. Varios usos y costumbres de los turcos. Anécdotas diversas,


y viajes al mar Negro, Bulgaria y Valaquia

Si es bella al verse Constantinopla desde el mar, en cambio es fea en


el interior, con sus calles estrechas y mal pavimentadas, obstruidas por los
grandes saledizos de las ventanas; las casas son todas de madera y de un
solo piso, sin orden ni simetría, con una cantidad de ventanas, miradores y
balcones que sobresalen, siempre protegidos por espesas rejas.
Se encuentran pocas calles bellas y planas, la mayor parte tienen pen-
dientes y declives por los cuales no se puede transitar sino a caballo, y sólo
por algunas pueden pasar no ya las carrozas, que no se usan, sino ciertos
carros tirados por bueyes o búfalos, sobre los cuales se sientan entre suaves
cojines las ricas musulmanas veladas.
Son bellos y grandiosos los varios mercados llamados bezesbeins) cu-
biertos, y rodeados por mudlÍsimas tiendas; estos lugares se cierran de noche
por ambos extremos, de modo que las mercancías quedan seguras. Cente-
nares de tiendas contiene el mercado de drogas de toda clase de El Cairo,
y así los de armas, frutas, tabacos, sederías, algodones y el de joyas, que
sobrepasa a todos en riqueza.
Los baños públicos se encuentran frecuentemente y son muy bellos y
limpios, útiles para la salud e higiene en estos climas cálidos. Grandiosos
son los varios kam para pasajeros y mercancías, construidos especialmente
para evitar los incendios, frecuentes en este lugar, pero que sin embargo
hacen un daño relativo, ya que si un barrio es reducido a cenizas, en menos
de un mes lo refabrican más bello que antes; esto es debido a que si alguien
no lo hiciere, el terreno sería devuelto al gobierno, que no tardaría mucho
en venderlo a buen precio a cualquiera de los compradores que jamás faltan.
Entre esta inmensa población sobrepasan toda imaginación las ricas y ma-
jestuosas mezquitas, las soberbias fuentes de mármol, la extensión de los
bosques de cipreses donde se encuentra una cantidad maravillosa de mau·

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soleos, lápidas, tumbas y diversos monumentos de los difuntos seguidores
del Corán.
En estos lugares se realizan meriendas, diversiones, paseos, y los varios
cafés invitan a reposar, si no se quiere hacerlo sobre la muelle hierba o
sobre alguna losa. Allí los graciosos pajarillos revolotean por dondequiera,
y las tortolillas se galantea.n a nuestros pies, porque los turcos no acostum-
bran matar ningún ave.
Célebre es el templo de Santa Sofía, ahora mezquita de las más vastas
y bellas, y la plaza circunstante es admirable y honra la memoria del fun-
dador Justiniano, recordando cuál fue en aquellos tiempos la grandeza de
los emperadores de oriente. Son también dignas de ser vistas, por la can·
tidad de oro y la curiosa arquitectura totalmente nueva para nosotros, las
dos mezquitas de Solimán y Achemet. Ofrece una vista maravillosa la gran
plaza Atmeidam, donde se alza una gran pirámide que se dice fue trans-
portada desde Egipto por orden del emperador Teodosio. No lejos encuén-
trase la columna del mismo Teodosio, la cual, destruida por el tiempo, es
indicio seguro de la barbarie de los habitantes. El gran acueducto hecho
por Constantino despierta elevados pensamientos sobre los tiempos antiguos:
aquel inmenso subterráneo con más de cien columnas, que debía proporcio·
nar otras tantas fuentes para apagar la sed de la inmensa población, ahora
sirve para telares de seda.
Llama la atención a cualquiera el recinto de las fieras, donde se en-
cuentran innumerables familias de simios, tigres, osos, hienas, leopardos y
elefantes. Admirable por su construcción y grandeza es el Serrallo de! Gran
Señor, su ordinaria habitación y residencia del Diván. Dentro hay magní·
ficas plazas que rodean la casa del tesoro y varias otras dependencias públicas.
Esta es la bella Constantinopla, donde como déspota gobierna el Gran
Señor, que, en posesión de plenos poderes ejecutivos, no respeta los estatu-
tos de la legislación que reside en manos del Diván, compuesto por e! Visir
que es la segunda autoridad del Imperio, e! Muftí que es el Gran Sacerdote,
dos Kadi-askeres, o sea, grandes jueces, el Capitán Bajá y el Agá de los
Jenizaros, y se ve a veces, por orden del Sultán, estrangulado el Diván
entero, y otras, por la intriga de éstos, estrangulado e! Sultán mismo.
El Visir regula a su antojo todos los asuntos internos y externos, co-
manda las tropas y controla todas las provincias en las cuales están los
Bajás, y los distritos, de los Agá, los cuales deben contribuir con una cuota
anual para la Sublime Puerta, quedando a su arbitrio imponer las tasas y
gravámenes que quieran sobre la tierra y sobre los hombres.
La justicia en estos lugares es administrada sin necesidad de abogados,
y en pocos minutos se decide 10 que entre nosotros no se resuelve sino en
años. Las penas que se imponen son bastonazos y azotes sobre las plantas de
los pies, el empalamiento, la horca y la pérdida de la cabeza; se ejecutan
con la misma presteza con que se ordenan. Las tropas no tienen orden nj
disciplina, cualquiera es soldado desde el momento en que puede llevar
armas, y pertenece al regimiento o cuerpo en el que ha servido su padre;
esto se observa de generación en generación. Están viyos aún los descendien-

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tes de los primeros que entraron en Constantinopla, que se distinguen sólo
por el turbante, así como los demás cuerpos. No tienen ninguna táctica ni
disciplina, y si son considerados fieros y valientes soldados, 10 deben a la
astucia de Mahoma, que supo formar una religión guerrera, ya que asegura
el paraíso a todos los que mueren sobre el campo de batalla; y con el sis-
tema del fatalismo les ha insinuado que si Dios destina para hoy la muerte
de uno, éste la recibe irremisiblemente, tanto si está en el harén en medio de
sus mujeres, como en la guerra en medio de los enemigos. Solamente los
artilleros están organizados con cierto orden, y son los que hacen también
el servicio de policía en los varios cuerpos de guardias, armados de largos y
gruesos bastones con los cuales mantienen bien el orden y las leyes. Sus cuar-
teles son de piedras, fabricados con gusto moderno y de ellos salen todos
los días las marmitas, colgadas sobre un bastón precedidas por un oficial
armado de un gran cucharón de hierro; detrás de él va un soldado, que lleva
las cestas de las cucharas, con un vestido lleno de cascabeles y campanillas
que se oyen desde lejos, y en alta voz anwlCia la llegada del rancho para
que las personas le den vía libre. Desdichados los que no se apartan rápido,
es del arbitrio del oficial el matarlos, y víctima quedó, en mi tiempo, una
vieja griega que quizás por sordera no oyó la voz del bando. Los turcos,
sentados delante de los cafés y las bodegas, se levantan y doblando la cabeza
indican con esto estar dispuestos a sacrificarla. En efecto, se ha observado
que las rebeliones de las tropas se inician siempre volcando la olla y re-
husando así la sopa del Señor.
El carácter general del turco es dulce, y esto debe atribuirse en parte
a la suavidad del clima, y en parte a la molicie de sus costumbres, al ejer-
cicio de la libido, no ya a la educación que no tienen de manera alguna,
ni al gobierno, que los rige despóticamente y no protege la instrucción ni
las ciencias ni las artes, que han sido abandonadas en manos de los france-
ses, griegos, armenios e israelitas; pero es sorprendente por otro lado cómo
los turcos, en comparación con aquéllos, se elevan muy por encima por ras-
gos eminentes de bondad, buena fe y hun1anidad, y se guían por estos
principios, no conociendo el engaño, ni la mentira, que forman la base
fundamental del comercio europeo; el hurto no es cometido jamás, y la
mala fe no reina entre ellos. Hay bodegas que contienen géneros de grande
y conocido valor; la mayoría de las veces sucede que el negociante se en-
cuentra fuera de la bodega y el comprador entra, toma lo que quiere y deja
el equivalente para que cuando retorne el patrón al negocio, en vez de los
géneros encuentre el dinero. Las leyes son severas con los ladrones, y por
pocos pal'á (valor de céntimos) los empalan al momento, tanto abominan
este delito. Son hospitalarios y muy dados a ayudar a sus semejantes, a
Socorrer a los infelices; lo prueban sus k a lJJ para alojar gratis mercaderes,
mercancías y viajeros, las fuentes que construyen en las vías públicas para
comodidad de los transeúntes, y lo que hacen también con las bestias de
toda clase, principalmente los perros, que consideran inmundos, y For tanto
no los alojan en las ca.sas, sino que los mantienen en la calle y cuidan de
sus cachorros, a los que jan1ás matan. Por eso hay tal cantidad, que un

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forastero corre de noche el riesgo de ser devorado por estas bestias, las
cuales, acostumbradas a no salir nunca de su comarca, llegarían a despe-
dazar a cualquier otro perro que no perteneciese a su barrio; a veces hay
riñas tan fieras que invitan a detenerse, tan bien se unen, se disponen
y luchan.
Si hay algún pueblo que los turcos aborrecen, es sin dudas el israe-
lita, a causa, creo, de la mala fe; estos hombres errantes sirven de corredores
y de intérpretes, y hablan bien todas las lenguas europeas y orientales.
Su vicioso gobierno no impulsa a los musulmanes hacia las artes, y los
deja consumirse en la ignorancia; no obstante, encuéntranse perfectos arme-
ros, excelentes bordadores y fabricantes de telas como no hay otros en el
mundo.
En aquel entonces los griegos eran vistos con indiferencia en la me-
trópoli, pero en el campo soportaban las insolencias de hombres bárbaros
que trabajando poco querían vivir a costa de ellos; y estos hijos de grandes
héroes estaban entonces más al nivel de los brutos que al de los hombres,
y parecían sentirse contentos de ser viles esclavos de sus dueños absolutos.
Las artes y las ciencias no se cultivaban ya como en los tiempos floridos
de las repúblicas griegas, y ellos sólo conservaban de sus ilustres antepasados
algunos rasgos de sagacidad y de intrepidez, usados únicamente para en-
gañar a los demás. Entre ellos había, sin embargo, algún genio que, can-
sado de sufrir el pesado yugo, trataba de sacudirlo, y la lucha gloriosa
que hoy día hacen por su libertad es digna de ellos: pero ha sido pre-
parada por pocos y por pocos conducida. Si la voluntad de la nación hu-
biese sido unánime, los turcos dominantes en Europa habrían encontrado
en ella su tumba, ya que hay más griegos que musulmanes para borrar la
mancha que desde hace tantos años llevan como viles esclavos. En Cons-
tantinopla tratan, como monos, de seguir los usos y las costumbres de sus
tiranos, que imitan hasta en la intimidad de sus familias. Pero son costum-
bres muy depravadas; en Galata principalmente, en las tabernas donde se
va a comer y beber, hay gran cantidad de bellos mozos que sirven la mesa
graciosanlente vestidos, mientras otros bailan con movimientos sensuales
deshonestos, acompañados por los más viejos, que con sus guitarras cantan
canciones libertinas; aquí continuamente se renuevan los delitos de Sodoma
y Gomarra.
Las mujeres griegas imitan en público el ridículo porte de las turcas,
pero en privado no tienen ningún freno, y todas se consagran a la volup-
tuosidad. Lánguida se hace la mirada, las gracias sensuales, los modales
cariñosos y con los más ardientes deseos hacen proposiciones libertinas.
Aparte de esto son vacías, y con tales mujeres no se debe hacer volar
demasiado la imaginación, para evitar caer víctima de sus pasiones.
Si así son las griegas, cómo serán entonces las turcas, enclaustradas
y privadas de hombres, habitando el mismo clima caliente que las griegas
y armenias, y con una naturaleza que no difiere en nada de las otras. En
consecuencia, se comprende que no pueden ser menos sensuales que ellas.
Por la abstinencia y el aislamiento es más viva su imaginación, las pasiones

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más ardientes y la infidelidad una necesidad. Los vicios de la seducción }'
de la galantería son desconocidos en Turquía, ya que los hombres jamás
se divierten, pasean o conversan con las mujeres, y ni siquiera el lecho
es común con el esposo, que llama a la mujer a compartirlo solamente
cuando la necesita. No obstante, hay algunas que manejan los maridos a
su antojo, salen a voluntad del harén, lo arreglan a su gusto, y son capaces
de introducirse en las casas de los griegos, armenios o franceses, o en sus
negocios, y querer que a viva fuerza accedan a sus ardientes deseos al mo-
mento, o que vayan a sus habitaciones. Pero, j ay de quien las invitase!
Son capaces de dar la alarma y gritar al seductor, el cual, si no se diese
a una pronta fuga, sería víctima de la furia popular. Muchas anécdotas
han circulado, siempre horribles; una de estas mujeres llegó un día a Aguas
Dulces, donde estábamos en cuarentena, y dos de los nuestros que se encon-
traban en el umbral de las habitaciones fueron forzados a complacerla. En
Estambul, un día, acompañando yo a un médico muy competente, amigo
mío, descubrí una enferma que fingíase tal sólo por tener el placer de
solazarse con este hombre; y él, para salvar su reputación y su vida, tuvo
que acceder a sus ardientes deseos. Con estas mujeres, complaciéndolas,
se corre el riesgo de perder la vida si uno es encontrado en su lecho, y no
complaciéndolas, de provocar su indignación, que puede hacer correr el
mismo peligro; es menester por consiguiente andar con mucha cautela, no
mirarlas jamás y alejarse de ellas cuanto sea posible.
Además del temor a lo femenino, hay también el de la peste, que
reina, se puede decir, todo el año en esta vasta ciudad. En los meses de
verano y cuando ciertas brisas calientes soplan desde los desiertos sobre
Arabia, es cuando más estragos hace. Muchas veces es traída por los barcos
que vienen de Egipto y abordan estas costas donde no hay ninguna clase
de control sanitario, pues el turco tiene por máxima de fatalismo que si
Dios quiere con tal flagelo castigarlo, es inútil cualquier precaución. Los
europeos, en cambio, se cuidan 10 mejor posible, y tienen un temor tan
grande de esta enfermedad, que, olvidando los sagrados deberes que im-
pone la naturaleza, se evitan entre padre e hijo, mujer y marido, y los
médicos no prestan los socorros del arte, y dejan al mísero apestado presa
del dolor y de la desesperación, sin otro alivio que la muerte. Esta epidemia
se contrae por contacto y también por la respiración. A algunos les ataca
el cerebro directamente, a otros varias partes del cuerpo, y tiene como sín-
tomas vómitos, cólicos, dolores de cabeza, delirios, molestias en los riñones
y la mayoría de las veces bubones en las ingles. Ningún médico puede
curarla, y todos huyen a la vista de un apestado. Es verdad que hay pocos
médicos buenos aquí, la mayor parte son impostores e ignorantes; y, sin
embargo, si conocen la lengua griega y turca, en poco tiempo hacen una
brillante fortuna con su profesión, a menos que la peste les trunque el
calTIlno.
Los turcos son muy ignorantes en las artes médicas, si bien hay mi-
llares y millares que indignamente abusan de ellas. Debido a su fatalismo,
no se preocupan por preservarse de la peste, y muere el padre en los brazos

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del hijo, el marido junto a la esposa, y después de haberles prestado los
últimos servicios no tienen dificultad en acostarse en el mismo lecho, sin
ninguna consecuencia funesta. La causa de este fenómeno ninguno la sabe
explicar: a veces mientras más trata de cuidarse uno, más pronto es afectado.
En tiempos de epidemia mueren los habitantes en las calles y en las
mezquitas, donde van dos veces al día a rezar convocados por un dervidJe,
o sea, un sacerdote que desde lo alto de una especie de campanario, lla-
mado por ellos alminar, invita a los creyentes a orar, diciendo que Dios
es uno solo, Mahoma es su profeta y todas las otras creencias son falsas.
Antes de orar se purifican lavándose las manos, los pies y las orejas con
el agua que sale de las fuentes que están cerca de las mezquitas.
Aquellos que no quieren entrar en ella, extienden un paño o su capa
en el suelo, y vueltos hacia el oriente, se tapan las orejas para no oír ruido
y tener la mente toda dirigida hacia Dios; ni una oración pronuncian, y
su rezo es puramente mental; ora alzan la cabeza al cielo, ora la indinan
hacia la tierra, c¡uedando sentados sobre sus talones. Los derviches llaman
a la oración también dos "eces durante la noche, y los musulmanes acuden.
Observan un ayuno riguroso en el cual se abstienen de acercarse a sus
mujeres, y celebran la fiesta del Gran Bairam que se desarrolla de noche,
quedando todo iluminado y las tiendas abiertas: tan sólo en esta ocasión
se puede ver de noche el pueblo en las calles y los almacenes abiertos,
ya que en Constantinopla, al ocultarse el sol, se cierran las puertas y, al
caer la noche, no se ve a nadie, excepto a las patrullas que rondan para
vigilar el buen orden; si alguien tiene necesidad de salir para llamar a un
médico, hace falta que esté provisto de una linterna y que, al llegar al
primer puesto de guardia, se haga acompañar hasta su destino.
De día rondan las patrullas de los Agá, intendentes de mercados, los
cuales vigilan la calidad de los víveres, la exactitud de los pesos, dan rá-
pidos castigos con certeros golpes de bastón, y hasta son veloces en ahorcar
al que es reconocido culpable de la más leve falta; cuando ellos pasan,
las tabernas griegas se cierran, y si alguno de los encargados de vigilar
la llegada del Agá no prestase la debida atención y aquél encontrase en
su camino la bodega abierta, entraría, lo destrozaría todo }' haría dar dos-
cientos azotes al patrón. Un día presencié una función similar, que se
cumplió irremisiblemente y con presteza.
En Galata tienen los turcos sus arsenales donde hay soberbias baterías
que defienden la ciudad; el arsenal de la marina se encuentra al fondo
del puerto, }' en aquel entonces era dirigido por un francés, el cual nos
hizo ver la nave del Gran Señor, de la que se sirve para dar algún paseo
por mar. Es larguísima }' estrecha, toda dorada }' tallada por dentro, con
arabescos y figuras, con un soberbio p::¡bellón, sostenido por columnas que
representan la bóveda celeste con varias estrellas }' la plateada media luna.
Sobre la proa, una paloma lleva en el p ico un grueso diamante. Muelles
cojines de terciopelo bordado de oro brindan comodidad al Sult?n.
La vestimenta turca consiste en Jareos pantalones rojos, polainas y
chinelas amarillas. Visten además una falda de ctlInbr;ck con rayas de di-

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ferentes colores, que sujetan a las caderas con un precioso chal, y un dor-
mán con anchas mangas de paño que usan durante todo el año. Todos
tienen barba, pero se rasuran el cráneo, dejándose tan sólo una pequeña
cola en la coronilla; se cubren la cabeza con un turbante, y por él se pue-
den reconocer los distintos cuerpos, o los rangos que ocupan en la marina,
en el ejército, en la administración, en lo judicial y en lo religioso. las
mujeres llevan también anchos pantalones, polainas y chinelas amarillas,
una falda de cambrick atada a la cintura con un rico chal, y una especie
de manto de color verde con grandes mangas, que las envuelve todas, de
manera que no se puede distinguir su silueta. No se cortan nunca las uñas
y las pintan de rojo sangre: acostumbran, además, rasurarse aquellas partes
del cuerpo que el pudor hace ocultar. Salen así envueltas y con la cabeza
cubierta por dos pañuelos, uno a modo de velo monjil y el otro en forma
de triángulo, anudado atrás, que les cubre la nariz y la boca y está siem-
pre mojado debido a la respiración. De esa m<:nera sólo se les ven los ojos.
los ministros de nuestras cortes en estos países deben soportar hu-
millantes ceremonias cuando se presentan al Gran Señor. En una ocasi ón
encontré al marqués de Riviera, embajador francés, que iba a presentar sus
credenciales al Sultán, y quise acompañarlo, junto con otros, a Estambul
donde lo seguía una muchedumbre y lo escoltaba una banda turca. Pero,
al llegar a la primera puerta del Serrallo, tuvo que esperar bastante, y luego
cruzar un patio y entrar en un salón donde el Gran Visir y el Capudán
Bajá estaban juzgando varias causas, que él tUYO que presenciar durante
largo rato, muy a su pesar. Cuando lo creyó oportuno, el Gran Visir llamó
al Efendí, quien se trasladó al lado del Sultán para anunciar la llegada
del embajador en estos términos: "Un siervo de vuestros siervos pide pre-
sentarse". Aquél contestó: "Vestidlo, alimentadlo y hacedlo pasar". El
dragomán, entonces, le pone un rico abrigo de pieles r le ofrece, a él y
a su séquito, un buen refresco; luego, sin espuelas, es llevado junto con
el intérprete por los corredores que desembocan en el gran salón de au-
diencias, también ubicado en la planta baja. Allí, en un magnífico asiento,
espera hasta que el Gran Visir llega para presentarlo, pasando por una
pequeña puerta, al Gran Señor, ante el cual hay que inclinarse, y quien
permanece sentado sobre innumerables cojines, bajo un baldaquín ador-
nado con joyas y brillantes. Después de haber pronunciado su discurso,
repetido por el intérprete, se inclina tres veces y se retira. Observé que
el piso estaba cubierto por espléndidas alfombras, y las cúpulas por follajes
dorados, de los cuales colgaban Wlas hermosísimas lámparas de fino cristal.
las paredes también estaban adormdas con trabajos de oro y con mag-
níficas columnas, entre las cuales había unas ventanas resplandecientes,
engalanadas con ricos cortinajes de diferentes colores: a todo lo largo de
las paredes, se encontraban bancos cubiertos de terciopelo y damasco con
adornos de oro y plata, que constituían todo el moblaje; unas fuentes que
estaban en todo el centro del salón }' brotaban de unas hermosas pilas
aderezadas con frutas, flores y juegos de agua, resultaban sumamente
agradables.

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Pero si es tan grande el esplendor y el orgullo de este monarca, es
igualmente pequeña la mente de estos sultanes, ignorantes de todo lo del
mundo, fuera de las delicias de que gozan con sus innumerables mujeres.
Hay un episodio que me place narrar porque ocurrió en mi tiempo y da
una clara idea de esta imbécil corte. Estaba en Pera, desde hacía poco
tiempo, una vieja francesa con su marido y tres muchachos. La mujer hacía
bailar unos perros y representaba también una comedia con la conocida
figura de doíía Patafia, que terminaba con el asalto que los perros hacían
a una fortaleza. El marido ejecutaba el salto mortal y varias pruebas de
destreza con sus muchachos, y éstos daban aquellos saltos que nosotros
solemos ver cada día delante de los cafés públicos.
Seguramente sus esfuerzos no merecían más de unos centavos. Empe-
zar'.)n, sin embargo, a mostrar sus proezas en una casucha, y algún turco,
por cierto muy vivo, les aconsejó presentar sus juegos y habilidades en el
palacio del Gran Visir. Titubearon ellos, acaso conocedores de sus escasos
recursos, temerosos de recibir alguna paliza, pero aquél los animó, ofre-
ciéndose guiarlos. En efecto, auxiliados por un intérprete hebreo, al día
siguiente llegan a Constantinopla, con toda su gente y sus bestias; en el
primer patio empiezan a ensayar, hacen bailar a los perros y ejecutan al-
gunos saltos. Esto en seguida fue dado a conocer al Visir, quien los quiso
ver de cerca, e introducidos en una soberbia sala que comunicaba mediante
dobles persianas con el harén de sus mujeres, empezaron con el mayor
esmero su representación. El quedó tan contento y satisfecho, y así también
se mostraron con sus risas y admiración las mujeres, que consideró ser
aquello digno del Gran Señor, por lo que les prohibió seguir dando es·
pectáculos públicos, en espera de presentarlos al Sultán. Les regaló cuatro
bolsas de quinientas monedas cada una, para que ellos y sus perros pu-
diesen vestirse con más decencia y suntuosidad, y presentarse con decoro
el día en que fuesen convocados. Partieron contentos, y creo que jamás
habían poseído tanto dinero en su vida. Todos los sastres de Pera traba-
jaban para ellos, y al día siguiente estaban listos para cualquier llamada.
Pero el Visir, que veía la magnitud del objeto, movilizó gran cantidad
de carpinteros para construir en un patio de la Sultana dos enormes gra-
derías. La primera era de acceso común, y en la segunda había un rico
trono para el Gran Señor, y a los lados muchas galerías protegidas por
celosías, para las odaliscas del Serrallo.
Fue fijado el día, y los saltimbanquis tenían obligación de tocar mú-
sica europea, pero ¿cómo se podía hacer, si músicos no había, y los pocos
que podían conseguirse eran sumamente ignorantes? En tal aprieto, un vio-
linista de Faenza, llamado Poletti, organizó como mejor pudo varias so-
natas con algunos griegos de las islas Jónicas y algunos franceses; para
mej or apariencia contra~ó a varios de nosotros, entregando a quien un ins-
trumento de boca, a qUlen de cuerdas, para hacer el espectáculo más digno.
Llegamos y les guardias nos dejaron entrar porque llevábamos un instru-
mento, o papeles musicales.

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Se había formado un bonito palco con la orquesta vuelta hacia el
trono. Se vieron entrar entonces unos Jenízaros, luego unos Bustanjis con
largas gorras rojas, y por último muchos Efendis, seguidos por los Gran-
des que, subiendo las gradas cubiertas de ricos tapices, se acercaban en
orden al trono.
Adivinábanse a las mujeres detrás de las celosías, y por último la
banda turel. anunció al Gran Señor que se sentó en el trono, teniendo
a sus pies, en los escalones del solio, al Gran Visir, al Muftí, al Capitán
Bajá, al Efendi, a los dos Kadi-askeres, al Agá de los Jenízaros y al Jefe
de los eunucos. Calló la banda, que tampoco tenía todos aquellos instru-
mentos por medio de los cuales nuestras bandas militares deleitan el oído,
}' empezó nuestra música, que no cedía por la discordancia a la de ellos.
Alguno de nosotros se quedaba estático, contemplando aquellos seres
barbudos con la Clbeza cubierta por turbantes, por lo que a veces cesaba
el fuerte retintín de nuestra orquesta y los demás, al darnos cuenta de
la deficiencia de aquellos instrumentos, tocábamos los nuestros con más
fuerza para cubrir el vacío, lo que generaba un estruendo que no dejaba
entender el ritmo de la composición. Sin embargo, gustamos tanto que
fueron regaladas dos bolsas a los músicos y seis a los buenos saltimbanquis.
Pero por tratar con demasiados detalles esta tontería, olvidaba el regreso
del embajador.
Este montaba un lindo caballo árabe, regalo del Gran Señor, cubierto
con jaeces de oro }' plata desde la cabeza hasta los cascos. Lo precedía una
escuadra de spahis a caballo, luego un Agá con una cuadrilla de jinetes,
seguida por un pelotón de Jenízaros; por la calle una legión de musul-
manes le hacía doble ala . Delante del embajador iba un Bajá con varios
Efend is a caballo, y a pie venían moros ricamente vestidos, llevando en
jofainas de oro y plata y soberbios cojines los diferentes regalos recibidos
del Gran Señor. la música turca hacía un gran estrépito, y detrás seguía
el acompañamiento de franceses y una multitud de gente curiosa.
Cuando la comitiva llegó al Makalá, o calle habitada por los europe03,
las yentanas estaban adornadas con tapices y las calles sembradas de flores
}' rosas. Al llegar a su residencia, el embajador desmontó y se dirigió a
sus apartamentos, y la música turca siguió con su ruido por dos horas,
después de las cuales se le dieron las gracias con regalos. Una pompa
aún mayor se ve cada viernes, día festivo para los turcos, en el que el
Gran Señor va a la Mezquita de Santa Sofía o de Solimán, o de Achemet.
Las calles, limpias }' llenas de flores, emanan inciensos y aromas, y a ambos
lados se alinean musulmanes armados de los cuerpos de los Rajás, o Jaiás.
la caballería abre la marcha y la siguen con sus insignias los bravos
Jenízaros, cuyas escuadras están precedidas por los diferentes Agá; luego
los Bajás, encargados siempre de importantes misiones; siguen los Bust~­
jis, guardias de honor, agitando sus penachos y relampagueando las medIas
lunas. Los grandes del Imperio, montando soberbios caballos, preceden a
las dignidades del Diván. Estas forman un círculo alrededor del Señor,
que sobre un corcel cubierto de oro y gemas avanza con majestad. Delante

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de él desfilan veinte caballos árabes ricamente enjaezados conducidos por
escuderos, y los moros que llevan los dorados cojines que le sirven de
asiento y las aguas olorosas para lavarse antes de entrar en la mezquita.
Detr:Ís del Gran Señor siguen esclavos, eunucos, muchos Bustanjis, Efen-
dis y una gran muchedumbre. Sin interrupción, las varias bandas de los
diferentes cuerpos hacen resonar en el aire sus discordes y agudos sonidos,
interrumpidos por los gritos de! que anuncia la llegada del Sultán. A su
paso nadie, sea griego, armenio, hebreo o turco se descubre, porque el
hacerlo sería considerado un desprecio, sino que llevándose la mano a b
frente y luego al pecho, todos se detienen y apoyan la cabeza en e! hombro
izquierdo mostrándose resignados a perderla si él lo desea; nadie puede
fumar en su presencia, porque le está prohibido al Sultán fumar, aun
cuando los musulmanes tengan este vicio. Dicen tam bién que asisten a
sus comidas unos oficiales encargados de impedirle comer con exceso sus
manjares preferidos, en resguardo de su salud. En sus mezquitas entran
con los pies desnudos, y está prohibida la entrada a quien no profesa su
creencia, porque lo juzgan inmundo. Sin embargo, por casualidad, yo pude
yer una cuando me encontraba con mis amigos en CLlarentena en Aguas
Dulces, a poca distancia de una casa de divers iones para las sultanas, cuyo
guardia era muy afable y a menudo se entretenía con nosotros, sobre todo
con uno de Corfú que hablaba bien e! turco. Caminábamos por los lindos
pabellones que están rodeados por los frondosos y bonitos árboles del
jardín principal. Una alta muralla lo protege, pero durante la ausencia
de las sultanas estaba permitido, en las horas calurosas del día, disfrutar
de la sombra de aquellas amenas avenidas . Un día en que el guardián se
mostró más amable de lo común, le hicimos un regalo y le rogamos que
nos condujese a la parte interna del jardín y a las estancias de las sul-
tanas. Con gusto accedió a nuestro deseo, y después de haber cerrado e!
portón a nuestras espaldas, nos encontramos en un abigarrado jardín lleno
de flores, frutas, bosquecillos, manmtia!es, peceras y estatuas, cosas sor-
prendentes que lo dejan a uno asombrado; luego pasamos a una galería,
con tres órdenes de columnas, que conducía por un lado a una soberbia
mezquita a cuyas puertas brotaban aguas límpidas de dos fuentes con ara-
bescos dorados, y por el otro, a los varios y magníficos baños y salas olo-
rosas a mil perfumes que embriagaban. Varias escaleras llevaban a un
salón, en cuyo centro había una fuente con figuras alusivas a los juegos
amorosos de Venus. El movimiento inquieto de los peces dorados, el dulce
murmullo de las aguas, el olor de las flores y las hierbas, encendían la
fantasía, y las posturas de aquellas diosas y amores inspiraban voluptuo-
sidad y placer. Muchos sofás puestos en varios sitios bajo pabellones jas-
peados, invitan al cuerpo a recostarse; una hilera de salones llevan a los
apartamentos de las sultan:¡s, todos con ricas y muelles alfombras; las pa-
redes están adornadas con follajes dorados y columnas, y desde lo alto
se difunde la luz de l.as ventanas CIIyo reflejo se multiplica en los esrejos
que llegan hasta el pISO. Complementan la decoración varios cúmulos de
coj ines de damasco y terciopelo, unos cofres elegantemente tallados coo

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figuras de dorados animales y arabescos orientales, que sirven para guar-
dar la ropa de las sultanas. Magníficos son los locales donde se bañan
y hermosean, antes de correr a los brazos de su Señor; allí se perfuman
y se adornan el pelo con lindos hubantes cubiertos de perlas y diamantes.
Pero no encontramos lecho alguno: en efecto, hombres y mujeres duer-
men, siempre vestidos, aunque con ropas menos elegantes que las del día,
amontonando, en un lugar de su agrado, alfombras y cojines de enorme
tamaño, y encima de éstos otros más pequeños que les sirven de almohadas;
así, en seguida está lista la cama. Si en la estación fría tienen que arro-
parse, usan finas cobijas de grandísimo valor. Allí todo indicaba placer,
pero nos defraudó la ausencia de aquellas bellezas que, con sus seductores
mimos, sacudirían del más profundo letargo el alma más insensible, la
cual se vería obligada, aunque le costase la vida, a arrojarse en los blancos
brazos de aquellas semidiosas. Al salir, seguimos distintas direcciones, y
yo pasando cerca de la mezquita me atreví a entrar; no vi sino muchas
lámparas, como en una sinagoga, ordenadas hacia una especie de santuario,
donde, según dicen, está guardado el Corán; el piso está cubierto por
alfombras, y hay una especie de trono para el Sultán ; en las paredes, varias
leyendas están grabadas en caracteres de oro hacia los cuatro puntos car-
dinales. El Corán es para los turcos lo que para nosotros el Evangelio;
fue predicado por su profeta Mahoma. Creen que existe un dios supremo,
único, eterno, no generado y que no genera, y que nada es similar a él.
Sin embargo, el fanatismo suscitado por el Profeta fue tan grande, que
el Oriente se sometió más a él que a la espada. Esta religión establece la
circuncisión, el ayuno, el viaje a la Meca, la purificación, la idea de un
juicio final, cuando un ángel pesará hombres y mujeres en una balanza
Además, existe la creencia de que después de la muerte deberán crmar
un angosto puente para alcanzar el lugar de los placeres, donde habrá
lujosas estancias, muelles camas y mujeres de ojos profundos; de que
los placeres sensuales no serán nada comparados con los que obtendrán
contemplando al ser supremo. Esta religión promete a las mujeres que,
si mueren viejas, se volverán jóvenes en el paraíso, ordena a todos some-
terse a los jefes, obedecerlos y conformarse con cualquier suerte, no admite
dudas sobre el Corán, impone creer en la doctrina, observar la oración,
respetar la mezquita, compartir con limosnas lo que Dios se ha dignado
conceder, estar convencido de la revelación del Profeta, que se confirmará
en la vida futura; enseña que todas las demás religiones son falsas, que
es inútil llam:lr a los incrédulos, pues la incredulidad está grabada en sus
corazones; permite tener una o más esposas, concubinas y esclavas, divor-
ciarse cuando uno quiera dando una dote a la mujer, y muchas otras cosas
semejantes. A pesar de todo, es extraño, me parece, que se haya extendido
por toda el Africa conocida, casi toda el Asia, y parte de Europa. Tal me
pareció el madro de esta inmensa población, que nosotros consideramos
con ojos diferentes de lo que se debería.
Nos embarcamos entonces en una nave turca, construida de manera
que apenas se diferencia la popa de la proa, pues está hecha como una

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media luna, y los cuernos se levantan excesivamente, quedando el centro
muy bajo; muchos jeroglíficos grabados, pintados y hasta recubiertos de
oro, hacen semejar esta barca a las de los antiguos fenicios. Había más
de cuarenta pasajeros turcos a bordo, y los únicos europeos éramos noso-
tros; un hebreo de Constantinopla, que hacía el mismo viaje, nos sirvió
de intérprete. Al recorrer el estrecho, deleitan la vist~ las grandes aldeJ.s
que de la parte europea se suceden sin interrupción hasta Buyuk:, donde
están las casas de campo de los embajadores europeos. Al llegar a la
desembocadura, tuvimos que andar a causa del viento del norte; bajamos
a tierra y nos divertimos durante tres días en las rocosas montañas. Aquí
poco me faltó para caer víctima de dos turcos, que me habían arrinconado
junto al mar en un lugar aislado; me salvé arrojándome al agua, gracias
a que era poca su profundidad, porque si hubiese sido mayor habría muerto
irremediablemente, por no saber nadar. Ignoro aún las intenciones de mis
asaltantes, pero no cabe duda de que querían asesinarme o hacerme alguna
brutal injuria. En cada oriLla hay fuertes bien guarnecidos, con dos hileras
de cañones de gran calibre que impiden a los barcos de guerra del zar
de Moscovia entrar en el Bósforo.
Finalmente cambió el viento, y seguimos hacia la ciudad de Varna,
en Bulgaria, nuestra navegación, en parte feliz y en parte agitada por
la tempestad; nos salvamos gracias a la suerte, y no por la experie'lcia
del capitán, que no sabía lo que hacía. Una tempestad tremenda en el
golfo de Burgas casi nos hunde, y ya una parte de la nave estaba cubierla
por el agua cuando un joven marinero griego cortó una soga y nos libró
del peligro; sufrimos mucho en aquellos días y nos vimos obligados a
anclar en el nombrado golfo, donde desembarcamos. La mayor parte de
los marineros, griegos, quisieron ir a visitar un convento de su religión,
y nosotros los seguimos, subiendo por una selvosa colina cuya cumbre se
abría en una bonita llanura, donde estaba el monasterio de los Popes grie·
gas; cerca había una pequeña colonia dedicada al cultivo, cuyas casas,
esparcidas sin orden y construidas con palos recubiertos de fango y techos
de paja, mostraban su simplicidad y no escondían su miseria. Nuestra lle-
gada a aquel lugar fue como una fiesta para esos griegos campesinos, que
competían en rodearnos e invitarnos a sus cabañas para admirarnos mejor.
Los más jóvenes, y también algunos ancianos, nunca habían visto hombres
vestidos a la europea, cosa que les p:uecía tan rara como para nuestros
campesinos el ver a alguien vestido como griego o turco. os condujeron
al monasterio, donde encontramos a los Popes vestidos de negro, con un
bonete de forma cuadrada en la cabeza, debajo del cual sus largos cabellos
se esparcían hasta los hombros; }' una limpia barba que caía sobre la ancha
veste, hacían aumentar el respeto hacia estos venerables hombres. Algunos
daban dases a los muchachos; otros tenían en las rodillas a sus propios
hijos; otros conversaban con sus esposas o las ayudaban en los menesteres
femeninos, mientras otros más se ocupaban de la cocina. Fuimos recibidos
en una saJa que se llama de los \ iajeros, y nos trajeron huevos frescos,

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quesu, fruta, bizcochos yagua muy buena; luego nos qUlsleron enseñar
su templo, que tiene gran parecido con los nuestros, ya que en todas las
paredes hay imágenes grandísimas y sólo un altar en el medio, cubierto
por una cortina dorada. Después de habernos despedido de estos hospita-
larios religiosos, llegamos a nuestra embarcación y las olas quietas nos
permitieron seguir adelante. En efecto, al cabo de dos días divisamos la
ciud:td de Varna, en Bulgaria, que está amurallada por la parte del mar
y también en un trecho por la de tierra; tiene un puerto regular y bien
guardado por baterías y por un pequeño fuerte. Aquí reside un Bajá quien
durante la campaña de 1811, habiendo formado un gran campo atrinche-
rado, que todavía existe, para cubrir toda la ciudad y los suburbios con
varias baterías a determinada distancia, opuso, con los turcos bajo su
mando, una resistencia muy viva a las tropas de los moscovitas; éstas por
tres veces trataron inútilmente de tomarlos por asalto, dejando la tierra
llena de muertos y heridos, pero a la cuarta vez desobedecieron las órdenes
de su jefe, lo que puso de pique el honor de los oficiales y suboficiales
del ejército, quienes trataron de vengar a los muertos ellos solos y dar
ejemplo a los soldados acobardados. Mas sus esfuerzos fueron vanos, }'
tuvieron que retroceder, retirándose hacia el Danubio. Examiné el lugar
donde tantos valientes habían sido alcanzados por el vivo fuego de los
musulmanes, y vi que no era más que una gran zanja sin agua, y un
parapeto de tierra en zigzag, que permite penetrar en la zanja por los
ángulos salientes y así rodear al que estuviere sihlado en ésta; si un débil
reducto pudo detener a lm ejército armado, de esto hay que deducir cómo
pelean los turcos detrás de una trinchera, y son capaces de dejarse matar
en ella sin abandonarla; si ellos fuesen bien disciplinados y conociesen la
manera de hacer la guerra a campo descubierto, no cabe duda de que ten-
drían ventaja sobre las demás naciones. Dormimos en un kan, que como
mobiliario tenía en cada cuarto un tablón, una escoba y un tobo de madera
con agua. En este refugio, según la costumbre, no pagamos nada por los
dos días que permanecimos esperando la caravana que se dirigía a Ruschuk;
mientras tanto, aconsejados por nuestro intérprete, nos abastecimos de ví-
veres para los cinco días durante los cuales no habríamos encontrado
comida. Nos montamos en una especie de carreta, cubierta con tela blanca
como furgón, donde nos sentamos en fila con las piernas cruzadas. Seis
caballos estaban atados a este carro no provisto de resortes ni correas, por
lo que cada tropezón sacudía terriblemente a los pasajeros. Para nosotros,
no acostumbrados a eso, era un tormento, y preferimos recorrer gran parte
del camino a pie. Había orden de detenerse sólo hacia el mediodía, en
un lugar donde hubiese buen forraje yagua, y mientras los caballos bus-
caban su pasto, los pasajeros descansaban y comían a la sombra de las
carretas; dos horas después continuamos la marcha, y por la noche trata-
mos de vivaquear en un lugar remoto, lejos de donde vivía gente; todas
las carretas estaban dispuestas en círculo y en la parte de afuera se ataban
con largas amarras los caballos, que regados en los alrededores servían de
puesto avanzado. En el centro se encendía un gran fuego, alrededor del

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cual dormíamos bajo el cielo sereno, provistos de armas blancas y de fuego;
según el número de los pasajeros se distribuían los centinelas, quienes du-
rante la noche tenían que vigilar para que no nos sorprendieran los asesi-
nos, muy frecuentes en aquellas regiones como en todos los estados musul-
manes. A la mañana siguiente seguimos la marcha, y así sucesivamente,
hasta Orescinek; observé que los pueblos turcos y griegos que cultivan
la tierra llevan las huellas de la máxima pobreza, y sus casas forman un
conjunto de chozas sin una ventana en la parte exterior, recibiendo luz
de los respectivos patios. Una noche fui con nuestro intérprete a casa de
una turca para comprar queso; esta mujer nos abrió la puerta dándonos
la espalda y trajo lo que pedimos caminando hacia atrás para no mostrarnos
el rostro.
No hay calles apisonadas y bien cuidadas como las nuestras, sino que
a veces se camina por vastas llanuras donde se elevan como en anfiteatro
los montes Cárpatos. 1 Estos lugares presentan hasta el Danubio una lú-
gubre soledad, y sólo hay, a grandes distancias, algún grupo de mal cons-
truidas y miserables cabañas.
El Danubio en este lugar forma una península en la que está situada
la fortaleza de Ruschuk, terrible por su situación, defendida por el agua
y por las recientes fortificaciones unidas a las antiguas, guarnecidas por
una fuerte artillería. No se me permitió examinarla de cerca, y por poco
no me apalearon creyéndome un espía. Atravesamos en una barca este rá-
pido río, aquí no muy ancho, que desemboca en el mar Negro. Por la
orilla opuesta se entra en la ciudad de Giurgiu donde manda un Agá, y
allí también nos alojamos en un kan parecido al de Varna. Salimos con
las demás carretas en compañía de cuatro armenios y un válaco que iban a
Bucarest, y después de un día de marcha llegamos a los confines de Va-
laquia, donde nuestros pasaportes fueron sellados en turco y en griego.
Después de haber pagado algunos pará seguimos el camino, pero no muy
lejos encontramos varias barreras, y unas veces a título de ríos, otras de
calles, otras de peaje, siempre exigían dinero, en fin, se veía claro que
todo estaba dispuesto para sacarles plata a los forasteros.

NOTA: En el mismo pasaporte del cónsul de Génova, Piccioni, ap2rece el visto


bueno d; Constantinopla por la Cesárea Regia lnternunciatura, y el permiso
del bu ron de Testa para pasar a Bucarest, en VuJaquia.

l. Los Carpatii Sudici (Alpes de Transilvania) de la actual Rumania.

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CAPITULO 11/

Viaje a Valaquia y Moldavia, descripción de las capitales, clima, usos y costumbres


de los habitantes. Continuación hacia Galicia, Rusia, Polonia, Prusia, y navegación
por el Báltico hasta Amsterdam. Descripción de esta ciudad y salida hacia América

Los campos presentan aquí un aspecto distinto, y me parecía estar en


Italia por los muchos setos y árboles alrededor de los cuales se enredaban
las vides.
El terreno, poblado de colinas, es hermoso y lozano; las casas están
bien construidas, con palos rectos y delgados bien clavados en el suelo, con
puertas y ventanas; el techo es de cañas o de tablillas de madera superpuesta.
Finalmente llegamos a la capital, ubicada en un terreno desigual pero bas-
tante llano. La ciudad de Bucarest está bañada por el río Dimbovica, célebre
por sus aguas medicinales, y se parece a una gran aldea por los amplios jar-
dines y patios que ocupan mucho espacio; las casas, casuchas y palacios son
de un solo piso, grandes y cómodos pero sin orden ni simetría. Hay muchas
construcciones de piedra, mas la mayoría son de madera, cubiertas con
tablillas o tejas de terracota; en todas las casas hay grandes estufas, plLa
calentarse en la estación fría. En el centro de la ciudad se encuentran los
mercados, como los de Turquía, con toda clase de comestibles y mercancías;
las tiendas están, en su mayoría, techadas con madera y barro y retocadas
con cal.
Las calles están recubiertas con grandes vigas y tablas de madera. En
el recinto de los mercados hay unos conventos, rodeados de altos y buenos
muros, en cuyos claustros se ven tiendas y almacenes para las mercancías
de valor, a fin de sustraerse, en tiempo de guerra, a los saqueos y excesos
de las milicias turcas. Encuéntranse muy a menudo iglesias con sus campa-
narios carentes de campanas, sustituidas por dos cuerdas de las cuales cuel-
gan unas tablas que los clérigos griegos, con martillos de madera, tocan
en diferentes tonos para llamar a los fieles a la oración. Estas iglesias son

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muy sombrías, decoradas completamente con figuras de santos y escenas
de milagros, que no hacen honor a los pintores ni a su originalidad.
En el fondo hay un único altar, oculto por cortinas y por un tabique
dorado, como acostúmbrase en las iglesias del rito griego. A todo 10 largo
de las paredes y bajo las imágenes de los santos se encuentran unos asien-
tos, como los de nuestros coros. En las iglesias principales hay dos tronos,
uno para el príncipe y otro para la princesa, así como las estatuas de quien
las ha fundado, de forma tal que parecería que cada príncipe haya hecho
erigir iglesias para perpetuar su memoria. En todos los barrios de la ciudad
existen posadas subterráneas, donde las mujeres no sólo venden vino, sino
que descaradamente se prostituyen; la policía de la ciudad es numerosa y
oficiales especiales vigilan esas actividades. De noche es necesario caminar
con una linterna, y hay muchos cuerpos de guardia en las avenidas, desde
donde salen patrullas a fin de evitar latrocinios. La religión dominante es
la ortodoxa y los eclesiásticos reconocen como jefe al Patriarca de Cons-
tantinopla; sin embargo, son tan ignorantes que el pueblo no admite otros
príncipes sino aquellos de un culto externo y supersticioso.
Los confesores están casados y, para confesar, exigen dinero. Hacen una
cantidad de ayunos, cuaresmas y fiestas, celebrando incluso aquella del
diablo, después de Semana Santa, pero sobre todo son sumamente ignoran-
tes y no piensan sino en su interés. En consecuencia, siendo ellos los que
educan a la juventud, se puede argüir qué discípulos formará quien descui-
da o abusa de su alto ministerio para beneficio personal. Por esta razón, nada
de recto o bueno se puede esperar de este pueblo que, además, está oprimido
por un gobierno despótico y mud1as veces tiránico, lo que hace que los
habitantes se vuelvan desconfiados y viles; la gran esclavitud que sufren
es la causa de que se conviertan en seres cautelosos y temerosos de ser en-
gañados, volviéndose, a menudo, ellos mismos engañadores. Trabajan poco
porque saben que mientras más ganen más deberán pagar en impuestos, y
así resulta que no cultivan las artes sino los gitanos y los habitantes de las
vecinas comarcas. Son sobrios en el comer y se satisfacen con alimentos fru-
gales; pero exagerando desde la juventud el uso de las mujeres, son de
contextura endeble y desmarrida; los que viven en las regiones montañosas
son más robustos y, en general, buenos soldados. Los ciudadanos visten a
la manera griega o a la europea, y los campesinos llevan una sobreveste de
paño blanco, pantalones largos y un ancho birrete de piel de cordero; du-
rante el invierno se abrigan con pieles.
Las mujeres visten simplemente, con un camisón rústico y un delantal
que sujetan por detrás. Las madres cuidan mucho de la honestidad de sus
hijas, para que, por no ser vírgenes, no sean repudiadas por los esposos;
sin embargo, no suelen ser muy fieles. En Bucarest hay muchos nobles, en
su mayoría príncipes griegos y boyardos, que tienen muchos esclavos y es-
clavas gitanos. Ellos constituyen la raza más ruin y deshonesta de Europa;
son ladrones, maliciosos y, desde la infancia, entregados a la libido, debido
a lo cual los hijos de los pretendidos nobles, por este tipo de educación, no
pueden concebir sentimientos generosos ni principios elevados. Muy escasas

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son las familias que se puedan igualar a las europeas civilizadas. Entre las
esposas de los boyardos y de los príncipes reina la vida cortesana; ellas
aman el ocio, los paseos en carroza, el hacer y recibir visitas. En el vulgo
existe mucho libertinaje y prostitución, y todas las posadas son, en realidad,
burdeles. Grande es el lujo, tanto en los trajes de ambos sexos, como en las
carrozas y caballos; todos los días se ven pasar por la ciudad más de tres
mil carruajes del gusto más refinado.
Son muy hospitalarios y se complacen en tener invitados a sus mesas,
que son abundantes, pero de pésimo gusto. Estos pueblos están gobernados
por un griego, nombrado por el Gran Señor con el título de Hospodar,
que casi siempre es un ignorante sin cuna, elevado a ese rango solamente
por las intrigas de los griegos, el dinero y el apoyo de la Puerta Otomana;
pero después de poco tiempo, por las mismas intrigas, dinero o apoyo, le
es quitado el cargo y con tan sólo el título de príncipe es relegado a una
de las islas ubicadas en el mar de Mármara, cercanas a las costas de Asia
y a Constantinopla. Este tirano de Valaquia dispone a su gusto de los terre-
nos y aldeas pertenecientes al principado, y, es más, trata con tan poca
justicia a sus súbditos que los boyardos tiemblan en su presencia. Para lle-
gar a ser noble basta tener dinero, con el cual en seguida se adquiere el
título de boyardo: poco importan el nacimiento, las costumbres, el talento
o las acciones. Este príncipe mantiene una lujosa corte y un Diván, como
aquel del Gran Señor, que canlbia a su antojo; al ser nombrado, se traslada
con un numeroso séquito a Constantinopla, donde es recibido por el Señor
mismo, con iguales formalidades que los embajadores extranjeros. Se le
pone la Kncca, o sea, un yelmo de fieltro recubierto de terciopelo rojo, con
un gran penacho l?.teral de plumas de avestruz; el Sultán y los magnates
lo revisten del hábito usado por ellos en las funciones. Le regalan un her-
moso caballo, ricamente enjaezado, y una maza de hierro. Regresa, prece-
dido por caballeros, y cierra la marcha la música turca. Un Bajá lo lleva
hasta su provincia, donde es recibido por la nobleza y acompañado hasta
su residencia. También la princesa, con sus doncellas, va a su encuentro
cerca de Bucarest.
Las cortes de Austria, Rusia y Prusia envían a esta capital cónsules ge-
nerales, que desempeñan funciones de ministros cerca de este Príncipe. El
Gran Señor tiene un Diván Efendí, el cual está encargado de leer los ofi-
cios del Sultán, escribir despachos a la Puerta Otomana y arbitrar los liti-
gios entre turcos y válacos y turcos entre sí. Nos alojamos en un ka/] y, al
día siguiente, nos presentamos al cónsul austríaco, quien, aquel mismo día,
nos invitó a comer con muchos otros invitados. Después del almuerzo fui
a Palacio y, en la noche, acompañados por el cónsul Fleisack, nos introdu-
jimos en casa del cónsul ruso, donde conocimos a muchas personas 'lue nos
hicieron perder una semana en continuas diversiones y comidas. Por la
bondad y amistad de estos cónsules, obtuvimos un salvoconducto para ir
a Jassy, capital de Moldavia, sin perjuicio 1 ara nuestra economía, y cartas
de recomendación para el cónsul residente. Teníamos cuatro caballos, un
hebreo por guía, e íbamos siempre al trote. El camino que conduce a Mol-

39 ", ...CIOI'l.AL Dt: COIOM 1.-


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G Colombia
davia se extiende por una vasta llanura recubierta de tupidos matorrales,
donde de vez en cuando encuéntranse manadas de soberbios caballos y
muchas ovejas. Las casas, en aquellas an1plias soledades, no se distinguen
sino por el humo que de ellas sale, ya que están casi enterradas en el suelo,
cubiertas de tierra también en su parte superior sobre la cual crece la hierba,
y no presentan indicio alguno de vivienda. Se construyen así por el gran
calor que impera en verano, por el gran frío del invierno y, además, para
no exponerse a las vejaciones de los turcos que pasan por estas comarcas.
En las cercanías de Bucarest muchas de ellas están habitadas por gitanos,
y he visto a uno de éstos tomar a su hijo y golpearle la cabeza contra una
piedra porque no dejaba de llorar. Las mujeres y los hombres van casi
desnudos, mientras los niños, de ambos sexos, lo están completamente. Su
tez es bronceada, y la mayoría vive errante, en carpas que llevan consigo
de un lugar a otro, según les convenga, para poder robar y asesinar. El
terreno, en varios puntos, es algo ondulado, mientras en otros presenta pan-
tanos que en invierno lo hacen poco transitable, a menos que existan otras
vías de comunicación. Al cruzar el río Jalomita, se llega a Facsani, ciudad
fronteriza entre Moldavia y Valaquia, célebre por el Congreso de 1772
entre turcos y rusos, y que pertenece por mitad a los principados.
Sus casas están totalmente constnúdas de madera, con vigas que sos-
tienen el techo cubierto de tablitas; en ellas residen sargentos austríacos, ru-
sos y prusianos, para la rápida expedición de los despachos. Moldavia es
igual a Valaquia por sus llanuras, aldeas y haciendas. Con una embarcación
se cruza el raudo, pero navegable, río Serret y se llega a un terreno un poco
más elevado y cubierto de matorrales. Durante este trayecto de diez días,
menos que a Facsani, siempre hemos vivaqueado y hecho guardia de noche,
según la costumbre. Al llegar a Jassy, capital de Moldavia, la encontramos
igual a Bucarest, y es fácil confundirlas tanto por las fábricas, como por las
calles, mercados, iglesias, usos, costumbres; podría decirse que son dos ciu-
dades hermanas. Aquí también residen los cónsules y lill Príncipe, nombrado
como el de Bucarest. Nos habían recomendado al cónsul austríaco, el cual
nos recibió muy cortésmente y nos introdujo, como es costumbre, en varias
tertulias. Es de notar que los moldavos acostumbran, al entrar en un círculo
de boyardos donde haya también mujeres, dirigirse a la dueña de casa, des-
pués a las otras damas, y besarlas en los hombros, mientras ellas los besan
en la frente. También aquí el libertinaje no tiene límites y las mujeres nada
tienen que envidiar a las griegas y a las valacas. Permanecimos en esta ciu-
dad varios días; luego partimos en un coche con un médico hebreo y una
dama vienesa, casada en Jassy con un ex oficial francés . Nuestro coche
tenía cuatro caballos y, como es costumbre, era guiado por hebreos, los cua-
les son óptimos cocheros y aman ir casi al galope. Atravesamos la ciudad
de Botosani, la aldea de Pelipultz y finalmente, pasado el Pruth, cumplimos
en una pequeña aldea la cuarentena que, puesto que llegábamos de Bucarest
(no manifestamos ser provenientes de Constantinopla, pues en aquella ciudad
el cónsul nos había provisto de un nuevo pasaporte) fue solamente de diez
días, que pasamos jugando, comiendo y durmiendo. Volvimos a salir y

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tomamos un coche que, en pocas horas, nos condujo a Czernowitz, capital
de Bucovina, donde habíamos sido recomendados por el cónsul de Jassy
al general Lenz, comandante de aquella provincia. Permanecimos allí tres
días y continuamos nuestra marcha hacia Lemberg, en un coche de tres
caballos. En aquella ciudad, encontramos casualmente en una posada a un
ex coronel pol aco que había combatido en Francia; éste quiso que fuésemos
a su casa de campo, donde había todo lo que se pueda desear. Se llamaba
conde Kalinowski, poseía otras tres casas en distintos lugares y, todos los
días, íbamos en su carroza de una a otra. Nos había tomado tanto afecto
que quería pasásemos con él el invierno, mas eso nos habría alejado de nues-
tro plan y por tanto, provistos de buenas recomendaciones, seguimos hacia
Rusia. Llegamos a la frontera y nos comunicaron que las órdenes del Empe-
rador prohibían entrar en su estados a quien no tuviere pasaporte visado
en Petersburgo; por esta circunstancia nos veíamos obligados a esperar unos
meses en la frontera, sin la seguridad de obtener el permiso para entrar.
Ante tal emergencia, le comuniqué al gobernador que nuestras intenciones
eran las de enrolarnos en el servicio militar y, por consiguiente, conside-
rábamos que no se nos debían aplicar tales disposiciones; éste aceptó nues-
tros argumentos y nos dejó entrar haciendo constar en el pasaporte nuestra
declaración, con la cual obtuvimos también medios de transporte. Nos diri-
gimos hacia la capital del imperio ruso y estábamos a punto de cruzar el
Dniester, cuando recibimos la noticia de la inminente llegada del Emperador
a Varsovia. Doblamos entonces a nuestra izquierda para Polonia, por la
vía de Zamosc y Lublin, y llegamos a Varsovia el mismo día en que había
llegado el Soberano. Había venido a este reino, gobernado por el Gran
Duque Constantino, para pasar revista a las tropas polacas, reunidas allí
expresamente en un campo de maniobras. Ejecutaron durante varios días
los más bellos ejercicios que tropa disciplinada y aguerrida pueda jamás
presentar. El primer día, en una eJ\.i:ensa llanura, maniobró toda la artille-
ría ligera; el segundo, la artillería montada, el tercero la infantería; el
cuarto la caballería, y por último, realizaron un simulacro de batalla, diri-
gido por el Gran Duque Constantino, en presencia del Emperador y de
toda la nobleza de Varsovia. Treinta mil polacos y diez mil rusos de la guar-
dia componían el ejército maniobrante, el cual continuó su ejercitación en
los días siguientes, desde la salida del sol hasta su ocaso. Mientras tanto,
por medio del general comandante de la plaza, al cual nos habían recomen-
dado, pudimos ser presentados al Gran Duque Constantino, quien nos re-
cibió con su acoshU11brada seriedad y quiso saber el estado en que se encon-
traban las fortificaciones turcas en el Danubio, Varna y en la frontera de
Valaquia. Nos aconsejó para ser admitidos en el ejército, presentar una
súplica, que, sin embargo, no surtió el efecto deseado, debido a la cantidad
de oficiales polacos sin empleo; pero tal rechazo no nos disgustó mucho,
pues los despachos comunicaban que en Holanda se estaban reuniendo una
expedición para Batavia, en las Indias Orientales, para la cual se admitían
también oficiales extranjeros. Nos pareció más ventajoso arriesgar nuestra
vida en climas cálidos, que en las frías regiones del norte. Estuvimos en

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Varsovia durante el aniversario de la muerte del príncipe Poniatowski, que
se celebraba en la catedral, y en verdad la presencia del Emperador, del
Gran Duque, de todos los oficiales, generales, superiores y subalternos, de
las autoridades civiles, de los nobles polacos, hacían la ceremonia imponente
y digna de las cenizas del héroe de Polonia, universalmente llorado. Nos
preparamos para salir, e incluso recllazamos una oferta de empleo que nos
había hecho un negociante. Debido a la rápida sucesión de nuestros viajes,
en nuestros pasaportes ya no cabían las visas; para obtener uno nuevo era
necesario depositar los viejos (cosa que no queríamos hacer para podet
comprobar, si un día regresábamos a la patria, los lugares donde habíamos
estado); [ue menester entonces presentarnos al Emperador, durante la re-
vista de la guardia, con una súplica en la cual pedíamos poder conservar
los viejos pasaportes, a la cual accedió por escrito; fue agregada a nuestros
pasaportes una hoja en blanco. En seguida nos embarcamos en un buque
construido con árboles unidos, en forma de balsa, que llevaba mercancía y
una barraca para protegerse de la intemperie. El capitán era un polaco, de
larga barba, con una gorra de pelo negro y una sobreveste atada con un
cinturón, como aquí se acostumbra; viajaban con nosotros un oficial de
artillería que iba con licencia a Torun, y una señora de Kulm, de apellido
Poglieska, que había venido expresamente a la capital para ver a su hijo
que estaba en el ejército; de ambos recibimos durante la travesía, continuas
pruebas de hospitalidad, que estos pueblos acostumbran tener para con los
extranjeros. De día navegábamos sin vela y con el solo favor de la corriente;
de n:;·dle nos deteníamos en las orillas del gran río Vístula, que debía
conducirnos hasta Danzig. Pasamos la célebre fortaleza de Grudziandz,
c0m'.mida por Federico el Grande, considerada una obra maestra de arqui-
tectura militar. Luego tocamos Torun y Kulm, r después de una feliz na-
vegación arribamos a Danzig, ciudad importante por su puerto y por sus
fortificaciones internas y externas que, en la última guerra con Francia,
10g:aIO:1 frenar el ímpetu de los ejércitos rusos. Permanecimos casi un mes
en esta gótica ciudad (cuyos habitantes son en su mayor parte luteranos),
p2s:mdo muy bien nuestro tiempo, debido a las buenas amistades que hici-
mos por las óptimas recomendaciones de que nos habíamos provisto en
Varsovia. Nos embarcamos en un bergantín prusiano cargado de trigo al
mando del capitán Hersdewerks, con rumbo a Rotterdam, en Holanda. La
estación avanzada nos hacía sufrir los rigores del invierno, a pesar de que
nos alojábamos en el camarote del capitán y teníamos a nuestra disposición
uru buena estufa. Pasamos cerca de la isla de Rügen y corrimos el peligro
de encallar frente a Copenhague; por los vientos contrarios, fuimos obliga-
dos a detenernos en el fuerte de Elsinor, en las costas de Dinamarca. Aquí
el mar es muy angosto, amparado de este lado por el mencionado fuerte y,
del otro, que linda con Suecia, por la fortaleza de Helsingborg. Varios días
tuvimos que permanecer anclados allí, pero tan pronto como el viento se
hizo favorable levan10s ancla y, viento en popa, pasamos, junto a otros diez
barcos, entre las dos fortalezas. No hacía mucho que las habíamos dejado
a nuestras espaldas, y ya nos encontrábamos en el mar de Kattegat, lleno

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de arrecifes y peligros, cuando una espeslslma nevada que apenas nos per-
mitía ver los marineros sobre el puente, atemorizó tanto al capitán que
quiso en seguida retroceder hasta el abandonado refugio . Otros dos buques
h.icieron lo mismo; pero los demás desafiaron el peligro, y no tardamos en
saber que unos habÍfll1 perecido y otros habían encallado o habían sido
arrojados a las costas de Suecia. Finalmente, el primero de enero un viento
fresco y el día claro y prometedor de una buena navegación, nos instaron
a partir. Con gran ardor nos dimos a la vela pero, por la noche, una fuerte
borrasca nos hizo zozobrar; al día siguiente no teníamos sino el velacho,
cuando Wla ola y un golpe de viento produjeron un contragolpe tan vio-
lento que hizo romper la antena y el trinquete, por 10 cual fue necesari o
cortar las jarcias, amarrar el timón y quedarnos todo el día a merced de
las olas. Al día siguiente, calmado un poco el viento, con las velas maestras
pudimos atracar en el puerto de Giinbaenborgh, en Suecia, donde reparamos
cómodamente todas nuestras averías. Las casas de esta ciudad, construidas en
suelo rocoso y pedregoso, son todas de madera y tienen estufas para atenuar
los rigores invernales. Entramos de nuevo en el Kattegat y ya íbamos a
echar el ancla, cuando una borrasca nos impidió seguir navegando con las
velas izadas; amarranlOS nuevamente el timón y dejamos el buque en poder
de las olas. Los marineros y el capitán pasaron todo el día cantando los
salmos de la Sagrada Biblia, pues eran todos luteranos, pero ellos no logra-
ron aplacar el mar; aumentó tanto el peligro que todos nos considerábamos
ya perdidos. La fuerza del viento y de las olas nos empujaba hacia los
escollos tan temidos por los navegantes, que en los mapas son llamados
Palay N oste!", para significar que solamente las oraciones al Eterno, pueden
salvar a quien caiga entre ellos. En efecto, son casi invisibles, a flor de
agua, como agudas puntas, y a tal distancia de la tierra que no dan lugar
a esperanza alguna de salvación, mucho menos en aquel estado del mar
que, orgulloso, levantaba sus espumosas olas a una altura mayor que la de
nuestros árboles; por este motivo despertaba con su solo aspecto el más
grande temor aun en los expertos marineros: a cada golpe que las olas
inferían al barco, les parecía a aquellos hombres chocar contra los temidos
escollos y veíanse palidecer sus rostros. Mientras tanto nosotros, encerrados
en el camarote, comíamos y bebíamos, dejando correr el barco a su gusto,
completamente resignados a la voluntad del destino. En realidad, este modo
de pensar, en estos y más peligrosos trances, hace que se adquiera una gran
fuerza de ánimo y una presencia de espíritu tan imperturbables que
ni el mismo pensamiento de la muerte los hace vacilar. Al amanecer se
calmaron un poco los vientos pero no el mar, que ya estaba demasiado
agitado. Era cierto el temor de los marineros; aunque distaban más de una
milla, claramente se veían los hórridos escollos; si la nodle hubiese sido
un poco más larga, nosotros nos habríamos irremediablemente perdido. In-
mediatamente maniobramos para evitarlos y, amainadas hasta la mitad las
velas maestras, viramos de borda, y tanto hicimos que antes del anochecer
arribamos a Imbersund, en Noruega, puerto cercano al de Kristiansand, en
el cual, a causa de los vientos contrarios y del hielo que habíamos extendido

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hasta el puerto, fuimos obligados a permanecer dos meses, que pasamos
lo mejor que pudimos en un país circundado por rocas abruptas, carente de
árboles y vegetación, cubierto únicamente por piedras y nieve.
La aldea se componía de unas veinte chozas de pobres pescadores,
quienes debían pasar sus días encerrados cerca de las estufas, por el gran
frío y los fuertes vientos. Estos habitantes, de tez blanquísima, pelo rubio
y ojos claros, son hospitalarios, de buenos modales y cordiales. Se pescan
aquí langostas de desmesurado tamaño que luego unos buques, medio llenos
de agua para conservarlas vivas, transportan a París; me contaban que un
francés ycnido expresamente, ganaría mucho si, tomando un millar de
langostas, pudiese llevar vivas trescientas de ellas a la capital de Francia.
En cuanto la estación y el viento nos lo permitieron, partimos; parecía que
l.ts olas estuviesen sumamente enojadas con nosotros, ya que también en
el mar Germánico nos dieron trabajo. Finalmente divisamos las bajas costas
holandesas, y frente a la isla de Texel aprovechamos un bote piloto para
bajar a tierra, }' abandonar el barco que parecía quererse oponer a nuestro
arribo.
Desembarcamos en el puerto de Helder, mas siendo de noche y des-
conociendo la lengua y el lugar, nos tuyimos que contentar con una cabaña.
Al otro día fuimos a la ciudad, donde conocimos a un relojero italiano allí
establecido, el cual nos invitó a almorzar y nos dio la dirección de la posada
de un genovés amigo suyo, en Amsterdam. En la diligencia proseguimos
hast:>. Alkmaar y, embarcados en el bote que remonta el canal, llegamos el
dÍl siguiente a la mercantil, amplia y hermosa ciudad de Amsterdam, la
única que después de la perspectiva eAierior de Constantinopla, me ha im-
pres'onado realmente, con sus anchas y limpias avenidas, a cuyos lados se
elevan soberbios edificios de piedra de diferentes colores y con gradas de
mármol ante las puertas de entrada. Son hermosas las dobles hileras de
frondosos árboles, que sombrean las magníficas avenidas, provistas de
aceras de mármol que sirven de pretil a los amplios canales donde navegan
pequeñas y grandes embarcaciones. En fin, los variados colores de las casas,
el yerde de los árboles y el blanco de las velas, proporcionan una vista
admirable.
En la parte opuesta del canal hay también aceras, árboles, el paseo
para las carrozas y, por último, las casas.
Los soberbios puentes levadizos de madera y hierro, que sirven para
pasar de un lugar a otro, están adornados por torres, sobre las cuales se
vergue el gallo, símbolo de la vigilancia de la Iglesia Evangélica, y exce-
lentes relojes que al sonar de hora en hora, y de cuarto en cuarto, forman
un sorprendente, variado y diferente concierto de campanitas. Estas calles
rectas están cruzadas por otras que a simple vista parecen inmensas. En la
plaza principal se eleva el palacio construido por Luis Bonaparte, que cons-
tituye una bella muestra de la moderna arquitectura. Visitamos los aparta-
mentos del rey y de la reina, la sala de audiencias, el salón de baile, el de
la corte y la sala de conversación; encontré todo de tan buen gusto, con
tapicería y adornos tan graciosos y espléndidos, que la corte del Gran Señor,

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que también vi, le puede servir de cocina. Son dignos de ser vistos la biblio-
teca, el museo, el arsenal, los hospicios para huérfanos, viudas, pobres, im-
pedidos, mudos, ciegos, y sobre todo, las muchas fábricas de telas. Grandes
tiendas e inmensos alnl1cenes demuestran la actividad de este pueblo comer-
ciante; los nwnerosos navíos de todas las naciones testifican la concurrencia
de productos de todo el mundo a este emporio. El decoro y la limpieza
de los habitantes y de sus casas son notables, y no hay choza que no esté
aseada, que no posea utensilios de cobre o hierro, brillantes C0mo el oro o
la plata; hasta la cadena de las chimeneas, y las chimeneas mismas, se ven
limpias y sin vestigio alguno de humo ni de hollín. Es fácil deducir de
todo ello hasta qué punto de pulcritud han llegado estos pueblos. Paseando
fuera de Jos muros de la ciudad, se encuentran numerosas casas de campo,
con jardines de delicado gusto y soberbias fuentes perennemente embelle-
cidas por juegos de agua, la cual nunca falta, y riega por medio de canales
navegables a toda Holanda, facilitando los medios de transporte de un lugar
a otro. Demuestran la laboriosidad de los habitantes los molinos de viento,
de diferentes colores, que a falta de viento se mueven por medio del agua;
se usan para todo tipo de trabajo: cortar los árboles, fabricar estacas y vigas,
y para muchas otras cosas que nosotros realizan10s a mano. En los campos
se encuentran deliciosas casas, sitios de veraneo, bellísimos casinos, }' donde
no los hay surgen inmensas aldeas, populosas ciudades, hermosas y del
mismo estilo que la capital; el resto del paisaje ofrece lozanas llanuras,
pobladas de soberbios caballos y de manchadas vacas, cuya nutritiva leche
constituye la mayor entrada de estos pueblos. Ellos gozan de plena libertad
tanto en el modo de pensar, como en la forma de vestir y de profesar su
religión; el sabio gobierno del Príncipe de Orange, al suprimir las perse-
cuciones y los partidos, ha logrado que todos atiendan incansablemente al
bienestar de la propia familia, a sus intereses, y obedezcan las leyes del
soberano.
Llegamos demasiado tarde para unirnos a la expedición, que ya había
zarpado rumbo a las Indias Orientales, y no pudimos alcanzarla; decidimos
entonces ir a América, ya que en Amsterdam se encontraban navíos ame-
ricanos, venidos expresamente para recoger las familias que, ininterrum-
pidamente, llegaban desde Suiza, Sajonia y Hannover; ya habían salido
más de ocho mil personas, y quedaban más de tres mil listas para el viaje.
Se trataba, en su mayoría, de agricultores, orfebres, relojeros y artesanos
que, con sus familias, iban al nuevo mundo con la esperanza de encontrar
una mejor suerte.

NOTA: na visa griega testifica el paso por Valaquia_ y otra del cónsul Fleisack,
en fecha 7 de agosto de 1816, el paso por Bucarest; para trasladarnos a
]assy nos entregaron un nuevo pasaporte. Nosotros conservamos el ,·jejo.
en el cual consta ,isa consular de Jassy, y otra de Czernowitz. Fue visado
además en Lemberg. Tomaschow en la frontera rusa, en Z'lmosc, Lublin y
Varsovia. En esta ciudad se agrega un pase con el visto bueno para
Danzig, donde obtuvimos la visa y un nuevo pasaporte para Rotterdam,
Holanda. En Amsterdam nos otorgaron vis:! para Baltimore, en América.

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CAPITULO IV

Na\egalión de Amsterdam a los Estados Unidos; descripción del clima, usos y coso
tumbres de aquella región. Viaje a varias poblaciones, y partida para México, a fin
de prestar nuestros servicios a aquella república

:Mediante las buenas recomendaciones que desde Danzig traíamos par.l


esta ciudad, obtuvimos el pasaje por la mitad de lo que otros pagaban, y
después de haber pasado muy bien un mes en la bella Amsterdam partimo
para Texel. Nos embarcamos en el velero La Umóll, capitán Hall o Hott,
en el cual viajaban doce sacerdctes fhmencos y muchísimas familias com-
puestas por hombres mujeres, ancianos, niños; en total sLU11aban unos dos-
cientos cincuenta pasajeros.
Con excepción de los sacerdotes, que ocupaban el puente, estábamos
todos bajo cubierta, donde se habían formado dos filas de camarotes, uno
sobre otro, a los dos costados del buque: sólo quedaban libres dos corredo·
res, a los lados de los árboles, para ir cada uno al suyo.
En cada camarote dormían cinco personas: pero nosotros más por
fastidiar que por otra cosa, quisimos dormir cuatro, asociándonos con un
oficial francés que se llamaba Studer, y su compañero, un estudiante de
Estrasburgo de nombre Enrique.
Todos los baúles }' equipajes de los pasajeros estaban en la bodega
del barco, y cada uno tenía a mano solamente un pequeño saco, para no
obstruir el paso. Fueron fijados los reglamentos tanto para resguardar las
pertenencias, como para las di"ersas raciones que se suministrarían durante
la travesía.
Zarpamos, y no tardamo en ver las costas de Inglaterra; por !J no~hc
anclamos a poca di tan.cía del Fuerte Dower. Al día siguiente nos hicimos
a la vela, y pa ando por el medio del canal, divisamos muy bien la llanura
de Calais, y en la parte opuesta las aldeas y montañas de Inglaterra. Vimos
claramente la ciudad de Portsmuth y al salir de este estrecho, a medida

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de que avanzábamos por el mar perdíamos de vista la tierra, que no podía-
mos dejar de mirar ya que dudábamos de volverla a ver: se levaron del todo
las anclas, y se guardaron las gúmenas en las bodegas del navío. Mientras
tanto, el viento favorable nos empujaba por el inmenso océano cuyo fondo,
lejos de la costa, jamás pudo ser hallado. Transcurríamos agradablemente
el tiempo ocupados alternativamente en leer, escribir, charlar, fumar, pasear,
preparar los alimentos, comer, tomar }' dormir, de manera que, menos que
los otros, sentíamos el fastidio de la larga travesía, durante la cual no apa-
recían otros objetos que cielo y mar. Al más mínimo movimiento del barco,
causado por los vientos y por las olas casi todos los pasajeros se mareaban,
)' por consiguiente quedaban más muertos que vivos. Solamente nosotros,
en aquellos días, nos entreteníamos de lo mejor, porque el puente se ofre-
cía vacío a nuestros paseos, }' en la cocina, poco concurrida, conseguíamos
algunos platos extra.
Durante la travesía se suscitaron varias discusiones y altercados, de los
cuales salimos siempre victoriosos, al punto que nosotros cuatro llegamos
a enfrentarnos a todos, y nadie osaba contradecirnos. Un día, por cierto,
un joven prusiano de alta estatura trató de sacudir el yugo, pero fue tan
bien apaleado por el compañero Ferrari, que poco le faltó para ser echado
al mar.
Los marineros y el capitán estaban a nuestro favor, porque en los casos
graves, y para cada pequeña maniobra que debía hacerse en tiempo borras-
coso, de día o de noche, acudíamos osadamente al puente para ayudar en
todo lo necesario. De esta maner.!, nos convertimos en árbitros de todo, y
nunca nos faltaba el doble de las raciones de licor, ni el agua, que escaseaba
para el resto de los pasajeros. Para divertirnos mejor improvisamos sombras
chinescas, y por la noche representábamos en el corredor todas las idioteces
)' torpezas que cometían nuestros pusilánimes compañeros de travesía. Va-
rias borrascas turbaron nuestra navegación; una de éstas fue tan larga y ho-
rrible, que hasta entonces ro no había visto otra igual. Un sacerdote se
había atado a una barrica sobre el puente y, con los cabellos erizados y los
ojos desencajados, no vcÍa sino la muerte; los marineros habían cortado
todas las cuerdas par:! poder b:!jar más rápidamente las velas, que no se
pudieron ni siquiera doblar }' fueron rasgadas en pedazos por la fuerza de
los vientos. Las olas nos levantaban a unas alhl!as inmensas, y de pronto
nos dejaban caer en un abismo, de manera que nos parecía estar rodeados
por todos lados por movedizas montañas de agua que nos acechaban para
tragarnos. El horrendo mugir de las aguas, el horrible silbar de los vientos,
el onde:u de las velas destrozadls, las espantosas olas que el piloto no
podía evitar}' venían una r otra vez a chocar contra el navío cubriéndolo
enteramente, a cada instante nos hacían temer hundirnos' además debíamos
sujetarnos bien para no ser arrojados al mar por la f ue~a del ol~aje. Todas
1:1s escotilbs fueron cerradas herméticamente, para que las aguas no llenasen
el buque)' 10 echasen a pique. Los pobres pasajeros, encerrados en el oscuro
entrepuente, no sólo eran arrojados de sus literas, sino que parte de éstas

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Retrato de Codazzi joven

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se habían roto, lanzando a los que estaban arriba encima de los de abajo,
y todos rodaban ora a un lado, ora a otro, hombres y mujeres mezclados en
medio de las inmundicias del vómito y de otras indispensables necesidades
para las cuales, en aquella agitación, no era posible buscar un sitio adecuado.
La borrasca duró dos noches y un día entero; al amanecer del segundo
se calmaron los vientos, y poco a poco las olas se fueron apaciguando y
tomaron un movimiento menos rápido y más ordenado; pudimos izar algu-
nas velas pequeñas y llamar a cubierta a los pobres pasajeros. ¡Ojalá hubiese
yo sido un artista, para poder pintar el cuadro que ofrecían estos infelices!
Ciertan1ente no habría precisado de una viva imaginación, porque su as-
pecto me presentaba las escenas más curiosas que jamás, en estas situaciones,
se puedan imaginar: veíanse grupos de todas clases, de hombres, mujeres,
ancianos, jóvenes, medio desnudos, medio muertos, cubiertos de sudor y de
inmundicia, el uno sobre el otro, sin poderse mover de las posiciones en
que se encontraban. Necesitamos dos días para tranquilizar a estos infeli-
ces; durante la borrasca, dos mujeres dieron a luz dos niños, que ciertamente
pueden jactarse de haber nacido con el favor del airado Neptuno.
Pasamos cerca del gran banco de Terranova, donde vimos un día una
ballena enorme, que sobre la superficie del agua presentaba una mole igual
a nuestro barco: de tanto en tanto levantaba la horrible cabeza, y por las
narices lanzaba al cielo dos fuentes de agua. Para engañar al monstruo
marino echamos pedazos de madera y barriles vacíos, y forzando las velas
tratamos de alejarnos de un enemigo siempre peligroso para toda clase de
barcos, que podía romperlos o volcarlos tan sólo tropezándolos; tal es la
fuerza de este cetáceo que, con razón, puede llamarse el rey de los habitantes
del traicionero elemento. Nuestra larga travesía no habría resultado tan mala
si, después de un mes de haber partido, no hubiésemos descubierto un
enorme hueco en el fondo de la quilla, a través del cual el navío recibía
tanta agua que las dos bombas no podían dejar de funcionar ni de noche .
ni de día, por la cantidad que se introducía, sin poder evitarlo.
Todos los pasajeros, hasta los sacerdotes, estaban obligados a bombear
de cuatro en cuatro, y nuestra sociedad trabajaba dos horas en el día y otras
tantas por la noche. Fue una suerte para el capitán tener tantos pasajeros,
ya que si no hubiese tenido sino sus ocho tripulantes, no habría podido
jamás vencer las aguas, y se habrían hundido debido a la gran distancia
de la tierra y a que no encontramos otros navíos.
Ya tres meses habían transcurrido desde que abandonamos la tierra
europea, cuando la Isla Larga, frente a Boston,l apareció ante nuestros ojos.
Es inexplicable la alegría que cada Ul10 de nosotros sentía al ver en medio
del océano un pedazo de tierra que, a pesar de estar recubierta sólo por es-
pesos bosques, indicaba claramente que el deseado suelo en el cual cada
uno esperaba cambiar de suerte r encontrar una patria más hospitalaria, no
se hallaba lejos.

1. Long Island no está situada frente a Boston. Quizás Codazzi quiso decir
Cape Codo

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Después de varios días, vimos las tierras que abren paso a la gran
bahía de Chesepack, donde subió a bordo el piloto para mejor dirigirnos
hacia ella, a causa de los numerosos bancos. La costa, baja y cubierta toda
de selvas opacas, presentaba el aspecto de un país salvaje, habitado más por
fieras que por seres humanos. Pero al cabo de dos días empezamos a ver
las colinas sobre las cuales se elevan casas de campo; las tierras cultivadas
y los grupos de árboles atestiguan que ahí la mano del hombre ha hecho
cambiar de aspecto a la fiera naturaleza.
Desde lejos aparece la ciudad de Georgetown y la de Alejandría, que
pueden decirse grandes suburbios de la capital de los Estados Unidos, Wash-
ington, el nombre del gran varón que hizo esos lugares libres e inde-
pendientes.
Finalmente llegamos al gran puerto de Baltimore, ocupado por Wl
número tal de navíos que apenas se llegaba a ver su fuerte, colocado en
medio de las aguas. Bajamos en seguida a tierra y en los suburbios, construi-
dos completamente de madera con casas de un solo piso, fuimos recibidos
por una familia que nos brindó café con leche, mantequilla y pan fresco,
cosas que desde hacía tres meses y medio habíamos olvidado. No aceptaron
ninguna recompensa, y uno de ellos nos llevó a la ciudad. Antes de con-
tinuar nuestro camino, fuimos introducidos a una oficina donde algunas
personas, sin mirar el pasaporte, se contentaron con escribir nuestros nom-
bres y nada más. Entre el puerto y la ciudad hay más de dos millas de un
paisaje uniforme, en el cual diferentes grupos de árboles, nuevos para
nosotros, alegran la vista. Pero, grande fue nuestra sorpresa cuando entra-
mos en una vasta ciudad, cuyas avenidas son dos veces más anchas que las
nuestras y todas rectilíneas, bordeadas por palacios y casas edificadas con
gusto simétrico, elegante y moderno, y de una infinidad de tiendas y bazares
donde se compran mercancías y manufacturas de toda clase y calidad, y
artículos de los más finos.
Lo cierto es que quien viniese a estos lugares creyendo enriquecerse
con algún oficio mecánico o artesanal, quedaría frustrado por la perfección
de los productos que se hallan en cada esquina, y en todas partes. Las
plazas son bellas y espaciosas; en ellas convergen muchas larguísimas aveni-
das, cuyo fin la vista no llega a descubrir, en las cuales se levantan los mer-
cados cubiertos, construidos con columnas y arcadas, tan largos y anchos
que pueden contener a miles de personas, donde se vende toda clase de
carne, pescado y comestibles.
Nos hospedamos en la plaza mayor, en una posada propiedad de un
francés, y por la noche, mientras paseábamos para disfrutar de la brisa,
encontramos unas amables jovencitas, pulcranlente arregladas, sin escolta
de ningún caballero; acostumbrados a nuestra forma de vida, creímos haber
encontrado una alegre compañía; nos acercamos y les preguntamos si nos
permitían acompañarlas ; acel taron de buen agrado nuestra invitación, y
nos encaminamos hacia su morada, conversando sobre nuestro viaje y las
impresiones que estos países nos habían causado. Cuando llegamos frente
a un magnífico palacio, algunos sirvientes abrieron las puertas y nos m-

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tradujeron en una señorial reunión; las jovencitas qwsleron presentarnos
a sus familiares, contándoles la amabilidad que habíamos tenido hacia ellas
al acompañarlas. Sólo entonces nos percatamos de nuestro error, y muy
caballerosamente nos despedimos enseguida. Entonces nos dimos cuenta de
que el sexo femenino tenía mucha más libertad que en nuestro país, de
que sus costumbres y educación eran muy diferentes a las nuestras, y las
jóvenes no tenían nada que temer al encontrarse solas de nod1e en las
calles públicas. Al día siguiente nos informamos de cómo podríamos em-
plearnos, y averiguamos que para seguir la carrera de las armas no había
posibilidades sino en la América Meridional, donde a causa de subleva·
ciones, en diversas partes se habían formado varias repúblicas con la de-
nominación de Chile, Buenos Aires, Venezuela, Granada, Cartagena y
México. Se decía además que Venezuela, Granada y Cartagena habían ca-
pitulado después de la llegada del general Morillo, y que no les quedaba
otro puerto que la isla de Margarita.
Eran sólidas las repúblicas de Chile y Buenos Aires, pero demasiado
lejanas, así que dirigimos nuestras miras hacia México, proponiéndonos
atravesar la Pensilvania, la Transilvania, la Carolina, la Georgia, la lui-
siana y penetrar en el extenso reino de México. No teníamos otro medio
para emplearnos, ya que era falsa la noticia divulgada en Europa de que
José Bonaparte se aprestaba a fundar una ciudad con el nombre de Pros·
aitópolis, compuesta por oficiales emigrados, a los cuales se les daban
terrenos y medios para cultivarlos; pero era cierto que el sabio gobierno
de los Estados Unidos vendía un lote de acres de tierra, todavía cubierta
de bosques antiquísimos, por una suma irrisoria, a fin de que todos pu-
diesen adquirir y someter a cultivo terrenos que ninguna mano de hombre
había osado aún tocar con el hierro. la Sociedad de los Cincinnati, esta-
blecida por el gran Washington, había adquirido mucha tierra y regalaba
un determinado número de acres a los oficiales emigrados franceses y de
otras naciones, en proporción a sus grados; pero éstos, no queriendo cam-
biar la espada por el arado, generalmente las vendían por sumas mínimas
a los especuladores.
Debido a las inmensas concesiones de tierra, que estimulaban a los
hombres al cultivo y engrandecimiento de las propiedades, fue también
aumentando la población, porque los ricos propietarios enviaron navíos a
Europa para traer familias, y llegaban numerosos grupos de alemanes,
suizos, lapones, prusianos, holandeses; en pocos meses más de veinticinco
mil personas, desde los puertos de landres, Hamburgo y Amsterdam, pa-
saron a poblar estas grandes extensiones, en las cuales encontraron paz,
tranquilidad y dicha familiar; nunca les faltaron abrigos, ni alimentos,
ya que apenas arribaban a los varios puertos de Estados Unidos, el capitán
notificaba en seguida a la ciudadanía la llegada del barco tal, repleto de
familias, indicando el arte y la profesión que tenían, y aclarando también
que no poseían medios para pagar su viaje; se efectuaba entonces en los
barcos una especie de mercado, donde veíase al relojero, al herrero, al car-
pintero, al zapatero, al sastre, al peletero, en fin a todos los artífices de

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cada arte, ir a ofrecer pagarles el pasaje, proporcionarles comida, albergue,
vestidos, y pagarles por su trabajo, en proporción a lo que mereciesen,
una suma des contable de la deuda, hasta su total e~tinción. Lo mismo ha-
cían los ricos terratenientes con los agricultores, jardineros, expertos y téc-
nicos, de manera que encontraban al instante quien los empleaba por tantos
años, cuantos eran suficientes para pagar el transporte. Al cabo de éstos,
conocían las costumbres, los usos, el idioma de aquel país y, teniendo casi
todos dinero traído de Europa, estaban en condición de comprar sus pro-
pios terrenos y trabajarlos para su beneficio personal, o bien de hacerse
dueños de alguna pequeña tienda o bodeg3., según el oficio que ejercían.
Había también quien recibía a las personas carentes de profesión y
se comprometía a enseñarles una con tal que le sirviesen por un determi-
nado número de años: de manera que aún la persona más desesperada de
Europa, al llegar allí, encontraba quien le pagase el viaje y le proporcio-
mse los medios para vivir honradamente.
Los de nuestro velero, menos los sacerdotes, dos familias y nosotros,
no habían pagado nada, pero en tres días estaban todos empleados y en-
viados al interior, a orillas del río Omo, donde se cultivaba maíz, trigo,
habas, caraotas, cáñamo, lino, cebada, avena. En las regiones sureñas, donde
hay mud10s negros, se trabaja y cultiva tabaco, caña de azúcar, arroz, al-
godón y un poco de añil y seda. En estas ciudades, así como en las otras
que posteriormente he visitado, se encuentran todas las frutas y hortalizas
europeas, y tal es la cantidad de manzanas y de duraznos, que con las pri-
meras se hace la sidra, cuyo consumo es tan grande como en nuestro país
el del vino, y de los segundos se extraen licores fuertes y de delicado sabor.
Por lo general, en esta provincia el estío es muy cálido, y el invierno
muy frío; en el mismo verano, cuando sopla el viento del noroeste, se
pasa en un instante del calor al frío, por lo cual son frecuentes los res-
friados y enfermedades de los pulmones. La causa de estos cambios tan
repentinos es atribuida a la inmensa cantidad de terreno baldío cubierto
por grandes y espesos bosques, y a los extensos lagos que allí se encuentran.
Pero la enfermedad más frecuente es la diarrea, y la más cruel, la fiebre
amarilla, que muy a menudo impera en las comarcas del sur durante la
estación calurosa.
Este suelo privilegiado, cuyo esqueleto forman grandes cadenas de
altísimos montes, tiene una prodigiosa cantidad de caudalosos ríos que
bañan extensas regiones, por los cuales los barcos de vapor transportan
lejos casi todos los productos de la tierra, y también los que desde sus
entrañas ofrecen las minas: hierro, plomo, mármol, vitriolo, carbón, cobre,
calamita, piedras calcáreas, alumbre y, en uno que otro sitio, oro y plata;
por tanto el europeo, al admirar las grandes obras de la naturaleza, no
puede dejar de admitir que, en este nuevo mundo, ella ha mostrado más
que en ningún otro lugar su grandeza.
La población está formada por inmigrantes o colonos, en su mayoría
ingleses y holandeses, muchos alemanes y franceses, muy pocos italianos.

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®Biblioteca Nacional de Colombia
En el sur hay también muchos negros, parte de los cuales aún VIve en la
esclavitud. Los indios de América se han retirado hacia el interior del
inmenso país que, poco a poco, han cedido a los Estados Unidos, bajo
convenios o pagos.
Estos indígenas son fieros, fuertes, buenos cazadores, y valientes gue-
rreros; poco se ven en la ciudad y solamente alguna vez en los grandes
mercados o ferias, a los cuales acuden para cambiar sus pieles de castor,
armiño y otros animales, por armas, tabaco y licores fuertes, a los cuales
son excesivamente aficionados.
El carácter de los americanos de Estados Unidos es una mezcla de
las varias naciones que les han dado origen, y se nota en ellos la vivacidad
de los franceses junto a la seriedad de los ingleses, la hospitalidad irlan·
desa y la asiduidad en el trabajo propia del pacífico alemán. Podría pen-
sarse además que la mezcla de los muchos aventureros llevados por dife-
rentes causas a estos lugares, la gran libertad de que cada uno disfruta, la
diversidad de trabajo y las muchas religiones y sectas que aquí se profesan,
podrían haber depravado las costumbres y llevado al exceso la libertad;
pero sucede 10 contrario, y las sabias leyes dictadas por un pueblo verda-
deramente soberano, hacen que se mantengan muy estrictamente el orden
moral, la pública decencia y la honestidad. Para nosotros los europeos es
algo verdaderamente nuevo el ver la prosperidad de un gobierno que no
profesa ninguna religión, aunque las permite y tolera todas, que manda
el día domingo a sus soldados una vez a un templo, una vez a otro, y
así sucesivamente hasta que los hayan recorrido todos: y ciertamente no
son pocos, como se comprende viendo los de esta ciudad. Aquí se aman
y respetan como miembros de una sola familia católicos romanos, protes-
tantes holandeses, metodistas blancos y negros, alemanes protestantes, lu-
teranos, evangelistas, judíos, hermanos Moravos, puritanos asociados, pu-
ritanos reformistas, anabaptistas, anglicanos, cristianos Dunkers, cuáqueros,
universalistas, unitarios, episcopales, congregacionistas, multiplicantes y ma-
sones, los cuales públicamente entierran a ~us hermanos con todos los dis-
tintivos que suelen llevar en logia, esparciendo flores sobre las tumbas y
recitando oraciones fúnebres.
Esta masa de pueblo es controlada por leyes civiles, y no por la re-
ligión, como en nuestro país, ya que ésta se profesa aquí según el gusto
de cada uno, y muchos la escogen sólo para decir que tienen una. La mayor
parte no profesa ninguna fe, y es notable cómo en una sola familia con-
viven miembros de diversas sectas, que jamás llegan a discutir en materia
de religión; la civilización es común a todos estos sectarios y no sectarios.
Por otra parte, no es raro descubrir en ellos ciertos rasgos audaces y ciertas
actitudes de hombres libres que demuestran no someterse a la etiqueta ni
a los cánones de la conveniencia, y que prefieren recordar que somos todos
iguales, y que los titulos de nobleza, inexistentes aquí, no elevan a nadie
sobre los otros. Ricos y pobres, todos tratan de dar una educación a sus

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propios hijos, y las personas acaudaladas no desdeñan hacer af'render a
sus retoños un arte mecánico cualquiera, para que un día, pnvados de
riquezas, no caigan en la indigencia, y sepan con sus brazos procurarse
el sustento' desde niños los colocan con un artesano, el cual los educa
junto con 'sus hijos haciéndoles aprender a leer, escribir, sacar cuentas y
hablar varios idiomas. Al llegar a cierta edad, el padre los acoge de nuevo
en el seno de la familia, y entonces hace que se dediquen a las ciencias
superiores, colocándolos en distinguidos colegios. Cuando salen de ellos,
ya en edad de poder conocer y discernir como hombres, el padre les deja
absoluta libertad para abrazar la religión o secta hacia la cual ellos se
inclinen, en virtud de raciocinio y no por violencia de pasión. Muchos
otros padres no inculcan en los hijos una religión, sino que los educan a
la luz de los principios del amor patrio y de la honestidad natural.
El modo de educar a la juventud, propio de las personas acomodadas,
haciéndole aprender algún oficio, hace que se apasione a éste, conocido
desde la infancia, y le dedique horas que en otras partes se pierden en
el ocio, el café y los paseos; por esta razón aquí se suelen producir todos
los días nuevos descubrimientos e invenciones.
A esta práctica se debe la construcción de los barcos de vapor y de
tantas otras máquinas que permiten ir eliminando la mano de obra en la
fabricación de paños, papel, armas, vidrios, porcelana, loza, cueros, asfalto,
cuerdas y telas de toda clase, sobre todo de algodón, en cuyo tratamiento
demuestran ser todos émulos de los ingleses, de quienes descienden. y a
éstos sobrepasan en la perfección de muchas máquinas, así como en la li-
gereza y construcción de sus barcos mercantiles que van a todas partes dd
mundo, y ya superan en número a los de la nación que en Europa es
considerada como la reina de los mares. La población aumenta día a día,
y veintidós Estados forman la unión, encabezada por un Presidente que
tiene en sus manos el poder ejecutivo y es elegido cada cuatro años. Hay
también un Senado y una Cámara de Representantes escogidos cada dos
años, mientras los senadores lo son cada seis; y en las manos de éstos y
de aquéllos reside el poder legislativo. Los miembros componentes del go-
bierno, sin exceptuar al presidente, no se reconocen por ningún distintivo,
en las calles públicas y plazas son considerados como simples ciudadanos,
y no gozan de ninguna prerrogativa o distinción. y estos depositarios de
la voluntad del pueblo administran y se rigen por una Constitución que
sobresale por la bondad de las leyes, tendientes al bienestar público y del
Estado, a la paz y tranquilidad general, a la decencia y honestidad de
todos, a la represión de los delitos y sobre todo del lujo, a la consecución
de los derechos de cada uno sin los escándalos de insidiosos juicios, con
procedimientos simples y breves, leyes daras y rectas.
Tal forma de gobierno es la obra más alta que mentes de hombres
libres hayan nunca podido trazar, sobre todo al prescindir de la religión,
que es la base fundamental de todos los códigos promulgados hasta hoy,
desde la época de la civilización romana.

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Estábamos preparados para zarpar de esta inmensa ciudad cuando
supimos de la llegada de un contralmirante de la república de Venezuela,
que había venido para aprovisionarse de elementos humanos, vituallas y
armas . Se llamaba Villaret. 2 Nos presentamos a él para que nos llevase
a Margarita y de allá a Venezuela, ya que el general en jefe Bolívar había
entrado en aquella provincia, y después de conquistar varias plazas, había
reunido un Congreso para que diese leyes y forma a la naciente república.
Fuimos aceptados a condición de que presentásemos nuestros recaudos, y
nos fue prometido que nos emplearían de acuerdo a los grados que ocu-
pábamos en las armas italianas; y si llegásemos a merecer grados más altos,
encontraríamos un gobierno que sabía recompensar. 3 Partimos con ellos
en un barco pesquero rumbo a Norfolk en la bahía de Chesepack, donde
estaba andado un barco de guerra de veintidós cañones, al mando del
capitán Bernard, que tenía a bordo, entre soldados, marineros y artilleros,
ciento cincuenta hombres de los más resueltos que nunca haya encontrado.
La bandera era horizontal, con una ancha faja amarilla, otra azul
turquesa y cinco estrellas en la parte superior de la faja amarilla; los uni-

2. El Almirante ViJlaret, al serviCIO del gobierno venezolano establecido pOI


Bolívar en Angostura, según dato de Nicolás Perazzo (José Cortés de Ma·
dar;aga, Ed. del Cuatricentenario de Caracas, p. 121).
3. Según Constante Ferrari (Memorie Postume, pp. 458-459), el diálogo entre
ellos y el almirante Villaret fue el siguiente:
"Villaret: Señores, yo no quiero engañar a nadie. Por tanto les explicaré
la naturaleza de la guerra que estamos combatiendo, y, si les
agrada, les enviaré a socorrer nuestra naciente República. El Jefe
Supremo, Bolívar, aceptaba en el pasado a todos los oficiales
emigrados, y les concedía un grado más del que constaba en
sus credenciales; pero nuestro gobierno fue engañado por muchos
extra...njeros que se jactaban de altos grados que en realidad no
poseían, y debido a eso ahora no concedemos sino aquel que
cada uno, con sus documentos, compruebe tener.
Nuestra guerra es sangrienta, sin cuartel; nuestras tropas se
encuentran a veces provistas de todo, y otras completamente des-
provistas; nuestros hombres se ven a menudo obligados a marchar
descalzos por bosques montañosos y rios, sin abrigo, armados de
lanzas por la escasez de armas de fuego; pasan meses y meses
sin recibir sueldo alguno. Sin embargo, hay manera de progresar;
el gobierno es muy generoso con aquellos que le sirven con fe
y abnegación, y les concede promociones, casas l' terrenos. Se-
ñores, habéis oído: ¿estáis conformes con lo que sinceramente
os he comunicado?

Ferrari: Señor: he guerreado contra España por más de cinco años, pOI
tanto he conocido y experimentado el carácter feroz de aquella
nación. Ni siquiera si me encontrase frente a frente con el diablo
flaquearía, especialmente estando al servicio de una nación que
se esfuerza por conquistar los sagrados derechos de la indepen-
dencia".

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formes de marina eran azules, del tipo francés, con botones sobre los cuales
estaba grabado un indio y las palabras "América Libre" . Los marineros
tenían en la gorra una d1apa que representaba la muerte, con la leyenda
"Vencer o morir". Allí se habían reunido también otros oficiales franceses,
y por tanto a los pocos días levamos andas y con las velas izadas saludan10s
con veintiún cañonazos al fuerte, que nos respondió con once, subiendo
y bajando ambos tres veces nuestras banderas. Salimos de la bahía de
Chesepack, nos hicimos a la mar y en pocos días llegamos al puerto de
Nueva York, donde apenas echadas las andas, saludamos al fuerte, que
nos contestó cortésmente. Obtuvimos permiso para bajar a tierra y admirar
esta inmensa ciudad, digna de ser vista por la hermosa posición y por
su distribución y construcción. Observamos en este capaz puerto de guerra,
una fragata de reciente construcción con cuarenta y ocho cañones de grueso
calibre, que se mueve a fuerza de vapor y no de velas, por medio de las
ruedas cubiertas que tiene a los lados, y va contra el viento más impetuoso
y la corriente más rápida. Arroja gran cantidad de agua hirviente a una
larga distancia y para defenderse de quien tratase de acercársele para abor-
darla, salen de sus flancos trescientas largas lanzas que rápidamente se
retiran, luego emergen trescientos sables que amenazan cortar en pedazos
a quien osase abordarla, con el continuo movimiento que ejercen en todas
direcciones.
Aquí embarcamos muchos otros oficiales franceses e italianos, así
como varios emigrantes sudamericanos, entre los cuales encontrábase don
Pedro Gual, Ministro de Relaciones Exteriores de Colombia. 4 Partimos, y,
bordeando desde lejos la costa de los Estados Unidos, llegamos a Charles-
ton, en la provincia de Georgia, donde supimos que la fiebre amarilla
hacía estragos, motivo por el cual no quisimos ni siquiera echar el ancla.
Después de haber pasado la Florida, entramos en el golfo de México y
llegamos a la isla de Galveston, en la cual flameaba entonces la bandera
mexicana, que consistía en un tablero azul y blanco, contorneado de rojo,
y en medio un águila posada sobre una hma, que tenía en la boca una
convulsa serpiente.
Comandaba aquella isla el general Aury, 5 de la ciudad de París, quien
tenía como edecán a un italiano amigo nuestro, motivo por el cual deci-
dimos permanecer allí. Gual y todos los otros oficiales hicieron lo mismo,
y esto representó una buena ayuda para aquel jefe que esperaba día a día
poder avanzar con tropas hacia el interior, puesto que había ya llevado

4. Después de la caida de Cartagena, Pedro Gual emigró a Haiti y Jamaica


para seguir sosteniendo la causa de la libertad, y luego se incorporó a la
expedición de Montilla y Brion. En este período lo encuentra Codazzi.
5. Para la figura de Luis Aury, véase el Boletín de la Academia Nacional de
la Húto,·ia, N° 83, tomo XXI, Caracas, julio-setiembre de 1938, p. 313,
la obra de icolás Perazzo citada en la nota anterior y La presencia de Luis
Aury en Centro América de Néctor N. Samagoa Guevara (Guatemala Centro
Ed. "José de Pineda Ibarra", M. E., 1965). '

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y desembarcado en la bahía de San Bernardo al general Mina, sobrino de
aquel hombre famoso que tanto se ha destacado en España. G Fuimos acepo
tados al instante, cada uno con su grado, es decir, Ferrari como capitán
de infantería y yo como teniente de artillería.

NOTA: En el pasaporte de Danzig consta la Vlsa para Baltimore, en América. En


este pais no se sellan los pasaportes de quienes quieran ir a Europa. La
hoja de servicios, expedida en Providencia antes del retiro, da fe de la
entrada en las tropas de la República de México, el 1Q de octubre de 1817.

6. Javier Mina (1789-1817) , sobrino del célebre guerrillero y político español


Francisco Espoz y Mina (1781-1817).

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CAPITULO V

Reveses de la República de México. Salida de Galveston y toma de Amelia en la


Florida. Revueltas y cesión de la isla a los Estados Unidos de América. Partida
para Buenos Aires con los restos de las tropas mexicanas

No mucho tiempo después, desde el interior de b provincia de Texas,


de la cual el general Aury era gobernador (aunque residía en aquella isla
para tener un lugar en el mar apropiado para servir de puerto a los barcos
de la entonces naciente república y a aquellos de los comerciantes que
acudían desde los Estados Unidos y otros establecimientos ingleses para
traer víveres, armas, municiones y hombres), no mucho tiempo después,
digo, se oyeron los estrepitosos progresos que cada día hada Mina; era
ya dueño de un ejército considerable, puesto que se le habían unido las
bandas de los generales Bravo, Victoria, Alvarez y muchos otros; muchas
provincias eran conquistadas sin combatir, y a grandes jornadas marchaba
sobre la capital.
Acabábamos de recibir esta buena noticia, anunciada por salvas de
artillería, cuando una nueva orden del día, la de seguir con nuevos re-
fuerzos al ejército conquistador, nos llenó a todos de alegría; cada quien
esperaba ganar laureles, liberar pueblos, entrar en la corte misma que
pisó el fiero conquistador Cortés y allí borrar la deshonra y la sangre que
aún manchan los palacios de Moctezuma.
Nuestro general, después de embarcar las tropas en varios navíos
mexicanos, se hizo a la vela rumbo a la bahía de San Bernardo, la cual
está llena de numerosas islas chatas recubiertas de maleza y eJl:traños ár·
boles; descendimos en el lugar acordado, una playa en la cual un fuerte
protege la entrada a las tierras de Texas. Nuestras escasas tropas sumaban
apenas unos trescientos hombres, la mayor parte oficiales y suboficiales,
pero armados como simples soldados. Atravesamos una inmensa selva cu-
bierta de árboles frondosísimos, a través de los cuales la luz del día apenas

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puede penetrar, y durante dos días no divisamos sino la hórrida floresta
y un terrible sendero que habría sido imposible de recorrer, si fieles guías
indios no nos hubiesen precedido. Estos hombres, bien formados y robus·
tos, son de agilísimos movimientos, conocedores de los senderos de los
bosques, parcos en el comer y en el beber. Andan todos desnudos, con
sólo una pequeña y delgada corteza de árbol que cubre las partes vergon-
zosas. Sus armas son el arco y las flechas; son éstas de una caña ligera,
en una extremidad tienen plumas de diversos pájaros, y en la otra, una
punta durísima de madera negra, tallada como una doble sierra, por lo
cual, una vez clavada en el cuerpo de un animal o de un hombre, resulta
difícil extraerla sin causar una gran laceración. Algunas de las tribus que
moran en esta amplia provincia son antropófagas; dos de nuestros soldados
fueron victimados frente a Galveston, y encontramos sus huesos cerca de
una fogata que había servido para cocer la abominable comida. Estos fieros
hombres en sus guerras acostumbran quitar a los muertos la piel del cráneo,
con cabellos adheridos, como Índice de la cantidad de enemigos vencidos.
Al tercer día entramos en una amplia llanura donde corría un pe-
queño arroyo a cuya orilla habitaba un pueblo de indios. Al aparecer
nosotros, varios de éstos, con su cacique al frente, vinieron a nuestro en-
cuentro ataviados con plumas en la cabeza y la cara pintada de varios
colores, ofreciéndonos frutas de su país. Les pedimos caballos para todos,
}' nos los prometieron para el día siguiente. Por la noche dormimos en
la aldea, todos juntos para no ser sorprendidos por insidias de aquellos
mismos indios, y para mayor precaución tomamos como rehenes, vigilán-
dolos constantemente, a los viejos y a los muchachos.
Al día siguiente se presentaron con más caballos de los que necesi-
tábamos, y supimos que en aquellas inmensas llanuras vagaban a placer
numerosísimas manadas de corceles; los indios, conocedores de los lugares
donde solían pacer o beber, se les acercaban con una especie de larga soga,
cuyas extremidades se dividían en dos trozos del largo de tres brazos, y
de las cuales colgaban dos pelotas de cuero llenas de piedras; haciéndolas
rotar a manera de honda, las lanzan con gran fuerza y destreza hasta cien
pasos de distancia, seguros de capturar al codiciado caballo por el cuello
o por un pierna a cuyo alrededor se enroscan con varias vueltas las dos
pelotas, impidiéndole huir. Así cae en poder de los indios, que rápidamente
le colocan en la boca una especie de brida compuesta de un pedazo de
dura m1dera atado a dos cuerdas que pasan sobre las orejas, como una
especie de frenillo. Montan en seguida el apresado caballo salvaje, el cual,
no acostumbrado a semejante peso en el lomo, se sacude, se debate, se
encabrita, brinca y h~ce .todo lo posible para librarse del domador, pero
al convencerse de la lOutilldad de sus esfuerzos y de la firmeza del hom-
bre, se deja conducir, ya tranquilo, por éste .
. , Tal.es caballos montó nuestra p<:queña tropa, que no tenía otra aspi-
raa.on S !Oo. la de encontrar al enemlgo. El arreo se componía de una es-
peae de sllla, he~a al ~o.mento con la corteza que algunos árboles pro-
ducen en abundanaa, caSl 19ual a nuestra tela, pero mucho más fuerte y

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®Biblioteca Nacional de Colombia
gruesa. Estaban cortadas en forma de cojín, se llenaban con paja y se
unían con un hilo que se extrae de los áloes macerados, abundantísimos
en aquellos bosques. Una cuerda hecha con el mismo hilo, atada debajo
del vientre, desempeñaba el oficio de correa, y se ajustaba mediante un
pedacito de madera cubierta por la mencionada corteza. La grupera estaba
también formada por aquel relleno, igualmente recubierto. Los estribos se
componían de un pedazo de madera de un palmo de largo, a cuyas ex-
tremidades se ajustaban dos trozos de cuerda que se unían en un solo cabo
amarrado a la silla.
En un día nos preparamos y nos pusimos en canlino por llanuras
tan inmensas que era necesario servirse de la brújula para controlar, de
tanto en tanto, si los indios nos guiaban bien. La comida consistía en reses
apresadas por los indios en aquellas mismas llanuras. Descuartizadas, se
asaban sobre llamas de rastrojos, y en los caños de los fusiles se tostaba
y se ahumaba aquella carne que nuestros dientes hambrientos no desdeñaban
morder, todavía sanguinolenta y sin sal. El cielo era nuestro techo, y los
caballos, amarrados a varias estacas de madera que llevábamos con noso-
tros, se alimentaban y reposaban a nuestro lado. Después de tres días de
marcha continua, encontramos un terreno más variado, lleno de bosque-
cillos y zarzas; al cuarto estábamos a punto de cruzar el río Hondo, cuando
varios indios nos trajeron la infausta noticia de la muerte de Mina, de
la dispersión del ejército y también de la fuga de todos los generales ante
las tropas victoriosas de México que, espada en mano, los perseguían
por doquiera. Acampamos al borde del río sin pasarlo, en espera de ul-
teriores noticias de los fugitivos, que hasta allí nos llegaban. Supimos
entonces que Mina, fortalecido por muchos millares de soldados y de indios
que se acogían en tropel a sus banderas, había podido invadir varias pro-
vincias, y había creído conveniente reunir a los hombres notables de éstas,
para que propusiesen una forma propia de gobierno sobre el modelo del
de los Estados Unidos y redactasen una Constitución adecuada a su país
y a sus intereses; con ello podría mejor demostrar a las provincias del
interior de México, hacia las cuales marchaba, el vivo deseo que tenía de
romper las cadenas que las oprimían y, al libertarlas, de dejarlas dueñas
de escoger la forma de gobierno que más les gustase, no aceptando para
sí sino ser el ejecutor de las órdenes que por el Soberano Congreso le
fuesen transmitidas. Reunidos entonces en una pequeña aldea, comenzaron
sus deliberaciones lejos del fragor del combate, que se libraba a orilJas
de un río, a algunos días de camino.
Realizaban sus sesiones en la iglesia de esta aldea; pero entre los
miembros del Congreso estaban unos españoles, aún apegados a su antiguo
gobierno, que veían de mal grado surgir de las cenizas de un reino esta
nueva república; por esto, secretamente reunidos, tramaron el fin de Mina.
Los miembros nativos de América veían en este hombre a un libertador
y, de buena fe, se ocuparon del bien de su país. Entretanto, los otros
preparaban la ruina del comandante, dando cuenta al Virrey y a las tropas

61

®Biblioteca Nacional de Colombia


españolas de la conspiraaon urdida. Cuando finalizaron todas las sesiones
del Congreso, durante las cuales se proclamó la soberanía del pueblo, se
devolvió a sus representantes el poder legislativo y se otorgó el ejecutivo
al general en jefe Mina. Este fue llamado a fin de que asistiese, sin su
cuerpo de bayonetas, a la última sesión que debía instalarlo y confirmarlo
en el grado de primer general del Ejército Mexicano. De buena fe, y sin
conocer en absoluto el engaño urdido, llegó con sólo dos edecanes y su
ordenanza; una comisión fue a recibirlo al pórtico del templo para acom-
pañarlo al interior. Pero apenas había pasado el umbral, cuando aquellos
mismos que lo rodeaban les clavaron en el pecho, tanto a él como a sus
edecanes, los escondidos puñales, y con repetidos golpes los dejaron sin
vida, tendidos en el suelo. Los representantes del pueblo se batían entre
ellos; pero tuvieron la peor parte los republicanos, por estar desarmados
y sorprendidos.
Pocos, con gran fortuna, se salvaron; salvóse también el ordenanza
que jadeante, llevó la terrible noticia al campan1ento de Mina. Todo el
ejército se movilizó hacia el fatal lugar, precedido por la caballería, pero
no encontraron sino los cadáveres de las infelices víctimas de la traición.
Quemaron no solamente el templo sino el pueblo mismo, y ante aquellas
llamas rindieron los últimos honores a los extintos héroes.
Posteriormente se formó en el ejército una fatal anarquía; todos que-
rían mandar y nadie obedecer. Los diferentes generales tenían cada uno
una facción, y estaban a punto de venir a las manos entre ellos para deci-
dir a quién le correspondía el mando supremo, cuando la llegada repen-
tina de todo el ejército real les hizo ver el inminente peligro al cual esta-
ban expuestos. Cualquier otra tropa, en aquel momento, se habría reu-
nido para luchar contra el enemigo común, y deponiendo todo rencor
habría elaborado un plan a fin de salvar el honor de la naciente república;
pero aquellos jefes, en desacuerdo precisamente a causa del plan, se di-
vidieron, dirigiéndose unos hacia las alturas, otros hacia los bosques, y
los demás al llano; al separarse, fueron perseguidos y derrotados, y así,
en un abrir y cerrar de ojos, se dispersó aquel ejército que parecía haberse
formado en un instante. Cada indio corría a su tribu, cada americano a
sus campos y aldeas, y nosotros también tuvimos que reanudar rápidamente
el camino a marcha forzada, ya que teJnlamos no encontrar los barcos en
la costa; pero nuestra buena suerte quiso que los capitanes, deseosos de
conseguir carne fresca, encomendasen a unos indios traerles reses, y esta-
ban a punto de zarpar cuando nosotros llegamos. Se clavaron los cañones
que no se pudo embarcar, el fuerte fue despojado de municiones, y aún
no habíamos salido del puerto, cuando sobre sus murallas flameaba la
bandera española.
. Al llegar a Gal~eston,. isla carente de recursos e incapaz de sostenerse
sm el apoyo de la tl.e~ra fIrme, de la ~al está separada por un pequeño
brazo de mar, se hlaeron los preparatIvos necesarios para abandonarla.
En poc~s días to~o. fue embarcado y dejamos aquella isla, que después
de un ano se convlrtJo en un campo de refugiados fundado por el general

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®Biblioteca Nacional de Colombia
Lallemand, en el que había más de tres mil oficiales de distintos grados
y armas, de todas las naciones europeas. Se puede decir que eran ellos
unos tigres hambrientos, a los cuales se les señalaba como presa México.
y ciertamente, habrían tenido éxito en la empresa si el rey José Bonaparte
hubiese secundado a aquel general en su proyecto, cuya finalidad era ha-
cerle rey de México. Pero se dice que Bonaparte temía que de aquella
corona se apoderase más bien el mismo Lallemand, y que por consiguiente
disminuyó el envío de los convoyes necesarios. Debido a esto, el general,
muy a su pesar, fue obligado a engañar y abandonar a sus hermanos de
armas, con el pretexto de ir a los Estados Unidos para procurarse los
medios para la expedición. Luego, igualmente debieron desistir los otros
dos que lo habían reemplazado en el mando, de tal manera que aquellos
infelices, carentes de medios para subsistir, se vieron obligados a abandonar
el lugar que creían el principio de su fortuna militar, y que se había
vuelto, en cambio, un receptáculo de la miseria y de la desesperación. Al-
gunos de estos desgraciados pasaron a Luisiana a ejercer una profesión
o a enseñar su idioma o cualquier ciencia que poseyesen: otros remontaron
el río Misisipí y se quedaron con los indios que vivían en sus orillas,
ocultando entre ellos su miseria y contentándose con vivir olvidados pot
el mundo entero. Otros se esparcieron por los Estados Unidos, algunos
vinieron a las Antillas a unírsenos, y los demás se acogieron bajo los
estandartes de Bolívar, en Margarita y en el Orinoco.
Alejándonos de la tierra, que dejábamos con tristeza, navegamos por
el golfo de México hacia la isla de Cuba, r entretanto nuestro general,
con algunas personas mexicanas de mérito y varios republicanos, organi-
zaba un plan para desembarcar con nuestra poca gente en la Florida,
enarbolar la bandera de México y llamar a aquellos pueblos a la libertad.
Con poco más de trescientos soldados y doscientos marineros tratábamos
de hacer resurgir la caída república, y de someter la Florida, donde las
plazas de San Agustín y Pensácola, capitales de la parte oriental y occi-
dental, estaban bien guarnecidas con excelentes fortificaciones y un buen
presidio. Como lugar de desembarco se escogió la isla Amelia,! porque
era apta para ser defendida por nuestras pequeñas fuerzas de los ataques
de los españoles, cercana a San Agustín, que debía ser nuestra segunda
conquista, y en contacto con los Estados Unidos, de los cuales estaba
separada por un brazo de mar, de apenas una legua, en el lugar donde
desemboca el río de Santa Marta, ciudad distante unas quince millas de
Amelia. Reunidos en consejo, los altos oficiales y los jefes de los mexica-
nos refugiados aprobaron el plan propuesto. Así, vueltas las proas hacia
la Florida, en pocos días la tuvimos a la vista y nos estábamos acercando
a la isla designada, cuando unos fuertes cañonazos que provenían de
aquélla nos indicaron que allí las tropas se batían violentamente. Forzá-
bamos las velas para penetrar en un canal que da acceso al fuerte, cuando

l. La isla Amelia está situada en el océano Atlántico, al extremo NE de la


Florida, cerca de Fernandina.

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nos cruzamos con un barco de bandera inglesa que huía; en él estaba el
general Mac Gregor, visto por todos y reconocido por Aury en particular,
el cual dijo que la plaza estaba perdida. Nosotros no entendíamos este
discurso y nos sorprendía que un general republicano, que en otras opor·
tunidades había militado bajo las órdenes de Bolívar, se encontrase fu·
gitivo en aquellos lugares: pero Aury no perdió tiempo, ordenó a la tropa
prepararse, echó el anda a la entrada del puerto y, a la cabeza de su
gente, desembarcó en la isla y marchó rápidamente hacia la ciudad de
Fernandina, donde los españoles se batían desesperadamente contra un
puñado de republicanos refugiados en el fuerte, bajo las órdenes del
intrépido coronel Hirvin, el cual, viendo el inesperado refuerzo de los
mexicanos, logró animar tanto a sus soldados que éstos resistieron y nos
dieron tiempo de llegar a los flancos del enemigo, derrotarlo y ponerlo
en una franca fuga; apenas pudieron reembarcarse y huir a San Agustín.
Supimos entonces que el general Mac Gregor, después de la ocupa·
ción de parte de la provincia de Venezuela por Bolívar, había salido para
Escocia, su patria, y allí había logrado obtener los medios para formar
una expedición a fin de libertar a la Florida. Supimos también que al
llegar a los Estados Unidos se había asociado a unos comerciantes para
poder realizar su proyecto, y con cuatrocientos americanos reclutados en
ese país, se había apoderado de la isla Amelia. Allí estaba organizándose
para posteriores expediciones, cuando los españoles decidieron aplastarlo
desde el principio, y lo atacaron con mil quinientos soldados y varias
lanchas cañoneras; entonces él, que tenía pocos hombres, por quienes
además no era muy querido porque exigía una fuerte subordinación y
una disciplina sin límites, vio inútiles sus esfuerzos para rechazar al ene'
migo. Por el contrario, ante la fuga de los suyos y la imposibilidad de
conducirlos nuevamente al combate, prefirió abandonar aquella conquista
que ya no podía lograr, y se embarcó en un navío inglés rumbo a los
Estados Unidos. Fue una suerte que los pocos que se habían quedado
con el bravo coronel Hirvin, se reuniesen en el fuerte para defenderse,
pero sin embargo habrían sido con toda seguridad capturados y perdidos
sin esperanza de no llegar nuestro oportuno socorro.
Una vez expulsados los enemigos, los soldados americanos se unieron
bajo nuestros estandartes, y la bandera mexicana fue enarbolada con todos
los honores en el fuerte, especie de reducto situado sobre una prominencia
que domina el puerto y los dos canlinos que conducen a la ciudad. Pero
la parte que mira hacia la plaza pública no está defendida sino por dos
pequeños cañones. Altas y gruesas empalizadas forman la parte posterior
del fuerte; el frente y los lados están protegidos por un foso, una empa·
lizada y un grueso pretil, detrás del cual hay una buena artillería de
grueso calibre. Espaciosas plataformas lo rodean, y unas gradas permiten
bajar hasta donde se encuentra el polvorín y un cuerpo de guardia. Fuera
de la ciudad, a sus dos lados, hay unos pantanos formados por los aluvio·
nes del mar, y delante dos blocaos, o sea, casas fuertes construidas con
gruesísimas vigas muy bien unidas en forma de torre cuadrada, con tro-

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®Biblioteca Nacional de Colombia
neras para la infantería y, en la parte superior, unas rendijas para la
artillería ligera. Cortamos gran cantidad de árboles, no sólo para poder
descubrir desde lejos al enemigo, sino también para que lo obstaculizasen
en su marcha. Se trazó y se cavó un gran foso y un pretil que unía las
casas fuertes, rodeaba toda la villa y podía contener nuestras tropas, las
cuales, de esta forma, estaban en una ciudad atrincherada por el lado de
la tierra firme. Una sola vez se presentaron los adversarios, al principio
de nuestros trabajos, pero fueron tan bien recibidos, derrotados y per-
seguidos, que jamás tuvieron ganas de volver a molestarnos. Pocos habi-
tantes habían permanecido en la isla, de manera que todas las casas que-
daron a disposición de los soldados, los cuales aumentaban a diario por
la cantidad de hombres y oficiales que se nos unían; por consiguiente,
en poco tiempo, habríamos podido cómodamente ser los dueños de la
Florida.
Ya se estaban formando cuatro regimientos con la denominación de
La Unión, Ame1'Ícanos, Fl'cmceses y Cuerpo de Artillería. la escasez de
víveres y la abundancia de tropas y empleados hacía que el dinero se
gastase en muchísimas provisiones de boca y de guerra, debido a lo cual
no quedaban medios para pagar a los soldados, que con insistencia reque-
rían su sueldo. El general reunió un consejo para este caso de emergencia,
y el tesorero Pedro Guald (sic) propuso entregar billetes de banco, o sea,
papel moneda garantizado por el nuevo gobierno y su general en jefe.
Esta invención surtió el efecto deseado, pero no mucho tiempo después
estallaron nuevas rebeliones entre las tropas y esencialmente entre los
americanos, los cuales, muy superiores en fuerzas a los viejos secuaces
de Aury, veían con desagrado que este jefe dejase siempre en manos de
aquéllos el fuerte principal.
Un día, se amotinaron, y llevaron un cañón calibre 24 que protegía
una calle, hasta la plaza, apuntándolo contra la puerta del fuerte. Nosotros
no teníamos para oponerles sino dos piezas de a 6. En este trance, Aury
hizo tocar la alarma general y, presentándose en medio de la plaza, formó
a los suyos con el ala izquierda apoyada en el fuerte; luego, él solo con
su edecán se introdujo entre la muchedumbre de los americanos, se montó
osadamente sobre la pieza, con un pie cerró su boca y, señalándose el
pecho, indicó que si no estaban contentos debían disparar alli, pero no
arremeter contra sus hermanos de armas. Tanto sorprendió la valentía de
este hombre, tanto impresionaron sus palabras, que aquéllos prometieron
regresar a sus cuarteles, pidiendo sin embargo el honor de subir al fuerte
tanto americanos como franceses, y de que los dos comandantes tuviesen
alternativamente las llaves.
las circunstancias requerían que, por el momento, se accediese a sus
pretensiones, y para no dar lugar a sospechas, les fue concedido cuanto
pedían; pero no pasaron dos días, cuando una noche recibí yo la orden
de ir con mi edecán a clavar el cañón. Hacia la medianoche fuimos juntos
de ronda, y como el cuerpo de guardia distaba unos treinta pasos del

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canon, pudimos ver que estaban entretenidos bebiendo y jugando y que
e! centinela, desde su puesto, miraba a los compañeros. Aproveché este
momento y clavé la pieza; sin embargo informé al general de que sería
muy fácil desenclavarla, pues el clavo no estaba hecho para aquel cañón:
esto en efecto aconteció al día siguiente, y se produjo una nueva alarma
que sólo la sangre fría, la fortaleza de espíritu y las elocuentes palabras
del jefe pudieron apaciguar. Y fue necesaria toda su moderación para
impedirnos tomar a viva fuerza aquel cañón que tantos rencores ocasio-
naba; nos tenía controlados de tal manera que, sin incurrir en su desgracia,
no podíamos ser los primeros en derramar sangre, a menos que no fué-
semos provocados con sangre. Mas no pasaba día sin que hubiese duelos
de sable, espada o pistola, y yo mismo no me pude sustraer a ellos, si
quería mantener mi decoro. Por una fatalidad sorprendente, caían siempre
heridos o muertos los americanos, cosa que fomentaba mayormente los
odios. Habría sido conveniente prohibir el duelo, mas esto no lo quería
e! jefe, el cual veía que era necesario oponer, a semejante clase de gente,
valor y hechos, y no reglamentos, que habrían sido muy desventajosos
en la actual situación; es más, declaraba indigno de llevar el uniforme a
qwen rehusase batirse. Pocos días después de la última rebelión, tacán·
dome por turno, me encontraba yo de guardia en el fuerte como oficial
de artillería, y Ferrari como comandante de la infantería. Durante la noche
apuntamos una pieza hacia la plataforma donde dormían las tropas ame-
ricanas, y ellas hicieron otro tanto hacia nosotros. Al día siguiente el freo
cuente pasar de los americanos armados cerca del fuerte, un aglomerarse
de éstos en el cuerpo de guardia donde estaba su cañón, y la entrada de
hombres armados en las casas vecinas, nos llevó a creer que estaban pre-
parando el gran golpe, tanto más cuanto con ellos veíanse también los
oficiales. En seguida notifican10s todo al general. Yo apuntaba un cañón
de 6 hacia el grupo mayor, que estaba en la plaza, cuando al volverme
me di cuenta de que un artillero americano apuntaba otro hacia mÍ. Verlo,
saltarle encima, quitarle la mecha, fue todo uno, y me impuse de tal ma-
nera con mi audacia, que nadie de la guardia armada se atrevió a hacer
fuego; pero había apenas tomado la mecha, cuando los gritos de mi com-
pañero me hicieron correr hacia él, y velozmente, con sus soldados, caro
gamos un cañón de 24 hacia una casa situada lateralmente al fuerte, que
lo dominaba, y estaba llena de americanos, quienes apuntándonos con los
fusiles nos intimaban a la rendición. La guardia debía ejecutar el mismo
movimiento, pero, detenida por otra pieza que al instante le apuntamos,
se quedó inmóvil. No permitimos que permaneciesen ni tres minutos en
los balcones y las ventanas, amenazándolos con destruir la casa. El resto
de los americanos, que desde la plaza y en las casas cercanas esperaba el
resultado, viendo fallar el primer golpe, no pudieron replegarse porque
nosotros, enorgullecidos por el éxito, obligamos a la guardia a abandona!
el fuerte, y nos quedamos como sus únicos dueños. El general y sus fieles,
que se introducían a través de las empalizadas y por encima de los pre-

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bIes, nos dieron aún más valor, de modo que, animados por el número
y por la posición, pedimos y ordenamos que la plaza fuese desalojada de
inmediato, amenazando con ametrallados a todos. Ellos se alejaron con
gran presteza, y pudimos devolver el cañón a nuestro fuerte. Este último
suceso nos permitió conocer a sus cabecillas los cuales, mal dirigidos y
lentos, carecían de energías, coraje, unión, y ninguno era capaz de reparar
los errores que en la ejecución se habían cometido. Su intención era la
de adueñarse del fuerte y obligarnos a abandonado, para enarbolar ellos
la bandera de los Estados Unidos e invitar luego a sus tropas a ocupar la
isla; decían ser éste un anhelo del presidente de los Estados Unidos, el
cual temía que si nosotros conquistábamos la Florida, estaría perdida para
ellos. Inmediatamente se promulgó la ley marcial y se formó una comisión
permanente que, al instante, apresó a los jefes, quienes en número de doce
fueron relegados a una isla desierta de las Lucayas; otros veinticuatro fueron
expulsados de Amelia.
Habían terminado las deserciones, y todo marchaba en buen orden,
cuando un barco de guerra de Venezuela, comandado por un francés, trajo
la noticia de que Bolívar había abandonado a Venezuela, y entrando rá-
pidamente por el gran río Orinoco se había apoderado de la ciudad for-
tificada de Angostura, había reunido el Congreso de Venezuela, y se pre-
paraba para conquistar la provincia de Paria, marchar luego sobre Caracas
y libertar todo el país. Tal anuncio se publicó con una gran alegría y
fuegos. Nuestros trabajos se activaban, y fabricábamos gran cantidad de
barcos y lanchas cañoneras para ir a San Agustín; los españoles, por dos
veces derrotados, no se movían de sus plazas fuertes, de manera que
también el interior del país estaba a nuestra disposición. Pero un castigo
terrible nos segaba en número tan grande, que inclusive se prohibió ren-
dir los honores militares a los oficiales mismos. La fiebre amarilla hacía
increíbles estragos entre nosotros; a ella se añadía una especie de fiebre
que subía a la cabeza, produciendo delirio, y al cabo de tres días o se
moría o se quedaba tan débiles que era necesaria una larga convalecencia
para recobrarse. De los veinticinco oficiales italianos y franceses de nuestro
alojamiento, en cinco días murieron diez. Tampoco nosotros pudimos sal-
varnos del morbo terrible; el compañero Ferrari fue atacado por la fiebre
delirante, y yo pedí permiso al general para no ir al fuerte donde el debe!
militar me llamaba, y así cumplir con el de la amistad. La primera noche
cayó en delirio y salió al patio envuelto en una sábana, pareciéndole estar
de guardia; yo lo secundé y fingiéndome el jefe, lo conduje nuevamente
a la habitación. Al día siguiente el buen doctor Gulain o Pulain,2 al
que nunca debe olvidar Ferrari, le devolvió la vida. Hojas de Palma Christi
bañadas en vinagre sobre los riñones, otras mezcladas con sal y limón
atadas a la cabeza, además de frecuentes lavados intestinales e ininterrum-
pidamente una bebida refrescante, al cuarto día lo habían salvado, sin que

2. Constante Ferrari, en sus Memorie PoSlume (p. 464), se refiere a él como


al "cirujano doctor Zulen de Santo Domingo".

67

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fuese necesario quitarle W1a gota de sangre. ¡l.penas salido él de la con-
valecencia, enfermé yo, no ya de aquella fiebre, sino de otra que por el
calor excesivo, el color de la piel y la extrema fatiga, revelábase como
fiebre amarilla. Al día siguiente de la aparición de los síntomas, tomé
una botella de vino Bordeaux, lo hice hervir con azúcar y poca agua, y
me lo bebí bien caliente como un ponche; esto lo repetí por espacio de
cuatro días, término para estar fuera de peligro. Cambió después el mal-
estar, y se convirtió en fiebre terciana intermitente, que curé con una
botella de málaga, en la cual puse en infusión un puñado de quina, man-
teniéndola tres días y tres noches al sol y al fuego. Larga fue mi conva-
lecencia, en comparación con la enfermedad, y debí mi salud más a mi
extravagante manera de curarme que a la asistencia del arte médico. Nues-
tras filas, mermadas por estas enfermedades y no por la fuerza de la~
armas, no dudaban, sin embargo, del feliz éxito, por la constancia de
nuestros soldados, la infatigable actividad de nuestro jefe y la construc-
ción casi concluida de las lanchas cañoneras. Supimos que en las cercanías
de la isla navegaba una flota de los Estados Unidos, y que desde Santa
María venían fuerzas oU.tuerosas, bajo las órdenes del general Jackson, 3
para adueñarse de la isla r de toda la Florida. En efecto, no tardó mucho
en presentarse un coronel parlamentario, exponiendo que el presidente de
los Estados Unidos, autorizado por el Senado, enviaba un ejército para
tomar posesión de la Florida, cedida por el rey de España a los Estados
de la Unión, en compensación por los daños que aquel pueblo les había
inferido en la última guern ; habiendo sido firmado el tratado en Madrid,
antes de que las fuerzas mexicanas la ocupasen, debíamos ceder a Amelia.
De nada le valió a Aury pedir copia del tratado, pues le fue negada, ni
enseñar los gastos hechos durante su posesión, pues no se los quisieron
devolver; solamente le fue concedido quedarse dos meses en la isla (ce-
diendo, sin embargo, los fuertes), a fin de prepararse para la partida y
llevarse todo lo que no perteneciese a España. Lo que indujo al entonces
presidente de los Estados Unidos a apoderarse por la fuerza de la Florida,
fue el temor de que nosotros la ocupásemos íntegramente y, fortalecidos
por la toma de las ciudadelas, no las entregásemos sino llegados al ex-
tremo, cuando ya no tuviésemos víveres ni hombres para defenderlas; y
nf) cabía en la política de los Estados Unidos hacer una guerra abierta
contra una república. Fueron éstos los verdaderos motivos, y no el pre-
tendido tratado, que en realidad fue firmado posteriormente a su ocupa-
ción total.
Fue forzoso entonces dejar entrar la flota y desembarcar las tropas
que tomaron posesión del fuerte; el compañero que 10 comandaba efectuó
la entrega, haciendo arriar la bandera con todos los honores, mientras yo
ced.ía lo que pertenecía a la artillería. .A fin de que no se originasen dis-
CUSlOnes entre nosotros y los soldados de Jackson, fue establecido que

3. Andrew ]ackson (1767-1845), gobernador de la Florida en 1821, y luego


séptimo y octavo Presidente de Estados Unidos (1829-1837).

68
®Biblioteca Nacional de Colombia
los nuestros permanecerían en varios pontones que estaban en el puerto,
y que los oficiales residirían en sus respectivos alojamientos.
Cada día nuestras tropas disminuirían por las continuas deserciones,
puesto que temían alejarse demasiado de su país, y en menos de un mes,
con excepción de unos oficiales americanos, nos quedamos únicamente los
oficiales y soldados que habíamos salido de Galveston. y no todos, ya
que una parte había sido segada por el clima inconstante y malsano del
país.
Grande era nuestro desagrado al vernos obligados a ceder lo que
habíamos conquistado, y verificarse así el proverbio de la razón del más
fuerte . Comenzaba el año nuevo, habían terminado aquellos calores exce-
sivos, causa de tantas enfermedades, se sentía un poco de fresco cuando
soplaba el viento del norte, y se gozaba de una temperatura muy apacible ;
apenas embarcada la artillería, las municiones, los equipajes y todo lo que
nos podíamos llevar, partimos, saludados desde el fuerte. Bordeamos la
Georgia hasta Charles ton donde, de noche, encallamos en un banco de
arena, y por las repetidas sacudidas rompimos el timón; afortunadamente
el mar no estaba agitado, pues de otro modo habríamos perdido el mejor
barco que poseíamos. En esta ciudad de los Estados Unidos, que tiene
un buen puerto y excelentes fortificaciones para defenderlo, arreglamos
el timón roto e hicimos provisiones de licores, cuerdas, embutidos, harina,
legumbres y bizcochos. Después de varios días, zarpamos: nuestra gran
armada se componía de un barco, con veinte piezas de cañones calibre 18,
en el cual se encontraban el general, su Estado Mayor, cincuenta oficiales
y otros tantos suboficiales y soldados, varios emigrantes mexicanos y ve·
nezolanos y unos ochenta marineros; otros dos barcos de dieciséis piezas,
con treinta oficiales e igual número de suboficiales y soldados, y cuarenta
marineros; entre todos sumábamos alrededor de trescientos hombres.
Ocupaba yo entonces el cargo de capitán §Iaduado de artillería, y
mi compañero el de mayor graduado de infantería. Estas reliquias de la
aniquilada república mexicana navegaban, sin embargo, alegremente hacia
la isla de Cuba, donde desembarcamos a poca distancia del cabo San An-
tonio, y con una marcha de un día nos adentramos en una gran pradera,
en la cual hicimos provisión de muchas reses, gallinas, azúcar, bananas,
y lo embarcamos todo, menos las reses que descuartizamos en la misma
playa, salan10s y pusimos en unos barriles vacíos. Nos aprovisionamos
también de agua, y contentos por habernos abastecido bien, dirigimos
nuestro rumbo hacia las Lucuyas ; pasamos cerca de San Salvador, la pri-
mera isla descubierta por el célebre Colón, cuando buscaba el nuevo
mundo. Para nosotros fue la última que vimos en el largo viaje hacia
Buenos Aires, donde nos dirigimos esperando encontrar, al servicio de eSl
república, un lugar donde refugiarnos. En realidad, nos habrían resultado
más cercanas la isla de Margarita y Angostura del Orinoco, donde residía
el Congreso de la república de Venezuela, presidido por el doctor Zea,
y se encontraba el afortunado guerrero Bolívar, quien con el título de

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®Biblioteca Nacional de Colombia


generalísimo (sic) de las tropas hacia una guerra sangrienta contra los
españoles y contra todo el ejército de Morillo, guien estaba en la pro-
vincia de Pairá (sic). Pero me parece necesario declarar la razón por la
cual no fuimos a Venezuela, así como referirme también al origen de
esta república, que posteriormente fue teatro de gran parte de nuestras
vicisitudes.

NOTA : Lo anterior es confirmado por la hoja de servIClO obtenida en Providencia


antes de salir, y por el diploma de capitán graduado, expedido en Fer-
nandina el 18 de febrero de 1818, en nombre de la República Mexicana.

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CAPITULO VI

Estado de las colonias antes de la revolución. Origen de la República de Venezuela,


hoy Colombia, de la Nueva Granada y de Cartagena. Carrera militar de Bolívar
y de Aury. Llegada de Morillo y reconquista de Tierra Firme. Reunión de los
independentistas en Santo Domingo. Recuperación de la costa firme por Bolívar,
y de Angostura. Nuestra llegada al Río de la Plata

El estado deplorable en que se encontraban las colonias de la Amé-


rica española había llegado a extremos inauditos. Una gran animadversión
reinaba entre los habitantes de la metrópoli y los de la colonia; los unos
consideraban a los españoles como déspotas de estos lugares, los otros
abandonaban a los indígenas al envilecimiento y al desprecio. Con una
injusticia prolongada el gobierno alejaba a los americanos de la adminis-
tración pública y de los cargos, que no se concedían sino a los europeos,
quienes ejercían un monopolio tal que las quejas de estos colonos nunca
llegaban hasta el soberano. Los virreyes, que gobernaban inmensas exten-
siones sin conocerlas en absoluto, ignorando además su estado y sus nece-
sidades, pretendían guiar a aquellos hombres como el rey de España a
los suyos. Un gobierno así regido se había convertido en el absoluto mo-
nopolizador de todas sus colonias; parecía que los habitantes de éstas no
debiesen trabajar sino en beneficio de la madre patria, y se consideraba
que debían creerse bastante afortunados si lograban asegurar el sustento.
La ciudad de Cádiz se había convertido en el emporio de todo el
comercio de América. Ella sola podía vender y comprar, y se volvió por
tanto el proveedor exclusivo de aquellos productos. Ella fijaba los preaos
de 10 que daba y de lo que recibía.
Pero la guerra que estalló entre Francia e Inglaterra hizo que España,
inconsideradamente, tomase partido por la primera; en consecuencia, la
segunda dirigió sus numerosas escuadras hacia las colonias españolas, y
si bien no pudo adueñarse de ellas, al menos abrió un comercio comple-
tamente nuevo para aquellos pueblos, y les hizo COllocer la diferencia entre
el exclusivo con Cádiz y el libre comercio con todas las naciones.

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Los colonos se acostumbraron fácilmente a las dulzuras de este nuevo
trato, que se estableció con todos los neutrales que allí concurrían, y ol-
vidaron a la metrópoli de la cual no recibían ni auxilio ni provisiones;
pronto los intereses cambiaron de dirección, y el antiguo vínculo fue rele-
gado_ Esta fue la primera y más fuerte sacudida de las colonias, las cuales
se dieron cuenta del monopolio de la metrópoli en el comercio, de las ven-
tajas de la libertad, y, lo que es aún más importante, de la debilidad de
las fuerzas reales que las oprimían, las cuales hasta entonces no se habían
arriesgado a repeler los asaltos de los enemigos de España que, sin em-
bargo, querían a viva fuerza quitarle aquellas posesiones_ Pero, terminado
el peligro y cambiado el aspecto de las cosas, España se vio amenazada
por una guerra terrible debido a la invasión de las tropas francesas, y
la prisión de su soberano la sunlió en la más espantosa revolución_ Las
colonias rechazaban, al igual que la madre patria, los ataques enemigos,
pero en sus esfuerzos no veían sino la oportunidad de liberarse de los
males que las oprimían, si lograban romper el vínculo con la metrópoli,
ya convertida ella misma en perturbadora, estéril e incapaz de proporcio-
narles auxilio, pues había caído en tal decrepitud, que más bien tenía que
reclamarlo para sí. Las Cortes de Cádiz invitaban a los colonos a tomar
una parte más activa en la guerra, a contribuir con los gastos, pero en
su nueva constitución los consideraban con el olvido y desprecio invete-
rados ya bajo el régimen de los reyes_
Fue entonces cuando el intrépido Miranda, criollo, señaló en Caracas
el camino a seguir para romper toda atadura con España, emanciparse de
ella, y hacer de los colonos hombres libres e independientes_ l Los ánimos
estaban preparados para este gran cambio, pero faltaba quien proyectase
los planes y abriese el camino, cuando con ocasión de la fiesta del Corpus
Christi, en la cual las tropas de línea y las nacionales acostumbraban apa-
recer en gran parada, honrando la procesión, Miranda mismo, que co-
mandaba las últimas y que sólo a pocos había confiado su secreto a fin
de que no se propagase, condujo de madrugada las milicias, fuera de
Caracas, y después de haberlas formado en cuadro las arengó con aquella
fuerza de ánimo propia del gran proyecto_
-Es ya tiempo, americanos --dijo--, de que empuñéis las armas
para la defensa vuestra y de vuestros derechos: cada quien sabe cuáles y
cuántos desastres sufrimos por las continuas guerras que a más de dos mil
millas de aquí se hacen en Europa, cuyo peso gravita por completo sobre
nosotros ¿Quién ignora los constantes maltratos que slúrimos de los espa-
ñoles? ¿Quién puede olvidar el estado desastroso de nuestro comercio con

1 _ La versión que da Codazzi de los sucesos de Caracas y Venezuela, manifies-


tamente ~o ~oncuerda con "la verdad histórica_ En la nota final, explica
que ha Sido informado por buenas fuentes, que han presenciado casi todos
los acontecimientos" _ Esto, y algunos galicismos en la prosa nos hacen
pensar que quizás su informador fue Aury_ '
De todas formas, este capítulo tiene que ser puesto en tela de juicio,
ya que contiene gra\-es imprecisiones históricas_

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la insaciable Cádiz, que desearía chupar todos nuestros recursos? Y, ¿qUIe-
nes serán los cobardes que frente a tantas calamidades seguirán soportando
el peso de la tiranía, cuando está en nuestras manos el echar fuera a un
puñado de afeminados soldados, establecer las Cortes a la par de Europa
y, como ellos, darnos una Constitución adecuada a nuestros climas, a
nuestros cultivos, a nuestras producciones, a la excelente posición para el
comercio en la cual estan10s? Ya no es tiempo de vacilar, sino de actuar.
¡Qué este día memorable señale la fecha de nuestra independencia!
Distribuidas al momento las municiones, dispuestos los soldados en
varias columnas comandadas por aquellos que estaban al tanto del pro-
yecto, entraron por diversos sitios a la ciudad, en la hora en la cual las
tropas españolas se encontraban en los cuarteles preparándose para par-
ticipar dignamente en la gran función. Sorprendidos, los diversos cuerpos
de las milicias debieron rendirse sin combatir, mientras Miranda, por su
parte, arrestaba en su palacio al Capitán General, gobernador de la ciudad.
Al saber la noticia, la población se había aglomerado en la plaza pública;
hicieron que el apresado gobernador se asomase al balcón, y Miranda pre-
guntó al pueblo si lo querían como presidente de las Cortes que allí se
debían constituir. El canónigo Cortés de Madariaga, detrás del gobernador,
hacía señas al pueblo de que lo aceptasen. Pero, en aquella confusión,
unos gritaban ¡Viva el rey! -Otros- ¡Viva Miranda! ¡Viva el Gobernador!
¡Vivan las Cortes! -En suma, ninguno de los presentes entendía lo que
había sucedido, tanto fue el secreto con que prepararon el acontecimiento
unos pocos, los cuales deslizándose en medio de la gente aglomerada les
hacían gritar lo que ellos deseaban. Se le hizo creer al gobernador que
el pueblo lo quería como jefe y que, a imitación de Cádiz, sólo deseaban
erigir las Cortes que deberían darles una Constitución adecuada a sus con-
diciones; aquél, sorprendido, experimentó cierto alivio por su suerte, y
le costó creer que aún estaba a la cabeza del gobierno, cuando se consi-
deraba perdido. Una vez instalado en su nuevo cargo, le fue pedido or-
denase la entrega de las plazas fuertes a los oficiales constitucionales en
sustitución de los comandantes españoles. Tuvo que firmar, no en calidad
de jefe de las nuevas Cortes, sino como gobernador y Capitán General
de la Provincia de Venezuela, las órdenes para que las plazas fuesen con-
signadas a los oficiales designados por Miranda, los cuales inmediatamen-
te partieron a marchas forzadas rumbo a Puerto Cabello, Cumaná, Bar-
celona, Maracaibo y otros lugares. La celeridad y el secreto hicieron que
el plan se cumpliese en todas partes y, sin derramamiento de sangre, la
suerte de la vasta provincia de Venezuela se encontró totalmente cambiada
por las buenas y sabias medidas de Miranda.
Entretanto, el Capitán General permanecía vigilado y, una vez rea-
lizado el intento, se le embarcó con todas sus tropas prisioneras, para la
isla de Curazao, perteneciente a los holandeses. Miranda, estimado por
todos, hombre de mérito, emprendedor, por votación unánime fue elegido
Jefe de la nueva República, denominada de Venezuela. Bolívar entonces

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ocupaba en las milicias el grado de capitán, y por su linaje, riqueza, edu-
cación, y por los viajes hechos a España, Francia, Inglaterra e Italia, se
destacaba entre todos. Su actividad, unida a una gran vivacidad, hada
esperar de él un fuerte apoyo para la república, y por eso :Miranda, cono-
cedor de hombres, lo llamó a formar parte de su Estado Mayor, en el
cual desempeñó las funciones de ayudante de campo. El ejemplo de Ca-
racas no tardó mucho en ser imitado por Cartagena y Santa Fe de Gra-
nada, y también por Buenos Aires y Valparaíso en Chile.
Ya el foco revolucionario estaba encendido en cinco lugares, y cada
día se extendían más sus llamas; sin embargo, Miranda, careciendo de
armas y de dinero para sostener una guerra que por doquiera era esperada
como inminente, decidió enviar a Londres a Bolívar, confiriéndole el
grado de coronel, a fin de que allí negociase 10 necesario para la república.
Este desempeñó su misión con Sun10 honor, y el general en jefe, en recom-
pensa, 10 hizo gobernador de la in1portante plaza de Puerto Cabello, donde
estaban encarcelados quienes podían perjudicar al nuevo gobierno. Se
comenzaba a dar una nueva forma a la administración y al ejército, cuando
una contrarrevolución estalló en la misma Caracas, urdida por los españoles
allí establecidos; los guardias, sorprendidos durante la noche, fueron tras·
ladados, junto con Miranda, hasta la orilla del mar donde un barco de
guerra les esperaba; Miranda fue llevado inmediatamente a Europa, donde
se le juzgó, y finalizó miserablemente sus días encadenado en una oscura
prisión de la fortaleza de Ceuta, en la costa africana.
La nueva república, privada de su jefe, no se sostuvo. Los españoles,
sedientos de sangre, en los que consideraban insurgentes, o promotores,
o adeptos, llevasen o no armas, no vieron sino víctimas para saciarse; en
fin, aquellos que en alguna forma habían tomado parte en la crisis de
la provincia, todos indistintamente, eran fusilados sin juicio por orden del
general Monteverde.
La gran extensión de tierras cubiertas por impenetrables bosques,
vastas llanuras, inaccesibles montañas, fue la salvación de aquella gente
que, dispersándose en la fuga, pudo en parte escapar a la masacre prepa·
rada por sus tiranos. Entretanto Bolívar se defendía en Puerto Cabello,
pero por la traición de algunos de los suyos, fueron abiertas las prisiones
donde gemían tantos realistas, quienes, liberados inopinadamente de sus
grillos, se apoderaron sin obstáculos del fuerte; Bolívar debió la vida a
su agilidad y rapidez, que le permitieron fugarse de un lugar donde debía
perecer. Errante por bosques y barrancos, con pocos seguidores, iba con·
virtiéndose en el genio tutelar de la América Meridional; se exporua a
riesgos y peligros inenarrables para procurarse los medios de subsistencia,
y reunir a sus pocos fieles y a las bandas dispersas por aquella inmensas
tierras. Refugióse finalmente en la isla de Curazao, ocupada entonces por
los ingleses, y allí protegido e instigado por éstos, ideó el plan de liberar
a su patria y de aprovechar sus inmensas riquezas, para convertirse con
el tiempo en el nuevo Washington de la América Meridional. Con sólo
cincuenta hombres osó tomar el río Magdalena para dirigirse desde allí

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®Biblioteca Nacional de Colombia


a Venezuela. La Nueva Granada estaba constituida en República y era
dictador un tal Nariño, hombre que se había distinguido por sus máximas
populares y había contribuido mucho con su habilidad a la revolución
de Santa Fe de Bogotá, entonces capital de la república de la Nueva
Granada.
La ciudad de Cartagena, cerca del río Magdalena, estaba también
constituida en una república independiente de la de Santa Fe. Entró
Bolívar por el río, y a medida que avanzaba hacia Venezuela, pasando
por Mompox, Ocaña y Cúcuta, engrosaba día a día sus filas. Encontró al
general español Correa y le infligió una completa derrota; seguía rápida.
mente hacia Valencia, cuando el general Monteverde trató de detenerlo.
Batallaron, y al vencedor Bolívar se le abrieron las puertas de la
ciudad. Marchó de inmediato sobre Caracas, la conquistó, pero tuvo que
abandonarla junto con Valencia, porque el general Boves, con un cuerpo
de caballería, le infligió una derrota tal que los soldados se dispersaron.
Con unos pocos partidarios, buscó asilo en Tunja. Esa ciudad, parte de
la república de la Nueva Granada, tenía en su seno un Congreso muy
turbulento que, exacerbado por la tiranía del dictador Alvarez que reem-
plazaba a Nariño, quien había sido derrotado y capturado por los espa-
ñoles en la provincia de Pasto, ansiaba deponerlo. Bolívar ofreció satis-
facer ese anhelo, y con un pequeño ejército se encaminó hacia la capital,
venció a Alvarez, y entró triunfante en Santa Fe. El dictador, sin medios
para defenderse, le entregó el poder, y Bolívar, vencedor, fue nombrado
generalísimo de las tropas granadinas por el nuevo Congreso. Pidió en-
tonces un ejército y dinero para combatir a Castillo, quien se había refu-
giado en la república de Cartagena y no permitía que ella se sometiese
a la de la Nueva Granada, y prometió reducir aquella plaza a la obedien-
cia de Santa Fe de Bogotá.
La provincia de Cartagena, vasta, fértil, muy poblada y en una si-
tuación excelente para el comercio, además de ser una de las primeras
plazas fuertes del continente, había logrado sacudirse del yugo de los
españoles y erigirse en república, conservando su nombre. Aury, en aquel
entonces retirado a los Estados Unidos, y precisamente en Baltimore, vino
a ofrecer su apoyo al naciente estado, convirtiéndose luego en uno de
sus más fervorosos defensores. Era él nativo de París, desde joven se
había dedicado a las ciencias náuticas y, habiendo sido educado según
los principios de la revolución, había absorbido aquellos sentimientos de
libertad que le hicieron abandonar el servicio de su patria cuando Napoleón
se coronó. Como en aquel momento se encontraba en Nueva York, a
bordo de una fragata francesa, en calidad de aspirante de primera clase
bajó a tierra, prefiriendo habitar entre aquellos pueblos libres, antes que
entre sus conciudadanos, que en un instante habían olvidado la sangre de-
rramada por la libertad y, abandonando las fasces consulares, se plegaban
nuevamente al cetro de hierro. Se alistó en la infantería de los Estados
Unidos, combatió contra los indios, contra los holandeses y tomó parte

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®Biblioteca Nacional de Colombia


en la brillante can1paña de Nueva Orleáns. En Cartagena fue designado
comandante de un cuerpo de extranjeros bajo las órdenes del general Ber-
múdez, americano de nacimiento, que había ascendido a este grado du-
rante la revolución.
Allá se encontraba también el coronel Montilla, comandante de la
plaza. Cartagena ya no estaba subordinada a Santa Fe de Bogotá, de la
cual dependía en tiempos de los virreyes y, constituida en república, que·
ría gobernarse por sí misma, y no estar sujeta a las órdenes de una ciudad
lejana, retirada de la costa, que la necesitaba más de 10 que ella pudiese ne-
cesitarla.
Bolívar, con el fin de conquistarla y de castigar a su enemigo, el ge-
neral Castillo, se embarcó en Honda, y en pocos días llegó a las cercanías
de la boca del gran río Magdalena; una vez desembarcado marchó contra
Cartagena y la bloqueó por tierra. Seis meses asedió esta plaza inútilmente:
la fortuna de las armas le fue siempre adversa, y por eso, al abandonarle
los suyos, se refugió en la isla de Jamaica, de donde pasó luego a la de
Santo Domingo. Entretanto, una vez expulsados de España los franceses y
restablecido cierto equilibrio en Europa, el rey Fernando trató sin demora
de recobrar las perdidas colonias, fuentes de tantos tesoros y riquezas, y
las únicas que, en aquellos momentos, habrían podido cerrar las llagas
abiertas por la guerra. Envió al general Morillo con un aguerrido ejército
de quince mil hombres y gran cantidad de barcos de guerra y de transpor-
te, con el plan de sitiar inmediatamente a Cartagena, apoderarse de ella,
hacer de su plaza fuerte el centro de las operaciones, y desde allí desplegar
sus columnas, que invadirían la Nueva Granada y caerían sobre la provin-
cia de Venezuela, en continua efervescencia a causa de los varios jefes de
partido que batallaban en las diversas provincias. Cartagena se había que-
dado con pocas provisiones a causa del bloqueo por tierra efectuado por
Bolívar, y no había tenido aún tiempo para abastecerse en la cantidad que
las necesidades de las tropas y de los habitantes requerían, cuando se pre-
sentó de repente la escuadra española, que ancló cerca del fuerte de Boca
Chica impidiendo la entrada de los navíos; mientras tanto las tropas, bajo
las órdenes de Morillo, estrechaban el bloqueo por tierra. Sin embargo,
aún en tal estado de cosas, el general español no habría terminado tan
pronto el asedio si las fuerzas de la Nueva Granada, de común acuerdo,
hubiesen bajado por el Magdalena y tomado por la espalda al ejército
asediante.
Los sitiados se mostraron valientes e intrépidos en varias y bien di-
rigidas incursiones, y Aury estuvo entre los que se destacaron. Por temor
de que los españoles pudiesen apoderarse de la gran bahía de Cartagena
}' obligar al fuerte Boca Chica a rendirse, el gobierno nombró a Aury co-
mandante de la marina cartaginesa, que entonces estaba formada por pe-
queños barcos armados al corso, que habían sembrado el terror en las cos-
tas de La Hmana, y hasta en Europa. Los armadores de estos livianos bu-
ques eran, por lo general, acaudalados comerciantes franceses o de los Es-

76
®Biblioteca Nacional de Colombia
tados Unidos, y tenían por capitanes a hombres intrépidos que siempre
habían desempeñado ese oficio, en las guerras entre Francia y Gran Bre-
taña, y entre ésta y los Estados Unidos. Como jefe de esta pequeña pero
ordenada marina, que entonces por tal circunstancia pasó a propiedad del
Estado, AUiy operó de tal modo que jamás pudieron los españoles apo-
derarse de la gran bahía, ni obligar al fuerte de Boca Chica a rendirse.
Por la actividad de este joven guerrero no cayó el fuerte, aunque el ham-
bre asolaba de tal manera la ciudad, demasiado poblada, que después de
haber experimentado todos sus horrores, se decidió abandonarla al enemigo,
pues los habitantes se habían convertido en cadáveres ambulantes y las ca-
lles se cubrían cada día de muertos y moribundos de toda edad y sexo. El
comandante Aury asumió la responsabilidad de salvar a las personas más
comprometidas y a los jefes del ejército, con los soldados que los pocos y
pequeños barcos permitiesen transportar. En efecto, con el máximo secreto,
todas las familias de las autoridades de la república y las que estaban más
relacionadas con ellas, se embarcaron de noche en la oscuridad y en el
silencio. La pequeña flota se dirigió hacia el fuerte de Boca Chica, y des-
pués de haber embarcado al comandante y a los oficiales que lo defendían,
Aury, con su barco, abrió la marcha favorecido por un viento en popa y
por un espléndido mar; con todas las velas desplegadas, inesperadamente
St. lanzó en medio de la flota española, que, anclada pacíficamente, no es-
peraba una arremetida tal a la hora del mediodía, cuando el insoportable
calor del sol mayormente se hace sentir e invita a los fatigados miembros
de los marinos al reposo. En efecto, los españoles, medio adormecidos,
sorprendidos, desprevenidos para el combate, no sabían qué hacer, si levar
las anclas y seguirlos, o esperarlos, combatirlos y hundirlos. Pero Aury
no les dio tiempo, y disparando un nutrido fuego, seguido de cerca por
los otros barcos, pasó con poco daño entre los españoles. Sólo un barco
se hundía, cuando el intrépido y vigilante Aury, al ver el peligro, viró la
proa y, frente al enemigo, fue con su navío a socorrer la tripulación y
todos los pasajeros; así se efectuó la evacuación de Cartagena, con la pér-
dida de un solo barco, que se hundió sin que el enemigo pudiese gozar
siquiera capturándolo. La marina española se decidió por fin a perseguir
a los fugitivos, pero éstos, a bordo de sus ligeros navíos, surcaban las olas
con Wla celeridad tal, que apenas se divisaban sus estelas. Se refugiaron
todos en la isla de Santo Domingo, en la parte constituida en república ba-
jo la presidencia del mulato Petión, }' el puerto de Los Cayos les sirvió
de refugio.
Morillo, orgulloso por la conquista de la importante plaza de Carta-
gen a, avanzó hacia la Nueva Granada, en tres columnas, por los valles de
los ríos Magdalena, Cauca y Atrato, e invadió así las provincias de Mari-
quita, Antioquia y Darién, }' las de Vélez y Cundinanlarca; llegó a Santa
Fe de Bogotá con poca resistencia }' con una serie de éxitos debidos sola-
mente a la poca experiencia de los granadinos en hacer la guerra, a la tri-
ple invasión y al terror sembrado por la cantidad de tropas aguerridas que no
perdonaban la vida a quienes hubiesen empuñado las armas. Los jóvenes sol-

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®Biblioteca Nacional de Colombia


dados, llenos de espanto, las abandonaban y buscaban la salvación en los bos-
ques y en las montañas cercanas. Al llegar los realistas a la capital del Nuevo
Reino de Granada, tomó posesión de ella el virrey Sámano, y por orden
suya y de Morillo fueron encarcelados los personajes principales de la ciu-
dad, no sólo los comprometidos con la vencida república, sino también
los que habían mostrado tendencias liberales y las habían fomentado, e
incluso todos aquellos que podían figurar por su talento y conocimientos.
De las prisiones repletas salía cada día un determinado número que, sin
formalidades de juicio, era irremisiblemente pasado por las armas. No
sirvieron los llantos ni las lágrimas de encanecidos padres, de cariñosas
esposas ni de inocentes pequeñuelos, para conmover a los perseguidores
de los infelices colonos, quienes procedían con más fiereza y crueldad de
las empleadas por los primeros conquistadores contra los infelices indios.
Esta tierra inundada por la sangre de las más respetables familias,
excitaba el fuego de la venganza de los pocos fugitivos, que en las escar-
padas rocas y en los tupidos bosques juraban aplacar las sombras de tantas
víctimas de la barbarie española. Morillo condenaba a muerte a todos aque-
llos que algún día pudiesen llegar a conocer su situación, sus derechos,
y, con la voz y las armas, pudiesen romper las dobles cadenas de hierro
que él mismo les infligía. Pero tal inhumano proceder no haáa sino im-
pulsar aún más a los pueblos hacia la desesperación, y preparar la última
sacudida contra la tiranía, apresurando el momento que debía decidir los
destinos de América. No había una sola familia en Santa Fe que no tu-
viese que llorar a un mártir de la persecución, y lo mismo puede decirse
de todas las ciudades donde llegaron las armas victoriosas de los españoles.
Morillo prosiguió rápidamente y con éxito su curso, invadió las provincias
de Tunja, Pamplona, Barinas y Venezuela, y en poco tiempo las sometió.
Pero no logró exterminar las bandas de los valientes, que, encondidos en
las montañas y en las inmensas llanuras bajo el mando firme de Santander
y del terrible Páez, juraron no deponer las armas hasta la muerte. Su grito
de guerra era "vencer o morir".
La isla de Santo Domingo se convirtió en el refugio de los emigra-
dos americanos y el presidente Petión los acogió con la hospitalidad y
fraternidad que mereáan sus desgracias. En la ciudad de Los Cayos se
encontraban los últimos, pero seguramente los más selectos representantes
de la república de Venezuela y Cartagena, y todos estaban resueltos a
afrontar de nuevo al enemigo. El Presidente Petión les suministraba ar-
mas, dinero y provisiones, y permitía que en sus territorios se reclutasen
marineros y soldados. Para Bolívar no representaba poco este apoyo, sin
el cual no habría podido actuar en favor de sus conciudadanos con las
ventajas que la cercanía del lugar le concedía. Fue allí donde organizó la
nueva expedición que, aunque pequeña, debía llevar el fuego de la guerra
hasta Venezuela, y llamar al pueblo en masa a la libertad. Fue allí donde,
en señ::d de gratitud, prometió a Petión que apenas llegado a tierra firme
proclamaría la libertad de los esclavos y liberaría una inmensa población

78
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de negros, los únicos cultivadores de aquellas provincias. Fue allí donde
lo proclamaron generalísimo del ejército y jefe absoluto de la expedición,
y donde todos se sometieron a sus órdenes, ya que le había sido conferido
un poder ilimitado.
y allí también fue donde se originó el incidente entre Bolívar y Aury,
pues aquél quería nombrar almirante de la república a un tal Brion, na-
tivo de la isla de Curazao, rico negociante y armador de varios barcos,
hombre que por otra parte, jamás había hecho la guerra y que, exclusiva-
mente a sus costas, prometía preparar a Bolívar una flota de ocho barcos,
armados y equipados. La clarividencia de Bolívar le hacía comprender que
este hombre se habría sometido a sus deseos y, por consiguiente, era capaz
de cumplir cabalmente su voluntad. Por otra parte, él no quería servirse
de las naves sino para el transporte de las tropas, víveres, armas y de los
despachos urgentes; no quería batirse en el mar con las flotas españolas,
ya que ello no cabía en su plan. El veía en Brion a un personaje opulento
que, una vez comprometido con su persona y con sus bienes, buscaría con
todos los medios a su alcance, y con sus relaciones, ayudar la causa de la
independencia y secundar en sus operaciones a Bolívar, para proteger cuan-
to arriesgaba. El comandante Aury, que vimos distinguirse en Cartagena al
salvar los restos de aquella República, era el único con alto grado en 13
marina, el único que conocía a fondo el oficio, por la formación recibida
en las fragatas francesas, y el único que había dado en la armada pruebas
de indomable coraje; en justicia, se le debía a él el comando de la marina,
pero no tenía a su favor los barcos ni el dinero, como Brion. Es verdad
que aquellos navíos salidos de Cartagena y comandados por expertos ca-
pitanes querían mucho a Aury y lo seguirían dondequiera, pero siempre
se trataba de varios pareceres, mientras que Brion era uno solo. Bolívar
habría podido, en esta emergencia, conciliar los espíritus, pero pensó que
los armadores y los capitanes lo habrían seguido a él y no a Aury, por lo
cual nombró a Brion almirante de la república de Venezuela, con la espe-
ranza de que el otro se conformaría. Pero Aury había recibido hacía poco
una invitación de las provincias mexicanas, recién sublevadas; por eso,
reuniendo sus capitanes de Cartagena, les propuso trasladarse allá con los
barcos, si Bolívar no tuviese para con ellos aquella consideración que bien
merecía la marina cartaginesa. Habló con Bolívar y le comunicó sus pro-
yectos, pero aquél se mantuyo firme, y quiso a Brion por jefe. Hizo todo
lo posible para separar de Aury a aquellos viejos capitanes, pero ellos le
profesaban demasiado afecto y no lo dejaron solo.
Disgustado, Aury partió para México, donde al llegar a la provincia
de Texas obtuvo el grado de general de Brigada, gobernador de aquella
provincia, y logró que el gobierno comprase los barcos que conducía; hizo
incluir con altos grados, a sus oficiales entre los primeros de la marina
mexicana. Se preocupó mucho por aquella república, pero sus esfuerzos
fueron vanos debido a la poca organización interna y a la falta de energía
de sus jefes. Nuestra llegada a Galveston ilustra el resto de la vida de

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Aury. Pero Bolívar no resistió mucho tiempo en Los Cayos, y apenas equi-
pados sus barcos, aun cuando se veía falto de las fuerzas de Aury, valien-
temente abordó la costa de Venezuela, desembarcó con cuatrocientos hom-
bres, tomó la ciudad de Coro y avanzó hacia Caracas. Apenas puso pie en
tierra firme, promulgó un decreto que otorgaba la libertad a todos los es-
clavos, a raíz de lo cual se originó una revolución tal que éstos mataban
a los españoles y los españoles a la gente de color. Los realistas arremetían
contra los del partido republicano y éstos contra aquéllos; en suma, debido
a tan inesperado y repentino cambio, hubo un desastre tal, que todo era
fuego, sangre, desolación y muerte. No había más humanidad, se habían
vuelto feroces como bestias, y la guerra era sangrienta. Horribles escenas
de los más horribles delitos sucedíanse sin interrupción en un territorio al
cual el temor a los enemigos, que irrumpían por todas partes, había con-
vertido en un desierto, y no ofrecía sino vestigios de tristeza y miseria. La
isla de Margarita, que ya antes se había sublevado, aprovechó esta ocasión
para sublevarse, de nuevo en masa, y comenzó con la masacre de ocho-
cientos españoles refugiados en Pampatar. El general Arismendi, natural
de la isla, que había sido testigo de la guerra sangrienta que hacían los
enemigos, decretó que, en adelante, no se capturaría prisionero alguno, y
que todo español que cayese en sus manos sería degollado. El capitán ge-
neral Moxó venÍ3. a Venezuela para impartir órdenes similares contra los
republicanos que, bajo los estandartes de Bolívar, juraron venganza y
muerte contra el español. En efecto, no se salvaban ni hombres, ni mujeres,
ni niños. Las ciudades tornábanse desiertas, las aldeas desaparecían y todo
era un desastre. El ejército libertador aun1entaba cada dia, y los negros en
masa blandían las armas. Los españoles procuraban enf rentársele en todas
partes y poner valla al torrente que amenazaba con arrasarlos, cuando poco
faltó para que una batalla general decidiese la suerte total de los republi-
canos. La victoria de aquel día se debió a la decisiva maniobra de Un co-
ronel mulato de Martinica, de nombre Piar, que, cuando Bolívar mismo
creíase perdido, con un ataque lateral obligó al enemigo a un combate con
arma blanca. Este fue el momento en el cual los republicanos, enfurecidos
como hambrientos tigres, les arrebataron de las manos la victoria a los es-
pañoles. Contemporáneamente llegó el general Mac Gregor con un cuerpo
de caballería y terminó de recoger, en su totalidad, los frutos de la batalla,
persiguiendo, espada en mano, a los asustados enemigos que, en vergon-
zosa fuga, no oían las voces de sus jefes y dejaron en poder del vencedor
las provincias de Valencia y Caracas. Bolívar, entretanto, habíase dirigido
en un barco de guerra a Haití, para obtener ayuda del presidente Petión;
apenas habia desembarcado, cuando otro navío le llevó la noticia de la to-
ma de Valencia y de la marcha sobre Caracas, mientras él creía haber per-
dido la batalla. Petión, contento por el cumplimiento de la promesa de
liberar a los esclavos, y muy satisfecho por el éxito de la expedición, le
suministró dinero y armas. Bolívar reclutó rápidamente algunos hombres,
y en corto tiempo se reunió con el ejército vencedor que durante su au-

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stnaa se había entregado a toda suerte de insubordinaciones. Los numero-
sos negros y gente de color, unidos, habían tomado una preponderancia
tal que parecían querer proceder por su cuenta, y habían nombrado como
jefe y generalísimo del ejército al mulato Piar, que habia decidido la ba-
talla. Tan pronto como llegó, Bolívar reunió el Consejo de Guerra, que
condenó a muerte a este valiente como conspirador y cabecilla de un com-
plot contra la república. La sentencia fue emitida y ejecutada de un solo
golpe, de manera que las tropas no se dieron cuenta de ello sino después
de realizada.
Luego expulsó a algunos de los más comprometidos, pagó a las tro-
pas, armó a los que acudieron en defensa de la patria, y marchó contra
el enemigo.
No había en aquel tiempo administración, ni leyes, ni seguridad, ni
disciplina; todo era caos, toda era libertinaje, todo era muerte. Quien no
tomaba las armas, quien no se unía, quien no suministraba lo que poseía,
era enemigo de la patria, y como tal degollado al instante. Aquellos ho-
rribles días hacían estremecer a todos, pero eran necesarios para consoli-
dar la libertad, lo que no se podía lograr en ese momento, sino con el
hierro y el fuego. Severo era Bolívar, firme y expedito en el obrar. En esa
época el general Mac Gregor, a causa de algunos sinsabores con el gene-
ralísimo, se alejó del teatro de la guerra, fue a Escocia, luego a los Estados
Unidos y logró organizar una expedición a Amelia con la cual esperaba
conquistar la Florida y hacerse un nombre en México. Su infeliz desenlace
se explicó antes, al narrar nuestro arribo a Amelia.
Morillo, que veía los progresos de Bolívar y la situación terrible y
desventajosa en la cual se encontraban todas las provincias de Venezuela
por el decreto de libertad de los esclavos, se movió con un ejército para
cercarlo e inducirlo a rendirse. Difícil era el plan y este hombre, protegido
por la fortuna, nunca careció de quien le informase con exactitud de los
movimientos del enemigo, por lo cual tomaba disposiciones siempre ade-
cuadas para esquivarlo, fatigarlo y vencerlo con marchas y contramardlas,
privándolo lo más posible de los medios de subsistencia. Las campañas
que Bolívar emprendía mediante los generales Páez, Urdaneta, Bermúdez,
A nzoátegui , Santander, Valdés y Soublette en las provincias de Cumaná,
Barcelona, Panlplona, Mérida, Maracaibo y en los extensos llanos de Ca-
racas, resultaban fatales y terribles para los españoles, los ruales, aunque
maestros en tales guerras, como habían demostrado en los siete años de
campañas contra los franceses, poco podían valerse de su táctica contra
hombres que jamás pedían paga, ni raciones, ni vestuario, ni zapatos; que
no conocían qué cosa era un equipo, dormían sobre la desnuda tierra al
aire libre, penetraban en lo más tupido de los bosques, trepaban por las
más altas y escarpadas montañas. En los llanos todos montaban a caballo
y, con una velocidad increíble, iban de un lugar a otro, cambiaban de
cabalgadura cuando encontraban alguna manada, montando caballos en
estado salvaje, y lanzándolos sin miedo contra las líneas enemigas. Atra-

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®Biblioteca Nacional de Colombia


vesaban los más anchos ríos sin ayuda de botes; la lanza en la boca, una
mano en las crines, resistían con la otra las más rápidas corrientes y alcan-
zaban la orilla, mientras la infantería, con la carhIChera y el fusil sobre la
cabeza, nadaba velozmente por estos ríos, casi cinco veces más anchos que
nuestro Po. Infatigables en las largas marchas, se sostenían con unos cam-
bures o pocos granos de maíz, y no reparaban en los fétidos pantanos, en
las húmedas selvas, en las ardientes llanuras, en las nubes de insectos que
infestaban aquellos lugares malsanos; vivían, se desplazaban y se detenían
en ellos, sin temor a perecer víctimas del mortífero clima.
Bolívar, después de haber organizado en varias partes las comunicacio-
nes con las columnas y las bandas de republicanos que continuamente in·
quietaban al enemigo, abandonó la tierra firme con sus tropas haciendo creer
que dirigía sus miras a la ueva Granada; en cambio, se fue hacia Mar-
garita, y de allí, con toda la flota del almirante Brion, partió rumbo al
gran Orinoco, por el cual, con el favor de la marea, del viento y de los
remos, pudo llegar a Angostura, lugar fortificado sobre la margen dere-
ella del río en una posición ventajosa y apta. Los escasos españoles que
componían la guarnición Je aquella fortaleza, sorprendidos por la flota,
por el número }' por el nombre de Bolívar, a quien creían en Venezuela
o Granada, poca defensa opusieron al héroe conquistador, y en un relámpa-
go fue sometida aquella provincia, rica, fértil y casi sin españoles. Su si-
tuación la hacía una excelente posición militar, }'a que en frente tenía la
línea del gran río Orinoco, que si bien para él no era nada, para los es·
pañoles representaba una barrera insuperable. Su desembocadura, vasta }'
de muchos caños, se prestaba para una activa comunicación con la isla de
Margarita, baluarte de la república de Venezuela; y Bolívar estaba seguro
de poder contar con el apoyo de las tribus que habitaban río arriba, ya
que tratábase del exterminio de sus más crueles enemigos, los españoles.
Por detrás, le era imposible a Morillo atacarlo, a causa de la ubicación de
las Guayanas Francesa y Holandesa, que por su natural posición, ocupan
las riberas }' el interlor, cubierto de impenetrables bosques. La provincia es
poblada y fértil solamente en las cercanías de Angostura, sobre la orilla
derecha del andlísimo Orinoco. Allí, Bolívar estimó conveniente dar en
seguida una forma de gobierno a las provincias conquistadas, y abolir el
poder militar. Hasta entonces él había sido el legislador y ejecutor de las
leyes, casi como absoluto dictador, y h:¡bía visto con dolor la sangre de-
rralllada por el furor y por la venganza, sin poder evitarlo, porque se tra·
taba de pagar represalias con represalias. Cansado entonces por esa doble
carga, entregó todo el poder en las manos del Congreso que, establecido
en Angostura, eligió como presidente al doctor Zea r nombró generalísimo
de las tropas a Simón Bolívar, proclamándolo Libertador de Venezuela.
Fueron promulgadas las leyes y las formas del nuevo Estado; se emitieron
decretos, se efecruaron ascensos y se comenzó a demostrar que los que sa-
bían vencer, sabían también gobernar.
He aquí, brevemente, el origen de la república de Venezuela, de la
amación de Bolívar, que fue el alma de la hoy llamada república de Co·

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®Biblioteca Nacional de Colombia
lombia, y he aquí expuestas las razones por las males el general Aury no
quiso trasladarse a Margarita, o a Angostura, prefiriendo más bien el viaje
basta Río de la Plata, viaje que nos llevó a una peligrosa travesía, tan larga
que nos acostumbramos de tal manera al líquido elemento, que ya no te-
míamos a las frementes tormentas que nos azotaban . La escasez de agua y
de víveres se hizo sentir tan fuertemente que, de permanecer más tiempo
en el mar, gran parte de nosotros habría muerto de hambre. No encontra-
mos jamás ningún navío, tampoco vimos isla o continente alguno, y sólo
nos dimos menta de que estábamos en el gran Río de la Plata por las tur-
bias aguas casi dulces que, avanzando a una distancia de muchas leguas,
repelían las saladas aguas del mar.

NOTA: Estas relaciones las he obtenido de buenas fuentes , que han presenciado
casi todos los acontecimientos.

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CAPITULO VII

Descripción de Buenos Aires, sus usos y costumbres, productos e índole de los ha-
bitantes. Acogida y destino de nuestras fuerzas. Partida en socorro de Bolívar, hacía
Margarita. Encuentro con la flota de Brion, y salvación de la marina colombiana
debida a Aury. Llegada a Santo Domingo, noticias sobre esta isla, usos, costumbres
y productos. Salida para Jamaica, donde residía el Ministro de Buenos Aires; des-
cripción de aquella isla y viaje hacia la Vieja Providencia

Más de dos días empleamos en llegar al puerto de Buenos Aires,


donde los barcos gozan de seguridad, y con comodidad pueden cargar y
descargar las mercanáas. La cantidad de navíos ingleses, franceses y ame-
ricanos que ahí anclaban, nos dieron idea del gran comercio de esta capital,
basado particularmente en corambre de toda especie, plumas, quina, aceite
de ballena, cobre, estaño, lana de oveja y de vicuña. La ciudad, capital de
la república del mismo nombre, está situada en una amena llanura a orillas
del gran Río de la Plata, que se podría considerar un golfo formado por
la unión de los ríos Paraná y Uruguay, tan ancho y profundo es. La pobla-
ción asciende a unas cuarenta mil almas y es casi toda blanca, con poca gen-
te de color. Las calles son anchas, tiradas a cordel, y en general empedra-
das; las casas, de un solo piso, y construidas a la española. La plaza mayor
es muy amplia, como también el palacio donde residía el virrey, situado
en una pequeña colina que domina la ciudad y el río, protegido por un
fuerte provisto de buena artillería. Los habitantes son muy hospitalarios,
pero poco amantes de la actividad y del trabajo; se ve que han absorbido
principios de adversión a la fatiga, porque se encuentran en un país donde
la facilidad para alimentarse y para ganar dinero les hace menospreciar lo
que constituye la verdadera fuerza de los Estados: la industria, el comer-
cio, las artes, las ciencias. Vencidos por el ocio, de buena gana se entregan
al juego, a las mujeres, y el pueblo a la embriaguez. Pero hoy día, estos
pueblos respiran un aire más suave por los próvidos cuidados del Directo-
rio Supremo, que presidía en nuestro tiempo un hombre de renombrado

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mérito, llamado Pueyrredón, quien les sacó del letargo en que estaban; se
intenta asimismo mejorar la educación; inculcando los buenos principios,
verdadera fuente de todo bienestar para los ciudadanos y para el Estado.
las mujeres son muy bellas y semejantes a las españolas, quizás porque
las europeas se han establecido aquí más que en otro lugar y, por tanto,
han multiplicado su raza, que conserva las costumbres, los antiguos usos
de la madre patria, el gran amor al lujo y poco al trabajo.
Esta república se formó como la de Venezuela, mediante una revolu-
ción que tuvo buen éxito: después, los españoles la han descuidado y ha
disfrutado hasta ahora de una paz que no la ha fortalecido, manteniéndola.
siempre en continuas disensiones. la superficie de este país presenta don-
dequiera llanos sin árboles, cubiertos solamente por espesísimas hierbas,
de más de dos pies de alto. las manadas de caballos, bueyes y ovejas, ha-
cen que una parte de la población lleve una vida pastoril, mientras que la
otra se dedica al cultivo de granos, papas y ciertas raíces que llaman man-
dioca, muy semejantes a nuestras gruesas zanahorias. Hay rebaños de ove-
jas vigiladas por gruesos perros castrados, los cuales al amanecer parten
con la grey y no retornan hasta la noche, conduciéndola infaliblemente al
redil y ahorrando así trabajo a los hombres, ocupados en cultivar la tie-
rra. Para hacer fuego utilizan la grasa de los animales, aquí muy abundan-
tes porque se han multiplicado tanto como en ninguna otra parte. las in-
mensas manadas de caballos salvajes que vagan por aquellos amplios llanos
son innumerables, y también las de ganado vacuno. Conducen estos rebaños
y los de la otra especie, denominada doméstica (porque de tanto en tanto
los reúnen en ciertas empalizadas donde marcan a los pequeños, que siguen
por instinto natural a las madres, y castran aquellos que no deben servir
para la reproducción), algunos pastores que llevan una vida de lo más pri-
mitiva, siempre a caballo desde la mañana hasta la noche, alimentándose
de carne sin sal, asada sobre un fuego de hierbas y de grasa animal; ves-
tidos miserablemente, con una larga barba, se refugian en cabañas cons-
truidas con palos alineados clavados en la tierra, carentes de puertas y de
ventanas, sustituidas por pieles de sus vacas, sobre las cuales también duer-
men. Sus calaveras y las de los caballos constituyen los asientos. los cuer-
nos les sirven de vasos y el mejor mobiliario que pueden tener son unos
barriles para el agua. De un pastor a otro hay una distancia de unas veinte
leguas, por lo cual rara vez se reúnen en los lugares donde suelen venderse
licores fuertes.
Allí juegan, gastan en bebidas todo su dinero y son muy capaces, por
la más leve desavenencia en el juego, matarse Con los grandes cuchillos que
siempre llevan a la cintura; y es cierto que nadie osa entrometerse en sus
disputas para pacificarlos, pues a sangre fría y con la máxima indiferencia
ven las matanzas de sus semejantes. Están tan acostumbrados a embadur-
narse las manos con sangre, y tan lejos están del freno de la ley del honor
y del deber, que gozando de una salYaje independencia, les parece igual
servirse de aquella arma tanto contra el hombre como contra los animales.

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Acostumbran a sus muchachos desde la infancia a montar a caballo co-
rriendo y galopando todo el día; y podría parecer que no saben ca~inar
a pie, puesto que incluso a sus muertos los llevan atados a la silla del ca-
ballo a lejanas iglesias, hasta las tumbas, en viaje de varios días.
Manejan un lazo formado de piel de vaca trenzada, en cuya extremi-
dad hay un anillo de hierro para que pueda correr con más facilidad; lo
lanzan a casi cien pasos de distancia con una precisión tal que están segu-
ros de atrapar al animal escogido, por una pierna o por la cabeza, aunque
corra al galope. El otro extremo de esta cuerda lo mantienen atado a la
correa de su silla. Asimismo, manejan muy bien, como los mexicanos de
Te~as, las dos bolas con las que envuelven el cuello y las piernas de los
a11lmales.
Andan día y noche por aquella vastísima llanura, donde no hay ár-
boles, caminos ni puntos de referencia: sólo se encuentra un paisaje per-
fectamente horizontal, en el cual para trasladarse de un lugar a otro haría
falta la brújula, pero ellos nunca se pierden ni dan vueltas inútiles por el
camino que se han fijado. En estas tierras el aire es puro, sano y muy pa-
recido al de Europa; también aquí hay fuertes temporales de verano que
producen gran cantidad de lluvias y rayos, pero más abundantes que en
nuestros países; el invierno se hace sentir con un fresco igual al nuestro
de noviembre, y es prueba de su suavidad el hecho de que aquí no conocen
ni las chimeneas, ni las estufas para calentarse; la atmósfera es muy húme-
da, pero no dañina para la salud, y este clima se puede considerar como
el más sano y mejor de toda América. En esta república el terreno es llano,
casi uniforme y tan sólo algunas mesetas se elevan hacia las estribaciones
de las altas montañas de los Andes, en los límites con el Perú y con Chile.
Los árboles son escasos, menos a orillas de los arroros, por eso se trae de
Paraguay la madera para la construcción de barcos, casas y muebles. En las
cercanías de la capital hay terrenos cultivados de olivos, naranjos, meloco-
tones, manzanos, granados e higueras; se cultivan también guisantes, san-
días, habas y arroz. Una hormiga rojiza, más grande que las nuestras, es el
flagelo de La Plata: si se establecen en un campo, en poco tiempo devastan
las siembras, y hasta despojan los árboles de sus hojas, mas solamente 10
hacen de nodle; esconden con mucha precaución sus nidos, que difícil-
mente son hallados por los hombres, quienes con justo derecho las persi-
guen a muerte. Los ríos son ricos en peces, que poco gustan a los habitan-
tes, los cuales prefieren alimentarse con la abundante carne de su ganado,
que los provee de todo lo necesario para subsistir. Los pájaros me parecie-
ron numerosos, y de muchas especies diferentes de las nuestras.
He aquí cuanto he podido, en poco tiempo, recoger de este país que
hoy llanlan República de Buenos Aires, regida por un Directorio Supremo
formado por representantes de las provincias que constituían el antiguo
Reino de La Plata, que se extiende desde Chile y Perú hasta la Patagonia,
y de éste hasta Brasil y Paraguay. El Director, que es su presidente, nom-
brábase todavía cada bienio y tenía en sus manos el poder ejecutivo, mien -

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tras que el legislativo residía en los miembros representantes del pueblo.
Su Constitución es similar a la de los Estados Unidos de Norteamérica.
Las tropas de esta república, junto con aquéllas de la confederada de
Chile, se habían reunido en Santiago, sobre el Pacífico, bajo las órdenes del
general en jefe San Martín, y debían realizar una invasión al Perú para
romper las cadenas de aquellos pueblos oprimidos, que clamaban libertad.
La flota de Buenos Aires había salido bajo las órdenes del célebre
almirante lord Cochrane, y después de doblar el Cabo de Hornos se en-
contraba en el puerto de Valparaíso, junto con la de Chile, a fin de actuar
con San Martín en la liberación del rico reino del Perú. Había llegado a
esta ciudad, proveniente de Angostura del Orinoco, un enviado de la re-
pública de Venezuela, el cual pedía socorro para que el intrépido y afor-
tunado Bolívar pudiese expulsar definitivamente a Morillo de Tierra Firme.
El Directorio no podía satisfacer los deseos del enviado, pues tenía
todas sus fuerzas empeñadas en el Pacífico, para libertar al Perú; pero
nuestra llegada dio esperanzas de poder, por lo menos, enviar una peque-
ña división. En efecto, Aury, recibido con sumo aprecio, pues había salvado
los restos de dos recién nacidas y casi extinguidas repúblicas, como Carta-
gena y México, recibió el encargo de socorrer a Venezuela en peligro;
Aury depuso todo rencor hacia Bolívar, si acaso algo aún perduraba en él,
y prometió con todo empeño hacer, en favor de éste, cuanto el Supremo
Directorio ordenase.
La actividad era grande en nuestra pequeña escuadra, que no sola-
mente intentaba reponerse de los daños sufridos durante la larga navega-
ción, sino que con reclutas de marineros y soldados hacía lo posible para
organizar una pequeña división que debía sembrar el terror entre los es-
pañoles, dondequiera los encontrase. Aury, activo, infatigable, hizo armar
varios barcos españoles capturados por las fuerzas navales del almirante
Cochrane, y en poco tiempo, en el puerto llamado La Ensenada, a diez
leguas de Buenos Aires, viose nacer de una pequeña tropa de fugitivos
mexicanos, una bella división de casi dos mil hombres, entre oficiales de
tierra y mar, soldados y marineros. Ya organizada, fue inspeccionada por
el mismo Director Pueyrredón, quien nos entregó banderas blancas con dos
fajas horizontales color turquí, y en medio del blanco un sol brillante.
Los gritos de i Viva la república, viva el presidente! se confundían
con las reiteradas salvas de artillería de los barcos, listos para zarpar. Al
día siguiente, el general Aury distribuyó varios grados: yo obtuve el de
capitán efectivo de artillería, y el compañero Ferrari, el de mayor de in-
fantería. El Supremo Directorio otorgó a Aury el título de general en jefe,
de !as. fuerz~ de mar y tierra 9ue actua?an en !~ Nueva Granada por las
republtcas urudas de Buenos Aires y Chile. EnvlO con él al doctor Cortés
de Madariaga, canónigo de Chile, el mismo que junto con Miranda con-
tribuyó a la 1 sublevac~ón d~ <:aracas, y.r0 invistió c?n el título de pro minis-
tro general. El debla resldlI en la Isla de Jamatca, uno de los primeros
1. Para la figura de Madariaga, y también para una puntualización de sus tratos
con Aury, véase N icolás Perazzo : José Cortés de Madariaga.

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establecimientos ingleses en las Indias Occidentales; con él cómodamente
se comunicaría Aury, cuyas operaciones debían influir mucho en la libera-
ción del vecino continente de América. Este ministr0 2 representaba a su
gobierno, y el general Aury debía depender de él en todo lo referente al
objetivo que se había propuesto el Directorio Supremo, o sea, la liberación
de Venezuela, Tierra Firme, Granada y las provincias del interior.
Se embarcaron las tropas a las órdenes del comodoro Packer, nativo de
Nueva York, Estados Unidos, pero subordinado al general en jefe de la
expedición. Zarpamos con el ministro Cortés, entre repetidas salvas de ar-
tillería, del puerto de La Ensenada, situado en la ribera jzquierda del gran
Río de la Plata, y cruzando hacia la costa septentrional, debido a la an-
chura de este río, después de tan sólo dos horas, pudimos descubrir tierra;
dejando a nuestras espaldas Montevideo y Manaclo 3 , empezamos a costear
el Paraguay," las largas costas del Brasil, las Guayanas Holandesa y Fran-
cesa, y pudimos realizar una navegación bastante diferente de la anterior, ya
que frecuentemente tuvimos a la vista la inmensa tierra, que ora se presen-
taba en forma baja y llana, ora con espesas selvas, ora recubierta por hó-
rridas montañas, y a menudo encontrábamos las desembocaduras de los
grandes ríos que bañan por todas partes estas comarcas. Resultó esta nave-
gación una de las más bellas que jamás se pueda imaginar. Sólo bajo el
ecuador encontramos muchos más días de calma que a nuestra ida a Bue-
nos Aires, durante los cuales el ardiente sol, que perpendicularmente nos
azotaba con sus abrasadores rayos, nos hacía sentir como en un horno, tan
excesivo era el calor.
No soplaba un hálito de viento y el gran ~éano parecía un cristal,
tan plácidas e inmóviles eran sus aguas. Era necesario regar los barcos
por dentro y mantener siempre mojado el puente, ya que el alquitrán se
licuaba como si estuviese expuesto al fuego. las cortinas estaban corridas,
y sólo de noche lográbamos respirar la frescura que tanto deseábamos
durante el día. Pasamos cerca de la isla de Trinidad y llegan10s a la de
Margarita, donde el general Arismendi, gobernador militar, nos recibió
con cortesía, pero nos rogó que nos alejásemos rápidamente de la isla,
pues temía que los españoles tuviesen conocimiento de las nuevas fuerzas
y para destruirlas atacasen su campamento. Nos dijo que desde hacía me-
ses no tenía noticias de Bolívar, que sus falúas no podían ya entrar al
Orinoco para ir a Angostura, puesto que estaba vigilado por una fuerte
flotilla española, y que temía que la capital estuviese en grave peligro.
Aury y el ministro le ofrecieron actuar juntos para libertar el Orinoco,
pero él manifestó que quería esperar al almirante Brion, que había par-
tido hacia los establecimientos ingleses con toda la flota de Venezuela, a
fin de conseguir armas y municiones para Bolívar, y que, entretanto, él no
actuaría con fuerzas de otras repúblicas, cuyos fines ignoraba, pues no
2. Cada vez que Codazzi nombra al mi/listro, se refiere a Cortés de Madaríaga.
3. Debe ser errata por Maldonado.
4. Por Uruguay.

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había recibido del generalísimo Bolívar ningún aviso de su llegada ; por
lo tanto, declaró que no quería arriesgar la suerte de la república bajo
banderas que desconocía. Pero yo creo que el motivo más fuerte fue su
conocimiento de la enemistad de Bolívar con Aury, y la creencia de incu-
rrir en la indignación del Libertador uniéndose a las fuerzas de este
general.
El ministro quiso partir en un barco inglés que estaba en el puerto,
ir a Jamaica y de allí, más tranquilamente, llegar a su destino, temiendo
que en el camino encontrásemos al enemigo y fuésemos obligados a ba-
tirnos. Dio órdenes a Aury de buscar al almirante Brion y ver si, de
acuerdo con él, se pudiese hacer algo en favor de la república de Vene-
zuela. Costeando las islas de sotavento y barlovento, y pidiendo informa-
ción acerca de la flota de Venezuela, averiguamos que estaba anclada en
una pequeña isla desierta, cercana a la de San Bartolomé, pertenecientes
ambas a los suecos. Encontramos por fin al almirante Brion y fondeamos
en el mismo pequeño y estrecho puerto. El fue el primero que subió a
bordo a felicitar a Aur)': al día siguiente tuvieron una conversación en
tierra, a solas, en la cual trataron de la importante obligación que les
incumbía, o sea, la de salvar a Angostura si todavía se sostenía, o recu-
perarla si estuviese perdida. Aury le comunicó las órdenes recibidas del
ministro, y ofreció para aquella expedición la unión de sus barcos y tro-
pas, siempre y cuando se echase a la suerte cuál de los dos debía asumir
el mando general, ya que se trataba de dos jefes provistos de plenos po-
deres, pertenecientes a dos repúblicas distintas, comandantes de dos fuer-
zas iguales, que no tenían en aquel momento un jefe superior que pudiese
dirigirlos a ambos. Esta unión era de importancia para la república de
Venezuela y el jefe que la dirigiese con acierto ganaría honor inmortal;
rero si uno no se subordinaba al otro, claramente se veía la inutilidad
de la operación. Brion respondió que no podía ceder a nadie el mando
que le había sido confiado por el Congreso de Venezuela y por el Li-
bertador Bolívar, y no quería confiar a la suerte lo que el deber no le
permitía ceder. De nada le sirvió a Aury asegurar que ello solamente se
hacía para la unidad y exactitud de las operaciones, y que aún si le hu-
biese favorecido la fortuna una vez libertada Angostura y reunidos con el
Libertador, él actuaría declarándose jefe de las fuerzas de Buenos Aires
auxiliares de Venezuela, y no como comandante de las de Venezuela. No
fue posible lograr un acuerdo, y Aury, siguiendo sus instrucciones, <e
despidió y partió. Nosotros creímos zarpar todos juntos, y nos sorprendió
mucho ver que los venezolanos se quedaban en el puerto.
Hechas las salvas de saludo, salimos del angosto paso y llegamos
frente a la ciudad de San Bartolomé, donde tuvimos que esperar todo
aquel día r la noche siguiente a un oficial que había ido a tierra firme
para hacer lavar la ropa personal de toda la oficialidad. Ya se había dado
la orden de seguir al comandante, cuando nuestro bergantín de vanguar-
dia, a cinco millas de distancia, vira de borda y, a velas forzadas, con la
señal de "enemigo a la vista", corre hacia nosotros. En todos los barcos

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se repetía la orden de prepararse para el combate naval dado por el co-
mandante en jefe, cuando el capitán del bergantín Amazonas nos grita
con su bocina que los españoles giraban detrás de San Bartolomé. Tal
noticia y la contestación de Aury nos llegaron al mismo tiempo: "Corred
a Brion y decidle que se dé a la mar". Buen velero, el bergantín hendía
con rapidez las olas y dejaba tras sí una larga estela; mientras tanto, nos-
otros, vueltas las proas, preparados para la batalla, corríamos en socorro
de la flota de Venezuela que, sin nuestro aviso, debido a aquellas coin-
cidencias que a veces deciden también en los campos de batalla los más
grandes destinos, estaba irremisiblemente perdida, ya que los españoles,
ocultos por la larga isla de San Bartolomé, llegarían sin ser vistos frente
al estrecho puerto, y ahí quedarían aniquilada la fuerza marina de Bolí-
var y, con ella, los medios, armas, hombres, y municiones para proseguir
la campaña; el pequeño arrecife, que forma una isleta de tres millas de
diámetro, habría sido la tumba del honor de la marina venezolana. Mas
el experto capitán del Amazonas, sin entrar en el estrecho puerto, pasan-
do lo más cerca que pudo, disparó un cañonazo y gritó: "iCortad las gú-
men?-s, llegan los españoles!". Todos pueden imaginarse cuán grande
confusión se produjo: quien estaba en tierra, quien a bordo de otros bar-
cos, quien se ocupaba en componer las velas, quien las armas, en resumen
había un desorden tal que apenas hubo tiempo de cortar las amarras, levar
las anclas y salir, mal preparados, a combate con el enemigo que ya había
doblado la isla. La primera fragata estaba llegando al lugar cuando vio, en
bello orden, nuestra escuadra, detrás de la cual corría a la desbandada la
de Brion, tratando de organizarse. La fragata española Asia se dehIvo
para esperar su flota, compuesta de una fragata, dos corbetas, ocho ber-
gantines y seis goletas. Nuestras dos flotas, reunidas, se componían de
dos corbetas, seis bergantines y seis goletas; sin embargo, Aury pasó cer-
ca de Brion y le gritó que él estab:t preparado para atacar, y que no había
que demorarse en cañonear, sino atracar e ir al abordaje.
Se había dado orden mediante la bocina (nuestras señales no coin-
cidían con las de Brion) de que Aury atacase a una fragata con su cor-
beta, Brion hiciese lo mismo con la otra, los dos bergantines más fuertes
atacasen las corbetas, y los otros combatiesen libremente. Los ¡hurrar!
que lanzaron repetidas veces los marineros, hacían ver el deseo que tenían
de enfrentarse con la muerte. Los tragos de ron fueron distribuidos, asig-
nados los puestos, dadas las órdenes, y ya no se esperaba sino la señal,
cuando Brion acercándose a la corbeta de Aury (en la cual también está-
bamos nosotros, yo, para comandar la artillería de a bordo, y mi compa-
ñero, la infantería), le manifestó no querer ser e! primero en atacar por-
que estaba demasiado cargado de armas y municiones para Bolívar, y te-
mía además no poder maniobrar con la agilidad requerida; vista también
la desproporción de las fuerzas, pensaba retirarse en orden y, de noche,
sustraerse a la búsqueda de! enemigo. Entonces, nuestro general le dijo

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que más bien hiciésemos rumbo a la isla de la Mona,5 donde estaban dos
de sus barcos abasteciéndose de agua, ya que en esa posición y reforzados
por aquéllos, podríamos arriesgarnos al combate con más ventajas. Nos-
otros formábamos la retaguardia con la corbeta El Congreso, al mando
del comodoro Packer, la cual marchaba a una velocidad tal que, con sólo
dos velas izadas, navegábamos delante de los españoles que las tenían
todas desplegadas. El Asia nos seguía de cerca, alejándose de los suyos
cuando nosotros nos deteníamos a esperarla, pero evitando sobrepasamos;
de día maniobramos así, mientras que al caer la noche tratamos de man-
tenernos en comunicación mediante faroles y continuas señales. A la ma-
ñana siguiente pensábamos ver al enemigo cerca de nosotros, pero, aun-
que los vigías explorasen el horizonte, no lo divisamos. Cerca del medio-
día llegamos a la Mona donde nuestros barcos nos salieron al encuentro
y, todos unidos, anclamos frente a esta pequeña isla. Aury fue a visitar a
Brion para intentar nuevamente llegar a un arreglo, pero con resultado
negativo; éste, después de recoger unos hombres que había dejado en tie-
rra, salió con sus barcos rumbo a Margarita.
Nosotros hicimos velas hacia la isla de Santo Domingo y, para repo-
nernos después de tan larga travesía, atracamos en la ciudad de Los Cayos,
perteneciente a la república de Haití, cuyo presidente era todavía Petión.
La población de esta isla estaba dividida en tres gobiernos. Una parte, cuya
capital era Santo Domingo, pertenecía al rey de España. En otra, manda-
ba Cristóbal, hombre negro, que tenía su palacio en la ciudad llamada
Cabo Francés; todos sus súbditos eran negros, y formaban un reino de nu-
merosos soldados que continuamente hacían guerra a la gente de color de
la tercera parte de la isla, entonces gobernada como república por el pre-
sidente Petión, cuya residencia estaba en la ciudad de Puerto Príncipe.
Después de la muerte del fiero Cristóbal, tocó al presidente Boyer, que
había reemplazado al extinto Petión, reunir estas dos partes de la pobla-
ción en una sola, bajo la denominación de república de Haití. Esta isla
es, después de Cuba, la más grande de las Antillas. Sus altas montañas,
que se elevan por doquiera, yermas en la cumbre, altas como nuestros
Alpes, tienen las laderas cubiertas de tupidas selvas; más abajo, se encuen-
tran risueñas colinas donde los colonos tenían sus grandes moradas, con-
sistentes en grupos de pequeñas chozas para los esclavos, en medio de las
cuales se erguía la casa paternal, construida en piedra, rodeada por molinos
de vIento y magníficos acueductos para los ingenios. Muchos y caudalosos
rlos bañan esta hermosa región. Admiré con placer, por primera vez, los
productos de la naturaleza que, paso a paso y a cada instante, presentá-
banse ante mis ojos, siempre nuevos y bellos. Surgen aquí vastos cultivos
de caña de azúcar cuyas hojas amarillentas, bajo los rayos del sol, parecen
doradas; les sirven de hermoso contraste las hileras de plantas de algodón,
cuyos frutos parecen copos de nieve. Son también admirables las planta-
ciones de café, con sus frutos parecidos a otros tantos corales; es sorpren.
5. Una de las pequeñas Antillas, situadas cerca de Santo Domingo.

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®Biblioteca Nacional de Colombia
dente el plátano por sus grandísimas hojas y por su fruto que, en estas
comarcas, suple ordinariamente al pan; una pequeña plantación dura más
de cien años y es suficiente para el consumo de una discreta familia, sin
necesidad de trabajarla más. Los campos están adornados, durante todo
el año, de flores, frutos maduros y verdes, y la vegetación tiene siempre
el mismo vigor. Se cultiva también el ananás, el fruto más saludable y
bueno de América, así como el árbol que produce el anón, que pueden
comer también los enfermos y tiene forma de un corazón de buey, de cás-
cara verde y pulpa blanca. La papaya, entre escasas hojas, tiene en la ex-
tremidad del tronco muchos frutos amarillentos, de sabor parecido a nues-
tros higos. El bello tamarindo, con cuya pulpa se hace una refrescante
bebida, compite con el mango, cuyos frutos se asemejan algo a nuestros
duraznos, pero tienen un sabor bastante diverso y son muy jugosos. Es
maravilloso el árbol del cacao, con su fruto a manera de sandía, que en-
cierra las almendras cIue sirven para la preparación del chocolate. Cultívase
el tabaco, el maíz, las papas, algunas de las cuales son dulcísimas. 6 Tam-
bién se usan como pan las raíces tostadas de mandioca, así como los tu-
bérculos del ñame, que se comen mucho. Los habitantes prefieren el plá-
tano y estas raíces al pan, aunque sea el más sabroso y blanco que se pueda
imaginar. Los árboles que producen el pimiento de varios colores, amarillo,
verde y rojo, son frecuentes y silvestres como los naranjos. Se cultiva es-
casamente una planta semejante a nuestro trébol, de flores rojo violáceo,
sin perfume, que s.irve para la extracción del añil. Asimismo prospera la
vainilla cuya planta, sarmentosa y sinuosa como la vid, está embellecida
por pequeños capullos rojos, sostenidos por hojas muy gruesas de un verde
pálido que adornan al fruto semejante al racimo del banano, pero más pe-
queño. Aquí nacen y se propagan por sí solos el melón, la sandía, los ajíes
verdes, amarillos y rojos, muy picantes. Es sorprendente el cultivo del arroz,
que se lleva a cabo en las altas montañas, donde crece por las densas nubes
que sobre aquellas cumbres dejan sus vapores, y por los grandes rocíos de la
noche. Hay por doquiera mud1as tunas silvestres, áloes y todas aquellas
especies de plantas con y sin espinas que en nuestros jardines sirven de
ornamento y se conservan en invierno, en los invernaderos. El clima, en
estas regiones, es siempre igual; el invierno se reconoce por bs continuas
lluvias y terribles huracanes que a veces azotan estas islas en los meses de
agosto, setiembre y octubre. Pero en estos intervalos no se siente el fria ;
solamente el aire es un poco más fresco por los vientos y las lluvias. Du-
rante el resto del año las brisas marinas hacen más soportable el calor que,
de otra forma, sería tan fuerte que la raza humana a duras penas podría
vivir aquí.
En las playas hay muchas tortugas que depositan sus huems, de sa-
broso gusto, en la arena ; las hay de tamaño desmesurado y algunas pesan
más de ochenta libras, sin la concha que es durísima. Se hallan igualmente

6. Evidentemente se refiere a las batatas.

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®Biblioteca Nacional de Colombia


muchos crabes,7 especie de grandísimos cangrejos, los cuales viven en unos
huecos que hacen, en las tierras arcillosas, para recoger las aguas de lluvia.
Estos animales salen solamente de noche, y se capturan a la luz de las
antorchas. Hay también ratas de monte, buenas para comer, grandes como
un gato y con el mismo aspecto del ratón; viven comúnmente en los ár-
boles, al igual que la iguana, sabrosÍsima y similar a un gran lagarto de
dos palmos de ancilO y ocho de largo; tiene los mismos colores que aquél
y la espina dorsal dentellada, en forma de sierra, con una pequeña cresta;
es un anfibio muy veloz, se zambulle en el agua y pone sus huevos en
cuevas cercanas a los árboles. Hay varias serpientes, algunas venenosas, la
más grande es la boa, rara en nuestros días. En los ríos viven muchos
cocodrilos, llamados caimanes, que devorarían seguramente a quien se
atreviese a bañarse. Los mares están poblados de tiburones, ávidos de
carne; cuando a bordo de un barco se encuentra algún enfermo, se dirigen
hacia él, lo siguen dura nte todo el viaje, y diríase que lo hacen atraídos
por el olor.
Es asimismo notable la cantidad de peces voladores, siempre en tro-
pel; al ser perseguidos por peces más grandes se alzan de las olas y, con
alas sutiles como un delgadísimo y transparente cartílago, vuelan unos
doscientos pasos a la altura de diez pies sobre el nivel del mar, sumergién-
dose luego. Los habitantes, si logran capturarlos, los cuelgan en sus casas;
se parecen a nuestro pez blanco. En estos lugares abundan las ostras, adhe-
ridas a los mangles, que son una especie de árbol tOltuosO, de ranlas abi-
garradas, que nace en las aguas cercanas a las orillas del mar o de los
ríos. Muchos son los peces que pueblan estas aguas, entre ellos los dora-
dos, muy grandes r vistosos por sus vi\'os matices dorados; son gustosísi-
mas de comer, al igual que unos parecidos a las rayas, que en la cola tienen
una sierra y con ella, apenas se les captura, tratan de herir al opresor. En
los arrecifes viven camarones, grandes como las langostas de Noruega.
En la isla hay gran número de palmas, principalmente cocoteros: sus
frutos nutren y apagan la sed, su corteza sirve para vestir, y con las hojas
se cubren las chozas. Otra especie se parece mucho al cocotero, pero es
más alta, r en su cima encierra un bulbo que tiene el mismo sabor de la
col. Una tercera especie, en forma de abanico, sirve para protegerse de
los rayos solares }' para cubrir las casas. No hablaré de tantas otras, de
singular belleza y extrañas formas, que han sido descritas ya por los na-
turalistas. Tanlbién se encuentran aquí el cedro dulce, el sasafrás, la casia,
árbol casi igual a nuestro nogal, con un fruto del tamaño de un plato
achatado, negro rojizo, lleno de una pulpa jugosa, }' el guayacán, cuya
madera es negra}' dura como la del arará.'

7. Cl.lb es YOZ ffantesa que indica el cangrejo de mar, o cámbaro


8. Varias veces (pp. 94. 112, 115, 154), Codazzi se refiere al artlcá, o araclJ,
descnbiéndolo como un árbol de madera negra r dura. ~e conoce en Ve -
nezuela la palmera. "araque" (Socra/ea ¡JiJca, según Lisandro Alvarado) ,
pero no ha)' segundad de que sea aquélla a la cual alude Codazzi. ;-";os

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®Biblioteca Nacional de Colombia
Abunda el manzanillo cuyos frutos, parecidos a manzanas, invitan
con su fragancia a los incautos a comerlos, y morir luego, tal es la poten-
cia de su veneno. Son muchos los árboles, frutos, hojas y flores veneno-
sas, razón por la cual el europeo en estos países debe ser muy cauteloso.
En la isla hay muchas aves, y en sus costas también abundan unas mari-
nas semejantes a grandes palomos, completamente blancas y muy fáciles
de capturar cuando se posan sobre algún barco: por esto se las llama
bobas. 9 Se alimentan con peces y proliferan en los arrecifes y en las pe-
queñas islas desiertas, muy frecuentes aquí. Hay asimismo garzas, todas
blancas, con altísimas patas; siguen a su rey, completamente negro, que
marcha siemp re adelante. El pájaro llan1ado cardenal es admirable por su
roja cabeza, y el turpia! anaranjado, con plwnas negras r amarillas, canta
muy bien. Las verdes cotorras y los multicolores papagayos vuelan en tropel.
En esta isla habitan pocos blancos, rew1idos particularmente en la
parte que pertenecía a los franceses. Los negros, que por largo tiempo
habían estado sujetos a Toussaint Louverture y al emperador Dessalines,
se sublevaron en armas contra sus runos y después de masacres, incendios
y atroces episodios en las ciudades, aldeas y cabañas de los esclavos, se
convirtieron en dueños absolutos, r se repartieron las pertenencias de los
colonos franceses. La historia detalla muy bien en qué modo cruel y
bárbaro eran tratados, y su manera aún más inhlunana de vengarse de los
malos tratos recibidos y hacerse libres. Este pueblo presenta Wla mezcla
de colores y matices más o menos oscuros: su piel es bronceada, o color
del ébano, o cobre tendiente al gris, según las diferentes uniones entre
blancos y negros, que han generado a los mulatos, mestizos y cuarterones;
todos ellos se denominan gente de color. Estos y los negros monopolizan
hoy día el comercio, }' ahora son funcionarios, magistrados, dueños de fin-
cas, los que antes eran todos esclavos.
Por la falta de educación y por el yugo de la esclavitud, del cual
hace tan poco se han liberado, la ignorancia es entre ellos general; pero
descubrí en esta gente un discernimiento tal que los capacita para apren-
der rápidamente, a menos que el orgullo y la vanidad les hagan desdeñar
la enseñaJ1Za. Visten con lujo, son engreídos, dados a las mujeres, al
baile y al juego. Son despiertos, ágiles }' buenos soldados, pero tan fogosos
que a menudo necesitan de alguien que los frene. Generalmente el negro
y el hombre de color son muy listos y astutos ; se ayudan recíprocamente
en la necesidad, con una cordialidad notable. Las mujeres nacidas en
climas cálidos son de temperamento ardiente; las negras son muy pulcras,
de fisonomía y silueta interesantes, pero sin gracia, sin buenos modales,
sin dulzura, y la lubricidad constituye todo su encanto. Las mestizas son
indolentes, caprichosas, astut:J.s ; pero si alguien llega a interes:ules, se

parece más bien que es ta vez podría correspo nder al ,¡rak" de los antiguos
parecas, cu}'a madera era usada en la cons trucción de patucos, al cual se
refie re también Gil ij (, éase Lisa nd ro Ah-arado: GI"sa.io. pp. ?7 r 28 1-282) .
9. Es el páj aro bobo.

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®Biblioteca Nacional de Colombia


presentan llenas de gracia, languidez, amabilidad, sentlmlento y de toda
la coquetería posible, para estimularlo a una correspondencia libidinosa,
para la cual sólo viven. Sin embargo, se encariñan con él. La mayor parte
de las mujeres de color, en todas las Antillas, son concubinas de los colo-
nos negociantes, quienes las conservan mientras les sean fieles y se com-
porten con el interés y ternura necesarios para la vida familiar; de otro
modo, las repudian, asumiendo, sin embargo, la obligación de mantener
a los hijos hasta la edad en que puedan desenvolverse por sí solos. Esto
no perjudica ni el honor ni la reputación de las muchachas, que enseguida
encuentran otro marido, puesto que la criolla, si es tratada duramente, no
tiene dificultad alguna en volver a la casa paterna manteniendo su buen
nombre para buscar nuevas conquistas.
La coshlffibre de estos matrimonios ficticios es tan cómoda que la
mayor parte de los habitantes vive de esta manera, y hay quienes están
muy contentos por la facilidad de disolverlos, en caso de volverse inso-
portables. Cuando un hombre se une a una mestiza, le regala un lecho
y el mobiliario de una habitación; si ella ya lo posee, le suministra el
equivalente en dinero. Es también peculiar cómo la gente de color sepulta
a sus muertos; para tal evento, se reúnen todos los parientes y amigos y,
en el cuarto contiguo a aquel donde yace el difunto) se come, se baila, se
bebe, mientras en la habitación del muerto se cantan himnos y se reza.
Este jolgorio dura toda la noche, y al dh siguiente entregan el fére~ro
a los sacerdotes, los cuales con las acostllffibradas oraciones lo acompañan
hasta la tumba. Tienen una especie de danza que llaman el karabine, que
es ejecutada por una fila de hombres y una de mujeres; estas últimas,
bailando al compás, ora se acercan, ora se alejan de sus compañeros con
mucho donaire; hacen movimientos y gestos que indican sucesivamente
enojo, desprecio o amor. Al cobrar fuerza la música expresan con más
ardor tales sentimientos, introduciendo en el baile, de tanto en tanto,
ciertos movimientos sensuales que encienden aún más la fantasía de los
hombres, y terminan por abrazarse y besarse, reanudando luego la danza.
La ciudad de Los Cayos es grande y tiene un puerto bien guarnecido:
las casas son limpias, de un solo piso, construidas de madera y piedra.
Todavía se ven los restos quemados de un hospital militar, vestigios de
la cruenta guerra. La población, numerosa, comenzaba entonces a dedicarse
a la navegación, al comercio, a las artes, y a la cultura; durante cierto
tiempo, careció de brazos que se dignasen manejar la azada debido a lo
compenetrados que estaban con el cambio acaecido, y pasó bastante tiempo
antes de que se diesen cuenta de su error. Fue menester promulgar sabias
y rigurosas leyes a fin de hacer nuevamente prosperar el cultiyo, que
habían abandonado, porque creían que el nuevo título de hombres libres
los dispensaba de viejos menesteres serviles que prestaban a los colonos
aunque, en el nuevo orden, el beneficio del trabajo les perteneciese por
completo.

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®Biblioteca Nacional de Colombia
(jno de los últimos retratos de Codazzi

®Biblioteca Nacional de Colombia


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Golfo de MéxicO' paIses cercanos
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Provincia de Panamá, Chocó, etc.

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Después de pasar alegremente unos días en tierra, hicimos vela con
toda la división hacia las pequeñas islas llamadas Las Rallas/O habitadas
solamente por pájaros bobos. Al acercarnos a ellas, enviamos a tierra un
oficial en una chalupa, para ver si allá había algún vestigio de fuego
y si en sus alrededores encontraba una botella, colocada según el código
militar. En efecto, el oficial regresó con la botella en cuyo interior ha-
llábase un mensaje de uno de nuestros capitanes, que ya se había ido para
Jamaica, quien escribía que el ministro deseaba que toda la división se
trasladase al puerto de Kingston, capital de aquella isla. Durante 1:1
navegación, encontramos un buque mercante español, con una carga de
madera, proveniente de San to Domingo y con rumbo a Veracruz; tal
encuentro le sugirió inmediatamente al general Aury la idea de adueñarse
del fuerte de San Juan de Ulúa, por medio de ese buque. Su plan con-
sistía en llenarlo de recios soldados y, con nuestros marineros, enviarlo
a Veracruz, seguido por toda la división. Luego dejarlo solo cerca del
puerto y tratar de que entrase en él al anochecer, cuando los oficiales
aduaneros acostumbran amarrar los navíos a los gruesos anillos que se
encuentran en los muelles y poner guardias para sellar las escotillas, de-
jando para la mañana siguiente la necesaria inspección. Nuestros marine-
ros, durante la noche, debían ocuparse convenientemente de los guardias,
hacer salir a los soldados escondidos y, con el favor de la oscuridad,
acercar el buque a los muros halando la cuerda con la cual estaba ama-
rrado. Entonces saltarían osadamente a los muelles, para aniquilar la
guarnición sorprendida y, en gran parte, dormida. El plan era arriesgado,
mas, según las observaciones del capitán español, nuestro prisionero, podía
tener éxito. Llevándonos ese barco fuimos a Jamaica, donde toda la
división fue recibida con las salvas de costumbre. Anclamos en Puerto
Real, en el cual se encontraban más de veinte buques de guerra. Un gran
fuerte y excelentes baterías protegen el canal que lleva los buques mer-
cantes hasta Kingston, ciudad comercial, ya que el gobierno reside en
Spanishtown. Ambas ciudades son bellas y grandes, ubicadas en la pen-
diente de una colina, con rectas avenidas y edificios totalmente de ma-
dera, muy elegantes, limpios y decentes. La gran cantidad de almacenes
de Kingston, recubiertos de hojalata, llenos de toda clase de mercancías
provenientes del nuevo mundo, de Europa y de las Indias orientales,
atestiguan claramente que tanlbién aquí, como en Londres, hay soberbios
puertos. El ajetreo de la gente, la cantidad de buques mercantes que van
y vienen, cargan y descargan, demuestran el comercio y la actividad de
este lugar. Tanta es la muchedumbre de las calles, que a uno le parece
estar en una gran ciudad europea; hay tanlbién elegantes carrozas, mu-
chos calesines y landós. El clima, la estructura de las montañas y los

10. "Ranas: bajo de peñas de la mar del Norte que se compone de seis islotes,
y está entre la punta de Morante, de la isla de Jamaica, y la cabeza del
oeste de la de Santo Domingo, en 299 grados de longitud Oeste y 17
de latitud Norte". (Alcedo : Diccionario G eográfico).

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productos de esta isla, son los mismos que los de Santo Domingo, que
ya describí antes. La guarnición está formada por tres mil hombres, sin
incluir a las milicias; hay además una estación marítima con veinticinco
navíos de guerra, apenas suficientes para contener a los esclavos, los cua-
les son más numerosos que los blancos, quienes constituyen la clase de
los colonos y de los comerciantes de esta floreciente isla.
El general bajó a tierra y al día siguiente lo hizo toda la oficialidad,
en uniforme de gala, para honrar al ministro, a nuestro jefe y a la re-
pública. El doctor Cortés de Madariaga no aprobó el atrevido plan de
Aury, sea porque no era aquella la región que debíamos ocupar, sea
porque no habríamos podido mantenerla, por encontrarse todo México
en poder de los españoles. En realidad, el general no pensaba establecerse
allá, sino exigir una fuerte contribución y poder combatir mejor el ene-
migo con su mismo dinero; sin embargo, tuvo que someterse a su supe-
rior y dirigir sus operaciones hacia las islas pertenecientes a los espail01es,
ubicadas casi frente a Portobelo, a tres días de Jamaica, que se llamaban
Santa Catalina, Vieja Providencia, San Andrés y Mangles. Debía esta-
blecerse allí con sus fuerzas, guarnecerse y esperar ulteriores órdenes,
ajustadas al caso y a las circunstancias. Esos lugares debían ser puesros
en condición de defenderse, y, al mismo tiempo, convertirse en nuestra
plaza fuerte de donde, posteriormente, ramificaríamos nuestras operaciones.

NOTA: Consta en la hoja de serVIDO y en la patente de capit:1O efectivo de


artillería. con fecha 6 de jlllio de 18 18

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CAPITULO VIII

Toma de las islas situadas frente al Istmo. Descripción de Santa Catalina y Vieja
Providencia, clima y productos. Construcción de fortificaciones. Un huracán des-
truye los navíos anclados en la costa. Horribles consecuencias. Expedición de Mat
Gregor a Portobelo. Salida de PI'ovidencia y conquista de San Felipe y de Izábal 1
en el golfo Dulce. Botín recaudado, toma de un b,.ick de guerra y arribo a Bélice. 3
Salida hacia la isla de Cuba. Toma de varios barcos de guerra y llegada a Jamaica.
Mi destinación a Tierra Firme. Amenaza de Aury a Portobelo y regreso a Vieja
Providencia

Con poco esfuerzo nos adueñamos de todas las islas, porque a nuestra
llegada los pocos españoles que allí estaban emprendieron la fuga; sin
tener que disparar, ocupamos las islas Providencia y Santa Catalina, se-
paradas por un pequeño estrecho, que juntas forman un puerto grande
y bello, con posiciones adecuadas para la fortificación. Antiguamente los
españoles tenían en ellas un presidio y una prisión para todos aquellos
que el gobierno de Panamá consideraba delincuentes. Aquí el famoso jefe
filibustero Margan, más tarde gobernador de Jamaica, reunió a sus espías
y guías, para penetrar en Panamá. Desde aquí envió su vanguardia a la.
toma del fuerte de Chagres, mientras él se internaba por el río que lleva
el mismo nombre hasta Cruces, 3 para luego tomar y saquear a la antigua
ciudad de Panamá. En la lejanía se divisa un escollo en forma de cabeza,
que los habitantes dicen ser la de Margan.
Los fuertes que los españoles tenían allí estaban demolidos, y apenas
se reconocían los cimientos, recubiertos por plantas, espinas y tupidas
malezas. El terreno es montañoso, con pocos caminos O veredas que dan
vueltas por rocas dentadas inaccesibles, sin un solo árbol. Más abajo hay
1. En el texto italiano lIabell.;¡ por 1zábal.
2. En el texto italiano La Valiggia por Bélice.
3. Pequeña aldea a orilla del Chagrc:s, antiguamente rica y poblada por ser
punto de cruce del tráfico entre Panamá y Portobelo.

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tupidas selvas llenas de unos arbustos que se llaman en inglés cocksbergh,"
debido a las muchas espinas colocadas a lo largo de las ramas a manera
de espuelas de gallo. En ellos se anidan ciertas hormigas simihres a las
nuestras, de color rojizo, y si al pasar alguien agita una sola hoja, se
precipitan por millares sobre él, y penetr:l11 en su piel picando con tanta
fuerza que allí mueren. El dolor que da su picadura y la hinchazón que
se produce en la parte afectada son tan fuertes que un hombre en estas
selvas no puede resistir una hora sin morir de espanto y de dolor. Estos
animales eran nuestros más fieles aliados y nuestros verdaderos centinelas,
ya que estábamos seguros de que el enemigo se vería obligado a presen-
tarse por los caminos, pues no podía sorprendernos por la espalda :J
través de los bosques, ni de los montes .
Varios ríos recorren las islas }' llevan agua perennemente límpid a y
buena. Muchos colonos, la mayor parte ingleses, estaban establecidos aquí,
con una cantidad de negros que cultivaban café, algodón, caña de azúcar,
maíz, tabaco, plátano, mandioca, yucas,5 ñame, batatas, así como también
anones,6 mangos, piñas, lechosas, tan1arindos, ajíes, naranjas, sandías, pi·
mentones, cocos, encontrándose además la palma de abanico, el guayacán,
el manzanillo, el mangle y las lianas, especie de plantas parásitas que se
retuercen alrededor de los árboles, suben a sus copas, cuelgan perpendicu·
larmente hasta la tierra donde se enraízan, se alzan a otras ramas} y aun
transversalmente se enredan de tal manera llue los bosques parecen atados
por estas plantas, que los hacen impenetrables; las hay de tres palmos de
grueso. Se utilizan para las casas, y las más pequeñas tienen muchos usos,
pues son muy resistentes y sirven como cuerdas.
Viven en pequeños pueblos de cab::úias formadas con aquellas lianas,
entrelazadas de manera que el aire entre por todas partes, y cubierta~
por una paja llamada hierba de Cbinca,1 que crece muy tupida, más alta
que un hombre y medio, y es semejante a nuestra :lYena; sin embargo,
no produce ninguna espiga; cua.i1do está verde aún, los caballos la comen
con glotonería y sin necesidad de otro pienso se mantienen gordos y ro-
bustos con ella.
El mobiliario de las casas de los negros consiste en un lecho formado
por cuatro horquetas planteadas en tierra, sobre las cuales se asientan dos
bastones que a su vez sostienen a muchos otros, atados con lianas, como
un enrejado; sobre él se coloca un jergón hecho con hojas secas de plá-
tano atadas juntas, recubierto por una estera, que completa el lecho; una

<l. Con toda probabilidad Codazzi transcribe erróneamente la voz inglesa Coks·
PUT, que indica una especie de acacia.
5. Es probablemente una alusión a la yum dulce y a la ruca amarga.
6. En el texto italiano cara=%, corrupción de la "oz española corosol, o de
la francesa cOI·oHol. Es el anún.
7. Chil1ca, si es \'oz italiana, se leeria Kioca, y podría ser errata por K inea.
¿Es acaso la "paja de Guinea" (Pal1imm maxilllflm) conocida también 0\-
mo gamelote o camalole? Véase Pérez Arbe!áez: Plan/.u tÍtiles de Co.
lombia, p. 405.

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banqueta de madera, y varias vasijas parecidas a calabazas, producidas
por un árbol. Tienen el fogón en medio del cuarto, formado por dos o
tres piedras, y el humo sale por doquiera, pues las paredes son como la
trama de una cesta.
Las casas señoriales elévanse en medio de las cabañas de los negros,
y son todas de maderas bien unidas, con puertas y ventanas, buenos lechos,
sillas y un seibó, o especie de alacena, sobre el cual hay vasos de varios
tamaños, botellas de licores fuertes, tarros de azúcar, y limonadas siempre
listas; apenas uno entra en sus casas, lo conducen al seibó, y hay que
beber con el señor. Esta costumbre proviene de los colonos ingleses, gran-
des amantes de los licores espiritosos, de los cuales, aun en climas tórridos,
hacen un uso inmoderado. La mayor parte de los colonos son criollos
de Jamaica, y muchos, gente de color. Tienen esposas al uso de las An-
tillas, es decir, concubinas, por cuanto las circunstancias lo requieren. El
aire es sano y saludable y el clima muy caliente, pero refrescado por las
brisas continuas del mar.
Encuéntranse en estos bosques una cantidad de tortolitas y de palo-
mas silvestres, así como también de iguanas, especie de grandes lagartijas.
Estas son tan buenas que las llaman las gallinas de la Providencia, pues
su carne, por el sabor y el color, puede compararse a la de ellas. Los
peces son abundantes cerca de los vecinos escollos que rodean a Provi-
dencia y Catalina y se extienden en un área de muchas leguas, por lo
que de noche jamás hay peligro de ser sorprendido por el enemigo.
Ciertamente, éstos eran para nosotros los mejores puestos de avan-
zada y de vigilancia que hubiésemos podido desear. La entrada al puerto
es estrechísima, y se requiere un hombre muy práctico o un piloto de la
isla para pasarla, de otra manera se corre el peligro de chocar con los
escollos que apenas se distinguen a flor de agua. En el lugar por el cual
deben pasar los barcos, que está cerca de la isla Catalina, se fabricó un
fuerte con el nombre de Libertad, que tenía cerca una batería llamada
Nacional; frente a él, en la punta más prominente de la isla Providencia
fue leventado un reducto llamado de la muer/off, y más arriba, en la cima
del monte, el fuerte Inconquistable, detrás del cual estaba un campamento
con el mismo nombre. Hacia el sudeste de la isla había otro campamento
llamado El americano, con buenos reductos y fortificaciones, y entre estos
dos se encontraba la batería El relámpago, con el reducto El rayo, que
defendían el carnina de tierra. Yo fui encargado de los trabajos de varias
fortificaciones, y también mi compañero se ocupó de su construcción coo
gran cuidado, actividad y fatiga. Muchos negros locales y todos los sol-
dados y sus oficiales trabajaban en estas obras, de modo que en poco
tiempo, donde antes había bosques, se vieron reductos, baterías y fortifi-
caciones que tenían cañones de grueso calibre.
En aquel período se supo del campo de refugiados organizado por
el general Lallemand en la isla de Galveston, en el golfo de México, y
Aury envió inmediatamente al general un despacho, pidiéndole que con
todos aquellos bravos se uniese a él, que de buen grado y a justo título,

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le daría el comando de parte de las tropas terrestres, y así lucharía
también por la liberación de la Nueva Granada; pero el general Lalle-
mand tenía otro plan y no quiso aceptar; después tuvo que abandonar
aquel lugar y sacrificar a los infelices que estaban con él.
Mientras en Providencia todo era movimiento y trabajo para cons-
truir un lugar de defensa y una plaza fuerte, un huracán terrible nos
sumió en la más triste situación. En una noche se soltaron todas las
anclas, y los barcos fueron arrojados sobre la costa, algunos hasta a cin-
cuenta pasos de la orilla. El mar aterrorizaba con su rugir y las olas lle-
gaban hasta alturas donde jamás habían subido. Una lluvia abundantísima
y continua acompañada de truenos y de constantes rayos hacía aún más
pavoroso el ambiente. Muchas barracas fueron arrasadas por el viento,
muchos árboles arrancados, y algunas de las fortificaciones comenzadas
fueron derribadas. El viento y la lluvia duraron doce días ininterrum·
pidos: las planicies se habían convertido en valles, los ríos inundaban
los campos, y por lo copioso del agua y el ímpetu del viento era impo·
sible estar al descubierto. Pero los efectos de ese terrible suceso no se
limitaron a esto. Fuimos reducidos al último estado por una epidemia
ocasionada por el mismo huracán y por la humedad, a causa de la cual,
tillO después de otro, en pocos días caímos enfermos y no teníamos quien
nos socorriese con medicinas, que por otra parte se habían perdido con
los barcos o descompuesto con las aguas salobres, ni quien nos atendiese;
todos estábamos moribundos, y los habitantes estaban en la misma situa-
ción. Carecíamos completamente de víveres, y en lugar de los tres barcos
que habían enviado desde Jamaica, vimos llegar a unos pocos hombres,
salvados del naufragio que les ocasionó el huracán.
El hambre, la enfermedad, la humedad, la falta de cuidado nos ha-
cían perecer como moscas. No se encontraba quien transportase a los
muertos, ni quien los enterrase. Todos estábamos en un abandono ge-
neral y aquellos pocos que aún tenían valor para despreciar el mal, e ir
a buscar con qué sostenerse, no podían compartir con los compañeros
10 poco que encontraban. Hasta las hierbas, que se comían cocidas, sin
sal, eran causa de litigios y desavenencias; un día por un puñado de
estas hierbas, empujé hacia el fuego a un amigo que me las había robado:
a tal punto el hambre hace perder todo sentimiento de amistad y huma-
nidad a un bombre ya agotado por la enfermedad. Además de las ma-
lignas fiebres que nos hacían perder el sentido y caer en delirio, nos
oprimían las pestíferas fiebres amarillas. Se añadía a ellas el mal de pian,
que se declaraba externamente a manera de una gangrena lenta y superfi-
cial que hacía caer los miembros a pedazos y sin dolor. El dolor de las
piernas era corriente, y casi todos teníamos unas llagas que engendraban
gusanos. A veces se gangrenaban las vísceras, y cuando el enfermo se
creía curado, una fiebre inflamatoria 10 atacaba y reducía a muerte. A
tantos males se agregó una invasión de insectos, que parecían haberse
reunidos todos en la isla, a causa de la estación. Una especie de escarabajo,

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del color de los chinches y de mal olor, llamado Cltcaracha o ravets, anda-
ba por todas partes, de noche y de día, nos infestaba la cara, y no nos
dejaba dormir. Los escorpiones se anidaban en los lechos de hojas de
banano, cubiertos de esteras como los de los negros; así como también
unos animales de mil patas, amarillos y grises, ambos venenosos y asque-
rosos. El remedio contra las picadas del primero era aplastarlo sobre la
herida, sirviendo sus tripas de contraveneno. Las picadas del otro se
curaban bañando la parte dañada con aguardiente, pero no se evitaba la
fiebre. Los sapos y los ratones entraban por todas partes y llenaban las
habitaciones, junto con crabes similares a grandes cangrejos de la especie
conocida por nosotros; de noche circulaban juntos por doquiera, pululando
y lamentándose como hombres. Arañas de grandísimos cuerpos, peludos,
rojizos, todas venenosas, cubrían en un instante la paja que servía de
lecho, y con sus telas ocupaban toda la casa. Hormigas rojizas y de cuerpo
pequeño estaban en todas partes, y no se podía guardar un poco de azú-
car sino dentro de ,'asos rodeados por agua. Los piojos de bosque, si-
milares a una hormiga blanca, formaban en las casas sus nidos a maneras
de avispas, y destruían en un momento la ropa. Se agregaba la nigua,
menudísimo e imperceptible insecto que se mete en los dedos de los pies
y las manos, principalmente bajo las uñas, donde forma una bolsa que
en dos días se hace del grueso de un garbanzo; si no se les hace salir al
momento, las nignas se reproducen rápidamente, y se difunden por todas
las carnes produciendo gangrena: a menudo ocurre que se debe cortar
los pies y las mismas piernas. Los negros las conocen bien, y se apresuran
en extraerlas íntegramente con una astilla de madera, aplicando luego
a la parte dañada ceniza caliente de tabaco.
Atormentados así por el dima, las enfermedades, los insectos, el
hambre y las privaciones, parecíamos cadáveres andantes; yo también ha-
bía perdido la vista, por la gmn debilidad, y si mi compañero no me
hubiese quitado las armas, acaso habría atentado contra mi vida, por
desesperación. Pero a los pocos días recuperé la vista, se me quitaron
las fiebres y comencé a reponerme, mientras que mi compañero, atacado
por la enfermedad, caía en cama con síntomas terribles. Sin embargo, su
fuerte constitución le hizo superar el mal, y yo le ayudé socorriéndolo
con lo que, en aquellos momentos, pude procurarle.
Finalmente, entró al puerto un barco cargado de víveres, pero los
náufragos marineros, que tenían más fuerza que nosotros, cansados de
sufrir y perdida toda esperanza por sus barcos que yacían sobre la costa,
lo capturaron, y huyeron junto con la guardia que estaba en la batería
de la muerte. Fue entonces cuando, aún convaleciente, me tocó ir de guar-
dia a aquel lugar, donde estuve muchos meses, con otros cuatro hombres
que al igual que yo eran cotidianamente atacados por la fiebre. No por
esto dejábamos de trabajar: durante el día hacíamos cartuchos, por la
noche vigilábamos y pescábamos desde los cercanos escollos para procu-
rarnos buen alimento. :Mi compañero, a una señal convenida, venía a la
batería y participaba en las comidas, compuestas de un poco de pescado

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asado, pues yo temía que si se las mandaba, se las comerían los demás,
tanta era. el hambre que atormentaba a todos.
Al fin llegó otro barco cargado de tasajos, o tiras de carne de vaca
secada al sol y atadas en manojos; quizás por viejas, eran duras como la
madera, pero bien machacadas sobre piedras y sancochadas o asadas cons-
tituyeron para nosotros un plato refinado.
Recobradas lentamente las fuerzas, todos comenzamos a trabajar in-
cesantemente, para reparar los barcos arrojados a la costa por el huracán;
y pareáa imposible que el general Aury, sin los aparejos y las máquinas
necesarias, pudiese mover aquellos grandes pecios. En efecto, el capitin
de un barco de guerra inglés que llegó a nuestro puerto, juzgó irrealizable
tal cosa sin los mecanismos de maniobra adecuados. Sin embargo, los
conocimientos de Aury, su firmeza en la resolución tomada, su coraje
en llevarlo a cabo, su ejemplo en el trabajo, hicieron posible que por
medio de un cabestro plantado en tierra se lograse alzar dos pequeñas
embarcaciones, que, llevad[!s a los lados del barco mayor, sirvieron de
apoyo para levantarlo y lanzarlo a las aguas profundas. Pero no fue po-
sible recuperar los otros, ya del todo arruinados.
Los tres que se pudieron aprovechar fueron reparados lo mejor que
se pudo, y en ellos se montaron los pocos marineros que habían quedado,
ya que la mayor parte había desertado huyendo con pequeños esquifes
hacia las costas de tierra firme.
En estos momentos llegó en un bote el general Mac Gregor, quien
dijo que había conducido desde Londres un convoy de barcos mercantiles
con ochocientos soldados y oficiales ingleses, muchas armas y municiones,
y los había dejado en la isla de San Andrés, donde nosotros teníamos
una guarnición; sabiendo que en Providencia estaba el general Aury, había
venido expresamente para continuar una operación en el istmo, la cual
debía tener por objeto adueñarse de Portobelo, y de allí marchar sobre
Panamá y enarbolar en aquella ciudad la bandera de la República de
Granada. Ya había formado un pequeño Congreso de emigrados que
presidía un cierto Torres de Cartagena. Pero este plan de enarbolar la
bandera de Buenos Aires tenía por finalidad que nosotros, convertidos
en dueños del istmo, pudiésemos operar mejor, de acuerdo con lord
Cocbrane y con el general San Martín, quienes se acercaban a Lima, ca-
pital del Perú, por el mar del Sur.
La llegada inesperada de Mac Gregor fue gratísima para Aury, y
juntos planearon la operación. Sin embargo, Aury necesitaba un mes
entero para poder sacar del puerto sus barcos, debido al mal estado en
que se encontraban. Mac Gregor prometió esperarlo, y mientras tanto
partió para San Andrés. Pero al llegar allá reunió su pequeño Congreso
el cual no quiso acordar la dilación, y fue decidida la partida al momento.
Nosotros, sin tener ulteriores detalles, supimos que todas las fuerzas de
este general habían hecho vela hacia Portobelo. El despacho de nuestro
jefe fue indescriptible, y en verdad su posición empeoraba de día en
día. Faltaban hombres, porque las enfermedades, el hambre y la deserción

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habían reducido el número a sólo trescientos, casi todos convalecientes.
Estaba desprovisto de víveres por haber consumido todos los de la isla
y porque desgraciadamente se habían perdido los tres barcos que desde
Jamaica le había enviado el ministro. Este por fin se enteró de nuestro
miserable estado en aquel establecimiento inglés, por lill barco de guerra
que pasó por Providencia; pero no encontraba quién le proporcionara los
medios para proseguir sus operaciones, y lejos de Buenos Aires no sabía
cómo obtener ayuda para la casi aniquilada y perdida expedición.
Si los españoles hubiesen venido entonces a atacarnos, seguramente
nos habrían destruido, porque teníamos pocas municiones y apenas po-
díamos sostener las armas en nuestras manos; pero quizás creyeron que
nosotros no podíamos reponernos, y nos desbandaríamos como la tropa
del general Lallemand.
Mientras tanto, Aury no cesaba de apresurar los trabajos y las re·
paraciones de los barcos, que por fin fueron puestos en condiciones de
retornar al mar. Una orden del día nos comunicó la partida y ciento
veinte, entre soldados y oficiales, fueron embarcados con poco más de
cien marineros, dejando en la isla sesenta personas casi todas enfermas
y llenas de llagas. El bravo coronel Hirvin, que se había distinguido
en la isla Amelia, encontró la muerte en Providencia. El teniente coronel
Faiquere fue nombrado gobernador, y el teniente coronel Garbans, co-
mandante de la tropa de la isla.
Navegábamos viento en popa cuando encontramos un barco inglés
que formaba parte de los traídos por el general Mac Gregor; nos contó
que éste había desembarcado felizmente en Portobelo, que después de
un combate de varias horas quedó dueño de los tres fuertes que defienden
la ciudad y el puerto, y que en lugar de marchar rápidamente con sus
tropas victoriosas sobre Panamá, se detuyo ocho días en la conquistada
ciudad, de la cual todos los habitantes se habían fugado, y los soldados
se habían dado al saqueo y a la embriaguez. La mayor parte de los ofi-
ciales que los comandaban eran jóvenes inexpertos, que habían comprado
sus grados en Londres, y no sabían frenar a los insubordinados. Su re-
tardo en movilizarse y la poca subordinación que reinaba, permitió al
general español Santa Cruz sorprenderlo de noche y hacer una masacre,
obligando a los pocos que estaban en los puertos a entregarse como pri-
sioneros de guerra. Mac Gregor salvó su vida por saber nadar, ya que
se lanzó al mar y alcanzó un barco inglés; sólo así pudo escapar de
aquella terrible catástrofe.
La noticia disgustó mucho a todos, especialmente a Aury, quien sa-
bía que debería operar en el istmo de Panamá, y tendría que combatir
contra gente envalentonada por la completa derrota de Mac Gregor.
Seguíamos nuestra navegación en las aguas de Honduras, cuando en
la vecindad del golfo de este nombre un viento horrible nos rompió los
dos palos de gavia. El comodoro Packer quería atracar en el puerto de
Bélice, establecimiento inglés en la costa de Yucatán, pero Aury se opuso
vivamente diciendo que todos sus hombres desertarían y que, para po-

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dedo comprobar, sería necesario vender el barco. En efecto, creo que 00
tenía dinero y, por consiguiente, nos acercamos a una isla desierta llamada
El Triángulo, cubierta de densos bosques, donde echarnos abajo los ár-
boles necesarios y, sin gasto, en pocos días estuvimos listos. Mientras
tanto, tratábamos de pescar y de atrapar las tortugas, que en aquella playa
venían a poner doscientos huevos por cabeza. Era necesario hacerlo rá-
pidamente, para que no corriesen al agua, y volteadas con la panza al
aire; así no podían huir, y nos servían de delicado manjar. Advertí que
esa carne, cortada en pequeños redazos, después de veinticuatro horas
palpitaba todavía.
Al salir esta isla navegábamos sin un plan fijo, cuando una barca
de vela latina fue apresada por una goleta nuestra, con los dos hombres
que la conducían, los cuales fueron llevados ante el general. Interrogados,
respondieron que eran del río San Felipe, y llevaban zarzaparrilla a Bélice.
Investigarnos la fuerza española que había en aquel río, su posición, y
decidimos al momento adueñarnos de todo. Este río desemboca en el
golfo de Honduras, luego de atravesar altas montañas recubiertas de
bosques impenetrables. La vigía que encontramos en la desembocadura
estaba compuesta de un cañón y treinta soldados. Nos acercamos al cabo
Tres Puntas, donde anclamos, y un ayudante de campo de Aury fue des-
pachado con una compañía compuesta por tres oficiales, un tambor y
dieciséis hombres. Debía ir adelante para sorprender el puesto avanzado,
pero por la fuerza de la corriente y por no conocer bien la posición, se
encontró frente a la vigía estando ya alto el sol. Los enemigos comen-
zaron a cañoneado; ellos desembocaron, y a través del bosque los sor-
prendieron por la espalda.
Los españoles abandonaron el cañón, y con las piraguas fueron a
llevar la noticia al fuerte que distaba veinticinco millas. Rápidamente mi
compañero y yo fuimos enviados con una compañía bajo mi mando en
refuerzo de la precedente, y al día siguiente llegó el general con toda
la división. La organizó en tres columnas, de dos compañías cada una
y entregó el mando a los comandantes Ferrari, Val; y l'rfarcelín;8 eran
en total ciento veinte hombres. Nos introdujimos en este rápido río, tan
largo como la mitad del Po, aprisionado entre montañas coronadas por
antiguas selvas, sobre cuyos árboles jugueteaban los macacos y los simios,
que parecían acudir a ver nuestras barcas de flameantes banderas, manio-
bradas por soldados vestidos de rojo.
Los papagayos en tropel sobrevolaban el río, que por su situación
es majestuoso. En ciertos lugares fluye entre altas rocas de pura piedra
que parecen hechas a propósito, y ocultan en su parte inferior amplias
grutas, donde el agua gorgotea. La fuerza con que se precipita la corrriente
es imretuosa a tal punto que, habiendo salido por la mañana, l1egan10s
de ooche a la mitad del camioo, donde las montañas terminan ramificán-

8. Constante Ferran. en sus Jl.femorie Pos/ume. nos da la nríantes Ilva l s


y lIforselill lifara.

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dose a la derecha y a la izquierda, y se abre un lecho más amplio que
de trecho en trecho pueblan pequeños islotes, alrededor de los cuales el
río se ensancha y forma una amplia laguna, recubierta por altas hierbas
que impiden poner pie en tierra.
los dos españoles prisioneros eran nuestros guías. Pensábamos atacar
el fuerte de madrugada, pero lo divisamos tan sólo a las siete de la ma-
ñana. Examinada con el largavista la posición, el general, que se había
adelantado con su canoa, comunicó a los soldados que atracarían en un
lugar situado al pie de una batería, que se descubría bastante bien a
simple vista. Entonces, impartidas las instrucciones y dispuestas todas la,
embarcaciones en orden de batalla, a cierta distancia las unas de las otras,
al toque de los tambores y de la música, con gritos de hurra, nos arroja-
mos contra el fuerte y el reducto armado de doce piezas de artillería de
24, que nos lanzaban un fuego muy vivo, pero, por la poca experiencia
de los cañoneros, infructuoso. La fuerza de la corriente del agua, el can-
sancio de los marineros que remaban, el temor al peligro, y el hambre
que los debilitaba, nos mantuvieron durante más de dos horas bajo un
fuego de los más intensos.
Finalmente los pequeños cañones que teníamos en la proa de los
barcos comenzaron a hacer fuego, y yo, avanzando con el mío hacia el
flanco del reducto, disparé un golpe tan acertado que los enemigos se
dieron a la fuga, abandonándolo. Mi compañero y yo entramos entre los
primeros y, reunida nuestra pequeña fuerza, arrastramos un cañón a un
cerro, para hacer fuego hacia el castillo, que en seguida se rindió. Sin
demora perseguimos a los fugitivos, y un buen número fue apresado. Em-
pezó el saqueo y los soldados, desde hace mucho tiempo hambrientos,
encontraron con que saciarse.
Debajo del fuerte había dos goletas inglesas cargadas de añil, y de
un valor de cincuenta mil escudos en algodón, que debían llevar hasta
la vigía, para que un barco de guerra que estaba en la plaza de Omoa
lo transportase a Cádiz. Esto representaba la contribución de la capitanía
de Guatemala que engrosaría el tesoro real, y que el gobernador, p~a
especular, de acuerdo con el comandante del bergantín de guerra, enviaba
en géneros, que serían realizados en Cádiz. Pero su plan había fracasado;
al saber además que en la aduana real de la ciudad de Izábal, distante
doce leguas del golfo Dulce, estaba el resto de la carga, el general Aury
biza descargar las dos goletas y las envió allá bajo las órdenes de Ferrari,
a cuyo lado estaba yo, con dos compañías de cuarenta hombres en total.
Esta ciudad se encuentra en la orilla derecha de un lago profundísimo,
de aguas dulcísimas por la gran cantidad de ríos que recibe, y es el
lugar de arribo de las mulas cargadas de mercancías que transportan por
el camino de Guatemala. Su población es de unas dos mil aImas, y a dos
días de camino hay una ciudad que cuenta con un millar de hombres
aptos para las armas.

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®Biblioteca Nacional de Colombia


Desplegamos las velas a la puesta del sol, y antes del alba estábamos
en Izábal, pero el terror nos había precedido y los fugitivos de San Fe-
lipe habían inducido a los de Izábal a abandonar el país. No encontra-
mos sino un solo hombre, el cual dijo que el gobernador había partido
la noche anterior, con muchas mulas cargadas de dinero; entonces, sobre
cinco caballos que allá encontramos, cuatro valientes y )'0 fuimos en pos
de ellos por la vía de Guatemala, pero como al mediodía aún no los ha·
bíamos alcanzado, decidí retroceder y aproveché para explorar los alre-
dedores. Mi compañero, mientras tanto, había hecho cargar todo lo que
estaba en la aduana, y como aún quedaba algo, escribió al general que él
esperaría el regreso de una goleta para cargar el resto. Tres días perma·
necimos entonces aquí, sin esperanzas de atravesar el golfo por falta de
embarcaciones, y si los españoles hubiesen sido más valientes, no habría·
mas tenido salvación. Llegó finalmente la goleta, embarcamos todo}' arri·
bamos a San Felipe; el general partió con todos los demás y dejó nuestra
columna en esta plaza fuerte durante cuatro días. Al quinto, nos llegó la
orden de retirarnos }' Ferrari hizo volar parte del castillo, obstruir los ca'
ñones y dañarlos, quemar todos los armones, tirar al agua las municiones
que no podíamos transportar, y derribar enteramente el reducto.
Teníamos gran cantidad de prisioneros militares, que fueron distri-
buidos en nuestras tres embarcaciones, ya sobrecargadas con mil ocllocien·
tos fardos de añil. Con este grueso botín nos dirigimos hacia Bélice; sólo
habíamos perdido, por enfermedad, al viejo comodoro Packer, que fue
sepultado en el sitio de la vigía. lo reemplazó Boyer, de Burdeos, hom·
bre experimentado, a quien le habían destrozado una pierna. Estábamos
aún en el golfo de Honduras, cuando encontramos al brick de guerra
español que venia a buscar el cargamento. Verlo, reconocerlo }' enarbolar
la bandera inglesa, fue una sola cosa; se nos acercó sin sospecha, pero
apenas estuvo a nuestro alcance, sin posibilidad de huida, izamos la ban·
dera de Buenos Aires, y con fuertes bordadas y vivo fuego nos acercamos
para abordarlo; entonces, sorprendido, confuso, incapaz de defenderse,
se rindió.
Era tan bello y ligero este buque, que el general quiso subir a bordo
y le dio el nombre de Marte. Se repartieron mejor los prisioneros entre
los cuatro barcos, con los cuales entramos en el puerto de Bé1ice, donde
fuimos muy bien recibidos por el gobernador inglés; esta nación obtuvo
de España el permiso de establecer, en este sitio de la costa de Yucatán,
un establecimiento, para explotar los inmensos bosques de acayú y otras
maderas preciosas. Allí tienen dos barcos de guerra y quinientos hombres
de guarnición. Bélice está toda construid:! en madera y sólo el pequeño
pero profundo y seguro puerto es de piedra. los habitantes son, por lo
general, gente de color, y hállanse pocos blancos. Mucll0S almacenes con
toda clase de mercancía surgen en aquel establecimiento, que con el tiem.
po puede llegar a tener cierta importancia.

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®Biblioteca Nacional de Colombia


Hicimos buenas provISJOneS, y la fortuna, que comenzaba a sonreír·
nos, nos procuró muchos reclutas necesarios para vigibr a los prisioneros.
Zarpamos de Bélice, y ya habíamos cruzado el cabo de San Antonio y na·
vegábamos por el canal de Bahamas, cuando en las cercanías de La H::·
bana, encontramos un bergantín del rey que iba a Veracruz con una caro
ga de municiones de guerra. Aury, que marchaba adelante en el lHarte,
al ver este barco, disparó un cañonazo e izó la bandera española. La es·
truchu-a del navío }' las señales de guerra que habíamos encontrado, nos
hicieron pasar por españoles, pero cuando estuvimos cerca nos identifica·
mos, y en breve tiempo lo capturamos. Le dimos el nombre de Trib/lno;
nuevamente repartimos a los prisioneros, y el número era tan grande que
dejamos más de cien en una pequeña isla desierta de las Bahamas, llevan·
do con nosotros a los oficiales y a los marineros, criollos o de otra nacio·
nalidad, que parecían no desdeñar la causa de la Independencia. Recorri·
do el canal, al llegar al cabo Tiburón encontramos otro bergantín de gue·
rra que iba a Cartagena. Hicimos las señales, ellos nos respondieron y se
acercaron, mas al advertir el engaño, se aprestaron al combate, que duró
pocas horas gracias al bergantín Alarle que los abordó e hizo una carni-
cería. Yo también subí y me introduje en un camarote donde un pobre
viejo encadenado pedía que no lo mataran, asegurando ser un patriota.
Lo salvé del furor de los marineros y lo conduje al general, el cual lo
acogió muy bien. Por la correspondencia que este bergantín llevaba a
Cádiz, descubrimos que Bolívar marchaba sobre la Nueva Granada con un
fuerte ejército, y que aquel viejo, por asuntos políticos, era trasladado de
la cárcel de Santa Fe a la de Ceuta, donde finalizaría sus días. El se lla-
maba Ibáñez, }' en los acontecimientos siguientes se pondrá de manifiesto
su condición. A este nuevo bergantín se le dio e! nombre de Espartano, y
fue enviado inmediatamente a las costas de Cartagena, para tratar de en-
gañar algún otro barco de aquella plaza; provisto de una buena tripulación
se hizo a la vela hacia su destino.
Nosotros nos dirigimos a Jamaica y entramos al puerto de Kingston:
el general, con su estado mayor, bajó a tierra. Allá, con el ministro Cor-
tés de Madariaga, decidieron enviar W1 oficial a tierra firme, para cono-
cer el estado de los asuntos internos y los progresos de Bolívar que, por
las cartas interceptadas, parecía mardlar sobre Nueva Granada, o bien
alcanzar e! Pacífico y concertar con lord Cochrane un plan para que éste
atacase a Panamá y nosotros a Portobelo, al mismo tiempo. El oficial en·
cargado de esta misión fui )'0, y recibí las instrucciones necesarias. Vestido
de paisano, partí con unas pocas mercancías en una goleta inglesa, . pro·
visto de un salvoconducto de! cónsul español residente en Jamaica. Hice
vela con toda la di 'isión. Antes de ir a Providencia, la flota se presentó
frente a Portobelo y por medio de un prisionero enviado a tierra, se le
hizo entender al general Santa Cruz que en Jamaica se había sabido el
mal trato que diariamente recibían los soldados de Mac Gregor, a fin de
que pereciesen por las privaciones }' la fatiga; de no cambiar su método

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y de no tratarlos en el futuro con más humanidad, estaban resueltos a
enviarle las cabezas de un número mayor de prisioneros, capturados en
San Felipe, Izábal y en los tres bergantines del rey. Santa Cruz no res-
pondió al soldado, pero luego se supo que trataba a los rehenes con más
humanidad, y que los había removido de aquellas prisiones en las cuales
tenían el agua hasta las rodillas. Después de esta incursión a Portobelo,
regresamos a Providencia, y no tardó mucho en llegar el Espartano, que
frente a Santa Marta había capturado un bl'ick al cual se le dio el nombre
de Neptuno. Esta afortunada expedición fue nuestra salvación, ya que los
negociantes ingleses vinieron a comprar el añil; del producto de su venta,
más cincuenta mil escudos que hallamos, se entregó la mitad al gobierno,
y la otra fue repartida entre la división }' los auxiliares, en base a asigna-
ciones de ciento cincuenta escudos cada una, las cuales se conferían de
acuerdo con los grados; de esta manera yo, como capitán, recibí seis, mi
compañero, como mayor, ocho, y así sucesivamente.
Fui nombrado mayor graduado de artillería, y enviado en la goleta
inglesa hacia mi importante misión.

NOTA: Consta en las hojas de serVICIO, en la patente de mayor graduado de


artillería, con fecha 1Q de agosto de 1819, y en el pasaporte del cónsul
español en Jamaica para el Chocó, con fecha 10 de julio de 1819.

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CAPITULO IX

Llegada a San Bias. Noticias sobre aquellos indios. Partida para el golfo de Dari~n
y navegación por el río Ateato. Descripción del clima, productos, animales e insectos
que se encuentran en la región del Ateato. Llegada a la capital del Chocó. Informes
recibidos acerca de los republicanos y vi aje a Novi t:!. Otras noticias que me hacen
emprender el camino hacia el valle de Buenaventura. Com'ersación con Cochrane
en el océano Pacífico. Peligroso paso de Los Andes. llegada al valle del Cauea
y encuentro con los republicanos. Paso del Qu indío y via je hasta Santa Fe de Bogotá

Con viento favorable salí de Providencia, }' en tres días llegué a


la costa de San Bias, habitada por indios que nos recibieron muy bien .
Fue aquí donde, por primera "ez, vi a los aborígenes de la América Me-
ridional en el mismo estado en el que estaban antes del descubrimiento
del nuevo mundo. Los españoles jamás los han podido someter r los de-
jan vivir en los bosques r montañas bajo el dominio de sus caciques. Es-
tos indios no son mu}' altos, pero sí bien formados y de buena contexturn;
tienen la frente estrecha, cubierta de cabellos hasta las cejas, ojos peque-
ños y separados de la nariz, que es fina, e indinada hacia el labio supe-
rior; la cara es ancha, las orejas grandes y los cabellos negrísimos, finos
y alborotados, los miembros bien hechos, los pies pequeños, todo el cuerpo
terso, lan1piño y de color cobrizo. Andan desnudos r solamente ocult:m
en una bolsita las partes vergonzosas; las mujeres se cubren con un pe-
queño delantal cuadrado, del tamaño de una hoja de papel. Mirándolos
atentamente se ve en ellos algo de f:tntástico, desconfiado r asombrado;
son muy indolentes, y pasan días enteros sin moverse. Parecen carecer de
ambición y desean, más bien, ser estimados fuertes que comprobados va·
lerosos. Los caciques son los jefes de las aldeas r su autoridad se n13nl'
fiesta principalmente en caso de guerra r en las expediciones contra los
enemigos. Estos indios alimentan un odio tan grande hacia los españoles.
que donde los encuentran. los matan. Habitan cabañas cubiertas de hojas
de palml redondls, con una sola puerta r alzadas sobre el suelo unos cin -

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ca pies, para librarse de las serpientes y de los tigres; suben a ellas por
medio de una pequeña escalera de mano que retiran desde adentro. El pa-
vimento está formado por muchas cañas gruesísimas, en forma de vigas,
que sostienen otras achatadas y clavadas con un pedacito de madera. For-
man las paredes gruesas lianas cortadas por la mitad, entrelazadas. En el
interior no hay ninguna separación, y todos duermen sobre unas esteras
trenzadas, teñidas de distintos colores. Se alimentan de la pesca y de la
caza, cultivan el cambur, la mandioca y la yuca. No tienen mueble alguno
y se sientan sobre sus esteras }' sus talones. La comida es casi siempre
carne y pescado, asados en asadores de un leño llamado aracu, o sea,
madera de hierro. Tienen ollas de barro mal trabajadas, y la calabaza surte
los demás enseres de la familia. Las muchachas y los jóvenes nn desnu-
dos, y solamente los casados llevan la bolsita}' el delantal. Todos se pin-
tan y se dibujan unos jeroglíficos de varios colores en el cuerpo, para
parecer más bellos; las mujeres llevan collares de vidrio, piedras o con-
chas, en el cuello, brazos, muslos }' piernas. Les gusta fumar }' beber lico-
res fuertes. Muchos de ellos subieron a bordo, se quedaron todo el día y,
a la hora de la comida, sin ser invitados, nos acompañaron y comieron
de todo. Yo visité sus cabañas por curiosidad, y me ofrecieron Fescado
fresco }' cambures que comí con ellos; les regalé unos espejos que des-
pertaron en ellos mucha curiosidad por mirarse, y todos Jos querían.
Seguimos costeando estas islas }' llegamos al golfo del Darién, donde
casi siempre llueve y los rayos del sol, cuando se muestran, hieren con tan-
ta fuerza que es facilísimo tomar una insolación que da fiebre y pone en
peligro la vida. Al llegar a la bahía de Candelaria, donde se encuentra
la boca principal del río Atrato, me presenté al oficial, jefe de h vigía,
compuesta por varios indios sometidos a los españoles; mostré mi salvo-
conducto, le obsequié un barrilito de ron }' él se apresuró a buscarme dos
piraguas de indios para remontar el río. Zarpé con dos de estas embarca-
ciones de una sola pieza, puntiagudas, de fondo ovalado y de unos doce
palmos de ancho. En la parte posterior de la piragua se formaron con pa-
los curvados unos arcos atados con lianas entretejidas, cubiertas con hojas
anchísimas, llamadas rancheras, que nacen cerca de la tierra firme r se
mantienen verdes por más de veinte días, sin romperse. Con diez de estas
hojas fue cubierta toda la cabañita; para que el agua no me molestase,
pusieron varios trozos de madera en el fondo de la piragua, }' encima de
ellos colocaron una tabla hecha de caña de guadua, que en su estado na-
tural está cubierta de espinas larguísimas, abundantes }' muy gruesas. Es-
tas cañas, una vez pulidas, se aplastan r con ellas se hacen tablas, agrie-
tadas, pero muy sólidas. Un indio situado en la punta de atrás, dirige la
piragua con una caña aplastada (especie de espátula larga, que sirve de
timón) , mientras adelante dos empujan sus largas garrochas contra las
ramas, los árboles, las matas, las hierbas, la orilla y todo aquello que, ha-
ciendo esfuerzos grandísimos, les permita ir contra la corriente del río

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Atrarú, más grande que nuestro río Po, y cubierto de bosques y selvas
horribles, habitadas sólo por animales feroces. Sus crecientes forman, a
gran distancia, continuas ciénagas, valles y lagos extensos. La navegación
de este río es terrible en todo el año porque llueve casi siempre y excesi-
vamente, con truenos estruendosísimos y frecuentes relámpagos que ha-
cen la música de estos países. Arrecia siempre el temporal hacia la noche,
y al llegar el día y, en las horas más calurosas, el sol rompe las nubes y
quema estos lugares cenagosos e inundados, con sus rayos que mueren al
tocar el terreno lodoso y las aguas estancadas. El calor es excesivo, y por
la cantidad de vapores que ascienden, se forman de inmediato las nubes
que no pudiendo subir a las altas cimas que dominan las montañas de
los Andes, por las fuerzas de los vientos que allí reinan, vuelven a caer
en lluvias continuas que se pueden comparar con aquellas ruidosas de
nuestros días de verano. l
Además de la lluvia, es grande el tormento de los insectos. Las pla-
yas del mar, de los ríos y de los lagos están ennegrecidas por pequeños
animalitos, que cambian de aspecto y de piel en menos de una hora, para
adquirir alas, largas patas, un aguijón y una trompa aspirante para chu-
par la sangre : estas picaduras producen la ruptura de la piel provocando
una quemazón insoportable que provoca rascarse, y si se hace con exceso,
por la malignidad del clima y la suciedad de las uñas, las desolladuras
degeneran en enfermedad. Hay también numerosísimas bandadas de mos-
quitos, producidos por la gran humedad y por el calor, que son fastidiosí-
simos, pues penetran hasta en los ojos. Se añaden a éstos otros mosquitos,
matutinos y vespertinos, pequeñísimos, los cuales por la mañana y por la
noche atormentan de un modo insufrible. Los zancudos fastidian conti-
nuamente, con sus zumbidos, y pican todos el cuerpo con su 1arguísimo
aguijón; los hay negros, grises y verdes. Se encuentra también el rodador,
especie de gran mosca que se alimenta de sangre y no deja de picar con-
tinuamente por todas partes hasta que no está harta; de día vuelan tan
numerOS:lS como nuestras moscas. Las chinches voladoras son hediondí-
simas, como también las cucarachas. Las avispas, que cuelgan de los ár-
boles como saquitos de arena, se lanzan furibundas sobre los que no sepan

l. Así describen la región del Chocó Meggers, Evans y Estrada en Smiths07/iall


COI/Ir. Anlhropology, 1-11-1956 (lo reproduce León Croizat en HAtti dell'Isti-
tllto BolaJJico e Laboratorio Crittogamico dell'Universila di Pavid', Se-
rie 6, vol. IV, 1968, p. 180): "El Chocó marítimo, una extensión de tierras
bajas bañadas por lluvias perpetuas, de selvas y de pantanos, de centenares
de nos, la mayoría de los cuales desaguan en el Pacífico a través de múl·
tiples bocas. La linea entre la tierra y el océano se hace tenue, porque la
mayor parte de la orilla es franjeada por un laberinto de terrenos anegadi-
zos y de islas cubiertas de mangles, separadas por una malla de esteros,
degradantes en barras y marismas, que en muchos lugares se extiende por
millas desde la costa".
Acerca de esta región véase también Robert C. West: The Pacific Lowla1/ds
of Colombia. Louisiana State University Studies, Social Science Series Num-
ber Eight.

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esquivarlas. No faltan los tábanos y un moscardón peludo y negro, el cual,
al picar, produce un tumor que genera inmediatamente un gusano; éste se
cubre de pelo, crece y, si no se elimina pronto, gangrena la parte dañada.
Además de estos insectos, están las niguas, que se introducen en los pies,
y una especie ele murciélago que de noche chupa la sangre ele la punta
ele los pies y de las manos y si la persona duerme muy profundamente,
puede incluso llegar a desangrarla. A la molestia ele todos estos insectos
se añadía también la imposibilidad de caminar por tierra y el temor de
dormir en las lanchas cerca de las costas pantanosas, cubiertas de altísimas
hierbas, entre las cuales se esconden serpientes venenosas y caimanes, nu-
merosísUnos en estos lugares.
Todos estos males eran en parte compensados por la contemplación
de las admirables y grandiosas obras de la naturaleza, por los numerosos
árboles y palmas que a cada paso se encontraban, y por la infinidad de
animales cuyo aspecto produce ora terror, ora deleite, y siempre asombro. 2
Aquí nacen al at'iClí amarillo3, fácil de trabajar, el castaño salvaje;'
el cumaca, muy grueso y apropiado para hacer piraguas rápidamente, el
merecure de hueso grande, pulpa sabrosísima y hojas grises y punti-
agudas; el pardillo gris, estriado de negro; el paravitani 5 rojo, cuya corteza
sirve para teñir, y finalmente las palmas de coco, aquellas en forma de
abanico, y el chilel'd, que se encuentra siempre en los lugares más húme-
dos. Su fruto es oblongo, de pulpa amarillenta, y sus hojas son usadas por
los indios, para tejer las redes. El pequeño píritu, completamente espinoso,
crece en medio de los cocoteros; su fruto tiene el mismo sabor que el de
la uva. El (!1Jl(/uí U es más alto, más robusto y con espinas más gruesas;
hay la coroba de dura cáscara, pulpa an1arilla, tierna y dulcísima, fruto
muy delicado. La palma real, la más bella de todas, tiene fruto casi similar
al de la coroba; se yergue por encima de las demás plantas, la palma seje,
cuyos frutos pcdrían parecer aceitunas si su cáscara no fuese tan dura;

2. La región del Chocó resulta, hasta la fecha, botánicamente casi desconocida.


Por lo tanto (y a pesar de una detenida consulta de las obras de Víctor
Patiño y Enrique Pérez Arbeláez, los únicos, creemos, que en fecha reciente
penetraron en aquella región y deSCubrieron nuevos géneros) nos ha sido
imposible verificar y aclarar algunos de los nombres de plantas y animales
anotados por Codazzi, y los hemos dejado en cursiva. Consideramos, sin
embargo, que las indicaciones no son falsas, y que los especialistas, posible.
mente viéndolas en el lugar, podrán puntualizadas.
3, Acaso el al ie/m!'í, planta del género Couma, que según Enrique Pérez ¡\r-
be'áez (Plantas ríliles de Colombia, p, 187): "es de color crema o p:lrdo
pálido; de lustre escaso; ligera, pero dura y fuerte; fácil de trabajar y poco
resistente a la podredumbre, en lo húmedo",
4, Probablemente el Cas!.1I10 o c!lstaíióll (Pachi1'a illsignis). Véase Patiño, to-
mo I, pp. 263-61.
5, Debe ser el paraguatán, "Su corteza da un tinte rojo", dice Lisandro ,\!-
varado ("Glosario de voces indígenas de Venezuela", Ob,'as completas
V, L Caracas, 1953, p_ 277).
6, Debe ser la palmera denominada en inglés Macaw Palm (Acrocomia sche-
r0c.1Tp_1, Palmae), Véase Macmillan, Tropic.J! plallti11g., p_ 155.

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los indios extraen de ellos el aceite para .untarse. La palma xivana, más
baja, casi sin tronco, produce frutos semejantes a nuestras avellanas. En-
cuéntrase finalmente el araCtl, todo negro, duro y casi parecido al guaya-
cán. Hay por doquiera maravillosas cañas entre las cuales se distinguen
la guadua, ya mencionada, toda espinosa; la carapaca y la p1'1la (o pma),
con las cuales los indios hacen instrumentos de boca. 7 Contrastan con
ellas los arbustos, la chirimoya de sabrosa fruta, el jobo de hueso,8 con
pulpa de sabor de azúcar; el rimé, con gruesos frutos color café que se
comen con cuchara; el caruto, todo ceniciento, de sabrosísimos frutos.
Sobresale el altísimo cari17li1'i, con pequeños frutos oblongos, semejantes
a nuestros granos de uva. Sin embargo, entre tanta variedad de frutos de-
licadísimos, se debe proceder cautelosamente a gustarlos, porque algunos
de ellos encierran semillas mortíferas. El mepe, por ejemplo, de hojas
olorosísimas y fruto muy fragante, pero venenoso; el jUC1/rie, cuyos frutos
amarillos provocan fiebres, y muchos otros que. hay que evitar.
Aquí también nace, por sí solo, el arroz silvestre, de color negro ro-
j izo. No sirve para alimento humano, pero nutre una cantidad de aves
que viven en estos lugares solitarios. Entre éstas se destacan por su belleza
las raras, especies de papagayos, grandes corno gallinas, de bellísimas plu-
mas, con las cuales se adornan los indios. Vuelan en bandadas, graznan-
do, son de varios colores, rojos, verdes, azules, y muy buenos para comer.
En copiosísimas bandadas se encuentran también los papagayos de vivos
colores, verdes, amarillos y rojos. Casi como nuestros ansarones y no más
grandes que aquéllos, caminan cotorritas todas verdes. Hay muchos loros,
capaces de hablar, de color verde, con las alas y la cola manchadas de
rojo. También se encuentran el cardenal, el turpial y las garzas, todas
blancas y con altísimas patas. Aquí viven los paujíes, con un copete ri-
zado, parecidos a nuestras gallinas; son de varios colores pero, común-
mente, negros. Hay también ocas parecidas a las nuestras, que viven siem-
pre en el agua, como también los patos, que asemejan mucho a nuestros
ánades; las palomas de los ríos, que ponen en la arena sus huevos, tan
buenos como los de la gallina. A esta última especie se parece el corocoro,
llamado también gallito de monte. Muchísimas son las guacharacas, espe-
cie de ocas de varios colores; abundan los pavos, casi iguales a nuestros
pavos reales, pero las hembras son negras y los machos rojos, y no tienen
tan bellas y largas plumas en la cola.
A todos estos pájaros que se zambullen gozosos en el agua, revolotean
sobre las ramas y vuelan a través de bosques y pantanos, les hacen óptima
compañía los numerosos k01.'afrlS,9 grandes monos negros y rojos que aú-
7. Dice Lisandro Alvarado: "En los bailes de los tamanaco el primer instru-
mento músico era el batuta, que ellos nombraban karapaká, según Gilij" ...
"La pmma de los cumanogoto estaba formada de dos calabazas y de uno
como tambor". (Datos etllográficos, pp. 141 Y 148).
8. En el texto italiano jm·e. Debe ser error de transcripción por JOI 'O o jobo.
9. Deben ser los coailas. (Véase Eduardo Rohl: Parm_1 descripli1a de Vene-
zuela. pp. 47-49).

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Han en el fondo de los extensos bosques, manifestando así sus cínicos
amores, y los micos, lujuriosísimos, que con el rabo se enroscan y se lan-
zan de un árbol a otro.
Hay grandes familias de araguatos, de tamaño de un perro, con lar-
ga cola y barba de pelo rojizo, buenos de comer, y cuya cabeza rapada se
parece a la de un capuchino; el bello caparro macaco blanco y negro, ter-
ciopelado, curiosísimo, que corre a ver las embarcaciones que pasan por
los ríos, y una infinidad de pequeños manitos de variados colores. Tam-
bién hay ratones de bosque, que viven en los árboles, son más grandes
que un gato y buenos para comer; la iguana, anfibio que también vive
sobre los árboles, y la gran araiía arajá, grande como un plato, peluda,
que devora hasta pequeños pajaritos. Aquí no faltan escorpiones veneno-
sos, ciempiés, la culebra voladora, muchas víboras y serpientes de desme-
surado tamaño, como, por ejemplo, la cascabel, salpicada de negro y rojo,
más gruesa que un brazo, la culebra de "dos cabezas" , llamada así porque
su cola parece otra cabeza gris; la boa, de color verde oscuro, que parece
una viga. En lo profundo de la floresta hay tigres y el vajapltri, lO una
especie de león, de un color entre el ceniciento y el rojizo. Hay también
el tigre negro que merodea cerca de los ríos, y no tiene ninguna dificultad
en pasarlos a nado; el oso ceniciento, con cuya grasa se untan los indios
para aliviar el cansancio. Corren por doquiera los jabalíes, y la váquira,
muy buena para comer, pero con una bolsa de almizcle sobre el lomo, que
es menester cortar en seguida para que no se pudra. La danta, grande co-
mo un asno, es frecuentemente cazada por los indios, como también los
pequeñísimos ciervos, de dos cuernos.
El río Atrato tiene, además de grandes caimanes e infinidad de tor-
tugas, muchos peces entre los cuales el mayor es el manatí,ll muy sabroso.
También se encuentra una anguila, llamada temblador, porque al tocarla
con la mano o con un palo, produce una sacudida semejante a la de las
máquinas eléctricas. De noche, además de los aullidos de los osos, de los
tigres y de los monos, se escucha el molestoso grito del animal cuadrúpedo
llamado pereza; su cabeza se parece a la del cordero, tiene piernas cor-
tísimas, es de color gris, lanudo, y de ojos llorosos; para mover una pata
chilla tan lastimeramente que las fieras más hambrientas se alejan, tenién-
dole compasión; emplea muchos días para subir a un árbol, y no lo aban-

10. Con la voz /'Jjapur¡, cuyo origen no hemos logrado aclarar, nos parece que
Codazzi indica el puma o león americano (Pllma cOllcolor). También se
podría pensar, por similitud fonética, en el yaguarundis (género Herpai-
IlIrlls) cuya descripción, según la Hist oria 'atural Ediar (Mamíferos sud-
americanos, Cía. Argentina de Editores, Buenos Aires, 19-íO) , corresponde-
ría a las indicaciones de Codazzi: "Los animales de este género tienen el pelaje
de un color prácticamente uniforme, sin manchas ... Se encuentran dos dife-
rentes tipos de coloración : un color pardo y ceniciento . . . un color rojizo vivo
que varía del leonado fuerte al canela".
11. Más tarde, en su Resumen de la Geografía de F enezuela. Codazzi incluirá
al manat] en el orden de los cetáceos.

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dona mientras quede un fruto. Al terminarse el alimento, para bajar más
rápidamente se deja caer y se desploma sobre la tierra. También son mo-
lestos el tujidío, pájaro que al chillar parece pronunciar esas sílab:ls, la
cabracttca y el itotocho. Muge como una vaca un pájaro no muy grande,
de este nombre. Es fácil imaginar cuál es el clima de este país, casi todo
inundado, cubierto de grandes y tupidas selvas, encerrado entre dos rama-
les de la cordillera, cuyas aguas se precipitan aquí; en la estación de las
lluvias los ríos crecen, se desbordan e inundan todo, como un mar, debido
a lo cual las fieras se ven obligadas a huir y refugiarse en las regiones
más altas.
Por este motivo, la naturalez~ no produce aquí ninguna de las plan-
tas más útiles de estos climas, como el banano, el maíz, la yuca, el ñame,
las batatas y las de plantaciones; esto hace que los habitantes estén sumi-
dos en la más grande miseria, ya que ven el pescado podrirse apenas sa-
cado del agua, al igual que la carne, todavía palpitante, y enmohecerse el
pan al enfriarse. Aquí todo se compra y se vende a peso de oro, sea ali-
mento, vestido, o cualquier otra cosa necesaria. Este clima es tan diabó-
lico que nadie puede salvarse de las fiebres cotidianas o tercianas, pútri-
das o pestilentes, del vómito negro, la lepra, las obstrucciones del hígado,
las insolaciones, el mal de pian, que hace caer a pedazos los miembros
gangrenados. En fin, se puede concluir que en esta región el cielo y la
tierra han declarado la guerra al hombre, empeñado en establecerse en
ella por la inextinguible avidez del oro que, en esta región, se encuentra
por dondequiera: lo encierran los montes en sus entrañas, lo llevan los
arroyos, su polvo se mezcla con la arena de los ríos; con razón, algunos
escritores han llamado este lugar "tierra de oro". Sin embargo, la mayor
parte de los que tratan de enriquecerse son a menudo sepultados con sus
riquezas, o llevan para siempre una vida enfermiza, y hasta sus hijos
parecen nacer marcados por las fiebres.
Remontamos este río durante siete días, sin encontrar jamás ninguna
casa, ni sitio donde bajar a tierra. Al octavo llegamos a la segunda vigía,
integrada por un oficial y varios soldados, los cuales habitaban en una
choza de cañas de guadua a diez pies de altura, y se alumbraban con un
leño resinoso como nuestro pino, que se quemaba lentamente, difundien-
do mucha luz. Allí reposamos un día para dar descanso a los fatigados
indios que continuamente habían luchado con sus garrochas contra la
corriente impetuosa, sin cejar ante las furiosas lluvias, ni las picadas de
los muchos insectos que se encuentran en estos lugares. Para defenderse
de éstos, se untan con el aceite de ciertas palmas y se frotan las articula-
ciones con grasa de oso, para adquirir mayor vigor. Su paciencia, en estas
difíciles navegaciones, es sorprendente, }' es admirable el esfuerzo conti-
nuo de estos hombres al manejar las estacas a fin de hacer avanzar la
piragua. inguno de nuestros ~arineros. habría podid~ resistir tanto en
este penoso trabajo, sobre todo SI se considera el poco alimento que toman

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los indios en las largas jornadas, consistente en unos cambures y carne
secada al sol, asada sobre brasas. Las cortas noches les conceden poco re-
poso, suficiente sin embargo para emprender al amanecer, con igual fuer-
za, su faena; yo jamás había visto hombres capaces de resistir por tantas
jornadas una navegación tan laboriosa. Casi dos días empleamos, desde
la segunda vigía, para llegar al fuerte, ubicado en la orilla izquierda, algo
elevado, compuesto por un parapeto de gruesos árboles, detrás del cual
había unos cañones de gran calibre, parte en barbeta y parte de embra-
zadura. Puede contener más de mil hombres, aunque en los alojamientos
construidos con cañas de guadua no caben sino trescientas personas. Su
forma es irregular y sigue los accidentes del terreno. Un promontorio que
se eleva en el medio, sirve de reducto, y cuatro piezas de artillería des-
cuellan sobre la mencionada batería. Del lado de tierra, el fuerte está
defendido por un gran foso, fuertes empalizadas y un alto parapeto. El
terreno lodoso y lleno de agua impide su toma por este lado, y solamente
se puede atacar a la base de las baterías que defienden el río, pues en
este lugar la metralla no llega hasta la orilla opuesta. Antes del fuerte,
el terreno se eleva un poco, y pudimos bajar a tierra en varios sitios y en-
cender el fuego para cocinar; hasta entonces, nos habíamos visto obliga-
dos a hacerlo en la misma piragua. Los indios se sirven de pedernal y de
madera podrida y seca para hacer fuego, como nosotros usamos la yesca.
Empezamos a ver desde lejos por un lado los Andes que se extien-
den hacia el istmo de Panamá y, por el otro, el ramal que separa esta
provincia de la de Antioquia. Una sola casa encontramos entre la vigía
y el fuerte, construida también sobre altas vigas para librarse de las aguas
del río, que en la época de las lluvias son aún más abundantes y suben
hasta gran altura. Empleamos cuatro días para ir del fuerte a la capital;
el terreno, en varios sitios, se eleva mucho, y en las pequeñas lomas a lo
largo del río se velan de trecho en trecho cabañas construidas sobre esta-
cas. Me contaban que, después de las crecidas del invierno, debajo de
las mismas casas se deposita el polvo de oro mezclado con la arena, así
como en las playas, pero en pequeñísima cantidad. Aquí empieza a des-
aparecer la multitud de insectos que infestan esta región y el terreno ya
no es cenagoso; sin embargo, no hay caminos y todos habitan a orillas
del Atrato y sus afluentes; así sólo se trasladan en piragua, y no de otro
modo. La capital de esta vasta provincia del Chocó es Citará,12 sobre la
orilla derecha, frente a la desembocadura del río Quibdó. 13 Su población
está formada por indios, negros y criollos americanos. Los primeros se
agrupan, en su mayoría, en cabañas redondas, sobre estacas, que forman
los suburbios de la ciudad; son hábiles sólo en la navegación del río y
12 . La ciudad de "Chitará, en la provincia de Raposo, jurisdicción de Popayán"
la registra Giandomenico Coleti en su DiziOl1ario Stol·ico·Geogl-afico de/l' Ame-
rica Me,.idiollale. Creemos que hoy día esa población ha tomado el nom-
bre de Quibdó.
13 . Nos parece que el río Quibdó de Codazzi, es el que hoy llamamos río
Quito.

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nada más; poco vestuario los cubre: una corta camisa, los hombres, y las
mujeres una falda que llega hasta las rodillas. Se adornan con cuentas
de vidrio y se pintan el cuerpo. Su tez es oscura como tiznada de hollín,
y no están tan bien formados como los de San BIas, en la costa del Darién.
Los negros sirven de domésticos, y en las chozas a lo largo de la ribera
del río, son los que trabajan el oro, ya que ellos solos son capaces de
resistir las grandes fatigas, las continuas lluvias y el clima perverso y
malsano de esta comarca. Andan casi desnudos; los hombres llevan una
bolsita para esconder las partes vergonzosas, y las mujeres una pequeña
falda formada con dos pañuelos unidos, atados a la cintura, que llega
hasta la rodilla. Cuando van a la ciudad, los hombres se ponen unos pan-
talones cortos, blancos y anchísimos. Los criollos son, en su mayoría, pro-
pietarios de vastas extensiones, en las cuales han construido aldeas de ne-
gros, y los hacen trabajar para extraer el polvo de oro de la arena. Unos
son burdos artesanos y otros se dedican al comercio que se hace con el in-
terior de la provincia del Cauca y con Cartagena. Pero la dificultad de
atravesar los Andes, por los cuales apenas pueden pasar mulas, durante
tres meses al año, con grandes penalidades y con el peligro de caer en
los precipicios que haya cada paso, hacen que el comercio con el Cauca
sea escaso, y sólo en géneros comestibles, por la vía de Cali. El tráfico
con Cartagena era menos costoso y difícil, ya que pequeñas embarcacio-
nes salían de aquella ciudad, entraban en el Atrato, cortaban árboles para
fabricar balsas, y con varios indios con pértigas llegaban hasta el fuerte,
o bien a la bahía de Candelaria; entonces cargaban pequeñas embarcacio-
nes y transportaban sus mercancías y los comestibles hasta la capital. A
este lugar llevaban telas, paños y todo lo necesario para vestirse, los
criollos americanos, ya que los negros y los indios necesitan de poco.
También traían todo lo necesario para las artes mecánicas, y además los
comestibles, como bizcochos, harina, arroz, caraotas, todo tipo de carne
salada, pescado seco, y recibían a cambio oro en polvo, que no puede
salir de la provincia sino acuñado en doblones, previo pago del veinte
por ciento al gobierno que, debido a la mezcla y a la aleación que pone
en ellos, gana otro tanto, es decir el 40 por ciento en total. Las fundicio-
nes se encuentran en Antioquia, Popayán y Santa Fe de Bogotá. Los co-
merciantes, por tanto, debían entregar al gobernador del Chocó todas las
libras de oro ganadas con la venta de sus mercancías, y se les pagaba el
equivalente en monedas, descontando el veinte por ciento; el polvo reci-
bido se enviaba a las fundiciones. Quien hubiese sido sorprendido al sacar
de la provincia del Chocó el polvo, sería castigado con la cárcel y la pér-
dida de aquél.
Si los indios naturales de estos países son débiles hasta el punto de
no poder trabajar en las minas, es fácil imagina.r. cómo son los criollos
americanos aquí residenciados. U111camente la codlCla de} oro los ha al~­
jada del interior o de los p~ertos de mar, y llevar aqUl. w:a de las mas
miserables vidas. Su tez amanllenta, su vIentre abultado, mdlcan claramen-

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te que jamás los abandonan las fiebres, la hidropesía y las obstrucciones.
Tanto los hombres como las mujeres están siempre enfermos, y por esto
no pueden cuidar de sus intereses, viéndose obligados a poner en manos
de los jefes de los negros la dirección del trabajo de las minas, que aquí
se hace de modo distinto a las otras partes de América. En efecto, durante
varios meses se transportan las tierras extraídas del pie de unas colinas o
montañas, y se amontonan en forma de panes de azúcar, todos alineados.
Realizada esta primera operación, en la base de estos pilones se abre un
pequeño canal, y se llena con el agua desviada de un río, poniendo sumo
cuidado en que ésta corra rápidamente y dándole, para tal fin, bastante
inclinación. Los negros, entonces, con sus azadas hacen caer poco a poco
las tierras en el riachuelo; éstas son arrastradas por la fuerza de la co-
rriente, y en el fondo quedan solamente los objetos más pesados, como
oro y guijarros. Una vez que el canal está lleuo, con unos platos de ma-
dera perforados lanzan a la orilla opuesta los guijarros bien lavados, y
queda en el fondo la arena mezclada con el oro. Con platos de madera
ovalados, entonces, toman la arena y la lavan en el río cercano, remo-
viéndola continuamente con una mano en forma tal que la corriente se
ll~va la arena y en el plato queda el verdadero polvo de oro, puro y lim-
pIO, sumamente fino, que no es necesario purificar, parecido a gruesos
granos de arena. Ponen la máxima atención en mantener los platos a flor
de agua para que la operación salga bien.
En otros lugares, hombres y mujeres se atan a la espalda una gran
piedra, para tocar más rápidamente el fondo, se sumergen en los ríos con
platos de madera, recogen las arenas y luego, al salir a flote, las remue-
ven con las manos y así la corriente se las lleva, quedando en el fondo
del plato, por ser más pesado, el polvo de oro resplandeciente y sin man-
cha. Puesto que en esta anlplisima región llueve casi siempre, no se toma
en cuenta, para la realización de los mencionados trabajos, la intemperie;
por eso únicamente los negros los pueden hacer sin daño alguno, ya que
son fuertes y vigorosos, mientras el resto de la población está formada
por hombres endebles y siempre enfermos. Los habitantes, cuando van a
la ciudad, se ponen unos chanclos con gruesas suelas de madera, de unos
seis dedos de alto. Visten de paño, con una pequeña capa a uso de escla-
vina, y llevan siempre paraguas. Sin embargo, estas precauciones no los
preservan de las fiebres que sufren durante todo el año y, generalmente,
terminan su vida miserablemente entre el oro del que disfrutan luego sus
herederos. Todas las casas están construidas con cañas guaduas, blanquea-
das con yeso y cal, y parecen verdaderas murallas. Están cubiertas de
palma, y los pisos están hechos con las mencionadas cañas, partidas por
mitad y achatadas. La población de la ciudad sumará unas tres mil almas;
la de los negros, sin embargo, esparcida por las orillas de los ríos y de
los lagos, asciende a más de cinco mil, y un poco menor es el número
de. los indios, dispersos en .aldeas, cerc~nas a los ríos que bañan por do-
qwera esta comarca, denommadas Aiarr, San Aliguel, Bebara, Bete loro.

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Pato y Radado,'14 allí cultivan cambures, ñame, maíz y yuca, ya que el
terreno, más elevado, no abunda en minerales como los otros, y es más
apto para el cultivo.
Me presenté al gobernador español con mi pasaporte expedido por
el cónsul de Jamaica y con la lista de las mercancías que deseaba vender
en aquella ciudad; él me recibió muy bien, ya que yo había tenido la pre-
visión de enviarle una caja de vino de Burdeos, una de ginebra, un barril
de ron, cuatro jamones de Holanda, dos medios toneles de bizcochos
blanquísimos y uno de flor de harina, rogándole aceptar el pequeño pre-
sente. Me dio permiso para vender mis mercancías que consistían en pa-
ños, telas, pañuelos, medias, artículos de seda, hilo de coser, agujas, tijeras,
cuchillos, espejos y zapatos. No obstante, pude saber muy poco acerca de
lo que mi misión requería; descubrí tan sólo que Bolívar había ganado
una batalla en la provincia de Tunja y que, según lo que se decía, mar-
chaba o había llegado ya a Santa Fe de Bogotá.
Pero estas noticias eran apenas murmuradas por el gran temor que
tenían a las represalias de los españoles. Era también notorio que todas
las tropas de la provincia marchaban hacia los Andes, lo que me indujo
a pensar que el ejército de Bolívar intentaba acercarse a ellos; entonces,
con el pretexto de colocar mis mercancías, decidí avanzar aún más. Me
encontraba en esta ciudad desde hacía ocho días y había logrado vender
mucho y con una ganancia superior a mis esperanzas. Pedí, por lo tanto,
permiso para pasar a Novita, ciudad ubicada a orillas del Tan1aná, rica
por el polvo de oro que abunda en el río, en una posición más elevada
que Citará, y antigua capital del Chocó. Obtuve el salvoconducto, y em-
barcado el resto de mis mercancías remonté durante cuatro días, con dos
piraguas, el río Quibdó, en cuyas riberas encuéntrase, de tanto en tanto,
unas chozas donde descansar de noche. En la mañana del quinto, llega-
mos a la bodega de San Pablo, donde, con unos indios que cargaban mis
cofres en la espalda, emprendí a pie la marcha, cruzando en menos de
dos horas este istmo, apto para ser cortado a fin de comunicar el río
Quibdó con el de San Juan que desemboca en el océano Pacífico, y unir
así a través de estos dos ríos, los dos mares, el Atlántico}' el Pacífico. Con
un pequeño barco de vapor se podría pasar entonces de un océano a otro.
El istmo se compone de pequeñas colinas no muy altas; el camino
está formado por gruesos árboles unidos, puesto que, por las grandes llu-
vias, sería imposible transitar a causa del lodo. Al llegar a la bodega de
San Juan, ubicada en la orilla derecha del río del mismo nombre, tomé
otras piraguas, y con todas mis pertenencias, descendí por el río San Juan,
tan grande como el Atrato; luego, doblando a la izquierda, entré en el
famoso río Tamaná, que no es muy profundo, y lo remonté durante un
día y una noche hasta la bodega de Novita. Desde el istmo hasta esta
ciudad el terreno es muy elevado, y hay por doquiera montañas altísimas.
La misma Novita está situada sobre un monte, y detrás de ella elévase

14 . San Miguel, Bebara, Bethe y Pablo los registra Alcedo en su DiccionariQ.

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una montaña cuya cumbre se confunde con las nubes. La ciudad es más
grande que Citará, pero sus casas están construidas de la misma forma.
La población de los criollos americanos es mayor y más sana, aun cuando
poco difiere la situación geográfica. Aquí también hay negros que traba-
jan en la extracción del polvo de oro, del cual es rico el río Tamaná. Los
indios, reunidos en caseríos, habitan en Santa Ana, Puntas y San Agus-
tín, así como en las bodegas de San Pablo y San Juan, y son robustos e
inteligentes.
En cuanto llegué a la ciudad, le obsequié al comandante paño para
yestir, tela para camisas, y empecé a vender mi mercancía. Me alojé en
casa de una rica viuda que, habiendo perdido el esposo en la última revo-
lución a mano de los españoles, los odiaba tanto que ansiaba el momento
de verlos expulsados de la provincia. Examiné y conocí a fondo a esta
mujer y, sin descubrirme, manifesté vivo deseo de tener noticias sobre el
desarrollo de la guerra ; ella diariamente me informaba de lo que C011
mucha circunspección podía averiguar en el país. Un sobrino suyo ven; ..
todas las noches a conversar y relataba los sucesos que, entonces, parecíáll
funestos para los españoles; se decía que Bolívar estaba en Santa Fe; que
un ejército había llegado hasta Ibagué, que invadiría las provincias de
Antioquia y de Popayán, pasaría a la de Chocó r que, finalmente, la flota
de lord Cochrane estaba bordeando las costas, cerca de la bahía de San
Buenaventura. Después de haber comprobado las noticias que circulaban
acerca de las tropas republicanas, pensé pedir un salvoconducto para tras-
ladarme a Cali, ya que tenía la esperanza de encontrar, en el corto tra-
yecto por mar entre San Juan y Buenaventura, la flota de lord Cochrane,
al servicio de las repúblicas confederadas de Buenos Aires y de Chile.
Embarqué las pocas mercancías que me quedaban, descendí por el río
Tanuná, luego por el San Juan, y en dos días, llegué a la vigía, donde
enseñé mi salvoconducto r proseguí; al tercer día me encontraba en las
saladas aguas del océano Pacífico.
avegaba en una gran piragua con seis indios, quienes, a fuerza
de remos, debíanme llevar hasta la bahía de Buenaventura; mas, siendo el
viento contrario, el avanzar se les hacía sumamente trabajoso. Durante la
nodle se levantó el viento desde tierra, y una especie de estera, que ellos
usan como vela, nos facilitó la navegación; pero, nos alejábamos de la
costa. No nos hallábanlos lejos de las islas llamadas N egrillos, ubicadas
en las cercanías de Buenaventura, cuando amaneció. :Mirando a nuestro
alrededor vimos los Negrillos }' la bahía, así como también un barco de
guerra que navegaba detrás de nosotros. Los indios, atemorizados, querían
refugiarse en tierra para salvarse, pero ro los disuadí diciéndoles que se
trataba de un buque mercante. Sin embargo, al rato oímos un cañonazo,
}' una bala caró a poca distancia ; los indios me reprocharon entonces no
haber querido escuchar su consejo, }' se consideraban perdidos. Los animé
y les ordené na,'egar hacia el navío de guerra que nos llamaba a la obe-
diencia. Aunque enarbolaba la bandera española, al subir a bordo reco-

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nací a los marineros de nuestra república por los uniformes, y bajé al ca-
marote del capitán; después de haber comprobado que no me engañaba,
le narré en parte mi misión, rogándole llevarme ante el almirante. Efec-
tivamente, enrumbada la proa hacia Panamá, en menos de un día encon-
tramos la flota que navegaba en nuestra dirección: la integraban una
fragata, cuatro corbetas y muchísimos bricks. El capitán me llevó a bordo,
y presenté al almirante mis credenciales, cosidas en un par de zapatos. Me
dispensó una buena acogida, pero afirmó no poder realizar ninguna ope-
ración, ni demorar para atacar a Panamá, ya que Aury tardaría demasiado
en actuar efl Portobelo, y en marchar de allí a aquella ciudad para reu-
nirse con él; debía trasladarse inmediatamente al Perú, donde había
dejado al genera) en jefe San Martín que con todo el ejército avan-
zaba hacia Lima. Puesto que no podía prever el resultado de aquella
campaña, no quería alejarse demasiado del teatro de la guerra. Me dijo
además que había ido hasta Panamá, demorándose en las cercanías de
Buenaventura, para tratar de obtener noticias sobre los progresos de Bo-
lívar, pero que sus búsquedas habíanse revelado hasta entonces infructuo-
sas. Yo le participé lo que se decía, y luego, en vista de que mi misión
no iba a tener efecto alguno, le pedí que me llevase a tierra para tratar
de alcanzar a Bolívar en Granada.
El almirante me informó que iba rumbo a Guayaquil, para intentar
sublevar aquella provincia, cercana a los campos de operaciones de San
Martín y de Bolívar, si se verificaba su entrada en Santa Fe de Bogotá.
Me acercaron a la tierra, y en las cercanías del cabo Corrientes me devol-
vieron la piragua con los indios, a quienes hice creer que los insurgentes
de los buques no me permitían ir a Buenaventura, debido a lo cual pen-
saba regresar a Novita, para ver si desde allí me era posible pasar a Cali.
Ellos me dijeron que había un camino más corto, descendiendo el río
San Agustín, y cruzando los Andes. Aproveché de buen grado este dato,
y entramos en el río San Juan, empleando un día para llegar a la vigía.
El terreno aquí es muy parecido al de la entrada del Atrato, y hay muo
chos insectos. Al oficial de la vigía le conté que habíamos sido detenidos
por buques insurgentes que no nos permitieron llegar a Buenaventura,
hacia donde se dirigían ellos desde Panamá, ciudad a la cual habían ca-
ñoneado inútilmente durante unos días. Le pedí también el favor de fir-
mar mi salvoconducto para San Agustín, de donde pensaba ir a Cali,
petición a la cual accedió, habiéndole regalado yo un corte de paño }'
unos pañuelos. Llegamos a San Agustín en menos de dos días, pues ha-
bía animado a mis indios con promesas de recompensa, que cumplí a mi
llegada. Este lugar está gobernado por un corregidor, tiene muchos indios
reunidos en aldeas, y parece más bien un campamento por sus numerosas
cabañas. A mi llegada le regalé en seguida al corregidor tela, muselina y
pañuelos, obteniendo inmediatamente el salvoconducto: es más, él mismo
consiguió los indios que debían servir para el transporte de mis mercan-
cías y el mío. Permanecí aquí un día, a fin de preparar mis baúles para el

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gran paso de la cordillera, que se realizaba en un punto por donde sólo
los hombres pueden cruzarla, ya que ni siquiera se pueden trasladar de la
provincia de Popayán los puercos, porque se despeñan por los barrancos
y precipicios, que son horribles.
Recogimos las mismas hojas que en el Atrato nos habían servido para
cubrir las piraguas, y las amarramos fuertemente a los baúles con unas
lianas, levantando encima de ellos una especie de baldaquín de palmas
de abanico, a fin de que el agua cayese lateralmente. Debajo de esta es-
pecie de cobertizo, pusimos una cobija de lana y una piel de oso, bien
dobladas, para que la carga estuviese a resguardo de las continuas lluvias
que caen en aquellas altísimas montañas; además, ellas representarían nues-
tras camas en aquellos peñascos y selvas. Levantamos los baúles así cu-
biertos, y les amarramos unas cortezas de árbol en forma tal que dos pa-
saban bajo los brazos de los indios que debían llevarlos, y la tercera sobre
su frente. De esta manera ellos, armados de un bastón que por un extre-
mo sirve para apoyarse y por el otro tiene una lanza para defenderse de
las fieras, emprenden, con un peso de doscientas a trescientas libras, el
paso de estas montañas, que se recorren por semanas enteras sin jamás
encont.rar habitación alguna. Tres indios llevaban los baúles, el cuarto
una silla cargada sobre la espalda, como un baúl, en la cual se sienta el
que desea cruzar estos montes, sin que nunca el portador, ágil, fuerte y
rápido, lo deje caer. Un quinto indio llevaba una larga cesta, similar a
bs que usan nuestros panaderos, cubierta de hojas y resguardada por un
tejadillo de palmas. En ella se guardan las provisiones necesarias para
todos, o sea, pan de maíz, arroz, tasajo (carne secada al sol), chocolate
y dos botellas de aguardiente que me había regalado el corregidor. Lle-
vamos también una pequeña olla, y unas cuantas calabazas que debían
servir como platos y vasos. Nos embarcamos en una piragua al amanecer,
r empleamos todo el día en llegar al lugar donde empieza el ascenso de
la montaña. Durante este recorrido pude ver cuán admirable es la destreza
india en el manejo de sus piraguas, en medio de grandes piedras, y re-
montando saltos de agua que van desde dos pies hasta la altura de un
hombre. Ellos se lanzabm al agua, arrastrando la piragua, la llevaban de
piedra en piedra, de roca en roca, hasta el salto; vi, con gran asombro una
india, sola en una pequeña piragua arrastrada con violencia por la co-
rriente, que con una agilidad sorprendente se apartaba con el remo de las
piedras y, al llegar al salto de agua, dejó caer su frágil embarcación, y la
sabía dirigir y mantener en equilibrio tan bien, que no había peligro de
que se ,"olease. Al bajar a tierra, y viendo sólo un espeso bosque, busqué
en vano el camino. Los indios me señalaban una senda que parecía más
para fieras que para hombres. Levantamos en seguida una pequeña caba-
ña. formada por dos horquetas del alto de un hombre hincadas en tierra,
que sostenían un palo horizontal al cual se amarraban otros inclinados y
apoyados en el suelo. Se entrelazaban con lianas y se cubrían con hojas,
traídas expresamente de San Agustín, que se llevaban enrolladas como

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hojas de papel y atadas a los baúles; nuestra cabaña, del alto de un hom-
bre y tan larga como para albergar seis personas, se cubría con veinte de
estas hojas. Encima de ellas pusimos unas ramas de árbol, para que el
viento no las levantase, y frente a la choza, que ellos llaman ranchería,
encendimos un gra.n fuego. Los dos lados, que formaban otros tantos
triángulos, estaban cerrados exteriormente por los baúles y las provisio-
nes, mientras en su parte interna los palos llegaban hasta el suelo. A su
alrededor, trazamos con las lanzas un pequeño surco, para que la lluvia
no penetrase en la choza, y en el techo colocamos hojas a manera de ale-
ros, así también el fuego quedaba protegido. Me dijeron que esto era
necesario para mantener alejados a los tigres, muy abundantes aquí, y
descubrir si se acercaban las serpientes; cada indio vigilaba por turno, para
que no se extinguiese el fuego, que nos calentaba en aquellas montañas
cuyas cumbres están cubiertas de nieves perennes, aunque distan del ecua-
dor sólo cuatro grados. Preparamos una sopa de arroz, asamos un poco de
tasajo, extendimos las pieles de oso y, con un trozo de madera como al-
mohada, nos cubrimos con las cobijas de lana. Al amanecer (que para
nosotros llegó muy tarde debido a las selvas espesas que ocultan la luz)
nos levantamos, tomamos chocolate y asamos la carne que comeríamos a
mitad del camino. Luego enrollamos nuestras hojas, guardamos las cobi-
jas y las pieles, los indios tomaron su carga y nos encaminamos, mientras
el propietario de la piragua volvía a San Agustín. No quise sentarme en
la silla, pues creía que mis piernas, mi juventud, y mi rapidez eran sufi-
cientes para seguir a unos indios que llevaban unas trescientas libras de
peso; sin embargo, aunque sólo llevaba un sable y dos pistolas, bien
cubiertas a causa de la lluvia que ya empezaba a caer cuando emprendi-
mos la marcha, no lograba seguirlos, y a veces yo me encontraba al pie de
un monte mientras ellos ya estaban en su cumbre esperándome.
Asombroso y difícil de describir es el aspecto de estos lugares: mas,
aunque en forma imperfecta, quiero dar una. idea. de ello para hacer com-
prender cuán dificultoso es para nosotros los europeos cruzar aquellos
montes, que los naturales pasan fácilmente. Hay abruptas montañas, que
parecen más bien muros cubiertos por frondosos y espesos árboles, eriza-
dos de espinas; no existe un camino, sino muchas y pequeñas sendas for-
madas por el paso de las fieras y, de no tener como guías a los indios,
no se darían cien pasos sin desviarse. Para llegar a las cumbres, es nece-
sario subir por una especie de pista formada por las raíces de los árboles,
de las cuales hay que asirse muy bien con las manos, ya que a veces la
tierra se desmorona y falta dónde afincar los pies. Otras veces es menester
asirse a árboles espinosos, a falta de un sostén mejor, y es imposible cam-
biar de dirección, a causa de las tupidas lianas que surgen por doquiera.
Al alcamar la cumbre, se llega a una pequeñísima meseta cubierta de os-
curas selvas, repletas de aguas estancadas y de terreno lodoso, hasta el
punto que uno s~ hunde por completo en el fango. Para evitar tal peligro,
es necesario cammar sobre largos árboles caídos, o pasar entre las ramas

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de los que obstruyen el camino. Pero, apenas superados estos obstáculos,
he aquÍ que se yergue una montaña más alta y abrupta que la anterior, }'
es preciso escalar sus laderas, debajo de las cuales se abren hórridos ba-
rrancos, a tal punto que uno no se atreve a mover los pies sin antes haberse
asido con las manos de alguna rama, espino o arbusto. Después de haber
alcanzado a duras penas su cumbre, aparece otra clma aún más alta, cuyas
aguas se precipitan abajo formando una especie de laguna de frígidas
aguas, en las cuales hay que sumegirse hasta el pecho, y que hacen helar
el sudor causado por la fatiga. Aunque jadeantes y cansados, tuvimos que
cruzar esta otra cumbre, sin dejarnos atemorizar por los horrorosos peñas-
cos }' abismos, pues de lo contrario jamás habríamos osado poner los pies
en las pequeñas fisuras de las rocas, que obligan a asirse no solamente
con las uñas y las manos, sino también con el tórax y las rodillas, para
no resbalar al profundo abismo, al que no se puede mirar sin experimen-
tar vértigos. Pensaríase que, una vez en lo alto, empezase el descenso,
pero sucede todo 10 contrario: una montaña aún más elevada y escarpad:!
se presenta, renovándose los peñascos, los abismos y los precipicios, y bien
puede decirse que hay que andar casi siempre a gatas. Son asimismo es-
pantosos los angostos desfiladeros que hay que superar; al llegar a ellos
los cargueros, es decir los indios cargados, gritan para saber si hay alguien
en aquellas estrechas sendas que forman las aguas entre los montes, por
las cuales apenas puede pasar un hombre solo. Si nadie contesta, se em-
prende el paso del angosto tajo que la luz aclara lo suficiente para dis-
tinguir las paredes de rocas o de pura arcilla y mirar con espanto, por
encima de la cabeza, enormes piedras y derrumbes de tierra despegados
por grandes grietas del cuerpo mayor, que parecen caerse de un momento
a otro y castigar la osadía del hombre.
Al anochecer yo tenía fiebre, debido quizás a la fatiga del pecho al
subir, a la continua lluvia y al sudor helado por las aguas frías en las que
hubo que sumergirse; se enfermó también el que llevaba las provisiones.
Dormí poquísimo por un fuerte dolor de cabeza, pero al amanecer, aun-
que enfermos, tuvimos que reanudar el viaje.
Entregamos las provisiones al indio que cargaba la silla, que en ese
momento sí me habría sido útil, y yo tuve necesariamente que caminar;
pero, después de menos de dos horas de marcha, me desmayé en medio
de un pantano; los indios me levantaron y me animaron con Wl poco
de aguardiente. Sin embargo, a cada paso sentía como si un martillazo
me golpease la cabeza. Al fin, alrededor del mediodía, no pude dar un
paso mis, y, en la cumbre de un monte, levantamos nuestra ranchería;
me desnudé }' me acosté en la piel, bien arropado, esperando que se
secase mi ropa. Me dormí tan profundamente que desperté sólo a la ma-
ñana siguiente, sin dolor de cabeza, pero débil y extenuado. Tuve, sin
embargo, que reanudar el camino, ya que en aquellos solitarios parajes,
no me quedaba otra alternativa que sufrir, despreciar y tratar de vencer
al dolor, puesto que no había nadie que pudiese aliviarlo, sino fieras

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cuyos aullidos resuenan en las sombrías selvas y altos montes . Se obser-
van, impresas en el lodo, las huellas de las fieras, que a menudo se ven
huir. Muy pocas aves se atreven a hacer aquí sus nidos; todo es horror
y soledad, y se divisan sólo las amarillas flores del frailejón . Muchísimas
plantas y arbustos nacen en medio de frondosos, tupidos y gruesísimos
árboles de prodigiosa altura, que vuelven opacas }' espesas las selvas en
las cuales, a duras penas, logra penetrar la luz del día. Estas cubren por
doquiera las altísimas montañas de los Andes, con excepción de las cum-
bres más elevadas, sobre bs cuales se contempla una escuálida naturalez1,
estéril de toda vegetación ; más arriba aún, los montes encanecidos por
nieves perpetuas obstaculizan al viajero con un frío intensísimo; las tor-
mentas que se desencadenan de vez en cuando arrojan a horribles abismos
a los pobres, aterrorizados viandantes que tienen la desgracia de encon-
trarse en aquellas cimas, cuando los páramos desatan su furia. Los indios
suelen conocer las épocas propicias para cruzarlas, pero a menudo se
engañan y mueren víctimas de su osadía. Nuestras montañas de los Alpes,
en comparación con los Andes, son unos pigmeos; la naturaleza se mues-
tra grandiosamente colosal tanto en el armazón del nuevo mundo, como
en los amplios ríos que cnlZan por doquiera.
Seis días enteros subimos por aquellos abruptos montes sin laderas,
que el uno después del otro se suceden similares a peldaños de una in -
mensa escalera, a diferencia de lo que pasa en nuestras montañas. Dentro
de mí creía que después de superar tantas y tantas yermas cumbres, sin
nunca descender, llegaríamos a una áspera y escarpada pendiente que
nos debía llevar al valle del Cauca; pero no fue así y, en lugar que llaman
Boquerón, descubrí debajo de mí el lindo valle, en cuyo centro serpentea
el Cauca y se anidan varias aldeas y ciudades. i Bello era el panorama!
y en pocas horas, por un rápido decliye que me obligaba a asirme de
uno a otro árbol, y a veces a dejarme cae.r, agarrándome de las raíces,
llegué a una amena y risueña llanura, en la cual un cielo amable, despe-
jado de nubes, me reanimó con sus rayos solares.
Me parecía haber llegado al paraíso terrenal, después de todo lo
sufrido al pasar aquellas cordilleras: las continuas lluvias que jamás de-
jaban ver el sol, las ininterrumpidas fatigas que ni siquiera eran alivia-
das por la vista de un hermoso paisaje, ya que en aquellas sendas, a causa
de los densos bosques, apenas se lograba discernir al que iba delante. y
aquí era hermoso ver las manadas de bueyes, de caballos y ovejas que
pacían en maravillosas praderas, ricas en flores y vegetación. Las casas,
rústicas, diseminadas aquí y allá, en cuyos alrededores surgen árboles
frutales, proporcionan una idea de lo mucho que se cultivan estas tierras
que, aunque llanas, se encuentran muy elevadas sobre el nivel del mar.
El clima es cálido, }' hay muchos árboles y frutos de los que se producen
en las Antillas.
Los habitantes son de raza india y española, de tez algo bronceada,
buenos, afables, trabajadores y muy amantes de la libertad. Al llegar a
la pequeña aldea de Cajamarca, supe que las tropas republicanas, al mando

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del general Valdés,15 habían llegado a Cartago, al otro lado del Cauca,
mientras las tropas españolas, bajo las órdenes de Morales, se habían re-
plegado hacia Cali; en Roldanillo ya se encontraba la vanguardia repu-
blicana, mandada por el coronel Morqlletio. 16 Pasé la noche en Cajamarca,
pagué a los indios que en seguida regresaron a San Agustín, y tomando
unos caballos, me dirigí con un guía hacia Roldanillo. Subí por unas
pequeñas colinas, desde las cuales, mirando hacia la izquierda, veía con-
fundirse con las nubes las cimas de los montes que había ascendido; a
la deredla se extendía, con variado y hermoso aspecto, el bello valle,
es decir el valle del Cauca. Antes del anochecer llegué a la ciudad, que
estaba de júbilo por la llegada del ejército libertador. Pedí ser presentado
al coronel comandante, al cual manifesté mi condición y enseñé mis cre-
denciales, escondidas en una bota. Me entregaron un salvoconducto y
una escolta de jinetes para trasladarme a Cartago, donde llegué al día
siguiente, y fui cordialmente recibido por el general Valdés. Enseguida
me proveí de dos uniformes, con las insignias de mi grado; permanecí
dos días en la ciudad a fin de descansar del paso de los Andes, y de
reponerme para efectuar la travesía del páramo de Quindío, uno de los
más altos del continente, cuyas cumbres están cubiertas de nieve durante
todo el año. Aunque en la época seca puedan cruzarlo también las mulas,
sin embargo, con ellas se emplean quince días por lo menos, mientras yo
albergaba la esperanza de hacerlo, a pie, en ocho. En efecto, habiendo
contratado unos cargueros criollos que, como en el Chocó, sirven para
transportar las cargas y las provisiones, con dos indios únicamente me
dispuse a cruzar el paso de este páramo, de unas tres mil toesas de alto,
mientras que el del Moncenisio es de tan sólo 1.060.
Entregué mis escasas mercancías al alcalde y subí durante cinco días
por hórridas y abruptas montañas, todas cubiertas de tupidas selvas, con
excepción de una que se llama pelada, ya que está cubierta tan sólo por
altísimas hierbas, sin árboles; por eso, no pudiendo defendernos de los
abrasadores rayos solares que caen casi perpendicularmente, la cruzamos
durante la noche con el favor de la luna. Al sexto día nos encontrábamos

15. Se trata del general Manuel Valdés, nacido en Cumaná en 1785, que em-
pezó a luchar por la causa de la Indepenc;lencia en ¡¡n.o. Ea enero de 1819.
junto con el general Urdaneta, fue envlodo a Cundmamarca para hacerse
cargo de las tropas extranjeras; actuaba como jefe del ejército del Sur.
Participó en la toma de Popayán, en la batalla de Bomboná, en la campa·
ña de Pasto. En 1823 fue jefe de la división que obró sobre El Callao;
en 1826 comandante ele armas de Guayaquil; en 1830 tomó la ciudad de
Riohacha. En 1831 presidió el acta de oposición al general Montilla; fue
desterrado de Cartagena y ,"n"ió a su patria. Murió en Angostura en 1845.
16 . Debe tratarse de Pedro l\furgeitio, nacido en Popayán en 1780, que recibi:,
el grado de coronel en 1822 por el valor demostrado en la batalla de Bo·
yacá, y luego alcanzó el grado de general.

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Isla de la Vieja Providencia

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casi en la cumbre, donde un frío riguroslSlmo nos hacía rechinar los
dientes; de nada sirvieron para calentarnos ni el fuego ni los licores, aun-
que nos encontrásemos en plena zona tórrida, a tan sólo cuatro grados
del ecuador. Hay que argüir, por lo tanto, que no es la cercanía de éste,
sino las distintas elevaciones del terreno, lo que hace fríos lugares que
los antiguos estimaban, por su posición, perennemente abrasadores; esto
lo comprobé una vez más en el escarpado declive de este páramo, por el
lado de Ibagué, ya que en un mismo día pasé del frío intenso a una
temperatura aceptable, y por la noche me encontré en un lugar donde
el calor era excesivo. Al cabo de siete días divisé las bellas llanuras de
la provincia de Mariquita, y al medio día estaba en la ciudad de Ibagué,
célebre por sus minas de cobre amarillo y por la laboración de este metal.
Atravesamos este páramo de Quindío sin lluvia, siempre vivaqueando
y techándonos con las mismas hojas, aunque de trecho en trecho se en-
cuentran cabañas, llamadas tambos} donde se alojan los mercaderes con
sus mulas cargadas de mercancías. En ellas no hay nadie; están techadas
de hojas de palma sostenidas por palos atados con lianas, y no tienen
paredes, de manera que da lo mismo que estar bajo un mal pórtico.
Durante el camino corté la cola a una serpiente negra y amarilla,
de extraordinario tamaño, que me dijeron era una boa, y que estaba en-
roscada en un árbol con la cabeza escondida entre las hojas; fue tan
grande el ruido que ese reptil hizo en el bosque, que todos nos dimos
a la fuga. Matamos muchísimas culebras durante el viaje, y me parece
que son casi tan abundantes como en las cordilleras del Chocó.
Las aguas de estos páramos están siempre frescas, límpidas y buenas.
En Ibagué descansé durante el resto del día, y al siguiente, habiendo
obtenido buenos caballos para mí, mis acompañantes y mi guía, atravesé
las grandes llanuras en las cuales no se encuentra ni un árbol para pro-
tegerse del calor insoportable, del sol ardiente que hiere obstinadamente
Con sus rayos. Pasé la noche en la aldea de Piedras; al amanece.r seguimos
el viaje, y frente a Quataqui cruzamos el río Magdalena. En esta ciudad
cambié caballos y proseguí hasta río Seco; al día siguiente, siempre a
través de frescas colinas, pasé por Tocaima, donde volví a cambiar de
cabalgadura, luego por Portillo y pernocté en Anapoima. La jornada si-
guiente me llevó, flanqueando las montañas, a La Mesa, ciudad grande
dedicada al comercio y situada en un lugar elevado, delicioso. Con buenos
caballos, cruzando pequeñas montañas, llegué a Tena, aldea a los pies
del monte del mismo nombre, por donde pasan quienes, a lo largo del
río Magdalena, por Mompox y Honda se dirigen a Santa Fe de Bogotá.
Desde aquí se empieza a subir continuan1ente hasta Serrazuela; y cuando
creía que iba a descender esta montaña, encontré en cambio una vasta
llanura, donde descansé en la pequeña aldea de Bogotá, desde la cual se
divisaba en la lejanía la capital, situada al pie de altísimos montes.

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Al despuntar el día monté a caballo y reanudé mi camino; hacia
mediodía ya estaba en Santa Fe de Bogotá, en el palacio real otrora ha-
bitado por el virrey español, ahora residencia del vicepresidente de la
República de Colombia, Francisco de Paula Santander, general de división
condecorado con la orden de los Libertadores de Venezuela y Cunruna-
marca y con la Cruz de Boyacá.

NOTA: Consta en el pasaporte español, y en aquel expedido por el coronel re·


publicano Cancino en Cartago, para Santa Fe, firmado en Bogotá, para
el regreso, por el mismo Santander.

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CAPITULO X

Llegada a Santa Fe de Bogotá y agasajos recibidos . Continuación de la campaña


de Bolívar después de la toma de Angostura: expediciones de Morillo a Mar-
garita y sorpresa recibida en Calabozo. Bolívar derrotado cerca de Valencia se
refugia en los llanos. Su atrevida incursión a la Nueva Granada. Batalla de
Boyacá y entrada en Santa Fe. Creación de la República de Colombia y salida de
Bolívar para Angostura. Estado de aquella plaza a su llegada, y nuevo plan de
campaña con la disolución del Congreso de Venezuela. Conclusión de mi misión
con el regreso a Providencia por la vía del Chocó

Sorpresiva fue mi llegada, y tanto me había esforzado, que el correo


expedido por el general Valdés llegó después de mí, en la noche. Fui
recibido con muchísimas atenciones, bien alojado en el mismo palacio,
y sentado en la misma mesa de Santander, a su izquierda.
Un día después en los partes vi anunciar la llegada de un oficial
superior de Buenos Aires, el cual traía la feliz noticia de una fuerte
división de tropas y de una gruesa flota de un total de diez mil hombres
que venían en auxilio de la república. Esto se hacía expresamente para
electrizar más los ánimos, y hacerles correr con más coraje en defensa de
la patria. En efecto, me hice ver en el paseo de Santa Fe de Bogotá con
el vicepresidente, y luego a caballo, con su cuñado el coronel Briscerio} 1
ministro de Guerra y jefe del Estado Mayor.
En la noche fui introducido en la tertulia de las señoras Ibáñez, y
por casualidad hallé entre las amigas Íntimas de Santander y de Bolívar,
a dos hermanas, hijas de aquel mismo Ibáñez al que había salvado de
la masacre que se hizo durante la captura del bergantín de guerra español
que nosotros llamamos Espartano. 1 Es increíble el agradecimiento que me
mostraron estas gentiles jóvenes, tanto que me llamaban con el nombre
1. Debe tratarse de Pedro Briceño Méndez, secretario de Guerra y Marina
en Bogotá hasta 1825, general de brigada en 1823, senador de Venezuela
en 1835.
2. Véase capítulo VIn, p. 109.

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de hermano. Al día siguiente, con ellas y con el corone.! de la guardia,
fuimos a visitar los arsenales de artillería y mosquetería, la fábrica de
pólvora, el hospital militar, siempre a caballo, ya que es costumbre que
también las damas cabalguen.
Aquí supe que Bolívar,3 dueño de Angostura y de toda Guayana,
había recibido un fuerte refuerzo de tropas desde Londres, con armas y
municiones en abundancia y, por tanto, había pasado el río Orinoco e
invadido la provincia de Pail·(/. Se dirigía hacia las de Cumaná y de
Barcelona, haciendo frente con más o menos éxito a las tropas españolas
que trataban de batir!o y aniquilarlo. Morillo, entretanto, se había diri-
gido a la isla de Margarita para someterla y quitar a la república este baluarte,
pero derrotado y puesto en fuga por el general Arismendi fue obligado
a abandonar la empresa, y a regresar vencido a Caracas. El fracaso de
esta operación fue la causa por la que no pudo cercar a Bolívar, quien
en las selvas de Jamaica (sic) engrosaba cada día sus fuerzas, y con
repetidos ataques y marchas forzadas inquietaba a tal punto los territo.rios
ocupados por los españoles que éstos, no acostumbrados a tantas inco-
modidades ni al malsano clima, perecían más por la fatiga que a mano
del enemigo. El plan de Bolívar consistía en agotarlos y reducirlos a
lugareS montañosos llenos de bosques y pantanos, donde no podían hacer
uso de la artillería, y se veían obligados a dejar los equipos, y las más
de las veces las provisiones, que pasaban a manos de sus adversarios.
Por fin Morillo, fortalecido por la llegada desde España de tres mil
hombres al mando del general Canterac, buscó en los llanos al acérrimo
opositor del nombre español; pero, en Calabozo, fue sorprendido durante
la noclle por el incansable Bolívar, quien lo obligó a huir, persiguiéndolo
hasta cerca de Valencia. Allí Morillo, reunidos varios cuerpos, tomó la
ofensiva, y le infligió a Bolívar una derrota tal que a duras penas, con
un puñado de hombres, logró salvarse y encontrar refugio en los in-
mensos llanos de Casanare.
Mas no se desanimó el intrépido Libertador, y en lugar de reunirse
con el general Soublette, que había dejado con algunos valientes en Gua·
yana, a la defensa de Angostura, y de tratar de reparar en aquellas gran-
des selvas los daños de la derrota, se fijó un alto objetivo: la invasión
de la Nueva Granada. Era la estación invernal, durante la cual caen fuer-
tes lluvias, que inundan los campos por doquiera; en los vastos llanos de
C:1.racas }' Casanare el ojo no \'e sino un ancho mar. Sin embargo, el valeroso
Bolínr, derrotado mas no vencido, escogió esta teLrible estación para llevar
a abo un phn que siempre hará época en la historia de las naciones }'
del que realmente surgió h república colombiana.

3. En la relación de los hechos siguientes, que no presenció y que conoció


a través de terceras personas, incurre Codazzi en algunas imprecisiones.
Algunos nombres de personas y lugares son confusos, y algunos sucesos
imprecisos. Son notab '(s, sin embargo, el entusiasmo y la simpatía con que
los relata.

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Sin dar aviso al Congreso, que impaciente lo aguardaba en Angos-
tura, reúne un ejército en su mayoría compuesto por llaneros, hombres
acostumbrados a cuidar de sus rebaños, a perseguir fieras, y siempre dis-
puestos a nuevas luchas.
Les promete un buen botín en la toma de Santa Fe, y con ese
estímulo los hace instrumento de su victoria. Después de una penosa mar-
cha de dos meses, en medio de inmensas llanuras, atravesando ora anchos
ríos, ora peligrosos pantanos, llega con su ejército, o más bien miserable
banda, al pie de la cordillera de los Andes, reciente límite con el reino
de Granada.
Cuál fuese el esfuerzo de estos animosos, cualquiera puede imaginarlo,
por la naturaleza de su mardla. Pero no tenían motivo de queja porque
sus jefes, los generales y Bolívar mismo, compartían con ellos las fatigas.
Nadie tenía ropa para cambiarse, y entre el fango, la lluvia, las dificul-
tades, las privaciones de toda clase, parecían más bestias que hombres.
Pero aún no habían cumplido su propósito: debían superar aquellas altas
cimas, cubiertas de nieve, sobre las cuales no encontrarían nada con que
alimentarse. Mataron sus caballos y se repartieron la carne, cargando ade-
más varios fusiles y municiones; en esta forma valerosamente emprendie-
ron en aquella ingrata estación el paso de los Andes, terrible aún en con-
diciones normales; podemos imaginarnos cómo pudo ser para una tropa
cansada, hambrienta y sobrecargada.
Mas no disminuyó su coraje, }' seguían gustosamente las huellas de
sus jefes, que más allá de los altos picos les prometían un descanso y
un buen botín, como recompensa por aquella incomparable fatiga y por
su gran heroísmo. Al llegar a Varinas se restablecieron un poco de su
cansancio; pero eran casi todos W10S convalecientes, inhábiles para ma-
nejar aquellas armas que ellos mismos habían cargado sobre sus hombros.
Mientras tanto Santander, hábil y firme general, llevaba a Bolívar
un refuerzo de tres mil hombres, y con su elocuencia innata, defendía
los derechos de los americanos a la libertad, exaltando los ánimos contra
los españoles, a fin de que otros tomasen las armas y se wliesen a sus
hermanos para el bien común. Sus discursos no fueron infructuosos, y
de todas partes los granadinos acudían para luchar bajo la bandera de
Bolívar.
La noticia de esta inesperada invasión era ya conocida en S3.nta Fe,
y el virrey Sámano estaba sumido en una terrible consternación: no com-
prendía cómo Bolívar, derrotado por Morillo, tuviese el valor de ir a
conquistar Granada. Unió todas las fuerzas de que disponía, integradas
por nativos r realistas, y encargó al general Ban'eifo, I con ocho mil hom-
bres entre infantería, caballería y buena artillería, la tarea de impedirle
al audaz pasar adelante, y de hacerle pagar su temeridad.

<{. En el texto italiano Barrero. Pero se trata de José Barreiro, o Barreira,


según otros historiadores .

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A ma.rcha forzada el general español fue al encuentro de los repu·
blicanos, quienes mientras tanto, repuestos de la larga marcha y más
numerosos por los voluntarios que se les unían, estaban en condición de
hacer frente a los opresores, aunque la diferencia fuese notable tanto en el
número como en las municiones y armas, ya que en gran parte sólo es·
taban armados con lanzas fabricadas por Santander en Varinas. Final-
mente los ejércitos se encontraron cerca de Sogamoso. Bolívar obró con
tanta destreza que evitó al enemigo y 10 dejó atrás, siguiendo a toda
carrera hacia Santa Fe. El general Barl'eiro, temiendo que la ocupase antes
que él, y que por los partidarios que allí tenía pudiese conseguir grandes
ventajas, 10 siguió hasta alcanzarlo cerca de Tunja, donde le cerró el
paso y le presentó batalla. Barreiro tenía una ventajosísima posición cerca
de! pueblo de Boyacá, protegida a la derecha por una colina que se
extendía hacia la llanura, y a la izquierda por un barranco que le parecía
suficiente para no temer ser atacado. A la derecha situó la caballería,
en el centro la artillería, y dispuso su infantería en dos líneas sobre la
altura, para impedir a las tropas republicanas desviarse por las montañas
que tenían a la espalda, entre las cuales serpenteaba el camino real que
conduce de Tunja a Santa Fe de Bogotá.
Bolívar encontrábase en un terreno desigual, cubierto de bosques a
la derecha, y a la izquierda ocupado por una hacienda de altas murallas,
que encerraban vastísimos campos y praderas. Dada la señal, Santander
avanzó por la izquierda con sus cazadores protegidos por la caballería,
mientras al frente atacaban las columnas dirigidas por e! general Anzoá·
tegui, que tenía bajo sus órdenes al coronel Heln con la Legión Britá·
nica. El ala derecha estaba al mando del general Urdaneta, y todos así
distribuidos trataron de expulsar al enemigo de su ventajosa posición.
Tres veces avanzaron las columnas de ataque, y otras tantas fueron re·
pelidas; también la caballería, impaciente, lo había intentado sin éxito.
cuando Bolívar ordenó el cuarto ataque en toda la línea. Entonces, el
coronel Rondón,5 negro de color, de magnánimo e intrépido corazón,
con uno de sus escuadrones atravesó inadvertido e! bosque por el barranco:
donde se creía imposible que la infantería pudiese subir, él se atrevió
con sus caballos. Anima a los suyos y, con tono firme, les dice que de
ellos depende la victoria: tres veces han intentado tomar la colina de
frente, pero han sido rechazados; esta vez hay que vencer o morir. Es-
polea el caballo, y después de mil obstáculos, con un puñado de valientes
alcanza la cima; sin esperar a los otros, que lo seguían, hace sonar las
trompetas, y al grito de ¡muerte! recor,re las dos líneas del enemigo. La
segunda línea española, al ver a la caballería, atemorizada, se da a la
fuga; la primera, que hacía un vivo fuego contra las masas que avan-
zaban, se creyó rodeada debido a que e! humo, impulsado por un viento
propicio, le impedía la vista, y depuso las armas en el momento en que
5. En el texto italiano coronel Rondó. Pero se trata del coronel Juan José
Rondón, nacido en Caracas en 1790.

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ios primeros patriotas llegaban a la altura. Barreiro, arrastrado por e!
pánico de su segunda línea, huyó por la montaña con todos los equipos,
la caballería y la mitad de la infantería; la otra mitad cayó en poder
de los vencedores.
Anzoátegui y el coronel Heln se contaron entre los casi tres mil
muertos de los valerosos republicanos. 6 Bolívar envió inmediatamente al
coronel Rondón a perseguir a los adversarios, nombrándolo general y
libertador, y diciéndole que suyo era el honor de la jornada de Boyacá.
Este se dio con empeño a perseguir al enemigo, que se le escurría como
el ciervo al cazador.
Tres mil fueron los prisioneros, y otros tantos hombres disponible'i
le quedaban a Bolívar para recoger enteramente el fruto de la victoria.
Recibió en sus filas a los americanos, que eran numerosos, pero no per-
donó a ningwlO de los españoles: esta jornada fue manchada por la san-
gre de varios centenares, que fueron degollados en el mismo campo,
donde habían vilmente depuesto las armas. Era necesario este terrible
paso, no tanto por vengar a cuantos Morillo había hecho fusilar inhu·
manamente en Santa Fe, cuanto para poder seguir más libremente a un
enemigo que se quería destruir por completo antes del día siguiente. En
efecto, sin dar a los victoriosos y fatigados soldados tiempo para descan·
sar ni para comer, Bolívar continuó la marcha durante toda la noche a
través de horrendas selvas y escarpadas montañas para cortarle la retirada
al enemigo cerca de Santa Fe. Barreiro, pe.rseguido por la caballería de
Rondón que lo acosaba con sus lanzas, creía tener tras él todo el ejército
de Bolívar; al anochecer escogió una óptima posición militar y acampó
en aquellos montes, siempre temeroso de ser atacado. El bravo Rondón,
mientras tanto, para mantenerle en el error de que con él estaba el ejér-
cito, escogió un lugar favorable, y prendió numerosísimos fuegos que
parecían indicar que allí acampaban todos los vencedores de Boyacá.
Cuando Barreiro se puso en marcha, Bolívar ya había llegado al pie de
la montaña, separada por un riachuelo de una amena llanura. Allí, ya
de día, dio permiso a sus soldados para descansar; a la llegada de la van-
guardia enemiga, los republicanos pasaron el río y, en posición de ataque,
con intenso fuego cerraron el desfiladero aprisionando así a los fugitivos
e~pañoles, que no podían asomarse sino pocos a la vez, ya que las alturas
Circundantes estaban cubiertas por los republicanos. Barreiro se creyó atra-
pado, en ningún momento se le ocurrió pensar que los enemigos fuesen
tan poco numerosos. Pidió la capitulación, y se pusieron de acuerdo es-
tipulando que se rendiría como prisionero de guerra: él y todos los ofi-
Clales superiores serían enviados a Cartagena, y al resto del ejército le
sería garantizada la vida. Era muy generosa esta última cláusula, pero se
acordó como consecuencia de tan bella empresa. La caja militar, las ban-
deras, la artillería, armas y municiones, los equipajes y toda la división
6. El general José Antonio Anzoátegui murió en Pamplona, el 15 de no.
viembre de 1819.

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de Barreiro, sin exceptuar a nadie, fueron los trofeos de esta victoria,
que se denominó la batalla de Boyacá, memorable en la liberación de
la Nueva Granada.
Uno solo de los oficiales de Barreiro logró escapar, }' en pocos ruas
de marcha forzada llegó a Santa Fe, donde comunicó la infausta noticia
al virrey Sámano. Este no podía creerle, pero luego, convencido por tan-
tos detalles, decidió partir en vista de que la caballería republicana iba
acercándose a la capital; a la caída de la tarde reunió a sus funcionarios
y a los principales españoles, y al amanecer se dio a la fuga por la vía
de Honda; con todas las embarcaciones descendió el río Magdalena y se,
refugió en Cartagena. Aquella misma noche, el general Rondón llegó
a Santa Fe y, al tener noticia de la fuga, a pesar de que no tenía sino
cincuenta caballos, los siguió hasta Honda; pero la falta de embarcaciones
le impidió capturar al hombre que había hecho correr tanta sangre en la
capital de la Nueva Granada.
El tesoro entero del vire)', sus documentos, correspondencia, planos
y todas sus pertenencias, se localizaron en el palacio. Fueron saqueadas
las casas de los españoles, sus negocios, y los de quienes habían abrazado
la causa contraria a la república. Las propiedades del rey y de los espa-
ñoles fueron confiscadas y vendidas, entregándose la mitad del producto
al gobierno, y repartiéndose la otra mitad entre el ejército libertador, en
partes iguales y de acuerdo con los grados: así Bolívar cumplió cuanto
había prometido en los llanos de Casanare. El botín fue incalculable, y
las partes cuantiosas, de manera que los generales, coroneles y jefes del
ejército se convirtieron al instante en dueños de grandes haciendas, pala-
cios, casas, tierras y de un buen peculio. De las provincias conquistadas
acudieron en seguida los principales americanos. Unidos en Congreso,
decretaron que desde aquel momento el Nuevo Reino de Granada, la
Capitanía de Venezuela y la de Quito, formarían una sola república, bajo
el nombre de Colombia, con Bolívar como presidente y Santander vice-
presidente; Santa Fe sería la capital, hasta tanto se designase un lugar pro-
picio para construir una ciudad, sede del gobierno, que llevaría el nom-
bre de Bolívar; la batalla de Boyacá sería celebrada con solemnes fiestas,
y los que habían participado en esa gloriosa jornada recibirían una cruz;
aquellos que se habían distinguido en el combate serían proclamados li-
bertadores de Cundinamarca, título que se debía en primer lugar a Bo-
lívar, como también el de Libertador de Venezuela; el Congreso de An-
gostura se disolvería, y sus miembros se integrarían al nuevo Congreso
que sesionaría en Tunja, con el fin de mejor deliberar acerca de las leyes
necesarias para consolidar la gran república, cuyo propósito era dictar,
por medio de sus representantes, leyes humanas, sabias y dirigidas a su
bienestar. Todo español, bajo pena de muerte, debía abandonar el terri-
torio de Colombia en el término de un mes, y sus bienes inmuebles pa-
sarían a manos del gobierno, a menos que sus hijos, nacidos en América,
prefiriesen quedarse antes que seguir a los padres. El presidente y el

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Viaje de Codazú

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vicepresidente de la república se elegirían cada cuatro años; el primero
ejercería el poder ejecutivo y el comando de las fuerzas armadas, y el
segundo lo reemplazaría en la capital, para el buen orden y funciona-
miento del gobierno. Un presidente del congreso sería escogido por los
miembros del mismo, cada seis meses, hasta nueva disposición.
Finalmente, se organizarían tropas para aniquilar por completo a los
españoles y expulsarlos de toda la tierra firme.
La entrada de Bolívar en Santa Fe, en un carro triunfal, rodeado
de bellas jóvenes que le arrojaban guirnaldas de flores, fue uno de los
días más bellos de su vida. Seguían al vencedor todos los oficiales espa-
ñoles y los prisioneros, con los trofeos de la victoria. Estos fueron, en
parte, incorporados a las tropas, y a los oficiales se les asignó la ciudad
por cárcel; pero no mudlO después, acusados de conspiración y juzgados
por una comisión militar, fueron reconocidos culpables y fusilados; nin-
guno de los comprendidos en la capitulación escapó a la muerte. Se or-
ganizaron varios ejércitos. Uno, que en poco tiempo reunió a seis mil
hombres, marchó contra Cúcuta, al mando del general U rdaneta. Otro,
de tres mil, fue expedido al sur bajo las órdenes de Valdés que había
salido de Cartago, y otro aún era organizado en Honda por el mismo
Santander. Mientras tanto Bolívar, veloz como un rayo, por Tunja y por
la laguna de Tata, cruzando el páramo de Tonchalá, llega a los llanos,
con mucho dinero y provisiones, desciende rápido por el Apure hasta el
Orinoco, y aparece de repente en Angostura; durante los últimos siete
meses ni la ciudad ni el congreso habían tenido noticias del lugar donde
la marcha de Bolívar había arrastrado el resto del ejército derrotado por
Morillo cerca de Valencia. Mientras tanto, Morillo, pasado el invierno,
enorgullecido por su éxito frente a Bolívar, pasó el río Unare y obligó
al general Soublette a replegarse sobre Angostura para defenderla.
En este período llegó a Margarita el almirante Brion, a quien no-
sotros habíamos salvado en San Bartolomé, y poco después arribaron de
Londres ochocientos ingleses; entonces el general Arismendi, que coman·
daba aquella isla, decidió cruzar el Orinoco para averiguar en qué estado
se encontraba Angostura, pues desde hacía varios meses no tenía ninguna
noticia; en caso que estuviese en manos de los españoles, se proponía
rescatarla. A tal fin alistó una flota con todo 10 necesario, proveyéndola
de las armas y municiones que traía Brion para Bolívar, y partió. Después
de dos días de navegación, se encontró con una flotilla de flecheras
españolas e indias que intentaron cortarle el paso; pero frente a tan gran-
des embarcaciones, acabaron por huir y esconderse en los diversos ríos
que desembocan en el Orinoco. Llegaron a Angostura en el momento en
que el congreso encontrábase en la más terrible situación. No había re-
cibido noticias de Bolívar desde su derrota, y sus escasas tropas, dirigidas
por el general Soublette, eran perseguidas por Morillo, el cual se acercaba
al Orinoco por las selvas de la Guayana, para pasarlo y destruir a viva
fuerza aquella sobreviviente cuna de la república. De cuánta esperanza

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y consuelo fuese para todos la llegada de Arismendi, fácilmente se puede
imaginar. Se le nombró libertador y salvador de la república, y con un
decreto del congreso, del cual Zea era presidente, se declaró desertor de
la república al generalísimo Bolívar, por haberse alejado con los restos
del ejército sin autorización y sin conocimiento del congreso, y haber de-
jado en un grave trance al gobierno, que encontrábase peligrando por las
acciones de Morillo. Arismendi, en aquella emergencia, fue nombrado
presidente del cong.reso y general en jefe del ejército, y Zea, vicepresidente.
La llegada de la flota, el refuerzo de los ingleses con armas y muni-
ciones, hicieron demorar a Mori'lo en cruzar el río. Sin embargo, activaba
secretamente sus prep:uatiyos, cuando de improviso aparece el intrépido
y afortunado Bolívar. Hace convocar el congreso, expone, con aquella
elocuencia y magnanimidad propia, sus operaciones, sus batallas, sus triunfos
r el nuevo estado de la república. En nombre de ésta, de la cual er:l
presidente, ordenó que fuese al instante disuelto el congreso; que el ge-
neral Arismendi partiese con la flota del almirante Brion para su isla,
y que Zea viajase a Europa con una misión importante; los congresantes
debían ir inmediatamente a Tunja para la formación del nuevo congreso,
El general Soublette sería capitán general de la provincia de Guayana, y
marcl1aría, con su ejército, sobre las provincias de Paira y Cumaná: con-
temporáneamente, el general Piez, con todos sus llaneros, atravesaría los
llanos de Caracas, y se reuniría con el ejército que el general Urdaneta
estaba formando en Cúcuta, a cuyo mando estaría él mismo. Dispuso
también que el general Bcrmúdez organizase con el general Clemente
una flotilla ligera para c-xpnlsar del Orinoco a los españoles, y que con
las tropas de Marg:uita marchasen sobre Barcelona y Cumaná misma.
Pagó a los soldados que gritaban: i "Viva el Libertador, viva el presidente
Bolívar" !
Luego escribió a Morillo, comunicándole la toma de la Nueva Gra·
nada y la completa derrota del ejército, y agregando que él había venido
expresamente para combatirlo. Morillo no podía dar fe a tan osada em-
presa, y aún dudaba, cuando un navío proveniente de Cartagena trajo a
Caracas esta noticia, que un cor,reo le llevó hasta la Guayana. Entonces,
sintiéndose nuevamente burlado por el osado americano, temió que tam-
bién esta vez pudiese engañarlo_ y, sin más demoras, retrocedió rápida-
mente para cubrir la provincia de Caracas, expuesta a las operaciones de
Páez y Urdaneta, que podían atacar de sorpresa; mientras tanto, el ge-
neral Soublette lo perseguía para mantenerlo así en suspenso, sin dar a
conocer de cuál de los tres puntos procedería el ataque principal. Ya Bo-
lívar había dispuesto todo lo pertinente, cuando recibió la noticia del
inminente arribo a Margarita del general inglés De\'reux con una división
reclutada en Londres; ordenó al coronel Montilla trasladarse allá para re-
cibirlo, asignánd?Ie las fun~iones de. jefe del Estado Mayor, e impartién-
dole las necesarIas tnstrucoones a fm de que, con la escuadra de Brion,
se adueñ:lsen de Riohacha en la provincia de Santa Marta, y marchasen
luego hacia el valle de Upar, donde encontrarían una división proveniente

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de Ocaña, que se les unma; juntos, debían proseguir hacia Santa Marta,
al mismo tiempo que otra división, bajando por el Magdalena, marcharía
sobre Cartagena.
Una vez dispuesto este nuevo plan de operaciones, subió a una ligera
piragua, remontó el Orinoco hasta el Apure, prosiguió por Casanare, y
se reintegró a su ejército de Cúcuta.
Tal era la situación a mi llegada a Santa Fe de Bogotá; en seguida
me fue ordenado emprender nuevamente el camino del Chocó y pre-
sentarme en Providencia, a fin de que Aury con su flota y división se
presentase en el golfo del Darién y se adueñase del Chocó, reuniéndose
Con el general Valdés; en caso de que esta provincia, a nuestra llegada,
perteneciese ya a la república, debíamos dirigir las operaciones hacia Tolú
y la plaza de Cartagena, tratando de mantener ambas posiciones bloquea·
das, por mar y tierra, todo el tiempo que lo permitiesen nuestras fuerzas,
ya que no faltaba mucho para que el mismo Bolívar bajase por el Mag-
dalena, para asediar a Cartagena y Santa Marta.
Recibidas tales instrucciones, partí inmediatamente por el mismo ca-
mino, vistiendo mi traje de campesino. Llegué a Cajamarca, volví a su-
perar el terrible paso de los Andes, esta vez menos fatigoso debido a
que en sólo dos días lo ascendí, y luego emprendí la bajada más peligrosa
que se pueda imaginar. El terreno, bañado por las continuas lluvias, era
tan lodoso que me deslizaba terriblemente, y tenía que sujetarme a las
plantas, a los matorrales y a las raíces de los árboles para no caer. Una
vez en San Agustín, cuento a mi manera el viaje hasta Roldanillo, ha-
ciendo creer que allí los patriotas me habían hecho prisionero, ya que
para este fin estaba provisto de cartas del gobernador militar y del alcalde
de aquel lugar. Me otorgaron un salvoconducto para Citará, donde llegué
con fiebre. Allí me quedé medio día para instmir al gobernador español
de cuanto creí oportuno decir, de acuerdo a mi situación, y obtuve per-
miso para seguir el viaje. Continué bajando, y después de tres días y
tres noches llegué a la vigía; ¡pero para mi desgracia, no yi la goleta
que debía llevarme, ni había embarcación alguna en la cual partir! Es-
taba enfermo, la fiebre me acosaba y, sin embargo, hlve que alimentarme
durante tres días de monos y patos.
Estaba a punto de partir en una piragua para San BIas, cuando lle-
garon unos indios cunacuna, que viven en el Darién, y me dijeron que
en San BIas había dos barcos ingleses que cargaban plátanos, casabe y
ñame; entonces me apresuré hacia aquel lugar. Cinco días duró esta tra-
v.esía, en una pequeña piragua, bordeando la costa; nuestra comida con-
SIstía en macacos, monos o papagayos que los indios mataban con sus
flechas, bajando a tierra en distintos lugares; prendíamos un fuego al
momento, los asában10s y los comíamos sin ningún aderezo. Finalmente
llegamos a las islas, y encontramos a otros indios que nos vendieron ba-
nanas, frutas, gallinas. Al séptimo día, vi por fin la misma goleta inglesa
que me había lleyado al Chocó; se estaba aprovisionando de los víveres

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necesarios en aquellas playas, y después iría a buscarme a la boca del
Atrato; supe que había estado varios días anclada en Candelaria, espe-
rándome.
En dos días, viento en popa, llegamos a Providencia, donde el ge-
neral empezaba a preocuparse por mi excesiva tardanza, pues ya habían
transcurrido cuatro meses desde el inicio de mi viaje; cuando le comu-
niqué la noticia del éxito de Bolívar, y las operaciones que le habían sido
confiadas para que cooperase con el afianzamiento de la Gran República
de Colombia, me demostró su gratitud nombrándome mayor efectivo de
artillería y subjefe de su Estado Mayor.

NOTA: Todo consta en el pasaporte español y republicano, en la hoja de ser-


vicio, en el diploma de mayor con fecha 24 de noviembre de 1819, y
en la carta del secretario general De la Croix, con la misma fecha, que
me integraba al estado mayor general.

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CAPITULO XI

Estado de Providencia a mi regreso. Preparación de las tropas. Expedición de Ferrari


al desaguadero del lago de icaragua. Partida de la división para el Chocó. Rendi-
ción en Candelaria de una flotilla española. avegación del Atrato y derrota de
los españoles en el fuerte. Combate en lovita. Retirada de Morales. Ferrari al co-
mando del fuerte en Providencia. Entrada de nuestra división en el valle del Cauca.
Travesía del Quindío y descenso por el Magdalena hasta H onda. Mi \iaje a Santa
Fe, y regreso a Providencia por el Chocó. La flota parte para Tolú y se concentra
en Sabanilla con los colombianos; juntos tomamos Santa Marta

Encontré Providencia muy diferente de como la había dejado, pues


se había fundado una pequeña ciudad llamada Isabela, donde vivían las
mujeres de todos los oficiales de mar y tierra, los cuales se habían pro-
curado en Jamaica y Santo Domingo mulatas jóvenes y bien formadas.
El cuartel general había sido transferido a un monte pequeño, desde don-
de se veía el puerto y se dominaba la ciudad. Habían construido un hos-
pital, una iglesia y casas de madera de un solo piso, traídas expresamente
de los Estados Unidos en yarios pedazos que, ensan1blados en pocos días,
daban habitaciones bellas r cómodas, donde antes todo era un desierto_
El fuerte Libertad estaba terminado, y el compañero ferrari, que ahora
lo defendía con su batallón, había cooperado mucho en ello. Un cuerpo
de guias, con buenos caballos, formaba un pequeño escuadrón comanda-
do por el coronel Marcelín. Otros dos batallones de tropa, bien organiza-
dos, se encontraban en los campos americanos bajo las órdenes de Caro-
bassades y Garbans. Una compañía de cañoneros y una de operarios cons-
tituían el grupo de artillería comandado por el coronel Valy, y gran nú-
mero de habitantes y artesanos formaban compañías nacionales bajo las
ó.rdenes inmediatas del comandante de la plaza, coronel Grenier. 1 La ma-
nna, bien armada y equipada estaba formada por la corbeta El Congreso,
los bergantines ¡\Larle, Tribu11o, Espartal/o, TePl11110, Amazonas y Belolla,
1. Gral/ier, según Constante ferrari (lIIemorie pOS/lime, pp. '196-497).

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las goletas La Guerrera, El Cazador, La Atrevida, La Palucha, La Sierpe,
y la flechera El Terrible, todos organizados en dos escuadras bajo las ór-
denes de los comandantes C01't1l0is 2 y Henry; el jefe del estado mayor
de la marina era Dowater. Todos estaban listos para partir, pero vistas
las dificultades que se encontraban en la navegación del Atrato tanto a cau-
sa de las constantes lluvias y del mal clima, como por la longitud y rapidez
del río, decidimos conseguir piraguas para no desguarnecer de sus cllalu-
pas y esquifes a los barcos de guerra; para no exponer nuestros marineros
y soldados a grandes fatigas, determinamos procurarnos indios sometidos
a los españoles y prácticos en estas navegaciones. De hecho, se ordenó in-
mediatamente una expedición al río San Juan de Nicaragua, llamado Des-
aguadero, para proveernos alli de lo necesario.
El comandante Cortuois partió con tres navíos, y Ferrari con la mitad
de su batallón. Se llevó la pequeña goleta en la que fui al D:uién, y que
sirvió de mucho en esta operación ya que a bordo de ella, con veinte hom-
bres camuflados y ostentando la bandera inglesa, mi compañero avanzó
dentro del puerto que forma la desembocadura del Desaguadero. Un sar-
gento con tres hombres subió a la embarcación, y al momento se apode-
raron de él; ferrari entonces, con doce hombres decididos y el sargento
prisionero, se dirigió en la lancha de la goleta a tierra, donde estaba el
cuerpo de guardias de la vigía, quienes, viendo venir a su sargento, y por
otra parte no sosped1ando de un pequeño navío mercante inglés, creyeron
que el capitán y los marineros desembarcaban. Sin armarse, acudieron to-
dos a la plaza deseosos de tener algunas noticias, pero los nuestros, em-
puñando sus armas escondidas, los amenazaron de muerte si se movían.
Sorprendidos, estos hombres no pudieron huir, y fueron enviados a bordo,
prisioneros, en número de veinte. Hacia la noche llegaron al puerto los
dos navíos de guerra comandados por Cortuois, y a la mañana siguiente,
con las mismas piraguas del puesto de vigía y las embarcaciones de gue-
rra, Ferrari se dirigió con sus soldados hacia una segunda vigía, diez mi-
llas río arriba. La navegación fue difícil porque debían remontar una
corriente impetuosa, y emplearon en ella todo el día y parte de la noche.
Esperaron en un bosque cercano, devorados por los insectos que aquí
abundan tanto como en el Atrato, y al despuntar el día sorprendieron a
los españoles y se adueñaron del lugar, donde había un oficial, treinta
soldados y muchas piraguas. Ferrari entonces transmitió al compañero las
informaciones necesarias, se aseguró de que los prisioneros amarrados fue-
sen llevados a bordo del navío, y con guías del lugar prosiguió por más
de quince millas, hasta el último puesto de vigía, guardado por un capi-
tán con cincuenta hombres. Navegaron diligentemente todo el día y toda
la noo1e, precedidos a cierta distancia por una pequeña piragua, para
descubrir a los que pudiesen bajar, y antes del amanecer se encontraron
frente a la vigb., que sólo apercibieron en la mañana, cuando sus tambo-
res tocaron la diana. Atrayesaron al momento el río, y con el favor de
2. Ferrari nos da la vari.U1le Courlllá (op. n/ .. pp. 492, 496, 501, 503).

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la corriente le cayeron encima, mientras los enemigos formaban filas. Su
costernación fue tan grande que no tuvieron tiempo de hacer fuego, y
quedaron prisioneros.
Habiendo sorprendido con tanta fortuna estos puestos avanzados, qui-
zás se habría podido intentar también la toma del fuerte San Carlos, dis-
tante más de veinte millas. Pero había allí altos muros, buena artillería
y muchas guarniciones, por lo cual Ferrari, que además había avanzado
más allá de las instrucciones, bajó el río con una cantidad de piraguas
que había encontrado en aquellos puestos, y siguiendo un brazo entre la
segunda y la tercera vigía, llegó a una aldea india cuyos habitantes se die-
ron a la fuga; unos pocos quedaron prisioneros, y él se Jos llevó con las
piraguas de la población. Regresó con todas esas pequeñas embarcaciones
y más de cien prisioneros. Cargaron las piraguas en los navíos una sobre
otra, y como éstos quedaron tan abarrotados que nadie podía moverse,
llevaron varias a remolque. Embarcaron también a los prisioneros, y se
hicieron a la vela hacia Providencia, donde fueron acogidos con gran jú-
bilo y alegría.
Mientras se hacía esta prowchosa operación en el río San Juan, iba
una goleta a Jamaica para dar cuenta al ministro de mi misión, y de las
medidas que se habían tomado para poder cumplir su encargo; solan1ente
se esperaba su aprobación, que no tardó en llegar y confirmó las dispo-
siciones del general en jefe; en el orden del día, éste anunció entonces
nuestra entrada en campaña, en el continente de la joven república de
Colombia. Los operarios de todos los navíos trabajaron para aplicar unos
pequeños cañones sobre la proa de las piraguas más grandes; éstas fueron
distribuidas luego entre los diferentes navíos, y equipadas con provisiones
de guerra y de boca. También se repartieron entre las mismas los prisio-
neros y nuestros soldados, menos una pequeña guarnición que se quedó
en la isla con el gobernador Faiquere. Grenier dejó, sin embargo, sus ca-
ballos, que no podían llevarse por el río Atrato. Entre los gritos de jú-
bilo de los soldados y marineros y las salvas de artillería de varios fuertes
y de los navíos, s:t!ió b hermosa división con velas henchidas, deseosa
de batirse con el enemigo. En pocos días llegamos al golfo de Darién y
procuramos entrar allí de noche, cuando no fuésemos vistos. La flota an-
dó entre la IsLa de Oro y la costa india, deshabitada y cubierta de espe-
sí simas selvas, donue los centinelas no podían divisarnos. Al despuntar
del día bajé en una piragua por el río Titumate hasta donde habitaba
un indio que yo conocía; él me informó que dos días antes mudlos pe-
queños navíos españoles habían entrado en la bahía de Candelaria, y que
según creía iban hacia Citará. Ante tales noticias, lo llevé a presencia del
genera!; éste me ordenó escoger veinte voluntarios, apoderarme de! vigla
y atacar a los españoles a! amanecer del día siguiente. Partí en seguIda
costeando siempre, ya que e! Atrato no se puede navegar sino entrando
por el brazo de Barbacoas. Por la tarde me detuve porque descubrí la
flotilla española andada en la bahía de Candelaria, y al caer la noche

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®Biblioteca Nacional de Colombia


pasé a lo largo y me dirigí al brazo de Barbacoas. El fuego me indicaba
el lugar de la vigía, la oscuridad y la lluvia me favorecían; desembarqué
en la pequeña isla, me apoderé del centinela, y apostándome en la puerta
del cuerpo del guardia los declaré a todos prisioneros. Los fusiles de los
míos, prontos a hacer fuego, la sorpresa y el sueño de la mayoría, los
hicieron rendirse al momento.
A medida que salían, de dos en dos, los iba atando con lianas de los
árboles, porque su número era superior al nuestro. Por los oficiales me
enteré de que el general republicano Valdés se había adueñado de la
provincia del Chocó, que ahora era gobernada por el coronel patriota
Cancino,3 y de que, en consecuencia, una expedición había salido el db
anterior de Cartagena y avanzaba por el río, para tomar de nuevo el fuerte
y Citará, y luego reunirse con Morales, que debía descender de las mon-
tañas de Popayán y expulsar de toda la provincia y de todo el valle del
Cauca a los republicanos. Quedé sorprendido con estas noticias y me di
cuenta de lo importante que era mi posición, desde la cual podía detener
todo aviso dirigido a los españoles; temía por el escaso número de mis
hombres pero, sin embargo, confiaba en el pequeño cañón de la piragua,
del cual, una vez puesto en tierra, esperaba gran ventaja. Anuncié a los
prisioneros que el primero que se moviese del lugar donde estaba o inten-
tase fugarse, sería muerto con la bayoneta. Al primer albor hice sonar,
como ellos acostumbraban, la diana española, que fue repetida desde los
barcos enemigos, y disparé un cañonazo, todo lo cual anunció a Aury el
lugar donde anclábamos. Los nuestros, entonces, dispusieron los navíos
en tres colunlnas, y con viento fresco y favorable rodearon desde lejos la
Candelaria. La sorpresa de los españoles fue completa: al intentar defen-
derse se confundieron mis, y a los primeros cañonazos huyeron en los
esquifes para refugiarse en la vigía. Pero el general, que preveía esta
fuga, hizo señas al navío más veloz de cortarles la retirada, y entonces
ellos, viéndose perdidos, se desviaron por un brazo del Atrato, donde
quedaron encallados. Algunos llegaron a la vigía, pero, recibidos por un
nutrido fuego, enarbolaron pañuelos blancos y se rindieron a una goleta
que los había seguido. Ninguno de ellos pudo huir para llevar la noticia
de nuestra llegada y de su derrota a Cartagena ni a los que estaban sobre
el Atr::tto. Algunos se habían refugiado en las pequeñas islas que forma
el río, pero viéndose sin embarcaciones, vinieron por sí mismos a entre-
garse. Seis goletas r nn bergantín formaban la flotilla española, bien ar-
mada r provista de \'Íveres, aunque con pocos marineros. La vigía pare-
ch un arsenal, ya que se estaban arreglando las piraguas con pequeños
toldos de hojas rancheras que nos procurábamos en la orilla opuesta.
Al día siguiente todo estaba listo: provisiones, soldados, cañones pe-
queños y las necesarias municiones; seiscientos hombres nuestros y cien

3. En el texto italiano Camino y CanziTlo. Es el coronel José María Cancino,


nacido en Bogotá en 1795, comandante de milicias, comandante de artille·
ría del Pacífico, gobernador del Chocó en 1820, en 1822 y en 1823.

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pnslOneros de Nicaragua conducían las piraguas, diez de las cuales esta-
ban armadas con pequeñas piezas de artillería. Se dispusieron todas en
tres columnas, una bajo las órdenes de Ferrari, otra de Vals y la tercera
de Marcelín; yo mismo, con piraguas ligeras y pequeñas, iba a la van-
guardia y hacía de guia principal; práctico del río, me adelantaba a 1:1
división para descubrir, primero que ellos, al enemigo. Los marinos ha-
cían guardia en la vigía y, una vez asegurados los prisioneros españoles
y sus barcos, se armaron de paciencia en ese lugar de lluvia y de soledad;
tenían, sin embargo, un navío de vigilancia en la isla de Oro y otro en
la parte opuesta del golfo, para no ser sorprendidos como lo habían sido
los españoles. La lluvia, los truenos, el zumbido de los insectos, los gritos
de las aves y de las fieras fueron una música que no cesó durante unos
buenos ocho días. Me adueñé silenciosamente del segundo puesto de vi-
gía y al noveno día arribamos al fuerte, que oíamos cañonear con soste-
nido fuego . En una curva de la cual podía divisarse, subí con el general
a W1 árbol y observamos con largavista las posiciones de los españoles,
que estaban sobre la orilla derecha, a tiro de cañón del fuerte; con cuatro
lanchas armadas de piezas de grueso calibre trataban de atemorizar a los
inexpertos cañoneros republicanos los cuales, aun con tiro débil y mal
dirigido, respondían al fuego. Se decidió esperar el alba del día siguiente
para atacar, pues la oscuridad de la noche podía volver fatal también para
nosotros la sorpresa que debía operarse a espaldas de los españoles. Ca-
minamos silenciosamente en la oscuridad, y cuando creí estar cerca del
enemigo (que por precaución no había encendido el fuego de su vivac)
me detuve, y fui alcanzado por el general y toda la división. Allí espera-
mos pacientemente hasta el an1anecer, que fue anunciado con cuatro ca-
ñonazos y una bellísima diana.
Entonces todas nuestras piraguas se movieron con rapidez, sin temor
de ser Yistas por el enemigo, ya que una densa niebla, corriente en estos
lugares, las envolvía.
No habían acabado su diana, cuando comenzamos la nuestra al so-
nido del cañón y de los mosquetes, y saltamos inmediatamente a tierra
atacando al enemigo, que opuso poca resistencia pero no pudo, sin em-
bargo, salvar la vida frente a aquellos soldados ávidos de sangre y enfu-
recidos. La batalla duró media hora; pocos fueron los sobrevivientes, y
ninguno logró huir, a causa de aquellos solitarios e impracticables bosques
y grandes pantanos. Esta operación fue honrosa para Aury, porque liberta-
ba la provincia del Chocó, doblemente inyadida por las tropas españolas;
en efecto, el general Morales, que se habia refugiado en los Andes e im-
pedía el paso hacia Popayán, había bajado de improviso de las montañas
y sorprendido a los republicanos comandados por el general Valdés
acuartelado en Cali y sus cercanías. Tal como un torrente que se precipita
desde las montañas e inuncll las llanuras, así Morales invadió y saqueó
todo el valle del Cauca' evidentemente no ignoraba que las tropas de
Cartagena debían dirigirse al Chocó, y por la vía de Anserma se apoderó
de Novita. Iba a la conquista de Citará cuando el coronel Cancino, go-

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®Biblioteca Nacional de Colombia


bernador de la ciudad, llevó todas sus tropas al istmo de San Juan, par;¡
impedirle el paso. Así estaban las cosas cuando nosotros llegamos al fuer·
te, encerramos en él a los pocos sobrevivientes españoles pertenecientes al
regimiento de Leones comandado por l\f/lgIlO, y nos pusimos en marcha
hacia la capital, que nos acogió con grandes fiestas r júbilo.
No repasarnos sino una noche, y al primer albor seguimos la marcha
por el río Quibdó, n:.lYegando con nuevos indios noche y día, para ir :1
socorrer al coronel Cancino; éste, informado de nuestra llegada, nos es-
peraba con impaciencia. Innumerables fueron las expresiones de agrade-
cimiento que hizo a Aury, y le confirmó que sin su llegada habría quizás
perdido la provincia que le había sido confiada. De hecho, la resistencia
del fuerte Citará no se debió a los negros que la defendían, sino a la ya·
lentía de un oficial piamontés llamado Salogal, que cargaba él mismo las
piezas, y, con su sangre fría, inspiraba coraje aun a los más atemorizados;
pero, si hubiésemos tardado unos días más, este intrépido oficial habría
muerto víctima de su valor, porque no tenía nadie que lo secundase.
Aury y Cancino determinaron correr en seguida a Novita y atarar a
Morales. Embarcamos todas las tropas, bajamos por el San Juan y remoo-
tarnos noche y día el Tamaná, hasta llegar a pocas millas de Novita. Al
alba, Cancino r los suyos desembarcaron, y por atajos y quebradas llegaron
a un monte detrás de Novita; mieotras tanto, las piraguas comandadas
por Aury debían pasar frente a la ciudad, dejándose ver ¿esde la orilla
opuesta, para hacer creer al enemigo que querían desembarcar aguas arri-
ba. Las tropas estaban así en parte en la plap r en parte sobre la monta-
ña de Novita. Nosotros, sin disparar un solo tiro, pero recibiendo en
cambio muchos, pasamos yelozmente frente a la guarnición, amenazando
con atravesar el río. El enemigo, que creyó yer allí todas nuestras fuer-
zas, descendió del monte )' se vino a la playa; aquellos que la defendían
avanzaron a 10 largo del río para impedir el desembarco. Pero cuando ya
habían corrido más de lUla milla, se oyó, de golpe, la descarg:t que h:lcíu
Cancino sobre los otros españoles; entonces, nosotros nos dejamos llevar
por la corriente, )' en un momento estuvimos en la orilla opuesta, en t ie·
rra. Terrible habría sido este prinJer encuentro, si ellos 1mbiesen estado
preparados para recibirnos; pero, corriendo por aquellas riberas escarpadas
y boscosas, se habían desbandado. En canJbio, Jos nuestros, apenas descen-
dían, se ordenaban en columnas, y con increíble disciplina avanzaban sobre
los españoles; éstos, llenos de terror por encontrarse entre dos fuegos, se
retiraron a una colina para no ser sacrificados en la plap. Ejecutaron esta
maniobra rápidamente; mas de haberse demorado unos instantes, no ha-
brían podido retirarse, ya que los nuestros iban a apoderarse de aquella
altura. La posición era inatacable, }' nosotros, dueños del pueblo )' de la
ciudad, tuvimos que acampar en las faldas del pequeño monte, acechando
al enemigo atrincherado.
Por la noche algunas columnas trataron de ocupar las alturas cerc;.-
nas, pero los españoles se habían b:ltido en retirada hasta un lugJr llama.do

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Juntas. Los seguimos, pero con las precauciones que requerían los montes,
bosques e intrincados senderos de aquella región: empleamos así mudlos
días, y les dimos tiempo de fortificarse. Habían dejado al descubierto el
pueblo y se habían atrindlerado sobre un brazo del río, en la orilla opues-
ta, a la izquierda de un bosque impenetrable que los protegía quizás más
que las trincheras. Apenas llegamos al pueblo estudiamos la posición, y
a la mañana siguiente, al despuntar del día, pasamos inmediatamente el
río por cuatro puntos, aunque el agua nos llegaba más arriba del pecho.
El fuego del adversario era vivo, y los nuestros, sin responder, marchaban
dentro del agua, dispuestos a vencer. Al llegar a la playa, redobló el fue-
go, pero los soldados, enardecidos ror la fusilería enemiga, se lanzaron
como tigres sobre el campamento, que tomaron en seguida. El enemigo
se retiró con orden, favorecido por un terreno montañoso lleno de barran-
cos, cubierto de hórridas selvas, que por la gran cantidad de lianas se
hacen impracticables. Lo seguimos hn.sta la cumbre de un monte, cuyo
único acceso era un camino flanqueado por hórridos precipicios, que ha-
cían temblar. El enemigo, apostado militarmente en la parte superior,
podía, aun sólo con piedras, impedir proseguir a un ejército entero. De-
bimos contentarnos con acampar en las inmediaciones, fortificarnos, y es-
perar el momento de su retirada.
Fue allí donde nos llegó Lt noticia, traída por una estafeta, de que
en La H abana preparaban una expedición para apoderarse de la isla de
Providencia. Los despachos eran del ministro, quien nos pedía que en-
viásemos inmediatamente refuerzos al lugar, para no perderlo. Aury pensó
que no podía confiar la defensa de aquel importante sitio a nadie mejor
que a mi compañero Ferrari, al cual dio órdenes de retroceder hasta Pro-
videncia con toda la flota y su batallón, que había sufrido más que nin-
gún otro por el clima, los insectos y las incomodidades. Fue nombrado
vicegobernador militar, r debía tomar el comando del fuerte principal Ha-
:nado Libertad. Provisto de las instrucciones necesarias, partió para aquel
lmportante baluarte. No se nos ocurrió mandar una columna por el ca-
mino de San Agustín, a fin de que cruzasen los Andes, viniesen por Rol-
danillo y Hato León hacia Anserma, y sorprendiesen al enemigo por la
espalda; y esto fue causa de que los españoles ocupasen con sus fuerzas
todos aquellos lugares, r lograsen mantener una buena guarnición en
Cartago. Finalmente el enemigo se retiró, }' sólo en Anserma hubo un
hecho de armas que se resoh'ió en desfavor de los españoles; éstos, enar-
decidos, dieron fuego a la ciudad, que quedó destruida.
El general Morales cruzó el Cauca con una parte de sus tropas, y
prosiguió por la ribera derecha, mientras los demás, por la izquierda, se-
guían su camino hacia Hato León. Se dispusieron allí, en Naranjos, en
Roldanillo, mientras los españoles que se habían retirado de Cartagena
por orden de Morales se colocaban en las cercanías. Nosotros nos esta-
blecimos en Cartago, y el coronel Cancino en Anserma. No se podían
encontrar caballos para nuestros lanceros ni para el Estado Mayor; por-
que Morales los había requisado r enviado hacia Cali. Era forzoso esperar

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refuerzos de Ibagué, donde se había retirado Valdés con su ejército, ya
que nosotros éramos apenas un puñado en comparación con las fuerzas
de Morales, reunidas alrededor de Roldanillo; no teníamos otra esperanza
que arrojarnos hacia Valza, en las montañas, y e! coronel Cancino haci1 el
mismo lugar abandonado por el enemigo, más acá de Puertas. Valdés,
mientras tanto, reunía su división, descendía del p{tramo de Quindío para
tomar la ofensiva y se unía a Aury, que con Cancino seguía al enemigo y
le presentaba batalla en los bellos llanos de Naranjos; pero el enemigo
los evitaba diestramente, y en plena retirada llegó a las alturas de Popa-
rán; Valdés estableció su cuartel general en Calí. Nosotros quedamos di-
vididos entre Roldanillo, Naranjos, Cajamarca, Hato de león, Anserma
y Cartago. Cancino se retiró por Novita al Citará. Nuevos cuerpos vinieron
a reforzar a Valdés, y el número de sus fuerzas aunlentó a cinco mil
hombres. luego nos reunimos todos en Cartago, y esperábamos con impa-
ciencia las nuevas disposiciones de Santa Fe para conocer las próximas
operaciones de la campaña, cuando los despachos de! vicepresidente San-
tander nos ordenaren marchar hacia Honda, para reunirnos con el ejérci~o
que debía descender a Cartagena, sobre el Magdalena.
Emprendimos la fatigosa marcha por el páramo de Quindío, y nos
detuvimos un día en Ibagué; luego proseguimos por Piedras, }' en Gua-
taqui nos dedicamos a construir balsas con gruesos árboles, utilizando
principalmente cañas guaduas y troncos de cum.lcá, muy livianos y fáciles
de trabajar. Cada embarcación llevaba tres personas, y era conducida por
indios muy expertos. Con unas pocas provisiones, descendimos por el
Magdalena: es sorprendente ver cómo estos indios, con largas pértigas,
saben evitar los escollos, los árboles atravesados }' los troncos flotantes.
Estas balsas están compuestas por una capa de cañas gruesas como nues·
tros álamos, ligadas con fuertes lianas, y aseguradas con otras transvers:\-
les. luego hay una segunda capa de troncos de cumacá, bien atados r
también asegurados con otros colocados al través; finalmente, una última
capa de cañas las remata. En las balsas íbamos todos, menos el general r
su estado mayor, que navegaban en una larga piragua. Encontramos ya-
rias cascadas de mis de diez pies de alto; entonces los indios saltaban a
tierra y retenían con cuerdas a las balsas. Luego bajaban los soldados, r
entonces unos indios se colocaban en la cuenca de la catarata: los otros
soltaban las cuerdas, y las embarcaciones. llevadas por la corriente. se preci-
pitaban al lugar donde los ágiles nadadores las esperaban para traerlas
a la orilla, o con cuerdas o subiéndose a ellas )' forcejeando con las pér-
tigas. Esta maniobra se hacia rápidamente, y apenas daba a las tropas el
tiempo material de pasar de roca en roca a través de sitios escarpados.
hasta superar la cascada. De este modo navegmlos con cuatrocientos hom-
bres, conducidos por el valiente Aury. que en coraje equivalían a cua-
tro mil.
Al llegar a Honda, Aur)' encontró la orden de enviar a un oficial a
Santa Fe para recibir instrucciones, }' luego proseguir para Prm·idencia. a
fin de que toda la flota de Buenos Aires se reuniese en Cartagena. Inme-

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diatamente me fue ordenado dirigirme a Santa fe por la vía de Serrazue-
la: en estas montañas el camino es muy bueno, porque lo frecuentan los
negociantes que de Cartagena van a Santa Fe. Siempre a caballo, subí
durante cuatro días hacia Zipaquirá, donde creía encontrar una fuerte
pendiente, pero en cambio se me ofreció a la vista la vasta llanura de
Santa Fe, y por una lápida puesta al lado del camino me enteré de que
aquel altiplano tiene mil cuatrocientos metros de altura sobre el nivel del
mar; o sea es más alto que nuestro paso del Moncenisio. Una vez en San-
ta Fe, recibí órdenes de tomar el camino de Ibagué, Anserma, Novita y
Citará y dirigirme al golfo de Darién; de allí pasar a Providencia, reunir
todos los hombres disponibles, llevar la flota a Tolú, tomar la plaza, y
enviar un grupo de reconocimiento hasta el Magdalena, para tener noti-
cias de las fuerzas que debían bajar de Honda. Si éstas no hubiesen lle-
gado, debía sostenerse en Tolú, y al primer anuncio de la liberación del
Magdalena, ir con la flota a la entrada del puerto de Sabanilla. 4 Provisto
de las órdenes necesarias, partí al instante, llegué a la bahía de Candela-
ria y subí a uno de los dos correos nuestros que estacionan siempre allí
para traer y llevar mensajes a la isla Providencia. Me dirigí hacia Man-
gles y San Andrés para retirar las guarniciones, y pude enviar la noticia
de mi inminente llegada a mi compañero. Fue un consuelo el abrazarnos
de nuevo. Supe que los españoles habían hecho circular la voz de una
supuesta expedición, pero que nunca se habían preparado para ella, como
las últimas cartas del ministro aseguraban.
Pude, por tanto, con más tranquilidad reclutar todos los hombres
disponibles, y Ferrari y yo nos embarcamos con la división hacia nuestro
destino. Nos acercábamos a Tolú, cuando supimos por un navío inglés
que los republicanos habían tomado Sabanilla desde haCÍa algún tiempo;
en seguida nos dirigin10s a aquellos lugares pasando frente a Cartagena.
En efecto, encontramos en la bahía Sambo 5 a toda la flota de Brion, y
aquí nos fue notificado que siguiendo órdenes de Bolívar, el coronel Mon-
tilla 6 esperaba en Margarita a la división del general Devereux que debía
llegar de Londres, para actuar en las costas de la Nueva Granada. Apenas
llegó, tuvo en efecto que partir, aunque no estuviese el general, que se
había detenido en Jan1aica. Desembarcó Montilla en la provincia de Santa
Marta, y cerca del río Hacha, siguiendo instrucciones, se adentró en el
valle de Upar, para reunirse con una colunma que debía venir de Ocaña.
llegó hasta Los Reyes sin encontrar ninguna columna de republicanos, y
habiendo sido informado de que las tropas de Cartagena y Santa Marta

-
se unían sobre río Hacha para cortarle la retirada, debió incontinenti
4. "SabJllil/a: Pueblo de la prO\ incia y gobierno de Grtagena, en el Nuevo
Reino de Granada, situado en un punto de la costa que sale al mar, enfren-
te de la isla verde". (Alcedo : DicciOl1(lrio, tomo ilI, p. 325). Hoy día en
sus cercanías está Puerto Colombia.
5. Debe ser la bahía Zamba.
6. Mariano Montilla (1782-1851) que akanzó el grado de maror ¡:;eneral.

149

®Biblioteca Nacional de Colombia


replegarse sobre esta plaza, donde arribó casi junto con el enemigo, quien
inmediatamente la bloqueó. Fue necesario, a la mañana siguiente, prepa-
rarse para combatirlo y rechazarlo, pero los ingleses rehusaron hacerlo.
No sólo pedían que se les pagase por todo el tiempo que habían servido,
sino también reclamaban una gratificación de veinte escudos por cabeza
prometidos en Londres y pagaderos al pisar el continente americano. Por
esta causa, el coronel Montilla tuvo que actuar con solamente trescientos
margariteños y otros tantos marineros; salió de la plaza y batió al enemi-
go, pero no logró hacerle abandonar la posición. Al día siguiente convi-
nimos en pagarles, pero no teniendo dinero hlvimOS que valernos de unJ
estratagema que era la única posible en aquel momento. Reunimos en la
plaza del castillo a los ochocientos ingleses, sin armas, y mientras éstas
eran puestas a buen recaudo por los margariteños, Montilla ordenó que
los embarcasen a todos en los navíos mercantes que estaban en el puerto,
y los llevasen inmediatamente a Jamaica. Pocos días después de la partida
de estos facinerosos llegó el general Devereux, y donde crda hallar un
comando, se encontró privado de aquellos mismos hombres que había
traído desde Londres, por 10 cual tuvo que agregarse a la columna de
Montilla, que no pudiendo conservar más la plaza, se embarcó, y con la
división de Brion hizo velas hacia el río Magdalena.
Al llegar al puerto de Sabanilla, Montilla desembarcó, y con sus
trescientos soldados se acercó a un reducto que protegía la rada; los es-
pañoles que lo defendían se dieron a la fuga. Marchó entonces sobre Ba-
rranquilla, a cinco leguas, donde fue acogido con grandes aclamaciones;
todos sus hombres empttñaban aquellas mismas armas que habían tornado
a los soldados ingleses. En las aldeas vecinas la población se sublevó en
masa, y los españoles no osaban salir de Cartagena; en estos momentos
en T ene.rife, sobre el Magdalena, tuvo lugar una batalla decisiva, a con-
secuencia de la cual los españoles perdieron todas sus flecheras, o embar-
caciones armadas del río; las tropas que estaban en las orillas fueron des-
cuartizadas. La victoria 5e debió más al valor de todos que a las buenas
disposiciones del general Urdaneta,7 bajo cuyo mando Aury dirigía su pe-
queña división. Por este hecho quedó libre la navegación por el Magdale-
na, en el mismo momento en que nosotros llegábamos a Sabanilla. Bajé
a tieLfa y me dirigí a Barranquilla, donde encontré al general, el cual me
dio órdenes de embarcar nuestras tropas y mantenernos preparados para
hacer velas. Luego él mismo subió a bordo, y nos apostamos frente a Car-
tagena, para impedir la entrada a los naYÍos cargados de víveres. Lo mismo
hizo la flota de Brion, y ciertamente teníamos en el m3.t un cerco estre-
chísimo, mientras Bolívar, llegado desde Santa fe por el l',f:Jgdalena, ponía
el bloqueo por tierra, estableciendo en h ciudad de Turbaco el cuartel
general del coronel Montilla, quien debía dirigirlo.

7. En el texto italiano Ulal/e/M, pero se trata, evidentemente, Jel general


Urdaneta.

150
®Biblioteca Nacional de Colombia
En seguida después Bolívar vo!\'ió a partir tomando por Ocaña, rumo
bo a Mérida, conquistada hacía tiempo por su ejército de Cúcuta bajo el
mando del general Urdaneta, que había tan1bién tomado Trujillo y Gi-
braltar. En aquella ciudad se formaba una división para ocupar a Mara-
caibo atravesando el lago. Al llegar, encontró que ya había salido hacia
la ribera opuesta, y por tanto, dueño de Venezuela, entró en la provin-
cia de Caracas, la única que le quedaba a Morillo,8 mientras las de Cu-
maná y Barcelona eran ocupadas por los generales Soublette y Bermúdez,
sostenidos por la flota del general Arismendi que defendía Angostura; los
llanos estaban en poder de Páez, que se encontraba en San Carlos. El inte-
rior había sido enteramente liberado, }' sólo quedaba Morales en las mon-
tañas de Popayán, impidiendo el paso por Pasto y la provincia de Quito.
Las plazas fuertes }' los puertos principales estaban aún en poder de los
españoles: Puerto Cabello, Cartagena, Santa Marta, Maracaibo, Portobelo,
Ougres y Panamá; pero había quien obraba por la pronta capitulación de
todos ellos.
Nosotros recibimos órdenes de desembarcar cerca del fuerte de Boca
Chica, en la bahía de Cartagena, y establecernos allí para impedir toda co-
municación con la ciudad por tierra; el valiente coronel Padilla,9 con nu-
merosas flecberas, se introducía de noche por un canal estrechísimo en la
gran bahía cartaginesa, y así podíamos tener comw1icación con las tropas
de Montilla, colocadas en la ribera opuesta. Las dos escuadras de Colom·
bia y Buenos Aires bloqueaban estrechamente el puerto. Pronto llegó la
orden de tomar sin demora Santa Marta, por lo cual se envió a través de
un lago llamado Ciénaga una columna comandada por el coronel Ca-
1"I-ero 10 para cercarla, mientras el coronel Padilla debía cruzar el lago en
el mismo momento en que nosotros con Brion desembarcaríamos en la
playa; atacaríamos así por tres puntos la plaza de la Ciénaga, muy forti-
ficada por su posición en medio del agua y por un presidio con foso y
empalizada, puesto en medio de una llanura arenosa. Nos embarcamos de
nuevo, y temprano en la mañana llegamos frente a h Ciénaga, mientras
Padilla rompía los piquetes colocados en la embocadura del lago, cruzaba
con los suyos los pantanos, corría sobre los cañones enemigos, y los to-
8. En el texto italiano Montillio. Debe ser confusión o errata por Morillo.
9. José Padilla, nacido en Riohacha en 1778. que alcanzó el grado de general.
10 . Nos parece que Carrero puede ser confusión o errata por Carreño. El ge-
neral José María Carreño nació en Cúa en 1792. Subteniente en 1810, hizo
la campaña de Guayana en 1817, y en 1820 era coronel efectivo. Participó
en la campaña de Santa Marta, distinguiéndose en los combates de Codo,
Río Frío y La Ciénaga. Fue nombrado gobernador de la Provincia de San-
ta Marta, y ejerció este cargo hasta 1829. Fue taniliién intendente del Istmo,
del Zulia y del Orinoco, r diputado en el Congreso reunido en Bogotá en
1830. A su regreso a Venezuela, ocupó en 1837 la vicepresidencia del con-
sejo de gobierno, y estll\'O encargado de la presidencia de la república al
terminar el pedodo del vicepresidente doctor Andrés Narvarte. En 18 í7
fue ministro de la guerra y marina. Falleció en 1819. (Véase Scarpetta:
Diccionario Biográfi('o, j' Ramón Armando Rodríguez: Diccionario biográ.
fico, geográfico e hÍ1tórico de ¡.ellezuela).

151 .1_Llor .... NACIO AL DE COlOM


FO .a
®Biblioteca Nacional de Gr:..MAN
Colombia y (:"'8,.1~ L ... "RONI G
maba a viva fuerza; nosotros, luego de cañonear la playa, desembarcamos
entre repetidos gritos y toques de tambor, y, 110 obstante la fusilería ene-
miga, pusimos pie en tierra en el momento mismo en que el coronel Ca-
rrero salía de los bosques, apremiando a los enemigos hacia la llanura.
Tan coordinado fue el movimiento de los coroneles Carrero y Padilla,
que juntos tomaron el fuerte, al que nosotros nos acercamos después de
ellos. Al instante todas las tropas marcharon sobre Santa Marta, y Brion
con dos flotas entró al puerto obligándolo a capitular. Nosotros llegamos
al día siguiente, y encontramos a Brion ya dueño de la ciudad, sin haber
probado el fuego enemigo. Aury estaba con las tropas de tierra, y recibi-
mos los honores debidos a los yencedores. Un día después llegó el coronel
Montilla y estableció en esta ciudad su cuartel general. La flota de Brion
zarpó para continuar el bloqueo, y nosotros quedamos en Santa Marta, y
parte en Sabanilla.
Estas noticias no tardaron en llegar a Santa Fe por el Magdalena, y
pronto Santander dispuso la promoción a general de los coroneles Mon-
tilla, Carrero y Padilla, el primero con el mando del bloqueo y Provincia
de Cartagena, el segundo con el de la Provincia de Santa Marta, y el ter-
cero con la jefatura suprema de la flotilla ligera del río Magdalena. De
nuestra división, la de Aury, no se hablaba, y por tanto él, indignado,
resolvió ir a Santa Fe para hablar con Santander, pues le parecía que
por lo menos, por los servicios prestados, debía serIe concedida la orden
de los libertadores de Cundinamarca; y por todo lo que, hasta entonces,
'sus soldados y su flota habían hecho a favor de la república, consideraba
que debían tener alg.ín derecho al agradecimiento público y a ser me,]-
cionados en los boletines oficiales y órdenes del día, que no hablaban
nunca de nosotros, como si no existiésemos.

NOTA : Lo antes expuesto es confirmado por la hoja de ser ViCIO l' por el pasa-
porte expedido por Santander mismo cuando me efi\'ia ron a Providencia,
sellado en todas las p lazas por las cuales pasé.

1 '; 2
®Biblioteca Nacional de Colombia
CAPITULO XII

Viaje del general Aury a Santa Fe por el Magdalena; clima, usos y costumbres de
los habitantes, productos, animales y otras cosas. Noticias del armisticio y estado
de las tropas. Llegada de Bolívar a Santa Fe. Reproches hechos a Aury. Descripción
de Santa Fe, clima, usos, costumbres y productos diversos; sorprendente cascada
de Tequendama. Rasgos del presidente Bolívar, del vicepresidente Santander y del
general Sucre. Aury es encargado de sublevar las provincias de Honduras. Partida
~o~ . la flota para Providencia. Naufra¡::io en Roncador. Llegada a Providencia e
lOutd ataque a Trujillo. Bloqueo de Omoa. Orden de trasladarse a Cartagena, y
naufragio cerca del cabo Gracias a Dios

Fui escogido para acompañar a Santa Fe de Bogotá al general Aury,


que había dejado sus edecanes en Sabanilla. Remontamos el Magdalena
en una piragua, con seis remeros indios que trabajaban como los del río
~trato, es decir, con las pértigas. Era la estación más caliente, y nos ha-
blan hecho una especie de cabaña cubierta con pieles de buey. Los habi -
tantes de aquellos lugares tienen una mezcla de colores, por los variados
acoplamientos entre españoles, indios, negras, mulatas, y viceversa. Poseen
mucha viveza y habilidad, unidas a un carácter dulce y a veces altivo.
Aman el comercio al cual se dedican totalmente, pues tienen a su ventaja
el puerto de Cartagena y la navegación por el gran río Magdalena. El cie-
l?, en los tiempos veraniegos, de junio hasta febrero, es siempre claro y
ltbre de nubes. Jamás relampaguea, ni llueve, ni tmena, por lo que el
calor se hace tan excesivo que caen las hojas de los árboles como entre
nosotros en invierno, r no se encuentran plantas con hojas verdes sino en
lugares bajos y húmedos y en las vecindades de los ríos, lagos o pantanos.
En las praderas hay bellísimas hierbas, que por el gran calor se secan, y
los habitantes las queman, tanto para extirpar los insectos como para que
crezcan más lozanas .
.El Magdalena es anchísimo, muy profundo, y tiene en su lecho ame-
nas Islas muy grandes. Allí nace la cidra dulce, el sasafrás, el lechero
recto y blanco, con corteza negra que al hacerle una incisión, destila un

153

®Biblioteca Nacional de Colombia


líquido lácteo útil para muchas enfermedades; la casia, el mel'cllre,l el
tllwria que con sus frutos amarillos provoca fiebre, el mepe venenoso,
la sabrosísima parcha granadina, el pardillo gris veteado de negro, de
olor gratísimo y suave para trabajar, el cartán amarillo con el olor del
aceite de lino, el aractt amarillo, ~ el cabeza de negro, 3 igual a nuestro
castaño espinoso, el rojo paravitani;' que sirve para teñir, el ligero cu·
macá,5 excelente para construir rápidamente piraguas, con hojas verdes
armadas de agudas puntas; los arbustos de d1irimoyas y de guayabas con
sus sabrosas frutas, útiles para las diarreas; las palmas de coco, como ,lba·
nicos, el chilete, el píritu, el cucurrito y la sabrosa zapotilla,G cuyos frutos
son delicadísimos. Se encuentran en estos lugares mud1as cañas, entre
ellas el carapacá . ...\llí crece corrientemente la hierba sensitiva, cuyas hojas
se cierran apenas son tocadas; las sandías y los pimentones nacen espon·
táneamente, así como los pequeños ajíes de diversos colores; en los bos·
ques se encuentran las naranjas y los limones. Hay batatas, ñames, yuca
dulce y amarga, con la que se hace pan de casabe, el ocumo, que es como
la col; lechosas, naranjas, cambures, curug!J"¡feJ,' nísperos como los nues·
tros. El aguacate tiene una semilla grande en el medio, su pulpa es ama·
rillenta y se come con cuchara. La roja guayaba sirve para hacer conservas
r contra las diarreas. El hicaco, con la forma de los nísperos, pero con
el sabor de las serbas maduras, tiene los frutos gruesos como manzanas.
Aquí se cultiva cacao, tabaco, algodón, maíz, caña de azúcar y vainilla.
En la provincia de Santa Marta, sobre la orilla derecha del Magdalena,
son muy comunes el ébano y el palo Brasil, y se podría cu'tivar la ca·
chinilla, pequeño insecto que se adhiere a las hojas de las tunas, frecuen-
tísimas en aquella región. Se encuentra también el zliba, madera fácil
de trabajar }' que se conserva muchísimo. Las altas montañas que desde
lejos se ven cubiertas eternamente de nieve, dan finísimos mármoles, pór·
fido y piedras coloreadas. En los ríos se encuentra dondequiera la zar·
zaparrilla, y hay una infinidad de tortugas de enorme tanllño. Las agms
del Magdalena están repletas de caimanes, que se acercan a la playa, con
la boca abierta, para gozar del sol; parecen vigas y engullen los numerosos
insectos que se posan sobre su lengua. Es notable cómo este anfibio no
puede soportar la lluvia, y al sentir una pequeña gota, se zambulle in-
l. Parece tratarse del merecure. Véase cap. IX. p. 114.
:2. Véase la nota 8 del capítulo VlI.
3 Cabe::a de 'legro, según Víctor Manuel Patiño, Plan/as CIIlth'adas, 1. p. 197.
es uno de los nombres que se le daban a la guanábana en Cartago. a fines
del período colonial.
.1. El pa.ral'Í/:lIli (que Cod3.Zz.i pr.obablemente usa por la "oz tamanaca par.t.
llalJIII). es el paraguarr de LLSandro Al"arado. (Glosario. p. 277).
Se,l;ún Lisandro Alvarado (Glosario, p. 126 Y 97), cumaca es la voz caribe,
tamanaca y chaima. que indica la ceiba (BombiL>: Ce) ba}.
6. Es el chicozapote, o níspero. El nombre zapo/illa o sapotill:l, según Patiño
(Pl.uI/.1S culticadas, l, 382) era usado por los piratas.
Probablemente se refiere a las piñuelas (Bromeliáceas) de Colombia. (Según
Pérez Arbeláez, PIIIIl/JS ú/ÍIt's, p 23-. en el Brasil se les llama caraf.lI;ttd).

154
®Biblioteca Nacional de Colombia
mediatamente en el agua. También son numerosas aquí las familias de
los monos, de los micos y de los caparros, blancos y negros, aterciope·
lados. Frecuentísimos son los tigres y los vajapuri, especie de leones. Hay
la tigresa negra, que se bate a menudo con los caimanes en las riberas
de los ríos, el oso ceniciento de boca estrechísima; muchos ciervos con
cuernos sutiles, dantas grandísimas; varios jabalíes, puercos salvajes man-
chados de blanco sobre fondo negro, con el hocico oscuro;8 cerdos an-
fibios que se encuentran solamente en este río, el cual además está lleno
de insectos, mosquitos, rodadores, cínifes, zancudos, tábanos y todo lo
que se encuentra en el río Atrato, pero no en tan gran cantidad. No faltan
escorpiones, ciempiés, arañas, murciélagos, cangrejos, víboras y gruesos
reptiles, todos animales enemigos de la paz del hombre, pero no son
tan frecuentes como en el Chocó. Los pájaros que se ven en el Atrato,
en parte están también aquí, )' además de ellos hay el cucararbero que
Come los insectos de ese nombre, el turpi al , color de la naranja, con plu-
mas negras y amarillas, grande como un tordo, que canta muy bien; mu-
chos canarios que vuelan en bandadas como los gorriones; tortolitas, co-
dornices, palomas sabrosísimas, perdices grandes como gallinas, y ciertos
gallináceos del tamaño de nuestros pavos, que comen carroñas y hieden
horriblemente.
Hay también el pelícano, parecido al ganso, con un gran cuello, y
el pico ancho y largo que cuando se lanza al agua se ensancha tanto que
podría contener un cubo de agua; gracias a él engulle muchos peces. Se
pescan el macioli,9 pez grueso y sabroso, el delicadísimo doncel 10 }' el
pez capitán.
Noche y día navegamos por este amplio río, atormentados no tanto
~or los insectos cuanto por el insufrible calor, y cada día nos parecía un
SIglo. Cambiábamos nuestros remeros en cada pueblo o villorrio, muy
frecuentes en las orillas, a fin de llegar más pronto a nuestra meta. En
Mompox, discreta )' mercantil ciudad, nos fue ofrecida una gran cena
y una fiesta bailable. Igual honor nos hicieron en Honda, donde supimos
que Bolívar, a la cabeza de doce mil hombres, junto con los generales
S.o~blette, Urdaneta y Páez, había obligado a Morillo a una batalla de·
ClSlva en la provincia de Caracas; éste, viéndose en peligro de perderla
y ~e tener que abandonar un vasto territorio tan afortunadamente con-
qUIstado, y dudando además poder sah'arse él mismo, decidió tratar con
BoIí:'ar, a quien hasta el momento había considerado como un rebelde,
Un IUsurrecto y un cabecilla de partido. Tuvieron una entrevista y acor-
daron una suspensión de hostilidades por seis meses. Morillo le dio a
Boli~ar el trato que le correspondía al presidente de la República de Co-

-
lombIa, y con él conyino en que en adelante cesaría por ambas partes la
8.
9.
Los báquiros.
Podría ser el machete o ta¡ali (véase Eduardo Réih!: Palma descripdl'tl de
Venezuela. Madrid, 1939. p. 479).
10. Quizás la donceJla (Na/ichoe,.es radia/uso según Eduardo Rohl, op. cit. p.
193) .

155

®Biblioteca Nacional de Colombia


guerra a muerte, que lo~ prisIOneros serían tratados mejor, canjeados }"
rechazados si era necesano, que los ejércitos mantendrían las posiciones
en las cuales se encontrasen en el momento en que delegados de los dos
bandos se trasladasen a las plazas de Popayán, Cartagena y Maracaibo;
que las hostilidades no se reanudarían sino a la expiración de los sei~
meses, contados a partir desde el día en que habia sido firmado el tra-
tado. Morillo confió su ejército al mando del general La Torre y partió
en un barco francés que estaba andado en Puerto Cabello, para dar cuenta
personalmente a las autoridades, establecidas en España, de la situación
del ejército, de la fuerza de la república y de la imposibilidad de resistir
por más tiempo si no le concedían doce mil hombres más.
Nosotros emprendimos el camino de la montaña sobre buenos ca-
ballos que cambiábamos cada dia, y pasamos el último de noviembre en
los altiplanos de Bogotá, donde hacía bastante frío. A lo largo del velo-
císimo curso del Magdalena, debido a la gran altura en que nace, el sol
es bastante fuerte hasta Honda, }' por lo tanto hace mucho calor; pero
al primer día de subida se siente el aire templado, y al tercero crece el
frío en extremo, pues se entra en la llanura de Santa Fe, más alta que
nuestros Alpes. Vastísima es esta planicie enmarcada, a la derecha, por
las altas cadenas de los Andes que se extienden sobre Tunja y Pamplona.
Recorre plácidamente el llano de esta capital del antiguo .:eino de Nueva
Granada el río Bogotá, que después de recibir en su seno más de doce
afluentes menores, se lanza a través de seh'as y farallones por el monte
Tequendama, todo de piedra viva, que parece tallado expresamente por
la naturaleza a fin de que por él pueda arrojarse este río. Dos rectos y
altos muros de piedra lisa que forman un ángulo agudo, donde es más
estrecho el paso del Bogotá, recubiertos en la cumbre por erguidas palmas
y árboles, hacen risueñas las dos crestas laterales, que llaman los montes
Taso y Zincia. Desde la cima de uno de ellos se observa con maravilla
el muro opuesto, que contiene las voluminosas aguas que con horrible
estruendo se precipitan desde el despeñadero, a más de 200 toesas, sobre
dos rocas superpuestas a poca distancia, las cuales, golpeadas repetidamente
por las inmensas aguas y desde tal altura, presentan un halo de gotas
"olantes, de niebla luminosa, de cOl os de nieve, que forman continuos
y etéreos arco iris a cuya vista no hay quien no quede atónito y encantado.
Esta soberbia cascada es una de las más extraordinarias, debido a
su altura, a las dos rocas batidas con fragor por las aguas a la pequeña
desembocadura del Tequendama y a la gran laguna que está a las faldas
del monte Zincia, donde se suda por el gran calor, mientras que en la
cima se hiela por el gran frío. El clima de Santa Fe de Bogotá es siem-
pre fresco y algo húmedo. Hay dos inviernos r dos veranos; los primeros
consisten en grandes lluyias que no alteran la temperatura, r están eo
los dos equinoccios; los solsticios hacen el verano seco, nada caliente, de
manera que es necesario vestir de paño y tener en la cama buenas cobijas.
A veces llueve. pero no tanto como en el iovierno, que cae en los meses

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®Biblioteca Nacional de Colombia


de marzo, abril, setiembre y octubre; el verano, en los otros ocllO meses.
En esta región se cultiva el grano, que dos veces al año se cosecha con
abundancia. Se siembra en marzo y se recolecta en agosto; luego se vuelve
a sembrar en octubre, para recoger en febrero.
La posición de esta ciudad hace que sus mercados tenpn todos lo~
frutos, ya sean europeos, como de las Indias Occidentales, porque en sus
cercanías se encuentran los diferentes climas que los producen. A'1uÍ quien
lo quisiera podría gozar de un verano perpetuo, de una prim:tvera con-
tinua, y de igual manera de un otoño o invierno: las deliciosas riber:ts
del río Bogotá ofrecen amenos sitios de verano, }' las laderas del Ten:!
una continua primavera; en los valles de este monte hace un calor gran-
dísimo, }' más arriba de S:ll1ta Fe, en las montañas, W1 frío terrible. Las
estaciones son estables, y si se quisiera, podría fácilmente evitarse las tor-
mentas y otros meteoros. En los alrededores de Santa Fe nace el frondoso
uriglia de frutos azul oscuro que sirven para teñir, el árbol del pimiento
Con sus bayas, agradables cuando son verdes, el de la canela, cuya C:Í.scar.l
mascada da un sabor específico; el ri"avirá igual al ajenjo y el frailejó:J
cuyas hojas aterciopeladas sirven para calentarse los pies en el paso d e
los páramos.
El clima que reina en las cercanías de Tena produce la ipecacuanJ,
la jalapa, el sen y el famoso caJaguaJa, cuyas raíces en infusión cur;Ul
las contusiones. Prosperan los higos, los granados, los duraznos, los man-
zanos, los cerezos, los almendros y los nísperos, }' se encuentran todas la')
especies de nuestras flores, hierbas y hortalizas, como todas nuestras le-
gumbres, de modo que en los días de mercado al llegar a las plazas parece
estar ora en Europa, ora en las Antillas, por los muchos frutos, flores
}' comestibles de esta región; y es así durante tod,) el año, debido a las
ya.rias altitudes de la región de Santa Fe, a pesar de encontrarse bajo un
mIsmo paralelo y en la misma zona, presenta tres clases de clima; cálido,
templado y frío.
En estos lugares se encuentran "arias especies de pájaros, r casi todos
los de los climas cálidos: en el llano de Santa Fe está el turpial de tres
colores, amarillo, negro y blanco; el mirlo, casi igual al nuestro, el cisgu
que se parece al jilguero, el has so semejante al canario, con manchas ne-
gras y amarillas, el sanclé amarillo, manchado de verde, el toche amarillo
}' negro, el azulejo todo azul, r la bonrina que canta suavemente. H.ly
también muchos osos negros antes ,. abundantes manadas de m'ejas, (;1-
baIlas )' vacas. " -
Los habitantes de Santa Fe tienen W1a tez admirable, por L.t blancura
de sus carnes }' por el rosado que adorna sus mejill~s. L?s hombre.s son
tranquilos, talentosos, amantes de las ciencias, hOspltalaflos y dedICados
por completo al bien de su patria. Sus antepasados e pañales se unieron
aquí con las indias, }' esta mezcla de europeos y nativos ha borrado en
los descendientes la soberbia española }' su innata altanería, sustituyén-
dola por la natural bondad de los indios, a lo que contribuyó mucho
también la dulzura del clima. Las mujeres son todJS bellísimas, pequeñas,

157

®Biblioteca Nacional de Colombia


bien formadas, y parece que la naturaleza se ha lucido en hacerlas. Son
de buen corazón, aman las diversiones, las conversaciones y sobre todo
la galantería. Su vestuario es generalmente negro, y viéndolas en las calles
públicas, no es posible reconocerlas, debido a que llevan en la cabeza un
grotesco sombrero de fieltro de pequeña copa }' :tnchas alas, debajo del
cual ponen un paño azul que desciende hasta las caderas a la manera de
las peregrinas, y que mantienen tan cerrado con las manos que só:o se
le pueden divisar los ojos; se parecen a aquellas máscaras venecianas que
vemos en carnaval. La ambigüedad que genera su traje manó lona favorece
mucho su coquetería. No se usan coches, y hombres y mujeres andan :¡
caballo, vistiéndose en este caso con más elegancia. No hay negros ni
gente de color, toda la población es blanca.
El prin1ero de diciembre hicimos nuestra entrada en Santa Fe, donde
Santander recibió a Aut)' con mucha cortesía, }' nos dio la noticia de que
dentro de tres días llegaría a la capital el Libertador Presidente. Esto
nos venía a propósito para que Aury pudiese obtener de aquel héroe, que
tanto poder tenía, algunas explicaciones que el mismo vicepresidente no
podía dar, pues seguía las órdenes de Bolívar.
Santander era entonces un joven de unos treinta años, de piel blanc.l
y rosada, cabellos y bigotes rubios, ojos pardos muy vivaces, porte noble,
un poco gordo y de aspecto imponente; poseía un algo agradable r leal
que invitaba a las confidencias e inspirab:t confianza. Estaba terminando
sus estudios en Santa Fe cuando estalló la revolución; se alistó en el ejér-
cito, y Nariño, general y dictador de Bogotá, lo tomó como edecán. Pos-
teriormente contribuyó al derrocamiento del mismo Nariño, cuando éste
trató de tiranizar a sus gentes. Siguió todo el desarrollo de la revolución,
y a la llegada de Morillo levantó un campamento en la llanura del Meta.,
donde reunía a todos los emigrados y a los soldados dispersos. Recorría aque-
llas inmensas praderas, y se unió a Bolívar, con el grado de coronel. Bo-
lívar no lo quería mucho, pues le parecía que este joven dotado de e..x-
traordinarios talentos, de mucha sagacidad, de previsivo coraje, de e},,-tra-
o.rdinaria firmeza r de gran afabilidad, podía convertirse algún día en su
rival. Por eso, trataba de mantenerlo en el olvido y desalentarlo. Pero
sucedió que durante una C)...ploración, con pocos hombres a caballo, con-
ducida por Santander, que escoltaba a Bolh-ar, fueron rodeados sorpresi-
vamente por la caballería española; los soldados fueron pasados a cuchillo,
r Santander y Bolívar debieron su salvación a la velocidad de sus corceles.
Desafortunadan1ente el de Bolívar cae, y su jinete recibe un golpe tan
fuerte que le hace perder el sentido: el magnánimo Santander se vuelve
con su cabaUo, desmonta, hace subir a Bolh-ar, que estaba a punto de
ser capturado por los españoles, }' ambos se salvan. Este rasgo de gene-
rosidad hizo que Bolíyar admitiese que había juzgado n1:1l a su salvador,
y, depuesto todo rencor, fuese su amigo. Poco después fue nombrado
general de brigada: en la batalla de Boyad, divisionario, }' al entrar en
Santa Fe, general de la república. Se puede decir que él solo ha formado
este Estado, pues si Bolínr lo ha libertado, S:mtander lo ha estructurado

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®Biblioteca Nacional de Colombia
en naClon. Toda la administración centrábase en este hombre, que ha sido,
él solo, e! motor y e! director de aque! orden que tan necesario es en
todo gobierno, máxime en una nueva y tan vasta república. Los colom-
bianos le deben su felicidad interna, }' en Santa Fe era considerado como
el padre de todos. Cada día salía a pie, hablaba con todo el mundo, }'
en las horas de audiencia los escuchaba uno por uno. Iba al café público
y se entretenía razonando con los ciudadanos sobre el bien de su propio
país. Sin fasto ni lujo, vivía como un general, pero era tan popular como
un simple ciudadano. Amaba mucho a los extranjeros, las artes, las cien·
cias; por sí solo había aprendido a traducir correctamente, y leía libro~
franceses e ingleses como si estuviesen escritos en español .
Jlmto con el vicepresidente, su Estado Mayor )' los ministros de l.'
república, el general Aury y yo fuimos al encuentro del presidente al
pueblo de Alabanza, a lUla jornad3. de camino. Llegamos en el momento
en que hacía su aparición Bolívar, acompañado por el jefe de su Estado
Mayor, general Sucre, }' dos edecanes. Por la noche cenamos y buba un
baile al cual Bolívar no asistió, pues estaba cansado.
. Este guerrero que hasta ahora ha seguido las huellas de! gran Wash-
l~gton, y que hoy día ha superado sus gloriosas empresas; este gran ca-
pitán, no sólo libertador de su propio país, sino también conquistado!
y pacificador del Perú, es pequeño de estatura, de constitución delicada,
de piel curtida pero pálido; tiene la nariz aguileña, cabellos negros con
p.atillas y bigotes larguísimos, ojos vivaces y oscuros, frente alta }' una
fisonomía más bien altiva. Es infatigable en las largas marchas a caballo,
y de una actividad sin par, que casi no le permite dormir }' lo mantiene
en una continua ocupación. Ama el bello sexo y bs di"ersiones, fero del
uno }' de las otras rápidamente se aleja, si el deber militar r el bien de
su patria lo llan1an a la fatiga, a las renuncias, a los peligros, en medio
de los cuales ha demostrado siempre un alma fiera e imperturbable, no
perdiendo nunca la fe en el objetivo que se había propuesto. Sabe
bien el francés r el inglés, y está dotado de muchas luces y conocimientns
que le han permitido elevarse hasta el eminente grado que ocupa; }' si
Continúa con los sentimientos que hasta ahora ha mostrado, anteponien-
do el bien público al interés privado, es cierto que en el mundo no 113.)'
~ombre igual, ni la historia presenta héroe alguno que llegado ata! .vér.
ttce de grandeza haya sacrificado su vida, bienes y honores a la fellCldad
de la patria, que a él solo debe su regeneración, su libertad y su grandeza.
Por la mañana desayunamos y luego salimos todos para Sant3. Fe.
Durante e! viaje Auc}' se acercó al rresidente para hablar sobre lo con-
cerniente a su división, pero Bolívar no había olvidado la cuestión de
Santo Domingo, y reprochó a Auc)' haberse alejado de él.: le diio. además
que en San Bartolomé había tratado de sublevar al Almirante BIlon para
que no viniese al Orinoco, con el fin de conquistar ellos solos la Gra-
nada; que si lo había auxiliado, no lo había hecho de buen grado sino
forzado por las circunstancias r por el deber que le imponía la república
de la cual dependía; que él no tenía más necesidad de sus tropas, }' que

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®Biblioteca Nacional de Colombia


de su arbitrio dependía retirarse del territorio de Colombia y prestar sus
servicios en Buenos Aires.
El general Aury no esperaba tantas reprimendas y tenía más alto
concepto del ánimo de Bolívar, por lo cual es fácil imaginar cómo fue
el resto de aquella marcha. Por la noche había en Santa Fe un baile }'
una gran comida, pero Aur)', herido en su honor, no quiso asistir. San-
tander me mandó a llamar y yo le conté lo acaecido. Las señoras Ibáñez,
amigas la una del presidente y la otra del vicepresidente, me suplicaron
que convenciese a Aury, pero mis esfuerzos para hacerle cambiar de opi-
nión fueron inútiles; durante toda la noche paseamos por Santa Fe, y
él se desahogó conmigo de lo que le oprimía el corazón. Al día siguiente
fuimos a palacio y sostuvo una larga conferencia con Santander, a raíz
de la cual seguimos participando en su mesa. Mientras tanto, I30lívar se
había enfermado, )' sólo las Ibáñez y Santander tenían acceso hasta él.
Aury redactó una nota resumiendo los acontecimientos de Los Cayos, el
encuentro con Brion, la salvación de su flota y de la provincia del Chocó,
la liberación del Magdalena, el bloqueo de Cartagena, la toma de SantJ
Marta, para que supiese la forma en que siempre había actuado: comO
buen general, bravo soldado y fiel republicano. Yo la presenté al mismo
Bolívar, y pudimos comprender entonces que el Almirante Brion había
tratado de desacreditar a Aury, en agradecinúento por haberle éste sal-
vado la vida, el honor y la marina de la república. Finalmente Aury tue
admitido a una audiencia particuhr con Bolívar, en la cual se acordó que
saldría rumbo a Providencia y de aquí a aquellas islas de Honduras que
no pertenecían a la república, para que durante el armisticio la división
de Buenos Aires, no comprendida en él, actuase en aquellas provincias
y tratase de agitarlas y soliviantarlas. La sublevación ya se bacía sentir en
México, pero las costas del otro lado del istmo permanecían indiferentes
al llamado de la libertad ; es más, parecían amar la esclavitud, mientras
que Bolívar, puesto que limitaban con Colombia, quería verlas conver-
tidas en república. Por eso, le sugirió expresamente a Aury que dirigiese
su acción hacia aquellos lugares, no tanto para subyugarlos, sino para
ayudarlos a fortalecerse y sacudir el yugo.
Al mismo tiempo se presentaba ante Bolívar el jefe de su Estado
Mayor, general Sucre, para asumir el mando del ejército del Sur, que
se encontraba cerca de Popayán. Su plan era liberar toda aquella provin-
cia, inmediatamente después del cese del arnlÍsticio, y también la de Quito;
de allá pasaría a conquistar el Perú, ya que también Guayaquil se babía
constituido en República, y SJn Martín, general de Buenos Aires, pro-
seguía con éxito sus campañas en el Perú, donde el partido español aún
predominaba. El general Sucre justificó posteriormente la confianza que
Bolívar le había acordado, con la gran batalla de Ayacucho, decisiv3
para la libertad del país de los Incas. Sucre tenía en aquella época treinta
años, era de estatura regular, delgado, marcado de viruela, de cabellos
y ojos negros, sumamente vivos, nariz proporcionada; de noble porte, pero
de pocas palabras, con muclla sangre fría, preciso en sus cosas, muy poco

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le interesaban el lujo, el fasto y las diversiones; por lo general vestía un
sencillo gabán, sin ninguna insignia de general. Nadie se imaginaba, en-
tonces, que tendría un nombre inmortal, y que se convertiría en el gran
mariscal de Ayacucho y segundo libertador del Perú, después de Bolívar.
Salimos de Santa Fe, llegamos a Honda, donde nos embarcamos, y
a los pocos días nos encontrábamos en Barranquilla. Aury siguió rumbo
a Sabanilla con el fin de equipar los navíos anclados en el puerto para
la travesía hasta Providencia. Yo me dirigí a Santa Marta para acelerar
la salida de aquellos buques; luego debía reunirme con él en Sabanilla.
Santa Marta es una ciudad construida en piedra según el gusto europeo,
con bellas plazas y catedrales. La protegen dos fuertes, y sobre una roca,
en medio de la entrada del puerto, se ha erigido un castillo, lo más va-
lioso de aquellas fortificaciones. Nos detuvimos en ella pocos días, pero
cuando llegamos a Sabanilla el general había salido ya para Providencia
en un brick,. nosotros lo seguimos con toda la división. Me embarqué
en una grande y bella goleta, llamada Guerrera, en la cual se encontraba
Ferrari, para disfrutar de su compañía durante el viaje; él había escogido
este buque porque el capitán era italiano. Formábamos un bello triunvi-
rato, pero nuestra alegría no duró mucho tiempo, ya que a causa de una
tormenta nos alejamos de la flota, y, perdido el rumbo, chocamos contra
los escollos llamados El R077cador.Jl De nada sirvió arrojar al agua los
cañones, las provisiones y todo lo que llevábamos: por la mañana el barco,
completamente estrellado, estaba casi cubierto por las aguas. Con una
chalupa tomamos tierra sobre un peñasco y tratamos de recobrar los baúles,
las provisiones, los toneles de agua y todo lo que no se había llevado
el mar. Como estábamos tan sólo a un día de Providencia, el capitán
ocupó la única embarcación que nos quedaba, y en aquel leño liviano,
Con buenos y valientes marineros, una pequeña vela y su brújula, em-
prendió el trayecto, prometiéndonos estar de vuelta dentro de cuatro o
cinco días con un barco, para conducirnos a salvo. Nuestra situación era
de las más desesperadas, pues si por desgracia el pequeño bote se perdía,
seguramente habríamos muerto allí de hambre y de sed. Pescábamos dia-
riamente para ahorrar las pocas provisiones salvadas, y bebíamos el agua
Con gran parsimonia. De noche, sobre los escollos, atrapábamos algunos
pájaros bobos que comíamos asados sobre la desnuda roca, sin posibilidad
de conseguir leña ni agua. De vez en cuando partíamos restos del barco
y encendíamos fuegos con mucha moderación, ya que habían pasado
quince días sin que viésemos buque alguno. A los veinte, la consternación
era general. Los víyeres escaseaban, éramos muchos, y ya no teníamos es'
peranza, pues dábamos por perdida la pequeña chalupa y los que debían
salvarnos. Finalmente descubrimos una vela: el grito de alegría fue al-
tísimo, hicimos señales de humo y no tardamos en reconocer nuestra

11 . Los Cayos de Roncador.

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bandera. Un bote vino con muchas precauciones a recogernos, y supimos
entonces que después de cinco días de navegación, la chalupa había llegado
a Providencia; al día siguiente salió una goleta, pero no logró localizarnos
y regresó; tuvo que venir el capitán italiano en persona para encon-
trarnos en aquel lugar peligroso.
Nos llevaron a Providencia, donde nos detuvimos pocos días, ya que
pronto nos hicimos a la mar rumbo al cabo Gracias a Dios, donde el
general desde hacía tiempo había estipulado un tratado ofensivo-defensivo
con el rey de los Mosquitos, llamado Jorge. El se había adelantado de
propósito a la división, con el fin de enviar un habitante de Mangles a
aquel soberano, para pedirle que suministrase quinientos indios para ata-
car la plaza de Trujillo que confinaba con sus estados: el general se
comprometía a pagar una cantidad por cada hombre muerto, mutilado
o herido. El rey Jorge había aceptado la proposición, y estaba reuniendo
sus guerreros en el cabo de Gracias a Dios, lugar de residencia, cuando
llegamos nosotros con la división compuesta por doce barcos, cuatrocien-
tos marineros, seiscientos hombres de ataque, cien caballos, dos piezas de
artillería pesada y muchas provisiones de boca y de guerra embarcadas
en Santa Marta y en Sabanilla. Yo tenía entonces el grado de teniente
coronel de artillería, jefe del Estado Mayor; mi compañero era teniente
coronel de infantería y comandante de una columna. Nos detuvimos va·
rios días en la costa india para embarcar a los hombres que nos suminis-
traba el rey de los Mosquitos.
Se hallaba aquí el ex capitán del Estado Mayor de Aury, coronel
Gordon, de nacionalidad inglesa, quien después de la toma de San Fe-
lipe, tuvo unas divergencias con el general y, durante la travesía haci:!
Providencia, pidió que lo dejasen en estas costas; desde entonces había
vivido con los indígenas, por los cuales era muy venerado, y sobre todo
gozaba del favor del rey. El general, olvidando el pasado, lo recibió ami-
gablemente y le ofreció el mando de todos los Mosquitos, si quería se-
guirlo en la expedición; a la toma de Trujillo lo nombraría gobernado!
militar. Aquél aceptó, pero con el propósito de vengarse, y en efecto
envió secretamente unos indios a Trujillo para prevenir al gobernador de
nuestra llegada y del lugar de ataque que Aury imprudentemente había
comunicado, creyéndolo amigo. Además, hizo aparecer una falsa carta
del gobernador inglés de Bélice, según la cual éste prohibía al rey de
los Mosquitos guerrear con los españoles, so pena de incurrir en la indig-
nación de la Gran Bretaña que lo había coronado rey y lo protegía de
España; el ingenuo y primitivo soberano creyó en este engaño, y con lá-
grimas en los ojos vino a rogarle al general que hiciese desembarcar a
sus indios. Aur)', que era bueno, consintió, y sin perder tiempo salió rum-
bo a la plaza de Trujillo.
Esta ciudad está ubicada en el fondo de una gran bahía, sobre una
elevación aislada a la derecha por un precipicio, en frente tiene el mat

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y a la izquierda un declive no muy empinado; las montañas la rodean
por todos lados, pero a alguna distancia. Con toda la flota pasamos a
tiro de cañón delante del fuerte, y echamos las anclas a una milla; caño-
neamos la playa y bajamos a tierra todos, hombres, caballos y artillería.
Después avanzamos en buen orden, en varias direcciones, para reconocer
el terreno.
El enemigo era numeroso y estaba atrincherado en toda la línea. No-
sotros, antes del mediodía, nos habíamos adueñado de cuatro reductos;
yo, con una columna que debía conducir a una elevación, me acerqué
tanto al fuerte que la metralla me pasaba por encima, y con la vanguardia
nos adueñamos del último reducto, que nos costó la pérdida de muchos
hombres y del valeroso coronel Davine, comandante de la vanguardia. Un
repliegue del terreno nos protegía de la artillería de la fortaleza, y nos
mantuvimos en esta posición hasta la noche, cuando me llegó la orden,
del general, de retroceder, ya que había abandonado la idea de conquistar
aquella plaza, por el gran número de enemigos y la imposibilidad, una
vez tomada, de mantenerla, pues sus habitantes estaban todos en armas
a favor de los españoles. En efecto, eran más de cinco mil, tenían una
buena posición y un fuerte con veinticuatro piezas de cañones. Fue pru-
dente partir, y la retirada me fue confiada a mí; el general, a bordo desde
el anochecer, preparaba la marina. Empecé en silencio a embarcar las
municiones, los víveres, la artillería, los caballos, y después los hombres,
pero por falta de embarcaciones quedé en tierra con cinco soldados por
más de dos boras, hasta que por fin nos vinieron a buscar; apenas nos
fuimos los españoles prendieron fuego al lugar, para que supiésemos que
espiaban nuestros pasos. Al amanecer ya estábamos fuera de la bahía, y
nos dirigimos hacia Omoa. 12
Esta playa tiene un puerto muy bueno y seguro y una fortaleza con
murallas altísimas, fosos y puentes elevadizos que protegen los barcos
andados. La ciudad se encuentra aislada, en las faldas de una montaña,
y está habitada casi completamente por caribes y negros de las islas de
Sotavento, traídos aquí por los ingleses. Son buenos soldados y combaten
bien. Desembarcamos a mucha distancia del fuerte, y para dar la impre-
sión de que traíamos numerosos hombres, cuando parte de ellos bajaba
a tierra, detrás de una punta, otros volvían a bordo acostados en las mis-
mas embarcaciones, y de allá regresaban nuevamente de pie, para hacer
creer que desembarcaban muchas tropas. Exploramos el interior del país,
y el enemigo vino a provocarnos, pero el general envió a través de una
montaña a una columna que logró sorprenderlo de lado, y desplazarlo
de un bosque desde el cual nos ametrallaba constantemente con su arti-
llería; lo perseguimos hasta el cañón de la plaza. Empleamos cuatro días

12 . San Fernando de Omoa, a orillas de una gran bahía, en el golfo de


Honduras.

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para tomar las poslC1ones que rodeaban la plaza y obligar a todos los
habitantes a encerrarse en el fuerte. Llevamos a tierra unos cañones de
a bordo para abrir brechas. Dos baterías nuestras, colocadas sobre una
altura al nivel del fuerte, empezaron a contestar con buen éxito el fuego
de éste. la flota bloqueaba el puerto, y nos habíamos adueñado de todo
el campo; casi todos los marineros estaban en tierra y compartían con
nosotros las fatigas del asedio.
los enemigos intentaron una salida, pero fueron rechazados con pér-
didas; si hubiesen conocido bien nuestro número, no hay duda de que
nos habrían desalojado de ese lugar, demasiado vasto para poder ser de-
fendido en su totalidad. Parecía imposible que se hubiesen realizado en
tan poco tiempo tantos trabajos, debiendo, además, vigilar día y noche ;
pero Aury estaba po.r doquiera, y no cedía al sueño.
Cuando pensábamos ver pronto el fruto de tan duras fatigas, una
goleta, de Colombia, trajo la orden de suspender en seguida toda ope-
ración y de trasladarnos inmediatamente a Cartagena. Fue preciso obe-
decer, y esa misma noche tuvimos que embarcar todo. También esta vez
cayó sobre mí el peso de la retirada, que debía hacerse sin conocimiento
del enemigo. Me costó mucho conducir hasta la playa los cañones de
grueso calibre y embarcarlos en silencio y en la más sombría oscuridad;
lo mismo tuve que hacer con las municiones, los víveres y los caballos.
Sólo después de medianoche logré retirar los puestos avanzados. Final-
mente, embarcados estos últimos y el resto de las tropas, quedé en tierra
con veinte hombres, con los cuales me encaminé hacia el lugar donde
habíamos desembarcado al llegar. Amanecía cuando nos vinieron a bus-
car, y apenas todos estuvieron a bordo, bajamos a tierra a los prisioneros.
Mientras nos hacíamos a la vela, virnos que los españoles no se atrevían
a salir, creyéndonos todavía en las trincheras ; no se convencieron sino
cuando llegaron hasta ellos los felices rehenes puestos en libertad .
la división, que hasta entonces había trabajado sin lograr cumplir
sus planes, iba tristemente hacia el Triunfo de la Cmz/' pequeño puerto
llamado así, habitado únicamente por vagabundos y fugitivos que se de-
dicaban a cuidar hatos de vacas. Tomamos tierra para reponernos de las
fatigas sufridas y proveernos de carne fresca para el trayecto, mientras
el general Aury, en una liviana embarcación, partía para Providencia a
fin de preparar lo necesario para la nueva expedición a Cartagena. Des-
pués de algunos días nos hicimos todos a la vela, y navegábamos libre-
mente tratando cada barco de llegar primero a nuestra base de Pro-
videncia. Pero, cada vez que nos alejábamos del general se nos presen-
taban nuevas desgracias. En efecto, una noche de alta marea y viento frío,
la goleta donde estábamos el comodoro, mi amigo Ferrari con los más
13. "Una punta de la costa en la provincia y gobierno de Honduras, entre
el puerto de la Sal y el río Tían, 30 leguas del golfo". (Alcedo: Diccio-
nario, tomo 1, p. 395).

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escogidos de su batallón, y yo, encalló en los arrecifes llamados de la Se-
rranilla, y no pudimos liberarnos. La confusión era grande, pero 1lllper-
turbable el semblante del comodoro.
Ordenó en seguida que se arrojasen al agua todas las piezas de ar-
tillería, pero aseguradas con unos mecates, y luego los toneles. Después
se cortaron los árboles y se tiraron al mar amarrados. Pero nada sirvió
para hacer flotar una embarcación tan grande, que empujada por un
fuerte viento y por las marejadas, había penetrado mucho en lo seco,
y que a causa de las sacudidas se había roto de tal forma que el agua
entraba por todas partes. Apenas de día, tratamos de salvar a los hom-
bres: construimos una especie de balsa con los árboles, las vergas, las
vigas y las tablas del barco, atados con fuertes mecates, pusimos en ella
un tonel de agua y distribuimos a cada uno un poco de bizcocho. Dos
chalupas y una lancha debían remolcar esta balsa, sobre la cual había
oficiales, soldados y marineros; los más expertos y robustos entre estos
últimos estaban en las embarcaciones, al mando de los tres primeros ofi-
ciales de a bordo. Pero apenas toda la gente subió a la improvisada al-
madía, ésta se sun1ergió, y el agua nos llegaba a la rodilla; cuando nos
cansábamos de estar de pie y queríamos sentarnos, nos subía al pecho.
Allí perdimos todo, menos nuestros documentos, que llevábamos al cuello
encerrados en un estuche de lata.
Es hor,rible recordar aquel naufragio, aquel terrible viaje de cinco
días y cinco noches, sin ver tierra, llevados más por las olas y las corrientes
hacia el cabo Gracias a Dios, que por la pericia de los pilotos. Debíamos
mantenernos fuertemente abrazados para no ser barridos por las olas que
desde todos lados nos cubrían. Ora veíamos las chalupas, ora las perdía-
mos de vista, y de noche temíamos siempre ser abandonados a nuestro
cruel destino. El hambre nos atormentaba, la continua agua salada nos
quemaba la piel, los escualos, devoradores de carne humana, merodeaban
a nuestro alrededor en espera del afortunado instante en que nos tendrían
como alimento. Ya empezaban las intrigas para defenderse del hambre, y
aparecían los indicios del hombre desesperado que para subsistir no tiene
repugnancia en matar a los compañeros y saciarse con sus carnes crudas
y palpitantes. Cada uno de nosotros recordaba el célebre naufragio de
la fragata francesa MedtlSd durante el cual más de cien hombres fueron
J

devorados. Habríamos quizás pensado en hacer lo mismo, pero un día la


vista de tierra nos reanimó a todos.
A pesar de lo cansados y débiles que estábamos, nos manteníamos
de pie, contra el ímpetu de las aguas, para gozar de aquella vista. Apenas
tocamos la playa, unos se arrodillaron para dar gracias al Altísimo, otros
se acostaron más muertos que vivos en la hierba, y alguien corrió hacia
algún fruto salvaje para saciar el hambre que hacíase sentir con aguda
crueldad. Así fuimos salvados por la buena ventura en tierra extraña,
pero amiga: era la costa de los Mosquitos, nuestros aliados, quienes nos

165

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recibieron con gran hospitalidad: aquí descubrimos la trama urdida por
el coronel Gordon para hacernos fallar en la toma de Trujillo. El no
se encontraba ya entre estos indios, que, aunque bestias, lo aborrecían
después de semejante traición; si hubiese caído en nuestro poder, segu·
ramente habría pagado con su cabeza aquella inicua perfidia.

NOTA : Todo esto consta en el pasaporte expedido por Morillo para Santa Fe,
sellado en las varias plazas, y en el de Santander para Sabanilla, al
regreso ; en la patente de teniente coronel efectivo de artillería con fecha
2 de noviembre de 1820, en la carta anexa del general Perú de la Croix,
jefe del Estado Mayor, y en la hoja de servicio.

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CAPITULO XIII

Clima, usos y costumbres de los indios Mosquitos y nuestra estada entre ellos.
Llegada a Providencia y Cartagena. Capitulación de aquella plaza. Expedición que
me es confiada para sorprender y posesiooorme de Omoa y del fuerte de San
Felipe. Salida en una pequeña embarcación y peligros encontrados. Llegada a
Omoa y ventajoso descubrimiento en esa plaza. Reunión en el Triángulo con
Courtois y toma pel fuerte San Pablo, en la bahía de Santo Tomás, con dos
barcos de guerra. Marcha sobre San Felipe. Sorpresa de aquella plaza. Refuerzos
y tratado de restitución pactado con la nueva república de Guatemala. Continua-
ción de las operaciones de Colombia y regreso a Providencia. Muerte de Aury y
sus consecuencias. Llegada del ministro y secretario general y nuestro retiro del
servicio

Los indios Mosquitos no solamente compartieron con nosotros sus


chozas, sus canoas, sus hamacas, su comida, sino que también nos ofre-
cieron sus mujeres y sus hijas. Aquí se acostumbra hacer estos obsequios
a los forasteros de alta categoría, y los indios se sienten defraudados si
éstos no aceptan: sería la mayor ofensa que se les pudiese hacer. Verda-
deramente, tal ofrecimiento fue hecho sólo a los principales oficiales,
quienes con agrado aceptaron aquellas indias que les fueron presentadas
desnudas, con un delantal del tamaño de una hoja, puesto más por co-
quetería que para ocultar las partes vergonzosas. Duermen en hamacas
tejidas de fibras de caraguatá,1 planta parecida al ananás, pero de hojas
más largas, que ellos utilizan como nosotros el cáñamo. Su hamaca es
una especie de red más larga que un bombre, a cuyas extremidades están
atadas muchas cabuyitas unidas a dos anillos, los cuajes cuelgan de dos
cuerdas que se amarran a los travesaños de las paredes. Duermen suspen-
didos en esta forma para gozar del fresco, tan necesario en aquellas ca-

1. Según Enrique Pérez Arbeláez (Plantas lítiles de Colombia) , caraguará sería


el nombre vulgar que en Brasil atribuyen a una Bromeliácea, la Bromelia
Pinguin.

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lurosas regiones. La mujer amarra su chinchorro cerca del hombre, en
espera. Estas indias son altas, bien formadas, de ojos pequeños, frente
angosta, nariz aguileña, mentón redondo, pelo negrísimo, largo y suelto
sobre la espalda. Tienen caderas anchas, traseros redondos, muslos car-
nosos, bellas piernas, pies pequeños, y su piel es color de nuez clara. No
tienen ninguna visible sensibilidad, y son esclavas sumisas de los hombres.
Estos las someten a los más rudos trabajos; los siguen en la cacería para
cargar con los animales muertos, van al bosque a cortar la leña, retiran
la pesca de las piraguas y las arrastran a la playa, recogen los frutos,
cocinan, hacen todo lo necesario para la familia. y ellos tienen hasta la
impudencia de acostarse en los chinchorros y fingir dolores, como si estu-
viesen enfermos, cuando sus mujeres dan a luz. Estas pobres, protegidas
por la naturaleza, paren sin grandes sufrimientos, retirándose al bosque,
entre la hierba, a la orilla de un río, sin necesidad de ayuda alguna.
Lavan a sus hijos, los envuelven en cortezas de árbol que se amarran a
la espalda, y regresan, como si nada les hubiese pasado, a sus quehaceres.
Son ellas las que hacen el pan con la yuca amarga, que llaman casabe,
las que fabrican ollas con tierra cocida sobre pequeñas hornillas; en suma,
todo el peso de la vida gravita sobre la mujer, y el esposo no tiene sino
que fabricar las chozas, ir de caza, de pesca y a la guerra.
Estos indios son más altos y más fieros que los de San BIas, y
llevan el pelo muy corto sobre la frente. Se comprende que tienen poco
intelecto. Nada molesta su tranquilidad, y su corazón es tan insensible
a la desgracia como a la dicha. Acostumbran ir desnudos, cubriendo con
una pequeña corteza las partes genitales, y viven felices a su manera, sin
preocuparse por la riqueza ni por la autoridad. El interés y el honor,
resortes tan poderosos en nuestras acciones, no tienen ningún valor para
ellos. El escasÍsimo número de ideas que tienen no supera el límite de
sus necesidades. Esta es la razón por la cual demuestran un carácter de
evidentísima insensibilidad. Son golosos cuando tienen algo con que sa-
tisfacerse, moderados cuando la necesidad los obliga, valientes cuando tie-
nen la certeza de vencer, tímidos y pusilánimes cuando están inseguros.
Aborrecen la fatiga y, sin embargo, por naderías, son capaces de soportar
las más grandes penalidades. No saben prevenir ni reflexionar, carecen
de criterio y ocupan su vida en la cacería, la pesca y un amor primitivo.
Expresan su alegría con abundantes carcajadas y saltos de niños; de re-
pente pasan al llanto, si su jefe lo ordena, y vuelven a reír con una indi-
ferencia tal que demuestra que lo hacen más por hábito que por senti-
miento. Las madres acostumbran a sus hijos desde la más tierna edad
-llevándolos sobre la espalda o entre los brazos- a ver los precipicios
y a soportar los efectos de un sol abrasador, frotándolos con el aceite
de palma que emplean los indios para defenderse de la inclemencia de
un clima hostil. A los seis años ya son aguerridos como jóvenes leoncillos.
Las hijas siguen a la madre, y los varones llevan las flechas y el arco
del padre: escalan montañas, cruzan torrentes y juegan sin temor con

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los remolinos que vuelcan sus débiles canoas. Si hieren a un pez, se lanzan
~n seguida al agua, lo persiguen con gran agilidad, lo atrapan y lo arro-
Jan a la playa.
Conocen las propiedades de las plantas, sus venenos y los encantos
y atractivos de todas las especies de animales. Con las hojas del hiaval1,'
planta que se encuentra en pequeñas cantidades en los lagos, logran hacer
flotar a los peces sobre el agua, inmóviles. Si apuntan a un pájaro en
medio de un bosque tupido, dirigen la flecha en parábola y no directa-
mente, de manera que caiga perpendicularmente sobre la presa: así hacen
a causa de las lianas enmarañadas y de los árboles espesos que con sus
ramas impedirían el curso del dardo. Por todo esto, diré, como cierto
viajero, que aquellos pueblos tienen ojos de águila, oídos de oso, pies de
ciervo, sagacidad de sabueso y destreza de dioses. Están gobernados por
varios caciques, o sea jefes de caseríos, que dependen del rey Jorge, co-
ronado en Jamaica con este nombre por los ingleses, después de haberlo
educado en aquel establecimiento durante largos años para que se civilizase;
pero apenas regresó entre los suyos, se quitó el uniforme de general que
le habían regalado, y con una camisa roja y un sombrero de paja vive
feliz entre sus indios. Sin embargo, ha otorgado a sus mejores guerreros,
que manejan muy bien el arco y un poco el arcabuz, los grados de general,
coronel y capitán.
El territorio de este amplio reino es completamente plano, cubierto
de llanuras, bosques y pantanos. El calor es abrasador y en esta región
se dan todos los productos de los países cálidos, como en las provincias
de Cartagena y del Chocó. Cultivan el cacao, el ñame, las batatas, y truecan
Con los ingleses zarzaparrilla y conchas de tortuga, por tabaco, ron, pól-
vora, municiones, escopetas, armas blancas, vidrio, espejos y pañuelos.
Quien cultiva un campo, tiene derecho a que lo respeten, mas si lo aban-
dona, otro cualquiera puede ocuparlo. Es lícito, al ~n~ar en sus chozas,
sentarse y comer sin pedir permiso; es éste un pnnClplO de gran hospita-
lidad, que los coloca, en este aspecto, por encima de los europeos. Con
estos buenos, simples y cordiales anfitriones, pasában10s muy agradable-
mente el tiempo y aliviábamos el peso de nuestra desgracia yendo con
ellos ora de pesca, ora de cacería, ora admirando cómo fabricaban sus
canoas con hachas de hierro o de piedra, y también por medio del fuego
que encendían sobre los mismos árboles, ya cortados y tallados, para ob-
tener más rápidamente la parte cóncava. A veces observábamos el modo
de hacer el pan de casabe, para lo cual toman la yuca amarga y venenosa,
la rallan sobre una especie de doble sierra de madera, poniéndola des-
pués en una red, en cuyo fondo hay una piedra que la mantiene bien
extendida hacia el suelo, desde el árbol al cual está amarrada; agregando
agua continuamente, hacen salir aquel amargo, que es veneno, y luego
preparan una masa que extienden sobre anchos platos de barro, construidos

2. Se trata de un barbasco (T ephrosia emarginata, según Pérez ArbeJáez op.


cit., p. 609) . Otro nom bre que le dan Jos indígenas es haiari. '

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por ellos mismos; encienden un gran fuego y la cuecen hasta que resulta
buena y nutritiva. Nos deleitábamos, asimismo, viendo cómo hacían la
chicha, bebida refrescante y agradable: reúnen a todas las viejas, les hacen
mascar la mandioca, y éstas la escupen luego en un recipiente en el cual
se fermenta, convirtiéndose en una especie de cerveza, endulzada con un
poco de canela, es deci.r, el extracto no refinado de la caña de azúcar.
Hacen también el carato y el guarapo, el uno con maíz machacado y
puesto a fermentar, el otro con frutas y cambures muy maduros.
Es sorprendente la iniciación de los guerreros, a quienes someten a
grandes torturas para probar su fortaleza, y si emiten el más leve lamento
los dedaran indignos de este título. Celebran sus matrimonios con fiestas
y cantos, y el esposo va a vivir cerca de la casa de la esposa, construyén-
dose su choza y su canoa para ir de pesca. A los dos se les somete. a
torturas para ver si saben soportarlas sin quejarse, y si serán padres bue-
nos y fuertes. Siempre terminan sus fiestas tendidos en las hamacas, ebrios
hasta no poder más sostenerse de pie; sus mujeres les siguen sirviendo
el carato para hacerles perder todavía más el entendimiento, y con grandes
risas muestran el placer que les produce el ver a sus maridos en ese es-
tado: pero muchas veces sucede que los esposos, irritados y furiosos, les
pegan. A menudo, por celos, tratan de matarse y nadie se entromete para
calmarlos, ya que ninguna ley les prohíbe injuriarse recíprocamente; por
lo tanto, las venganzas son llevadas a cabo por los parientes y no por la
justicia pública, que ni siquiera conocen. Son todos libres y se rigen a
su gusto; sus litigios, en verdad escasos, son resueltos por los ancianos.
La autoridad de los caciques sirve únicamente para conducirlos, en tiempo
de guerra, contra el enemigo; su forma de guerrear consiste, más que
todo, en emboscadas, en las cuales son expertos por el conocimiento que
tienen de los lugares y la habilidad de sus espías que, arrastrándose entre
la hierba, llegan cerca del enemigo, para conocer su número, posición y
movimientos. No atacan si no están seguros de vencer. En caso contrario,
se sustraen al peligro con una rápida fuga y, si se ven cercados, venden
su vida a alto precio.
Mientras pasábamos nuestros días entre estos indios, que tienen mu-
chas mujeres y hermosas doncellas, el capitán Fra112, armado de una buena
vela y de valerosos marinos, navegaba hacia Providencia, para llevar la
triste noticia y solicitar una pronta liberación. Les dolió mucho la pérdida
del barco, y, en seguida, enviaron el Marte a recogernos. Abandonamos
con tristeza el lugar, en el cual habíamos disfrutado momentos de paz,
de tranquilidad y de aquella libertad que el hombre s610 puede encon-
trar en medio de la naturaleza y de este tipo de gente. Nos quedamos
pocos días en Providencia, ya que seguimos navegando hacia Cartagena,
que, bloqueada por mar y por tierra, come112aba a capitular. Nuestras
fuerzas llegaron en el momento oportuno para infundir mayor temor y
obtener la rendici6n de la plaza. En efecto, ésta fue entregada a los re·
publicanos, que prometieron dejar salir, con los honores de guerra, a l~
guarnici6n, que sería enviada en unos barcos a la isla de Cuba. El

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®Biblioteca Nacional de Colombia
pacto se cumplió, pero uno de los navíos se perdió durante una borrasca
cerca de Sabanilla, donde nosotros también habíamos naufragado, mien-
tras el otro atracó entre los Mosquitos, que recibieron a los españoles
como amigos; pero más tarde, al tratar de ir a Trujillo por tierra, fueron
masacrados en el camino por los indígenas, y solamente seis de ellos tu-
vieron la suerte de llegar a aquella ciudad, y contar el desgraciado fin
de sus compañeros.
Después de la rendición de Cartagena, llegó nuestro mInIstro, y con
Aury acordó enviar una columna a la plaza de Omoa ya que, por las
noticias llegadas de Jamaica, parecía que las provincias de Guatemala se
habían rebelado en parte; él quería asegurarse una plaza fuerte, para
cubrir los gastos de la primera expedición.
Me fue confiado el mando de la columna, así como las instrucciones
necesarias para tomar sorpresivamente el fuerte de Omoa o el de San
Felipe. Partí disfrazado, en un pequeñísimo barco francés comprado a
propósito, con tres expertos oficiales de marina, provistos de bisutería
francesa. Debíamos introducirnos, en esa forma, en la plaza de Omoa,
explorarla de cerca y estudiar los medios para la planeada sorpresa. En
la isla del Triángulo 8 nos esperaría el comandante de marina Courtois,
con los bergantines Marte, Amazonas y Neptuno, y con ciento veinte hom-
bres de desembarco, bajo las órdenes del coronel Marcelín. Al hacer vela
con el pequeñísimo barco poco faltó para que, por un golpe de viento,
todos fuésemos pasto para los peces. Con el fin de llegar más pronto :1
nuestro destino, pasamos cerca del cabo Gracias a Dios, cuyo nombre in-
dica que, al doblarlo, se pueden dar gracias al Altísimo por haberse sal-
vado de la gran cantidad de escollos que lo rodean. Corrimos, también
aquí, el peligro de encallar. A causa de un temporal que, por la oscuridad
del cielo y la gran lluvia, no nos permitía ver nuestra crítica situación,
y por el fuerte viento que mantenía desplegada la vela, nos vimos obli-
gados, a nuestro pesar, a andar en medio de escollos peligrosísimos. No
teníamos posibilidad de salir de ese horrible laberinto; la noche se aproxi-
maba y las olas, soberbias, se rompían en las puntas de los arrecifes que
aparecían a flor de agua como tantas puntas de diamante. Si hubiese
sido de día, no habríamos temido nada, ya que la pequeña embarcación
podía transitar por doquiera; mas en la oscuridad, si por desgracia se
rompía la gúmena de la pequeña anda, nos veríamos irremediablemente
perdidos; arrojada contra aquellas rocas, la frág~ nave se estrellaría en
un santiamén. Los truenos, los relámpagos, el VIento, la lluvia, el rugir
del mar y de las olas que batían los arrecifes, hacían la noche hórrida
y espantosa. A cada momento nos parecía que la gúmena estaba a punto
de quebrarse, ya que con el continuo movimiento del agua se corroía con-
tra la punta de las rocas que formaJ/. el fondo en este lugar. Fue aquí
donde, por primera vez, consideré de cerca a la muerte que, a sangre
fría, esperaba a cada instante; ya me veía víctima de las olas, y lo que

3. La registra Alcedo en su Diccionario (Tomo IV, p. 107).

J 71

®Biblioteca Nacional de Colombia


más me dolía era que ni mi compañero ni los demás amigos sabrían
nunca nuestro miserable desenlace.
Finalmente, el rosado amanecer vino a alejar todo temor y, al levar
el ancla, vimos con suma sorpresa que estaba amarrada a la gúmena sólo
por un cabo, pues los otros tres se habían roto: si la oscuridad hubiese
durado unas horas más, no nos habríamos ciertamente salvado. Por este
afortunado detalle, presagiamos un feliz éxito para nuestra peligrosa ex-
pedición. Al llegar a Omoa, anclamos enarbolando la bandera francesa;
después de la visita del oficial aduanero, bajamos a tierra. Yo fungía de
cocinero y me había embadurnado el rostro porque temía, a cada instante,
ser reconocido por alguno de los prisioneros que habíamos hecho en la
última expedición. Me había puesto un pañuelo negro sobre un ojo y,
con un poco de limón, lo hacía lagrimear de vez en cuando, dando la
impresión de tenerlo enfermo; en resumidas cuentas, trataba de evitar que
mi fisonomía fuese reconocida. El capitán fue al despacho del goberna-
dor a presentar sus credenciales y obtener permiso para vender la bisutería
que traíamos; yo, entretanto, fingiéndome borracho, lo esperaba a la
puerta, donde estaba un centinela. El capitán, después de regalar un collar
a la esposa del gobernador, salió; yo entonces comencé a insultarlo, y me
arrojé contra él para golpearlo, simulando querer dinero. El me esquivó
lo mejor que pudo, r volviendo a entrar, le suplicó al gobernador que
me encerrase por una noche en el fuerte, hasta que se me pasase la
borrachera, puesto que en ese estado podía resultar peligroso no solamente
para él, sino también para los habitantes, po.r lo feroz que me volvía cuando
el licor se posesionaba de mis sentidos. El gobernador, en vista del regalo
que había recibido su esposa, aceptó, y yo, llevado a viva fuerza y con
maltratos por los guardias, entré al fuerte. Apenas llegué le di dinero
al sargento de guardia para que fuese a comprar ron, y así tomarlo con
los soldados que estaban de guarnición. Estos se dieron cuenta de que
yo estaba borracho y tenía dinero; me invitaron entonces a jugar y yo,
fingiendo siempre estar ebrio, me dejaba ganar por ellos que, entre cartas
y ron, se divirtieron mucho a mi costa. Por la noche me eché en una
plataforma próxima a un cañón }' simulé dormir. Ellos, convencidos de
que mi arresto se debía tan sólo al haber bebido demasiado, me dejaron
reposar tranquilamente.
Hacia medianoche fingí despertarme, y me mostré sorprendido por
el lugar donde me encontraba; conversé con los centinelas de los baluar-
tes, interrogándolos discretamente sobre cuanto era importante conocer,
pero sin despertar sospechas. Pude, con el fijo de un cuchillo, medir los
muros, ver la disposición de los guardias r saber el número de hombres
de las guarniciones. Al amanecer, tomé con todos los soldados la mañana,
o sea el ron, y comenzamos a hablar de varios temas. Supe así que el
interior de Honduras se había rebelado y declarado independiente; el
golpe se había llevado a efecto en la ciudad de Comayagua, cuyo coronel
gobernador, nombrado jefe del partido, marchaba con un ejército hacia
Guatemala ; mientras tanto un oficial suyo, con un fuerte grupo armado,

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®Biblioteca Nacional de Colombia
se acercaba a Omoa para adueñarse de la plaza y proclamar la indepen-
dencia. Parte de los soldados, que eran caribes, estaban muy contentos
por este afortunado cambio, y hablaban también favorablemente de la ex-
pedición de Aury. Los españoles, en minoría, lamentaban que tardasen
en llegar desde la bahía de Santo Tomás, en el golfo de Honduras, un
bergantín y una goleta de guerra que habían sido enviados allá a dis-
posición del capitán general de Guatemala; se temía que, a causa de los
turbulentos sucesos, éste fuese obligado a salir para la isla de Cuba.
Ante tales noticias, me di cuenta de la inutilidad de actuar en Omoa,
que, posiblemente antes de nuestra llegada, se entregaría a los republicanos.
No encontré mejor solución que la de trasladarme rápidamente a San
Felipe para expugnarlo; mas, ante todo, debido a que en la bahía de
Santo Tomás, bajo la protección del fuerte San Pablo, se encontraban
anclados un bergantín y una goleta, era necesario tomar aquella posición
y los dos barcos, a fin de evitar ser sorprendidos por la espalda; luego
podríamos entrar por el río San Felipe y adueñarnos por sorpresa o con
la fuerza de la importante plaza. El tiempo apremiaba, y por eso, al salil
del fuerte, comuniqué mi plan a los oficiales de marina; tratamos de
vender a un solo comerciante nuestras pocas mercancías, pagamos los
derechos de aduana y salimos en seguida rumbo a la isla del Triángulo.
Allí encontramos nuestras fuerzas navales y, después de haber consultado
con el comandante Courtois y con el coronel Marcelín, hicimos vela hacia
el cabo Tres Puntas, donde anclamos al anochecer.
Con una pequeña embarcación y ocho marineros, proseguí para en-
trar de noche en la bahía de Santo Tomás, y reconocer su posición y la
del fuerte. Pero, en cuanto nos alejamos de los buques, se levantó un
impetuoso viento huracanado que casi nos volcó; los navíos se vieron
obligados a izar velas y alejarse de la costa. No obstante, yo seguí mi
navegación, y después de la medianoclle llegué a la bahía. Un fuego
apenas "isible me indicó el lugar donde se. enc~)Otraban ~os barcos o el
fuerte y, por lo tanto, atraqué en la orilla IzqUlerda, cubIerta de espesos
bosques, entre los cuales escondimos la pequeña chalupa y esperanl0s con
impaciencia el amanecer. Apenas se pudieron distinguir los objetos que
nos rodeaban, subí a un árbol y, con mi larga vista, pude "er bien el
fuerte, que consistía en un simple reducto abierto por un lado, cerca del
cual corría un riachuelo, defendido solamente por una débil empalizadl.
Al frente había doce cañones; a la izquierda se divisaba un islote cubierto
de matorrales, detrás del cual estaban anclados el bergantín y la goleta
española. Con excepción del puesto de guardia, no se veían otras cons-
trucciones, sino únicamente altísimas montañas cubiertas de selvas. Tierras
bajas, fangosas y boscosas rodeaban por ambos lados la profunda bahía
de Santo Tomás. Esperé la llegada de la noche, y, en cuanto ésta tendió
su manto, me apresté a regresar.
Pero apenas habíamos recorrido media milla, cuando la chalupa,
golpeada impetuosamente por las olas, se rompió, y fue menester regresar

173

®Biblioteca Nacional de Colombia


a tierra, pues todos los marinos habían sido arrojados al mar, y yo solo
me había quedado en la dlalupa, sumergido hasta la cintura. La arras-
tramos, llena de agua, a la costa, donde tratamos de reparar con nuestras
camisas las averías que se habían abierto; nuevamente entramos al agua,
y otra vez fue preciso volver a tierra. Escondimos entonces la chalupa
en el bosque y decidimos andar a lo largo de la playa, donde avanzába-
mos ora sobre puntiagudas rocas, ora en medio de intrincados mangles,
ora con el agua hasta la rodilla, debido a lo cual no tardé mucho en
perder los zapatos y me vi obligado a caminar con los pies desnudos
entre escollos, zarzas, espinas, piedras, arena yagua, hasta el amanecer.
Entonces comenzamos a pensar más seriamente en nuestra peligrosa si-
tuación, ya que nos encontrábamos en suelo enemigo, sin esperanzas de
podernos retirar a menos que encontrásemos nuestros barcos, y sin medios
de defensa, pues nuestras armas y los cartuchos estaban mojados. Nos
entregamos a la tarea de desmontar nuestras carabinas, limpiarlas y secar
la pólvora al sol. Rehicimos los cartuchos lo mejor que pudimos y, ha-
biendo yo conservado en buen estado mi cartuchera, puse un poco de su
pólvora en cada cartucho para que las armas pudiesen, al menos, disparar.
Nos alimentábamos de cocos, y su dulcísima agua mitigaba la sed que
padecíamos, oprimidos por el cálido clima y agotados por aquella fa·
tigosísima TIlarcha.
Empleamos dos días para llegar al cabo Tres Puntas, donde pensá·
bamos encontrar a nuestros compañeros; mas, a pesar de que nuestros
ojos y el largavista atalayasen el ondulado horizonte, nada descubrimos ;
decidimos, por lo tanto, seguir bordeando la costa, tratar de encontrar
unas chozas de indios, adueñarnos de una piragua y trasladarnos a Bélice,
establecimiento inglés ubicado en la parte opuesta del golfo de Honduras.
Al cuarto día vimos un barco y en seguida encendimos un gran fuego en
la playa, al cual añadimos muchas hojas y hierbas, para así producir una
inmensa columna de humo y hacer que el navío se acercase creyendo que
allí se encontraba una aldea de indios, donde podría obtener noticias del
enemigo. Se trataba del Marte que, a cierta distancia de la costa, se detuvo
y envió una lancha con veinte hombres, para que explorasen. Pero ¡cuál
fue su sorpresa al ver, en vez de indios, a nosotros, que parecíamos más
bestias que seres humanos, tanto nos habían desfigurado las privaciones,
las fatigas y el hambre, en pocos días! En seguida nos llevaron a bordo
y nos alimentaron. Poco después llegaron los otros dos navíos y, juntos,
doblamos el cabo Tres Puntas; una vez en el golfo nos dirigimos hacia
la babía de Santo Tomás, a cuya entrada llegamos al anochecer.
Pudimos contemplar, con inmenso placer, al enemigo, que ya no se
nos podia escapar. Durante la noche, varias chalupas con hombres arma-
dos fueron al islote, para ver si había peligro, o algún escollo. Al ama-
necer, nuestra diana empezó con una salva de artillería contra el fuerte y los
buques ; ellos contestaron con intenso fuego. Hasta las diez resonaron
los cañonazos, con poco daño de ambas partes. Entonces decidí hacer

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®Biblioteca Nacional de Colombia
desembarcar la tropa, que se dirigió a la extrema derecha de la bahía
para acercarse costeando, sin muchos riesgos, al río que corre cerca del
fuerte. Pero la artillería enemiga se dio cuenta de que el momento era
decisivo, y abrió un vivísÍmo fuego contra las embarcaciones; el coman-
dante Courtois y yo entramos en acción, y levadas las anclas, viento en
popa, arremetimos contra el brick y la goleta para abordarlos; los espa-
ñoles, atemorizados, huyeron hacia la tierra, quién nadando, quién con
las chalupas; nosotros subimos al brick precisamente cuando una mecha
encendida amenazaba incendiar la "santabárbara", o sea el arsenal de la
pólvora. Era ya demasiado tarde para alejarnos, el peligro era inminente,
y no había tiempo que perder. Me doy cuenta de la trascendencia del
momento, me lanzo bajo cubierta, agarro la mecha que ardía sobre unos
barriles en la "santabárbara" y, volando al puente, la arrojo al agua,
salvando así el buque enemigo y nuestras vidas. Sin demora, salto en
un bote y voy a recibir a los nuestros, que entraban entonces al río. El
comandante Courtois cañoneaba el fuerte y nosotros, con el agua al ped10,
derribamos las empalizadas y nos adueñamos del reducto.
El enemigo huía a la desbandada, acosado, y cayó en gran mayoría
en nuestro poder. Una vez dueño de estos dos magníficos buques de
guerra y del reducto de San Pablo, reuní mi tropa y en seguida me dirigí,
con una pequeña embarcación, hacia el río San Felipe, a más de veinte
millas de distancia. Al salir de la bahía de Santo Tomás, encontré una
piragua con dos hombres que parecían pescadores; les pregunté su iden-
tidad, y me dijeron que eran americanos españoles que estaban de pesca.
Yo me di cuenta, por sus modales, de que eran soldados y amenacé fusilar
a uno en seguida, y luego al otro, si no me decían la verdad. Ya la sen-
tencia estaba por ejecutarse, cuando confesaron ser soldados de la VJgla
de San Felipe; el sargento comandante de aquel fue:te les había encar-
gado averiguar a qué se debían los cañonazos provenrentes de San Pablo.
Me revelaron también el santo y seña, y yo me dirigí entonces hacia la
plaza, donde llegué antes de la medianoche. Me adelanté con ocho valien-
tes y uno de los prisioneros, y al llegar a la vigía capturé a los centinelas
y sorprendí a la guardia, dominándola. Con un fuego les señalé a los
otros que avanzasen; una vez reunidos, esperamos en silencio la ronda
procedente del castillo de San Felipe; en efecto, llegó poco después de
la medianoche y también fue capturada.
El oficial de la ronda me reveló la posición, las tropas del fuerte,
las reparaciones que le habían hecho y las nuevas fortific~ciones añadidas;
lo cerraba un simple rastrillo, ya que nosotros, en la pnmera expedición
con el general Aury, habíamos quemado la puerta. Los muros habían sido
reconstruidos, así como los reductos, allOra en una posición más ventajosa
que la anterior; el comandante se alojaba frente a la iglesia, y no tenía
guardia ; la guarnición era de doscientos hombres en total, excluyendo a
los treinta prisioneros que habíamos hecho en la vigía. Esperé el ama-
necer y, dejando unos hombres vigilando a los prisioneros, desarmados

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®Biblioteca Nacional de Colombia


y encerrados en el puesto de guardia, me encaminé con algunos guías
hacia el fuerte. Navegábamos rápidamente, y a las dos de la madrugada
nos encontrábamos a pocas millas del castillo, cuando la pequeña piragua
con tres hombres y un prisionero, que iba a la vanguardia para darme
noticias sobre cuanto pudiese descubrir o captar, retrocedió; quería avi-
sarme de que, no muy lejos, había un islote en medio del río en el cual,
según el prisionero, encontrábanse cinco hombres, con la orden de hacer
fuego contra todo el que avanzase, para dar así la alarma al castillo. Esa
noticia me inquietó, puesto que nadie me había prevenido de tal obstáculo;
sin embargo, era menester actuar para que tan bella empresa no fracasase.
Para no despertar sospechas, era necesario utilizar pocos hombres y, por
tanto, ordené a un oficial americano, sobrino del general Bermúdez, que
con dos soldados y un prisionero capturase a los cinco hombres, sin dis-
parar y sin permitir que ellos lo hiciesen. Pero él rehusó, diciéndome que
eso era imposible; entonces, olvidando mi grado y pensando solamente
en el éxito de la empresa, ordené al coronel Marcelín permanecer escon-
dido e inmóvil con las embarcaciones, me quité el casco y el uniforme,
escogÍ a dos valerosos soldados, les hice desnudar los brazos, les entregué
los sombreros de paja de los prisioneros; empuñando mi sable entré en
la piragua, sujetando delante de mi al prisionero, al cual amenacé con
una muerte inmediata, si me descubría. Ordené a los dos soldados adue-
ñarse de las armas, mientras yo me ocupaba de los centinelas. Mas, cual
sería nuestra sorpresa cuando, al llegar cerca de la isla, no vimos fuego
alguno; oímos tan sólo gritar un ¿quién vive?, proveniente del agua, al
que contesté inmediatamente con la palabra de orden que era "Guatemala".
Me ordenan avanzar y veo en una piragua a cinco hombres que nos apun-
tan con los fusiles, y con tono decidido nos preguntan quiénes somos y
a dónde vamos. Sin perder mi sangre fría contesto que somos marineros
prófugos del brick de guerra español, atacado el día anterior por los
insurgentes, quienes después de un intenso fuego lo abordaron; explico
que ellos, no satisfechos con la captura del navío, desembarcaron y to-
maron también el fuerte San Pablo; nosotros, aprovechando la confusión
general, pudimos salvarnos en una pequeña embarcación y llegar así, más
muertos que vivos, a la vigía, de dónde el sargento nos enviaba con
Pedro (éste era el nombre del prisionero que llevaba delante de mí) al
comandante del castillo, para pedir refuerzos, pues temía que la vigía
pudiese ser también atacada. Ellos creyeron mi cuento, me interrogaron
sobre los buques y el número de los insurgentes, y luego me ordenaron
seguirlos ante el comandante. Ya marchábanlos con nuestras piraguas runl-
bo al castillo cuando, alejándome un poco de la canoa enemiga, logré
avisar a mis dos hombres de que intentaría acercarme a ella, y que en
cuanto lo hiciese, ellos debían eliminar a sus ocupantes. Efectivamente,
les rogué reducir la mardla porque estábamos muy cansados y, al acer-
carme, pedí un cigarro y un poco de fuego. Dos soldados se aprestaron
a complacerme, y nosotros entonces nos levantamos rápidamente y les

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®Biblioteca Nacional de Colombia
dimos a todos unos reiterados y duros golpes, que los obligaron a lan-
zarse al agua; los constreñimos entonces a subir a la piragua, heridos, y
a callar.
. De ellos supimos que a medianoche debía llegar otra piragua con
CInCO hombres para relevarlos, y que lo mismo sucedería al amanecer,
al mediodía y a la puesta del sol, debido a que temían que los patriotas
penetrasen en San Felipe. En vista de que todavía no eran las once de
la nodle, retrocedí y me reuní con mi columna, con la cual, a marcha
forzada, nos acercamos al castillo, en la seguridad de no encontrar obs-
táculos hasta la medianoche; a esa hora ya nos hallábamos frente a la
punta donde estaban ubicados el reducto, el fuerte y el pueblo. Todo lo
veíamos muy bien, e incluso oíamos toser a un centinela. Al poco rato
divisamos un farol que desde el reducto se acercaba a la playa, e inme-
diatamente se escuchó el ruido de la piragua que iba al islote a relevar
a los que, en cambio, estaban en nuestro poder, heridos. Favorecidos por
la sombra que los matorrales reflejaban en el agua, pasamos a la luz de
la luna, en silencio, frente al fuerte; a cierta distancia cruzamos el golfo
Dulce, y desembarcamos al pie del pueblo, donde nos dividimos en dos
columnas: una rumbo al castillo, al mando del coronel Marcelín y la
segunda rumbo al reducto, bajo las órdenes del mayor Cambessedes. Des-
pués de dar las instrucciones, fui con cuatro hombres a la casa del coman-
dante, el viejo capitán Quesada, situada en la plaza. La puerta estaba
abierta, y un farol iluminaba el atrio. El ladrar de los perros despertó
al ordenanza que, en camisa, se acercaba a la puerta cuando yo con una
mano le indiqué que callase, apuntándole con la otra el sable en el pecho.
Entré así al vestíbulo del comandante y allí esperé, para despertarlo, una
señal de mis dos columnas; efectivamente, no tardé mucho en escuchar
unas- descargas de fusil y unos gritos. Entonces invité al señor comandante
a levantarse, manifestándole que era mi prisionero; él obedeció rápida-
mente y yo, después de entregarlo a los soldados, me encaminé hacia las
fortificaciones que ya estaban en nuestro poder. Había dejado en el puerto
¡l un oficial con un pelotón, para que ningún habitante pudiese huir con

las piraguas por el golfo Dulce. Una vez puestos a recaudo los prisione-
ros, envié patrullas al pueblo, de donde nadie huyó, excepto un edecán
que se había refugiado en el bosque y que pocos días después vino a
entregarse. La piragua que había ido a relevar a la guardia en el islote,
se devolvió para avisar que no había encontrado allí a sus compañeros,
pero quedaron aún más maravillados al encontrar al enemigo en el reducto.
Al amanecer envié tres hombres para que llevasen noticias al comandante
Courtois, el cual mientras tanto había hecho saltar en la ciudad el reducto
de San Pablo, y había andado a la boca del río San Felipe.
Enviamos en seguida al general Aury la veloz goleta capturada a
los españoles, para informarlo del éxito de la expedición y de la necesidad
de nuevos refuerzos a fin de poder mantener el lugar. El, sin embargo,
ya había enviado otras tropas con el secretario general Peru de la Croix,

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®Biblioteca Nacional de Colombia


provisto de plenos poderes para tratar con los republicanos de Guatemala.
En virtud de estas disposiciones, al cabo de cuatro días llegaron los re-
fuerzos, y supimos que en la plaza fuerte de Omoa ya no flameaba la
bandera española, sino una blanca con una banda roja. El secretario gene-
ral salió en seguida para tratar acerca de la entrega de San Felipe y de la
indemnización a la república de Buenos Aires por los gastos de las dos
expediciones para libertar la provincia de Honduras. Redactado y fir-
mado el tratado, yo fui reemplazado por los nuevos republicanos. Me
embarqué con los míos y me dirigí hacia Vieja Providencia, mientras
Peru de la Croix hacía vela rumbo a Cartagena, donde se encontraba nues-
tro ministro, en espera del resultado de la última expedición. El general
Aury estaba en Portobelo junto con Ferrari y con el general colombiano
Carrero, quien posteriormente se convirtió en gobernador de Panamá, al
cederle la provincia el general español Santa Cruz, con quien trató; la
noticia de nuestro feliz éxito lo llenó de júbilo
Contemporáneamente, debido a las exitosas operaciones de Bolívar,
la república de Colombia se había afianzado, logrando expulsar a los
españoles de todas las plazas fuertes, con excepción de Puerto Cabello.
Sucre, reemplazando a Valdés en el mando del ejército del Sur, había
tomado a Popayán y a Pasto, libertado a Quito, y se dirigía hacia Gua-
yaquil. Los generales Páez y Soublette habían liberado a toda Vene:mela
y entraban triunfantes en Caracas, obligando al español Morales, quien
después de la ruptura del armisticio había sustituido al general La Torre
en el mando del ejército derrotado en Carabobo, a retirarse a Puerto
Cabello con los míseros restos de la soberbia expedición de Morillo.
Posteriormente, él también tuvo que capitular, y fue enviado a las costas
de la isla de Cuba.
La toma de San Felipe, de Omoa y de Santo Tomás, únicos lugares
donde el gobernador español podía salvarse desde Guatemala, hicieron
que él mismo aceptase la revolución, y en Guatemala fue proclamada la
independencia poco después de qu.:! nosotros nos habíamos adueñado de
San Felipe. Nuestra expedición, entonces, además de libertar parte de
aquellas provincias sin derramar sangre, había también honrado a las tro-
pas de Buenos Aires y compensado a la república de los gastos de dos ex-
pediciones realizadas no en fayor de Colombia directanlente, sino de los
pueblos que se conocen ahora con la denominación de Provincias Unidas
de la República del Centro.
Al llegar a Providencia, supe que el general, a consecuencia de una
caída de caballo, se sentía mal. Después de apenas seis días murió en
mis brazos, en medio del llanto de su amiga, de una esclava y de la mujer
que lo hospedaba. La pérdida de ese hombre era irreparable, y nuestra
situación de las más críticas, ya que los marineros y los soldados pedían
sus pagas. En los últimos tres años no habíamos recibido sino una pequeña
parte de nuestro sueldo; por lo tanto, yo temía una sublevación, tanto
más cuanto el comodoro de la marina, arrestado por insubordinación, ha-

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bría podido sublevar a todos los marineros, que lo querían por ser su
Jefe y comandante. Escribí en seguida a Ferrari, que mandaba el fuerte
Libertad, para que estuviese alerta y no dejase zarpar ningún barco sin
orden mía. A visé a las autoridades civiles y militares y al comandante
de la plaza, y por medio de un edecán invité al comodoro a trasladarse
al cuartel general. Aquella noche la consternación fue universal, y al día
siguiente no pensamos sino en rendir al difunto los últimos honores que
su nombre y su valor bien merecían. Este hombre, de unos cuarenta años,
mediana estatura, buena contextura, anchos hombros, cabellos y ojos ne-
gros, largas pestañas, patillas y bigotes poblados, poseía noble corazón
y elevados sentimientos. Amaba el gentil sexo, pero sin descuidar por ello
los altos fines que se proponía, en cuyo logro no 10 atemorizaban des-
gracias, adversidades, peligros ni obstáculos; parecía más bien que mien-
tras mayores fuesen las dificultades, más persistía en vencerlas y superar-
las. Poseía gran valor y sangre fría, amaba a sus soldados y era afable
con los oficiales; dormía poco y maduraba sus planes, fruto de sus ideas,
paseando. Ambicionaba hacerse un nombre, era desprendido y muy gene-
roso. Se habría sentido satisfecho con tener el título de libertador de
Cundmamarca, y el mando de la escuadra colombiana en la guarnición
de Cartagena, pero era competidor del Almirante Brion, que había muerto
pocos días antes en su patria, la isla de Curazao, donde, privado del
mando de la marina y caído en desgracia ante Bolívar, había ido a des-
ahogar su pena.
Si Aury hubiese vivido, quizás el Libertador, viendo su constanaa,
lo habría favorecido devolviéndole la antigua estimación y amistad. Sus
restos fueron enterrados en un mausoleo erigido en el centro del fuerte
Libertad, con un epígrafe en francés que recordaba su talento, virtudes,
valor, sus desventuras y sus éxitos.
Después de sellar todos sus documentos, efectos y archivo personal,
se pensó en nombrar una junta para asesorar al gobernador en el des-
empeño de todas las obligaciones que sobre él recaían por la muerte del
general en jefe. Mientras se esperaban ulteriores disposiciones desde Car-
tagena, donde se encontraban el ministro y el secretario general, se abrió
su testamento; puesto que los albaceas no existían, pues uno era su sobrino,
que había muerto, y el otro un negociante residente en Luisiana, se reu-
nió un consejo, integrado por sus amigos íntimos, y las autoridades nos
nombraron de oficio al general Courtois y a mí que, en las respectivas
funciones, tratamos de conducirnos con la diligencia y honradez que me-
recía nuestro jefe y amigo. Fue nombrada una comisión para liquidar
las cuentas pendientes entre Aury y los soldados y marineros; entre Aury
y los habitantes y comerciantes, y entre el general y la pequeña república
de Buenos Aires.
Mientras todo esto se hacía en Providencia, se había escrito oficial-
mente al almirante [rancés de la guarnición de Martinica, al almirante
y gobernador inglés de Jamaica, al presidente Boyer en la isla de Santo

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Domingo, y a Bolívar, en Colombia; además había sido enviado expre-
samente un oficial para que remitiese todos los despachos en manos del
ministro, solicitando su presencia. Providencia parecía, en los primeros
momentos, un caos, ya que todos querían gobernar y nadie obedecía; se
temía una revuelta de los marineros y de las tropas, para huir con los
navíos y saquear la ciudad y sus viviendas. Aquellos días fueron para
mí sumamente fatigosos, ya que desempeñaba los pesados cargos de jefe
del Estado Mayor, proveedor general y albacea. Sin embargo, con mucha
firmeza, destreza y presencia de espíritu, logré llevar las cosas de manera
que la paz y la tranquilidad volvieron a la isla. La llegada del ministro
y del secretario general acabó de tranquilizar a todos, pues traían desde
Colombia las sumas necesarias para pagar a las tropas y a los marineros.
FerraIÍ y yo, entonces, nos encontramos en posesión de una suma respe-
table para nosotros los militares, si se considera que nuestros sueldos no
pasaban de cien escudos mensuales. Muerto Aury, que tanto queríamos,
y sabiendo que la división saldría para Buenos Aires, ya que de un mo-
mento a otro debían llegar las fuerzas colombianas para tomar posesión
de la isla, pensamos pedir el retiro, que nos fue acordado después de
muchos ruegos y recomendaciones; yo alegué que debía rendir cuentas
a los herederos de Aury de lo que les adeudaba el gobierno, unos cua-
renta y cuatro mil escudos; mi compañero adujo una enfermedad del
pecho que padecía desde hacía algún tiempo.
Nuestra partida fue sentida por todos y nos lo demostraron al mo-
mento de embarcarnos. Los habitantes vinieron a desearnos un feliz viaje,
los marineros nos saludaron desde los buques con las banderas y con
salvas de artillería; los fuertes hacían otro tanto, y muchos oficiales, con
pequeñas embarcaciones, nos acompañaron a bordo, donde habíamos car-
gado muchos géneros coloniales, comprados en la isla, sin pagar derechos
de aduana: habíamos invertido así casi todo nuestro dinero para pasar,
desde aquel momento, de la vida militar a la de comerciantes.

NOTA: Todo lo anterior consta en la hoja de servICIO, en la carta de petición


de retiro firmada por el gobernador Faiquere, con fecha 29 de mayo de
1821, y en el pasaporte con igual fecha, expedido por el comandante
gobernador.

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CAPITULO XIV

Llegada a Saint Thomas y descripción de la isla. Partida para Belice. Negociaciones en


Coma yagua y Jamaica. Azaroso viaje al Chocó. Regreso a Belice y despacho de mercan-
cías a Truj il lo. Pérdida de las mismas. Nuevo comercio en el golfo Dulce y en la
Provincia de Guatemala. Salida hacia Saiol Thomas con una carga de añil. Peligros y
salvación en los escollos de Cuba; encuentro coa piratas ea Jamaica y con un corsario
espaiiol en Sainl Thomas. Travesía a Europa y llegada a Amsterdam. Venta de la mer-
cancía y regreso a la patria. Reunión de las dos familias y traslado a la finca "El
Serrallo", cerca de Massalombarda

Hicimos velas inmediatamente para Saint Thomas, en las AntiIlas. Es


ésta una de las Islas Vírgenes, no muy grande, situada cerca de Puerto
Rico y que pertenece a los daneses, los cuales la han provisto de un go-
bernador y una pequeña guarnición. Se encuentran allí todos los productos
de las Antillas. la ciudad, situada en la falda de tilla colina, se presenta,
desde el mar, como un anfiteatro. El puerto es bello y está protegido por
dos baterías y un fuerte ubicado sobre una pequeña elevación, a la iz-
quierda de la entrada. las casas, bien cuidadas, en general son de madera;
hay algunas de piedra que pertenecen a comerciantes ingleses, franceses,
daneses, suecos e italianos establecidos allí, quienes ejercen un comercio
floreciente, ya que este lugar es puerto libre; en tiempo de guerra, debido
a su neutralidad, constituía el refugio de todas las naaones, y una escala
para dirigirse a tierra firme, en la dirección más conveniente para los
especuladores. Allí la aduana no hace ninguna inspección, y se paga so-
lamente un flete por cada tonelada que transporta el barco.
Nos dirigimos en seguida a un tal Piccioni, amigo del difunto Aury,
quien no aconsejó continuar con nuestros planes de comercio.
Cargamos varias mercancías y partimos rumbo al establecimiento in-
glés de Belice, en la costa de Yucatán, para negociar con las nuevas repú-
blicas de las Provincias Unidas del Centro. Yo proseguí en seguida para
Coma yagua, y con algunos nativos navegué por el río que conduce a aque-
lla ciudad, más angosto que el Atrato, pero acosado por las mismas di-

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ficultades y tormentos, menos el de la lluvia continua. Había una sola
vigía, poco distante de la desembocadura, cerca de un poblado de indíge-
nas donde conseguí remeros. Después de tres días de penosa navegación,
encontramos un segundo puesto de vigilancia, integrado por algunos hom-
bres carentes de todo conocimiento de táctica militar; en lugar donde
el río no es navegable, habían construido un burdo reducto, con seis piezas
de artillería. Algunas chozas cubiertas de palmas, con paredes de lianas
entretejidas, forman el caserío llamado "La Bodega". Un camino muy
malo que conduce a Comayagua serpentea entre pequeñas praderas de
altas hierbas y colinas. Se cruzan montañas escarpadas cubiertas de hórridas
selvas, en las cuales sólo se encuentran monos, macacos, vajapuri y tigres.
Era necesario acampar al raso, y había una especie de piojo de aguté,
que es como un simio, del tamaño de una chinche y del mismo color,
pero con patas, y pegajoso como entre nosotros las ladillas. A las mulas
les cuesta trabajo superar estos montes. Por suerte, rápidamente se llega
a un altiplano, de aire más fresco y siempre cubierto por una espesa
niebla. Al pie de risueñas colinas está situada Comayagua, cerca de la
cual corre un límpido arroyo. Sus casas están hechas de madera, de piedra,
y la mayor parte de palmas y lianas. Allá se cultiva el añil, el cacao, el
tabaco, y se recolecta la cochinilla. Papas, calabazas, plátanos, maíz, son
productos alimenticios de estos lugares, y una cantidad de rebaños y
animales hacen su riqueza. En esta ciudad, la primera en elevar el grito
de libertad entre las provincias de Honduras, fui muy bien acogido por
el gobernador, como antiguo partidario de las armas republicanas.
Cambié por añil mis mercancías consistentes en muselina, batista,
telas, pañuelos, cambrick, indiana, medias de seda, trajes y adornos de
mujer; lo cargué sobre las mulas, en seis días llegué a La Bodega, y en
piragua pronto alcancé la desembocadura, donde me esperaba una goleta,
la cual, cargada rápidamente, hizo velas para Belice.
Vendí una parte del añil, cambié otra por mercancías. dejé algo a
Ferrari, y volví a partir para el mismo lugar. Fui más afortunado que
la primera vez, ya que al llegar a La Bodega vendí a unos comerciantes
mis mercancías, tomando en cambio el añil que ellos pensaban llevar a
Belice. Me ahorré así el lar.go trayecto por tierra. De regreso al mar hice
velas para Jamaica, con el fin de vender el añil con más ventaja, y com-
prar allá nuevas mercancías: pero al llegar tuve la noticia de que en el
golfo de Darién una flotilla española bloqueaba el río, para impedir el
tráfico de víveres V géneros desde Cartagena a la provincia del Chocó.
Concebí inmediatamente el plan de llevar al Chocó harina, que logré
conseguir mediante trueque por el añil. Llegamos de noche a Candelaria,
localizamos la boca de Barbacoas y pasamos entre los buques españoles
allí anclados. Nos hicieron fuego vivo, y una goleta nos siguió muy de
cerca, pero al vernos entrar en la boca del río, nos juzgó en su poder;
no pudiendo pasar la barra, ancló en medio de ella para esperar el día,
seguirnos y apresarnos con las lanchas. Nosotros, después de dos horas

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de navegaclOn con viento favorable, nos acercamos a tierra y en una orilla
boscosa y sólida bajamos todos los toneles, haciéndolos rodar sobre los
dos árboles de la goleta, que yo había mandado cortar y colocar con un
extremo en la nave y otro en tierra. Terminada esta operación, pusimos
algunos víveres en una canoa, llevamos todas las cuerdas y las velas al
bosque, y abrimos un hueco en el barco para hundirlo. Con el sable hice
una marca en el tronco de un árbol, borramos nuestras huellas, entramos
en el barquichuelo y antes de que amaneciera bogábamos hacia el fuerte.
Diez días empleamos en llegar al segundo puesto de vigilancia, desde
donde algunos indígenas nos condujeron en sus piraguas al fuerte y luego
a Citará, donde fui recibido con mucha cortesía. Exagerando el riesgo
del bloqueo de los españoles, describí al gobernador un peligro mayor
que el que realmente existía, y contraté con él mi harina, que no le dije
tener ya en el río, sino sobre la costa de San BIas, fuera del golfo de
Darién. Sólo después de hecho el convenio, al pedirle hombres para ir
a buscarla, revelé cómo me había introducido, y la maniobra con la cual
había engañado al enemigo. Encontré mi harina en su lugar, y la llevé
al Citará, donde me pagaron muchísimos doblones: una ganancia tal no
la habría esperado jamás. Apenas los españoles suspendieron su insensato
bloqueo, nosotros fuimos con los indígenas al lugar donde habíamos hun-
dido el barco; utilizando troncos de árbol levantamos la nave, luego con
bombas y cubos vaciamos el casco, e hicimos unas pequeñas reparaciones
necesarias. Cortamos dos árboles nuevos, y con las velas y cuerdas viejas
que rescatamos tomamos rumbo lo mejor posible hacia Portobelo, desde
donde, con nuevas velas, navegamos felizmente hasta Belice.
De poco me sirvió aquel gran beneficio, ya que, atacado por las fie-
bres, me vi obligado a confiar una carga de mercancías a un capitán que
se ofreció venderlas por cuenta nuestra en la plaza de Trujillo, donde
tenia contacto con un rico comerciante. Ferrari no lo pudo acompañar,
porque tampoco se encontraba bien de salud. Pasaron muchos días antes
que viésemos aparecer a nuestro capitán: había naufragado en las cercanías
de Rutlan 1 a causa de un terrible huracán, y apenas había salvado su
vida y la de sus marineros. Esta desgracia, aun cuando nos privó de la
mayor parte de nuestro patrimonio, sin embargo, no nos desanimó, y la
amistad nos sirvió de consuelo común en esta desafortunada pérdida.
Nos asociamos entonces con cierto Camein 2 amigo nuestro, que ha-
bía sido guardalmacén general en el tiempo del general Aury, y que
después de retirado del servicio se había establecido en Belice; obtuvimos
de él una suma, y yo, después de realizar nuestros géneros, me embarqué
y bajé por el río San Felipe hasta el golfo Dulce. Luego remonté el río

l. ¿Acaso error de transcripción por Jonathan? (Punta de Jonathan, Belice).


2. La ortografía de este nombre aparece ambi,gua en la edición ital Lana de
las Memorias que utilizamos para esta traducción (Camein, Comein, Caenein;
en la obra Memorie Pos/time de Costante Ferrari, encontramos siempre
Comein).

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de Vera Paz durante diez días, en medio de terribles dificultades a causa
de las ramas y troncos de árboles que en varios sitios estorbaban la na-
vegación. Encontré una sola aldea indígena, en la ribera derecha, y el
pueblo de Casatexas) habitado por nativos y españoles que cultivan el añil.
El gobernador de Vera Paz me recibió muy amablemente, pues le
revelé que yo era el oficial que había tomado San Felipe cuando las pro-
vincias de Guatemala dudaban en seguir el movimiento iniciado en Co-
mayagua por la libertad de aquellos países. Las casas de esta ciudad pa-
recen chozas, y las calles están mal trazadas. A los habitantes les pareció
mentira encontrar alguien que fuese hasta sus casas para llevarles dinero
y comprarles su añil, que no sabían cómo vender; en tiempos de los
españoles iba todo a Guatemala o bien a San Felipe, desde donde pe-
queñas embarcaciones lo llevaban a Omoa, y de allí los barcos lo trans-
portaban a Europa; pero ya no podían servirse de aquella ruta, y no les
quedaba otro camino que despacharlo a Omoa y venderlo a los ingleses.
Existía, sin embargo, el peligro de que los cargamentos fuesen confisca-
dos en el camino por uno de los bandos que en aquel momento se batían
entre ellos, para decidir si la capital de la nueva república de las Provin-
cias Unidas del Centro sería Guatemala o Coma yagua. La primera basaba
sus pretensiones en el hecho de haber sido antigua. residencia de la capi-
tanía general, bajo cuyas órdenes estaba Comayagua. Esta última alegaba
estar en el centro del país y haber sido la primera en sublevar al pueblo,
empuñar las armas y proclamar la libertad. La ciudad de Omoa era fa-
vorable a Comayagua y la de Vera Paz a Guatemala, de manera que el
comercio se encontraba interrumpido; para mí esta casualidad fue tan
favorable que compré el añil por mitad de costo. En seguida me devolví
y cargué la goleta que me esperaba en la desembocadura del río, fui a
San Felipe, y de allí a Belice, donde vendí todo de contado; volví luego
a hacer una segunda carga, que no me proporcionó menos ventajas que
la primera.
Al llegar a Belice con el barco de añil, acordé con los amigos Fe·
rrari y Camein dirigirnos a Saint Thomas, desde donde trataríamos de
pa5ar a Europa con nuestra rica carga. Tomada la resolución, cargamos
una fea pero veloz goleta y partimos, manteniéndonos alejados de las
costas de Cuba, por donde transitaban constantemente numerosos piratas.
Pero debido a la perenne borrachera del capitán, de nacionalidad inglesa,
nuestra nave encalló en los Jardines de la Reina, 3 lugar peligroso por
los escollos y los piratas; y nosotros creíamos estar en los arrecifes de
Las Platas,4 en la isla de Santo Domingo, sobre la misma latitud, ¡Pero
con diez grados de diferencia en longitud!
Cuatro días anduvimos perdidos, y más de seis veces encallamos,
hasta que nos encontramos en un lugar desde el cual la nave, medio vol-
cada, no pudo moverse. Decidí entonces buscar tierra con nuestros dos

3. Islotes o bajos de peña, cerca de la costa meridional de la isla de Cuba.


4. Bancos de arena muy grandes al sur de la isla de Santo Domingo.

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negros, en una pequeña piragua; después de quince millas atracamos en
una playa. Costeándola, encontramos un ancho río, lleno de cainlanes, que
por muchas horas remontamos contra la corriente, con extrema fatiga y
sin descubrir ninguna población. Las ostras pegadas a los manglares nos
sirvieron de excelente alimento. Estábamos a punto de devolvernos, para
bordear la costa, cuando el negro Francisco avistó un hombre en una
canoa que descendía por el río. Nos agazapamos entre la altísima hierba,
y cuando lo tuvimos enfrente, le salimos al p aso. Como llevaba un cuchillo
largo y ancho sujeto por una faja roja, 10 interrogamos con gran respeto.
Supimos por él que estábamos en la isla de Cuba, que aquél era el río
Santiago, y los escollos donde había encallado el barco, los Jardines de
la Reina. Se ofreció conducirme a una aldea vecina, sobre la costa, donde
podría encontrar buenos pilotos, que nos salvarían del peligro en que
nos encontrábamos. Pero yo comprendí demasiado bien cuál era nuestra
situación; los ladrones y piratas que abundan en esos lugares acudirían
armados de lanzas para matarnos a todos; tirarían nuestros cuerpos al
mar, y llevarían a sus casas nuestra mercancía. Determiné, por tanto,
apoderarme de aquel hombre y saltando de improviso en su canoa, le
arrebaté el cuchillo y lo declaré prisionero. Por la noche regresamos con
él a la goleta, en medio de un terrible temporal, con lluvia, truenos y
relámpagos que me impedían ver la señal de fuego que, según 10 con-
venido, Ferrari me haría desde a bordo, para marcarme el rumbo en
aquel mar peligroso. Sin embargo, el negro Francisco, a la luz de los
relámpagos, descubrió el barco, y a la medianoche pudimos alcanzarlo.
Por la mañana maniobramos con las anclas y con los remos, y al mediodía
logramos estar fuera de peligro, gracias a aquel hombre que decía no ser
piloto y no conocer esos escollos. Fue bien recompensado por el capitán
y por todos nosotros. Zarpamos hacia Jamaica, donde nos aprovisionamos.
Al día siguiente, cuando nos alejábamos de aquella isla, encontramos
dos bricks, cuyas chalupas iban frecuentemente del un.o al otro, a un tiro
de cañón de nosotros. Pensamos que eran barcos mgleses que, al no
poder navegar a causa de la calma, se invitaban recíprocamente a bordo;
pero, apenas se presentó un ligero vientecillo, se separaron, y uno de
ellos se dirigió hacia nosotros. Nos dimos cuenta entonces de que era
un barco armado; todo el mundo se escondió bajo cubierta, para no dej ar
ver tantas personas; quedamos solamente el capitán, dos marineros y yo.
i Cuál no sería mi sorpresa al reconocer a un capitán pirata de nombre
Laffitte, que había sido capturado por un barco de guerra, conducido a
Providencia, y condenado a la horca por un Consejo de guerra! Pero
él logró sobornar al centinela que lo vigilaba y, juntos, huyeron a la costa
india en una canoa. 5 No sé cómo se las arregló luego, lo cierto es que
en ese momento mandaba un hermoso brick con diez piezas de artillería.

5. En cambio, Costante Ferrari, al relatar el mismo episodio en M emorie


Postume (p. 498), dice que Laffitte había sido sancionado con la confis-
cación y la expulsión.

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La chusma pirata gritaba desde la borda, unos pedían que nos dejasen
ir, y otros que nos detuviesen. El peligro que corrimos fue grandísimo,
pues no podíamos defendernos, y sabíamos que si aquéllos subían a
bordo 10 perderíamos todo, y sufriríamos los más atroces tormentos. Pero
el aspecto de nuestra nave, tan fea y pequeña, que creyeron cargada de
carbón, nos permitió pasar sin molestias. Finalmente llegamos a Saint
Thomas, en momentos en que, a la vista del puerto, un corsario español
registraba una gran polacra f,rancesa, motivo por el cual no nos prestó
atención. i Les parecimos mezquinos y pobres, pero habríamos sido una
buena presa, con tantos géneros de las provincias rebeldes a España!
También esta vez, la suerte nos asistió.
En el puerto nos informamos de los precios que nuestras mercancías
tenían en Europa, y decidimos llevarlas allá, pero regresar luego para
proseguir el comercio. Quisimos esta vez cuidar nuestros capitales: los
aseguramos con un rico comerciante de Amsterdam, y partimos para aquella
ciudad. Sufrimos una sola borrasca, pero terrible, al punto de que el
barco quedó como un pontón; lo arreglamos lo mejor que pudimos du-
rante la travesía, hasta que la suerte nos permitió volver a ver aquellos
lugares que habíamos dejado cinco años antes. 6
Nos acompañaban el socio Camein y los dos negros Francisco y
Mameluk, nativos de la costa de Africa, que habíamos comprado en
Providencia; les concedimos la libertad, pero quisieron espontáneamente
seguirnos. Todavía permanecen con nosotros y han sido fieles compañeros
en muchas difíciles situaciones; puede decirse que desde 1819 hasta hoy
han estado siempre a nuestro lado. Nuestra alegría era grande, pues
luego de tantos peligros y sufrimientos podíamos volver a ver la patria,
los amigos, los familiares, y consolar a los afligidos padres.
Consignamos las mercancías en Amsterdam, y seguimos hacia París,
donde entregamos a la hermana del difunto general Aury la documen-
tación que le era necesaria para conseguir del gobierno de Buenos Aires
lo que le correspondía. Luego nos dirigimos a Italia, hacia Lugo, mi
patria, donde mi familia y la del amigo Ferrari, que se trasladó desde
Reggio, se reunieron en una sola; más tarde la propiedad "El Serrallo",
en el distrito Massalombarda, fue el lugar de nuestro retiro; dedicados
al cultivo de la tierra, vivimos juntos una vida menos peligrosa que la
que llevábamos en los campos de la gloria, o sobre frágiles naves en
el inestable elemento. 7
NOTA: Todo esto consta en el pasaporte de Providencia y en otro expedido en
Sa int Thomas, sellado en París por los ministros de Dinamarca, Estados
_ Unidos, Piarnonte, Austria, Holanda ; también lo atestiguan las pólizas
~ de carga de Belice y las de Saint Thomas.

6. Codazzi zarpó para América en 1817, y regresa en 1822. Según Ferrari,


anclaron en el puerto de Helder (Holanda) el 9 de octubre de 1822.
7. Ninguno de los dos soportó esta vida tranquila; en 1824 Ferrari quiso
seguir a lord Byron en Grecia, y en 1826 Codazzi regresó a Venezuela,
donde llevó a cabo su gran obra de cartógrafo y sistematizador de la
geografía nacional.

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®Biblioteca Nacional de Colombia


BIBLlOGRAFIA CONSULTADA *

ALCEDO y HERRERA, Antonio: Diccionario Geogl'áfho de las Indias Oc-


cidentales o Améfica (4 tomos). Madrid, Ed. Atlas, 1967.
ALVARADO, Lisandro: Datos etnogl'áficos de Venezuela. Caracas, Ed. ME,
1956 (Vol. IV de las Obras Completas).
ALVARADO, Lisandro: Glosario de voces indígenas de Venezltela. Ca-
racas, Ed. Oficial cuarto centenario de Barquisimeto, 1953.
CODAZZI, Agustín: Resumen de la geografía de VeneZ7tela. En: Agustín
Codazzi, Obras escogidas (2 tomos), Caracas, ME, 1960.
CODAZZI, Agostino: Le memo1'Íe. A cura di Mario Longhena, con note,
carte e incisioni. Milán, Istituto Editoriale Italiano, 1960.
COLETI, Giandomenico: Dizionario Stol'ico Geografico dell'America Me-
ridiona/e (2 tomos). Venecia, Stamperia Coleti, 1771. (Hemos uti-
lizado la traducción al español, aún inédita, elaborada por nuestros
alumnos de la Universidad Ce.n tral de Venezuela) .
FERRARl, Costante: Memorie Posttlme. Milán, Ed. Fassani, 19(?)
INSTITUTO VENEZOLANO - ITALIANO DE CULTURA: Homenaje a Agustín
Codazzi. Caracas, Ed. Latina, 1959.
MACMILLAN, H. F.: TroPical Planting and Gardening. Londres, Mac-
millan Co. Ltd., 1956.
PATIÑO, Víctor Manuel: Plantas Ctlltivadas y animales domésticos en
América Equinoccial (tomos 1 y II). Cali, Imp. Departamental,
1963-4.

* Esta bibliografía sólo abarca las obras que ha utilizado la traductora para
la elaboración de las notas .

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®Biblioteca Nacional de Colombia


PERAZZO, Nicolás: Agustín Codazú. Caracas, Ed. Fundación Mendoza,
1956.
PERAZZO, Nicolás: Constante Fenari, compañero de aventuras de Co-
dazzi. Caracas, Ed. Cromotip, 1954.
PERAZZO, Nicolás : José Cortés de Madafiaga. Caracas, Ediciones del
Cuatricentenario de Caracas, 1966.
PÉREZ ARBELÁEz, Enrique: Plantas útiles de Colombia. Bogotá, Suco de
Rivadeneyra, 1956.
PITTIER, Henri: Manual de las plan/as usttaJes de Venezuela. Caracas,
Litografía del Comercio, 1926.
RODRÍGUEZ, Ramón Armando: Diccionario Biográfico Geográfico e His-
tórico de Venezuela. Madrid, 1957.
ROHL, Eduardo: Fauna descriptiva de Vellezttela. Madrid, Ed. Nuevas
Gráficas, 1959.
SAMAGOA GUEVARA, Héctor Humberto: La pl·esencia de Luis Aury en
Centro América. Guatemala, Ed. M. E., 1965.
SCARPETTA, Leonidas: Dicciona1"Ío Biográfico de los campeones de la
libertad de Nueva Granada, Venezuela, Eettador y Per1Í. Bogotá. Imp.
de Zalamea, 1879.
SCHUMACHER, Herman Albert. Biografía del general Agustín Codazzi.
San Fernando de Apure, Tip. Augusta, 1916.
V ÁZQUEZ DE ESPINOSA, Antonio: Compendio y descripción de las In-
dias Occidentales, Washington, Smithsonian Institution, 1948.
VILA, Pablo: Codazzi, Humboldt, Caldas: precursores de la geografía
moderna. Caracas, Ed. del Instituto Pedagógico, 1960.

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®Biblioteca Nacional de Colombia


INDICES

®Biblioteca Nacional de Colombia


/ND/CE ALFABETlCO DE NOMBRES
Y TEMAS *

A amac';: 114.
Amazonas (bergantín): 91, 141.
acayú: 108. Amelía (isla): 59, 63, 67, 68, 81 ,
acei tunas: 113. 105.
Achemet (mezquita): 24, 31. América: 13, 14, 37, 45, 53, 56, 57,
Africa: 33, 186. 61, 71, 78, 87, 89, 93, 120, 136.
aguacates: 154. América (Meridional): 51, 71, 74,
Aguas Dulces (aldea): 22, 27, 32. 111.
águila: 169. Amsterdam: 37, 44, 45, 47, 51, 181,
aguté: 182. 186.
ajenjo: 157. ananás: 93, 167.
ajíes: 93, 100, 154. Anapoima: 129.
Alabanza: 159. Andes, Los: 87, 111, 113, 118, 121,
álamos: 148. 123-125, 12~ 128, 133, 139, 14~
Albania: 22. 147, 156.
Alejandría: 50. Andros: 17.
algodón: 18, 52, 54, 92, 100, 107, Angostura (Congreso de): 133, 136.
154. Angostura (del Orinoco): 67, 69, 71,
Alkmaar: 44. 82, 83, 88, 89, 90, 131, 132, 137,
almendras: 93. 151.
almendros: 157. anguila: 116.
aloes: 61, 93. anón: 93, 100.
Alpes, Los: 92, 156. ansarones: 115.
Alvarez (general): 59. Anserma: 145, 147-149.
Al varez ( dictador) : 75. antes: 157.

* En cuanto a temas, nos hemos limitado a los de interés botánico y zoológico,


que tienen especial importancia en la obra.

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Antiguo Reino de la Plata: 87. B
Antillas : 63, 92, 96, 101, 127, 18I.
Antioquia: 77, l18, l19, 122. Bahamas (islas y canal): 109.
Anzoátegui (general): 81, 134, 135 . Báltico. Véase Mar Báltico.
añil: 53, 93, 107, l10, 181, 182, 184. Baltimore : 45, 50, 57, 75.
Apure (río): 137, 139. ballena: 49.
Arabia: 27. ballena (aceite de): 85.
aracá, aracu, aracú: 94, 112, 115, 154. bananas: 69.
araguatos: 116. bananos: 103, 117, 139.
araña, a1"ajá: 116.
Barbacoas: 143, 144, 182.
arañas: 103, 155.
Barcelona: 73, 81, 132, 138, 151.
árboles: 32, 37, 42, 44, 45, 50, 59,
Barinas : 78.
60, 65, 87, 93, 94, 99, 100-102,
106, 112, 116, 118, 119, 121, 124, Barranquillas: 150, 161.
125, 127, 129, 144, 145, 148, 153, Barreiro (general): 133-136.
155, 157, 165, 168, 169, 173, 183, batatas: 100, 117, 154, 169.
184. Batavia: 41.
Arismendi (general): 80, 89, 132, B ebm'a: 120.
137, 138, 151. Bélice: 99, 105, 106, 108, 109, 162,
Armandi, Pier Damiano (coronel del 174, 181-184.
Real Cuerpo Italiano): 14. Bentinck, WilJiam (general y lord in·
armiño: 53. glés): 14
arroz: 52, 87, 93, l15 , 119, 124, 125. Bermúdez (general): 76, 81, 138, 151,
Asia: 17, 18, 21, 33, 39 . 176.
Asia (fragata): 91 , 92. Bernard (capitán): 55.
asno: 116. Bernardi (oficial de la artillería mon-
Atlántico (océano): 12I. tada italiana): 19.
Atmeidam (plaza): 24 B ete: 120.
Atrato: 67, 111-l13, 116, 118, 119,
Bisancio: 18
123, 124, 140, 142, 143, 153, 155,
boa : 94, 116, 129.
18I.
bobas, bobos: 95, 161.
Aury, Luis (general): 56, 59, 63-66,
68, 71, 75-77, 79, 80, 83, 85, 88-92, Boca Chica (fuerte): 76, 77, 151.
97-99, 101, 104-109, 123, 139, 140, Bodega, La (caserío) : 182.
144-148, 150, 152, 153, 158-160, Bogotá: 129, 130, 156, 158.
162, 164, 167, 171, 173, 175, 177- Bogotá (río): 156, 157.
181, 183, 186. Bolívar, Simón: 55, 63, 64, 67, 69,
Austria: 39, 186. 70, 71, 73-76, 78-82, 85, 88-92, 109,
avellanas: 115. 121-123, 131-140, 149-151, 153, 155,
avena: 52, 100. 158-161, 178-180.
avestruz: 39. Bonaparte, José: 51, 63.
avicrí: 114. Bonaparte, Luis: 44.
avispas: 103, 113. Bonaparte, Napoleón: 75.
Ayacucho: 160, 161. Boquerón: 127.
azúcar: 68, 69, 101, 115, 120. Bordeaux (vino) : 68.
azulejo: 157. Bósforo (canal del) : 15, 19, 34.

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Boston: 49. camarones: 94.
Botosaru: 40. Cambassades o Cambessedes: 141,177.
bovarina: 157. cambures : 82, 112, 118, 121, 154,
Bóves (general): 7 S. 170.
Boyacá: 131, 134-136, 158. Camein: 183-185 .
Boyacá (Cruz de): 130. canarios: 155, 157.
Boyer (presidente): 92, 108, 179. Cancino, José María (coronel republi-
Brasil: 87, 89. cano) : 130, 144-148.
Bravo (general): 59. Candelaria (bahía): 112, 119, 140,
Brión (almirante): 79, 82, 85, 89-91, 141, 143, 144, 149, 182.
137, 138, 149 - 15~ 159, 160, 179. Candia: 17.
Brisce1'io (coronel): 131. canela: 157.
Bucare5t: 36-40, 45. cangrejos: 93, 103, 155.
Bucovina: 41. Canterac (general esp.): 132.
Buenaventura (valle): 111 caña de azúcar: 59, 92, 100, 154, 170.
Buenos Aires: 51, 59, 69, 74, 85, 87- caña guadua: 112, 115 , 117,118, 120,
90, 104, 105, 108, 122, 131, 148, 148.
151, 160, 178-180, 186. cáñamo: 52, 167.
bueyes: 86, 93, 127, 153. cañas: 37, 60, 112, 115, 148, 154.
Bulgaria: 23, 34. caparro: 116, 155.
Burdeos: 108, 121. Capitán General (de Venezuela): 73.
Burgas (golfo de): 34, 35. Carabobo: 178.
Buyuk: 34. Caracas: 67, 72, 74, 75, 80, 81, 88,
132, 138, 151, 155, 178.
e caraguatá: 167.
caraotas: 52, 119.
caballos: 21, 31, 32, 35 , 39-41, 60, ca.·"paca: 115, 154.
61, 81, 86, 87, 100, 108, 127-130, cardenal: 95,115_
132-134, 141, 143, 149, 157, 162- Caribdis: 16.
164, 178. caribes (indios): 163, 173.
cabeza de negro: 154. carimiri: 115_
Cabo Francés (ciudad): 92 . Carolina: 51.
cabre/cucas: 117. Cárpatos: 36.
cacao: 93, 154, 169, 182. Carrero: 151, 152, 178.
Cartagena (provincia, ciudad y bahía):
Cádiz: 71-73, 107, 109.
café: 92, 100. 51, 71, 74-79, 88, 104, 109, 119,
caimanes: 94, 114, 116, 154, 155, 135, 136, 138, 139, 144, 145, 147,
185. 148, 150-15 3, 156, 160, 164, 167,
Caj amarca: 127, 128, 139, 148. ]69-171 , 178, 179, 182.
cal abazas: 101 , 112, 124, 182. Cartago: 128, 130, 137, 147, 148.
Calabozo: 131, 132. cartán: 15 4.
Calabria: 16. caruto : 115.
calaguala: 157. casabe: 139, 168.
Calais: 47. Casanare (llanos de): 132, 136, 139.
Calí: 119, 122, 123, 128, 145, 147, Casatexas: 184.
148. cascabel: 116.

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casia: 94, 154. Constantinopla: 14, 15, 17, 19, 21-26,
castaño: 114, 154. 28, 30, 34, 36, 38-40, 44.
Castillo (general): 75, 76. Copenhague: 42.
castor: 53. corales: 92.
Catalina (isla): 101. Corán: 24.
Cauca (rio): 77, 111, 119, 127, 128, Córcega: 21.
141, 144, 145, 147. cordero: 116.
Cayos, Los: 77, 78, 80, 92, 96, 160. Corfú: 32.
cebada: 52. Coro: 80.
cebollas: 20. coroba: 114.
cedro: 94. coro coro : 115.
Cefalonia: 16, 20, 22. Cortés, Hernán: 59.
cerdos (anfibios): 155. Cortés de Madariaga (ministro): 73,
cerezos: 157. 85, 88-90, 97, 98, 105, 109, 147,
Cerigo: 17. 171, 179, 180.
Cerigoto: 17. Courtois (comandante): 141, 167,
Ceuta (fortaleza): 74, 109. 171, 173, 175, 179.
cidra dulce: 153. Correa (general esp.): 75.
ciempiés: 116, 155. Corrientes (cabo): 123.
Ciénaga: 151. Cosantini, Mario (conde): 20-22.
ciervo: 135, 155, 169. cotorras: 95, 115_
cinifes: 155. crabes. Véase cangrejos.
cipreses: 19, 23. Creta: 17.
cisgu: 157. Cristóbal: 92 .
Citará: 118, 121, 122, 139, 143·146, Cruces (aldea): 99.
148, 149, 183. Cuba: 63, 69, 92, 99, 170, 173, 178,
Civitavecchia: 22. 181, 184, 185.
Clemente (general): 138. cucaracha: 103, 113.
cocksbergh (icokspur?): 100. cucarachero: 155.
Colombia: 13, 56, 71, 83, 131, 136, cucurrito: 154.
140, 143, 151, 155, 160, 164, 167, Cúcuta: 75, 137-139, 151.
178, 180. culebra: 116, 129.
cocodrilos: 94. cumacá, cumaca: 114, 148, 154.
cocos: 100. Cumaná: 73, 81, 132, 138, 151.
cocoteros: 94. Cundinamarca: 77, 130, 136, 152,
cochinilla: 154, 182. 179.
Cocruane (lord y almirante): 88, 104, Curazao: 73, 74, 79, 179.
109, 111, 122, 123. curng1lates: 154.
codornices: 155. Czernowitz: 41, 45.
col: 154. Chagre (fuerte y río): 99, 151.
Co Ión, Cristóbal: 69. Charleston: 56, 69.
Comayagua: 172, 181, 182, 184. Chesepack (bahía): 50, 55, 56 .
Congreso, El (corbeta): 92. Chile: 51, 74, 87, 88, 122.
Consalvi, Ercole (cardenal): 14. chinca (hierba): 100_
Constantino: 19, 24. chinches: 103, 113, 182.
Constantino (Gran Duque): 41, 42. chirimoya: 115, 154.

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chitera o chitere: 114, 154. Escútari: 19, 21.
Chocó: 110, 111, 118, 119, 121, 122, Esmirna: 21, 22.
128, 129, 131, 139, 141, 144, 145, España: 20, 57, 68, 71, 72, 74, 76,
155, 160, 169, 181, 182. 108, 132, 156, 162, 186.
Espartano (bergantín): 109, 110, 141.
D Estados Pontificios: 14.
Estados Unidos: 47, 50, 51, 53, 56,
danta: 116, 155. 59, 61, 63, 64, 67, 69, 75, 77, 81,
Danubio: 35, 36, 41. 88, 89, 141, 186.
Davine (coronel): 163. Estambul: 19, 27, 29.
Danzig: 42, 45, 47, 57. Estrasburgo: 47.
Dardanelos: 15, 18. Europa: 14, 18, 19, 26, 33, 38, 51,
Dárdano: 18. 54, 57, 72-74, 76, 87, 97, 138, 181,
Darién: 77, 111, 112, 118, 139, 142, 184, 186.
143, 149, 182, 183.
Desaguadero (río): 142. F
Dessalines (emperador): 95.
Devreux (general inglés): 138, 149, Facsani: 40.
150. Faenza: 30.
Dimbovica (río): 37. Faiquére (coronel y gobernador): 105,
Dinamarca: 42, 186. 143, 180.
Dios (Altísimo, Eterno): 25, 27, 28, Federico (el Grande): 42.
33, 43, 165, 171. Fernandina: 64, 70.
Dniester (río): 41. Fernando (rey de España): 76.
doncel: 155. Ferrari, Constante: 13, 20, 22, 48,
Dowater (jefe de estado mayor de la 57, 66, 67, 88, 103, 106·108, 141-
marina): 142. 143, 145, 147, 149, 161, 162, 164,
Dower (fuerte): 47. 165, 172, 178-186.
Dulce (golfo): 99, 107, 177, 181, Fleisack (cónsul austríaco): 39, 45.
183. Florida: 56, 59, 63-65, 67, 68, 81.
duraznos: 52, 93, 157. Francia: 21, 41, 42, 44, 71, 74, 77.
frailejón: 127, 157.
E Francisco: 185, 186.
Franchi, Tomás: 20, 21.
ébano: 154. Franchini: 21.
Egipto: 22, 24, 27. Franz (capitán): 170.
Elba (isla de): 22.
elefantes: 24. G
Elsinor (fuerte de): 42.
Emperador (de Rusia): 41, 42. Gulata: 19, 26, 28.
Enrique (estuuiante): 47. Galicia: 37.
escarabajos: 102. Galveston (isla de): 56, 59, 60, 62,
Escila: 16. 69, 79, 101.
Escocia: 64, 81. gallinas: 69, 101, 115, 139, 155.
escorpiones: 103, 116, 155. gallito de monte. Véase corocoro.
escualos: 165. gallos: 100.

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ganso: 155. Haití: 80, 92.
Garbans (coronel): 105, 141. Hamburgo: 51.
garbanzos: 103. Hannover: 45.
garzas: 95, 115. harina: 119.
gatos: 94, 116. Hato León: 147, 148.
Génova: 14, 22. HeIder (puerto): 44.
Georgetown: 50. HeIesponto: 17, 18.
Georgia: 51, 56, 69 . H eln (coronel): 134, 135.
Gibraltar: 151. Helsingborg (fortaleza de): 42.
Giinbaenborgh (puerto de): 43. Henry (comandante): 142.
Giurgiu: 36. Hersdewerks (capitán): 42.
Gobernador (de Caracas): 73. hiavall: 169.
Gomarra: 26. hicaco: 154.
Gordon (coronel inglés): 162, 166. Hidra: 17.
gorriones: 155. hienas: 24.
Gracias a Dios (cabo): 153, 162, hierba sensitiva: 154.
165, 171. higos: 93, 157.
Granada: 51, 82, 89, 104, 123, 132 higueras: 87.
(Véase también Nueva Granada). Hirvin (coronel): 64, 105.
Granada (Nuevo Reino de): 78, 136. Holanda: 41, 42, 45, 121, 186.
granados: 87, 157. Hall u Hott (capitán): 47.
Gran Bairám (fiesta): 28. Honda: 76, 129, 136, 137, 141, 148,
Gran Bretaña. Véase Inglaterra. 149, 155, 156, 161.
granos: 86, 157. Hondo (río): 61.
Grecia: 18. Honduras (provincia y golfo): 105,
G1"enier (coronel): 141. 106, 108, 153, 160, 172, 173, 178,
Grudziandz (fortaleza de): 42. 182.
guacharacas: 115. hormigas: 87, 100, 103.
Gual, Pedro: 56. Hornos (cabo): 88.
Guald, Pedro (sic): 65. Hospodar (jefe griego): 39.
Guatemala: 107, 108, 167, 171-173, hosso: 157.
176, 178, 181, 184.
guayabas: 154.
guayacán : 94, 100, 115.
Guayana: 132, 137, 138.
Ibagué: 129, 148, 149.
Guayana Francesa: 82, 89. Ibáñez: 109, 131.
Guayana Holandesa: 82, 89.
Ibáñez (señoras): 131, 132, 160.
Guayaquil: 123, 160, 178.
iguanas: 94, 101, 116.
guisantes: 87.
Imbersund (puerto): 43.
Gulain ó Pulain (doctor): 67. Incas: 160.
gusano: 114. India: 14.
Indias Occidentales: 88, 157.
H Indias Orientales: 21, 41, 45, 97.
Inglaterra: 47, 71, 74, 77, 162.
habas: 52, 87. insectos: 117, 118, 145, 147, 153-
Hacha (río) , 149. 155.

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ipecacuana: 157. lagartijas: 101.
Isabela: 108, 14l. lagartos: 94.
Isla de Oro: 143, 145. Lallemand, Charles F. A.(general fran-
Isla Larga: 49. cés): 21, 63, 101 , 102, 105.
ltaca: 17, 22. langostas: 44, 94.
Italia: 14, 20, 37, 74, 186. La Torre (general esp.): 156, 178.
itotoeho: 117. Las Platas (arrecifes): 184.
lzábal: 99, 107, 108, 110. Leandro (Torre de): 19.
lechero: 153.
J lechosas: 154.
Lemberg: 41, 45.
jabalíes: 116, 155. Lenz (general): 41 .
Jackson, Andrew (general): 68. leño resinoso: 117.
jalapa: 157. leopardos: 24.
Jalomita (río): 40. lianas: 100, 112, 124, 129, 144, 147,
Jamaica (isla): 76, 85 , 88, 90, 97- 148, 169, 182.
99, 101, 102, 105, 109, 110, 132, Libertador, el. Véase Bolívar, Simón.
141, 143, 149, 150, 169, 171, 179, Libertadores (orden de): 130, 136.
181, 182, 185. Lima: 104, 123.
Jardines de la Reina (islotes): 184, limón: 67, 15"1.
185. lino: 52.
Jassy: 39, 41, 45. lino (aceite de): 154.
Jerjes: 18. Liorna: 14, 15, 19, 21, 22.
jilguero: 157. Lípari (islas): 16.
jobos: 115. Londres: 51, 74, 104, 105, 132, 137,
Jónicas (islas): 15, 16, 20. 138, 149, 150.
Jorge (rey de los Mosquitos): 162, Longone: 16, 22.
169. Los Reyes: 149.
Joro: 120. Louverture (Toussaint): 95.
jucuríe: 115. Lublio: 41, 45.
Juntas: 147. Lucayas: 67, 69.
Justiniano (emperador): 24. Lugo: 186.
Luisiana: 51, 63, 179.
K
M
Kalinowski (conde): 41. Mac Gregor (general): 64, 80, 81,
Kingston: 97, 109. 99, 104, 105, 109.
kovatas: 115. macacos: 106, 139, 182.
Kristiansand (puerto): 43. maeioti: 155.
Kuhn: 42. Madrid: 68.
Magdalena (río): 74-77, 129, 136,
L 139, 141, 148-150, 152 -154, 156,
160.
ladillas: 182. Mahoma: 25 , 28, 33.
La Ensenada (puerto): 88, 89. maíz: 52, 82, 93, 100, 117, 121, 124,
Laffitte (pirata): 185. 154, 170, 182.

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Makala (calle): 31 . micos: 155.
Mameluk: 186. Milo, Gaetano (coronel italiano): 14.
Manado (¿Maldonado?): 89. Mina, Javier (general): 57, 59, 61,
manatí: 116. 62.
mandioca: 86 93, 100, 112, 170. Ministro, el. Véase Cortés de .Mada-
manglares: 185. riaga.
Mangles: 98, 149, 161. Miranda, Francisco: 72, 74.
mangles: 94, 100, 174. mirlos: 157.
mango: 93, 100. Misisipi (río): 63.
Mantua: 14. Moctezuma: 59.
manzanas: 52, 95. Módena: 2l.
manzanillo: 95, 100. Moldavia: 37, 39, 40.
manzanos: 87, 154, 157. Mompox: 75, 129, 155.
Mar Báltico: 37. Mona (isla de La): 91, 92.
Mar de Kattegat: 42, 43. Moncenisio: 128, 149.
Mar de Mármara: 18, 19, 22, 39 . monos: 25, 116, 139, 155, 182.
Mar del Sur: 104. Monteverde (general): 54, 75, 76.
Mar Germánico: 44 . Montevideo: 89_
Mar Negro: 16, 22, 23, 36. Montilla, Mariano: 138, 149-152.
Maracaibo: 73, 81, 151, 156. Morales (general): 128, 141, 144-
Mat"Celín (coronel): 106, 141, 145, 148, 151, 178.
171, 173, 176, 177. Morea: 17.
Margarita (isla): 51, 55, 63, 69, 74, Morgan : 99.
80, 82, 85, 89, 92, 131, 132, 137, Morillo (general): 51, 70, 71, 76-
138, 149. 78, 81, 82, 88, 131-135, 137, 138,
Mari: 120. 151, 155, 156, 158, 178.
Mariquita: 77, 129. MOfqlletio (coronel): 128.
Mármara: 78. moscardón: 114.
Marsella: 14. moscas: 113 .
Marte (bergantín): 108, 109, 141 . Moscovia: 34.
Marte (Campo de): 22. mosquitos: 113, 155 .
Martinica: 80, 179. mosquitos (indios): 162, 165, 167-
Massalombarda: 181, 186. 171.
Meca, La: 33. Mourilio: 166.
melocotones: 87. Moxo (capitán general español): 80.
melón: 93. Mugno (comandante español): 146.
mepe: 115, 154. mulas: 128, 129, 182.
mercllre: 154. Murat: 20.
merecure: 114. murciélago: 114, 155.
Mérida: 81, 15l.
Mesa, La: 129. N
Messina: 16.
Meta (llanuras): 158. Nápoles: 20.
México: 47, 51, 56, 57, 59, 61, 63, naranjas: 154.
70, 79, 81, 88, 98, 160. naranjos: 87, 93, 100.
México (golfo de): 63, 101. Naranjos: 148.

198

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Nariño: 75, 158. Packer (comodoro): 89, 92, 105.
Negrillos (islas): 122. 108.
Neptuno: 49. Padilla, José: 151, 152.
Neptuno (bergantín): 110, 141. Páez, José Antonio: 78, 81, 138, 151,
New York: 89. 155, 178.
New York (puerto): 56, 75. Paira: 132, 138.
Nicaragua: 141, 145. paja: 61, 100, 176.
Nicolás (comerciante griego): 15. pajarillos: 24.
nigua: 103, 114. pájaros: 60, 87, 115-117, 155, 157,
nísperos: 154, 157. 169.
Norfolk: 55. palma Christi: 67.
Noruega: 43, 94. palma de abanico: 100, 114, 124.
Novita: 111, 121, 123, 141, 145, 146, palma de coco: 94, 112, 114, 154.
148, 149. palma real: 114.
Nueva Granada (véase también Gra- palma seje: 114.
nada): 71, 75·77, 82, 88, 102, 109, palma xivana: 115.
131 , 132, 136, 138, 149, 156, 159. palmas: 94, 112, 117, 120, 124, 155,
Nueva Orleans: 76. 182.
Nuevo Reino de Granada: 136. palo Brasil: 154.
palomas: 94, 101, 115, 155.
Pampatar: 80.
ñame: 93, 100, 117, 121, 139, 154, Pamplona: 78, 81, 156.
169. papagayos: 94, 106, 115, 139.
papas: 86, 93, 182.
o papaya: 93.
Ocaña: 75, 139, 149, 151. Paraguay: 87, 89.
Océano (Atlántico): 20. Paraná: 85, 99, 104, 105, 109, 118,
ocumo: 154. 123, 151, 178.
Odesa : 14, 15, 20, 22. paravitani: 114, 154.
Ohio (río): 52. parcha granadina: 154.
olivos: 87. pardillo: 114, 154.
Omoa: 107, 153, 167, 171-173, 178, Paria: 67.
184. París: 44, 56, 75, 186.
Orange (príncipe de): 45. Pastos: 75, 151, 178.
Orescinek: 36. Patafia (doña): 30.
Oriente (el): 33. Patagonia: 87.
Orinoco: 63, 67, 69, 82, 89, 132, Pater Noster (escollos): 43 .
137-139, 159. Pato: 120.
osos: 24, 116, 117, 124, 125, 155, patos: 115.
157, 169. Patriarca de Constantinopla: 38.
ostras: 94, 185. paujíes: 115.
ovejas: 40, 85, 86, 127, 157. pavos: 115, 155.
peces: 87, 101, 169.
P Pedro: 176.
Pacífico (océano): 88, 109, 111, 121, pelícano: 155.
122. Pel.ipultz: 40.

199

®Biblioteca Nacional de Colombia


Peosácola : 63. 153, 160-162, 164, 167, 170, 178-
Peosilvania: 5l. 180, 185, 186.
Pera: 19·21, 29. prua o pma (caña): 115.
perdices : 155. Prusia: 20, 37, 39.
pereza: 116. Pruth (río): 40.
perros: 25, 26, 30, 86, 116, 177. puercos: 124.
Persia: 21, 22 . puercos salvajes. Véase jabalíes.
Perú: 87, 88, 104, 159·161. Puerta Otomana: 39.
Perú de la Croix (general): 140, Puertas: 148.
166, 177, 178, 180. Puerto Cabello: 73,74,151, 156, 178.
Petersburgo: 22, 4l. Puerto Longone: 16.
Petión: 77, 78, 80, 92. Puerto Príncipe: 92 .
pez blanco: 94. Puerto Real: 97.
pez capitán: 155. Puerto Rico: 181.
pez volador: 94. Puey rredón : 86, 88 .
Piamonte: 186. Puntas: 122.
Piar : 80, 8l.
Piccioni (cónsul de Génova): 36. Q
18l.
Piedras: 129, 148. Quataqui: 129, 148.
pimentones: 100, 154. Quesada (capitán) : 117.
pimiento: 93 , 157. Quibdó (río) : 118, 121, 146.
pino: 117. quina: 68, 85.
piojos: 103, 182. Quindío (páramo) : 111, 128, 129,
píritu: 15 4. 141, 148.
Pisoni (cónsul pontificio): 22. Quito (provincia) : 136, 151, 160,
plátano: 92, 93, 100, 182. 178.
Po (río) : 82, 106, 113 .
Poglieska (señora): 42. R
Poletti (violinista): 30.
Polonia: 37, 4 1, 42. Radado: 121.
Poniatowski (príncipe): 42. Ranas, Las (islas) : 97.
Popayán: 119, 122, 124, 144, 145, randleras (hojas): 112, 144.
148, 151, 156, 160, 178. ratas: 94.
Popes: 31. ratón: 94, 103, 116.
Poros: 17. ratJeJs. Véase cucarachas.
Portillo: 129. rayas: 94.
Portobelo: 98, 99, 104, 105, 109, 110, Reggio de Módeoa: 20, 186.
123, 151, 178, 183. Reino de la Plata: 87.
Portoferraio: 76. República Mexicana. Véase México.
Port Smith (ciudad y estrecho): 47. reptil: 155.
Príncipes (isla de Los): 21. reses: 61 , 69.
Proscriptópolis: 51. Rey o Reyes (de España): 68, 71 ,
Providencia (o Vieja Providencia, isla): 72, 76, 92, 136.
57, 70, 98, 99, 101, 102, 104, 105, Ricci (brigadier de artillería) : 16,
109·111, 131, 139-141, 147-149, 152, 20, 22.

200

®Biblioteca Nacional de Colombia


1'imé: 115. San Pablo: 121, 167, 173, 175-177.
Río de La Plata: 71, 83, 85, 89. San Sal vador: 69.
Riohacha: 138. sancJé: 157.
rivavirá: 157. sandías: 87, 93, 100, 154.
Riviera, Marqués de (embajador fran- Santa Ana: 122.
cés): 29, 30. Santa Cruz (general esp.): 105, 109,
rodador (insecto): 113, 15 5. lJO, 178.
Roldanillo: 128, 139, 147, 148. Santa Catalina: 98, 99.
Roma : 14, 22. Santa Elena: 16.
Roncador, El (escollo): 153, 161. Santa Fe (de Bogotá): 75-78, 109,
R07ldón, Juan José (coronel): 134- 111, 119, 121, 122, 129, 130-132,
136. 134-136, 139, 141, 148-150, 152,
rosas: 31. 153, 156-161, 166.
Rotterdam: 42, 45. Santa Fe de Granada: 74.
Rüggen (isla): 42. Santa M aría: 68.
Ruschuk: 35, 36. Santa Marta (ciudad y provincia):
Rusia: 37, 39, 41. 110, 138, 139, 141, 149, 151, 152,
Ruttan: 183 . 154, 160-162.
Santa Marta (río de Estados Unidos):
s 63.
Santa Sofía (mezquita): 24, 31.
Sabanilla: 141, 149-151, 153, 161, Santander, Francisco de Paula: 71, 81,
162, 166, 171. 130, 131, 13 3, 134, 137, 148, 152,
Sabogal (oficial piamontés): 146. 15 3, 158, 159, 160.
sabueso: 169. Santiago (de Chile): 88.
Sajonia: 45. Santiago (río de Cuba): 185.
Sámano (virrey esp.): 78, 133, 136. Santo Domingo (isla y ciudad): 71 ,
Sambo (bahía): 149. 76-78, 85, 92, 97, 141, 159, 179,
San Agustín: 63,64, 67,122-125,128, 180, 184.
139, 147. Santo Tomás (bahía): 167, 173-175,
San Andrés: 98, 104, 149. 178.
San Antonio (cabo): 69,109. Sajnt Thomas (isla): 181, 184, 186.
San Bartolomé: 90, 91, 137, 159. sapos: 103 .
San Bernardo (bahía de): 57, 59 . sasafrás: 94, 153.
San BIas: 111, 118, 139, 168, 183. Savary, René (general francés): 21.
San Buenaventura (bahía): 122, 123. Seco (río): 129.
San Carlos (fuerte): 143, 151. seda: 58.
San Demetrio: 19. sen: 157.
San Felipe (río y ciudad): 99, 106, Serat (río): 40.
108, 110, 162, 167, 171, 173, 175, serbas: 154.
177, 178, 183, 184. serpientes: 94, 112, 114, 116, 125,
San Juan (río): 121-123, 143. 129.
San Juan (istmo): 146. Serrallo, el (finca): 181, 186.
San Juan de Nicaragua (río): 142 . Serrallo del Gran Señor: 24, 29, 30.
San Juan de Uhía: 97. Serranilla (arrecife): 165.
San Martín: 88, 104, 123, 160. Serrazuela: 129, 149.

201

®Biblioteca Nacional de Colombia


simios: 24, 106, 182. tordo: 155.
Siria: 22. Torres: 104.
Sociedad de los Cincinnati: 51. tortolillas: 24, 101, 155.
Sodoma: 26. tortugas: 93, 106, 116, 154, 169.
Sogamoso: 134. Torún: 42.
Solimán (mezquita): 24, 31. Tota (laguna de): 137.
Soublette (general): 81, 132, 137, Toussaint Louverture: 95.
138, 151, 155, 178. Transilvania: 51.
Spanishtown: 97. trebol: 93.
Spartiviento (cabo de): 16. Tres Puntas (cabo): 106, 173, 174.
Studer (oficial francés): 47. Triángulo (isla del): 106, 167, 171,
Sucre (general): 153, 159, 160, 178. 173.
Suecia: 42, 43. Tribuno (bergantín): 109, 141
Suiza: 45. trigo: 42, 52.
Trinidad (isla): 89.
T Triunfo de la Cruz (puerto): 164.
Troya: 17.
tabaco: 52, 53, 93, 100, 154, 169, Trujillo: 151, 153, 162, 166, 171,
182. 181, 185.
tábano: 114, 155 . tucuria: 154.
Tamaná: 121, 122, 146. tuiidío: 117.
tamarindo: 93. tunas: 93, 154.
Tartaria: 22. Tunja: 75, 78, 121, 134, 136-138,
Taso: 156. 156.
temblador. Véase anguila. Turbaco: 150.
Tena (aldea y monte): 129, 157. turpial: 95, 115, 155, 157.
Tenedos: 17. Turquía: 19, 26, 37.
Tenerife: 150.
Teodosio (emperador): 24. u
Tequendama: 153, 156. Ulises: 17.
Terranova (bahía de): 49. Unare (río): 137.
Testa (barón de): 36. Upar (valle): 138, 149.
Texas: 59, 79, 87. Urdaneta (general): 134, 137, 150,
Texel (isla de): 44, 47. 151, 155.
Tiburón (cabo): 109. uriglia: 157.
tiburones: 94. Uruguay (río): 85.
Tierra Firme: 71, 88, 89, 99, 109. uva: 115.
tigres: 24, 80, 112, 116, 125, 155,
182. V
tigresa negra: 155.
Titumate (río): 143. vacas: 45, 86, 87, 104, 117, 157.
Tocaima: 129. vainilla: 93, 154.
toche: 157. vaiapurí: 116, 155, 182.
Tohí: 139, 141, 149. Valaquia: 23, 36, 37, 39-41, 45.
Tomaschow: 45. Valdés (general): 81, 128, 131, 137,
Tonchalá (páramo): 137. 139, 144, 145, 148, 178.

202

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Valencia: 75, 80, 131, 132, 137. W
Valparaíso : 74, 88.
Vals ( comandante) : 106, 145. Washington: 50.
Valza: 148. \Xfashington, George: 51, 74, 159.
Valy (coronel ) : 141. Waterloo: 14, 21.
váquira: 116.
Varinas: 133, 134.
Varna: 22, 34-36, 41. y
Varsovia: 41, 42, 45.
Vélez : 77. yuca: 100, 112, 1l6, 121, 154, 168.
Venezuela: 51, 55, 64, 67, 69-71, 73, Yucatán: 105, 108, 181.
75, 76, 78-82, 86, 88, 89-91, 130,
136, 151, 178.
Venus: 32. Z
Vera Paz (río): 184.
Veracruz: 97, 109. Zamosc: 41, 45.
Vesubio: 16. zanahorias : 86.
víboras: 1l6, 155. zancudos: 113, 155.
Victoria (general): 59. Zanto: 17, 20, 22 .
vicuña: 85 . zapotilla: 154.
vides: 37, 93. zarzaparrilla: 106, 154, 169.
V ill aret (almirante) : 55 . Zea (doctor) : 69,82, 138.
Vírgenes (islas): 181. Zincia: 156.
Vístula (río): 42 . Zipaquirá: 149.
Vlassopolo (capitán): 15. Zliba: 154.

20}

®Biblioteca Nacional de Colombia


/ND/CE GENERAL

Pág.

PRESENTACIÓN 7
INTRODUCCIÓN 13

CAPÍTULO 1

Partida de liorna para Constantinopla. Naufragio cerca de ltaca, partida


de este lugar rumbo al Bósforo, descripción de los Dardanelos, pa-
norama de la ciudad de Constantinopla y mi permanencia en ella ... 15

CAPÍTULO II

Belleza de Constantinopla. Varios usos y costumbres de los turcos. Anéc-


dotas diversas y viajes al mar Negro, Bulgaria y Valaquia ........ 23

CAPÍTULO III

Viaje a Valaquia y Moldavia, descripción de las capitales, clima, usos y


costumbres de los habitantes. Continuación hacia Galitzia, Rusia, Polo-
nia, Prusia, y navegación por el Báltico hasta Amsterdam. Descripción
de esta ciudad y salida hacia América .......... ............... 37

CAPÍTULO IV

Navegación de Amsterdam a los Estados Unidos; descripción del clima,


usos y costumbres de aquella región. Viaje a varias poblaciones, y
partida para México, a fin de prestar nuestros servicios a aquella
república ...................................................... 47

205

®Biblioteca Nacional de Colombia


CAPÍTuLO V Pág.

Reveses de la República de México. Salida de Galveston y toma de Amelia


en la Florida. Revueltas y cesión de la isla a los Estados Unidos
de América. Partida para Buenos Aires con los restos de las tropas
mexicanas 59

CAPÍTuLO VI

Estado de las colonias antes de la revolución. Origen de la República de


Venezuela, hoy Colombia, de la Nueva Granada y de Cartagena. Carrera
militar de Bolívar y de Aury. Llegada de Morillo y reconquista de
Tierra Firme. Reunión de los independentistas en Santo Domingo.
Recuperación de la costa firme por Bolívar y de Angostura. Nuestra
llegada al Río de la Plata .................................. . ... 71

CAPíTULO VII

Descripción de Buenos Aires, sus usos y costumbres, productos e Índole


de los habitantes. Acogida y destino de nuestras fuerzas. Partida en
socorro de Bolívar hacia Margarita. Encuentro con la flota de Brion,
y salvación de la marina colombiana debida a Aury. Llegada a Santo
Domingo, noticias sobre esta isla, usos, costumbres y productos. Salida
para Jamaica, donde residía el Ministro de Buenos Aires; descripción
de aquella isla y viaje hacia la Vieja Providencia .............. . . 85

CAPÍTULO VIII

Toma de las islas situadas frente al Istmo. Descripción de Santa Catalina


y Vieja Providencia, clima y productos . Construcción de fortificaciones.
Un huracán destruye los navíos anclados en la costa. H orribles con-
secuencias. Expedición de Mac Gregor a Portobelo. Salida de Provi-
dencia y conquista de San Felipe y de Izábal en el golfo Dulce. Botín
recaudado, toma de un brick de guerra y arribo a Belice. Salida hacia
la isla de Cuba. Toma de varios barcos de guerra y llegada a Jamaica.
Mi destinación a Tierra Firme. Amenaza de Aury a Portobelo y regreso
a Vieja Providencia ............................... ... ......... . 99

CAPíTULO IX

Llegada a San Bias. Noticias sobre aquellos indios. Partida para el golfo
de Darién y navegación por el río Atrato. Descripción del clima, pro-
ductos, animales e insectos que se encuentran en la región del Atrato.
Llegada a la capital del Chocó. Informes recibidos acerca de los repu-
blicanos y viaje a Novita. Otras noticias que me hacen emprender el
camino hacia el valle de Buenaventura. Conversación con Cochrane

206
®Biblioteca Nacional de Colombia
Pág.

en el océano Pacífico. Peligroso paso de los Andes. Llegada al valle


del Cauca y encuentro con los republicanos. Paso del Quindío y viaje
hasta Santa Fe de Bogotá . . .... .. ... .... .......... . ............ 111

CAPÍTULO X

Llegada a Santa Fe de Bogotá y agasajos recibidos. Continuación de la


campaña de Bolívar después de la toma de Angostura: expediciones
de Morillo a Margarita y sorpresa recibida en Calabozo. Bolívar de-
rrotado cerca de Valencia se refugia en los llanos. Su atrevida incursión
a la Nueva Granada. Batalla de Boyacá y entrada en Santa Fe. Creación
de la República de Colombia y salida de Bolívar para Angostura.
Estado de aquella plaza a su llegada, y nuevo plan de campaña con
la disolución del Congreso de Venezuela. Conclusión de mi misión
con el regreso a Providencia por la vía del Chocó . ... . .... .. . .. . 131

CAPÍTULO XI

Estado de Providencia a mi regreso. Preparación de las tropas. Expedición


de Ferrari al desaguadero del lago de Nicaragua. Partida de la división
para el Chocó. Rendición en Candelaria de una flotilla española. Na-
vegación del Atrato y derrota de los españoles en el fuerte. Combate
en Novita. Retirada de Morales. Ferrari al comando del fuerte en Pro-
videncia. Entrada de nuestra división en el valle del Cauca. Travesía
del Quindío y descenso por el Magdalena hasta Honda. Mi viaje a
Santa Fe, y regreso a Providencia por el Chocó. La flota parte para
Tolú y se concentra en Sabanilla con los colombianos; juntos tomamos
Santa Marta ................................................... 141

CAPÍTULO XII

Viaje del general Aury a Santa Fe por el Magdalena; clima, usos y cos-
tumbres de los habitantes, productos, animales y otras cosas. Noticias
del armisticio y estado de las tropas. Llegada de Bolívar a Santa Fe.
Reproches hechos a Aury. Descripción de Santa Fe, clima, usos, cos-
tumbres y productos diversos; sorprendente cascada de Tequendama.
Rasgos del presidente Bolívar, del vicepresidente Santander y del general
Sucre. Aury es encargado de sublevar las provincias de H onduras.
Partida con la flota para Providencia. Naufragio en Roncador. Llegada
a Providencia e inútil ataque a Trujillo. Bloqueo de Omoa. Orden
de trasladarse a Cartagena, y naufragio cerca del cabo Gracias a Dios 15 3

CAPÍTULO XIII

Clima, usos y costumbres de los indios Mosquitos y nuestra estada entre

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Pág.

ellos. Llegada a Providencia y Cartagena. Capitulación de aquella plaza.


Expedición que me es confiada para sorprender y posesionarme de Omoa
y del fuerte de San Felipe. Salida en una pequeña embarcación y
peligros encontrados. Llegada a Omoa y ventajoso descubrimiento en
esa plaza. Reunión en el Triángulo con Courtois y toma del fuerte San
Pablo, en la bahía de Santo Tomás, con dos barcos de guerra. Marcha
sobre San Felipe. Sorpresa de aquella plaza. Refuerzos y tratado de
restitución pactado con la nueva república de Guatemala. Continuación
de las operaciones de Cnlombia y regreso a Providencia. Muerte de
Aury y sus consecuencias. Llegada del ministro y secretario general y
nuestro retiro del servicio ...... . ... . ........... . .. . .... . .. . ... 167

CAPÍTULO XIV

Llegada a Saint Thomas y descripción de la isla. Partida para Belice. Ne-


gociaciones en Comayagua y Jamaica. Azaroso viaje al Chocó. Regreso
a Belice y despacho de mercancías a Trujillo. Pérdida de las mismas.
Nuevo comercio en el golfo Dulce y en la Provincia de Guatemala.
Salida hacia Saint Thomas con una carga de añil. Peligros y salvación
en los escollos de Cuba; encuentro con piratas en Jamaica y con un
corsario español en Saint Thomas. Travesía a Europa y llegada a Ams-
terdam. Venta de la mercancía y regreso a la patria. Reunión de las
dos familias y traslado a la finca "El Serrallo", cerca de Massalombarda 181

BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . • .•.•.•....•. . ... _ . 187

INDICE ALFABÉTICO DE NOMBRES Y TEMAS . . . . . . . • . • . . • . • . . . . . . .. .. .• 191

LAS MEMORIAS SE TERMINO DE IMPRIMIR EN ABRIL DE 1970, EN LA


IMPRENTA UNIVERSITARIA DE CARACAS. EDIClON DE 3.000 EJEMPLARES

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