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Tema I
Tema I
Introducción
La asamblea de la comunidad.
Cada una de las comunidades locales.
La Iglesia universal.
En los evangelios aparece en tres ocasiones la palabra Iglesia en boca de Jesús (sí puede
sorprender que, dada su importancia, aparezca tan pocas veces). Es Mateo quien presenta a Jesús
hablando de su Iglesia en tres ocasiones:
Cuando confía a Pedro la misión de ser el fundamento y roca de la nueva institución: «Tú
eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (cf. Mt 16,18). Este texto es muy
significativo, dado que sigue a la solemnidad con que Pedro responde al requerimiento de
Jesús sobre el reconocimiento de su condición divina. De hecho, la tradición y la teología
han recurrido a este texto como fundamental para el reconocimiento del Primado de
Pedro.
Segunda y tercera: aquí se repite por dos veces la palabra “iglesia” en boca de Jesús,
cuando ofrece un criterio para expulsar a quienes no mantienen su fidelidad a ella (cf. Mt
18,15-17). Se trata también de un texto importante, pues se trata de mantener el orden y la
armonía en la comunidad de los bautizados, e incluso en él se determina la expulsión de la
misma en caso de que no se guarde el orden debido. El texto, además, goza también de
especial autoridad, porque viene avalado por tanto por la crítica textual como por el
testimonio unánime de los Padre.
En todo caso, junto a las menciones anteriores se debe recordar un principio elemental de
la exégesis: que la Biblia ha de leerse en unidad (cf. DV 16), por lo que no cabe argumentar sólo
desde los evangelios, sino que hay que hacerlo desde la totalidad del NT. Y en este sentido, si el
término “iglesia” es escaso en los evangelios, aparece sin embargo profusamente en los demás
escritos neotestamentarios. En total, 114 veces en el NT, no pocas de ellas en los textos más
primitivos (lo cual significa que el término “iglesia” debía de ser de uso común en las primeras
comunidades, lo que indica su origen primitivo ya desde los tiempos de Jesús, pues enlaza con las
tres expresiones de San Mateo). Todo esto nos lleva a concluir que, si bien el empleo del término
en la predicación de Jesús es parco, sin embargo, la actitud de Jesús de fundar la Iglesia parece
patente, como terminaremos de ver a continuación.
Junto a los, logia (palabras auténticas) de Jesús anteriormente vistos, e inseparable a ellos,
hay otro elemento que tenemos que tener presente: sus obras y, en general, su actitud. Pues bien,
el conjunto de la vida pública de Jesús es inexplicable sin su pretensión de fundar la Iglesia, con
el fin de que continuara y extendiera su misión: Jesús, a lo largo de su vida pública, está volcado
sobre el proyecto futuro. No es, pues, preciso un acto fundacional solemne, sino que es suficiente
que Cristo hubiera articulado un proyecto pre pascual en orden a institucionalizar su misión. Y
efectivamente así es, como ha demostrado la exégesis y la teología, la actitud de Jesús es la de
continuar su acción mediante un “nuevo Israel”, que continuará y llevará a término su obra
salvadora.
Ahora bien, dentro de esta “actitud vital” de Jesús, existen otros hechos (además de, los
logia anteriormente vistos) que revisten una singular importancia en lo que se refiere a la
fundación de la Iglesia:
La institución de la Eucaristía, en donde Jesús manda a sus apóstoles que actualicen los
tiempos venideros esta cena pascual, la cual, además, es inseparable de su oración en
Getsemaní.
La elección de los apóstoles por parte de Jesús, la importancia que concede a esta
elección, el carácter simbólico que tiene el número de “doce” (signo del restablecimiento
futuro de todo Israel), el cuidado que les presta a los apóstoles, la preocupación que tiene
por enseñarles y la misión de futuro que les confía como inseparable a la de él.
Junto a estos más importantes, encontramos otros igualmente singulares (de Jesús o de la
primitiva comunidad) como: Las promesas que en el Antiguo Testamento conciernen al
pueblo de Dios, promesas que la predicación de Jesús presupone, y que conservan todas
sus fuerzas salvíficas.
o El rechazo de Jesús por Israel y la ruptura entre el pueblo y los discípulos.
o La reedificación, gracias a la resurrección del Señor, de la comunidad entre
Jesús y sus discípulos, que se había roto, y la introducción después de
Pascua en la vida propiamente eclesial.
o El envío del Espíritu Santo que hace de la Iglesia una creatura de Dios
(Pentecostés» en la concepción de san Lucas).
o La misión con respecto a los paganos y la Iglesia de los paganos.
o La ruptura radical entre el «verdadero Israel» y el judaísmo.
o En este desarrollo se constituye también la estructura fundamental
permanente y definitiva de la Iglesia.
o La Iglesia terrestre ella misma es ya el lugar de reunión del pueblo
escatológico de Dios.
o Ella continúa la misión confiada por Jesús a sus discípulos.
De los textos bíblicos y de los testimonios patrísticos, así como de los documentos del
Magisterio de la Iglesia no se deducen significados unívocos para las expresiones Reino de los
Cielos, Reino de Dios y Reino de Cristo, ni de la relación de los mismos con la Iglesia, ella
misma misterio que no puede ser totalmente encerrado en un concepto humano. Pueden existir,
por lo tanto, diversas explicaciones teológicas sobre estos argumentos. Sin embargo, ninguna de
estas posibles explicaciones puede negar o vaciar de contenido en modo alguno la íntima
conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto, “el Reino de Dios que conocemos por la
Revelación, no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia... Si se separa el Reino de la
persona de Jesús, no es éste ya el Reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar
tanto el significado del Reino que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente
humano e ideológico como la identidad de Cristo, que no aparece como el Señor, al cual debe
someterse todo (cf. 1Co 15,27); asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia.
Ciertamente, ésta no es un fin en sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es
germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está
indisolublemente unida a ambos” (cf. Rm 18).
Afirmar la relación indivisible que existe entre la Iglesia y el Reino no implica olvidar que
el Reino de Dios (si bien considerado en su fase histórica) no se identifica con la Iglesia en su
realidad visible y social. En efecto, no se debe excluir “la obra de Cristo y del Espíritu Santo
fuera de los confines visibles de la Iglesia” (cf. Rm 18). Por lo tanto, se debe también tener en
cuenta que “el Reino interesa a todos: a las personas, a la sociedad, al mundo entero. Trabajar por
el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia
humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas
sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de
salvación en toda su plenitud”. (Tomado de CTI, Temas selectos de eclesiología, 1.5).
Cardenal Roberto Belarmino, que buscará entre otras cosas responder a las objeciones de
Lutero. En efecto, la crítica de Lutero la realidad de la Iglesia visible romana, a la que denomina
“cautividad babilónica”, y sobre todo a la realidad del papado, al que denomina “anticristo”,
condujo a la reforma luterana a la idea de una Iglesia entendida exclusivamente como comunidad
espiritual. Junto a esto, la negación del sacramento del Orden (además de los demás sacramentos,
a excepción del bautismo y de la Cena del Señor) implicaba la eliminación de la jerarquía de la
Iglesia con el poder de enseñar y gobernar. Esta postura luterana se radicalizó con las tesis
defendidas por Zwinglio (1484-1531) y aún más por la teología liberal del siglo XIX.
Desde mediados del siglo XIX hasta el Concilio Vaticano I, la eclesiología fue el tratado
más estudiado. Durante los siglos XVII – XX se escribieron numerosos tratados De Ecclesia
Christo que enfatizaban la constitución social y visible de la Iglesia, lo que motivó que se la
definiese casi exclusivamente bajo la imagen de “sociedad perfecta” (entendida por ello como
sociedad jurídicamente estructurada), en diálogo y a veces competencia con la sociedad y los
estados civiles. Se trataba, pues, de enfatizar aquello que negaba la doctrina protestante. El precio
que se pagó es que se descuidaron otros aspectos como por ejemplo el principio pneumatológico
y la dimensión carismática.
Será en efecto en el siglo XIX cuando la “escuela de Tubinga”, a través de teólogos como
S. Drey (1777-1853), J. A. Möhler (1796-1838), M. J. Scheeben (1835- 1888), etc., junto con
otros teólogos romanos como J. Perrone (1794-1876), Passaglia (1814-1887), J. B. Franzelin
(1816-1886), promoverá un movimiento de renovación eclesiológico que perduró todo un siglo
(hasta el CV II). En cualquier caso, esta corriente eclesiológica, a partir de una vuelta a los
Padres, recuperó los aspectos trinitarios y sacramentales de la Iglesia, fomentaron su sentido
mistérico y desarrollaron la vida litúrgica como expresión máxima de la fe celebrada en el ámbito
de la Iglesia, fundada en el misterio de la Trinidad y en la acción de Cristo y del Espíritu
presentes en la comunidad de los creyentes.
Se trata, pues, de una Iglesia (LG 2), una Iglesia peregrina que prefigurada desde el
origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua
Alianza, constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se
consumará gloriosamente al final de los tiempos enriquecida con los dones de su Fundador y
observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de
anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el
germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela
simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en
la gloria (cf. LG 5; y. LG 6, titulado “Diversas imágenes de la Iglesia”).
En definitiva, esta será la enseñanza eclesiológica actual del Magisterio conciliar, fruto
como hemos visto de, entre otras cosas, una renovación teológica que comenzó hace casi ya más
de siglo y medio, y cuyas riquezas y potencialidades siguen siendo profundizadas por el
magisterio y la teología postconciliares (como veremos en el punto siguiente).
3. Ecclesia ex Trinitate.
La Iglesia no tiene un origen humano, sino divino; más aún, enlaza con el misterio de la
Trinidad (por eso se habla de El misterio de la Iglesia o de La Iglesia como misterio). En
concreto, la Iglesia es el proyecto de Dios Padre de salvar a la humanidad mediante la
Encarnación del Hijo, por medio de la acción del Espíritu (cf. LG 2-4). De ahí la expresión
patrística Ecclesia ex Trinitate.
San Jerónimo afirma literalmente que las «tres personas de la Trinidad son la fuente de la
Iglesia»; y Tertuliano escribe una de las expresiones más audaces de la teología: «Allí donde
están los tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí está la Iglesia, que es el cuerpo de los
tres». La fuerza de esta expresión consiste en que con ella se pone de relieve que la Iglesia es
como la corporeidad libre y ad extra del espíritu infinito del ser trinitario de Dios.
Esta mutua relación entre la Trinidad y la Iglesia era ya destacada, como hemos visto, por
la teología anterior al Vaticano II. Así, Congar escribía en 1937: «La Iglesia es la comunidad que
vive una misma vida, que es la vida trinitaria». También la teología posterior al Vaticano II lo
subraya; por ejemplo, el teólogo Zoghby afirmaba en 1966: «Como el hombre ha sido hecho a
imagen de Dios y refleja la actividad divina por su conocimiento y amor, de la misma manera la
Iglesia que prolonga a Jesucristo debe ser la manifestación, en el tiempo, de la vida trinitaria.
Epifanía del Dios creador a través del hombre. Epifanía del Dios Uno y Trino a través de Cristo y
de su Iglesia. La Iglesia viene a la Trinidad, es la “Ecclesia ex Trinitate”».
Por su parte, Bruno Forte estructura este origen trinitario de la Iglesia en dos momentos.
Primero, en su origen: «La Iglesia es icono de la Trinidad, es decir, está estructurada en su
comunión a imagen y semejanza de la comunión trinitaria». Segundo, en su fin: «La Trinidad,
fuente e imagen de la Trinidad, es finalmente su meta. Nacida de Dios Padre, por el Hijo, en el
Espíritu Santo, la comunión eclesial tiene que volver al Padre en el Espíritu Santo por el Hijo,
hasta el día en que todo quede sometido al Hijo y éste se lo entregue al Padre». Y concluye: «La
Iglesia viene de la Trinidad, camina hacia ella, está estructurada a su imagen; todo lo que el
concilio dijo de la Iglesia está compendiado en esta memoria del origen de la forma y del destino
trinitario de la comunión eclesial».
Y el CEC lo expresa así: «Creer que la Iglesia es “Santa” “Católica” que es “Una” y
“Apostólica” (como añade el Símbolo Niceno – Constantinopolitano) es inseparable de la fe en
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo». De lo que se sigue que, si la Trinidad es el misterio de Dios
infinito, «el misterio fuente de todos los otros misterios de la fe» (CEC 234), de acuerdo con el
principio metafísico “el efecto acusa la naturaleza de la causa”, la Iglesia participa, a su vez, del
insondable misterio trinitario.
Es pues, necesario, resaltar la solemnidad con que la LG inicia el estudio de la Iglesia con
la mención de su origen en la Trinidad, y cómo en ella se recapitula el conjunto de la historia de
la salvación: «El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y
bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y
como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los
auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura» (Col1,15).
A todos los elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los conoció de antemano y los
predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre
muchos hermanos» (cf. Rm8,29). Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa
Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la
historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos,
manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos.
Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, «desde el justo Abel
hasta el último elegido», serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre». La
misma idea se repite en el Decreto Unitatis redintegratio del CV II: (UR 2).