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con medidas puntuales los problemas particulares o coyunturales que presentaba el gobierno

del Imperio4. En realidad, el significado histórico de la revolución diocleciana fue precisamente


que las diversas reformas administrativas emprendidas constituyeron un revulsivo para la
supervivencia del Estado5. Y algo similiar podría decirse también acerca de las reformas
económicas: moneda, impuestos, producción 6. Por ello parece acertado caracterizar a este
período como el de lajxettpémción^n efecto, a pesar de todas las dificultades, a
comiéñzórdeTsiglo IV el Imperio se había recuperado de casi todas las- crisis que había
soportado durante el siglo precedente. Las reformas administrativas y las medidas económicas
adoptadas durante la Tetrarquía lograron recomponer por algún tiempo una situación social y
económica sumamente deteriorada, lo que permitió la pervivencia del sistema imperial
durante más de un siglo. Pero el precio pagado para lograrlo fue alto. El nuevo sistema
bajoimperial se transformó de tal forma, que se hizo irreconocible en muchos aspectos. Los
cambios políticos del período afectaron sobre todo a la Administración y al Ejército. Pero
también hubo cambios notorios en la concepción y estructuración del poder.
En efecto, el sistema de poder imperial desde sus orígenes —tal y como fue concebido
por Augusto— era una forma de poder autocrático en cuanto que é^prmceps^)tx\. jajgracfica,
disponía de poderes ilimitados en virtud 5^irítuetorita$± aunque durante algún tiempo se
mantuviera la tendencia de consultar algunas decisiones políticas con el Senado. En este
sentido, una de las consecuencias políticas del siglo III fue la búsqueda o recuperación— del
modelo de gobierno autocrático perdido, capaz de garantizar la paz en el interior, reforzar la
vigilancia de las fronteras frente a las presiones externas y de hacer cumplir las leyes emana -
das del legítimo Gobierno imperial. Las leyes en cuanto tales debían obligar por igual a todos
los ciudadanos sin distinción, con independencia de su condición social (senadores, ecuestres,
plebe) o su responsabilidad política (altos fimcionarios de la Admmistra- ción y el Ejercito). En
este sentido, los sucesivos Gobiernos auto- cráticos del siglo IV se limitaron a rehabilitar los
principios políticos que habían sido cuestionados por la evolución política del siglo
precedente.
Pero quizá el cambio político más significativo del período tetrárquico fue la creación de
varias sedes imperiales, de Oeste a Este: Tréveris, Milán, Sirmium/Tesalónica, Nicomedia.
Roma, sin dejar de ser todavía la capital del Imperio, compartió desde entonces con otras
ciudades el privilegio de ser residencia imperial. Éste fue quizá el primer indicio de una
rupturaác la unidad largamente anunciada, puesto que la pretendid-a^wW imperiaLapenas
pudo salvar las notorias diferencias lingüísticas y culturales entre los griegos y romanos áz ambas
regiones del Imperio.
El segundo paso en el afianzamiento de la ruptura entre Oriente y Occidente fue la
cteación de una nueva capital del Imperio_(Constantinopla) por el emperador Constantino,
empla- "zada en la antigua Bizancio, en el estrecho del Bósforo y enfrente de Nicomedia, que
había sido la sede del emperador Diocleciano9.
La inauguración de Constantinopla en 330 como Nova Roma tuvo importantes repercusiones
políticas. A la larga la nueva capital debía dotarse de un nuevo Senado, de una nueva
Administración y hasta de un nuevo Ejército, sin olvidar la escisión de la comunidad
cristiana entre un Oriente arriano y un Occidente niceno —o católico— que se consolidaría
a lo largo del siglo10. , -

La división de hecho: los Valentinianos

La ruptura ideológica entre Oriente y Occidente se correspondía también con una


división de fado a nivel político y militar, que se hizo patente bajo el gobierno de los
Valentinianos11. La propuesta de Valentiniano T064-375) en favor de su hermano Valente
como co-empetador, rechazada en principio por el consejo de los generales del Ejército de
Oriente, fue finalmente aceptada

•s> n "*■
ante la inminencia de los acontecimientos. Mientras se discutía el modelo político en Oriente,
los alamanes presionaban con fuerza inusitada sobre las fronteras occidentales hasta el punto
de que se hacia necesaria la intervención imperial. El desplazamiento del emperador por
razones militares exigía asimismo que las cuestiones políticas y burocráticas del Imperio
fueran confiadas a un colega, responsabilidad que recayó en el emperador Valente (364- 378).
Aunque Valentiniano era de origen panonio, el desplazamiento de éste a Occidente se debió
más a razones militares que políticas. Con la presencia del emperador en los frentes occidenta-
les se pretendía afianzar la solución del conflicto fronterizo que durante el último decenio
había amenazado la integridad territorial del Imperio en los puntos más vulnerables del limes
renano- danubiano. Pero la situación política de estos años se agravó de tal modo, que
Valentiniano I se mantuvo ocupado en Occidente con la colaboración de su hijo Graciano (376-
383) y excelentes generales como el magister militum'fiivioTeodosio, de origen hispano y padre del
futuro emperador. Óe esta forma, poco a poco y a tenor de las circunstancias, se consumó la
separación defacto entre las , partes oriental y occidental del Imperio.^ partir de entonces hubo,
salvn evceoción.al menos dos empéradoresTHósSaados^ . 'Hós Ej£drostten fin.^sTgí^j^JPéro
hastaTfinesdel siglo IV se ! 'mantuvo la uni3ad legislativaTmónetaria y fiscal, gracias a la que eí
r
Imperio pudo sobrevivir incluso en los peores momentos de su larga historia: a fines del IV,
en Oriente; a comienzos del V, en Occidente.

La «partitio imperii»: Teodosio


La muerte de Teodosio en Milán el 19 de enero de 395 indica también uncambío político
de trascendental importanaa"para la evolución posterior del Imperio. En adelante, kdivisión
dehecho del Imperio en dos partes [pars Occidentis, pan Oriento fl se conso- ■ lidó como división
de iure mediante la llamada partido impertí entre los dos hijos del emperador, en virtud de la
cual Arcadio gobernaría Oriente, desde Constan tinopla, mientras que Honorio —aún de
corta edad— gobernaría Occidente desde Milán. No obstante, ambos contaron con la
colaboración de excelentes consejeros: Rufino, asesor de Arcadio en Oriente, y Estilicón,
como preceptor del joven Honorio en Occidente.
Esta división en partes del gobierno del Imperio, que en principio parecía una solución
de compromiso motivada por las circunstancias, implicaba de hecho la reposición del
principio dinástico en favor de la familia teodosiana y en detrimento de las expectativas de
aspiración al trono imperial por parte de los descendientes del difunto Valentiniano II.
Además, la división iure intensificaba la separación ya exis ten te ^Hfream baTparieJ
diTImperio. Salvo momentos excepcionales, los gobiernos romanos de Oriente y Occidente
discurrirán en paralelo, aunque con ciertas fricciones entre sí respecto al control de
determinadas zonas limítrofes: África oriental, Ilírico oriental. ^

EL PRECIO DELA SUPERVIVENCIA Cambios en la

estructura del poder


En teoría, la estructura política del Bajo Imperio Romano se presenta como uno de
los regímenes más consistentes de todo el mundo antiguo y, desde luego, mucho más
evolucionado y complejo que los sistemas políticos precedentes 13. Mucho más que antes el
emperador se mantuvo alejado de sus súbditos, a los que se exigió la adorado purpurae o la
proskynesii*. No es casual tampoco que, en la íconografíad^la época, la figura imperial se
represente generalmente tras unas cortinas e incluso llegue a omitirse su imagen en
algunos casos, lo que suele interpretarse como invisibilidad del emperador 15. Es evidente
que, en estos casos, lo importante
^ran lossímbolps del poderjLQQjg la persona que eventualmente lo ejerciera. Incluso más: en
un régimen autocrático como el bajoimperial, nadie, ni siquiera los altos funcionarios o
familiares mas próximos, estaban exentos de obligaciones, si no era por expreso deseo del
emperador. Por esta razón no es extraño que, con frecuencia, miembros de la familia
imperial fueran perseguidos o incluso ejecutados16. Además, para que el cumplimiento de la
ley fuera realmente efectivo el Gobierno imperial disponía de varios miles de funcionarios a
su servicio, los llamados agentes in rebuP, encargados de hacer llegar las órdenes del
emperador a todos los rincones del Imperio, pero también de delatar a los fun cionarios o
ciudadanos sospechosos de deslealtad.
En la práctica, en cambio, el mantenimiento del régimen imperial se garantizaba
mediante el uso de la fuerza, la coerción o las armas, si no por la coacción expresa por parte
de algunos funcionarios imperiales, provinciales o municipales. Como en otro tiempo había
ocurrido contra los cristianos, se generalizaron las acusaciones de lesa majestad cualquiera
que fuera el delito cometido por el presunto delincuente, se tratara de una falta ideológica o
de una obligación económica. En este sentido, son frecuentes en la legislación de la época las
quejas de unos y otros sobre los abusos de sus inmediatos superiores. Aunque desde el
poder se intentó una y otra vez resolver el problema, la legislación perdió credibilidad y se
convirtió de hecho en el mayor enemigo de los pobres 18. En estas circunstancias, la represión
y coerción derivaron a menudo en formas de corrupción política, lo que ha sido tradicio-
nalmente interpretado como una de las formas más genuinas del decline del Imperio
Romano19.
Por otra parte, los cambios operados en la estructura de poder desde fines del siglo IV generaron
una nueva situación política, la tardorromana o, si se prefiere^ tardoantigua. Comparada
con la bajoimperial, ésta se caracterizó por la erosión de dos formas fundamentales de poder, la
Administración central, que entró en competencia con los poderes regionales o locales, y el
Ejército, que
perdió muchas de las atribuciones tradicionales . La ineficacia de aquélla propició la
20

emergencia de nuevos poderes de carácter local 21 capaces de evadir el control de los


funcionarios imperiales. Por su parte, el nuevo Ejército regular romano, semibarbarizado, no
era el instrumento más adecuado para preservar la integridad territorial del Imperio
impidiendo la entrada a grupos bárbaros de igual o similar procedencia.
Los cambios afectaron de manera especial a las ciudades. Desde el siglo III en las
ciudades romanas en general —cualquiera que sea su extensión—, y particularmente en las
ciudades de tamaño mediano, se operaron cambios fundamentales: no sólo se modificó su
apariencia externa —esto es, la urbanística—, sino también en muchos casos su estructura
interna. La ruina de las oligarquías municipales generó otros cambios en la estructura del poder:
las elites (imperiales, provinciales, locales) dejaron paso a nuevos grupos sociales; se
restringieron tanto el evergetismo local como la liberalitas imperial, y las ciudades —a las que se
responsabilizó de los impuestos desde Aureliano— dejaron de ser un polo de atracción para las
poblaciones menores (aldeas o vici) del entorno22. S
____Otro cambio importante en la estructura del poder se produjo
a través de las relaciones Iglesia-Estado, tanto en Oriente como en Occidente 23. El
desarrollo del cristianismo en el siglo IV generó una relación fructífera entre Iglesia e
Imperio, basada en el principio de la separación de poderes. La jurisdicción eclesiástica
tenía sus propias leyes, recogidas en actas conciliares, sinodales o simples pastorales del
papa a los metropolitanos o de éstos a los obispos bajo su jurisdicción. Pero ja Iglesia se
negó en ocasiones a recono- cer la autoridad suprema del emperador. Del conflicto que a
fines del siglo IV protagonizaron el emperador Teodosio y Ambrosio, obispo de Milán,
salió beneficiado el obispo y reforzado el poder de la Iglesia en general. Los obispos y
monjes adquirieron entonces un protagonismo sin precedentes24. Por ello no es extraño
que, cuando a comienzos del siglo V las ciudades y municipios se sinde-
ron desprotegidos de las instancias de poder tradicionales, los obispos ocuparan su lugar
como representantes de los intereses de los ciudadanos, bien frente a los bárbaros, bien frente
a los abusos de los funcionarios imperiales. Surgió así una aristocracia eclesiástica,' reflejo de
la aristocracia civil, cuya función sería determinante en la vida social de los próximos siglos.
,

El nuevo Ejército bajoimperial

Tradicionalmente el Ejército romano había sido de extracción campesina: primero, se


había nutrido del campesinado del Lacio e Italia; después, del de las provincias. Todavía en el
siglo 111 la reacción del campesinado ilírico proponiendo a sus propios generales como
emperadores fue una tabla de salvación para un Imperio prácticamente desintegrado.
Gimo es sabido, el Ejército bajoimperial experimentó una profunda transformación desde la
época de la Tetrarquía. Pero los cambios esenciales en la organización y estructura militar
tardo- rromana se vinculan con tres momentos fundamentales de la evolución del Ejército
tardorromano. ----------------------------------------------------
—— El primero se remonta a la época de Diocleciano 25 ^ particularmente a su reforma de la
asignación délm Mmérifdeterminado o, mejor dicho, limitado —no más de dos— de legiones
por provincia, con independencia de que éstas fueran fronterizas o del interior. Si se acepta
que el numero de legiones en el Ejército no fiie superior a 60, que el número de provincias
fronterizas aumentó considerablemente por división de las existentes y que el número total de
provincias en el Imperio en psta época es de 96 en el Laterculus Veronensis de ca. 304, es evidente
que en el nuevo esquema tetrárquico muchas provincias quedaron sin tropas legionarias,
desplazadas desde entonces a posiciones de frontera o limitáneas. de ahí el nombre de limitanei o
ripenses, con el que son conocidas en la documentación de la época; más tarde, Constan-
tino constituirá el comitatus, integrado por fuerzas móviles o comí- tatemes, que acompañaban
al emperador en sus desplazamientos o expeditiones bélicas. /
___ El segundo momento de cambio esencial en la organización y
estructura dgLEjiército tardorromano es la medida puesta en práctica por-^onstantinp)—si
no ya ensayada por Diocleciano— de separar las funciones civiles y militares en la
Administración. La repercusión política de esta medida, que no ha sido bien analizada en la
historiografía, es evidente: para los funcionarios civiles dejó de tener interés la carrera militar
o ecuestre, mientras que para los oficiales del Ejército dejaron de ser atractivos los cargos
civiles al servicio de la Administración imperial. Como consecuencia de estas actitudes
recíprocas se produjo un mimetismo sin precedentes en la esfera política (militar) y
administrativa (burocrática) del Imperio, un fenómeno que R. Macmullen ha calificado como
militarización de los-cargos-eiviles y, en corresponáeriáilcmlinm —que no civilización— de los
efectivos militares26. Más recientemente el proceso ha sido resumido por D. Whittaker como
la conversión de los soldados en propietarios y los propietarios de tierras en soldados (« soldiers
tuming into landlords and landlords becoming soldiersrP’. Pero el problema es que este proceso, al
menos por lo que se refiere al ámbito de la propiedad, está mucho mejor documentado en el
Oriente que en el Occidente del Imperio, donde son escasas —y dudosas— las referencias a
adquisiciones de tierra por parte de los soldados en las fuentes. Ello no significa que los
soldados no fueran propietarios de tierras, sino que, por el contrario, la alusión a sus tierras
o posesiones28 se explica precisamente por tratarse de campesinos —pequeños propietarios
de tierras o colonos libres— que no habían podido sustraerse ala conscripción, mediante
pago, huidüfó protección. Quizá porlamismarazón,el patrocinio militar, que está bien
documentado en Oriente25, no está documentado de forma expresa en Occidente, aunque
algunos casos como el de Merobaudes en la Bética o el de Jovino en la Galia pueden encubrir
esta situación.
En fln
> el tercer momento de esta evolución se refiere a los cambios operados en la
composición del Ejército tardoantiguo, no constituido ya por campesinos itálicos o
provinciales, ni siquiera por ciudadanos romanos, sino al menos por tantas fuerzas auxiliares
{auxilia) como legionarias o, si se prefiere, por cuerpos dt Ejército mixtos, integrados por
romanos y bárbaros e incluso por Ejércitos barbaros actuando como federados {foederatí) de
los romanos. En todos estos casos es evidente que el Ejército regular romano, constituido por
legiones y fuerzas auxiliares, había perdido ya todas —o casi todas— sus funciones
tradicionales: servir de retaguardia en el combate iniciado por los auxilia, intervenir de forma
decisiva al mando de un general romano o simplemente destruir al Ejército o grupo
oponente del enemigo. Con razón se ha visto en ello el fin del Ejército romano 30. En estas
circunstancias, los jefes del Ejército imperial —-generales o usurpadores— se vieron
obligados a introducir cambios estructurales en la composición del tradicional Ejército
romano. Tuvieron que recurrir con frecuencia a redurar a sus propios soldados como refuerzo
de las tropas regulares (fuerzas legionarias y auxiliares) y, en algunos casos, a redamar la
ayuda militar de grupos bárbaros, ya asentados en territorio romano, como laeti, gentiles o
simples lirnitanei,.t incluso recurrir a la ayuda de grupos bárbaros que actuaban de forma
autónoma a favor del Gobierno romano. La puesta en práctica de alguna de estas
alternativas, de las dos por separado, de forma sucesiva e incluso simultánea, evitó la
adopción de medidas drásticas y sobre todo implicó el aplazamiento de la reforma militar
exigida por el Ejército tardorromano para adecuarlo a la nueva
situación de Occidente. .
No obstante, estas reformas fueron insuficientes a pesar de que, al término dei proceso,
el nuevo Ejército tenía poco o nada que ver con el antiguo. El principal problema militar siguió
siendo la defensa de las fronteras. Ya durante el siglo IV la vigilancia de éstas se había suplido
en parte, con el reclutamiento de fuerzas locales o regionales de extracción campesina y, en
cual-
quier caso, no muy alejadas de sus lugares de residencia. De hecho, la base campesina del
Eje'rcito se mantuvo prácticamente hasta su desaparición a fines del siglo IV, cuando el
mercenariado de origen bárbaro llegó a ser más numeroso que las propias tropas romanas.
Por su parte, los grupos de bárbaros infiltrados eran ante todo guerreros, expertos en el uso
de las armas, por lo que la mayoría acabó incorporándose a las filas del Ejército romano
regular como soldados e incluso oficiales, mientras que otros serían considerados federados
de los romanos con cometidos concretos: vigilancia de fronteras como limitanei o laeti,
apoyo al Ejército regular como numeri ó simplemente foederat?'1. No obstante, desde
mediados del siglo ÍV los cuadros de mando del Ejército fueron compartidos por
germanos y romanos en proporción similar32.
Más tarde, cuando a comienzos del siglo V Jos provinciales de Occidente opusieron
resistencia a la presencia bárbara en su territorio, los propietarios de explotaciones
medianas y pequeñas se enfrentaron a ellos, pero también los obispos de algunas
ciudades33.

La fragmentación del poder

El sistema imperial tenía dos soportes básicos: uno, político (la centralización
administrativa), y otro, económico (las pequeñas comunidades). De hecho, la fortaleza de
la pirámide social radicaba en la protección que el Gobierno central otorgaba a los
numerosos Gobiernos locales. Cada región, cada provincia contaba con varias
Administraciones municipales de importancia, en torno ^ks'cuatesvse alineaban otras
Administraciones de menor cuantía. (Piramidal era no sólo la disposición de los órganos,
sino también la coordinación de las funciones, de tal modo que el Estado —en el vértice—
actuaba como protector de todos y garante del bienestar común. Pero el Estado
dependía de las eco-
nomías particulares; el gasto público, de los recursos fiscales; la cuantía del impuesto, de la
productividad de la tierra y de los beneficios del comercio. De los impuestos dependía a su
vez el sueldo de los soldados; sin soldados no sería posible el Ejército y sin éste no se
podría mantener la paz, que era una obligación del Estado. Además, como cada órgano
(curia municipal, Ejército, villae, etc.) estaba también jerarquizado interiormente, resultaba
fácil declinar las propias responsabilidades haciéndolas recaer en los estratos inferiores de
cada uno de ellos; en los pequeños propietarios, en los soldados, en los colonos, etc.
Esta dinámica de autoprotección, este sistema, se quebró en gran medida a
mediados del siglo IV, cuando las comunidades locales de Occidente, sintiéndose
desprotegidas, se organizaron para evadir el control del Gobierno imperial 34 y afloró de
nuevo el fenómeno de las usurpaciones de poder sin que el Gobierno central pudiera
evitarlo. Pero la usurpación —generalmente lograda por la fuerza de las armas— no era
sólo un acto militar o político35, sino que tenía también importantes implicaciones
administrativas y económicas para el Gobierno central y, ante todo, conllevaba la
fragmentación del poder. Un poder escindido en dos (legítimo e ilegítimo), una
Administración duplicada, un Ejército fragmentado, una economía estrangulada y, en fin,
los recursos fiscales diezmados creaban una situación financiera imposible de mantener
durante mucho tiempo incluso para el Gobierno central. Por ello los usurpadores nn ripian
nrra-salida paca-sohreviyir que enfrentarse al emperador legítimo. Tal fue el caso de
Magnencio ^contra el emperador Constante en 350, el de Magno Máximo contra el
emperador Graciano en 383 y contra Teodosio en 387, como posteriormente las
usurpaciones de Constantino III, Cons- . tante, Jovino, Sebastiano y Prisco Atalo contra
Honorio en 407- 413. En todos estos casos, el precio que el Imperio tuvo que pagar por
sobrevivir fue permitir que estas tentativas, aun sin posibilidad de futuro, se realizaran, con
la consiguiente merma de prestigio para el poder imperial.

EL COMIENZO DEL FIN: UN FINAL PAUTADO Adrianópolis (a. 378)


La derrota del emperador Valente frente a los godos en agosto de 378 en
Adrianópolis demostró, entre otras cosas, que el Ejército romano no era invencible y
que la división militar —si no política— entre Oriente y Occidente era ya una realidad.
Confiado por sus victorias iniciales sobre los godos del frente danubiano, Valente
concentró su atención en el frente oriental contra los persas desde su residencia en
Antioquía36. Pero ya en 375 la situación oriental se vio bruscamente alterada por la
presión que los hunos, procedentes de las estepas asiáticas, ejercieron sobre los
ostrogodos y visigodos establecidos en tierras transdanubianas. En 376 un grupo de
ostrogodos, unidos a los visigodos de Fritigerno, atravesaron el Danubio y solicitaron
del Gobierno imperial en Oriente su asentamiento en calidad de foederati de los
romanos. Pero se sintieron traicionados ante el ataque de un grupo de tropas romanas,
por lo que se dispersaron por tierras de Tracia y los Balcanes arrasando cuanto
encontraban a su paso. En pocos meses se reorganizaron y unieron sus fuerzas
(incrementadas con nuevas penetraciones) para atacar a los romanos. Valente, inquieto
al no recibir la ayuda militar prometida por su sobrino Graciano, el nuevo emperador
de Occidente, decidió presentar batalla contra ellos, para lo cual él mismo se trasladó a
Constantinopla con el fin de dirigir personalmente las operaciones. La masacre fue tal,
que miles de romanos murieron en el campo de batalla, lo mismo que el propio
emperador, cuyo cuerpo ni siquiera pudo ser hallado37. La historiografía moderna ha
especulado sobre las razones por las que Graciano ho atendió con la rapidez necesaria
las peticiones de su colega Valente. Cuando las tropas occidentales llegaron, el desastre
ya estaba consumado. Después, los godos vencedores'se dedicaron al saqueo de las
tierras entre Grecia y Constantinopla al fallar en su intento de asaltar la capital.
Pero la derrota romana en Adrianópolis tuvo también una clara incidencia en la
mentalidad de la época38. Quizá por primera vez muchos romanos comenzaron a pensar
que la aeternitas de Roma (vieja o nueva) no era más que una entelequia del pasado. Ante
la confusión, los godos se instalaron definitivamente en territorio romano, primero de
hecho, después mediante un foedus (a. 382), que concertaron con el nuevo emperador
Teodosio (379-395), mientras que algunos romanos provinciales no dudarían ya en
prestarles su colaboración.

El test bárbaro

Durante casi dos siglos (293-476) romanos y bárbaros convivieron en el Imperio. La


arqueología funeraria tardorromana —en particular la relativa a las zonas limitáneas— y
algunos testimonios literarios revelan que el proceso de integración de los bárbaros en las
estructuras romanas fue lento, pero progresivo 39, al mismo tiempo que las poblaciones
romanas locales adoptaron también vestidos, usos y costumbres propias de aquéllos 40.
Este mimetismo contribuyó a borrar las diferencias esenciales .entre ambos grupos. Hasta
entonces el bárbaro se distinguía claramente del romano por su lengua, su forma de
combatir y de vestir; también por sus propias leyes y sus creencias religiosas, pero ante
todo por sus formas de vida, diferentes de las de un romano ordinario. En el siglo IV, en
cambio, los bárbaros asentados son considerados simplemente extranjeros que aún no
han adquirido la ciudadanía romana. El proceso de aculturación operado rompe, pues,
con dos mitos ancestrales: el del bárbaro como buen salvaje, descrito por Tácito l, y el del
destructor de la civilización, fuertemente arraigado en la tradición grecorromana. Por
otra parte, hoy se tiende no sólo a revisar a la baja el número de inmigrantes bárbaros (no
más de 200.000), sino también a considerar como poco probables las migraciones
masivas. Por el contrario, parece que los bárbaros
penetraron en el Imperio —salvo excepción— en grupos reducidos, que incluso se
distribuyeron pronto por territorios diversos, por lo que la comunicación entre ellos se
hizo prácticamente imposible. La razón política de esta dispersión coercitiva fue qui-
zás facilitar la integración de éstos en las formas de vida romanas, a las que apenas
opusieron resistencia, sino que muchos de ellos adquirieron la ciudadanía romana y
prestaron sus servicios al Imperio en el Ejército e incluso en la Administración
imperial.
La entrada pactada de los godos en 376 y su posterior asentamiento en tierras
limitáneas del Danubio oriental (probablemente en tierras de la Tracia), aunque fue
forzada por las circunstancias, se reveló a la larga como un nuevo signo de debilidad
del Gobierno imperial. Dos años después sobrevino el desastre de Adrianópolis, la
mayor derrota infligida al ejército romano desde hacía varios siglos. Pero los síntomas
de debilidad del Imperio eran ya evidentes a fines del siglo IV. La vulnerabilidad del
Imperio occidental había quedado patente tras la usurpación de Magno Máximo en
383, que provocó la muerte del emperador Graciano. Máximo pudo imponerse
también sin dificultad al joven Valentiniano II, a quien obligó a abandonar Italia y
establecer su sede en el Ilírico. Durante la usurpación de Máximo se demostró la
importancia estratégica que para el control del Imperio tenía el dominio de las
provincias extremo-occidentales (Galia ante todo, pero también las de Britannia e
Hispania), más incltiso que Italia o las de la región del Ilírico. Pero a comienzos del
siglo V Roma tuvo que afrontar el test bárbaro en diversos frentes: Galia, el Ilírico, Italia,
Hispania. El problema, latente durante varias décadas, se manifestó precisamente en
el Ilírico, una región limítrofe entre ambos Imperios {pars occidentis, pars orientis) en 401,
cuando el rey visigodo Ala- rico decidió mover hacia Italia al grupo asentado en
tierras deTra- cia desde hacía veinte años. Aunque esta decisión apenas ha sido
valorada por la historiografía, constituye sin duda un momento , ' clave de las
relaciones entre bárbaros y romanos42 y, lo que es más I importante, anuncia tiempos y
comportamientos futuros. j
El emperador Honorio se vio obligado a buscar refugio en Rávena
tras la invasión de Italia por Alarico en 401-402, que estuvo a punto de
tomar la sede imperial de Milán. Pero en esta ocasión ía incursión de
Alarico fue sofocada con éxito en 402 por Estilicón, aunque la familia
imperial no regresó de nuevo a Milán. También Estilicón reprimió en 406
una expedición militar de ' ostrogodos dirigida por Radagaes, que, desde
tierras de Panonia, alcanzó el norte de Italia. Parecía claro que Italia, en los
próximos años, sería también un objetivo de las penetraciones bárbaras.
La situación de Italia en estos años no era mejor que la de Galia en 407 o la
de Hispania en 409, tras la penepadón de los grupos germánicos en la
Península. En agosto deC4ljVlas tropas ',y visigodas de Alarico saquearon
Roma ante las reiteradas negativas de Honorio a buscar una solución al
conflicto romano-visigodo. El saco de Roma no fue un hecho aislado, sino que,
por el contrario, vino precedido por dos asedios previos de la ciudad en
menos de .un año (en 408 y 409). Ante la pasividad de Honorio, refugiado
en Rávena, sus tropas saquearon e incendiaron la ciudad cometiendo todo
upo de abusos, tantos, que muchos ciudadanos creye-

S 1
legado el final del Imperio Romano, y otros cristianos, como tín,
justificaron estos males como castigo divino. En los suce-J
_____ie tomada como rehén Gala Placidia, la hermana de Honorio.
Alarico abandonó Roma y se dirigió con todo su séquito hacia el sur
de Italia, probablemente en busca de avituallamiento en África, pero
fracasó en el intento de atravesar el estrecho de Mesina con una flotilla
y se dirigió de nuevo hacia el Norte, controlado por el patricio
Constancio, el nuevo hombre fuerte del emperador Honorio. La
muerte de Alarico en el regreso convirtió a Ataúlfo en nuevo rey de los
visigodos. El relevo en el poder significó asimismo un cambio de
estrategia política. Ataúlfo se alió primero con los usurpadores galos
(Jovino y Sebastiano), a quienes después efíniinó para congraciarse con
Honorio. Al no conseguirlo por esta vía, decidió casarse con Gala
Placidia, la hermana del emperador y prometida del patricio Constancio,
y, tras una breve

.
1
estancia en Burdeos {Burdígala), se dirigió con su séquito a Hispa- nia,
estableciendo su sede en Barcino (Barcelona). Pero un complot al año
siguiente acabó con su vida. Sigerico, primero, y Walia, después, se
hicieron cargo del trono visigodo en 415. Éste concertó un acuerdo
con los romanos (foedus Walia-Constancio), en virtud del cual quedaron
establecidas las relaciones en el futuro con los romanos, que incluían
la devolución de la viuda Gala Placidia a Honorio a cambio de una
importante cantidad de grano y el compromiso de considerar como
foederati romanos a los visigodos para luchar contra sus
correligionarios germánicos establecidos en la Península (suevos,
alanos y vándalos) en los años siguientes. Tras varias campañas en
la Península, los federados visigodos fueron trasladados a las
provincias de Aquitania II y Novempopulania para su definitivo
asentamiento en virtud de una disposición imperial de 418 43, que
daba cumplimiento a los acuerdos romano- visigodos tomados en
415. Era el primer reino germánico al que se le reconocía
independencia política dentro del Imperio. /

Las usurpaciones
í)

La supervivencia política del Imperio de Occidente estaba


sentenciada ya en los primeros años del siglo V. Los acontecimientos
políticos resultaron decisivos y, sobre todo, las medidas adoptadas
por los dirigentes romanos se revelaron insuficientes para solucionar
los problemas planteados. En efecto, desde el 407 hasta 413 los
gobiernos paralelos de los usurpadores fueron casi permanentes:
Constantino III, Constante, su hijo, y probablemente Geroncio, su
general44; Máximo, Jovino, Sebastiano... Estos usurpadores
disputaron a los emperadores legítimos el control político y militar
de áreas de indudable valor estratégico en el Occidente romano
como la Galia, Britannia o Hispania. Pero el fenómeno de la usur-
pación va más allá del problema de la legitimidad o ilegitimidad del
poder45; implica casi siempre fraccionamiento del potencial
militar, autonomía financiera, pérdida de recursos fiscales, etc., y, ante todo,
una guerra civil. En consecuencia, cuando el lenguaje de las armas resultó
insuficiente, hubo que recurrir a otros métodos: diplomacia, reformas,
negociaciones, pactos, concesiones...
Reprimida la usurpación de Magno Máximo por el emperador
Teodosio en 388 y sofocada la de Eugenio y sus colaboradores (el senador
Nicómaco Flaviano, el franco Arbogasto) en 394 por Estilicón al servicio del
mismo emperador, no es fortuito que las fuentes no registren ninguna otra
usurpación en Occidente hasta 407. La situación occidental era delicada y,
en particular, la de las provincias de la prefectura de las Galias, cuya
vulnerabili-. dad se había puesto de manifiesto con la entrada de las tribus
germánicas el último día del año 406. Ocupado en la defensa de Italia, el
Gobierno imperial no pudo atender las peticiones de ayuda militar de los
provinciales galos ante la presencia de los bárbaros en su territorio, por lo
que los soldados aclamaron como emperadores a sus propios jefes, que no
fueron reconocidos por el Gobierno de Rávena y, en consecuencia,
considerados como usurpadores.
El primero fue Constantino III, aclamado emperador cuando estaba
al mando de las tropas imperiales en Britannia. A su llegada a la Galia fue
reconocido sin dificultad por las legiones como el jefe capaz de hacer frente
a los bárbaros y contó con numerosos apoyos: los soldados, los aristócratas
galos, los propios foederati de las áreas limitáneas. Pero Constantino III
estableció su sede en Arlés, al sur de la Galia, y por mediación de su hijo
Constante, nombrado cisar, y el general Geroncio, dirigió su atención hacia
Hispania, todavía no afectada por la presencia bárbara y, ante todo, bastión
donde el emperador Honorio contaba con importantes apoyos familiares.
Además, la adhesión de las provincias hispánicas al emperador de Rávena
obstaculizaba los planes índepen- dentistas del usurpadory de la propia
aristocracia gala ante una posible acción militar conjunta en la Galia de
fuerzas procedentes de Hispania e Italia. Pero la presencia de las tropas del
usurpador
en Ja Península Ibérica debió de ser efímera, puesto que en 409 Jos
primos de Honorio .(Dídimo y Veriniano) tuvieron que movilizar al
personal que trabajaba en sus predios para oponer resistencia a la
entrada de los bárbaros en la Península en los pasos pirenaicos. La
situación es ciertamente confusa, aunque una reconstrucción precisa de
los hechos exige la relectura de toda la documentación disponible y no
sólo los textos canónicos: Orosio y Zósimo46. En la actualidad la
interpretación más coherente es considerar que los germanos
(vándalos, alanos y suevos) penetraron en Hispania en virtud de un
pacto —mencionado por Olimpiodoro47— al que no debió de ser ajeno
Geroncio48. Las razones de este acuerdo son, sin embargo, oscuras.
Parece claro el enfrentamiento de Geroncio con Constantino III y
Constante, en cuyo caso Geroncio habría proclamado emperador a
Máximo, un nuevo usurpador de origen hispano, quien fijó su sede en
Barcino (Barcelona)49. La rivalidad política entre estos dos grupos —y no
el proceso de invasión— justificaría por sí sola la presencia bárbara en
la Península Ibérica.
En cualquier caso, Geroncio eliminó a Constante, pero fracasó en su
intento de sitiar Arlés al ser abandonado por sus tropas, que se
pasaron a los refuerzos de Honorio dirigidos por el patricio Cons-
tancio. Geroncio tuvo que regresar precipitadamente a Hispania,
suicidándose poco después, mientras Máximo fue depuesto y obli-
gado al exilio, que, según Orosio, consistió en vivir entre los bárbaro.s50
de la Península. /
En 408 desapareció también otro personaje clave en la política
de la época: Estilicón. El entendimiento con Honorio se rompió
definitivamente cuando Estilicón se negó a enfrentar sus propias
tropas imperiales contra las tropas romano-germánicas que prote-
gían al usurpador en la Galia. Ante las quejas del Senado de Roma,
acusado de filobarbarismo, Honorio ordenó su decapitación y fue
sustituido por Constancio, quien ai mando de un ejército romaño-
gódo acabó con la resistencia de Constantino III en Arlés en 4Í1. Puso
sitio a la ciudad y capturó al usurpador, que fue ejecutado cuando
era trasladado a Rávena.
La situación de Italia en estos años era también delicada. Tras el
asedio de Roma por Alarico en 408 y 409 y la gravedad de los
acontecimientos, el Senado decidió proponer nuevo emperador a Prisco
Atalo, que había sido praefectus urbi de Honorio. Pero abora Atalo
dependía directamente de los planes políticos de Alarico y su cuñado
Ataúlfo, por lo que Atalo sería depuesto por éstos con el fin de
presionar al emperador en Rávena. El fracaso de esta nueva tentativa
llevó a Alarico a poner sitio por tercera y definitiva vez a la ciudad en
agosto de 410. A la muerte inesperada de Alarico en Italia, los visigodos
eligieron rey a Ataúlfo, su cuñado, que emprendió una nueva política
tanto con el emperador Honorio como con los usurpadores galos. En
efecto, poco después los visigodos se aliaron ahora con Jovino, el nuevo
usurpador galo, aclamado por los aristócratas galos tras la ejecución de
Constantino III. En la proclamación de Jovino en Maguncia
(Mogontiacunil en 411 participaron también grupos de burgundios y
alanos. Al año siguiente, para reforzar su poder, Jovino asoció al trono a
su hermano Sebastiano. Sin embargo, Ataúlfo acabó con el proyecto
independentista galo matando a Sebastiano y entregando a Jovino al
prefecto de Roma para congraciarse con Honorio. Pero en 414 Ataúlfo
decidió casarse en Narbona (Narbo) con la rehén Gala Pla- cidia, la
prometida de Constancio, se alió con el grupo de alanos de Goar y
propuso de nuevo emperador a Prisco Atalo, que fijó su sede en
Burdeos (Burdigala) con la aquiescencia de la aristocracia aquitana. Ante
la llegada de las fuerzas imperiales de Constancio, Narbona fue
evacuada y Ataúlfo se dirigió con su séquito hacia Hispania.
Unos años después se produjo una nueva usurpación, esta vez en
Italia, protagonizada por Juan, el primicerius notariorum de Honorio. A la
muerte del emperador en 423, Juan fue proclamado emperador en
Roma frente a los sucesores oficiales: Constancio, proclamado Augusto
por Honorio en 421 junto con su esposa, la augusta Gala Placidia, y el
hijo de ambos Valentmiano III (423- 455). Juan, en cambio, debió de
contar con cierto apoyo militar,
en particular con el de antiguos generales de Honorio como Castino y
el ya influyente Aecio. Pero Constancio había muerto en septiembre de
421, apenas siete meses después de su nombramiento imperial, y en
Oriente el emperador Teodosio II permaneció a la expectativa de los
sucesos occidentales tras la muerte de su tío Honorio ante la
posibilidad de proclamarse de nuevo único emperador As. ambas partes ¿ti
Imperio. En esta situación, la usurpación de Juan no podía ser
consentida por el emperador de Oriente, por lo que Teodosio reconoció
la legitimidad de Constancio —a título póstumo—, de Gala Placidia y
de Valentiniano III para gobernar Occidente. En consecuencia, preparó
una expedición oriental dirigida por dos de sus generales (Ardaburio y
Aspar), que se unieron a las Hierras imperiales de Candidiano. Ambos
ejércitos avanzaron desde Dalmacia hasta Italia en 425 tomando
numerosas ciudades y capturando a Juan en Rávena, que fue depuesto
y mutilado51.
También en Africa hubo intentos de usurpación en estos años
contra el poder imperial de Rávena. En 413, Heracliano, protector de
Honorio contra las presiones de Alarico, fue nombrado comes Africae
por el emperador, cargo que aprovechó para pretender el título
imperial. Ayudado por su yerno Sabino, Heracliano desembarcó en
Italia como rival del magister militum Constancio, pero fue derrotado en
Ostia y tuvo que regresar precipitadamente a Cartago. Allí fue víctima
de una rebelión local en favor del emperador Honorio.
En la década siguiente Africa soportó nuevos intentos de usur-
pación, pero sólo el escenario era el mismo: habían cambiado los
protagonistas, había variado la.situación. En efecto, esta vez la ten-
tativa fue llevada a cabo por el comes Africae Bonifacio, un experco
general de Honorio que había combatido en numerosos frentes: contra
los godos en la zona danubiana, contra los visigodos en la Galia y
contra los vándalos en Hispania. Al parecer, Bonifacio fue exiliado a
Africa por* la rivalidad que mantenía con el magister utriusque militia'e-
Castino. Nombrado comes en 423, Bonifacio aprovechó el cargo para
reforzar su posición política reclutando
mercenarios barbaros para su ejército, con el fin de poder enfrentarse en
condiciones de igualdad a su rival y nuevo hombre fuerte del Imperio de
Occidente: el general Aecio como magister utriusque militiae, del que
teóricamente dependía Bonifacio. Con el apoyo de las tribus nadvas y de
algunos sectores provinciales, el comes fue proclamado emperador en 427.
Desde Rávena, la emperatriz Gala Pla- cidia se apresuró a declararle
hostispublicusy a preparar una expedición contra el al mando de Aecio.
Pero, en 429, Bonifacio pidió ayuda a los vándalos del sur de Hispania,
que cruzaron el Estrecho dirigidos por Genserico. Por su parte, a las
tropas de Aecio se unieron refuerzos de Constantinopla, desde donde
gobernaba el Imperio de Oriente Teodosio II, sobrino de la emperatriz. El
enfrentamiento entre ambos ejércitos era inevitable: estaba en juego la
pervivencia del Imperio de Occidente y también el prestigio del poder
imperial. Rota la coalición, los vándalos se dedicaron a hacer la guerra
por su cuenta saqueando unas ciudades y tomando otras hasta que
obligaron a las fuerzas imperiales a concertar la paz en 435, en virtud de
la cual ocuparon Cartago, que convirtieron en sede real vándala, germen
del reino vándalo independiente que no sería reconocido por los romanos
hasta 442, cuando ya los vándalos controlaban casi todo el norte de África
y, en particular, los territorios pertenecientes a las antiguas provincias
romanas de Numidia Militiana, Proconsular, Bizacena y Mauritania
Tingitana. De este modo, también África, el viejo granero de Roma y bastión
estratégico de Occidente, quedaba ya al margen del control imperial
hacia mediados del siglo V, varias décadas antes de que se consumara la
desaparición política del Imperio occidental.

Fuerzas y debilidades

En la lucha por el control del poder no resulta fácil saber si finalmente


se impone la fuerza o, por el contrario, el triunfo se consigue sólo gracias a
las debilidades del adversario. Si el Ejército
romano imperial, aun diezmado y fragmentado entre emperadores
legítimos e ilegítimos, generales ambiciosos y magnates locales, pudo
hacer frente a los grupos bárbaros infiltrados en la Galia hasta mediados
del siglo V fue probablemente debido a que éstos no eran tan numerosos
como se suele suponer. De ahí que se “hayan propuesto diversos
conceptos para intentar definir el fenómeno de forma apropiada. Las
tradicionales invasiones (Wanderun- geri), que implican desplazamientos
masivos y ocupación violenta del territorio sin posibilidad de resistencia
por parte de las poblaciones ocupadas, no parece el término más
adecuado, aunque haya sido el más frecuentemente usado por los
historiadores hasta hace tan sólo unos años52. Pata las infiltraciones
realizadas en virtud de un pacto con los romanos resulta más apropiado
el término pene- ¿ tracioneP. En cambio, desde el punto de vista
arqueológico'es pre-~ feribíequizás el d.pjtfígracione?^ si bien la escasa
entidad demográfica de estos gtuposjse corresponde también con el
concepto moderno de }prfnígraciones^En cualquier caso, las formas de
vida de estos gruposson ahora mejor conocidas gracias a la arqueología
funeraria. En efecto, las necrópolis atribuidas con seguridad a ellos son
pocas y desde luego resultan insuficientes para apoyar las altas cifras de
la tesis tradicional. Salvo casos excepcionales, no parece haber habido
coaliciones entre grupos de origen germánico ni tampoco rivalidad entre
sí, lo que resulta chocante si su objetivo común era encontrar tierras para
su asentamiento definitivo. No obstante, en calidad de foederati, muchos
de ellos fueron utilizados por los romanos para combatir contra sus
correligionarios, como ocurrió con los visigodos en Hispania contra
alanos y vándalos, y con los francos y alanos de la Galia al mando de
Aecio contra los hunos de Atila. En estos casos los bárbaros federados
actuaron paradójicamente en defensa de la romanidad y contra ía barbarie,
"aunque no es descamóle que su alineamiento estuviera condicionado
por la defensa de sus propios intereses.
Por otra parte, si el poder central romano hubiese sido fuerte no
habrían prosperado las frecuentes tentativas de usurpación en
los medios provinciales: Britannia, Galia, Hispania, Italia, África.
la incapacidad del Gobierno central para solucionar los problemas
políticos planteados y, ante todo, la pasividad del empera- dor Honorio,
atrincherado en la inexpugnable ciudadela de Rávena, propicio nuevos
levantamientos de los soldados del Ejército y la aclamación de sus
respectivos jefes militares^

LA. HIPÓTESIS POLÍTICA DE LA CAÍDA


¿Caída, disolución o transformación?

Que ningún imperio cayó en 47655 es hoy ya un lugar común de la


historiografía a pesar de que la idea de la cuidat, con todas las
matizaciones que se quiera, sigue estando presente' en la mayoría de las
visiones modernas. Pero, naturalmente, nadie piensa hoy de la forma en
que lo hacía E. Gibbon a fines del XVIII 56, ni se asocia ya la imagen a un
derrumbamiento físico, sino que, por el contrario, se cuestiona
seriamente si es legítimo o apropiado hablar siquiera de la muerte de
las civilizaciones en un momento determinado. Pues bien, en esta
última matización radica una de las claves de la incomprensión
histórica del proceso de desintegración del Imperio Romano de
Occidente. Es preciso incorporar al análisis la idea de píó^por dos
razones al menos. En primer luirán los acontecimientos políticos, por
importantes queseam

„ análisüjrocesual exige una visión retrospec-


tmadón^—t^compIeta^cotn^sea^sdde—-'de la situación poli-

“«■“ *5 í ssí SSBESK



que, desde luego, continuó varias décadas después de esta simbó-
lica fecha.
Por tanto, la disolución progresiva del Imperio Romano de
Occidente constituye también un proceso histórico en el que la
evolución política viene a ser determinante. Algunas de las claves
de esa evolución (división política, Ejército, estructura de poder,
usurpaciones) han sido analizadas como elementos dentro de su
propio contexto, pero formando parte de procesos diferentes desde
el punto de vista de su duración y trascendencia histórica. No
obstante, los resultados de un análisis que no descienda a niveles
regionales e incluso locales puede quedar fácilmente invalidado
por la realización de un estudio de estas características. Algo simi-
lar podría decirse también de la precisión cronológica, sin la cual
apenas es posible proponer una interpretación seria y rigurosa de
la cadena de acontecimientos. ^
'~~Fmalmente7 que hubo una transformación del Imperio en el
último siglo (el IV o el V, según regiones y provincias) es evidente.
Pero el problema consiste en realizar una adecuada valoración his-
tórica de los cambios operados. Aun limitándose al ámbito político,
la evolución presenta una variedad notoria: del Principado al
Dominado, del paganismo al cristianismo como religión oficial del
Estado, de Otcidente a Oriente y viceversa, de la unidad a la
división del Imperio, de los romanos a los bárbaros, del Ejército
regular romano al Ejército romano-germánico, del emperador legí-
timo al usurpador, etc. Por tanto, como es lógico, hubo transfor-
maciones en todos los órdenes 57. Pero el problema no es, una vez
más, saber cuál de estas transformaciones fue determinante, sino
más bien integrarlas de forma coherente en el proceso histórico de
desintegración del Imperio. En dicho proceso, largo y complejo
como corresponde a un sistema en funcionamiento durante unos
cinco siglos, intervinieron múltiples elementos y de muy diversa
naturaleza, por lo que la visión política constituye tan sólo una pane
—y quizás no la más importante, desde el punto de vista histórico
— de ese proceso.
EL CRISTIANISMO Y EL FIN DEL IMPERIO ROMANO.-
INTERPRETACIONES MODERNAS DEL PROBLEMA

Existe una relación estrecha entre el interés por el problema de


la caída de Roma y las preocupaciones de cada una de las genera-
ciones de historiadores que han afrontado este problema. Una
prestigiosa historiadora del mundo antiguo, Leliia Cracco-Rug- gini,
ha escrito a este propósito:
«El hundimiento de un Imperio ‘'ecuménico” como el de Roma, que
durante algunos siglos mezcló civilizaciones y pueblos bajo una única
autoridad establecida desde el Rin al Eufrates, del Danubio a las Sirtes, ha
sido objeto de repetidas meditaciones y debates como un “arquetipo de toda
decadencia”, en el que se han visto reflejadas todas las-culturas desde la
Antigüedad tardía hasta las décadas siguientes a la segunda guerra
mundial, bien como confirmación de nuevas grandezas, como exaltación o
desprecio de “razas”y pueblos contrapuestas, como exorcismo de temores
soterrados o como superación de “colpas”y errores cometidos. Se puede decir
que todas las épocas podrían caracterizarse según las causas que han
escogido en su interpretación delfín del Imperio y según la luz o la sombra
que han arrojado sobre los análisis que ya realizaron los antiguos acerca de
aquel grandioso fenómeno, de sus raíces y de su controvertida cronología»7Í.
A la hora de escoger las causas que explican la caída de Roma el
historiador proyecta preocupaciones y puntos de vista propios y( jesu
época.
«La historia de la romanidad tardía cambia de cara según el mundo desde
el que la interpretamos [...], pero muchos de los problemas que hoy extraemos
de aquel pasado, a más de mil quinientos años de distancia, son “sus" mismos
problemas: ¿Se convirtió Constantinoi ¿En qué sentido se le contrapone a
julianos ¿Cómo vivió el cristianismo en el mundo clásico? [...]», ha escrito
Santo Mazzarino en un libro esencial para comprender la morfología del
fin del mundo
antiguo76. El énfasis en la responsabilidad del cristianismo y el papel de
la Iglesia como «causa» de la ruina de Roma ilustran bien este aspecto.
Ya en el Renacimiento, cuando el tema de la decadencia de Roma se
convierte en problema histórico como consecuencia del interés que el
mundo clásico suscitó en los humanistas, se planteó el problema de la
relación entre la Iglesia y el Estado romanos, una pregunta estrechamente
unida a la controversia reformista. Todo J Comenzó con la crítica a la
personalidad y la conversión de^Cons "tantino en la historiografía
protestante. A finales del síglo^^unf autor casi desconocido hoy, el
luterano Iohannes^Lowenklay^) encontró en los autores antiguos críticos
con la política religiosa ae Constantino y con el fanatismo cristiano —
como Juliano, Euna- pio o Zósimo— una fuente de inspiración para
atacar la corrupción de la Iglesia de su tiempo. Por primera vez se discute
el carácter providencial de la conversión de Constantino y se analiza con
sentido crítico su significado en la historia posterior. Lówenklav abrirá el
camino a un campo de discusión, el de la relación entre la. cristianización
del Imperio y la crisis del mundo antiguo, que dara sus mejores frutos
entre los intelectuales de la Ilustración, y a la que debe mucho la
historiografía actual.
No por azar fue Lówenklav el primer traductor al latín de Zósimo,
el autor antiguo más crítico con Constantino, a cuya política religiosa,
guiada por el oportunismo —lo que se jamaría mucho más tarde el
«cristianismo político» de Constantino —, el, como hemos visto, hacía
responsable de la decadencia y caída final del Imperio 78. La traducción
de Lówenklav (a. 1576) estaba precedida de una Apología en defensa de
Zósimo, donde encontramos ja «primera interpretación moderna del Bajo
Imperio», domina a por dos figuras paradigmáticas contrapuestas:
Constantino, el revolucionario, y Juliano, el «desesperado defensor de ¡a
tradición»79. Por primera vez se planteaba el problema de la relación
entre la cristianización del Imperio y el fin del-mundo antiguo; se
iniciaba la destrucción del mito de Constantino y la construcción
de otro, Juliano, el emperador que pretendió restaurar la tradición y
devolver a Roma su pasado. Por la misma época se editaron las dos
obras de carácter más anti-constantiniano y más críticas con el
cristianismo escritas por Juliano, tlMisopoeon y el libro titulado
Cae¡am^.En la primera mitad del(sigíoXV^eJ1 jurista hugonote
rjTGodefroy^l editor del Código Teodosiano, llevó a cabo eTpnmer
estudió critico de la Vida de Constantino, de Eusebio de Cesárea, cuya
autenticidad empezó a ser discutida. En el ambiente de la his-
toriografía reformista resurge así la crítica pagana antigua a Cons-
tantino y también la afición por el género de la Historia Eclesiástica, que
había estado en decadencia en Europa desde finales del siglo VI80.
Los eruditos cristianos del XVII aportaron también su interpre-
tación «rgligiosa» del fin del mundo antiguo. El protestante mode-
rado HugoGrgzib, originario de Holanda, pero asentado en Suiza, es
conocido por su exaltación, cargada de sentimiento nacionalista, de los
pueblos germánicos, a quienes admiraba por la simplicidad, brevedad
y claridad de sus leyes. La perfección de su derecho les había hecho
superiores a los romanos y su pureza e inocencia explica por qué Dios
les dio tanto vigor y los prefirió a los romanos. Grozio, que no dudaba
de la autenticidad de la conversión de Constantino, publicó en 1639
una obra titulada De veritate religionis Cbristianae (Sobre la veracidad de la
religión cristiana), donde exaltaba la pureza de la vida religiosa de los
cristianos de los primeros siglos, una cualidad que se había perdido en
la época tardoimperial, cuando la Iglesia, instalada oficialmente en la
sociedad, se secularizó. La misma opinión mantenía el pastor
protestanteKLeSueur) en una Histoire de 1‘Église et de l’Empire (1672-
1677). Para él, los emperadores cristianos fueron elegidos por Dios y
dieron paz y bienestar a la Iglesia —no dudaba tampoco de la
sinceridad de la conversión de Constantino—, pero los cristianos se
abandonaron a los vicios; Dios entonces los castigó con la guerra, y los
pueblos bárbaros inundaron el Imperio como un diluvio,
cumpliéndose asllas-piofedas de Daniel y el Apocalip-
sis. Como en la apologética cristiana de los siglos IV y V, para Gro- zíó y Le
Sueur el fin de Roma era el producto de una «sanción divina»81.
Sobre este trasfondo polémico surgió una de las obras más eruditas e
influyentes de la historiografía eclesiástica posterior, las Mémoirs pour
servir a Thistoire eccléúastique des sixpremiers síteles, del janserfisfáTlLLenain
de TdlemontXa. 1694 y siguientes), una obra monumental
quecombinaba la historia política con la historia religiosa y estaba
destinada a mostrar el papel positivo del cristianismo en el Imperio
Romano.
^ Estamos en los albores de una cuestión que iba a gozar de gran
fortuna en la historiografía posterior, la desmitificación de la figura de
Constantino, conocida entre los historiadores como la «cuestión
constantiniana». ¿Fue la conversión de Constantino sincera u obedeció a
motivos políticos, esto es, a lo que Zósimo denominaba chréia
(«utilidad»)? Durante la Ilustración el debate alcanzó cotas
refinadísimas. La idea de que el cristianismo estaba implicado en la
decadencia de Roma había sido apuntada por Montesquieu y luego por
Voltaire, quien volvía a Zósimo en el capítulo X de su Tratado sobre las
costumbres y el espíritu de las naciones (a. 1756). Escribía aquí estas palabras a
propósito del papel del cristianismo en el Imperio, que se han hecho
luego famosas:
«El cristianismo abría el cielo, pero mandaba el Imperio a la ruina porque
las sectas, surgidas en su interior, no sólo luchaban entre sí con el delirio de las
disputas teológicas, sino que luchaban también contra la antigua religión del
Imperto; religión falsa, religión sin duda ridicula, pero bajo la cual Roma durante
diez siglos fue de victoria en victoria.»
La tesis del «cristianismo ¿olítico» de Constantino y de su nefasta
inftadTenla FuéFÍTel Imperio toe formulada de manera magistral, y
desarroMa^áemos de ptenas, . a W obra monumental ei inglés >‘«”7 */'*'
Dlchn! and

Fall of the Román Empire (Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano),
publicada en varios volúmenes en Londres a partir de 1776, una obra que
sigue siendo la más grande y controvertida sobre la decadencia de Roma82.
Gibbon, como nos cuenta él mismo, decidió escribir su historia a partir de
una experiencia traumática. Estaba sentado en la colina del Capitolio en
Roma cuando vio a un grupo de monjes descalzos que cantaban vísperas en
lo que había sido el templo de Júpiter. Tuvo entonces consciencia de la
relación entre la victoria del cristianismo y el fin de Roma. La obra de
Gibbon está claramente relacionada con el declive y caída del primer
Imperio inglés —él mismo lo admlteerT ^ una carta a su amigo Georges
Deyverdun, de 1779, donde señala que le parecía que la decadencia de
ambos Imperios seguía caminos semejantes. Para Gibbon, imbuido de las
ideas racionalistas de los Ilustrados franceses y heredero de una ya larga
tradición sobre este tema, el cristianismo actuó en el Imperio como una
fuerza destructiva (aunque no fue la única causa de la decadencia) por su
carácter irracional e intolerante, frente al carácter abierto del paga- • nismo
tradicional romano. Los capítulos donde se ponía en relación el ascenso del
cristianismo con la decadencia del Imperio los capítulos XVI y XVII, los
últimos del volumen primero— se publicaron en 1776, estaban llenos de
ironía y causaron un cierto escándalo y polémica, lo que llevó a Gibbon a
escribir una Vindi- cation en 177983. Aquí decía que su objetivo era presentar
un balance del cristianismo prescindiendo de toda cuestión teológica,
haciéndolo inteligible en términos civiles. En su autobiografía, publicada
después de su muerte, Gibbon escribe:

«Como creía, y todavía creo, que la difusión del Evangelio y el triunfo de


la Iglesia están inseparablemente relacionados con la decadencia de la
monarquía romana, ponderé las causas y efectos de la revolución y contrasté
las narraciones y las apologías que hicieron los cristianos con las miradas de
candor o enemistad que los paganos echaron a las sectas florecientes.»
Gibbon era consciente de actuar como un agentprovocateurtn la causa de
la tolerancia y el libre pensamiento 84. No obstante, leyendo el conjunto de la
obra, queda claro que Gibbon no consideraba al cristianismo el único
responsable de la crisis. Otros factores, como el despotismo, las invasiones
bárbaras, efdistancia- miento del ejército de la sociedad civil, las razones
económicas y fiscales, tienen en su obra un peso tanto o más decisivo que el
cristianismo. Gibbon sigue a las fuentes antiguas y no introduce ninguna
razón de la decadencia que no hubieran ya advertido los contemporáneos.
Es difícil, de hechd, llegar a saber cuáles eran las creencias de Gibbon,
convertido al Cfttolicismo durante un tiempo cuando era estudiante en
Oxford. Éra un hombre prudente, que no pretendía eliminar al cristianismo
de su mundo ni herir a nadie. Escribió a su traductor francés, J. B. A. Suard,
que le confiaba «los derechos más amplios para cambiar o suprimir todo lo que te
pueda parecer que hiera la delicadeza de vuestra Iglesia y vuestra Constitución»85.
------P Para Gibbon. una vez más, la responsal^idad-piincipal de la
decadencia y caída de Romalue de Constantino86, un hábil polí- j¿c0 que
comprendió y supo" .aprovechar la potencia espiritual del cristianismo
y la sólida organización de la Iglesia y ponerlos al servicio de sus
objetivos monárquicos. No obstante, creía en la sinceridad de su opción
religiosa. Se ha dicho de Gibbon que es el «último epígono de Zósimo»,
a pesar de que Gibbon consideraba
' a éste un autor tendencioso y poco fiable87.
Durante casi cien años después de Gibbon apenas si hubo dis-
cusión sobre las causas de la caída de Roma. Pero su interpretación de
Constantino tuvo fortuna más tarde. Inspirado directamente por él y
compartiendo su antípatía^ord primer empemdo^ns- tiano, el
calvinista suizqJaktTBÍícK^publicó er(fl85?Aina monografía famosa
titulada DieZeit Constantins der Grossen («.La ¿poca de Constantino el Grande»),
donde la caracterización negativa de Constantino se profundizaba.
Constantino aparecía otra vez como un estadista calculador, sagaz en
comprender la importancia

i.
del cristianismo como instrumento político, mientras que su per-
sonalidad religiosa queda oscurecida. Pero el gran mérito de
Burckhardt es que supo distinguir bien entre la personalidad de
Constantino y lo que el cristianismo supuso para la sociedad romana.
El gran valor de su obra radica, y lo que la hace actual, en que fue
capaz de trascender el campo de la biografía para hacer de la figura de
Constantino el exponente de una época.
El peso de estas ideas ha sido grande y ha marcado la historiografía
de los últimos años del siglo XIX y gran parte del XX. Todavía
hoyiseguimos preguntándonos si Constantino fue un calculadoro" un
hombre religioso y seguimos discutiendo acerca de las consecuencias de
su conversión.. El mayor estudioso moderno de Zósimo, el
suizcrfTPaschoud^ha escrito en 1^75} propósito de este tema: -—
y
----------------'
«De las diversos Constantinos que han definido los historiadores, ¿cuál
es el que mejor se adapta a la conducta de lo que hemos vistoi Pienso que es el
que ha caracteriz ui fJf'Vim ty una página excelente: un Constantino en
verdad ávido ae poder y consciente de sus deberes hacia el Estado, pero
también supersticioso y nada entendido en teología; esto explica su
"sincretismo inconsciente’, según la afortunada fórmula de J.-R. Palanque; se
inspiraba en un do ut des, que es un comportamiento bien romano. El Dios
de los cristianos le dio la victoria en el Puente Miivio y él respondió al
compromiso de adorar a ese Dios eficaz como él deseaba serlo»zs.
>E1 factor religioso como causa del declive de Roma está presente
en la historiografía de las tendencias-más variadas. Veamos dos
ejemplos dispares. El ruso M^rP^ovtzi^SZOd^x- autor de una obra
clave para entendéreTrnundo romano, La historia social y económica del
Imperio Romano (1.a edición -1926), se centra en las cuestiones
económicas. La tesis principal de’su libro es que el Imperio cayó
debido a la rebelión de los campesinos contra las clases ciudadanas y
la consiguiente crisis urbana, pero al
)Aar barcos

final cieñe en cuenta el «incremento de la religiosidad» como factor de la


crisis que acabo con el Imperio Romano. (fCdé Mardnch autor de una
prestigiosa Historia de la Constitución romanaty^TThvoh), considera la ideología
cristiana como factor decisivo en la conformación de la monarquía absoluta
y, por tanto, como un «poderoso factor de destrucción de los valores
humanos de la época clásica».
Tal vez la mejor discusión reciente del impacto del cristianismo en la
sociedad romana y de su relación rnn el jrn HP esta sociedad la
encontramos en la obra deArnaldo Momígfiano? uno de los más grandes
estudiosos del mundo antiguo y autor de numerosos trabajos de
historiografía antigua y moderna. En un attículo sobre «El cristianismo y la
decadencia del Imperio Romano», hace un recorrido crítico por las distintas
interpretaciones sobre las causas del fin del Imperio Romano hasta el siglo
XX y concluye:
«Me parece imposible negar que la prosperidad de la Iglesia fue a la vez
consecuencia y causa de la decadencia del Estado. Las gentes huían del Estado
hacia la Iglesia y lo debilitaban al ofrecer lo mejor que tenían a esta última. Nos
encontramos con una situación que a su vez requiere análisis y explicación.
Pero no se puede pasar por alto su importancia fundamental.Losmejoies
hombres trabajaban para la Iglesia y no para el Estado. [...] Puede decirse que
ninguna interpretación de la decadencia del Imperio Romano puede
considerarse satisfactoria si no tiene en cuenta el triunfo del cristianismo

-V Pero hoy, como en la Antigüedad, encontramos también defensores de


la responsabilidad del cristianismo. Un historiador cristiano
fonc&TfifaraJ Simon>ndnye una valiosísima obra titulada La tt k
Omtmmsme (1972) con
una-.exculpacíón:
«Hoy nos parece que las causas reales mal que
Imperio y fot las que murió deben buscarte fuera de la Iglessa. No
son de orden esencialmente religioso. Todo lo más, la intervención del cristianismo ha podido
amplificar aquí y alláfactores que ya existían desde hacía mucho tiempo. Así en el caso del
abandono de las responsabilidades públicas, que supuso una de las debilidades del Imperio
decadente. Claro que los cristianos no osaban, en conciencia, aceptar funciones que
implicaban gestos religiosos paganos o la profesión explícita de paganismo. [...] Pero un cris-
tiano podía asumir la magistratura municipal más elevada, el duunvirato, con la única
condición de abstenerse durante el desempeño de susfunciones de frecuentar las iglesias. Una
actitud como ésta muestra bien que la Iglesia comprende las necesidades de la vida pública,
cuyo funcionamiento intentó no bloqueará.
Sea con intención apológetica o sea con los propósitos más
sinceros de objetivad histórica, ja cuestión del cristianismo y su papel
en la transformación del mundo antiguo es hoy un tema de ^reflexión
historiográfica ineludible. La ultima generación de hisrn-~ riadores de
la Antigüedad tardía, a la que pertenezco, no se preocupa ya de
investigar las «culpas» de la «decadencia y caída» de Roma. Tal vez
porque estamos convencidos de que no hubo «caída» ni «decadencia»,
sino un período de transición, con perso- nalidad propia, que llamamos
Bíjo ím~penp o, cada vez más, AnfP" güedad tardía,~que duró un
tiempo sinlfínites fijos: dependiendo del aspecto que atendamos y del
área geográfica.la Antigüedad tardía puede durar dos siglos (el IV y el
V), cinco (desde Marco Aurelio a Mahoma) o doce (si situamos el fin
del mundo antiguo en 1453, el momento de la caída de
Constantinopla). El cristianismo y la historia de la Iglesia permiten un
estudio de larga duración, en cuanto que su historia ha recorrido
verticalmente y sin interrupción la historia de Occidente de los últimos
veinte siglos.

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