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Pensando en un nivel más elevado, la emergencia actual nos recuerda que los
Estados siguen siendo los principales actores de la política internacional. El
sistema westfaliano, cuestionado en las últimas dos décadas por los expositores
de la inevitabilidad de la globalización, parece revitalizado. Cuando el peligro
acecha, los humanos buscan a sus gobiernos nacionales para que los protejan, los
ordenen y organicen. El Estado reacciona: se cierran las fronteras y se refuerza lo
local frente a lo global. La pandemia ha forzado a los Estados a mirar hacia
adentro, acelerando la recesión económica y comercial de la mano del
proceso de desglobalización. Una reflexión bien realista puede sugerir que si
fallamos en encontrar una cura rápida y permanente, la crisis reforzará aún más
las tendencias de-globalizadoras.
Sin embargo, reforzar lo local frente a lo global no vuelve a este problema menos
global de lo que realmente es. Un Estado por sí solo no puede controlar y
solucionar del todo esta pandemia. No hay nada nuevo bajo el sol: los beneficios
de la globalización son claros. Sin embargo, lograr una efectiva cooperación
internacional puede no ser tan fácil como obviamente necesaria. La falta de
reglas claras y el miedo a la deserción, trae la sospecha de que la
cooperación pueda beneficiar sólo a algunos, o bien perjudicar a quienes
decidan correr con sus costos. He aquí el dilema de la provisión de bienes
públicos globales ante la falta de una autoridad central o, en su defecto, de un
liderazgo hegemónico que esté dispuesto a hacerse cargo de dichos costos. La
respuesta colectiva, en estos términos, puede ser menos efectiva o tardar más de
lo pensado.
Cuando el resto del mundo está empezando a experimentar los graves efectos de
la epidemia, y ante la estupefacción estadounidense, China se recompone y
encuentra, una vez más, la oportunidad de influenciar el comportamiento de otros
Estados. Si bien fueron los propios errores chinos de intentar acallar voces y cubrir
la severidad del virus los que propiciaron el estallido de la crisis global, Beijing
entiende que mostrarse como un líder puede influenciar la percepción de otros
estados sobre la posición global de los Estados Unidos para, finalmente, sentarse
sobre la silla vacía del hegemón del siglo XXI.
Paradójicamente, una crisis global requiere de una solución global. Los esfuerzos
chinos por proyectar su poder haciéndose cargo de la crisis, pueden no ser
suficientes para resolverla. Mientras el poder internacional se reordena, la
expansión del virus se vuelve una amenaza real, constante y acuciante. Aunque
la crisis sea un momento de oportunidad para la potencia oriental, la
solución no llegará hasta que desarrollemos estándares de coordinación
internacionales, al menos, en materia sanitaria. Solo la cooperación global
podrá salvarnos.