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ocupado además todos los cargos públicos posibles, desde el de
vicepresidente del remoto Estado soberano de Panamá hasta el
de presidente de los Estados Unidos de Colombia, pasando por
diversas secretarías, como eran llamados entonces los ministe-
rios; y en el transcurso de su carrera había acumulado una cauda
clientelista de consideración, en particular en la costa Atlántica,
hasta el punto de que a su regreso de Europa, en 1874, su primera
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candidatura presidencial había sido lanzada en los Estados de
Bolívar y Panamá al grito de “¡Núñez o la guerra!”. En 1880 fue
finalmente elegido, con resignación, por los radicales, uno de
cuyos jefes explicaba la posición reticente del partido diciendo:
“Para negociar con Núñez hay que pedirle fiador”. Y en l884
reelegido por los “independientes” liberales, como eran llamados
los nuñistas, y ya con los votos de los conservadores. Ante lo cual
estalló otra vez la guerra.
La guerra dejó diez mil muertos: la tercera parte de todas las bajas
de las seis guerras civiles del siglo XIX posteriores a la Indepen-
dencia. Al final de l885, tras la batalla de La Humareda sobre el río
Magdalena, que fue una pírrica victoria liberal en la que los insurrec-
tos perdieron a muchos de sus jefes y también la guerra, el triunfo
de las tropas del gobierno (ya masivamente conservadoras) era
completo. En cuanto la noticia llegó a Bogotá los partidarios de
Núñez salieron a celebrar a las calles. Comentó el poeta Diego
Fallon: “Festejan el entierro del partido radical. Pero la familia no lo
sabe”. Y el presidente Núñez se asomó al balcón de palacio para
pronunciar una frase que se hizo famosa:
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Refundar la República
De eso se trataba la Regeneración prometida: de desmontar la
Constitución votada 23 años antes por la Convención homogénea-
mente liberal de Rionegro, en cuya formulación había participa-
do el ahora arrepentido Núñez. Desmontarla por liberal: “Una
república debe ser autoritaria para evitar el desorden”, decía
ahora Núñez, a quien los liberales ahora tachaban de traidor.
Habría que llamarlo más bien converso que traidor, aunque se
trata de términos cuyo sentido cambia dependiendo del lado en
que se miren: Núñez siempre había buscado el orden, y hubiera
querido que su Partido Liberal, o al menos la parte nuñista, ya no
llamada independiente sino nacionalista, pudiera ser verdadera-
mente un partido de gobierno, cuando en realidad lo que había
sido siempre era un partido cuyo temperamento era de oposi-
ción: de crítica y de libertades, y por consiguiente de dispersión.
Y tras aliarse ahora política y militarmente con los conservado-
res proclamaba, por convicción tanto como por conveniencia,
que eso daba lo mismo: “Las sanas doctrinas liberales y conserva-
doras, que son en su fondo idénticas, quedarán en adelante, en
vínculo indisoluble, sirviendo de pedestal a las instituciones
de Colombia”.
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Católico en lo religioso, autoritario en lo político, proteccionista
en lo económico: Núñez, en suma, se había hecho conservador,
o había descubierto que siempre lo había sido.
La Constitución del 86
Para la obra central del nuevo régimen, la redacción de una nueva
Constitución sobre las líneas generales propuestas por Núñez,
se convocó un Consejo de Delegatarios: dos por cada Estado,
conservador el uno y el otro “nacionalista”, o sea, liberal nuñista
antirradical. Eran nombrados por los jefes políticos de los Esta-
dos, nombrados estos a su vez por el presidente Núñez. Una vez
concluida, la Constitución fue presentada a la aprobación del
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“pueblo colombiano”; pero no de manera directa, sino represen-
tado por los alcaldes de todos los municipios del país, nombra-
dos ellos también por Núñez: fue un milagro que de los 619
que había sólo la votaran afirmativamente 605. En la práctica
había sido redactada íntegramente por Miguel Antonio Caro,
atendiendo casi exclusivamente a las dos pasiones de su vida: la
doctrina infalible de la Iglesia católica y la perfecta gramática de
la lengua castellana. En lo primero había contado con el respaldo
de Núñez, al parecer arrepentido del dubitativo agnosticismo de
su juventud que le había dado sulfurosa fama de filósofo:“La
educación deberá tener por principio primero la divina enseñan-
za cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización del
mundo”, decía el ahora presidente en su mensaje a los Delegata-
rios. Y Caro traducía para el texto constitucional definitivo: “La
religión católica apostólica y romana es la de la nación”; y, en
consecuencia, “en las universidades y los colegios, en las escuelas y
en los demás centros de enseñanza, de educación e instrucción
pública, se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas
y la moral de la religión católica”.
Y así tanto el propio Núñez como sus sucesores o más bien susti-
tutos en la presidencia, Holguín y Caro, tan periodistas como él,
previnieron y reprimieron los que consideraron excesos de la
prensa de oposición con la cárcel y el destierro de sus redactores
y directores durante los quince años siguientes. En un país abru-
madoramente analfabeto, como era la Colombia de entonces, la
política se hacía a través de la prensa: al margen de los frecuentes
cambios en el derecho de voto —universal, censitario, reservado—
sólo participaban en ella los que sabían leer, y la dirigían los que
sabían escribir. Salvo, claro está, cuando sus artículos y sus edito-
riales llevaban a la guerra: entonces sí, por las levas forzosas de
los ejércitos, participaba todo el pueblo.
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los vaivenes sentimentales de Núñez y de sus cambiantes inclina-
ciones filosóficas: ora ateo, ora creyente; y el gobierno de la
república dependía de sus achaques de salud y de sus caprichos
climáticos. Núñez se iba y volvía, de la tierra fría a la tierra calien-
te; y volvía a irse y volvía a volver: era un dios lejano que lanzaba
rayos y truenos por medio de su propia prensa, esa sí libre:
el semanario cartagenero El Porvenir, donde escribía sus instruc-
ciones de gobierno bajo la forma de artículos de opinión.
Renunciaba al ejercicio del poder, pero hacía que en los billetes
del Banco Nacional figurara su propia efigie patriarcal y barbuda
y en las monedas de plata se acuñara el perfil imperioso de doña
Soledad, su mujer; enviaba por telégrafo nombramientos de
funcionarios diplomáticos y proyectos de ley; y, para evitar más
sorpresas con sus suplentes, se hizo blindar con dos leyes que
fueron llamadas, por antonomasia, “ad hoc”, dictadas en l888:
una que creaba para él una dignidad presidencial a perpetuidad,
y otra por la cual se le permitía encargarse del poder cuando a
bien lo tuviera y en dondequiera que estuviera mediante el sim-
ple procedimiento de declararlo así ante dos testigos.
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Pero antes, muertos Núñez y Holguín, quedó la Regeneración
en las manos de Miguel Antonio Caro, quien como vicepresi-
dente encargado le había cogido gusto al poder pero no tenía ni
el carisma mágico del primero ni la habilidad política del segun-
do. Y en sus manos se desbarató la Regeneración. El partido
llamado Nacional fundado para manejarla, ese injerto de liberales
nuñistas o independientes y conservadores desteñidos o pragmá-
ticos, empezó por funcionar como partido único, pero se desba-
rató rápidamente. Los liberales participantes habían sido siempre
considerados traidores por los jefes del grueso del liberalismo. Y en
cuanto a los conservadores, rápidamente divididos entre “naciona-
listas” partidarios del gobierno e “históricos” opuestos a él, uno de
sus jefes que había sido lo uno y lo otro los definía así: “Un histó-
rico es un nacionalista sin sueldo; y un nacionalista es un históri-
co con sueldo”. Y así el Partido Nacional acabó convertido en
lo mismo que desde los albores de la república se había conocido
como “partido de los partidarios del gobierno”. El del clientelismo.
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Error y en el Pecado, como los herejes en la Edad Media, se
levantaron para imponer por las armas las reformas que en vano
pedía desde el Congreso el único representante liberal, Rafael
Uribe Uribe.
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norteamericana, pudo servir de paradójica advertencia: menos de
un año después vendría el zarpazo de los Estados Unidos sobre
Panamá para adueñarse del futuro Canal interoceánico.
“I took Panama”
El istmo era además el lugar más adecuado para abrir una vía
acuática entre el Atlántico y el Pacífico. Así lo habían soñado los
españoles desde los primeros tiempos de la Conquista, en el siglo
XVI; y a finales del XIX la empresa había sido finalmente inicia-
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da por una compañía francesa, la Compagnie Universelle du Canal
Interocéanique de Panama, que durante dos decenios adelantó las
obras con grandes costos y dificultades y en medio de una inmen-
sa mortandad de trabajadores a causa de la fiebre amarilla. La
Compagnie terminó hundiéndose en una escandalosa bancarro-
ta, y en ese momento el gobierno norteamericano entró en danza.
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Tres poetas
Los dos principales promotores políticos de la Regeneración po-
lítica de finales del siglo, Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro,
no se consideraban a sí mismos políticos, sino poetas. “Soy poeta
hasta la médula”, escribía Núñez en una de las pausas de su
incesante actividad política. Y como poetas ganaron fama los dos
antes que en la política, en la cual ambos llegarían a la presidencia
de la República. Núñez como el autor de abstrusos poemas filosó-
ficos colmados de signos de interrogación y de exclamación:
Claro que también hay que achacarle a Caro ñoños versitos fami-
liares como:
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La patria así se forma, termópilas brotando,
constelación de cíclopes su noche iluminó;
la flor estremecida, mortal el viento hallando,
debajo los laureles seguridad buscó…
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como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de
músicas de alas…
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De ahí en adelante la historia siguió más bien en prosa. Hasta
cerrar el siglo con la terrible guerra civil de los Mil Días y la desas-
trosa separación de Panamá bajo el gobierno de un poeta festivo,
José Manuel Marroquín: el de los versitos de tema ortográfico:
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