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Lori Copeland - El Espejo de Una Aventura
Lori Copeland - El Espejo de Una Aventura
Lori Copeland
Argumento:
A pesar de todos sus esfuerzos por evadirse de otro destructor de corazones
como Quinn Daniels, Erin Holmes se sintió atraída hacia Price Seaver con
una ardiente pasión.
¿Cómo podría haber imaginado Erin que, mientras cuidaba a las mellizas de
cinco años de su mejor amiga, se encontraría con el doble de Quinn? Brenda
estaba de vacaciones. Erin se había ofrecido para hacer de niñera cuando…
Price apareció y se convirtió en el amo y señor de su vida. Muy pronto, ambos
se sorprendieron uno en brazos del otro, consolándose por desdichas pasadas.
Durante toda su vida, Erin había deseado conocer al esposo "perfecto". Había
ansiado un matrimonio, una familia. ¿Acaso el hombre perfecto había
aparecido? ¿O ella estaba demasiado ciega? Todo lo que se relacionara con
Price hacía que Erin temblara de pánico. ¿Podría ella olvidar sus temores y
dar al amor una segunda oportunidad? ¿Podría olvidar el pasado y empezar
otra vez?
Lori Copeland - El espejo de una aventura
Capítulo 1
—¡Huntley arrojó otra vez la pelota en el inodoro! —Holly cruzó sus deliciosos
bracitos cinco añeros y asumió una postura de profunda irritación, mientras
contemplaba a Erin.
—¡Oh, Holly! ¡Otra vez no! ¿No pudiste impedírselo? —Erin cerró sus ojos con
evidente frustración. Su jaqueca se acentuaba considerablemente.
Desde el día anterior, cuando Erin llegara a casa de su mejor amiga para
ocuparse del cuidado de sus mellizos mientras ella y su esposo disfrutaban de unas
merecidas vacaciones, Huntley había hecho lo imposible para quebrar la paz
hogareña. Si Holly había dicho la verdad, ésa sería la segunda vez que Huntley
arrojaba la pelota dentro del inodoro.
De inmediato. Erin abandonó la patata que estaba pelando para preparar la
cena de los niños y salió corriendo hacia la habitación de los mellizos. Cuando entró
al cuarto, Erin oyó el peculiar sonido del agua que desbordaba. Huntley, sentado en
medio de la cania con un libro de historietas entre sus regordetas manos, la miró y le
sonrió con total serenidad.
—Tía Erin, sin querer, la pelota se me resbaló de las manos y cayó allí adentro
otra vez —el pequeño señaló hacia el sitio del que provenía el sonido del agua. Con
sus redondos ojos castaños espiaba a Erin, por encima de los enormes marcos negros
de sus gafas.
Erin elevó una silenciosa plegaria a los cielos, con la esperanza de recuperar el
control sobre sí misma. Miró al pequeño severamente y con estridente voz dijo:
—¿Estás seguro de que "se te resbaló", Huntley, o la "arrojaste"?
—¡Noo! Se me resbaló —los vivaces ojitos de Huntley volvieron a fijarse en el
libro de historietas, tratando de esquivar la penetrante mirada de su tía.
—¿Sabes? Si tú fueras hijito mío, me temo que me vería obligada a darte de
palmadas en el trasero por contar historias —le dijo Erin, mientras con enormes y
decididos pasos se encaminaba al cuarto de baño. Según Erin, el único defecto de
Brenda y de Nathan Daniels residía en la deficiente educación que les impartían a sus
mellizos. Brenda siempre había sido una mujer de corazón blando; sólo mencionar la
violencia la destrozaba. Contrariamente, en los comienzos, Nathan había empleado
mano dura con los pequeños, pero como su esposa se alteraba al punto de la histeria
cada vez que él amenazaba con castigarlos, Nathan se había visto obligado a
abandonar su táctica. El resultado estaba allí, uno, sentado en medio de la cama,
mascando goma suficiente como para atragantar a un caballo y la otra, de pie junto a
la puerta, gesticulando un mudo aunque risueño "te lo dije" a su hermanito.
Erin contempló con amargura el inodoro rebosante. Decididamente, era
imperioso llamar un fontanero. Suspiró mientras cogía algunas toallas para secar
parte del agua. Entre los gastos de sus vacaciones y de los fontaneros, Nathan y
Brenda tendrían que pasar el resto del año a patatas y leche.
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de Brenda y Nathan. Había entrado a trabajar allí seis meses atrás, después de su
ruptura definitiva con Quinn.
El sonido proveniente del televisor hizo que Erin abandonara sus melancólicos
sueños y regresara a la realidad, una etapa mucho más feliz en su vida.
Inesperadamente, un día Brenda la había llamado, pidiéndole encarecidamente
que se tomara una licencia para cuidar de los mellizos durante los días que ella y
Nathan estuvieran fuera. Erin aceptó de inmediato, al darse cuenta de lo poco que
había estado con los hijos de su mejor amiga. Desde el principio supo que se había
expuesto a serios problemas con aquellos dos pequeños demonios, pero imaginó que
sería capaz de soportar cualquier cosa durante una semana. ¡Una semana! ¡Parecía
que ya había pasado con ellos todo un largo mes y Brenda sólo se había marchado el
día anterior!
El sonido de una guerra de cepillos llegó a oídos de Erin, quien se apresuró a
servir la carne y las patatas en los platos.
—Corsario Rojo, Corsario Rojo, atención. Envía de inmediato a Huntley y a
Holly —gritó Erin en medio de la mini guerra—. Es hora de comer.
Mientras disponía los platos sobre la mesa, oyó las apresuradas pisaditas que
competían para llegar primero a la cocina. Tuvo que perder otros cinco minutos más
para acompañar a los pequeños hasta el cuarto de baño para que lavaran sus manos
y caras. Finalmente, se sentaron a una cena un tanto fría. Los mellizos observaban el
plato que tenían frente a sí con suspicacia.
—El clima armonioso fue interrumpido.
—¡Huntley Daniels! —gritó Erin fuera de sí, mientras trataba de limpiarse el
producto de una broma de Huntley sobre su cara—. Te he advertido… —Erin
levantó la cabeza repentinamente. En medio de la batahola, oyó la sonora y divertida
voz de un hombre:
—¿Es necesario llamar al escuadrón policial o sólo se trata de una reyerta
amistosa?
Ante el sonido de su voz, el salón, repentinamente, se tornó tan silencioso como
una tumba. La sangre abandonó el rostro de Erin. Casi todos los platos y las bandejas
de la mesa estaban invertidos, la leche derramada y el puré caía del rostro de Erin, en
humedecidos copos, sobre sus antaño blancas zapatillas. Suspiró profundamente y
sonrió divertida en dirección al hombre alto y apuesto que estaba allí de pie.
—¿De dónde salió? —le dijo ella débilmente. La presencia de ese hombre la
puso aún más nerviosa. Lo único que le faltaba para completar el día era un asaltante
estrangulador. Volvió a contemplar aquella figura alta y musculosa, apoyada
inocentemente contra el marco de la puerta. Abundante cabellera castaña se
ondulaba sobre su cabeza y un par de ojos extrañamente interesantes, del color de las
nuevas hojas después de una lluvia primaveral, vagaron fríamente sobre las
armoniosas curvas de la muchacha. Se detuvieron durante un tiempo demasiado
prolongado sobre los abundantes senos. Obviamente la ajustadísima camiseta de
Erin le había llamado la atención.
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Lori Copeland - El espejo de una aventura
Cuando finalmente habló, su voz sonó muy rica y profunda. Sus ojos aún
seguían fijos en ella.
—Toqué el timbre pero, aparentemente, no lo oyeron. Me tomé la libertad de
entrar. Era obvio que había alguien en casa… —agregó, mientras luchaba
desesperadamente por sofocar el impulso de echarse a reír a carcajadas ante la
sonrojada imagen de Erin—. Veamos… creo que el nombre es… Erin, ¿no?
—Así es —contestó ella con frialdad. Sus manos intentaban poner un poco de
orden en todo aquel desastre. El rostro del hombre parecía tocar una campana en el
recuerdo de Erin, pero en ese momento, la joven no podía acertar el nombre.
Los mellizos habían firmado una tregua. Se bajaron de las sillas
inmediatamente y corrieron a abrazarse con todo cariño a las piernas del visitante.
—Tío Price, tío Price —gritaron a coro—. ¿Nos has traído alguna sorpresa?
Price bajó la vista en dirección a los pequeños enredados entre sus piernas y
sonrió con escepticismo.
—¿Creéis que merecéis algo?
—S-í, sí, nos hemos portado muy bien —juraron seriamente, mientras saltaban
entusiasmados.
Erin los miró sin poder creerlo. Si ese hombre les creía era porque estaba
totalmente loco.
—Sí, ya veo lo buenos que habéis sido —expresó él con toda calma.
Los mellizos se apaciguaron y sus ojitos castaños miraron con culpa el desastre
de la mesa y a su pobre tía, quien aún tenía puré de patatas por todas partes.
—Te diré qué haré —negoció Price extendiéndose sobre la mesa para ordenar
los dos vasos de feche otra vez—. Tú y tu hermano volvéis a sentaros a la mesa y
termináis de cenar. Después iremos en busca de las sorpresas, ¿hecho?
—¡Hecho! —gritaron ambos sumamente entusiasmados, corriendo una vez más
hacia sus respectivas sillas.
Price levantó la vista desde su sitio junto a Holly. Su mirada de esmeralda
capturó la de Erin.
—Muy bien, pequeños. Vosotros terminar de comer en orden que a mí me
gustaría ir a la sala para hablar un minuto con Erin, si es que a ella no le importa —
sonrió encantadoramente.
Al oír el tono profundo de su voz, los latidos del corazón de Erin se
desaceleraron momentáneamente. Le recordaba dolorosamente la voz de otro
hombre… nerviosamente, pasó las manos sobre los costados de sus pantalones jeans.
Se preguntaba de qué querría hablarle aquel hombre.
—¡Lo haremos! —asintieron los mellizos angelicalmente.
Price condujo a Erin a la sala, esquivando los montículos de juguetes que se
hallaban esparcidos por doquier.
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—Esos niños… —farfulló Erin por lo bajo, mientras rescataba una muñeca de
los errantes pasos de Price.
Price extendió su amistosa mano en dirección a Erin.
—Me llamo Price Seaver y aunque recuerdo tu nombre de pila, me temo que
por mucho que me esfuerce, no podré recordar tu apellido —sonrió como ofreciendo
una disculpa.
—Holmes —la cabeza de Erin empezó a latir dolorosamente. Sus ojos se fijaron
en el hombre que estaba de pie frente a ella. Estaba boquiabierta. Sólo había visto a
Price Seaver una sola vez en su vida, la noche de la boda de Brenda y Nathan, pero
por alguna razón, él le recordaba a Quinn. Mentalmente se zamarreó para olvidar
aquellos pensamientos y concentrarse en lo que le decía; que estaba de paso por la
ciudad y se había detenido un minuto para visitar a Nathan. El modo en que su
castaña cabellera se mecía sobre el cuello de su camisa, algo desordenada aunque
elegante, el inusual matiz verde de sus brillantes ojos, las espesas pestañas que le
daban una apariencia serena y fría, el modo en que superaba la estatura media de
Erin cuando le hablaba…
—Erin —Price se detuvo en la mitad de la frase y la miró—. ¿Soy yo quien tiene
puré de patatas en la cara?
—¿Qué? Eh… no. No, perdón. ¿No te importa si traigo una toalla de cocina
para quitarme el pegote que tengo en la cara? —fue rápidamente hacia la cocina y
regresó con un paño humedecido sobre el rostro.
—¿Para qué querías verme? —preguntó ella muy directa.
Price pareció un poquito asombrado por el repentino cambio de la mujer pero
se recuperó de inmediato.
—En realidad, para nada. Sólo pensé que sería bueno que les diéramos un poco
de tiempo a esos dos bribones para que pudieran cenar solos. ¿Te quedas a cuidarlos
esta noche?
Erin se llevó la mano a la sien y la masajeó de inmediato para tratar de aliviar
los latidos. Tenía la sensación de que le estallaría de un momento a otro.
—Brenda y Nathan se han ido de vacaciones por unos pocos días. Yo me
quedaré con los niños hasta que ellos regresen.
Price soltó un bajo silbido mientras contemplaba los dedos de Erin que no
dejaban de masajear las sienes.
—Has de ser una amiga de oro como para tomarte semejante responsabilidad
—observó él con gran admiración.
Erin se esforzó por esbozar una pálida sonrisa al oír el cumplido.
—Debo admitir que me había olvidado lo… activos que son los mellizos.
—¡Activos! Son como una doble carga de dinamita que se realimenta con el
paso de cada hora —Price sonrió y su blanquísima dentadura resaltó con su
bronceada piel.
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Erin se lamentó hundiendo el rostro entre las manos. Hasta el más mínimo
detalle de Price le recordaba a Quinn Daniels.
—¿Le sucede algo malo? —preguntó Price, con voz de preocupación.
—No, simplemente estoy muy cansada y tengo un terrible dolor de cabeza. Si
quieres, diré a Brenda y a Nathan que has pasado por aquí. Ellos regresarán dentro
de una semana; quizá, puedas volver entonces —le dijo Erin, mientras se ponía de
pie y comenzaba a acompañado hasta la puerta. Lo que más deseaba en ese momento
era deshacerse de aquel doloroso recordatorio de Quinn, enviar a los mellizos a la
cama y descansar, ¡sola!
—¿Por qué tengo la peculiar sensación de que tratas de quitarme del medio? —
sonrió Price, dado que Erin prácticamente estaba empujándolo hacia la puerta.
Repentinamente se detuvo y la miró extrañado—. Prometí a los mellizos una
sorpresa para cuando terminaran de cenar.
—Por favor, vete ya.
—¿Cómo? —Price levantó una descreída ceja en dirección a Erin.
—He dicho que te marcharas —Erin sabía perfectamente que estaba
comportándose ilógicamente descortés, pero por alguna extraña razón, no le
interesaba.
—¿He hecho algo que te ofendió?
—No seas tonto. Por supuesto que no me has ofendido —Erin comenzó a
empujar una vez más aquel pesado cuerpo que se negaba a marcharse—. Se está
haciendo tarde y quiero que los mellizos se acuesten temprano.
Price echó un vistazo a su reloj.
—¡A las cinco de la tarde!
—¿Son sólo las cinco? ¡Me parecía que ya era medianoche! —se lamentó Erin.
—Bueno, Erin, mira, yo no quiero echar más leña al fuego, pero después de
todo, he venido para ver a los mellizos…
—Dijiste que habías venido a visitar a Brenda y a Nathan —dijo Erin con muy
malos modales.
—Brenda, Nathan y los mellizos —con mucha brusquedad, se quitó la mano de
Erin de encima—. ¿Cuál es tu problema, mujer?
—¡Mi problema! ¡Mi problema! Si quieres que sea completamente sincera, bien,
entonces te contaré cuál es mi problema —los ánimos de Erin ya estaban a punto de
ebullición, de modo que la cautela y los buenos modales quedaron en el olvido—. Tu
presencia me molesta —abrió la puerta y literalmente, echó de un puntapié al
confundido Price.
—¿Qué fue lo que hice?
—No me gustan los hombres de un metro ochenta. Detesto a los que tienen
cabellos ondeados y castaños. Y particularmente, no soporto a los que tienen tu color
de ojos —en ese momento, los ojos de Erin lanzaban ardientes llamas—. En suma, ¡no
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Capítulo 2
Erin no supo con exactitud cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero al
despertar, sintió que cuatro pequeñas manos le palmeaban las mejillas. Tenía un
paño frío sobre la frente, pero el intenso, casi insoportable dolor aún latía en su
cabeza.
—Te curarás pronto, tía Erin —le aseguró Holly, acariciándole tiernamente la
mejilla—. Tío Price te cuidará.
—Gracias, Holly —trató de levantar su cabeza pero una mano firme lo impidió.
—Quieta, Erin. Has estado inconsciente durante algunos minutos.
Price se inclinó sobre ella. Erin llegó a percibir el pálido aroma de una colonia
para después de rasurarse, mientras el hombre, con extremo cuidado, le pasaba el
paño húmedo sobre el rostro.
—Por favor, Price… —se extendió para detenerle la mano—. Estaré bien.
Gracias.
El contacto con aquella mano la hacía estremecerse.
—Puede ser, pero de todas maneras, tendrás que permanecer aquí recostada
por un rato. ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó él, mientras le cubría las piernas con un
cobertor.
—Suelo tener terribles jaquecas. He padecido una de ellas durante todo el día
—dijo ella débilmente, cerrando los ojos a causa del dolor.
—¿Jaquecas? Deben ser bastante terribles —dijo Price suavemente.
—Hace varios años, sufrí un accidente automovilístico y desde entonces
padezco jaquecas.
—¿Tienes algún medicamento para eso? —preguntó, mientras le quitaba a los
mellizos de encima—. Oíd, ¿no tenéis nada que hacer en vuestro cuarto? —preguntó
él firmemente, enviándolos a su habitación.
—¿Podemos jugar con acuarelas? —preguntó Huntley ilusionado.
—Claro, claro… sólo que no hagáis ruido, ¿eh? Tía Erin no se siente bien —dijo
ausente.
Erin tenía tanto dolor que casi ni se dio cuenta de la conversación que se
desarrollaba junto a ella.
—¡Qué bueno! —Huntley salió corriendo hacia su cuarto y Holly lo siguió. El
fuerte portazo de la habitación hizo temblar toda la casa mientras los pequeños, muy
alegres, buscaban sus pinceles y pinturas.
—¿Puedo llevarte a tu cama? Este sofá no parece muy cómodo —sugirió Price,
arrodillándose junto a ella. Estaba siendo tan dulce con ella que su actitud le
acentuaba el dolor.
—Oh, Price, vete —gimió ella.
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—Por favor… Price. No tienes que estar aquí adentro —protestó ella a pesar de
su malestar.
—Ya lo sé —le dijo él, mientras echaba hacia atrás sus húmedos rizos castaños
—, pero quiero hacerlo. ¿Te sientes mejor? —preguntó después de un momento,
envolviéndola en sus cálidos brazos para aquietar el explosivo temblor de su cuerpo.
—Creo que sí. ¿Puedes ayudarme a llegar a mi cuarto? —Erin ya no estaba
como para seguir luchando.
—Creo que podré hacer el esfuerzo —la levantó en sus brazos y la condujo
nuevamente hacia el pasillo—. ¿Cuál es tu habitación? —preguntó, mirándola a los
ojos. A Erin le golpeteó su corazón al ver aquella sonrisa tan radiante.
—La primera de la derecha —le dijo ella. Price la presionó con todas sus fuerzas
contra su pecho al dirigirse hacia la habitación. Erin era sumamente consciente de los
cinco kilos de sobrepeso que tenía y mentalmente se reprochó por la rosquilla que
había comido en el desayuno.
—No tienes que cargarme —protestó ella mientras Price caminaba por el pasillo
sin dificultad.
Llegaron a la habitación y Price tendió a Erin sobre la cama.
Ella se quedó contemplando aquel físico delgado; era todo músculo, pura
virilidad.
—En mi bolso, sobre el tocador —dijo ella, consternada.
Price revolvió dentro del bolso y encontró una botellita de plástico.
—¿Estos? —preguntó mostrándole su hallazgo.
—Sí —susurró ella.
—Iré por un vaso de agua para que te tomes esto —Price se dirigió al pequeño
cuarto de baño que estaba junto a la habitación.
Erin se quedó junto a la cama, mirándola intensamente.
Erin se llevó las píldoras a su temblorosa boca y las tragó con un sorbo de agua.
Los ojos de ambos volvieron a encontrarse cuando Erin le devolvió el vaso y apoyó
nuevamente su cabeza sobre la almohada.
—¿Mejor? —preguntó él con ternura.
—No, en realidad —se lamentó ella.
—Bueno, tenemos que planear qué haremos. Debo marcharme.
Price caminó hacia la ventana. La luna que se elevaba se reflejaba sobre las
aguas tranquilas del lago Table Rock.
—Aún no he buscado ningún hotel, de modo que por esta noche, usaré la
habitación de Brenda y Nathan. Mañana trataré de conseguir a alguien para que
venga en tu auxilio.
Chillones vitoreos atravesaron el silencio de la noche. El sonido de pequeños
pies que corrían veloces llegó hasta los oídos de Erin. La puerta de su habitación se
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amenazaba con aparecer en sus labios ante el estupor somnoliento de Price. El latir
de su corazón hizo una pausa. Price se sentó en la cama y pasó los dedos por su
enmarañada cabellera castaña. Su pecho, ancho y musculoso, se hallaba cubierto por
una espesa capa de vello oscuro que llegaba hasta donde la sábana lo cubría, por
debajo de su cintura.
Price levantó la vista. Erin estaba apoyada en el marco de la puerta y los
mellizos seguían con su parloteo matinal, dándole detalles de lo que deseaban comer
con los panqueques.
—Está bien. Está bien. Tranquilizaos un momento —les dijo, abrazándolos
contra su pecho. Luego volvió a mirar el pálido rostro de Erin—. ¿Te encuentras bien
esta mañana?
Erin le dirigió una temblorosa sonrisa.
—A decir verdad, no. Me temo que tendré que ingerir más píldoras… lo
lamento —murmuró ella ante la expresión que apareció en el rostro del hombre.
Holly se bajó de la cama con un salto y atravesó la habitación para tomar la
mano de Erin en la suya.
—Ven, tía Erin. Todos tenemos que darnos besitos de los buenos días —
proclamó con firmeza, conduciendo a la muchacha hacia la cama de Price.
—¿Qué? —Erin rió con gesto interrogante. Con un salto similar, Holly volvió a
subir a la cama, para ocupar su lugar junto a Price y a Huntley.
—Cada uno tiene que dar un besito al otro para desearle buenos días. Eso es lo
que hacen mami y papi —dijo ella severamente, inclinándose sobre Price para
plantar un sonoro beso sobre su mejilla.
Una alocada rueda de besos se sucedió entre los mellizos y, sus tíos. Erin se
echó a reír al ver que rodeaban el cuello de Price con tanta euforia que casi lo
hicieron caer de la cama.
—Ahora tú tienes que darle al tío Price el besito de los buenos días —le ordenó
Holly con dulzura.
Inmediatamente, desaparecieron las sonrisas de los rostros de Price y Erin. Erin
se ruborizó mientras que Huntley y Holly aguardaron pacientemente a que se
completara el rito de todas las mañanas.
—Yo… no creo que eso sea necesario —dijo Erin, bajando los ojos, avergonzada.
—Pero papi y mami siempre lo hacen —dijo Holly con los ojos castaños
bastante confusos.
Erin se aventuró a dirigir una mirada a Price, quien, obviamente, estaba
disfrutando de la incomodidad que experimentaba la muchacha. Holly estiró sus
bracitos y acercó las muy mal dispuestas cabezas.
—Tenéis que besaros —ordenó la niña, casi golpeándoles las cabezas. Los
azorados ojos grises de Erin se fijaron en aquellas esmeraldas, radiantes de diversión.
Price, con tono de broma dijo:
—Sí, tía Erin tienes que dar tu besito.
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Price se desperezó como una pantera haragana bajo el sol. Sus músculos se
tensionaban bajo la luz de la mañana. La sábana se deslizó sobre sus caderas.
—¡Vaya, vaya, mi querida Erin! ¿Quieres decir que el idiota que se parece a mí
se aprovechó de ti una vez? —su fría mirada de esmeralda la atrapó mientras él
seguía conversando en un tono bajo de voz—. No tienes que preocuparte. En este
momento, lo último que deseo en mi vida es una mujer, por casual que sea el
encuentro —entonces, su voz sonó muy fría e indiferente.
Los ojos de Erin se tornaron tan gélidos como los de él. Su paciencia alcanzaba
los límites ante tanta arrogancia.
—¡Eres un pedante y egoísta imbécil! ¡Mi vida privada nada tiene que ver
contigo! —las lágrimas le nublaron los ojos. Erin comenzó a avanzar hacia la puerta.
Quería encontrar refugio en su cuarto, escapar de aquel hombre hiriente y de su
cabeza, que aún no dejaba de latirle.
—Pero, Erin —dijo Price desde la cama—. No recuerdo haberte hecho ninguna
sugerencia indecente. Tienes un verdadero problema con los hombres, ¿no es cierto?
¿Qué habría pasado conmigo si realmente me hubiera propasado contigo? —rió con
perversas carcajadas.
—¡Eres insoportable! Y puedes estar seguro de que jamás me encontrarás en tu
apestosa cama. Quizá no tenga la misma belleza que tiene Brenda, pero jamás me
rebajaría al punto de acostarme con un hombre como tú, Price. Nunca lo olvides.
Price la miró muy molesto.
—No hagas comentarios a los cuales eres incapaz de soportar —le gritó,
mientras ella corría por el corredor—. Puede que se me ocurra envolverte en un saco
de residuos —gritó Price, después de oír la puerta del cuarto de Erin que se cerraba
violentamente. Después de que la joven se marchara, Price se quedó pensando en ella
momentáneamente. No podía entender por qué estaba tan acomplejada con su físico.
Price pensaba que era una muñequita con vida. Pero no estaba interesado.
Erin se metió bajo los cobertores de su cama en un estado deplorable,
maldiciendo el día en que había conocido a Price Seaver. Se quejó y hundió la cabeza
en la almohada. Trató de olvidar su dolor y su irritación, pero no lo consiguió. Con
sólo pensar que se tenía que levantar para tomar su medicina se moría de cansancio,
por lo que decidió permanecer acostada sufriendo el terrible tormento. La puerta de
la habitación se abrió muy lentamente y Erin oyó unos pasos muy suaves
acercándose a la cama. Unos brazos fuertes y compasivos la levantaron para tenderla
sobre la espalda. Una vez más, apareció el paño húmedo y frío sobre su frente. Las
manos que se encargaban de asistirla, como si ella hubiera sido una frágil posesión
que pudiera romperse con facilidad, eran ásperas y un tanto callosas.
—Bebe esto —ordenó Price con tono de voz muy duro, aunque sus ojos de seda
transmitían otro mensaje diferente. Erin, a ciegas, tanteó las píldoras y las tomó
agradecida, mientras Price le mantenía en alto la cabeza.
Le ofreció unos cuantos sorbos de agua y con sumo cuidado, volvió a apoyarle
su cabeza en la almohada.
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enfurecida. Sentía que el rubor de su rostro se extendía hacia los senos. Los oscuros
centros comenzaron a endurecerse y erectarse por el intenso escrutinio.
—No soy más que un desinteresado espectador tratando de colaborar —dijo él
espontáneamente. Sus ojos volvieron a fijarse en el rostro de Erin. Tomó el camisón y
se lo puso por la cabeza—. Repítete eso constantemente. Eso hará que todo sea más
sencillo.
—¡Desinteresado! —contestó ella rabiosa, dando una sonora cachetada la mano
de Price que acarició uno de sus pechos antes de que él se pusiera de pie.
—Tienes una horrible disposición, ¿lo sabías? —dijo Price, tendiéndola sobre la
cama suavemente—. Si yo estuviera en tu testarudo pellejo, me sentiría agradecido
de que alguien desperdiciara su valioso tiempo para ayudarme.
—Yo no necesito tu ayuda —le contestó Erin irritada.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Price.
—Tú sabes tan bien como yo que eso no es verdad. De modo que permanece
acostada ahí como una niñita buena, cúrate de tu maldita jaqueca y permite de una
vez por todas que pueda volver a dedicarme a mi vida.
Erin lo miró bastante enfadada.
—¡No te necesito absolutamente para nada, Price Seaver!
—¡Pero qué cabezona! Vete a dormir, Erin. No eres más que un caso perdido —
con pasos enormes, Price llegó hasta la puerta y la abrió violentamente—. Voy a
registrar todo este vecindario para tratar de encontrar a alguien con la paciencia
suficiente como para hacerse cargo de todo esto. De lo contrario, podría llegar a
perder todos mis preceptos religiosos contigo —dio un fuertísimo golpe a la puerta.
Erin cerró sus ojos tratando de eliminar de su mente el apuesto rostro e Price y
el estremecedor beso que le diera momentos atrás.
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Capítulo 3
Cuando Erin volvió a abrir los ojos, apenas eran las siete de la mañana. Se
quedó acostada, muy quieta, tratando de oír las voces de los niños. Pero… nada. La
casa presentaba un silencio sepulcral. Sólo por un delicioso momento, Erin recordó
que Price estaría cerca de ella y quizás, ésa fuera la razón de tanto silencio. O, quizás
había encontrado a alguien para que cuidara de los niños y él se había marchado. Al
pensarlo, sintió una dolorosa puñalada en el corazón. Simplemente, estaba
comportándose como una tonta otra vez. ¿Qué podía importar si Price estaba todavía
allí o no? Al fin de cuentas, él se marcharía de un modo u otro.
Tomó la bata que Price debió de haber doblado sobre los pies de su cama. Se
levantó y caminó con cautela hacia el cuarto de baño. Su jaqueca parecía estar
cediendo lentamente. Aquella banda de dolor que le había estado rodeando el
cerebro con tanta insistencia, comenzaba a aflojarse. Mojó un paño limpio y se lo
pasó por la cara. Emitió un audible quejido al ver su deplorable reflejo en el espejo.
¡Lo que Price estaría pensando de ella! Al instante captó el objeto de sus
pensamientos. ¿Por qué tendría que importarle lo que Price pensara o dejase de
pensar? Aún…
Durante los últimos años, había aprendido a maquillarse de tal manera que su
rostro se viera más favorecido. Por otra parte, llevaba un corte de cabello que iba
justo con su personalidad. Sí, aunque no era ninguna Brenda, Erin podía impresionar
a Price…
Se encogió de hombros con bastante rechazo por sí misma y dejó a un lado el
paño húmedo. Si alguna vez volvía a ver a Price, se aseguraría de que su apariencia
fuera irreprochable. Por supuesto que a él no le interesaría, pero para el ego de Erin
sería terriblemente fructífero después de aquel caótico encuentro.
Erin, con piernas temblorosas, salió al corredor en busca de algo fresco para
beber. No pudo evitar admirar la cocina, inmaculada y brillante. Quien quiera
hubiera sido la persona que Price había contratado, obviamente era muy eficiente…
mucho más de lo que la misma Erin había sido.
Cuando Erin abrió lentamente la puerta del cuarto de los trastos, se topó con
una imagen de pura tranquilidad. Ambos mellizos estaban sentados junto a Price,
con las ropas y los rostros sumamente limpios, comiendo felices unas manzanas. Sus
ojitos infantiles e inquisitivos observaban atentamente al tío Price.
Alzaron la vista al ver que la puerta se abría y sonrieron radiantes a tía Erin.
—Hola, tía Erin —la saludaron. Price giró la cabeza y estudió las femeninas
curvas, apenas cubiertas, de aquella figura que se hallaba apoyada contra la puerta.
Sus ojos se detuvieron fugazmente en la brevedad de su bata. Price había escogido el
camisón más sugestivo que ella tenía. El escote pronunciado y el género casi
transparente que apenas le cubría los muslos, hacían del conjunto una prenda casi
indecente como para pasearse por la casa. Con una sonrisita presuntuosa que casi no
pudo esconder, Price volvió a los niños.
—¿Te sientes mejor, tía Erin? —le preguntó el niño.
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—Oigan —Price silbó sonoramente—. ¿Habéis mostrado a tía Erin lo que papi y
yo construimos para vosotros este invierno?
Los rostros de los pequeños se encendieron de inmediato cuando miraron la
plataforma de un metro y medio, que había sido construida sobre una gruesa rama
del viejo roble.
—Nuestra casa en el árbol —gritaron felices. Pasaron cual saeta junto a Erin y
treparon cuidadosamente sobre la pequeña escalera de madera, enganchada en la
plataforma.
—¿Qué es esto? —preguntó Erin, mientras contemplaba la enorme casa en el
árbol a la que los niños habían trepado. Había sido construida a poca altura del
suelo, para que pudieran trepar fácilmente y además, para que no se lastimaran en
caso de que se descuidaran y cayeran de ella. Tenía techo de paja y la plataforma
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había sido inteligentemente cubierta con una capa de paja para evitar que los
mellizos se lastimaran. Constituía el lugar perfecto para jugar durante las calurosas
tardes de verano, un escondite encantador.
—Es de nosotros solos. Una casa que tío Price y papá nos han hecho —le dijo
Huntley orgulloso—. ¿Quieres subir a sentarte un rato aquí, tía Erin? —la invitó—.
¡Caracoles, está ordenada!
—No. Yo os miraré desde aquí. ¡Tened cuidado! —agregó.
—¿No quieres subir y mirar el panorama? Es espectacular —susurró Price a sus
espaldas—. Recuérdame que te lleve allí una noche de luna —le sonrió
sugestivamente y agregó—: Amiga.
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Capítulo 4
Cuando Price regresó después de haber llevado a la cama a los niños, había dos
vasos de té helado a la espera. Price entró en la sala y tomó asiento en el sofá, junto a
Erin, estirando su robusto cuerpo para descansar mejor.
—Creo que los demonios están agotados esta noche.
—Eres muy bueno con ellos —comentó Erin. Entregó a Price su vaso de té y
luego apoyó su cabeza en el respaldo. Cerró sus ojos.
—Sí, bueno… me encantan los niños. Siempre pensé que me habría gustado
tener cuatro o cinco. Ahora creo que ya estoy bastante viejo para ser padre de
semejante tribu.
—No creo. Aún eres muy joven —dijo ella suavemente.
—Bueno, quizá. Jeannie no quería tener hijos. Por lo menos, no de inmediato —
se quedó contemplando el fuego, con la mente ausente—. De un modo u otro, ya no
importa.
Permanecieron allí sentados, en serena compañía. La casa quedó rodeada de un
profundo silencio. La paz pareció envolver a la pareja que se hallaba en la sala. A
través de los ventanales, Erin contempló el brillo de la luna que se reflejaba sobre el
lago.
—¿Tienes hermanos? —preguntó Price, como para sacar un tema de
conversación.
—No, soy hija única. Sin embargo, lamento no tener hermanos —rió—. Cuando
niña, a partir del primero de octubre de cada año, solía acosar a mis padres
pidiéndoles un hermano o hermana como regalo de navidad. Nada más que eso: una
hermana o un hermano.
—Entonces debo asumir que tus padres prefirieron regalarte en cambio, las
muñecas y los patinetes de costumbre, ¿no?
—Sí —sonrió Erin—. Mami cuando fui una mujer me confesó que nunca habían
podido tener otro hijo. De hecho, siempre pensaron que había sido un milagro que
hubieran podido tener una hija.
—¡Qué mal…! Mi familia es casi un batallón. Tengo dos hermanos y dos
hermanas —dijo Price suavemente y luego agregó—: todos los días, cuando
regresaba de la escuela, mi casa olía a galletas recién horneadas, a carne de res cocida
a fuego lento. Mi madre acostumbraba esperarme en la puerta para recibirme con un
gran abrazo.
—Yo tuve una niñez similar —murmuró Erin—. La única diferencia era que me
sentía bastante sola. Todos los demás niños tenían algún hermano mayor que los
defendiera o alguna hermana con la que podían discutir sobre la ropa o por los
primeros noviecitos. En cambio, todo lo que yo tenía era un conejito que me llevaba a
la cama todas las noches y que escuchaba todos mis problemas.
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—Nathan y Brenda…
—Nathan y Brenda tuvieron más de un problema, Erin. ¿Acaso Brenda nunca te
contó que Nathan había estado casado una vez?
Erin abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Qué?
—Pensé que lo sabías. Él nunca lo ocultó como a un secreto. Fue uno de esos
matrimonios de adolescentes que sólo duró un par de meses. Después del divorcio,
Nathan hizo el servicio militar. No conoció a Brenda sino hasta que lo terminó.
—Pero Quinn jamás me mencionó eso. —Erin estaba completamente azorada.
—Aparentemente, Quinn omitió contarte bastantes cosas —dijo Price con
agudeza—. Estoy seguro de que el matrimonio de Brenda y Nathan está lejos de ser
perfecto. De hecho, se me ocurren en este momento, dos rudimentarios ejemplos: ¡los
que están durmiendo en la habitación de al lado!
—Ese no es un buen ejemplo. Aman a esos niños con toda su devoción —
exclamó Erin indignada.
—Lo sé. Pero también los oí discutir un centenar de veces por la disciplina que
Nathan trata de imponerles.
—Por lo menos, Nathan no anda corriendo detrás de cada falda que se le cruza
en la ciudad, como su hermano —gruñó Erin—. Por lo menos, tiene la deferencia de
estar todas las noches en su casa, junto a sus ingobernables hijos y a su esposa.
—Sí, él es un buen esposo. Bueno… no perfecto.
—No me importa lo que digas, Price. Cuando me case, lo haré con un hombre
que me sea totalmente devoto. A mí y a mis hijos. Pasará todas las noches conmigo,
haremos cosas juntos. No necesitaremos a otras personas en nuestras vidas. Él jamás
mirará a otra mujer, nunca reñirá y yo haré su vida perfecta.
—¡Demonios, ya me estoy compadeciendo por ese pobre desgraciado!
—¿Por qué? ¿Acaso no se supone que el matrimonio debe ser así? ¿No crees que
Jeannie debió haber pensado mejor en todas esas cosas?
—Olvida a Jeannie —gruñó Price.
—¿Por qué? ¿Porque todavía la amas? —lo presionó—. ¿No quieres tener una
esposa que te necesite a ti y a nadie más?
—Sí, pero no quiero vivir en una cárcel. Mi esposa me necesitará a mí solo, pero
me amará lo suficiente como para no asfixiarme. Lo que acabas de describir es una
prisión, no un matrimonio normal.
Los ojos de Erin comenzaron a llenarse de lágrimas.
—No quise decir que no tendríamos amigos. Sólo me refería… —su voz se
apagó cuando las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro—. Simplemente me
refería a que no deseaba que mi esposo posara sus ojos en otras mujeres. Quiero ser
la única mujer de su vida… la única que duerma entre sus brazos cada noche.
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Price se movió hacia ella le atrajo el rostro contra su vasto pecho. Contra la
dulce fragancia de su rizada cabellera, murmuró:
—Y tú tienes todo el derecho de esperar eso del hombre a quien ames, Erin, sea
tu esposo o no. No me refería a que el matrimonio no puede tener todos los
ingredientes que acabas de enumerar y aun ser uno muy bueno. Sólo quería dejarte
bien en claro que no puedes tener un marido perfecto porque te la pasarías
buscándolo hasta que estuvieras blanca en canas y aun así, no lo encontrarías,
querida. Quinn Daniels no fue nada positivo. Ha dejado muchas cicatrices en tu vida.
No encontrarás a tu hombre perfecto, pero tampoco todos los hombres serán Quinns
Daniels.
Las lágrimas cayeron con mayor fluidez cuando Price la apretó con más fuerza
contra su pecho. Su masculina presencia y calidez fueron muy reconfortantes. Había
pasado tanto tiempo desde la última vez que Erin había abierto su corazón a alguien
para permitirle ver la profundidad de sus heridas… aquellas lágrimas, que todo
limpiaban a su paso, humedecieron la parte delantera de la camisa de Price. No
encontraba las palabras adecuadas, mientras la tenía allí, sollozando entre sus brazos.
¿Qué habría podido decirle? Si hubiera podido desatar el nudo que tenía en la
garganta, le habría confesado que él también había estado conteniendo un mar de
lágrimas durante los últimos meses. Se había sentido tan frustrado, con tanto
resentimiento contra Jeannie, que había llegado a la conclusión de que la vida era
una basura, que no valía la pena seguir adelante. Pero Price había enterrado su dolor
había enfrentado la vida, día tras día. La única manera lógica que tendría para evitar
que volvieran a herirlo de ese modo era evitar toda relación seria con cualquier otra
mujer. Si sólo pudiera demostrar a Erin que jamás podría formar el matrimonio
perfecto, o hallar al hombre perfecto, entonces conseguiría ahorrarle mucho dolor en
el futuro.
Erin se presionó más contra el pecho de Price, cuyos brazos la aferraron con
más fuerza. ¡Seis meses! Seis largos meses habían pasado desde la última vez que él
abrazara a una mujer, la besara, percibiera la fragancia de su cabello. Cuando Jeannie
se marchó, Price no había querido pensar en ninguna otra mujer. Conocía a muchos
hombres que habían tratado de matar el dolor con otra mujer, o de ahogar sus penas
con el alcohol, pero ése no era el estilo de Price. Para él el sexo no era una trivialidad,
sino que detrás de éste siempre debía existir cierta clase de compromiso. Sin embargo
su cuerpo lo traicionó. Cuando notó la terrible presión que incómodamente crecía en
su interior, cayó en la cuenta de que hacía muchísimo tiempo que no le hacía el amor
a una mujer.
Dejó escapar un profundo suspiro porque sabía que besaría a Erin. En un
principio, la idea de ser amigos le había parecido razonable, pero en ese momento en
el que Erin presionaba sus senos contra él, Price descubrió la estupidez de semejante
sugerencia. Colocó ambas manos sobre la cabeza de la joven y suavemente, le apartó
el rostro de su cuello. Los ojos de ambos se encontraron como vencido
reconocimiento de lo que estaba a punto de suceder. Los dos sabían qué necesitaba
en ese momento: el contacto entre los labios de ambos, la sensación de las manos del
otro, la estridente toma de conciencia de que podían llegar a estar mucho más vivos.
—Voy a besarte, Erin Holmes. No tengas miedo —le susurró con voz ronca—.
Sólo voy a besarte.
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Erin cerró los ojos y pasó la mano suavemente por la mandíbula de Price.
Asintió con serenidad.
—También yo lo deseo, Price. Deseo con todo el corazón que me beses.
—Abre los ojos, Erin. Quiero que me mires cuando te bese. Quiero que sepas
que eres increíblemente encantadora, que me importaría un rábano en este momento
que pesaras ciento cincuenta kilos o que fueras Miss América. Quiero que sepas que
esta Erin Holmes a quien voy a besar será la esposa perfecta de algún hombre
afortunado.
Erin abrió los ojos lentamente cuando Price le rozó los labios con los suyos,
suavemente.
—¿Crees eso? —murmuró Price.
—En este preciso momento me siento muy encantadora —susurró ella contra la
presión de aquella boca—. Tú me haces sentir muy… encantadora.
—Entonces vuelve a cerrar los ojos, Erin, porque voy a besarte de una manera
que jamás olvidarás.
Erin gimió. Price cerró la boca sobre la de ella y sus brazos la apretaron
fuertemente contra el fuerte pecho. El beso entre ellos se convirtió en una hambrienta
necesidad. Price ejerció una delicada presión sobre la boca de Erin para abrirla y para
que su lengua se encontrase con la de ella. Sus incansables manos investigaron de
inmediato los costados de aquellos prominentes senos. Se detuvo sólo un instante
para tomar uno de ellos con una mano y saborear la plenitud del otro. Sabía que lo
más probable era que Quinn la hubiese hecho mujer abruptamente. Pero ése era
Quinn, no Price. Él le había prometido una amistad, nada más, y no rompería su
promesa. En ese momento, Erin estaba muy vulnerable, muy sola, muy herida. Al
comprobar que la joven le respondía con idéntico apetito, Price supo que podrían
satisfacer el apetito sexual que habían sufrido durante los seis últimos meses. ¿Pero
era eso lo que él realmente quería? ¿Sería justo para Erin, considerando que esa
relación para Price no habría sido otra cosa más que algo meramente sexual?
Erin volvió a gemir suavemente como una gatita cariñosa, y entonces. Price
retiró su boca precipitadamente. Le besó los párpados, la nariz, las mejillas y
finalmente, hundió el rostro en su cabellera por última vez.
—Creo que será mejor que terminemos con esto… a menos que quieras seguir
adelante —dijo él serenamente. Tendría que ser una decisión de Erin, porque él la
deseaba con una profunda, desesperada necesidad. Pero también sabía que a la
mañana siguiente tendría que mirarla a los ojos.
—No sé… qué es lo que quiero —murmuró con dolor—. Jamás he estado con
otro hombre que no haya sido Quinn.
Price rió y le rozó los labios con los suyos una vez más.
—No tienes que decírmelo. Pero sé que, si estás sintiendo lo mismo que yo, seis
meses es mucho tiempo… —su boca se apoderó de la de ella en un lento y devorador
beso—. Tú lo dijiste. Creo que esta noche, ambos podemos ofrecernos mucho placer
—Price la apretó con mayor fuerza contra sí para demostrarle la veracidad de sus
palabras.
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—¡Señor Seaver! —Erin se puso de pie con aire altanero y lo miró fijamente a los
ojos—. Creo que tendremos que reconsiderar la idea de ser amigos. Mis amigos no
me hablan de la manera en que lo has hecho tú.
—¡Loca! ¡Decididamente, estás de atar! —le gritó, mientras abandonaba el sofá
—. Desde el primer momento en que puse mi maldito pie en esta casa, no has hecho
otra cosa más que maltratarme como a un perro viejo, porque da la p… casualidad
que me parezco a ese idiota. Y tienes razón. No pienso en ti como una amiga. Eres
una perversa y endemoniada mujer deseable…
—Ni te atrevas a llamar idiota a Quinn.
—¡Por el amor de Dios! ¿Y ahora lo defiendes?
—No, pero en ningún momento me has oído decir nada despectivo respecto de
aquella… de esa mujerzuela que salió contigo y de la que te enamoraste.
—Dejemos el nombre de Jeannie fuera de toda esta cuestión.
—¿Ves? —Erin lo señaló con un dedo acusador—. ¡Ves! Hasta tú admites lo que
es. ¿Por qué sigues enamorado de una mujer que te borró de su vida por otro… quizá
ni la mitad de agradable de lo que eres tú? ¿Por qué tendrías que permitir que una
mujer de esa clase te impida enamorarte otra vez y tener hijos con otra mujer?
—¿Cómo hicimos para llevar la conversación al terreno de mis problemas? ¿Por
qué mejor no tratamos la posibilidad de quitar a ese retardado e inútil Quinn Daniels
de tu pensamiento? ¿Qué razón tienes como para seguir venerando a un hombre que
ni siquiera podría gozar del privilegio de lustrarte los zapatos? Jamás será un marido
decente para ninguna mujer.
—No tengo nada que decirte, Price Seaver… ah, sí… ¡creo que debes marcharte
ya, esta misma noche!
—No, gracias. Estoy de vacaciones, ¿lo recuerdas? —mientras caminaba de aquí
para allá, encolerizado, frente a Erin, su rostro denunció una profunda obstinación.
Ella se puso de pie y lo enfrentó con hostilidad.
—Tú te marcharás esta misma noche.
—No, no. No me voy —Price, tranquilamente, volvió a sentarse en el sofá y
levantó su vaso de té—. Nathan es uno de mis mejores amigos y se enfadaría
conmigo si yo me hospedara en otro lugar. Además, le estoy haciendo un favor.
Estoy seguro de que no tiene ni la más remota idea de que ha dejado a sus hijos con
un tiro al aire que no sabe ni cómo controlarlos.
—¿Y tú sí? —gruñó ella—. ¿Qué me dices del perro verde, del desierto pintado
en el cuarto de los mellizos? ¡Y ni mencionar el estado del interior de tu auto!
—De todas maneras iba a venderlo —descartó la teoría de Erin encogiéndose de
hombros—. Por otra parte, pienso que los niños saben quién manda ahora.
—Entonces, está bien. Tú puedes hacerte cargo de ellos. Yo vuelvo a mi casa —
Erin, enfurecida, caminó hacia su habitación.
—Oye. Espera un momento… vuelve inmediatamente —Price se puso de pie
repentinamente—. Podemos solucionar todo esto como dos personas adultas y
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civilizadas, ¿no? Sólo me quedaré un par de días, iré a pescar y luego me marcharé.
Hace años que no tengo vacaciones. No le harías eso a un amigo, ¿verdad? —le
imploró él desesperado.
—A un amigo, no. Pero nosotros no somos amigos, señor Seaver. Nunca debí
haber sido tan estúpida como para creer que podríamos serlo —dijo Erin.
—Estás enfadada por lo del beso, ¿no? Te advertí que iba a besarte y si mal no
recuerdo, tus palabras exactas fueron —puso una voz muy femenina y aguda—:
"deseo con todo corazón que me beses". Pero si eso te hace sentir mejor, me
mantendré alejado de ti. Es decir, a menos que tú me pidas lo contrario.
—No contengas la respiración —dijo Erin, cortante. Si le quedaba algo de
sentido común, tenía que insistir para que él se marchara esa misma noche. Pero, por
otra parte, deseaba que él se quedara para ayudarla con los mellizos. Los dos días
siguientes serían mucho más llevaderos con su presencia… y sí, tenía que admitirlo:
Erin quería que Price se quedase—. Está bien, tengo que confesar que la ayuda con
los mellizos me viene de perillas. Pero en dos días te marchas.
—Sí, señora —aceptó, con una sonrisa muy bien dispuesta—. ¿Somos semi
amigos otra vez?
—Casi —admitió ella, los pálidos destellos de una sonrisa asomaron en su
rostro.
—Te diré algo. ¿Te gusta el pescado?
—Claro. ¿Por qué?
—Bueno, para que veas que realmente soy un hombre estupendo, pescaré unas
cuantas piezas para ti. Si lograra pescar ¿aceptarías cocinar para mí y para los niños?
—mientras Price trataba de hacer las paces, su rostro asumió una expresión infantil.
—Sólo trae un pescado grande y yo veré qué haré —Erin sonrió entre dientes.
—Es un trato, Erin. Te pido disculpas en serio por lo de hace un rato… no fue
mi intención decir tantas atrocidades de Quinn. No me importa lo que sientas por él.
—No hay cuidado, Price, tampoco yo debería haber dicho lo que dije de
Jeannie. Sé que debiste de haberla amado mucho. Debes de seguir amándola.
—No sé si la amo o no —esas palabras sorprendieron tanto a Price como a Erin.
Una amplia sonrisa brilló en el rostro del hombre—. Por lo menos, en este momento,
no la amo.
—¡Genial! —Erin le estrechó la mano—. Eres un hombre demasiado agradable
como para permitir que una mujer de esa clase te arroje como si fueras basura.
—Bien, bien… no sé qué opinas tú, pero yo tengo sueño —Price se desperezó y
bostezó—. ¿Qué te parece si mañana llevamos a los niños de paseo?
—¿No ibas a pescar?
—Me levantaré temprano e iré a pescar. Volveré a la tarde.
—Suena divertido. Sé que los mellizos estarán chochos.
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—Bien. Entonces, hasta mañana —caminó por la sala apagando todas las luces a
su paso. Erin lo seguía, bostezando. Esa noche, la cama le resultaría inusualmente
maravillosa.
La sala quedó envuelta en la oscuridad. Sólo había una tenue luz que provenía
del pasillo.
—Buenas noches… amiga —murmuró él, cuando se detuvieron junto a la
puerta del cuarto de Erin.
—Buenas noches… amigo —respondió ella con idéntico murmullo.
Somnolienta, recordó la calidez, la sensación que aquella boca había provocado sobre
la de ella.
—¡Qué mujer eres! —le dijo él suavemente. Extendió un dedo para apartar uno
de los errantes rizos de la muchacha—. Quinn Daniels no es sólo una rata; es el
estúpido más grande del mundo.
—No más grande que Jeannie.
—¿Jeannie qué? —preguntó él, con una tierna sonrisa.
—Hasta mañana —Erin abrió la puerta de su cuarto. No se atrevía a soportar la
presencia de aquel hombre ni un segundo más. Price había despertado todos
aquellos sentimientos largamente ocultos en su interior, y eso la ponía nerviosa.
—Sí, hasta mañana —dijo Price. Sus ojos, fijos en los senos de la muchacha.
Cuando Erin cerró la puerta, muy lentamente, Price aún seguía apoyado en el
marco. ¿Jeannie qué? ¿Quinn qué? En ese momento, Erin no quería pensar en
ninguno de los dos. En ese momento, ninguno de los dos era importante. Tontamente
estaba sucumbiendo a los encantos de Price Seaver. Y de pronto, ese hecho la asustó
sobremanera.
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Capítulo 5
Fiel a su palabra, al día siguiente, Price regresó poco antes del mediodía. Los
niños fueron a recibirlo a la puerta, parloteando entusiasmados sobre el paseo que
harían.
—Sólo dadme diez minutos para que tome una ducha rápida y luego nos
iremos, ¿sí? —dijo él tratando de liberarse de los abrazos y apretujones para ir
adonde deseaba. Alzó la vista y vio a Erin, quien desde la entrada, le guiñó
provocativamente un ojo—. ¡Hola, amiga!
—¡Hola, amigo! ¿Has tenido suerte con la cena de hoy?
—No, esta mañana no pesqué ni siquiera una mojarrita. El guardián de toda la
zona saldrá mañana por la mañana a pescar conmigo —agregó esperanzado.
El teléfono sonó.
—Hola —dijo Erin al levantar el auricular. Se sentó en uno de los bancos de la
barra de la cocina.
—Hola, ¿podría hablar con Price Seaver, por favor? —una voz imponente, de
seda, se oyó del otro lado de la línea—. En su oficina me informaron que podría
telefonearle a este número.
—Sí, él está aquí. Aguarde un momento —el estómago de Erin se convirtió en
un apretado nudo. Apoyó el auricular y fue hacia el cuarto de baño. No podía
imaginarse quién estaría llamando, pero unos ilógicos celos la invadieron.
—Price, teléfono para ti. ¿Puedes recibir la llamada?
—En un segundo.
Erin volvió al teléfono y transmitió el mensaje. En cuestión de minutos, Price
entró a la sala luciendo sólo unos pantalones jeans. Erin se esforzó para que sus ojos
mirasen cualquier cosa de la sala, a excepción de aquel desnudo, ancho e
increíblemente atractivo pecho masculino.
—¿Sí? Habla Price Seaver —aquella expresión de felicidad que apareciera sólo
minutos atrás, desapareció cuando reconoció la voz que lo llamaba—. Hola, Jeannie.
¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó él con toda calma.
Erin trataba de ignorar la conversación. Se encargó entonces de guardar
algunos vasos que habían quedado sobre la mesa.
—Bueno, lo lamento mucho. Sólo espero que ambos podáis encontrarle la
solución —Price permaneció muy sereno. Su mirada buscó la de Erin.
De pronto, Erin sintió que su presencia allí, mientras Price hablaba con Jeannie,
estaba fuera de lugar, de modo que decidió ir a ver qué estaban haciendo los
mellizos. No quería escuchar el resto de la conversación. Aparentemente, Jeannie no
había tenido éxito con su nuevo amor.
Por lo menos pasaron veinte minutos antes de que Price terminara la
conversación; se vistió y regresó a la sala. Erin estaba leyendo a Huntley y a Holly un
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cuento de uno de sus libros para pintar. Luchaba desesperadamente por convencerse
de que no tenía ninguna importancia que Price hablara con la mujer a quien había
amado, o a quien todavía amaba. El hecho de que le importara con quién hablase o
dejase de hablar, la confundía y la asustaba al mismo tiempo. ¿Acaso había salido de
Guatemala para meterse en Guatepeor?
—Perdón por tanta demora. ¿Todos estáis listos para partir? —los saludó Price,
ausente. Miró a Erin y sonrió.
—Estamos listos desde que nos levantamos esta mañana —gruñó Holly. Saltó
del sofá y se aferró a la rodilla de Price.
—¿Podemos ir a Fuego en el Ujero, tío Pwice?
—¿Qué es eso? —hizo una mueca, tratando de deshacerse de los regordetes e
implorantes deditos.
—¡Una montaña rusa! —le informó Huntley—. Pero no sé si somos lo
suficientemente altos para subir. Tendremos que medirnos hoy otra vez. Tienes que
ser asín de alto —se estiró, con las manos sobre la cabeza hasta la máxima altura que
pudo alcanzar.
—Bueno, lo haré, pero no sé respecto de ustedes dos, bribones —miró a Erin—.
¿Estás lista para partir, tiita?
—Sí, estoy lista —cada fibra del cuerpo de Erin urgía a preguntarle qué quería
Jeannie, pero sabía que se estaba comportando de una manera completamente
ilógica. Realmente, no era asunto de su incumbencia. Salieron de la casa como un
tropel. Los mellizos, entusiastas, no dejaban de parlotear.
—¡Por Dios! Me encantaría tener la mitad de las energías que tienen esos niños
—exclamó Price mientras echaba cerrojo a la puerta—. Si alguien pudiera
embotellarlas se haría millonario.
—¿Por qué no llevamos mi auto? —sugirió Erin, mientras bajaban los peldaños
—. En mi auto ya no queda qué destruir.
Se detuvieron frente al Volkswagen rojo y lo contemplaron.
—No anda del todo bien, pero creo que podrá llevarnos y traernos sin
problemas —agregó.
—Seguro, ¿por qué no? Vamos, niños, subamos a la albóndiga de tía Erin.
—¡Albóndiga! —los ojitos de Holly se encendieron—. ¡De verdad es una
albóndiga!
—No, por supuesto que no. Es sólo una broma de tío Price. Este es un autito
muy lindo y barato. No todos podemos tener un auto tan lujoso como el de él —miró
a Price intencionadamente.
Price ocupó su lugar detrás del volante y encendió el motor.
—Te diré algo. Te daré el Olds cuando Papá Noel me regale mi "Masherati"
amarillo.
—¿Y tus pantuflas pájaro? —agregó Huntley, como para que no las olvidara.
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—No lo sé. Desde que aprendieron a hablar me llamaron tía. ¿Y a ti, por qué?
Tú tampoco eres tío de ellos.
—Brenda empezó a llamarme así delante de los niños y ellos lo aprendieron. No
me molesta, al contrario, me gusta —confesó—. Pero volviendo al tema de Jeannie.
Tú estabas diciéndome…
—Que yo creo que si vuelves con ella serías un reverendísimo tonto. Eso es
todo.
Caminaron juntos, tomados de la mano, ambos inmersos en sus pensamientos.
Finalmente, fue Price quien interrumpió el silencio.
—Mañana tomaré un avión a Menfis. Después de hablar con Jeannie telefoneé a
mi oficina y me enteré de que tengo algo que resolver allí. Regresaría a casa a tiempo
para cenar.
El corazón de Erin cayó a un vacío. Price iba a Menfis a verse con Jeannie y
estaba poniendo el trabajo como una excusa.
—No hay vuelos sino hasta las diez de la mañana y creo que aún podré cumplir
con mi cita con la pesca y con John.
—¿John?
—El guía de pesca. Me encantaría pescar una lobina digna de un trofeo
mientras esté allí.
Erin casi ni lo escuchó. Su mente estaba agitada pensando en que Price muy
pronto volvería a estar en los brazos de Jeannie… ¡esa mujer! ¡Price era tan
encantador! Se merecía mucho más de lo que Jeannie era capaz de darle durante toda
su vida. ¿Por qué los hombres son tan tontos y ciegos cuando van detrás de una
falda?
El tranvía llegó a la estación y todos se subieron a él. La tarde se presentaba
perfecta para pasear. El feroz calor del verano había cedido un poco, haciendo de
aquella jornada un momento agradable para el cuarteto.
—Cuando Dios creó Missouri no había dudas de que sabía lo que hacía —
señaló Price mientras sus ojos se colmaban con la belleza de las colinas y de los valles
que los rodeaban—. Un hombre tendría que recorrer muchos kilómetros para
encontrarse con otra belleza similar a la que se despliega ante nuestros ojos aquí.
—Es realmente hermoso —coincidió Erin, complacida de que él aún la tuviese
tomada de la mano.
El tranvía los dejó en la puerta de entrada. Price pagó los boletos. Durante las
horas siguientes, se convirtieron en visitantes del Viejo Oeste, en una época lejana
donde todas las cosas acontecían a un ritmo muy lento. Al entrar a la ciudad, los
recibió un torvo Sheriff, quien les dio la bienvenida y comisionó a los mellizos, muy
para el agrado de éstos. Por donde mirasen, encontraban siempre alguna exquisitez
que era capaz de tentar hasta al más voluntarioso en materia de dietas para
adelgazar. Pasteles tipo embudo, buñuelos fritos en grasa y luego espolvoreados con
azúcar impalpable, tartas frescas, frutillas y helados, pollo asado, maíz con mazorca,
gigantescas galletitas con trocitos de chocolate, recién horneadas, caramelos
caseros… los aromas y las variedades parecían no tener fin. Abundaban las
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artesanías manuales y por supuesto, no podían faltar las montañas rusas a las que los
niños estaban tan ansiosos por subir.
Habían ido a "The Great American Plunge", una montaña rusa construida con
leños que tenía a su fin una caída de cinco pisos de altura y que luego emergía del
agua entre risas y alboroto…
—Vayamos a "Fuego en el Ujero", tío Price —dijo Huntley, quien al parecer en
nada le había afectado el juego anterior, que a sus tíos les había puesto los pelos de
punta.
—Oh, anda, Huntley, ten un poco de piedad, viejo —se lamentó Price,
alejándose la camisa mojada del pecho.
—Nos prometiste —presionó Holly, envolviéndose en las piernas de su tío otra
vez.
—¿Sabes una cosa? Tienes una pésima costumbre, piojito. Cuando seas un poco
mayorcita tendrás que controlar eso. Algún hombre podría ofenderse si te envuelves
en su pierna de este modo —dijo él bromeándola. Tiró suavemente de uno de los
mechones de su cabellera y guiñó un ojo a Erin en gesto de complicidad.
—Oh, tío Pwice, tienes miedo —Holly rió—. ¿Podemos subir a Fuego en el
Ujero?
Price miró a Erin, implorante y le preguntó:
—¿No nos queda otra salida, tía Erin?
—Será mejor que vayamos a medirnos para comprobar si tenemos la altura
suficiente —le advirtió, con una sonrisa entre dientes.
—Oh, hermano —farfulló Price—. No tengo que encomendarme a los cielos
porque sé que soy lo suficientemente alto como para subir.
Pocos minutos más tarde, el rostro de Price denotó una enorme expresión de
alivio. Los mellizos no habían alcanzado la marca requerida por un centímetro y
medio.
—Ufa —se quejó Holly—. Me padece que nunca voy a ser tan alta —sus ojitos
redondos estudiaron la marca con hostilidad.
—Por supuesto que sí. El año que viene podrás subir a todos los juegos de este
parque de diversiones —le aseguró Erin.
—Hagamos algo más lógico y sano, como por ejemplo, sacarnos una fotografía
—sugirió Price. Levantó a Holly en los brazos y le mimó el cuello con sus cabellos.
Erin estaba sorprendida al ver lo bien que Price se desenvolvía con los mellizos.
Parecía que nunca se le terminaba la paciencia.
Disfrutaron de todos los juegos que los niños elegían. Cuando vieron la sección
de fotografías allá fueron y cada uno escogió un disfraz. Cuando el fotógrafo los hizo
tomar asiento, parecían un joven grupo familiar de pioneros. Price y Huntley lucían
sombreros de piel de mapache; Holly y Erin escogieron unas boinas para sol y unos
elegantes vestidos largos de algodón.
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—Bien, papi y mami, abracen a los niños y pónganse bien cerca para que pueda
tomarles la foto —dijo el fotógrafo a Price y a Erin. Price sonrió a Erin y tomó a uno
de los mellizos.
—Toma al otro, mami.
Por un momento, el mundo real desapareció. Erin sentaba en su falda a su hijo
y al hijo de Price. Les tomaron la fotografía.
Como el revelado de la fotografía llevaría un rato, decidieron ir a la montaña
rusa de la mina inundada. Subieron a los botes que los conducirían por la fría y
oscura cueva. Price sentó a Holly y a Huntley en el asiento de adelante.
—Así podremos vigilarlos más de cerca —le explicó él, guiñándole un ojo. En
juegos anteriores, cada, uno de ellos había tomado a un niño para sentarlo a su lado
—. Por otra parte, es probable que tenga que protegerte a ti en aquella oscuridad —
murmuró él, para que sólo Erin pudiese escucharlo.
—Siempre me las he arreglado muy bien sola —le sonrió ella—. Nadie me
atacó.
—Ah, entonces nunca has subido con la persona indicada —volvió a sonreírle
—. Quizá cambie tu suerte.
Por primera vez, los mellizos se sentaron en perfecto silencio. La escena que
presentaba la cueva y la música estridente atrajo su atención, haciendo que todo lo
demás no existiera para ellos.
Erin tomó plena conciencia de los brazos de Price que la rodeaban para atraerla
con fuerza contra su pecho. Luego, con voz ronca, le susurró:
—He esperado todo el día que me dieran alguna señal —su aliento cálido hizo
estremecer a Erin.
—¿Señal… de qué? —Erin fingió inocencia, pero estaba encantada por el modo
en que Price la abrazaba, tan posesivamente.
—¿Vas a jugar a hacerte la ruda? —murmuró, mirándole el cuello—. De
acuerdo, te lo diré directamente. He estado volviéndome loco durante el día de ganas
de besarte. ¿Qué te parece si me liberas de este sufrimiento? —mientras tanto, su
boca descendió serenamente sobre el cuello de Erin.
—Te estás perdiendo la mejor parte de este recorrido —protestó ella
débilmente, aunque su cuerpo se encendía de vida bajo el contacto con aquellos
labios—. Es oscuro, temerario.
—¿Por qué crees que he escogido esta montaña rusa en particular? No soy
ningún tonto. Además, ya lo conozco de punta a punta.
Al sentir que aquellos dedos le acariciaban la piel desnuda de sus brazos, Erin
creyó enloquecer. Apoyó su cabeza contra el hombro de él y recordó lo bien que
quedaba con los pantalones jeans y el torso desnudo. Hasta casi creyó sentir la
aspereza de aquellos vellos oscuros que lo cubrían por completo.
—Umm… ¿qué perfume usas? Siempre hueles tan bien… —murmuró él contra
sus cabellos.
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—Te has quedado muy silenciosa —dijo Price mientras caminaban hacia el
zoológico—. ¿Algo anda mal?
Erin sonrió y le tomó la mano para caminar.
—No, sólo estaba pensando.
—¿Sobre algo en particular?
—No, nada.
—¿Crees que alguna vez podrás olvidar a Quinn? Quiero decir, olvidarlo de
verdad —le preguntó Price serenamente. Se detuvieron frente al zoológico y se
sentaron en uno de los bancos.
Erin se apoyó en el respaldo y levantó la vista hacia el cielo azul. Su mente trató
de dibujar el rostro de Quinn. Por alguna razón le resultó imposible. Para su mayor
sorpresa, Erin descubrió que no quería que apareciera.
—He pasado la mayor parte de mi juventud tratando de olvidarlo. Creo que
uno de estos días lo lograré. Quinn fue el primer hombre de quien me enamoré, el
primero y el único con quien… eh, bueno… es sólo que yo no soy una persona que se
toma las cosas a la ligera. Quizás yo pensé que podría pasarme el resto de la vida
junto a él y cuando descubrí que no sería así, bueno, me dolió terriblemente. Nunca
más quiero exponerme a esa clase de dolor.
—¿Pero no quieres casarte algún día? —preguntó Price suavemente.
—Pensé que sí, pero tú tienes razón. No existe el matrimonio perfecto ni
tampoco el hombre perfecto. Creo que los próximos años tendré que hacer un
examen de conciencia para ver qué es lo que realmente quiero de la vida. Quién
sabe… quizás haya nacido para vestir santos —rió—. Si tú eres un solterón y yo me
quedo para vestir santos, seremos unos amigos estupendos, ¿no te parece?
Simplemente, nos sentaríamos a esperar que todos nuestros amigos tuvieran hijos
que nos llamaran tío y tía y tendríamos que contentarnos con eso… —su voz se
apagó con un sollozo.
—Dudo que sea así —le aseguró Price—. Tengo la sensación de que has nacido
para ser madre y para vivir en el matrimonio perfecto. Sólo tienes que tener un
poquito de paciencia y esperar a que aparezca tu príncipe azul montado en su
caballo blanco.
—Si quieres conocer mi verdadera opinión, creo que el caballo se enfureció y lo
arrojó por los aires en medio de algún campo —Erin sonrió a pesar de su sombría
mirada.
—No, no, no lo creo —gruñó Price—. Él vendrá cabalgando algún día, te
levantará en sus brazos… es decir, siempre y cuando logres bajar esos cinco kilos de
exceso que tienes…
—¡Price Seaver! ¡Eres un cerdo!
—Vamos a buscar a los niños para ir a comer algo —Price rió y esquivó el
puñetazo que Erin le lanzó.
—¿Otra vez? ¡No puede ser que tengas hambre! Creo que no has hecho otra
cosa más que comer desde que llegamos al parque de diversiones.
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—Debo confesar que para ser alguien que no podía ni probar bocado, has hecho
una actuación estupenda con ese pollo frito —bromeó Price una hora más tarde,
cuando salían del restaurante.
—Sí, pero realmente no creí que me traerían ese pastel —le recordó ella con
severidad—. Te dije que no lo quería.
—Seguro que no —coincidió él, guiñando el ojo a Huntley y a Holly—. Si no te
lo hubiera comprado, habrías hecho una escena. Admítelo, gordinflona.
—Estaba apetitoso —sonrió—. Aunque ahora tenga cinco kilos más.
Price retrocedió un paso y analizó las curvas de la joven con aire crítico.
—Dondequiera que estén, te quedan muy bien —sus ojos se enfrentaron a los
de ella—. Realmente bien.
—Vayamos por nuestra fotografía, tío Price —dijo Huntley quien ya comenzaba
a evidenciar los primeros síntomas de cansancio.
—Excelente idea, Huntley —dijo Erin—. Vamos por la fotografía y después a
casa. Estoy muerta de cansancio.
Quince minutos más tarde, todos reían ante la imagen de aquella severa familia
de pioneros que presentaba la fotografía.
—Parece que hubiéramos perdido el último amigo que nos quedaba —dijo
Price con una carcajada—. Mirad qué solemne se ve nuestro colega Huntley.
Cuando vieron la expresión del niño, otra vez se oyó un estallido de carcajadas.
—Ese hombre dijo que teníamos que estar muy serios —protestó Huntley,
quien comenzaba a enfadarse por el hecho de que todos se rieran de él. Una cosa era
que se rieran con uno de algo y otra muy distinta, que se rieran de uno, por algo.
—Quiero palomitas de maíz —gritó Holly.
—¡Oh, Holly! ¡Claro que no! —Erin se desplomó contra Price en otro ataque de
risa. Él la tomó con sus fuertes brazos y la sostuvo durante algunos minutos. La risa
de Erin se desvaneció cuando miró a Price a los ojos. De pronto sintió el incontrolable
impulso de besarlo. Por la expresión de los ojos del hombre, él no hubiera opuesto
objeción alguna; al contrario, la habría alentado para que Erin diera rienda suelta a su
impulso.
—Huntley, toma este dinero. Lleva a tu hermana hasta aquel carrito para que
pueda comprarse las palomitas de maíz. ¿Te crees capaz de hacerlo? —impulsó Price
al niño.
—Claro, tío Price. Ya soy grande —Huntley se veía radiante ante la posibilidad
de mostrar su madurez.
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—Toma a Holly de la mano —les gritó Erin mientras se alejaban—. ¿Crees que
es correcto dejarlos ir solos? —preguntó ella preocupada.
—No los perderemos de vista ni un segundo.
—Son tan chiquitos… —Erin suspiró.
—¿Quién crees que tendría que quedarse con esta foto? —preguntó Price,
volviendo sus pensamientos a la fotografía que tenía en la mano—. Supongo que
tendríamos que dársela a Brenda y a Nathan.
Erin echó un vistazo a la fotografía, por encima del hombro de Price y la
envolvió una extraña sensación de tristeza. Ese día había sido uno de los más plenos
de toda su vida. Haber estado con Price la había hecho olvidar todas las penurias que
se había visto obligada a soportar durante los últimos meses. Por primera vez en
mucho tiempo se había reído a carcajadas. Esa jornada estaba llegando
indefectiblemente a su fin, y Erin deseaba con toda el alma que durase una eternidad.
—Debimos haber encargado más de una —dijo ella suavemente. No quería
decírselo, pero quería quedársela ella.
—¿La quieres? —preguntó Price, mirándola a los ojos.
—No sé… —vaciló ella, con tono cortés.
—Si tú no, yo sí —contestó Price sin titubeos—. ¿Seguro que no te importa?
¿Qué podía decir Erin? Ella tendría que haber sido honesta.
—No, no me importa. ¿Pero para qué querría esa fotografía un solterón como
tú? —preguntó ella con tono de broma.
—Quizás el solterón se siente a contemplarla y a soñar con la viejecita que se
quedó para vestir santos.
—Oh, Price…
—Lo compré, tío Price. Compré las palomitas de maíz —Huntley se les acercó
corriendo, arrastrando a la pobre Holly detrás de sí y dejando un reguero de
palomillas a sus espaldas.
Price miró la caja, casi vacía.
—Creo que se te han caído algunas, camarada.
—Quiero un helado —gritó Holly contra los jeans de Erin.
—Creo que ni tú misma sabes lo que quieres —le dijo Erin abrazando a la niñita
—. Creo que será mejor que regresemos a casa antes de que dejemos a tío Price en
bancarrota.
Se marcharon del parque de diversiones cansados pero contentos. Price rodeó a
Erin con su brazo y ella se recostó sobre su hombro mientras se dirigían al auto.
—Ha sido un día hermoso, Price. Gracias —murmuró la joven. Los mellizos,
corrían felices delante de ellos.
—Yo debo agradecerte a ti —protestó él con tono de felicidad—. No recuerdo
otro día mejor que éste.
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—Me gustaría que no tuvieras que marcharte mañana —agregó ella, con la
tonta esperanza de que Price olvidara a esa mujer llamada Jeannie.
—A mí también me gustaría —contestó él con simpleza—. Pero regresaré.
Se miraron a los ojos y luego Erin se apartó. Sentía la terrible e infantil
necesidad de hacerle prometer… prometer que regresaría. ¿Pero y si no volvía? ¿Y si
al volver a ver a Jeannie renacían los viejos sentimientos y volvía con ella? ¿Y si
volvía con Erin, qué? ¿Acaso ella tenía la remota idea de comprometerse con otro
hombre, de comprometer su amor, sus fragilísimos sentimientos, su tierno y herido
corazón a aquel hombre tan alto que caminaba a su lado?
En ese momento sólo había una cosa que Erin tenía muy clara, una cosa que
ocupaba el primer puesto en su lista de prioridades: antes de que sucediera algo muy
profundo y serio entre ella y Price tendría que asegurarse de que Jeannie estuviera
completamente alejada de la vida y de los pensamientos de Price. Rió con ironía para
sí. ¿Qué demonios la hacía pensar que Price podría considerar serio cualquier evento
entre ambos? A él lo habían herido tanto como a ella. Era cierto que habían pasado
un día maravilloso juntos, pero ¿podía ser que para él Erin sólo fuera una amiga?
Quizás, él sólo estaba pasando el tiempo mientras duraban sus vacaciones, lejos de
su trabajo, lejos de sus problemas. ¡Preguntas, preguntas y para Erin ninguna
respuesta!
Se zamarreó mentalmente. ¿Qué estaba sucediendo con ella? La gente no se
enamora en dos días.
Ese pensamiento fue alentador y la ayudó a levantar su caído estado de ánimo
en forma considerable.
Mientras conducían por el sereno paisaje, la noche estaba empezando a caer
sobre el lago. Holly se sentó sobre el regazo de Erin mientras Huntley, colgado del
asiento de Price, no dejaba de charlar.
El auto rojo entró al camino particular de la casa de los Daniels. Dos de sus
ocupantes se bajaron haciendo alboroto.
Price dirigió a Erin una mirada de desazón.
—Creo que me estoy volviendo viejo.
—Yo también —bostezó—. Creo que ambos necesitamos una ducha y un
refresco.
Price abrió la puerta del auto y bajó.
—¡Estupendo! Llamaré a la vecina de al lado, Cathy, para que nos cuide a los
niños.
—¿Que nos cuide a los niños? ¿Para qué? —Erin hizo una pausa y lo miró
sorprendida.
—Para que tomemos nuestra ducha —respondió Price con una sonrisa de
picardía.
—Price —sonrió Erin tolerante—. No vamos a ducharnos juntos. Yo voy a
ducharme sola.
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Diez minutos más tarde, Erin seguía refunfuñando. Caminaba bajo la luz de la
luna luciendo uno de los bellísimos y diminutos trajes de baño de Brenda y sobre
éste, una bata de algodón gruesa. Gracias a Dios, estaba bastante oscuro y Price no
podía ver muy bien su atuendo, o lo poco que había de él. Brenda siempre había sido
mucho más osada que Erin en el vestir y aquel bikini con tirantes enfatizaba la
diferencia de gustos aún más.
—No nos alejemos demasiado de la casa —le advirtió ella, tratando de seguir el
ritmo a los enormes pasos de Price.
—Tenemos que alejarnos lo suficiente como para alcanzar el agua —le contestó,
tomándola del brazo—. No sólo eres hogareña, sino que también eres torpe, ¿no?
—La próxima vez que haga algún comentario sobre mí, señor Seaver, se
quedará sin unos cuantos dientes —le advirtió Erin.
Price se volvió y le dedicó una sonrisita inocente.
—¿Por qué no tratas de levantarme el ánimo? ¿Por qué no me dices que no
crees que mi apariencia sea tan lastimosa? Quizás hasta podías ser un poco más
atrevido con las mentiras y decirme que te gustan las chicas gordas.
—Ya te lo he dicho —dijo Price con paciencia. Dejó que una rama de un árbol le
golpeara el rostro a la joven—, pero no me crees. Por otra parte, me estoy cansando
de esta historieta de la amistad. Creo que por ahora, prefiero ser "amante" —dijo y
sonrió entre dientes.
—Piénsalo dos veces —dijo ella al llegar a destino.
Price se quitó su camisa y se desprendió sus pantalones.
—Espero que lleves algo puesto allí abajo —dijo Erin, girando la cabeza.
—Se supone que sí. ¡Uy! lo siento, pero los trajes de baño de Nathan me
resultaron demasiado grandes.
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—Probablemente no, pero cada vez que te lo diga, sabrás que sólo se trata de
una broma —su voz fue muy cariñosa, se acercó y le acarició el rostro—. Ven aquí y
dame un beso.
Price se encaminó hacia ella, pero Erin lo esquivó y pasó a su lado.
—Dijiste que te comportarías —le recordó ella riendo. El corazón le latía
aceleradamente, golpeaba contra su pecho, y se sintió casi sin aliento. No había
dudas de que si se quedaban allí, bajo la luz de la luna, admirándose mutuamente los
trajes de baño, tendrían graves problemas.
—¿Así que tú eres una de esas mujeres? —Price la tomó entre sus brazos y
corrió hacia el agua con ella.
—¡No, Price! —Erin se colgó de él con alma y vida mientras cayeron al agua
precipitadamente. El contacto con el agua fría le arrebató la respiración—. ¡Eso fue
muy cruel! —refunfuñó Erin, aferrándose con más fuerza al cuello de Price.
—Lo sé, soy un verdadero diablo. ¡Por Dios! ¡Qué bueno es tocarte! —le pasó
una mano exploradora por el abdomen.
Erin se extendió y le quitó los dedos de su cuerpo.
—Prometiste que te comportarías.
—Siempre hago promesas que no puedo cumplir —dijo Price regresando sus
manos al sitio donde habían estado.
—¡Quinn! ¡Basta! —suplicó Erin, empujándolo.
Price le quitó las manos de inmediato. Su rostro, solemne.
—No soy Quinn, Erin —dijo él tranquilamente.
Por fin Erin se dio cuenta del error gravísimo que había cometido. No sabía
cómo el nombre de Quinn se le había escapado.
—Lo sé, Price. Lo lamento. No sé ni por qué lo he dicho —se disculpó
sinceramente.
—¿Puede ser porque yo te hago recordarlo? ¿Porque piensas en él
constantemente? —la voz de Price encerró cierto tono sarcástico.
—No —respondió Erin con calma—. La verdad es que ya no pienso en él con
tanta frecuencia. Y con respecto a eso de que tú me haces recordarlo… —Erin hizo
una pausa y echó la cabeza hacia atrás. Volvió a rodearle el cuello con sus manos—.
Ya no me lo recuerdas. Hace varios días me di cuenta de que tú no eres ningún
Quinn Daniels.
—¡Oh! ¿Y en qué términos no soy ningún Quinn Daniels? —la atrajo con mayor
fuerza hacia sí. El encuentro de ambos cuerpos fue encantador—. Me gustan las
mujeres bellas tanto como a él.
—Sin embargo, aparentemente, puedes controlarte mejor que él —el corazón de
Erin saltó un latido: sintió aquel sólido cuerpo masculino contra el suyo.
—Que me controlo, ¿eh? —la apretó más contra su prominente deseo—. ¿A eso
llamas control?
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—Price, recuerda que sólo somos amigos —Erin le arrojó agua a la cara con un
dedo—. Demasiado mal, ¿no?
—Bueno, lo que yo tenía en mente era muy amistoso —se defendió él, también
arrojándole agua a la cara.
—No me mojes el pelo.
—¿Hablas en serio? ¡Pareces una rata ahogada!
—¡Ya tenías que hablar de mi apariencia otra vez! Supongo que jamás viste a
Jeannie con el pelo mojado.
Price la soltó repentinamente y se zambulló en las oscuras aguas. Nadó durante
unos cuantos minutos, ignorando totalmente la frase de Erin. La muchacha nadó
hacia donde él estaba; no le había gustado para nada la idea de quedarse sola en la
oscuridad. Aunque la luna encendía la noche, le resultaba terriblemente extraño
nadar a esa hora de la noche. Los únicos ruidos que se oían eran los de los sapos, a la
orilla del lago.
Había dado un par de brazadas cuando se detuvo preocupada.
—¿Price? ¿Dónde estás?
El suave golpeteo de las olas contra la orilla fue la única respuesta que recibió.
—¡Vamos, Price! ¡Contéstame! ¡Sé que estás allí!
Erin siguió nadando lago adentro, a cada momento más nerviosa.
¿Dónde se había metido Price? Él le había dado toda la impresión de moverse
en el agua como un pez. Miró en la oscuridad tragándose el deseo de emitir un
sonoro y aterrador grito.
Dos minutos más. El grito se materializó. Erin sintió que algo se le ceñía con
fuerza alrededor de su pierna y la jalaba hacia abajo. Manoteando en el aire, tratando
desesperadamente de encontrar algo de qué asirse, sus manos tomaron contacto con
dos brazos fuertes que la atraían con fuerza contra su ancho pecho.
Cuando subieron juntos a la superficie, la boca de Price se cerró violentamente
sobre la de ella. Aunque no podía casi respirar, la sensación que los labios de Price le
producían sobre su boca era deliciosa. Aquella boca húmeda y fría le exigía una
respuesta que Erin entregó con toda libertad. Erin no protestó cuando Price le
desabrochó el sostén, que en pocos minutos más, estuvo nadando sobre las serenas
aguas, alejándose de ellos. Price le acarició los senos con suma delicadeza; sus dedos
de terciopelo la hicieron estremecer.
—No —logró decir ella finalmente, cuando sus bocas se separaron.
—¿Por qué no? —murmuró él con tono ronco—. Sabes que te quiero. ¿Por qué
sigues negándolo? —aquella voz denotó un curioso y profundo deseo, mientras su
boca exploraba el cuello de la joven.
—Porque… no creo que aún estés preparado para esto —balbuceó ella con total
inseguridad, dado que los labios de Price bajaron sensualmente sobre sus hombros.
Erin no podía quitarse de la cabeza la idea de que Price se marcharía al día siguiente
y que, probablemente, se encontraría con Jeannie. Quizá después de esa noche no
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volviera a ver a Price nunca en la vida, y por eso tenía que recordar que por más que
deseara poseerlo con una ansiedad casi dolorosa, otra mujer era dueña de su
corazón.
—¿Qué no? —Price la apretó más—. Sé que ha pasado mucho tiempo, pero
estoy seguro de que ya estoy listo —rió íntimamente.
—No, no me refería… —Erin se interrumpió, bastante avergonzada.
Obviamente, Price estaba listo—. Me refería a que no creo correcto que debamos
llevar nuestra relación a un plano tan serio… no tan prematuramente.
—Déjame adivinar —Price suspiró y hundió su rostro en el cuello de la joven,
derrotado—, Quinn y Jeannie.
Sólo Jeannie, quiso decir ella, pero calló. Era mejor que Price pensara que aún
Erin amaba a Quinn. Sería más fácil así.
—Sí, Quinn y Jeannie —admitió.
—¿Sabes algo? En este momento, quisiera que nunca hubiera escuchado esos
dos nombres —susurró Price tiernamente contra el oído de la muchacha—. ¿Crees
que algún día podrás quitarte a ese canalla de tu cabeza?
—No lo sé. Quizás. ¿Y qué me dices de Jeannie? ¿Y de ti?
—¿Qué te digo de Jeannie y de mí? ¿Qué te digo de Jeannie y de mí? —dijo
Price irritado—. ¡Hace seis meses que rompimos, mujer! ¿Qué más puedo decirte?
—¡Podrías decirme que ya no la amas! —le gritó Erin enfadada.
—Tú podrías decirme lo mismo con respecto a Quinn, pero no escuché que
entre tu incesante parloteo lo mencionaras.
—¡Yo no parloteo! Y además, ¿por qué tendría que decir eso de Quinn? —lo
enfrentó Erin airadamente.
—Por la misma razón que yo no voy a decirte que no amo a Jeannie —dijo
Price, con idéntica altanería.
—¡Así tendría que ser! Que ambos habláramos con franqueza de todo —Erin no
pudo evitar decirlo—. ¡Somos amigos! ¿Recuerdas?
—¡Olvida ese disparate! No quiero ser tu amigo —dijo él directamente.
—Dijiste que sí —Erin lo contempló con hostilidad—. ¿Qué he hecho?
—Nada —refunfuñó Price—. Simplemente, fue una idea estúpida. He decidido
dedicarme a hacerme amigo de gente que no sea tan fuerte como la estructura de
ladrillos de una casa.
—Lo dices para ofenderme.
Price miró con los ojos llenos de deseo los senos desnudos de la muchacha,
bañados por la luz de la luna.
—Sería tu amigo si no hablaras tanto.
—Yo no hablo tanto. Básicamente, soy una persona muy serena, callada y con
buen nivel. Tú eres quien me pone algo loca —sollozó desdeñosamente. Aquélla era
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Capítulo 6
—Huntley ¿estás seguro?
Unos inmensos ojos castaños miraron a los de Erin con total seriedad.
—Estoy seguro, tía Erin.
El rostro de la joven denotó una expresión de tristeza. Se había perdido a Price
esa mañana. Y tanto que había querido verlo, al menos diez minutos, antes de que se
marchara a Menfis.
—Él volverá esta noche, ¿no? —preguntó Cathy, mientras servía a Erin su
segunda taza de café.
—Sí, pero me habría gustado hablar con él antes de que se marchara —en ese
momento, Erin lamentó que los mellizos la hubieran convencido para ir a la casa de
sus vecinos.
—Puso un enooorme pescado dentro de la nevera —dijo Holly.
—¡Sí, era tan grande como una casa! —coincidió Huntley.
Erin sonrió. Price debió de haber pescado esa pieza para la cena de esa noche.
Erin había pensado en comer carne vacuna, pero podía dejarla para la cena del día
siguiente. Mientras revolvía su café, muy pensativa, imploró en silencio que Price
regresara esa noche para comer "su pescado". Que nada, ni nadie demorase su
regreso.
—No olvides la fiesta esta noche —decía Cathy, mientras cortaba otra rebanada
de bizcocho y lo colocaba frente a Erin.
—Oh, no, por favor… —Erin apartó el plato—. ¡Ya comí más de lo debido!
—Estás segura —preguntó Cathy, mientras masticaba su delicioso pastel de
canela.
—Segurísima —Erin tenía que ponerse firme. Aunque muriera en el intento,
rebajaría esos detestables kilos de más. Probablemente, Jeannie era tan flaca como un
espárrago y si Erin tenía esperanzas de competir con ella… ¡pero por Dios! ¡Otra vez
con la misma cancioncita! ¡No comería otra porción de bizcocho porque quería
adelgazar para ella misma! Para nadie más. Ella era una persona con mucha fuerza
de voluntad y si se disponía a hacerlo, rebajaría esos cinco kilogramos casi sin darse
cuenta. Se animó mucho más cuando se imaginó con una silueta esmirriada y la
cintura pequeñita. Rechazar esa porción de bizcochuelo era un buen comienzo.
—Tráemelos alrededor de las cinco de la tarde. Voy a prepararles unos
emparedados de salchicha antes de llevarlos a los desfiles de carnaval —agregó
Cathy. Su pequeño hijo Michael y los mellizos salieron corriendo por la puerta de
atrás como una horda salvaje.
—No hay duda de que eres la persona más valiente que conozco —rió Erin. Por
alguna razón, no podía quitar los ojos de aquel delicioso bizcocho a la canela. Se le
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hacía agua la boca. La panadería debía de tener a alguien muy especial, capaz de
hacer pasteles que tuvieran una apariencia y un sabor como aquéllos.
—Por suerte, Trev estará aquí para ayudarme con los niños. ¡Llevar a pasear a
seis niños de cinco años no es algo que me divierta, precisamente!
—Ha sido muy gentil de tu parte. Estoy segura de que se divertirán muchísimo.
Supongo que yo tendré que preparar el pescado que Price pescó esta mañana para la
cena. Me había preocupado mucho porque temía que los niños tuvieran que comerlo.
Tú sabes, por las espinas. Pero con esta invitación que tú les haces, me quito el peso
de encima —extendió la mano e, inconscientemente, levantó el platito con el bizcocho
—. Si es tan grande como se comenta, te mandaré un poco de pescado en una
bandeja para que tú y Trevor lo prueben —prometió, mientras se llevaba a la boca un
trozo de bizcocho y lo devoraba con todas las ganas.
—Sería estupendo. A Trev le encanta el pescado fresco.
—Bueno, si tuviera que guiarme por las referencias que me dieron los mellizos,
podría dar de comer a todo un regimiento —dijo ella, entre bocado y bocado—.
¡Maldición! ¡Ojalá hubieran venido a avisarme que Price había regresado ya de
pescar!
—Ya conoces a esos niños. Estarían demasiado ocupados jugando con algo.
Probablemente, Price los llamó para mostrarles el pescado y aunque quedaron
atónitos con su tamaño, lo más seguro es que se hayan olvidado de él no bien
salieron a jugar otra vez.
—Estoy segura de que él tenía prisa —concluyó Erin, mientras se llevaba el
último bocado de bizcocho a la boca—. Tenía que tomar el avión a las diez,
aproximadamente —echó un vistazo al plato vacío que tenía frente así—. ¡Oh, no!
¡Me comí el pastel!
Cathy miró el platito de porcelana vacío, al que sólo le habría faltado que Erin
le pasara la lengua.
—¡Por poco te comes el plato!
—¡Caracoles! —gruñó Erin, mientras alejaba el plato totalmente disgustada—.
Bueno, lo primero que haga por la mañana será empezar una dieta y ¡cumplirla!
—¿Por la mañana, eh? Bueno, yo también lo haré —sus ojos se cruzaron con la
última porción de pastel—. Pero como el día de hoy ya ha sido una ruina, ¿qué te
parece si partimos esta porción y nos comemos mitad cada una? —preguntó
ilusionada.
Erin miró el pastel ofensor.
—Bueno…
—Oh, sería una vergüenza tirarlo a la basura. A Trev no le gustan los dulces.
—¿No? —era una vergüenza tirar la comida a la basura, cuando hay tanta gente
en el mundo que muere de hambre—. De acuerdo —dijo Erin, tomando el último
trozo de pastel. Lo dividió en dos—, pero mañana empiezo la dieta sí o sí.
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Era casi el mediodía cuando Erin pudo convencer a los mellizos de que debían
regresar a su casa y descansar para la fiesta que tendrían a partir de las cinco. Los
subió a su Volkswagen para ir de compras al almacén, y luego, a su regreso, los niños
irían a dormir una siesta breve.
—Quedaos cerca de mí y no toquéis nada —les advirtió severamente al entrar a
la tienda.
—¡No lo haremos! —contestaron a coro—. ¿Podemos comprar algunas gomas
de mascar, tía Erin? —fue la respuesta de ambos.
—Supongo que sí, Huntley —contestó Erin ausente, mientras estudiaba la lista
de las compras—. Id delante. Tomad las gomas de mascar que queráis y luego id a
mostrárselas a la muchacha que está en la caja registradora. Decidle que yo las
pagaré junto con el resto de la mercadería que estoy comprando —quizás con eso se
quedaran tranquilos y contentos hasta que Erin terminara con sus compras, pensó
ella esperanzada.
Los mellizos salieron corriendo hacia el sitio donde se exhibían las golosinas.
Pocos minutos después, se los oyó discutir acaloradamente respecto de cuál era la
marca más indicada para comprar. Mientras Erin seleccionaba la mercadería, con un
oído escuchaba atentamente el parloteo. Luego suspiró desilusionada cuando notó
que el parloteo se había convertido en una guerra sangrienta.
—¡Terminad ya! —les advirtió, mientras los separaba a los tirones—. ¡Id a llevar
esto! —un paquetito de goma de mascar de banana aterrizó en la mano de Huntley
—. ¡Y basta a los dos!
—¿De qué son? —protestó Huntley—. ¿De éstas cosas que están dibujadas
aquí? —señaló el dibujo de bananas que estaba en el envoltorio del paquetito.
—Sí, son de banana, ¿por qué?
Holly soltó un estruendoso lamento.
—¡Me devientan las bananas!
—¡Está bien, está bien! ¿Qué os parece de cereza?
Huntley y Holly levantaron sus narices en dirección a los paquetitos,
suspicazmente.
—¿No os gustan las cerezas? Aquí tenéis, probad las de uva. ¿Y de limón?
¿Tuttifrutti? ¡Oh, vamos! ¿Frutilla? ¿Qué tal si os lleváis las de frutilla? —cualquiera
habría pensado que trataban de escoger una rara marca de vinos—. ¡Sólo se trata de
goma de mascar! ¡Elegid cualquiera!
—Creo que podía probar la de banana —dijo Holly.
Erin soltó un suspiro de exasperación y le entregó el paquetito de goma de
mascar de banana. Huntley no perdió tiempo en arrebatarle el paquete a su hermana.
Rompió el envoltorio y rápidamente salieron corriendo, con goma de mascar en la
boca.
—No os alejéis —ordenó Erin, quien regresaba a su carrito de compras.
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El mostrador con las carnes ofrecía una tentadora variedad. Erin se detuvo a
mirar los bistecs. Los mellizos ya estaban cansándose y comenzaban a hacer un poco
de lío. Erin necesitaba regresar a la casa. Durante los últimos diez minutos habían
caminado junto a ella tranquilamente, pero ya empezaban a dar señales de su
descontento. Si podían aguantar unos minutitos más, Erin ya terminaba. Miró por
encima de su hombro y se quedó petrificada. Estaban parados cerca de las cajas de
huevos, discutiendo encarnizadamente cómo les gustaba comerlos. A Huntley le
agradaban revueltos; Holly los prefería "fditos". ¡Y en ese momento, a ninguno de los
dos les gustaba de la otra forma!
—¡Fditos!
—¡Revueltos!
—¡Fditos, Huntwwey, fditos! —la goma de mascar de Holly salió volando como
un misil de su boca y fue a dar contra el pie de su hermano.
—¡Revueltos! —dijo él, con severa determinación. Se agachó, tomó la goma de
mascar y la pegó en los rizos de Holly.
—¡Huntwey Daniels! —gritó la niña. Con la regordeta manita se dirigió a una
de las cajas de cartón en las que se envasaban los huevos. Su rostro aún de bebé, tenía
el ceño fruncido.
—¡Holly… no! —Erin soltó el tomate que tenía en la mano y salió corriendo
hacia ellos a toda marcha.
Un estallido de hostilidades hizo erupción. Al instante, volaron los misiles de
huevo. Erin seguía corriendo hacia ellos, aunque sus zapatos deportivos patinaban
peligrosamente sobre aquella masa pegajosa. Holly gritaba a más no poder,
preocupadísima por la sustancia viscosa que tenía en el rostro.
—¡No arrojéis ni un solo huevo más! —Erin experimentó una patinada letal: sus
pies se despegaron del suelo y haciendo un gran espiral en el aire, la pobre cayó
sobre la imponente variedad de productos enlatados. El rugido ensordecedor de las
latas cayendo sobre el suelo pareció quebrar el aire. El supervisor de la tienda miró
alarmado y salió corriendo en dirección al tumulto, agitando los brazos en el aire,
enloquecido.
—¡Niños! ¡Niños! Mi Dios… —su voz se cortó en la mitad de la frase; un huevo
pasó volando junto a él.
Erin trataba de salir de las docenas de latas de cócteles frutales, muerta de
vergüenza por lo que había pasado. Algunos clientes habían conducido sus carritos
en dirección al campo de batalla, pero se negaron a entrar a semejante caos. Se
quedaban parados, con la boca abierta; algunos, esquivando ocasionalmente un
huevo que otro.
Erin se puso de pie.
—Ya vais a ver —juró Erin determinada, mientras se encaminaba hacia los
mellizos bañados en huevo. Sus ojos, terriblemente salvajes.
El supervisor de la tienda se metió en el medio y tomando a los mellizos por los
cuellos de sus camisas, los separó.
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menos, estaba tan cerca de la perfección como ella. Bien, era tiempo de dejar de soñar
y de empezar a trabajar.
Limpiar el pescado fue la tarea más ardua a la que Erin pudo haberse
enfrentado. Si quería volver a comer pescado, Price tendría que llevarla al
restaurante más cercano, pensaba ella furiosa.
¡Jamás volvería a hacer aquella detestable tarea, ni por amor ni por todo el
dinero del mundo!
Tenía sus manos llenas de cortes y su ánimo no estaba de lo mejor. Hasta el
momento, aquella jornada había sido una pesadilla para ella y aún tenía que vestir a
los mellizos para llevarlos a casa de Cathy a las cinco.
Alrededor de las tres terminó de preparar un banquete propio de un rey… o
para un hombre que fuera casi como un rey, pensó, mientras echaba un último
vistazo a la cocina. Salió de allí rumbo al cuarto de los mellizos para prepararlos.
¡Claro que sí! ¡Price Seaver recibiría una gran sorpresa!
Poco antes de las siete. Price llegó con su auto a la casa. Cuando se bajó, Erin
sintió que el estómago le flotaba. Se miró en el espejo una vez más. Se había puesto
un solero blanco bordado; una elección perfecta para que contrastara con el profundo
bronceado de su piel. Se acomodó con nerviosismo los pequeños pendientes que
llevaba y caminó hacia la puerta para recibirlo, un tanto tímida.
—Hola, hermosa —dijo Price al entrar al porche, con los ojos fijos en el
pronunciado escote del vestido.
—Hola —contestó ella. De pronto sintió que las rodillas la traicionaban con su
irrefrenable temblor.
—¿Te has mantenido alejada de los problemas, mujer? —preguntó con cierto
afecto en su voz.
—Sí, ¿y tú? —apenas pudo contener aquellas palabras que no debía pronunciar:
¿has visto a Jeannie? ¿Vas a intentarlo otra vez con ella?, todas esas preguntas que no
debían importarle, aunque la respuesta significaba todo un mundo para ella. No dijo
nada.
—¿Y ahora en qué piensas? —sonrió con picardía y descubrió que los ojos de la
muchacha se tornaban tormentosos.
—Lamento haber preguntado —dijo ella. Dio media vuelta y se marchó a la
cocina.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó Price mientras la seguía de cerca.
—Sí, pero creo que se escribe: "m-e-l-l-i-z-o-s" —dijo por encima de su hombro,
pensando en las desastrosas horas de ese día.
—¿Un mal día? —preguntó compasivo.
—Ni preguntes —le advirtió ella.
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—Y pensé que tú me habías dicho que eras una persona serena y controlada.
¿Cómo pudiste destrozar mi hermoso trofeo en pedacitos… y espolvorearlos en
harina… y meterlos en aquella grasa…? —su voz fue desapareciendo hasta que se
transformó en un aullido—. Creo que voy a descomponerme —se puso de pie—.
Discúlpame, Erin. Creo que voy a acostarme un ratito. Realmente, no me siento bien.
Erin lo contempló desconsolada, mientras Price se alejaba en dirección al sofá
para acostarse. Como si de pronto hubiera recordado sus modales, Price la miró y
murmuró:
—Gracias por la cena. Ha estado… —Price buscó sin éxito las palabras
adecuadas para elogiarla, pero no las halló.
—Oh, Price. ¡Me siento tan mal! —se lamentó ella—. Descansa, mañana las
cosas no parecerán tan malas. Ya verás. Atraparemos otro pescado. Justo como…
—Erin, por favor. Déjame acostado aquí, sufriendo en paz. Ve a acostarte tú
también.
—¿Dormirás aquí toda la noche?
—En este momento todo lo que quiero es meterme dentro de un hoyo y
ponerme a gritar.
—¿Te sentirías mejor si me quedara contigo?
—No.
Suspiró profundamente.
—Estás enfurecido conmigo.
—No.
—¿No puedo hacer nada para ayudarte?
—No —su voz nunca cambia de tono.
—Bueno —dijo ella, con tono de derrota—. Supongo que iré a acostarme.
Al llegar a la puerta, contempló una vez más la lúgubre figura tendida en el
sofá. Miró hacia el cielorraso.
—No te preocupes… querido. Atraparemos tu pescado mañana por la mañana
—avanzó otro paso. Hizo una pausa y lo miró otra vez—. ¿No?
Erin casi ni lo oyó, aunque no tuvo dudas respecto de lo que Price le había
contestado. Sólo un breve, desesperanzado y agónico no.
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Capítulo 7
El aroma del café recién hecho penetraba en el ambiente. Erin estaba muy
ocupada preparando una canasta para el picnic. Miró el reloj de pared y se lamentó.
¡Las cinco y media de la mañana! Se frotó sus ojos cansados. Durante los poquitos
días que había estado allí, había hecho mucho más por aquel hombre tan irritable de
lo que había hecho por todo el mundo durante toda su vida. Lo que más le molestaba
era que hasta hacía muy poco tiempo, ni siquiera lo conocía. Y allí estaba, levantada a
las cinco y media de la madrugada, preparando con valentía un almuerzo para pasar
el día en un lago al que no quería ir, a tratar inútilmente de pescar una pieza que a él
le había llevado veinte años pescar. ¿Y todo para qué? Para halagar en cierto modo a
un hombre que seguramente se casaría con otra mujer a corto plazo. Erin meneó la
cabeza en señal de descreimiento.
—Debo de haber perdido la razón por completo —con un pesado suspiro, se
apartó de la mesa y fue por una taza. Una semana atrás su vida había sido tan
simple…
Caminó en puntillas hacia la puerta de calle y echó un vistazo al lago. Aún
conservaba su apariencia serena, con su superficie bañada por la luna.
—Tengo que intentar atrapar ese maldito pescado —dijo en voz alta,
preocupada. No quería quedarse con el cargo de conciencia de que Price tuviera
aquella pared desnuda en su oficina de Menfis por el resto de sus días. Aunque Price
no quisiera, Erin trataría, por lo menos, de pescar aquella lobina, con o sin la ayuda
de él.
Price daba vueltas y vueltas en el sofá. Aquel constante movimiento regresó a
Erin a la realidad. La muchacha alcanzaba a divisar la parte superior de su ondulada
cabellera, que apenas sobresalía del cobertor. Price, irritado, se cubrió los ojos para
que la luz de la mañana no lo molestara.
—¡Erin!
La muchacha pegó un salto al oír la estruendosa voz de Price.
—¿Qué?
—¿Podrías quitar esa luz de miér… coles de mi cara? —le preguntó enfurecido.
—¡Lo lamento! Me marcharé en pocos minutos más —contestó ella
conteniéndose un poco para no estallar como él. Tomó la canasta de picnic.
—¿Por qué no llevas tu redondeado cuerpo a la cama otra vez y te olvidas de
ese maldito pescado? —la voz del hombre sonó menos aguda entonces. Aunque
seguía cubierto, se había puesto boca arriba y había acomodado la almohada que
Erin le pusiera debajo de su cabeza, la noche anterior.
—¿Y por qué crees que tengo la mente fija en el pescado? —preguntó ella con
resentimiento, mientras se disponía a tomar su chaqueta.
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insectos, sus gafas de sol, dos chalecos salvavidas, su lata de lombrices y tres novelas
de bolsillo que había traído por si la pesca resultaba lenta y aburrida.
Price le dirigió una mirada asesina y le preguntó con sorna:
—¿Estás segura de no olvidar nada?
Mirando intencionadamente el brillante despliegue de aparejos que aparecía
ante sus ojos, Erin quedó perpleja.
—A decir verdad, tuve toda la intención de traer un traje de baño muy bonito
para broncearme mejor, pero… —agregó ella repentinamente, al ver que los ojos
esmeraldas se tornaban peligrosamente violentos—, realmente, no lo necesito. Puedo
tostarme igual sin él —le aseguró ella con simpatía. Le dio un bidón con casi veinte
litros de combustible, pero Price ya no tenía lugar dónde ponerlo.
—Vamos —fue todo lo que Price dijo.
Trabajando juntos, como todo equipo bien organizado, en poco tiempo
consiguieron poner en marcha el pequeño bote de aluminio. El cielo comenzaba a
aclarar cuando salieron de la ensenada. Erin inspiró profundamente el aire fresco de
la mañana y fue así como el aroma del desayuno que los acampantes estaban
preparando, llegó hasta su nariz.
Un enorme halcón voló muy bajo sobre la superficie del lago, frente al bote.
Tocó apenas el agua con sus patas y luego regresó al azul cielo de la mañana. Hacia
donde se mirase, se encontraba un paisaje tranquilo que aguardaba serenamente a
que el nuevo día despuntara.
Price guió el bote de Nathan, cuyo motor tenía apenas diez caballos de fuerza,
hacia el interior del lago, sobre las aguas tranquilas. Unos quince minutos más tarde,
lo condujo hacia una pequeña ensenada. Apagó el motor y dejó que el bote se
deslizara suavemente y en silencio. El único ruido que se la era la charla de los
pájaros, proveniente de los árboles.
—¿Es aquí donde atrapaste la lobina? —susurró Erin.
Price estaba trabajando con una de las cañas de pescar, de espaldas a Erin.
—Casi.
Erin miró a su alrededor, tratando de localizar un sitio donde probablemente
hubiera alguna lobina.
—¿Dónde? —dijo ella suavemente.
—¿Por qué estás hablando en voz baja? —preguntó Price.
—No lo sé. Todo parece tan silencioso por aquí… —su voz, entonces, pareció
estallar en el agua.
—Tampoco grites. Habla con tu voz normal —le aconsejó entregándole una
caña con un enorme anzuelo en el extremo.
Erin contempló el anzuelo y luego a Price.
—¿Dónde está mi lombriz?
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—Si quieres que esas asquerosas lombrices te sirvan de carnada, tendrás que
ponerlas tú misma.
—Pero ningún pez que tenga dos dedos de frente decidiría comerse una cosa
así —le dijo Erin con escepticismo—. ¿Cómo se llama esta carnada?
—Sapo Hawg.
Erin lo observó con suspicacia.
—¿Realmente crees que los peces pican esta porquería?
—Así atrapé al otro —respondió él, cortante.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad —la imitó Price, aunque la irritación se leía claramente en su
voz—. ¿Sabes cómo arrojar la línea?
—No tienes que ser tan odioso —le dijo ella, mientras contemplaba el
intrincado riel que tenía la caña—. Por supuesto que sé hacerlo —por Dios, eso sí que
era meterse en camisa de once varas. Erin, en realidad, jamás había visto un riel tan
complicado como aquél. Gracias si había visto alguno en su vida.
Se dirigió hacia la parte posterior del bote. Lanzó la línea hacia un costado y
contempló fascinada el sedal, oyendo complacida el silbido que emitía. Pero la línea
cayó formando una enorme y enredada bola en la bobina.
Price no se movió. Sólo miró resignado la maraña de sedal.
—Pensé que sabías cómo hacerlo —dijo con voz de hielo.
—¡Y sé! —le gruñó Erin—. Es sólo que… hace mucho que no practico. Eso es
todo —terminó ella, a la defensiva—. Sólo concédeme unos minutos hasta que le
tome la mano.
Price le dirigió una mirada de disgusto cuando ella empezó a desenredar la
maraña de hilo que tenía en la caña. Se dedicó a concentrarse en su línea a la que
arrojó muy lejos, cerca del banco.
Los siguientes quince minutos transcurrieron en silencio. El bote se deslizaba
suavemente por las aguas de la ensenada mientras Erin trabajaba laboriosa con su
enredado sedal y Price estudiaba las costas sistemáticamente.
Finalmente, la muchacha logró desenredar todo su riel. Se puso de pie y arrojó
la línea hacia un costado, en forma casi perfecta. Sonrió orgullosa a Price.
—¿Has visto eso?
—Sí —contestó él como al pasar—. ¿Y ahora? ¿Quién de los dos va a separar tu
línea de la mía?
Erin se quedó boquiabierta, sus ojos, fijos en las dos líneas enredadas. Una de
las dos boyas se hundió repentinamente. El riel de Price hizo un sonoro chillido y el
hilo empezó a correr rápidamente. Se incorporó de un salto y casi echa a Erin al suelo
del bote. No dejaba de pronunciar improperios mientras trataba de recuperar el
control sobre su caña. Erin contemplaba fascinada la escena: Price que no dejaba de
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luchar contra el sedal enredado, tratando de que el enorme pez que aparecía de vez
en cuando en la superficie, no se le escapara.
—No recojas tu riel, Erin —gritó Price casi histérico, la empujó sobre el asiento
del bote. Cuando el pez se sumergió hacia las profundidades del lago, la línea de
Price se puso tensa y él se dirigió a la parte delantera del bote y le dio más hilo al pez.
Su rostro, una máscara de preocupación—. Vaya, este bebé es una hermosura —
suspiró.
La caña de Erin empezó a deslizarse sobre el suelo del bote ya que la
empujaban las líneas mezcladas. Erin cogió la caña y en secreto, giró un par de veces
a la manivela, con la esperanza de ayudar a Price.
Se oyó un repentino chasquido. Luego, la línea de la caña de Price voló
libremente en el aire. ¡La boya y el pez habían desaparecido!
Con un profundo odio en los ojos, Price se volvió y vio a Erin, que tenía la caña
en la mano.
—¿Recogiste el hilo de tu caña?
Cruzó los dedos y se animó a contestar.
—No, mi caña empezó a resbalarse por el suelo de modo que la recogí.
Price se sentó sobre el asiento delantero. La observó con escepticismo y abrió
una de las cajas para extraer otra boya.
—Ese era un pez estupendo —dijo por lo bajo. Erin recogió su línea, con la boya
intacta.
—¿Es cierto que la otra lobina pesaba cuatro kilos? —preguntó ella, como para
sacar un tema de conversación.
—Casi cuatro y medio —le confirmó apesadumbrado.
—Vaya, ése sí que era un buen pescado, ¿no? —lo elogió.
—Pero al final, no sirvió para nada —señaló él secamente, mirando una vez más
hacia el costado del bote—. Mira, tú arrojarás la línea hacia atrás y yo hacia adelante,
¿está bien? —dijo—. De ese modo, evitaremos que ocurra lo mismo que hace un rato
—finalizó con severidad.
—¡Claro! —coincidió ella con entusiasmo.
Durante las dos horas que siguieron, ambos permanecieron en silencio. Las
únicas palabras que intercambiaron fueron por incidentes de líneas y rieles.
Mientras Price enganchaba la cuarta boya del día en la línea de la muchacha, le
dio un amistoso consejo.
—Será mejor que te cases con un millonario si pretendes ir a pescar cuando seas
una señora.
Más tarde, Price atrapó una lobina y Erin le sostuvo la red hasta que él logró
subirla al bote.
—¡Oooh! —gritó ella entusiasmada—. ¡Qué grande!
Price la levantó para estudiarla mejor.
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—No sería extraño —respondió, sonriendo por primera vez en lo que iba de ese
día—. Pero ahora que lo pienso… sí, ella es una muy buena cocinera.
—Naturalmente —contestó Erin, cortante.
—Y —agregó—, se viste muy bien, confecciona la ropa que usa, baila muy bien,
ella… —hizo una pausa y rió entre dientes—. Ahora que lo pienso… no se me ocurre
ninguna cosa que haga mal —hizo un bollito con su servilleta y se lo arrojó—.
¿Quieres compartir tu rosquilla?
—Puedes comértela toda —le ofreció Erin, dado que ya no tenía apetito—.
¿Disfrutaste en Menfis?
—No demasiado —contestó Price. Partió en dos la rosquilla y mordió el relleno
de crema.
—¿Viste a Jeannie? —Erin bajó los ojos hacia su emparedado a medio comer.
Tenía que saberlo.
Price guardó silencio momentáneamente. Masticaba muy feliz su postre
mientras contemplaba el agua. El silencio era incómodo, y finalmente decidió
responder.
—Sí, vino a mi oficina.
Un profundo dolor se apoderó de Erin. Ella supo desde un principio que Price
se vería con ella. Entonces, ¿por qué le dolía tanto?
—¿Tuvisteis una larga charla? —preguntó serenamente.
—Supongo que sí —Price aún seguía contemplando las aguas azules. Su rostro,
una máscara de expresión ilegible. Alzó la vista hacia Erin—. Charlamos mucho… y
yo la besé.
Erin se sobresaltó y se apartó de él. ¿Por qué estaba haciendo eso? Ella no
quería saberlo. Apoyó el emparedado sobre su asiento. Ya no tenía apetito.
—¿No quieres saber qué sucedió después? —preguntó él suavemente.
—No —respondió Erin con honestidad. Luchó con todas sus fuerzas por
contener las lágrimas que se le agolpaban en los ojos.
—Bueno, de todas maneras, te lo diré. La besé… y no sentí nada. Nada, Erin.
—Lo lamento —dijo la muchacha, con los ojos aún esquivos—. Quizás el
sentimiento reaparezca. Ella quiere volver a intentarlo, ¿no?
—Sí, eso fue lo que sugirió.
—¿Qué le dijiste tú? —finalmente, Erin lo miró a los ojos.
—Le dije que tenía que pensarlo.
Ella sintió náuseas.
—¿Qué dirías tú, Erin, si Quinn te pidiera de volver a ti?
Erin se sintió sorprendida por la pregunta. ¿Qué diría? En una época habría
dado su vida por aquella oportunidad. ¿Pero entonces?
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La tarde fue insoportablemente calurosa. Erin se había puesto una gruesa capa
de bronceador y a pesar de eso tenía la nariz sumamente colorada. El terrible sol los
castigaba sin piedad. Erin tomó la lata de soda vacía, colocó adentro agua del lago y
la llevó a la conservadora. Después de un rato, derramó el líquido sobre su cuerpo
con la esperanza de aliviar aquel calor insoportable. Price levantó la vista y posó sus
ojos sobre la delantera de la blusa mojada. El agua había hecho del género algo
totalmente transparente y delicioso. Price sonrió con perversidad al ver el rostro
colorado de Erin.
—¿Qué estamos haciendo? ¿Comiendo el postre otra vez? —preguntó él
suavemente, mientras dejaba que sus ojos vagaran seductoramente sobre la curva de
aquellos voluptuosos senos.
Erin había estado sumida en sus pensamientos. Cuando levantó la vista, se
percató del tan intenso escrutinio.
—¿Qué?
—Te he preguntado qué estábamos haciendo.
—Sentados en un bote. Pero, ¿qué dices? ¿Qué estás haciendo tú? —preguntó
ella, confundida. Empezaba a creer que el calor le había dañado el cerebro.
—Te diré qué es lo que haré dentro de un rato si no dejas de mojarte tu blusa —
le contestó con una pícara sonrisa.
Erin se quedó boquiabierta y de inmediato se llevó los brazos a sus pechos para
cubrirlos.
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Capítulo 8
Los sonidos de la noche se filtraban a través de la ventana abierta. Erin se había
acostado hacía ya una hora. Aún no había podido detener sus pensamientos para
poder dormir. Estaba nerviosa por la jornada vivida. Price la había ayudado a acostar
a los mellizos y luego se retiró a su cuarto, dado que el cansancio de aquel día
también se había evidenciado en su rostro.
Erin se sentó y se quitó los cobertores. ¿Por qué no podía dormir? ¿Por qué su
mente se negaba a darle un poco de respiro? A pesar de todas las solemnes promesas
que se había hecho de no volver a enamorarse de otro hombre, y especialmente de un
hombre que fuera tan parecido a su pasado, Erin se sorprendió nuevamente
enclaustrada en la conocida prisión.
Suspiró, se pasó su mano por el cabello. Por lo menos, Price había sido honesto.
Desde el principio Erin supo que él estaba enamorado de otra mujer. Su único error
había sido volver a flaquear y abrir su corazón a otro hombre. Era una maravilla de
error, sin duda, ¡pero lo había cometido!
Al darse cuenta de que le resultaría imposible dormir, se levantó y se puso su
bata. No podía quedarse acostada allí mientras su mente le repetía incansablemente
los errores en los cuales había incurrido. La casa estaba en completo silencio. Erin se
dirigió en puntillas hasta la cocina y salió de la casa por la puerta trasera. La luz de la
luna iluminaba el sendero que Erin escogió para dirigirse a la barranca junto al lago.
Una brisa suave le alborotaba los cabellos. Se apoyó contra un árbol. Su mano
rozó sin querer los peldaños de la escalera de madera. Miró hacia arriba y alcanzó a
distinguir la silueta de la casita de los mellizos… la casa del árbol que Price había
ayudado a construir. Ajustó el dobladillo de su camisón alrededor de su cintura y
tanteando el camino con una mano, empezó a subir. Al llegar al nivel de la
plataforma, su corazón casi se detuvo. ¡Acababa de tocar un pie descalzo! Un grito
desesperado atravesó el silencio de la noche cuando una enorme figura humana se le
acercó y le tomó con fuerza la mano. Erin lanzó otro grito de terror y empujó
violentamente al extraño, hasta que lo tumbó sobre el suelo cubierto de heno. Una
voz de hombre pronunció varias frases poco amistosas en el momento en que el
cuerpo cayó pesadamente contra el suelo.
El corazón de Erin latía enloquecido. A gatas se acercó al hombre para tratar de
descubrir su identidad.
—¡Price! ¿Eres tú? —dijo.
—¡Erin! ¿Qué demonios estás haciendo aquí a estas horas de la noche? —Price
se sentó y empezó a frotarse la espalda, obviamente dolorido.
—¿Qué estoy haciendo yo? ¿Qué estás haciendo tú? Pensé que hacía ya varias
horas que dormías —murmuró.
—No podía dormir —dijo él, mientras se incorporaba lentamente—, así que
vine aquí a pensar.
En Jeannie, ¡me juego la cabeza!, pensó Erin.
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—¿Así cómo? Simplemente, estoy mirándote —Erin besó los ojos cerrados de
Price—. Ahí tienes. ¿Te ayuda?
—No, creo que necesito que me beses aquí —señaló su mejilla—. Y aquí, y
aquí…
—Y aquí, y aquí… —fue Erin quien tomó las riendas de la situación. Con sus
manos envolvió el cuello del hombre. Estaba cansada de vivir conteniendo sus
sentimientos. Estaba perdidamente enamorada de él y después de aquella noche,
Price seguramente lo sospecharía. Probablemente Price no estaba preparado para
hacer ninguna promesa, pero el corazón de Erin ya había hecho la suya.
—Creo que será mejor que seas cuidadosa… —susurró Price contra los labios
de la muchacha—. Hace mucho tiempo que yo no…
—¡Te dije que no quería hablar de eso!
—Pero me temo que abusarás de mí —le sonrió con dulzura.
—¿Y te importaría? —Erin delineó los labios de Price con la punta de la lengua.
—No, si me prometes que aún me respetarás por la mañana —le mordió
juguetonamente la nariz.
—Te respetaré como siempre lo he hecho.
Price frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso de que…? —la boca de Erin se cerró sobre la de él,
silenciando el resto de la frase.
Cinco minutos después, ambos estuvieron tendidos en el suelo, completamente
desnudos, con los cuerpos presionados, llenos de deseo. No les había llevado mucho
tiempo desvestirse. Cuando Erin quedó totalmente desprovista de ropas, Price se
dedicó a besar cada centímetro de su piel, con suma ternura.
Erin, con las yemas de sus dedos, investigó la espalda de su amado, el cuello,
los labios, disfrutando de aquella fragancia tan masculina. Durante una décima de
segundo, la joven recuperó su lucidez y se preguntó cuáles serían las consecuencias
de aquel acto de amor tan espontáneo. No obstante, se relajó y recordó que estaría a
salvo.
—Yo sabía que experimentaría esta sensación al tocar tu piel —dijo Price con un
gemido, mientras sus manos se deslizaban sobre los muslos de seda de la muchacha.
La besó largamente, deleitándose ante el fuego que crecía cada vez más entre ambos.
Tomó una de aquellas nalgas desnudas y la presionó contra su órgano viril, para
demostrarle que la deseaba terriblemente—. Te quiero, Erin. Te quiero mucho más de
lo que siempre me permití creer.
El deseo la desbordó. Se presionó aún más contra Price, cuyo cuerpo la tomo
prisionera en una red de pasión. Con sus labios, Price le acarició los pezones, a los
que luego rindió honores con la lengua, hasta convertirlos en dos rubíes ardientes,
erectos.
Lentamente, las manos de Price descendieron por las costillas de Erin y aún
más abajo, sobre su firme abdomen.
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—Espero que así sea —cerró los ojos, apesadumbrado. ¿Por qué no podía
confesarle qué era exactamente lo que sentía por ella en ese momento? ¿Acaso
Jeannie lo había dejado con tanta amargura que no podía decirle a aquella
maravillosa mujer cómo se sentía? ¿Algún día podría comprometerse otra vez?
—Quizá sea mejor que vaya a la casa a ver qué hacen los mellizos —dijo Erin,
somnolienta—. Sé que podríamos oírlos desde aquí, pero si se despertaran y tuvieran
miedo de la oscuridad…
—Espera unos minutos más —le imploró Price, mientras sus brazos la rodeaban
posesivamente—. Están dormidos como troncos, es muy tarde. Quédate en mis
brazos un ratito más, Erin.
Lo besó y el fuego de la pasión se encendió una vez más dentro de ellos. Price
atrajo el cuerpo de la joven hacia sí, nuevamente. Sus miradas se encontraron. El
mundo dejó de girar. Los ojos de Price enviaron un mensaje que sólo un hombre
puede telegrafiar a una mujer. Hablaba de amor, de deseo, de incertidumbre, de
dolor. La suavidad de aquella mirada era como una caricia para Erin. Esa vez, la
decisión que tomaron para hacer el amor nuevamente fue muy lenta, sabrosa,
deliciosa. Descubrieron los gustos de cada uno. Cuando el éxtasis alcanzó
dimensiones insoportables, el mundo se estrelló en un millar de brillantes diamantes.
Quedaron tendidos, el uno en brazos del otro, muertos de cansancio. Sus piernas
estaban entrelazadas y ambos escucharon el golpeteo suave del agua contra la orilla
del lago.
—¿Qué tenemos que hacer mañana? —preguntó Price, en el momento en que
Erin amenazaba con sucumbir al sueño de una amante satisfecha.
—No lo sé. ¿Alguna sugerencia?
—Es sábado, de modo que podríamos organizar un picnic con los mellizos y
hasta podríamos ir a nadar. Me gustaría pasar otro día más con ellos antes de volver
a Menfis.
Erin se tensionó al escuchar esas palabras. El siguiente sería el último día que
pasarían juntos.
—Lo que tú quieras. Quizá podríamos llevarlos a cenar afuera y al cine.
—Creo que será mejor que no los llevemos a comer afuera. Si mal no recuerdo,
Huntley es peor que un chimpancé para comer.
Erin se echó a reír al recordar los modales que los mellizos denotaban para
comer, muy lejos de ser perfectos. Price giró sobre sí y la miró.
—¿Qué te parece si pasamos la noche solos? Haré los arreglos necesarios para
contratar una niñera y tú y yo solos iremos a algún lugar tranquilo, recluido. ¿Qué
dices tiita Ewin?
—Me parece estupendo, tío Pwice —imitó Erin a la niña—. Pasaremos el día
con los niños y la noche… solos —delineó el rostro del hombre con un inmenso
cariño—. Gracias por haberme hecho sentir una mujer nuevamente, Price. Hacía
muchísimo tiempo que no me sentía así.
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Capítulo 9
—¿Cuándo vuelve mami a casa? —preguntó Holly.
—Mañana —Erin trató de que su voz no se oyera demasiado aliviada—. ¿Qué
os parecería hacer un picnic hoy?
Mientras comían sus cereales calientes, ninguno de los niños demostró mucho
entusiasmo ante la idea.
—¿Hoy es sábado? —preguntó Huntley preocupado.
—Sí. ¿Por qué? —Erin se sentó a la mesa con su taza de café.
—¿Tenemos que ir a la escuela dominical a la mañana? —preguntó Holly con
un largo suspiro.
—¿Vais todos los domingos?
—Sí, pero Huntwey se pota mal allá… ¡muy mal!
—¡No! —negó el niño indignado.
—¡Zíii! ¡Se supone que no tienes que hablad fuete y siempre guitas!
—¿Por qué no? ¿Quién me lo va a negar? —alzó la cabeza con gesto arrogante.
—¡Tía Ewin va a tenel que deciles a los papitos que te peguen!
—¿Qué papitos?
—Eshos papitos que siempde vienen con eshas bandejitas para que la gente
ponga dinero arriba. ¡Eshos papitos se llaman acomodadoles, Huntwey! —le gritó a
todo pulmón.
—Niños, dejen de reñir y dedíquense a su desayuno. Cuando tío Price se
levante, nos llevará a un picnic —interrumpió Erin presurosa.
—¿Todavía está numiendo? —Holly mordía su tostada con muy poco interés.
—Sí, anoche se quedó levantado hasta muy tarde —Erin dejó que sus
pensamientos volvieran deliciosamente a las horas anteriores. Casi había amanecido
cuando finalmente regresaron a la casa. Sonrió encantadoramente al recordar lo
apasionado, lo exigente, aunque tierno, que había sido Price.
—Me busta él —decidió Holly, mientras la mermelada caía de lo más melosa
por sus gorditos dedos—. ¿A ti te busta taimen, tía Ewin?
—Mucho, Holly. Él es un hombre encantador.
El sonido de un auto que se acercaba y un furibundo portazo atrapó la atención
de Erin. Comenzó a caminar hacia la ventana para ver qué sucedía y en ese
momento, la puerta de la cocina se abrió bruscamente. Brenda entró como una
estampida.
—¡Mami! —los niños saltaron de sus sillas con un terrible entusiasmo.
—¡Brenda!
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—Hola, mis cariñitos —dijo Brenda, abrazando a los mellizos con todo su amor
—. ¿Han echado de menos a mami?
—Sí, sí —contestaron a coro, empujándose mutuamente para rodear el cuello de
la mamá.
—¡Brenda! ¿Qué estás haciendo en casa hoy? No te esperaba sino hasta mañana
al atardecer —dijo Erin sorprendida—. ¿Dónde está Nathan?
—¡Ni menciones su nombre! —Brenda estaba furiosa—. ¡No quiero volver a
verlo en mi vida!
—¿Qué? ¿Qué demonios está sucediendo…?
—¿Dónde está papi? —Huntley dejó de apretujarle el cuello y de cubrirle el
rostro con besos para pensar un momento en su padre.
—Uh… probablemente llegue en cualquier momento —dijo Brenda, atrayendo
al pequeño contra sí para seguir abrazándolo y besándolo.
—Papi tendrá que pegadle mucho, mami. Huntwey se potó muy pero muy mal
—le dijo Holly a su madre—. Pero yo me poté muy ben.
—¿Se han portado mal? —preguntó Brenda a Erin preocupada.
—No. Han hecho las travesuras normales de los niños de su edad —Erin se
sentía agradecida por tener tanto tacto. En ese momento, esa cualidad le venía de
perillas.
De repente, el rostro de Brenda se ensombreció. Lo ocultó entre sus manos y
comenzó a llorar como un niño.
Inmediatamente, los mellizos corrieron hacia su mamá; casi al borde de las
lágrimas ambos al verla tan triste. Erin también se acercó para rodearla con sus
brazos.
—Brenda, por el amor de Dios. ¿Qué sucede?
—Es esa basura, repugnante e imbécil de… ¡Nathan! —sollozó terriblemente,
perdiendo todo el control sobre sí misma.
—¿Habéis reñido? —Erin se mordió la lengua cuando pensó en la estupidez
que acababa de decir. Era obvio que la relación de Brenda y de Nathan no estaba en
su apogeo.
—¡Sííííí! —sollozó con toda su alma.
Los mellizos comenzaron a aullar sonoramente y se entregaron nuevamente a
los brazos de su madre. Estaban confundidos y atemorizados por las lágrimas de ella.
—Por Dios, ¿qué cuernos está pasando aquí? —preguntó Price, mientras se
acercaba al cuarteto que no dejaba de gritar y llorar.
—Oh, Price —Erin corrió hacia él y en voz baja, muy preocupada, le dijo—:
Creo que Brenda y Nathan han reñido seriamente.
—¿Dónde está Nathan? —Price miró a su alrededor.
—Lo ignoro. Brenda llegó aquí sola, hace pocos minutos.
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—Si por casualidad ves a tu amigo, hazme el bien de informarle que acaba de
mudarse —Brenda arrojó las maletas a los pies de Price y salió de la cocina tan
abruptamente como había entrado.
—¡Ay, Dios! —se lamentó Price—. ¡Este sí que es un matrimonio perfecto!
—Mira, Price. Hay un camión de una panadería aparcando a la puerta —Erin
miró ansiosamente por la ventana.
Price espió por encima del hombro de la joven y farfulló por lo bajo.
—Bueno, prepárate. Parece que la asquerosa rata ha tenido que hacer auto stop
para volver a casa y… no se ve muy feliz que digamos. Será mejor que salga y le dé la
noticia de que ya no vive aquí.
El apuesto rostro de Price se veía ensombrecido por una mirada ceñuda. Erin
alcanzó a oír que hablaba con Nathan, quien en ocasiones, levantaba el tono de su
voz, completamente enfurecido.
—Él está aquí, ¿no? —gruñó Brenda desde la entrada.
Erin se volvió, asombrada, para mirarla.
—No te había oído entrar. Sí, Nathan ha llegado hace unos minutos. ¿Quieres
que Price y yo nos marchemos…?
—¡No! ¡No quiero volver a verlo! —gritó—. Prométeme que no me dejarás aquí
sola, Erin. Prométemelo.
—Brenda, no empieces a llorar otra vez —le advirtió Erin, aunque ya con cierta
impaciencia en su voz—. No voy a ninguna parte —ya estaba empezando a cansarse
de la dramatización de Brenda.
—¿Qué dicen? ¿Nathan está molesto?
—¿No lo estarías tú si hubieras tenido que volver desde Arkansas en un camión
de panadero?
—¡Probablemente quiera asesinarme! —dijo Brenda, estrujándose las manos y
espiando ansiosa por encima del hombro de Brenda.
—Nathan no va a asesinarte, pero tienes que admitir que le has hecho una
canallada, Brenda.
—Se la tenía merecida —murmuró a la defensiva—. ¡Oh, mira! ¡Viene hacia la
casa! ¿Qué debo hacer? ¡Dile que no puede entrar, Erin!
—No puedo decirle que no puede entrar —respondió Erin exasperada—. ¡Esta
es su casa!
—¡Entonces nos marcharemos nosotras! Vamos, Erin, salgamos de aquí antes de
que pierda la cabeza otra vez.
Erin suspiró, vencida, mientras Brenda la empujaba hacia la puerta. Pasaron
junto a los dos hombres en una atroz carrera hacia el auto de Erin. Erin sonrió con
complicidad al ver la mirada de asombro de Price.
—Nos vamos.
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—Brenda Daniels, quiero hablar contigo… —el rostro de Nathan se tornó rojo
vivo cuando atrapó el veloz cuerpo de su esposa.
—Bueno, yo no quiero hablar contigo… ¡porquería! —se liberó de la mano de su
esposo y salió corriendo hacia el auto, llorando.
—Brenda… ¡la put…!
—Nathan, quizá sea mejor que la dejes sola hasta que se calme —dijo Erin
suavemente—. Trataré de hablar con ella para que entre en razones.
—¿Lo harás? —Nathan pareció aliviado y agotado—. No sé qué demonios le ha
ocurrido toda esta semana. Ha estado tan pesada como una solterona histérica.
Erin y Price se sonrieron. ¿Dónde habían oído eso hacía muy poco tiempo?
—No te preocupes —dijo Erin, consolándolo y golpeándole el brazo—. Me
encargaré de todo.
—¿Cómo te imaginas a una mujer? —preguntó Nathan a Price cuando Erin se
volvió para marcharse—. Si Erin consigue aplacar a esa fiera enjaulada, ¡será un
milagro!
—Oh, no te preocupes —dijo Price ausente, contemplando el Volkswagen rojo
que se perdía en la distancia—. Erin le sacará el demonio que tiene adentro —se
volvió y sonrió a Nathan para alentarlo—. ¡Por lo menos, se pondrá blanca como un
papel cuando vea cómo conduce su amiguita!
—¿No crees que tendríamos que detenernos en algún sitio? —imploró Erin,
cansada—. ¡Hemos estado en este auto durante horas!
Brenda se secó los ojos una vez más y miró a Erin patéticamente.
—No me importa lo que hagamos.
—¿Tienes hambre?
—No —sollozó.
—¿Sed? ¿Ni siquiera tienes necesidad de ir al cuarto de baño? —Erin buscaba
cualquier excusa, hasta la más estúpida, para bajar del auto.
—¡No me importa, Erin! Puedes hacer lo que se te venga en gana, pero a casa no
vuelvo —le advirtió.
Hasta el momento Erin no había tenido ni el más mínimo éxito tratando de que
Brenda entrase en razones.
Después de veinte minutos, Erin detuvo el auto impacientemente en un lugar
reservado para camiones y apagó el motor.
—¡Por lo menos, voy a tomar una taza de café! —se bajó del auto y entró a un
bar, con la esperanza de que Brenda la siguiera. Supuestamente, aquél tenía que
haber sido un día lleno de paz, de tranquilidad, alegría y risas… el cual culminaría
con una romántica noche junto a Price… de pronto, detestó la actitud de Brenda.
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—Lo sé —coincidió Erin contentísima, y por lo distraída que estaba, echó cinco
cucharadas de azúcar dentro de su taza de café—. Extremadamente directos.
—Estoy agotada —admitió Brenda con un bostezo—. Terminemos el café y
volvamos a casa. Arreglaré todo este asunto con Nathan esta misma noche.
—Bueno, espero que así sea…
—Discúlpenme señoritas —dijo un hombre moreno acercándose a la mesa de
las dos mujeres—. ¿Ese Volkswagen rojo que está allí es de alguna de ustedes?
—De ella —dijo Brenda, señalando a Erin. Erin le dirigió una mirada
exasperada.
—Bueno, ahí afuera hay un hombre que me ha pedido que le avisara al dueño,
quienquiera que fuera, que tiene un neumático pinchado.
—¡Oh, demonios! Eso era lo único que me faltaba —se lamentó Erin. Trató de
ver su auto desde donde ella estaba pero no lo logró—. ¿Hay alguien por aquí que
pueda cambiármelo?
—No lo sé. Tendrá que preguntar —contestó el hombre alejándose de la mesa.
Se sentó en uno de los bancos junto al mostrador.
—¿Por qué no le pediste a él que te lo cambiara? —sugirió Brenda preocupada.
—Pensé que se ofrecería solo —dijo Erin con voz disgustada, mientras espiaba
de reojo al hombre que ordenaba una taza de café y una porción de pastel—.
Vayamos por alguien que nos ayude.
Abandonaron la mesa y se dirigieron a la caja registradora para pagar lo que
habían consumido. Fue en ese momento cuando tomaron plena conciencia de que
eran las dos únicas muchachas en aquel bar de camioneros. A excepción de las
camareras, el lugar estaba repleto de hombres.
—Mira cómo nos observa aquel hombre que está sentado en el tercer banco —
farfulló por lo bajo Brenda, muy incómoda.
Erin, disimulando, recorrió con la vista la hilera de bancos y se detuvo
momentáneamente en el gorila que estaba sentado en el tercero. Ella sonrió
tímidamente, pero el hombre le correspondió con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Oh Dios! Salgamos de aquí —Erin se esforzó por mantener una sonrisa
brillante en dirección a la bestia bruta que la observaba. Abandonaron el bar casi
empujándose la una a la otra por la prisa que llevaban.
—Espero que ese hombre no decida seguirnos —dijo Brenda—. Si así lo hace, tú
encárgate de entretenerlo mientras yo me voy corriendo en busca de ayuda… —
Brenda dejó de hablar repentinamente y pegó semejante grito que Erin creyó morir
de pánico. Un brazo apareció por detrás del Volkswagen y literalmente, la levantó en
el aire de un tirón.
El corazón de Erin se detuvo. Sintió que alguien la tomaba con fuerza desde
atrás y la empujaba contra un pecho que más bien parecía una pared. Cuando
empezó a gritar a todo pulmón, una enorme manaza le cubrió la boca.
—Shhh… ¿o quieres que los polizontes vengan corriendo a atraparnos?
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—¡Price!
Le soltó la boca y le dio la vuelta repentinamente para que le viera el rostro.
—¿Llamaste?
—¡Price Seaver! Eres un sucio…
—Oye, espera un momento. No fue idea mía sino de Nathan —se apresuró a
aclarar Price—. Yo era partidario de entrar allí y tomaros de una oreja, como un
verdadero hombre, pero Nathan decidió hacerlo con mayor serenidad.
—¿Por qué no os limitasteis a avisarnos simplemente que estabais aquí? —gritó
ella, aun tratando de convencer a sus piernas que la sostuvieran. El corazón le
golpeaba como un constante martilleo por el susto que se había llevado.
—Claro. ¡Con el humor que tiene Brenda!
Erin miró a su alrededor desesperadamente.
—¿Dónde está Brenda? —todo lo que Erin recordaba era haber oído un
despavorido grito antes de que Price la tomara.
—Nathan la llevó a su auto. Creo que los tortolitos necesitan hablar —sonrió al
oír el chirrido de unos furiosos neumáticos sobre el asfalto y de la grava que levantó.
—¿Y tenían que hacerlo de este modo? —gritó ella, apartando las manos de
Price de su cintura con furia.
—Ha dado resultado, ¿no crees? —en ese momento, Price parecía estar muy
orgulloso consigo mismo—. Oye, reconoce que hemos estado estupendos. Nos llevó
tres horas encontrar el auto, amén de los cincuenta dólares que tuvimos que darle a
aquel tipo para que os dijera que teníais un neumático pinchado.
—¡Price eres incorregible! —lo reprendió Erin con una carcajada.
—Sí, lo sé —se estremeció al oír el último grito de Brenda cuando el auto de
Nathan salía de su estacionamiento—. ¡Ah, el amor!
—Realmente se adoran —le sonrió con ternura y sintió unos deseos terribles de
besarlo.
—Así parece —coincidió él—. Ven aquí, bola de grasa y dame un beso.
Erin se acurrucó muy feliz entre sus brazos y compartieron un prolongado y
explorador beso.
—¿Cómo habéis hecho para encontrarnos? —preguntó finalmente.
—Nos metimos en cada café y en cada bar de camioneros que encontramos en
los últimos setenta kilómetros —le besó la punta de la nariz.
—¡Qué lindo! Pero, ¿para qué molestarse tanto? Yo habría llevado a Brenda a su
casa más tarde.
—Ya me perdí el picnic que habíamos planeado para hoy —murmuró cuando
sus bocas se apartaron después de otro beso—. Y estaba dispuesto a no perderme
también la noche íntima que había planeado tener contigo.
—Parece que quieres jugar conmigo.
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—¿No crees que sería mejor que nos marchásemos antes de ofrecer un
espectáculo en público? —insistió él con un tono de voz bastante agitado y con sus
ojos oscuros somnolientos de deseo.
Abrió la puerta del auto, aunque su boca no abandonó la de Erin ni por un
instante. Se sentaron muy juntos en el asiento y Price puso el motor en marcha.
—¿Podrás conducir si ambos nos sentamos en el mismo asiento? —le preguntó
ella entre beso y beso. Una extraña sensación comenzaba a invadirla.
—Si no puedo, caminaremos lo que nos falta para llegar —prometió con voz
agitada.
Se dirigieron hacia el hotel intercambiando prolongados besos. Aquella
necesidad que experimentaban les provocaba una sensación de urgencia, aunque los
dos deseaban prolongar lo inevitable lo más que pudieran. Erin quería tocarlo,
explorar cada centímetro del hombre que amaba. Quería besarlo, presionar su piel
desnuda contra su propio cuerpo, oír su voz agitada exigiéndole más.
Aunque el viaje fue sólo de diez minutos, a Erin le parecieron diez horas.
Price cerró la puerta de la habitación que había alquilado. La tomó entre sus
brazos y la llevó a la cama, donde la tendió suavemente. Empezó a desvestirla
lentamente y sus mejillas se tornaron color carmesí. Price le besó cada centímetro de
piel desnuda y arrojó sus prendas por doquier.
—¿No te parece que tendríamos que cerrar las persianas? Hay tanta luz aquí…
—protestó ella débilmente en el momento en que la boca de Price encontraba la de
ella una vez más.
—Quizás sí —coincidió él, tocándole las caderas—, pero vamos a encender una
luz. Quiero ver a mi hermosa dama cuando le haga el amor.
—¿Realmente te parezco hermosa? —le preguntó azorada. Price se apartó de
ella lo suficiente para poder mirarla a los ojos. Aquella mirada seria le dijo todo lo
que ella necesitaba saber.
—Esa es la pregunta más tonta que jamás me hayas hecho. Por supuesto que me
pareces hermosa. Siempre lo he creído así.
—Creo que también tú eres hermoso… —rió al ver que Price fruncía el ceño al
instante—. Bueno… tú sabes a qué me refiero.
—No, ¿por qué no me lo demuestras? —le sonrió. Cerró las persianas y
encendió una luz, junto a la cama.
Erin extendió sus manos y, metódicamente, comenzó a desabotonarle la camisa,
mientras murmuraba palabras de amor.
—Quizá yo no haga esto tan bien como tú, pero me parece que eres muy
apuesto —le acarició el pecho y recorrió con un dedo la línea de sus vellos ocultos
debajo de la cintura del pantalón—. Me encanta cómo quedas sin camisa. ¿Te diste
cuenta?
—Me di cuenta. Continúa —la urgió él—. Podría escucharte toda la noche.
—Bueno, me encanta el color de tus ojos…
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Reclamando los labios de Erin, Price la atrajo hacia sí con toda su fuerza, tanta,
que casi le provocó dolor con su actitud. Los besos de Price se tornaban cada vez más
ardientes, casi hambrientos en ocasiones. Volvió a hacerle el amor de forma salvaje,
aunque conservando una increíble ternura a la vez. Cuando el éxtasis los envolvió
completamente, gritaron sus nombres y se aferraron el uno al otro como si el mundo
se hubiera vuelto loco de golpe. Después, lentamente, todo regresó a la calma.
Transcurrieron así unas cuantas horas y luego se quedaron dormidos,
abrazados. Al día siguiente, Erin se marcharía a su casa. Si Price decidía que la
quería, entonces ella lo aguardaría con paciencia. Podría llevarle una semana, un
mes, quizá toda la vida, pero su hombre perfecto iría a buscarla, se recordó Erin con
lágrimas en los ojos. Bueno, quizá no perfecto, pero Price vendría por ella.
Simplemente, tenía que hacerlo.
—Amor, ¿me recordarás siempre? —fue la última pregunta de Erin antes de
quedarse completamente dormida.
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Capítulo 10
—Insisto en decirte que eres una tonta —Brenda se sentó sobre el borde de la
cama y observó a Erin, quien empacaba sus últimas prendas. Cerró la maleta—.
¿Estás escuchándome por lo menos?
—Sí, pero tú no estás diciendo nada —contestó Erin con toda calma.
—¿Cómo puedes estar tan serena con todo esto? Si amas a Price, ¿cómo
demonios puedes quedarte aquí sentada tan tranquila mientras él toma su auto y se
va de regreso con… esa mujerzuela?
Erin suspiró fatigada.
—Primero: no hay nada en el mundo que yo pueda hacer para evitarlo.
Segundo: no puedo estar segura de que él regrese con Jeannie. Y tercero: todo lo que
Price tiene que hacer es pedirme que me comprometa a algo, cosa que no hará, y
entonces, de muy buen grado, yo le diría que sí. Pero tan simple como lo ves,
aparentemente, sólo estoy dándome la cabeza contra la pared.
—Pero tú sabes que le importas, Erin. Anoche pasaste todo el tiempo con él, ¿no
es verdad? —preguntó Brenda. El rostro de Erin se sonrió levemente—. No… Price
me alquiló una habitación separ…
—¡Oh, vamos!
—Está bien. Sí. Pasé toda la noche con él. ¿Y con eso qué? Es asunto mío, ya
tengo más de veintiún años —se defendió Erin débilmente. Brenda se recostó sobre la
cama y la miró fijamente.
—Espero que haya sido tan maravilloso, tan excitante y tan apasionado como
fue mi querido Nathan.
Erin miró a su amiga.
—¿Querido Nathan? ¡Mmm! parece que has cambiado un poquitito de opinión
desde la última vez que discutimos el tema… creo que las palabras que habías usado
eran "asquerosa rata".
—¡Pero eso de asquerosa rata fue ayer y hoy es hoy! —dijo Brenda, muy vivaz
—. Él consiguió cambiar mi opinión respecto de su persona por una más favorable.
—Bueno —dijo Erin, echando un último vistazo a todo el cuarto—. Ya debería
estar en camino. No me gustaría llegar a casa demasiado tarde.
—Eres una tonta —le advirtió Brenda una vez más, al abandonar el cuarto—.
¡Te arrepentirás!
—Por lo general sucede eso —coincidió Erin.
Cuando llegaron a la cocina, Price y Nathan estaban bebiendo café. Price se
levantó y tomó la maleta de Erin de manos de ella.
—Hola. ¿Todo listo?
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—Todo listo —Erin le sonrió con cariño. Desde que habían llegado esa mañana
a casa de Nathan y Brenda, prácticamente no habían intercambiado palabra.
—Te acompañaré hasta tu auto.
Erin se puso de rodillas y estrujó a los mellizos. Rió muy complacida cuando los
pequeños le llenaron el rostro de besos.
—Decidle a mami que os traiga de visita a mi casa. Estaremos juntos toda la
tarde e iremos al zoológico. ¿Os gustaría?
—¡Seguro! —contestaron entusiasmados.
La familia Daniels en pleno acompañó a Erin y a Price hasta el pequeño
Volkswagen rojo, aunque para disgusto de la parejita.
Erin, desesperadamente, había deseado quedarse unos minutos a solas con
Price. No porque hubiera esperado obtener algo por parte de él en unos pocos
minutos, sino que había querido darle el beso de despedida en privado.
—Condushe bien tu caja de galletitas —le advirtió Holly en un tono muy adulto
—. Ete auto no me padeshe muy seguro.
Todos rieron y Erin tomó su lugar detrás del volante.
—Lo haré, Holly. Puedes estar tranquila.
Price y Erin se miraron con ansiedad.
—Oh… oid —de pronto, Nathan se dio cuenta de la situación—. ¿Qué os parece
si vamos a la casa y buscamos algo para comer? Estoy muerto de hambre.
—¡Hambre! Nathan tú no podrías… —Brenda captó la mirada furibunda de su
esposo.
—Sí, bueno… no has comido el postre. Vamos, niños —dijo ella, mientras se
inclinaba hacia el auto para dar un beso a su amiga—. ¡Llámame!
—Sí. Hasta luego —Erin la abrazó.
La familia Daniels regresó corriendo y riendo a la casa.
Price se apoyó sobre la puerta del auto rojo y se produjo entonces un incómodo
silencio.
—¿Cuánto tiempo te llevará regresar a tu casa? —los ojos de Price finalmente se
encontraron con los de ella.
—Una hora, más o menos. Depende del tráfico. ¿Cuándo te marchas?
—No bien salgas tú. Me esperan unas seis horas de viaje.
—Entonces llegarás a tu casa muy tarde —Erin lo miró con todo su amor.
—Sí. Creo que yo también te amo, Erin.
Erin se quedó con la boca abierta.
—¿Qué?
—He dicho que creo que yo también te amo, Erin. Pero quiero que esta vez
ambos estemos muy seguros —sus ojos encerraban una inmensa ternura. Tomó la
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Las lágrimas casi enceguecían a Erin mientras se dirigía a su casa. ¡Un mes!
Price había dicho un mes. ¿Pero lo había dicho en serio? Si la amaba de verdad, se
enteraría enseguida. No necesitaría un mes.
Cuando el auto rojo tomó velocidad, Erin supo sin lugar a dudas que amaba a
Price Seaver. Suspiró profundamente. Quizás las mujeres se dan cuenta de estas
cosas mucho antes que los hombres. Quizá se deba a que la maduración en la mujer
también es más temprana. Quizá había algo en sus genes. Erin descartó mentalmente
esa posibilidad. ¡Quizá sólo se trataba de que había vuelto a cometer la estupidez de
enamorarse del hombre equivocado! Cualquiera fuera la razón, la descubriría al cabo
de un mes. Si Price no reaparecía y su príncipe azul no venía pronto para llevarla
consigo al paraíso… no iba a cometer la estupidez de perderse toda la vida
esperando. Podía perder un mes… pero no más.
Atardecía cuando Erin entró el Volkswagen a su garaje. Se agachó para apagar
el motor y apoyó la cabeza sobre el volante, en gesto de descanso. Era bueno volver a
casa.
En su apartamento había tierra por todos lados. Como no lo había limpiado
durante una semana, Erin se dispuso a poner manos a la obra inmediatamente.
Dos horas más tarde todo estaba reluciente otra vez. Le resultaba
considerablemente más sencillo sin la ayuda de cuatro pequeñas manos tratando de
"colaborar" en el trabajo.
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Una vez más, su mente regresó a las últimas palabras de Price. ¿Podría Erin
esperarlo un mes? ¿Valdría la pena vivir treinta días sin disfrutar del abrigo de
aquellos brazos musculosos, sin la calidez de aquella boca, sin saborear aquella
mirada de esmeralda? Para ella no tendría sentido alguno. ¿Y qué pasaría si sucedía
lo impensable y Price regresaba con Jeannie?
De repente, Erin descubrió que las lágrimas bañaban sus mejillas. Allí estaba,
llorando por un hombre otra vez. Todas las promesas, todos los juramentos que se
había hecho carecían de sentido al igual que las lágrimas que rodaban por su rostro.
Bueno, ella iría detrás de él. Si Price no aparecía al término de un mes, quizá
tres semanas, sin ninguna clase de inhibiciones ni vergüenza, Erin iría a Menfis y…
y… ¿y qué?
Con un cansado suspiro de resignación, hundió su rostro entre sus manos y
lloró durante un rato.
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Erin sonrió.
—Lo lamento, pero hay un error. Él nada tiene que hacer aquí sino hasta dentro
de un mes —dijo ella y luego cerró la puerta violentamente en la asombrada cara de
él.
—¡Erin! —Price golpeó la puerta con alma y vida—. ¡Abre la puerta, mujer! Sé
que debí llegar mucho antes, cariño, pero mi caballo me arrojó en medio del bosque y
casi no pude volver a montarlo.
Las carcajadas hicieron erupción en la muchacha y las lágrimas le bañaron
nuevamente el rostro. ¡Price estaba allí! ¡Había ido tras ella! ¡Finalmente su príncipe
azul había aparecido!
La puerta se abrió y Erin se arrojó en sus brazos, riendo, llorando, besando. Sus
lágrimas se mezclaron con las de él.
—¡Oh, Erin, mi amor! Cinco minutos después de que te marchaste, me di cuenta
de que eres la única mujer que quiero en mi vida —sus besos fueron una hambrienta
reafirmación del amor que sentía por ella—. Quizá no sea el esposo perfecto, pero no
te quepa la menor duda de que me esforzaré como loco para lograrlo.
—¡Oh, Price! No quiero un matrimonio perfecto. Todo lo que deseo es pasar el
resto de mi vida siendo tu esposa. Para mí, eso será el matrimonio perfecto.
—Ayúdame a entrar en el apartamento —murmuró entre acalorados besos—.
¡Tus vecinos se harán un espectáculo!
Erin había olvidado por completo que estaba en el vestíbulo, apretando en un
apasionado abrazo a aquel hombre de ojos verdes.
—Oh, querido, nada me importaría menos. Pero quizá debamos entrar —
aceptó, cuando su vecina de enfrente abrió la puerta y miró significativamente a Erin.
Se besaron mientras entraron al apartamento y luego se dejaron caer juntos en
el sofá. Erin tomó los regalos de navidad de sus manos y los apoyó sobre la mesa.
Se volvió hacia Price y le dirigió una sonrisa pícara.
—Bueno… siempre soñé con lo que haría con mi príncipe azul cuando se
decidiera a aparecer —le guiñó un ojo—. Siéntate bien y disfruta de esto, principito.
¡Voy a hacer algo con lo que he fantaseado desde que llegué a la pubertad!
—¡Aleluya! ¡De modo que eres esa clase de mujer! —gimió Price con placer
cuando la muchacha, sin perder ni un segundo, le quitó la camisa y todas las demás
prendas que llevaba puestas.
Caminaron hacia el cuarto de Erin besándose con frenesí, hasta que sus cuerpos
volvieron a unirse ya en la cama. Los senos de Erin se encontraron contra la fortaleza
de aquel pecho de piedra. Sus manos exploraron aquel cuerpo tan encantador, con su
fragancia tan peculiar, tan familiar.
—Tuve tanto miedo de tener que esperar todo un mes… un largo mes… para
volver a besarte —confesó ella. La boca de Price buscó aquellos pezones rosados, a
los que delineó con su lengua.
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Lori Copeland - El espejo de una aventura
—Eso fue tan estúpido como pedirte que fueras mi amiga —dijo Price cuando la
mano de Erin halló su intimidad.
—¿Has cambiado de opinión otra vez? ¿Ya no somos amigos? —lo acarició con
manos de terciopelo.
—No, de ahora en adelante, seremos estrictamente amantes —murmuró él,
besándola posesivamente.
—Aún no te he escuchado decir las palabras mágicas, Price —susurró con
urgencia—. No has dicho…
—¿Que te amo? Te amo mi hermosa, adorable y pequeña mujer. Debe de haber
al menos cien maneras diferentes de decirte que te amo, Erin. Si tú me entregas todo
tu amor, encontraré el modo de decírtelo de todas esas maneras —le juró.
—Y ya se te pasó ese furibundo enojo conmigo porque freí tu hermoso
pescado…
—Dije que te amaba, cariño. No que hubiera perdido la memoria. Aún, tendría
ganas de acogotarte cada vez que me acuerdo de…
—Te lo compensaré —prometió ella y lo besó de una manera que lo hizo
olvidar del tema.
Él le dijo, poniéndola encima de sí:
—Voy a hacer que te disculpes conmigo de este modo al menos dos veces por
día —la abrazó con más fuerza—, durante el próximo año.
—Oh, mi Dios —dijo ella, con burlona desazón—. ¡Vaya, simplemente me
moriría!
—¡Sí, pero mira de qué modo!
—Bueno, visto y considerando que me has impuesto semejante castigo, creo
que será mejor que empiece a cumplir con mi sentencia. Ahora, veamos… ¿debo
conducirme según los procedimientos normales o tengo que ponerme agresiva,
salvaje…?
—Sí, sí, sí, así… limitémonos a amarnos durante el resto de nuestras vidas y
disfrutémoslo —murmuró él con ternura. La besó dulcemente otra vez.
¡Al fin el amor había recordado a Erin. De la manera más hermosa y
satisfactoria!
Sin descanso, Price recorrió el cuerpo de la muchacha, subiéndola sobre el suyo
para que ella hallase el centro de necesidad de Price. Todo su cuerpo se inundó por el
deseo hacia el hombre a quien tanto amaba. Sus físicos vibraron con un ardiente
fuego. Todo lo demás dejó de existir cuando ingresaron al mundo del amor, de las
caricias, de los gritos de pasión al alcanzar el éxtasis deseado.
—¡Oh, mi querida Erin, te amo tanto…! —dijo Prince con una voz muy baja
cuando recobró la capacidad de hablar.
Los ojos de Erin se pusieron muy serios.
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Lori Copeland - El espejo de una aventura
—Quiero que me ames, Price. Más que a nada y a nadie en este mundo. No
quiero que te sientas ahogado, pero quiero sentirme segura con ese amor.
—Ya te lo he dicho antes, Erin. Soy hombre de una sola mujer. Puedes
entregarme todo tu amor sin temer que yo lo destruya por ningún motivo. De alguna
manera, me parece que lo que debimos soportar con Quinn y Jeannie nos servirá
para fortalecer nuestra pareja. Ahora sabemos cuándo es correcto amar y cuándo no
lo es. Tenemos suerte: nos hemos encontrado. Y nuestro amor es positivo, Erin.
Intercambiaron un beso de amor mutuo, aún envueltos en un caluroso abrazo.
Tarde… mucho, pero mucho más tarde, quedaron tendidos juntos, con los
cuerpos húmedos de tanto hacer el amor. Price se negaba a soltarla. La besaba
suavemente, acariciando la cresta de cada seno.
—¿Cuánto tiempo te llevó darte cuenta de que lo nuestro se trataba de lo más
auténtico?
—Hace días ya.
Price se incorporó sobre uno de sus codos y la miró.
—¿Hablas en serio?
—Sí, lo digo en serio. Creo que me enamoré de ti aquella noche que me llevaste
al cuarto de baño y te quedaste a mi lado mientras yo sufría mi descompostura —
pasó su mano por el pecho del hombre—. Pero también pudo haber sido la mañana
siguiente, cuando llegué hasta tu cama y descubrí lo atractivo que es este velludo
pecho que tienes… —atrapó la boca de Price con la suya—. Price, sé que soy
repetitiva, pero…
—Pero… ¿y Jeannie? —se burló él.
—¡Sí! ¿Y Jeannie?
—¿Qué ocurre con ella? —se cruzó las manos sobre su nuca y miró el cielorraso
—. Me habría gustado ser fumador. Este es el momento ideal para encender un
cigarrillo.
Erin se sentó y lo miró furiosa.
—¿Podrías hablar en serio, por favor? ¡Quiero saber lo que dijo al enterarse de
tu respuesta! —lo miró con suspicacia—. Tú le diste una respuesta, ¿no?
—En las películas queda tan bien cuando el hombre enciende un cigarrillo y se
lo entrega a la mujer. Luego, ambos inhalan profundamente… —sus palabras se
interrumpieron. Erin le arrojó una almohada en medio de la cara.
Giró sobre ella y le tomó las manos.
—De acuerdo… si quieres saberlo… tomó un arma y se voló la tapa de los
sesos. Allí mismo, en mi oficina. Fue un horror. El pobre encargado tuvo que pasarse
una hora limpiando todo.
—Price, seguro que estás bromeando, ¿no?
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—No —dijo Erin con firmeza, tomando la tercera porción—. Lo digo en serio.
La primera cosa que haré por la mañana es empezar una dieta. Tengo mucha fuerza
de voluntad. Puedo hacerlo si me lo propongo. ¿Quieres la última porción?
—No, cómetela tú.
—Gracias. Como estaba diciéndote, bajaré de peso en un abrir y cerrar de ojos
—mordió la última porción y revoleó los ojos—. ¡Vaya, esto está excelente!
—Lo que tú digas. Sólo piensa en el vestido de novia.
Erin se detuvo en la mitad de su porción.
—¿Vestido de novia?
—¿Sabes una cosa? Por ser una muchacha terriblemente soñadora y romántica,
no eres muy curiosa. ¿No quieres saber lo que el tonto de tu príncipe azul te ha
traído?
Erin sonrió con dulzura.
—Pensé que ya me lo había dado. Dos veces.
—Eres una osada. Ahora no tendrás tus regalos de navidad.
Erin miró ansiosa los paquetes.
—¿De verdad son para mí?
—No sé a quién más podría regalárselos a esta altura del año.
Erin dejó la pizza, se acurrucó contra él y le rodeó el cuello con gran afecto.
—¿Pero por qué me traes estos regalos de Navidad en agosto?
—Cuando se ama, todo el año es Navidad. Papá Noel se siente identificado y
siempre viene primero aquí —le tomó las manos—. Y si no dejas de mover estas
manitos, probablemente pase otra hora más hasta que puedas abrir los paquetes.
—Me quedaré quieta —Erin dejó de moverse después de pellizcarlo por última
vez—. Primero quiero abrir la caja grandota.
Price le sonrió.
—¡Oh! ¿Te refieres a la caja?
—¡Price! —Erin rompió el papel con entusiasmo—. ¿Cómo supiste lo que
quería?
—¿No recuerdas que hicimos las listas la semana pasada?
Price estaba radiante de amor mientras la observaba. Erin se liberó de todo el
envoltorio y sacó un hermosísimo abrigo de visón.
—¡Oh, Price! —dijo ella, enloquecida—. No puede ser cierto.
—Es completamente serio, mi encantadora, dulce Erin.
—Pero es tan caro… no podría aceptarlo…
—Serás mi esposa. Será mejor que te acostumbres a que te malcríe. Tengo en
mente hacerlo muy a menudo. Ahora abre la caja pequeña.
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Los dedos de Erin temblaban tanto, que apenas podía sostener la cajita
pequeña. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Al levantar la tapa, una hermosa sortija
con un diamante brilló para ella.
Price tomó la sortija, y suavemente la colocó en el dedo anular de la joven.
—Ambos hemos esperado mucho tiempo para que llegara este día, Erin.
¿Confiarás en que pasaré el resto de mi vida amándote? Te prometo que jamás
tendrás oportunidad de arrepentirte.
—Seré muy feliz siendo tu esposa, Price.
—No será un matrimonio perfecto, cariño, pero sí será uno muy bueno —su voz
denotó mucha intimidad. Erin se estrechó contra él con la esperanza de recibir toda
su protección y todo su amor durante toda la vida.
—Bien. ¿Qué te parece si ahora abres el último regalo? Habría llegado aquí dos
horas antes si no hubiera tenido que poner la ciudad patas arriba para encontrar este
último regalito —dijo Price.
Erin lo miró y sonrió confundida. ¿Cuál sería el otro regalo? Él le había
entregado el abrigo de visón, la sortija de diamantes y la promesa de formar con ella
un matrimonio feliz. Todo lo que ella deseaba. Rompió el envoltorio y abrió la caja.
Su rostro lució una sonrisa radiante al descubrir su contenido. ¡Su vida estaba
completa!
Fue muy tarde cuando Erin y Price se sentaron nuevamente en el sofá, aún
abrazados.
Cuatro pantuflas pájaro color amarillo los miraban.
—¿No crees que será mejor que vayamos a acostarnos? Se está haciendo muy
tarde —Price la besó suavemente—. Mañana nos espera un gran día.
—¿Irás a tu casa?
—No, si no te importa renunciar repentinamente a tu trabajo, mañana iremos a
buscar un juez para que nos case, pasaremos los tres días siguientes haciendo el amor
y luego regresaremos juntos a Menfis —la besó nuevamente—. Pero por el momento,
¿qué te parece si empezamos a formar una familia?
—¿Aún quieres cinco hijos?
—En este momento consideraría mucho la idea de que fueran diez.
—¿Y si tenemos mellizos?
Los labios de Price se detuvieron.
—¿Mellizos?
—Es posible, sabes. Hay mellizos en la familia de mi padre.
Las manos de Price se detuvieron y su rostro apuesto dibujó una mirada
ceñuda.
—¿Hay por aquí alguna farmacia que esté abierta toda la noche?
Erin sonrió.
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—Creo que llegas un poquito tarde para preocuparte, tío Price. Pero descuida,
hace varios meses que tomo píldoras —le dijo ella para tranquilizarlo.
Price la miró con suspicacia.
—Puede hacer desaparecer esa expresión de su rostro, señor Seaver. Es por
prescripción médica, por un problema que he tenido —dijo ella, riendo—. Sólo me
quedan tres y termino el tratamiento.
—¿Dónde están? —preguntó.
—En mi bolso. ¿Por qué?
—Porque antes de que volvamos a hacer el amor, voy a hacer un atado con ellas
y las arrojaré —le contestó con firmeza. Le quitó la bata y le besó el cuello.
—¡Price! —vociferó ella—. El médico ha dicho…
—¿Qué son tres días? —le imploró él—. ¡Envejezco con el paso de cada minuto!
Quiero empezar a ser padre esta noche, ahora.
—Bueno, simplemente, tendrás que esperar tres días más —dijo ella. Las
rodillas se le debilitaron cuando la boca de Price le atrapó un seno—. ¿No crees que
tendrías que esforzarte para hacer de ésta la mejor situación y sólo concentrarte en
hacerle el amor a tu futura esposa? —dijo ella desabotonándole la camisa.
Price suspiró y la levantó entre sus brazos.
—¡Dios! Lo intentaré, tía Erin —dijo él con una sonrisa decididamente suspicaz
en su bello rostro—. No te quepa duda de que voy a intentarlo.
Fin
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