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El espejo de una aventura

Lori Copeland

El espejo de una aventura (1987)


Título Original: Out of control (1984)
Editorial: Vergara
Sello / Colección: Violena Plata 116
Género: Caontemporánea
Protagonistas: Price Seaver y Erin Holmes

Argumento:
A pesar de todos sus esfuerzos por evadirse de otro destructor de corazones
como Quinn Daniels, Erin Holmes se sintió atraída hacia Price Seaver con
una ardiente pasión.
¿Cómo podría haber imaginado Erin que, mientras cuidaba a las mellizas de
cinco años de su mejor amiga, se encontraría con el doble de Quinn? Brenda
estaba de vacaciones. Erin se había ofrecido para hacer de niñera cuando…
Price apareció y se convirtió en el amo y señor de su vida. Muy pronto, ambos
se sorprendieron uno en brazos del otro, consolándose por desdichas pasadas.
Durante toda su vida, Erin había deseado conocer al esposo "perfecto". Había
ansiado un matrimonio, una familia. ¿Acaso el hombre perfecto había
aparecido? ¿O ella estaba demasiado ciega? Todo lo que se relacionara con
Price hacía que Erin temblara de pánico. ¿Podría ella olvidar sus temores y
dar al amor una segunda oportunidad? ¿Podría olvidar el pasado y empezar
otra vez?
Lori Copeland - El espejo de una aventura

Capítulo 1
—¡Huntley arrojó otra vez la pelota en el inodoro! —Holly cruzó sus deliciosos
bracitos cinco añeros y asumió una postura de profunda irritación, mientras
contemplaba a Erin.
—¡Oh, Holly! ¡Otra vez no! ¿No pudiste impedírselo? —Erin cerró sus ojos con
evidente frustración. Su jaqueca se acentuaba considerablemente.
Desde el día anterior, cuando Erin llegara a casa de su mejor amiga para
ocuparse del cuidado de sus mellizos mientras ella y su esposo disfrutaban de unas
merecidas vacaciones, Huntley había hecho lo imposible para quebrar la paz
hogareña. Si Holly había dicho la verdad, ésa sería la segunda vez que Huntley
arrojaba la pelota dentro del inodoro.
De inmediato. Erin abandonó la patata que estaba pelando para preparar la
cena de los niños y salió corriendo hacia la habitación de los mellizos. Cuando entró
al cuarto, Erin oyó el peculiar sonido del agua que desbordaba. Huntley, sentado en
medio de la cania con un libro de historietas entre sus regordetas manos, la miró y le
sonrió con total serenidad.
—Tía Erin, sin querer, la pelota se me resbaló de las manos y cayó allí adentro
otra vez —el pequeño señaló hacia el sitio del que provenía el sonido del agua. Con
sus redondos ojos castaños espiaba a Erin, por encima de los enormes marcos negros
de sus gafas.
Erin elevó una silenciosa plegaria a los cielos, con la esperanza de recuperar el
control sobre sí misma. Miró al pequeño severamente y con estridente voz dijo:
—¿Estás seguro de que "se te resbaló", Huntley, o la "arrojaste"?
—¡Noo! Se me resbaló —los vivaces ojitos de Huntley volvieron a fijarse en el
libro de historietas, tratando de esquivar la penetrante mirada de su tía.
—¿Sabes? Si tú fueras hijito mío, me temo que me vería obligada a darte de
palmadas en el trasero por contar historias —le dijo Erin, mientras con enormes y
decididos pasos se encaminaba al cuarto de baño. Según Erin, el único defecto de
Brenda y de Nathan Daniels residía en la deficiente educación que les impartían a sus
mellizos. Brenda siempre había sido una mujer de corazón blando; sólo mencionar la
violencia la destrozaba. Contrariamente, en los comienzos, Nathan había empleado
mano dura con los pequeños, pero como su esposa se alteraba al punto de la histeria
cada vez que él amenazaba con castigarlos, Nathan se había visto obligado a
abandonar su táctica. El resultado estaba allí, uno, sentado en medio de la cama,
mascando goma suficiente como para atragantar a un caballo y la otra, de pie junto a
la puerta, gesticulando un mudo aunque risueño "te lo dije" a su hermanito.
Erin contempló con amargura el inodoro rebosante. Decididamente, era
imperioso llamar un fontanero. Suspiró mientras cogía algunas toallas para secar
parte del agua. Entre los gastos de sus vacaciones y de los fontaneros, Nathan y
Brenda tendrían que pasar el resto del año a patatas y leche.

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—Huntley, deja ya esa goma de mascar que tienes en la boca y ayuda a tu


hermana a recoger todos los juguetes que han desparramado por la sala. Y…
Huntley, parece que esta mañana no he sido del todo clara… si vuelves a arrojar esa
pelota dentro del inodoro, una vez más, te aseguro que no tendré piedad contigo. Te
daré una buena zurra y tendrás que irte a dormir sin cenar. ¿Quedó perfectamente
claro?
Unos solemnes ojos oscuros se fijaron en los grises de la muchacha. La severa
advertencia había hallado suelo fértil.
—No lo haré, tía Erin —prometió el niño con toda seriedad.
Cuando Erin se apoyó sobre sus manos y rodillas para limpiar aquel desastre,
oyó que los niños salieron corriendo de la habitación, en busca de un refugio más
seguro. No se trataba de que no fueran sumamente adorables. Lo eran, sin dudas.
Holly era la menos problemática de los dos. La mayoría de las veces, una perfecta
dama, generalmente mortificada por las acciones de su hermano. Sin embargo, en
varias ocasiones había sido descubierta como la cabecilla de las correrías de ambos,
fingiéndose totalmente inocente cuando Huntley recibía el castigo. Erin se puso de
pie para escurrir la toalla dentro del lavabo y se detuvo frente al espejo y así,
contempló a Erin Cecile Holmes. No vio ningún rostro bellísimo ni espectacular en
él. Tampoco sus ojos hallaron ninguna curva delgada y sinuosa allí… simplemente,
se trataba de un rostro común y comente de veinticinco años de edad. Estudió su
cabellera castaña, rizada por naturaleza, la cual lucía un corte muy informal. Unos
grandes ojos de profundo gris perla iluminaban la nariz levemente respingada y
salpicada por algunas pecas, resultado de prolongadas horas bajo el sol. Todo
aquello le daba la apariencia de una joven y fresca muchachita muy inocente y pura.
Erin era una mujer muy atractiva, pero hacía ya bastante tiempo que se había
convencido de que tenía que esforzarse muchísimo más que cualquier otra mujer
para que aquella belleza se destacara. Durante toda su vida había envidiado la figura
y los encantadores rasgos de su amiga Brenda y se había consolado con el hecho de
que ella tenía una personalidad mucho mejor. Cuando ambas muchachas estuvieron
en el último año de sus estudios, los muchachos se agolpaban alrededor de Brenda,
mientras que Erin, se había quedado atrás. Ellos solían usar a Erin como paño de
lágrimas, cuando Brenda terminaba con ellos para buscar un nuevo candidato. Erin
siempre había tenido un corazón de oro. Cobijaba a aquellos muchachos debajo de su
ala maternal y los consolaba hasta que se recuperaban y volvían a ser los mismos que
habían sido antes de Brenda. Erin nunca había renegado del rol que le había sido
asignado en la vida… es decir, no hasta que Quinn Adams había aparecido en
escena.
Quinn era mucho mayor que Brenda y que Erin. La apariencia tan refinada de
aquel hombre había hecho que la muchacha se quedara contemplándolo y soñando
con llamarle la atención. Por supuesto que ella jamás se habría imaginado que
alguien como Quinn se atrevería a mirarla dos veces. Y había estado en lo cierto.
Quinn no lo hizo. No al principio. Su ardiente y profunda mirada se había posado en
Brenda y desde entonces, comenzaron a salir muy a menudo durante unos cuantos
meses. Si Erin estaba en casa de Brenda cuando Quinn pasaba por ella para salir, Erin
solía quedarse mirando a través de la ventana a la joven pareja que, feliz, caminaba
hacia el nuevo convertible rojo, riendo por alguna broma que ella no oía. Brenda se

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quedaba con la mente fija en la alta figura de Quinn. No se apartaba de aquella


ventana hasta que ellos desaparecían por completo. No se trataba de que no deseara
para Brenda toda la felicidad del mundo. Simplemente, deseaba poder estar junto a
Quinn, aunque sólo fuera una vez.
Erin suspiró mientras arrojaba las toallas dentro del cesto y luego se dirigió
hacia la cocina. Se tocó la frente. Tenía el rostro caliente, sonrojado. Desde allí,
alcanzaba a oír el parloteo de los mellizos, quienes trabajaban con diligencia para
restaurar el orden de la sala familiar. Erin controló que el trozo de carne que había
puesto en el horno marchase como era debido. Una vez satisfecha, llamó al fontanero
por segunda vez durante el día. Contra su voluntad, su mente regresó a sus
diecinueve años… año en que Brenda había contraído matrimonio con Nathan.
Brenda se había graduado un año antes que Erin. La joven y Quinn seguían
viéndose con frecuencia hasta que un día, Nathan, el hermano mayor de Quinn,
quien había terminado recientemente el servicio militar, apareció en la casa. Ambos
hermanos tenían los mismos rasgos atractivos: más de un metro ochenta de estatura,
cabellos bien oscuros y la piel color bronce dorado. Lo único que los diferenciaba
eran los ojos. Los de Nathan, de un azul intenso; los de Quinn, una clara variedad del
verde. De pronto, fue Nathan quien empezó a aparecer en la puerta del apartamento
de Brenda, reclamándola todas las noches. Cuando él le tendía la mano para
tomársela, las miradas de ambos se encontraban, y el brillo que rodeaba a la imagen
de Brenda parecía iluminar toda la sala. Aunque Nathan era realmente muy apuesto,
Erin no podía entender cómo Brenda había sido capaz de abandonar a Quinn por él.
Erin solía quedarse tendida en la cama soñando con que Quinn la besaba. Su
cuerpo joven y ansioso se estremecía de anticipación cuando se imaginaba que él la
estrechaba entre sus brazos y le declaraba su amor.
En esos sueños, Erin rechazaba desdeñosamente los ardientes avances de
Quinn, hasta que él se volvía loco de deseo por ella. Finalmente, en un innegable
gesto de bondad, Erin cedía y aliviaba la agonía del hombre. Lograba quedarse
dormida a altas, horas de la madrugada, abrazando la almohada con todas sus
fuerzas imaginando que era Quinn quien descansaba entre sus brazos, saciado y
feliz. Sueños infantiles, tontos.
El día de la boda de Brenda y Nathan no sólo cambió la vida de los
contrayentes sino la de Erin también. En un corto día, pasó de ser la muchachita
inocente y soñadora a una mujer descorazonada y asustada. Su tonto sueño se había
convertido en realidad: había yacido en los brazos de Quinn y aquello fue todo, y
más de lo que ella siempre había esperado.
El desesperado grito del gato hizo que Erin saliera corriendo hacia la sala.
Huntley estaba de pie sobre la mesa, sosteniendo al gato por la cola mientras el pobre
animal aullaba enloquecido y lanzaba zarpazos al aire mientras Huntley sostenía la
pecera con sus dos felices habitantes.
—¡Huntley Daniels! ¡Deja ese gato ya! —gritó Erin, bajando precipitadamente
los dos peldaños que conducían a la sala. Sus nervios estaban sumamente alterados
por los gritos de pánico del gato que aterrizó violentamente sobre la mesa ratona.
Luego cual un resorte, se incorporó tembloroso y salió disparando en busca de
refugio.

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—Él estaba tratando de comerse a Buck Rogers —se defendió Huntley de


inmediato, bajando de la mesa con un salto. Se apresuró a controlar a los pececillos
—. Si se hubiera comido a Cenicienta no me habría importado, pero estaba detrás de
Buck —agregó acaloradamente.
—Yo no le habría permitido que se comiera a Cenicienta —gritó Holly, mientras
se abalanzaba sobre su hermano—. De todas maneras, ese estúpido gato no tiene por
qué estar en la casa. Cuando vuelva mamá se lo voy a contar —juró la niñita
apasionadamente. Sus ojos castaños reflejaron indignación ante la presunta elección
que el gato hiciera para cenar.
—¡Basta los dos! —gritó Erin, mientras se acercaba a los niños para tomarlos
entre sus manos—. ¿Por qué no os dedicáis a mirar la televisión hasta que yo termine
de preparar la cena? Luego, jugaré a algo con vosotros —prometió ella desesperada.
Habría hecho cualquier cosa para restaurar la paz y la tranquilidad del hogar—. No
dejéis que el gato vuelva a entrar —miró a Huntley—, ni tampoco el perro, ni el
conejo. ¿Está claro?
—¿Cuándo vuelven papi y mami? —Huntley no fue muy discreto para confesar
su preferencia.
—Falta bastante —respondió Erin un tanto apesadumbrada, mientras encendía
el televisor y buscaba unos dibujitos animados—. La cena estará lista en media hora.
Tratad de quedaros sentados y de no causar problemas durante ese tiempo.
Los mellizos se acomodaron en sus asientos y despidieron a Erin con una
mirada impaciente. De no haber sido por el color de ojos de los pequeños, la
muchacha habría jurado que estaba enfrentándose con el tío Quinn. Ya había visto
esa misma expresión de disgusto en el rostro del hombre cada vez que había hecho
algo que a él no le agradaba. Con un pesado suspiro, Erin regresó a la cocina.
Ese siempre había sido uno de los problemas más graves entre ella y Quinn.
Siempre lo molestaba aunque no fuera su intención hacerlo. Después de que Brenda
y Nathan anunciaran su compromiso, el hombre había empezado a visitarla. Erin
nunca había descubierto la razón verdadera de su actitud, pero supuso que se
trataría de que una vez más, se requerían sus servicios como paño de lágrimas.
Aunque Quinn jamás lo había admitido, Erin estaba segura de que él se sentía
resentido por el hecho de que Brenda hubiera elegido a su hermano Nathan antes
que a él. Erin, con su corazón siempre blando, trató de alentarlo, de reconstruir su
ego, de convencerlo para que buscara otra mujer. A veces, cuando Erin empleaba su
táctica maternal, Quinn se molestaba en lugar de sentirse aliviado. A pesar de que la
joven siempre se recordaba que Quinn jamás se sentiría atraído hacia ella, no podía
evitar ilusionarse… ilusionarse con que algún día, ella sería quien estaría junto a él.
Pero cuando volvió a la realidad, Erin supo que en alguna parte, en algún momento
del no demasiado distante futuro, otra seductora beldad atraería la atención de
Quinn y que ése sería su fin. Quinn Daniels jamás estaría realmente interesado en la
insulsa e insignificante Erin Holmes, con sus diez kilogramos de exceso. Significaba
muchas cosas para muchas personas, pero decididamente no era ninguna estúpida.
Bueno, no tan estúpida, pensó. Cualquier jovencita habría hecho lo mismo que
ella y habría cometido el mismo error. Hacía seis años que lo conocía.

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La noche en la que finalmente decidiera sucumbir a los osados avances de


Quinn, había sido un verdadero y mágico cuento de hadas para Erin. Convencida de
que finalmente Quinn había logrado ver la luz, Erin estuvo segura de que el
matrimonio con el hombre de sus sueños sólo sería una cuestión de tiempo.
Desafortunadamente, para Quinn, esa noche no había significado lo mismo que para
Erin. Él se marchó la mañana siguiente dejando a sus espaldas a Erin amargada y
desilusionada. Se convirtió entonces en una joven muchacha inexperta que se sentía
traicionada y muy usada. No había vuelto a verlo ni a oír de él hasta poco más que
un año después, cuando por casualidad, Quinn regresó a la ciudad y a la vida de
Erin.
Al principio, ella luchó con todas sus fuerzas, tratando desesperadamente de
sofocar la atracción que aún sentía por él. Se repetía hasta el cansancio que era una
grandísima estúpida, pero los encantos y la insistencia de Quinn fueron más fuertes.
Lentamente, Erin se vio envuelta una vez más en sus brazos. Una vez más, su vida y
sus pensamientos giraron en torno a Quinn Daniels. Durante varios meses se
permitió soñar con que algún día sería su esposa y que su matrimonio sería como el
de Brenda y Nathan: perfecto… eso era lo que ella quería: un matrimonio perfecto.
A Quinn no le llevó demasiado tiempo destruir todos los sueños y las ilusiones
de la muchacha. Los ojos del hombre se tornaron esquivos. Poco después, Erin se dio
cuenta de que estaba perdida al mantener una relación con un hombre que jamás se
sentiría satisfecho de vivir junto a una sola mujer. Para Quinn, siempre existiría una
sucesión infinita de mujeres. Nathan y Quinn Daniels eran tan distintos como el día y
la noche.
Seis meses atrás, Erin había terminado definitivamente con Quinn, quien luego
se marcharía del país para trabajar en una empresa petrolera en Arabia Saudita. Erin
decidió no convertirse en una mujer amargada y desilusionada. En alguna parte de
este enorme mundo tendría que existir el hombre ideal que encajara con su idea del
matrimonio perfecto. Todo lo que tenía que hacer era encontrarlo. Por supuesto que
ese hombre no se parecería ni remotamente, a Quinn Daniels. Erin se hizo un
juramento sagrado: si alguna vez conocía a un hombre de un metro ochenta de
estatura, giraría la cabeza en otra dirección y buscaría a otro que midiera algo menos.
Si tenía ojos verdes, buscaría a otro de ojos azules. Si tenía la desventura de que su
tez fuera morena, ella caminaría tres kilómetros en busca de algún rubio que se
insolara con sólo quitarse el sombrero durante unos pocos segundos. Su hombre
perfecto sería exactamente el ejemplar opuesto a Quinn. Le había prometido todo eso
a su corazón destrozado y tenía todas las intenciones de cumplir tal promesa.
Erin vertió leche en tres vasos. Teniendo en cuenta todo lo que había tenido que
soportar durante los últimos años, había logrado hacer de su vida algo bastante bello.
Cuando Quinn se marcho de la ciudad por primera vez, Erin ingresó a la
universidad, luego realizó un curso de enfermería y finalmente se graduó como la
primera de la clase. Gracias a Dios, el problema entre ella y Quinn para nada había
interferido en su amistad con Brenda.
Brenda había sido la principal mentora de que Erin obtuviera el cargo de jefa de
enfermeras de pediatría en el enorme complejo médico en el que Brenda trabajaba.
Estaba situado en Springfield, Missouri, a unos setenta y cinco kilómetros de la casa

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de Brenda y Nathan. Había entrado a trabajar allí seis meses atrás, después de su
ruptura definitiva con Quinn.
El sonido proveniente del televisor hizo que Erin abandonara sus melancólicos
sueños y regresara a la realidad, una etapa mucho más feliz en su vida.
Inesperadamente, un día Brenda la había llamado, pidiéndole encarecidamente
que se tomara una licencia para cuidar de los mellizos durante los días que ella y
Nathan estuvieran fuera. Erin aceptó de inmediato, al darse cuenta de lo poco que
había estado con los hijos de su mejor amiga. Desde el principio supo que se había
expuesto a serios problemas con aquellos dos pequeños demonios, pero imaginó que
sería capaz de soportar cualquier cosa durante una semana. ¡Una semana! ¡Parecía
que ya había pasado con ellos todo un largo mes y Brenda sólo se había marchado el
día anterior!
El sonido de una guerra de cepillos llegó a oídos de Erin, quien se apresuró a
servir la carne y las patatas en los platos.
—Corsario Rojo, Corsario Rojo, atención. Envía de inmediato a Huntley y a
Holly —gritó Erin en medio de la mini guerra—. Es hora de comer.
Mientras disponía los platos sobre la mesa, oyó las apresuradas pisaditas que
competían para llegar primero a la cocina. Tuvo que perder otros cinco minutos más
para acompañar a los pequeños hasta el cuarto de baño para que lavaran sus manos
y caras. Finalmente, se sentaron a una cena un tanto fría. Los mellizos observaban el
plato que tenían frente a sí con suspicacia.
—El clima armonioso fue interrumpido.
—¡Huntley Daniels! —gritó Erin fuera de sí, mientras trataba de limpiarse el
producto de una broma de Huntley sobre su cara—. Te he advertido… —Erin
levantó la cabeza repentinamente. En medio de la batahola, oyó la sonora y divertida
voz de un hombre:
—¿Es necesario llamar al escuadrón policial o sólo se trata de una reyerta
amistosa?
Ante el sonido de su voz, el salón, repentinamente, se tornó tan silencioso como
una tumba. La sangre abandonó el rostro de Erin. Casi todos los platos y las bandejas
de la mesa estaban invertidos, la leche derramada y el puré caía del rostro de Erin, en
humedecidos copos, sobre sus antaño blancas zapatillas. Suspiró profundamente y
sonrió divertida en dirección al hombre alto y apuesto que estaba allí de pie.
—¿De dónde salió? —le dijo ella débilmente. La presencia de ese hombre la
puso aún más nerviosa. Lo único que le faltaba para completar el día era un asaltante
estrangulador. Volvió a contemplar aquella figura alta y musculosa, apoyada
inocentemente contra el marco de la puerta. Abundante cabellera castaña se
ondulaba sobre su cabeza y un par de ojos extrañamente interesantes, del color de las
nuevas hojas después de una lluvia primaveral, vagaron fríamente sobre las
armoniosas curvas de la muchacha. Se detuvieron durante un tiempo demasiado
prolongado sobre los abundantes senos. Obviamente la ajustadísima camiseta de
Erin le había llamado la atención.

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Cuando finalmente habló, su voz sonó muy rica y profunda. Sus ojos aún
seguían fijos en ella.
—Toqué el timbre pero, aparentemente, no lo oyeron. Me tomé la libertad de
entrar. Era obvio que había alguien en casa… —agregó, mientras luchaba
desesperadamente por sofocar el impulso de echarse a reír a carcajadas ante la
sonrojada imagen de Erin—. Veamos… creo que el nombre es… Erin, ¿no?
—Así es —contestó ella con frialdad. Sus manos intentaban poner un poco de
orden en todo aquel desastre. El rostro del hombre parecía tocar una campana en el
recuerdo de Erin, pero en ese momento, la joven no podía acertar el nombre.
Los mellizos habían firmado una tregua. Se bajaron de las sillas
inmediatamente y corrieron a abrazarse con todo cariño a las piernas del visitante.
—Tío Price, tío Price —gritaron a coro—. ¿Nos has traído alguna sorpresa?
Price bajó la vista en dirección a los pequeños enredados entre sus piernas y
sonrió con escepticismo.
—¿Creéis que merecéis algo?
—S-í, sí, nos hemos portado muy bien —juraron seriamente, mientras saltaban
entusiasmados.
Erin los miró sin poder creerlo. Si ese hombre les creía era porque estaba
totalmente loco.
—Sí, ya veo lo buenos que habéis sido —expresó él con toda calma.
Los mellizos se apaciguaron y sus ojitos castaños miraron con culpa el desastre
de la mesa y a su pobre tía, quien aún tenía puré de patatas por todas partes.
—Te diré qué haré —negoció Price extendiéndose sobre la mesa para ordenar
los dos vasos de feche otra vez—. Tú y tu hermano volvéis a sentaros a la mesa y
termináis de cenar. Después iremos en busca de las sorpresas, ¿hecho?
—¡Hecho! —gritaron ambos sumamente entusiasmados, corriendo una vez más
hacia sus respectivas sillas.
Price levantó la vista desde su sitio junto a Holly. Su mirada de esmeralda
capturó la de Erin.
—Muy bien, pequeños. Vosotros terminar de comer en orden que a mí me
gustaría ir a la sala para hablar un minuto con Erin, si es que a ella no le importa —
sonrió encantadoramente.
Al oír el tono profundo de su voz, los latidos del corazón de Erin se
desaceleraron momentáneamente. Le recordaba dolorosamente la voz de otro
hombre… nerviosamente, pasó las manos sobre los costados de sus pantalones jeans.
Se preguntaba de qué querría hablarle aquel hombre.
—¡Lo haremos! —asintieron los mellizos angelicalmente.
Price condujo a Erin a la sala, esquivando los montículos de juguetes que se
hallaban esparcidos por doquier.

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—Esos niños… —farfulló Erin por lo bajo, mientras rescataba una muñeca de
los errantes pasos de Price.
Price extendió su amistosa mano en dirección a Erin.
—Me llamo Price Seaver y aunque recuerdo tu nombre de pila, me temo que
por mucho que me esfuerce, no podré recordar tu apellido —sonrió como ofreciendo
una disculpa.
—Holmes —la cabeza de Erin empezó a latir dolorosamente. Sus ojos se fijaron
en el hombre que estaba de pie frente a ella. Estaba boquiabierta. Sólo había visto a
Price Seaver una sola vez en su vida, la noche de la boda de Brenda y Nathan, pero
por alguna razón, él le recordaba a Quinn. Mentalmente se zamarreó para olvidar
aquellos pensamientos y concentrarse en lo que le decía; que estaba de paso por la
ciudad y se había detenido un minuto para visitar a Nathan. El modo en que su
castaña cabellera se mecía sobre el cuello de su camisa, algo desordenada aunque
elegante, el inusual matiz verde de sus brillantes ojos, las espesas pestañas que le
daban una apariencia serena y fría, el modo en que superaba la estatura media de
Erin cuando le hablaba…
—Erin —Price se detuvo en la mitad de la frase y la miró—. ¿Soy yo quien tiene
puré de patatas en la cara?
—¿Qué? Eh… no. No, perdón. ¿No te importa si traigo una toalla de cocina
para quitarme el pegote que tengo en la cara? —fue rápidamente hacia la cocina y
regresó con un paño humedecido sobre el rostro.
—¿Para qué querías verme? —preguntó ella muy directa.
Price pareció un poquito asombrado por el repentino cambio de la mujer pero
se recuperó de inmediato.
—En realidad, para nada. Sólo pensé que sería bueno que les diéramos un poco
de tiempo a esos dos bribones para que pudieran cenar solos. ¿Te quedas a cuidarlos
esta noche?
Erin se llevó la mano a la sien y la masajeó de inmediato para tratar de aliviar
los latidos. Tenía la sensación de que le estallaría de un momento a otro.
—Brenda y Nathan se han ido de vacaciones por unos pocos días. Yo me
quedaré con los niños hasta que ellos regresen.
Price soltó un bajo silbido mientras contemplaba los dedos de Erin que no
dejaban de masajear las sienes.
—Has de ser una amiga de oro como para tomarte semejante responsabilidad
—observó él con gran admiración.
Erin se esforzó por esbozar una pálida sonrisa al oír el cumplido.
—Debo admitir que me había olvidado lo… activos que son los mellizos.
—¡Activos! Son como una doble carga de dinamita que se realimenta con el
paso de cada hora —Price sonrió y su blanquísima dentadura resaltó con su
bronceada piel.

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Erin se lamentó hundiendo el rostro entre las manos. Hasta el más mínimo
detalle de Price le recordaba a Quinn Daniels.
—¿Le sucede algo malo? —preguntó Price, con voz de preocupación.
—No, simplemente estoy muy cansada y tengo un terrible dolor de cabeza. Si
quieres, diré a Brenda y a Nathan que has pasado por aquí. Ellos regresarán dentro
de una semana; quizá, puedas volver entonces —le dijo Erin, mientras se ponía de
pie y comenzaba a acompañado hasta la puerta. Lo que más deseaba en ese momento
era deshacerse de aquel doloroso recordatorio de Quinn, enviar a los mellizos a la
cama y descansar, ¡sola!
—¿Por qué tengo la peculiar sensación de que tratas de quitarme del medio? —
sonrió Price, dado que Erin prácticamente estaba empujándolo hacia la puerta.
Repentinamente se detuvo y la miró extrañado—. Prometí a los mellizos una
sorpresa para cuando terminaran de cenar.
—Por favor, vete ya.
—¿Cómo? —Price levantó una descreída ceja en dirección a Erin.
—He dicho que te marcharas —Erin sabía perfectamente que estaba
comportándose ilógicamente descortés, pero por alguna extraña razón, no le
interesaba.
—¿He hecho algo que te ofendió?
—No seas tonto. Por supuesto que no me has ofendido —Erin comenzó a
empujar una vez más aquel pesado cuerpo que se negaba a marcharse—. Se está
haciendo tarde y quiero que los mellizos se acuesten temprano.
Price echó un vistazo a su reloj.
—¡A las cinco de la tarde!
—¿Son sólo las cinco? ¡Me parecía que ya era medianoche! —se lamentó Erin.
—Bueno, Erin, mira, yo no quiero echar más leña al fuego, pero después de
todo, he venido para ver a los mellizos…
—Dijiste que habías venido a visitar a Brenda y a Nathan —dijo Erin con muy
malos modales.
—Brenda, Nathan y los mellizos —con mucha brusquedad, se quitó la mano de
Erin de encima—. ¿Cuál es tu problema, mujer?
—¡Mi problema! ¡Mi problema! Si quieres que sea completamente sincera, bien,
entonces te contaré cuál es mi problema —los ánimos de Erin ya estaban a punto de
ebullición, de modo que la cautela y los buenos modales quedaron en el olvido—. Tu
presencia me molesta —abrió la puerta y literalmente, echó de un puntapié al
confundido Price.
—¿Qué fue lo que hice?
—No me gustan los hombres de un metro ochenta. Detesto a los que tienen
cabellos ondeados y castaños. Y particularmente, no soporto a los que tienen tu color
de ojos —en ese momento, los ojos de Erin lanzaban ardientes llamas—. En suma, ¡no

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puedo aguantar el hecho de tener que verte! —dio un portazo, enfurecida, en la


despavorida cara del pobre Price.
Cuando cerró la puerta, comenzaron a oírse insistentes golpes y el sonido
constante del timbre. Erin estaba apoyada sobre la puerta, atónita. No podía creer lo
que había ocurrido. Se cubrió el rostro con las manos y casi se echó a llorar. La cabeza
le martillaba enloquecida. ¿Qué demonio la había poseído? Era cierto que Price
Seaver tenía cierto parecido remoto con Quinn Daniels, pero no eran tan idénticos
como para provocar una reacción tan ilógica como la que Erin acababa de manifestar.
Los golpes de la puerta se intensificaron. Erin giró sobre sí misma
abruptamente y la puerta se abrió de repente, con furia.
—¿Y ahora qué? —gritó ella.
—Quiero despedirme de los niños, si no te importa —Price la miró con una
expresión tormentosa y luego se abrió paso en la sala, murmurando entre dientes—.
Cuando me detuve para venir a visitar a los niños no tenía ni idea de que tendría que
vérmelas con una psico…
—Limítate a decir chau. No tengo ningún interés en recibir un diagnóstico
clínico de mi comportamiento —lo interrumpió Erin agudamente.
Price se encaminó hacia la cocina y se detuvo, para volver a mirar a la
muchacha.
—Voy a jugar a las adivinanzas: ¿a que yo te recuerdo a una notable especie de
Satán? —dijo, dado que no pudo resistir el impulso de agregar una frase hiriente.
Una fugaz luz de dolor se reflejó en los enfadados ojos grises que en ese
momento, se fijaron en los de Price. Por una décima de segundo, Price sintió la
necesidad de proteger a aquella joven pálida que estaba de pie frente a él. En algún
momento de su vida, ella debió de haber sufrido mucho por un hombre con las
mismas características de Price, lo suficiente como para que ella detestara a todos los
hombres.
—Detesto abandonar una compañía tan estimulante, pero iré a ver a los niños
antes de marcharme. La próxima vez que venga a la ciudad, me aseguraré de
buscarte… —la voz de Price fue desvaneciéndose. Erin parpadeó y luego su vista
quedó como perdida—. ¿Erin? ¿Sucede algo malo? ¿Estás enferma…? —el mal
humor de Price cesó repentinamente. Caminó hacia ella tratando de obtener alguna
respuesta de su parte.
—Creo que voy a desvanecerme…
Un repentino y aterrador abismo negro comenzó a devorarla lentamente. Unos
brazos fuertes la rodearon y la atrajeron hacia un musculoso pecho. Fue inesperado.
Por supuesto que tampoco lo había deseado, pero una vez más, Erin Holmes se
encontró en los brazos de un hombre de un metro ochenta, con cabellos ondulados y
unos bellísimos ojos verdes.

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Capítulo 2
Erin no supo con exactitud cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero al
despertar, sintió que cuatro pequeñas manos le palmeaban las mejillas. Tenía un
paño frío sobre la frente, pero el intenso, casi insoportable dolor aún latía en su
cabeza.
—Te curarás pronto, tía Erin —le aseguró Holly, acariciándole tiernamente la
mejilla—. Tío Price te cuidará.
—Gracias, Holly —trató de levantar su cabeza pero una mano firme lo impidió.
—Quieta, Erin. Has estado inconsciente durante algunos minutos.
Price se inclinó sobre ella. Erin llegó a percibir el pálido aroma de una colonia
para después de rasurarse, mientras el hombre, con extremo cuidado, le pasaba el
paño húmedo sobre el rostro.
—Por favor, Price… —se extendió para detenerle la mano—. Estaré bien.
Gracias.
El contacto con aquella mano la hacía estremecerse.
—Puede ser, pero de todas maneras, tendrás que permanecer aquí recostada
por un rato. ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó él, mientras le cubría las piernas con un
cobertor.
—Suelo tener terribles jaquecas. He padecido una de ellas durante todo el día
—dijo ella débilmente, cerrando los ojos a causa del dolor.
—¿Jaquecas? Deben ser bastante terribles —dijo Price suavemente.
—Hace varios años, sufrí un accidente automovilístico y desde entonces
padezco jaquecas.
—¿Tienes algún medicamento para eso? —preguntó, mientras le quitaba a los
mellizos de encima—. Oíd, ¿no tenéis nada que hacer en vuestro cuarto? —preguntó
él firmemente, enviándolos a su habitación.
—¿Podemos jugar con acuarelas? —preguntó Huntley ilusionado.
—Claro, claro… sólo que no hagáis ruido, ¿eh? Tía Erin no se siente bien —dijo
ausente.
Erin tenía tanto dolor que casi ni se dio cuenta de la conversación que se
desarrollaba junto a ella.
—¡Qué bueno! —Huntley salió corriendo hacia su cuarto y Holly lo siguió. El
fuerte portazo de la habitación hizo temblar toda la casa mientras los pequeños, muy
alegres, buscaban sus pinceles y pinturas.
—¿Puedo llevarte a tu cama? Este sofá no parece muy cómodo —sugirió Price,
arrodillándose junto a ella. Estaba siendo tan dulce con ella que su actitud le
acentuaba el dolor.
—Oh, Price, vete —gimió ella.

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—¿Cuánto tardarán Brenda y Nathan en volver?


—Una semana —sintió deseos de gritar: Vete, Price. Ese día había sido una
verdadera pesadilla para ella.
Price se puso de pie y empezó a caminar por la sala, frotándose la nuca con una
de sus enormes manos.
—¡Una semana! ¿Cómo cuernos has aceptado cuidar de esos… terrores del
demonio durante toda una semana? Yo ni siquiera puedo soportar estar con ellos una
hora y me hablas de una semana.
Una débil sonrisa afloró en los labios de Erin, quien aún seguía con los ojos
cerrados. Podía imaginarse perfectamente a aquellos mellizos a su cargo durante
toda una semana. Price parecía ser una persona inmaculada en el vestir y
probablemente, su vida estaría muy bien organizada. No había dudas de que los
niños en mucho interferirían en su estilo de vida.
—No los veo con mucha frecuencia —murmuró ella—. Quería pasar un
tiempito con ellos, de modo que acepté cuando Brenda me pidió que me quedase.
—Te arrepentirás —le dijo él con pesadumbre—. De aquí a una semana, los
tendrás arrancando tu cabellera de raíz, pelo por pelo.
¡Ja! Una semana, pensó ella secamente. ¡Ni un día!
—Me encantan esos dos terremotos —se apresuró a agregar—, pero el
inadaptado de Nathan les deja hacer lo que se les venga en gana, hasta cometer un
homicidio. La última vez que estuve aquí, prendieron fuego a mi maletín. Quemaron
cada maldito papel que estaba adentro —recordó él incrédulo, meneando la cabeza
como si aún no le cupiera en la mente semejante hecho—. Si fueran hijos míos, los
pondría en su lugar en un abrir y cerrar de ojos.
—Lo sé —se conmiseró ella—, pero a mí no me corresponde hacerlo.
Price dejó de caminar y contempló intensamente el rostro gris verdoso de Erin.
—¿Cuánto suelen durar estas jaquecas?
—Días —admitió ella.
—No puedes cuidar de esos pilluelos en tu condición —dijo.
—Tendré que hacerlo.
—Si trataras, podrías evitarlo —observó él—. Supongo que tendré que buscar a
alguien que venga a darte una mano… —Price parecía bastante preocupado por
aquel infortunado destino.
—De alguna manera voy a arreglarme —dijo ella apesadumbrada.
—¡Alguien tiene que asumir el mando de esta casa! Ni siquiera puedes levantar
tu cabeza de la almohada —dijo—, de modo que no sería cosa rara que el "comando
dos" pusiera bombas de tiempo por toda la casa.
—Yo estaba desenvolviéndome muy bien hasta que llegaste —respondió Erin
enfadada, mientras luchaba por liberarse del cobertor que le cubría las piernas.

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—Por favor… Price. No tienes que estar aquí adentro —protestó ella a pesar de
su malestar.
—Ya lo sé —le dijo él, mientras echaba hacia atrás sus húmedos rizos castaños
—, pero quiero hacerlo. ¿Te sientes mejor? —preguntó después de un momento,
envolviéndola en sus cálidos brazos para aquietar el explosivo temblor de su cuerpo.
—Creo que sí. ¿Puedes ayudarme a llegar a mi cuarto? —Erin ya no estaba
como para seguir luchando.
—Creo que podré hacer el esfuerzo —la levantó en sus brazos y la condujo
nuevamente hacia el pasillo—. ¿Cuál es tu habitación? —preguntó, mirándola a los
ojos. A Erin le golpeteó su corazón al ver aquella sonrisa tan radiante.
—La primera de la derecha —le dijo ella. Price la presionó con todas sus fuerzas
contra su pecho al dirigirse hacia la habitación. Erin era sumamente consciente de los
cinco kilos de sobrepeso que tenía y mentalmente se reprochó por la rosquilla que
había comido en el desayuno.
—No tienes que cargarme —protestó ella mientras Price caminaba por el pasillo
sin dificultad.
Llegaron a la habitación y Price tendió a Erin sobre la cama.
Ella se quedó contemplando aquel físico delgado; era todo músculo, pura
virilidad.
—En mi bolso, sobre el tocador —dijo ella, consternada.
Price revolvió dentro del bolso y encontró una botellita de plástico.
—¿Estos? —preguntó mostrándole su hallazgo.
—Sí —susurró ella.
—Iré por un vaso de agua para que te tomes esto —Price se dirigió al pequeño
cuarto de baño que estaba junto a la habitación.
Erin se quedó junto a la cama, mirándola intensamente.
Erin se llevó las píldoras a su temblorosa boca y las tragó con un sorbo de agua.
Los ojos de ambos volvieron a encontrarse cuando Erin le devolvió el vaso y apoyó
nuevamente su cabeza sobre la almohada.
—¿Mejor? —preguntó él con ternura.
—No, en realidad —se lamentó ella.
—Bueno, tenemos que planear qué haremos. Debo marcharme.
Price caminó hacia la ventana. La luna que se elevaba se reflejaba sobre las
aguas tranquilas del lago Table Rock.
—Aún no he buscado ningún hotel, de modo que por esta noche, usaré la
habitación de Brenda y Nathan. Mañana trataré de conseguir a alguien para que
venga en tu auxilio.
Chillones vitoreos atravesaron el silencio de la noche. El sonido de pequeños
pies que corrían veloces llegó hasta los oídos de Erin. La puerta de su habitación se

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abrió de golpe y Huntley y Holly irrumpieron en ella, cabalgando en sus imaginarios


potros.
—¡Oh, por Dios! —se lamentó Price y comenzó a sacar a los niños de la
habitación a la fuerza—. Dejaremos que tía Erin duerma un poco ahora. Nosotros
iremos a lavarnos.
Cuando se apoyó sobre la almohada, Erin ya comenzaba a sentir los piadosos
efectos de la medicina. Estaba flotando en un oscuro vacío cuando, muy a lo lejos,
oyó la despavorida voz de Price, quien aparentemente, acababa de entrar al cuarto de
los mellizos.
El resto de la noche fue un blanco total para Erin. Las píldoras la habían sumido
en un profundo sueño. La mañana siguiente, despertó con la charla de los mellizos
quienes estaban jugando en su cuarto. Se sorprendió al ver que el sol apenas
asomaba sobre una colina. La cabeza aún le latía. Miró el reloj que tenía junto a la
cama y notó que eran apenas las seis. Erin, vacilante, se sentó sobre el borde de la
cama. Con todas las fuerzas que fue capaz de reunir, se puso de pie y lentamente
caminó hacia el cuarto de baño. Salió diez minutos más tarde con el rostro lavado, los
dientes cepillados y la sensación de que alguien golpeteaba con un martillo dentro de
su cabeza. Salió al corredor y caminó con mucha cautela hacia el cuarto de los niños.
La medicina la había dejado temblorosa. Estaba débil.
—Buen día, niños —sonrió levemente—. ¿Dónde está tío Price?
—Todavía duerme —dijo Holly irritada.
—Tengo hambre, tía Erin —dijo Huntley—. ¿Podemos comer algo ahora?
Erin se apoyó débilmente contra el marco de la puerta. Su cabeza le imploraba
más medicina.
—No sé si podré preparar algo en este preciso momento, Huntley. ¿Por qué no
esperas a que tío Price se levante? —preguntó ella ilusionada.
—¿Podemos ir a despertarlo? —preguntó Huntley entusiasmado—. Mami y
papi nos permiten que vayamos a despertarlos cuando tenemos hambre… y ahora
estamos muertos de hambre —agregó, como para causar más lástima.
—Bueno… no lo sé…
Los mellizos se dirigieron volando al cuarto de Price y golpearon la puerta
contra la pared. El intenso sonido vibró en la habitación como una explosión. Al
instante, la cabeza de Price se despegó de la almohada y miró a su alrededor sin
comprender nada en el momento en que los mellizos aterrizaron abruptamente en
medio de la cama.
—¿Qué… qué está sucediendo? —preguntó, confundido, tratando de controlar
los abrazos de los pequeños.
—Tenemos hambre, tío Price. ¡Tía Erin nos dijo que tú podrías prepararnos
unos panqueques! —dijo Huntley con una carita tan angelical que inspiraba ternura.
Erin, desde la puerta, quedó boquiabierta.
—Aguarda un momento, Huntley. Yo no he dicho que tío Price te prepararía
panqueques —Erin debió luchar con todas sus fuerzas para sofocar la carcajada que

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amenazaba con aparecer en sus labios ante el estupor somnoliento de Price. El latir
de su corazón hizo una pausa. Price se sentó en la cama y pasó los dedos por su
enmarañada cabellera castaña. Su pecho, ancho y musculoso, se hallaba cubierto por
una espesa capa de vello oscuro que llegaba hasta donde la sábana lo cubría, por
debajo de su cintura.
Price levantó la vista. Erin estaba apoyada en el marco de la puerta y los
mellizos seguían con su parloteo matinal, dándole detalles de lo que deseaban comer
con los panqueques.
—Está bien. Está bien. Tranquilizaos un momento —les dijo, abrazándolos
contra su pecho. Luego volvió a mirar el pálido rostro de Erin—. ¿Te encuentras bien
esta mañana?
Erin le dirigió una temblorosa sonrisa.
—A decir verdad, no. Me temo que tendré que ingerir más píldoras… lo
lamento —murmuró ella ante la expresión que apareció en el rostro del hombre.
Holly se bajó de la cama con un salto y atravesó la habitación para tomar la
mano de Erin en la suya.
—Ven, tía Erin. Todos tenemos que darnos besitos de los buenos días —
proclamó con firmeza, conduciendo a la muchacha hacia la cama de Price.
—¿Qué? —Erin rió con gesto interrogante. Con un salto similar, Holly volvió a
subir a la cama, para ocupar su lugar junto a Price y a Huntley.
—Cada uno tiene que dar un besito al otro para desearle buenos días. Eso es lo
que hacen mami y papi —dijo ella severamente, inclinándose sobre Price para
plantar un sonoro beso sobre su mejilla.
Una alocada rueda de besos se sucedió entre los mellizos y, sus tíos. Erin se
echó a reír al ver que rodeaban el cuello de Price con tanta euforia que casi lo
hicieron caer de la cama.
—Ahora tú tienes que darle al tío Price el besito de los buenos días —le ordenó
Holly con dulzura.
Inmediatamente, desaparecieron las sonrisas de los rostros de Price y Erin. Erin
se ruborizó mientras que Huntley y Holly aguardaron pacientemente a que se
completara el rito de todas las mañanas.
—Yo… no creo que eso sea necesario —dijo Erin, bajando los ojos, avergonzada.
—Pero papi y mami siempre lo hacen —dijo Holly con los ojos castaños
bastante confusos.
Erin se aventuró a dirigir una mirada a Price, quien, obviamente, estaba
disfrutando de la incomodidad que experimentaba la muchacha. Holly estiró sus
bracitos y acercó las muy mal dispuestas cabezas.
—Tenéis que besaros —ordenó la niña, casi golpeándoles las cabezas. Los
azorados ojos grises de Erin se fijaron en aquellas esmeraldas, radiantes de diversión.
Price, con tono de broma dijo:
—Sí, tía Erin tienes que dar tu besito.

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Erin se inclinó levemente, y rápidamente besó a Price sobre la mejilla.


—No… —gruñó Holly totalmente desencantada—. Así no. ¡Así! —se extendió y
besó sonoramente a Price sobre los labios—. ¿Ves? —con gran determinación,
empujó el rostro de Erin contra el divertido rostro de Price—. Ahora, bésalo, pero de
verdad —le ordenó.
—Sí, tía Erin —dijo Price, mientras sonreía socarronamente—. ¿Acaso no sabes
cómo dar el beso de los buenos días a un hombre, pero de verdad?
Una extraña debilidad invadió a Erin. Price se acercó más y le tocó ligeramente
la boca con la suya. Durante un momento, Erin se quedó helada y cerró los ojos, para
saborear la sensación de ambas bocas juntas. Los labios de Price volvieron a rozar los
de ella, implorándole una silenciosa respuesta. Erin abrió lentamente los ojos para
mirarlo. Con un suspiro de derrota, llevó sus vacilantes labios hacia los de él, para
tocarlos con mayor firmeza. Price extendió sus manos para tomar la rizada cabeza.
Atrajo a Erin a sus brazos y cerró su boca sobre la de ella.
Los meses se evaporaron. De pronto Erin se halló nuevamente en los brazos de
Quinn, con su boca devorando la de ella con exigente intensidad. Ambos parecieron
olvidar que tenían espectadores. Cuatro ojitos castaños contemplaron la escena,
mientras Price la tenía cautiva en su seductor abrazo.
Erin lo oyó gemir suavemente cuando de mala gana, interrumpió el beso. Sus
manos apretaron dolorosamente la cabeza de Erin, que todavía seguía latiendo.
Hacía mucho tiempo que Price no besaba a una mujer de ese modo y para su
sorpresa, le gustó.
Unas manos impacientes los separaron. Erin miró los tormentosos ojos de Price.
Unos ojos que le decían que de haber estado a solas, podría haberle pedido mucho
más que un simple beso.
—¡Suficiente! —vociferó Huntley—. Lo habéis hecho muy bien. Igual que
mamá y papá.
Price no abandonó con sus ardientes ojos la mirada de la muchacha, mientras
respondía suavemente:
—¿Estás seguro? Quiero que no me queden dudas de que es exactamente igual
al beso de papi y mami.
—Lo es —afirmó Holly, bajándose de la cama de un salto—. Aunque algunas
veces papi quiere que volvamos a nuestro cuarto a jugar un ratito más. Dice que si
nos portamos muy bien y no los molestamos, nos preparará algo realmente especial
para el desayuno —dijo la niña, con infantil inocencia.
—Mmm, claro —dijo Price, con la mirada aún fija en Erin—. Me gustaría saber
si corre lo mismo para mí —murmuró en voz baja.
Erin salió abruptamente de su estupor y se retiró de los brazos de Price con
sentimiento de culpa.
—No seas ridículo. No voy a cometer ese error dos veces en mi vida —dijo ella,
cortante. Los mellizos, salieron de la habitación rumbo a la cocina.

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Price se desperezó como una pantera haragana bajo el sol. Sus músculos se
tensionaban bajo la luz de la mañana. La sábana se deslizó sobre sus caderas.
—¡Vaya, vaya, mi querida Erin! ¿Quieres decir que el idiota que se parece a mí
se aprovechó de ti una vez? —su fría mirada de esmeralda la atrapó mientras él
seguía conversando en un tono bajo de voz—. No tienes que preocuparte. En este
momento, lo último que deseo en mi vida es una mujer, por casual que sea el
encuentro —entonces, su voz sonó muy fría e indiferente.
Los ojos de Erin se tornaron tan gélidos como los de él. Su paciencia alcanzaba
los límites ante tanta arrogancia.
—¡Eres un pedante y egoísta imbécil! ¡Mi vida privada nada tiene que ver
contigo! —las lágrimas le nublaron los ojos. Erin comenzó a avanzar hacia la puerta.
Quería encontrar refugio en su cuarto, escapar de aquel hombre hiriente y de su
cabeza, que aún no dejaba de latirle.
—Pero, Erin —dijo Price desde la cama—. No recuerdo haberte hecho ninguna
sugerencia indecente. Tienes un verdadero problema con los hombres, ¿no es cierto?
¿Qué habría pasado conmigo si realmente me hubiera propasado contigo? —rió con
perversas carcajadas.
—¡Eres insoportable! Y puedes estar seguro de que jamás me encontrarás en tu
apestosa cama. Quizá no tenga la misma belleza que tiene Brenda, pero jamás me
rebajaría al punto de acostarme con un hombre como tú, Price. Nunca lo olvides.
Price la miró muy molesto.
—No hagas comentarios a los cuales eres incapaz de soportar —le gritó,
mientras ella corría por el corredor—. Puede que se me ocurra envolverte en un saco
de residuos —gritó Price, después de oír la puerta del cuarto de Erin que se cerraba
violentamente. Después de que la joven se marchara, Price se quedó pensando en ella
momentáneamente. No podía entender por qué estaba tan acomplejada con su físico.
Price pensaba que era una muñequita con vida. Pero no estaba interesado.
Erin se metió bajo los cobertores de su cama en un estado deplorable,
maldiciendo el día en que había conocido a Price Seaver. Se quejó y hundió la cabeza
en la almohada. Trató de olvidar su dolor y su irritación, pero no lo consiguió. Con
sólo pensar que se tenía que levantar para tomar su medicina se moría de cansancio,
por lo que decidió permanecer acostada sufriendo el terrible tormento. La puerta de
la habitación se abrió muy lentamente y Erin oyó unos pasos muy suaves
acercándose a la cama. Unos brazos fuertes y compasivos la levantaron para tenderla
sobre la espalda. Una vez más, apareció el paño húmedo y frío sobre su frente. Las
manos que se encargaban de asistirla, como si ella hubiera sido una frágil posesión
que pudiera romperse con facilidad, eran ásperas y un tanto callosas.
—Bebe esto —ordenó Price con tono de voz muy duro, aunque sus ojos de seda
transmitían otro mensaje diferente. Erin, a ciegas, tanteó las píldoras y las tomó
agradecida, mientras Price le mantenía en alto la cabeza.
Le ofreció unos cuantos sorbos de agua y con sumo cuidado, volvió a apoyarle
su cabeza en la almohada.

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—¿Los médicos no pueden encontrar ninguna solución a esto? —preguntó él


suavemente, mientras reacomodaba los cobertores de la cama.
—No. Es posible que algún día desaparezcan los dolores de cabeza, pero por el
momento, tengo que aprender a convivir con ellos —jamás Erin había experimentado
tanta ternura. Por alguna razón, mientras Price estuvo sentado a su lado, el dolor no
le resultó tan insoportable como antes.
—¿Crees que puedes comer algo? —preguntó él, inclinándose sobre ella para
masajearle la frente con el paño—. Anoche no cenaste.
—No, por favor… no podría comer nada. Sólo asegúrate de que los niños
coman.
—Ellos están vistiéndose en su cuarto. Luego yo iré a la cocina a intentar
prepararles panqueques —dijo él apesadumbrado. Le quitó el paño y lo llevó al
cuarto de baño para mojarlo nuevamente.
Lo último que Erin podía hacer en ese momento era mantener una
conversación, y sin embargo, no quería terminarla.
Hacía tantos meses que se había inmunizado contra el mundo masculino que
casi había olvidado lo grave que una voz de hombre puede sonar o lo hermoso que
es sentir el contacto con sus manos.
Price regresó y se dirigió al peinador de Erin. Abrió el cajón superior y empezó
a buscar en su interior, casi en silencio.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, asombrada.
—Estoy buscando uno de tus camisones —contestó él ausente, mientras tomaba
uno azul, transparente. Lo examinó cuidadosamente y luego, satisfecho con su
elección, cerró el cajón y avanzó hacia ella—. ¿Podrías sentarte un momentito? —le
preguntó, mientras la impulsaba hacia arriba con las manos.
—¡Price! ¿Qué crees estar haciendo?
—Algo que debí haber hecho anoche —contestó, esquivando los manotazos que
Erin lanzaba al aire—. Termina ya, Erin. Estoy tratando de ponerte algo más cómodo.
Price la descubrió y el rostro de Erin se ruborizó cuando él le quitó sus
pantalones jeans con un solo movimiento… obviamente tenía mucha práctica. Luego,
Price enganchó sus pulgares en las bragas de la joven.
—Lo único que consigues con todo este forcejeo es que te duela más la cabeza
—le advirtió—. No entiendo cuál es el problema. Haz de cuenta que soy tu médico —
le dijo, quitándole las bragas con absoluta suavidad.
—¡Un médico! —protestó Erin—. ¡Ningún doctor me ha desnudado así nunca!
—No te preocupes —dijo él, mientras le quitaba la camiseta por la cabeza con
total indiferencia. Desabrochó el sostén y los senos de la joven quedaron en libertad.
Price los contempló durante un lapso inesperadamente prolongado—. Aunque debo
admitir que cuesta un poquito ignorar esto.
—¡Eres… detestable! —gruñó Erin, con el rostro hirviendo—. Si no estuviera
tan enferma, te daría una buena bofetada en esa asquerosa cara que tienes —dijo ella

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enfurecida. Sentía que el rubor de su rostro se extendía hacia los senos. Los oscuros
centros comenzaron a endurecerse y erectarse por el intenso escrutinio.
—No soy más que un desinteresado espectador tratando de colaborar —dijo él
espontáneamente. Sus ojos volvieron a fijarse en el rostro de Erin. Tomó el camisón y
se lo puso por la cabeza—. Repítete eso constantemente. Eso hará que todo sea más
sencillo.
—¡Desinteresado! —contestó ella rabiosa, dando una sonora cachetada la mano
de Price que acarició uno de sus pechos antes de que él se pusiera de pie.
—Tienes una horrible disposición, ¿lo sabías? —dijo Price, tendiéndola sobre la
cama suavemente—. Si yo estuviera en tu testarudo pellejo, me sentiría agradecido
de que alguien desperdiciara su valioso tiempo para ayudarme.
—Yo no necesito tu ayuda —le contestó Erin irritada.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Price.
—Tú sabes tan bien como yo que eso no es verdad. De modo que permanece
acostada ahí como una niñita buena, cúrate de tu maldita jaqueca y permite de una
vez por todas que pueda volver a dedicarme a mi vida.
Erin lo miró bastante enfadada.
—¡No te necesito absolutamente para nada, Price Seaver!
—¡Pero qué cabezona! Vete a dormir, Erin. No eres más que un caso perdido —
con pasos enormes, Price llegó hasta la puerta y la abrió violentamente—. Voy a
registrar todo este vecindario para tratar de encontrar a alguien con la paciencia
suficiente como para hacerse cargo de todo esto. De lo contrario, podría llegar a
perder todos mis preceptos religiosos contigo —dio un fuertísimo golpe a la puerta.
Erin cerró sus ojos tratando de eliminar de su mente el apuesto rostro e Price y
el estremecedor beso que le diera momentos atrás.

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Capítulo 3
Cuando Erin volvió a abrir los ojos, apenas eran las siete de la mañana. Se
quedó acostada, muy quieta, tratando de oír las voces de los niños. Pero… nada. La
casa presentaba un silencio sepulcral. Sólo por un delicioso momento, Erin recordó
que Price estaría cerca de ella y quizás, ésa fuera la razón de tanto silencio. O, quizás
había encontrado a alguien para que cuidara de los niños y él se había marchado. Al
pensarlo, sintió una dolorosa puñalada en el corazón. Simplemente, estaba
comportándose como una tonta otra vez. ¿Qué podía importar si Price estaba todavía
allí o no? Al fin de cuentas, él se marcharía de un modo u otro.
Tomó la bata que Price debió de haber doblado sobre los pies de su cama. Se
levantó y caminó con cautela hacia el cuarto de baño. Su jaqueca parecía estar
cediendo lentamente. Aquella banda de dolor que le había estado rodeando el
cerebro con tanta insistencia, comenzaba a aflojarse. Mojó un paño limpio y se lo
pasó por la cara. Emitió un audible quejido al ver su deplorable reflejo en el espejo.
¡Lo que Price estaría pensando de ella! Al instante captó el objeto de sus
pensamientos. ¿Por qué tendría que importarle lo que Price pensara o dejase de
pensar? Aún…
Durante los últimos años, había aprendido a maquillarse de tal manera que su
rostro se viera más favorecido. Por otra parte, llevaba un corte de cabello que iba
justo con su personalidad. Sí, aunque no era ninguna Brenda, Erin podía impresionar
a Price…
Se encogió de hombros con bastante rechazo por sí misma y dejó a un lado el
paño húmedo. Si alguna vez volvía a ver a Price, se aseguraría de que su apariencia
fuera irreprochable. Por supuesto que a él no le interesaría, pero para el ego de Erin
sería terriblemente fructífero después de aquel caótico encuentro.
Erin, con piernas temblorosas, salió al corredor en busca de algo fresco para
beber. No pudo evitar admirar la cocina, inmaculada y brillante. Quien quiera
hubiera sido la persona que Price había contratado, obviamente era muy eficiente…
mucho más de lo que la misma Erin había sido.
Cuando Erin abrió lentamente la puerta del cuarto de los trastos, se topó con
una imagen de pura tranquilidad. Ambos mellizos estaban sentados junto a Price,
con las ropas y los rostros sumamente limpios, comiendo felices unas manzanas. Sus
ojitos infantiles e inquisitivos observaban atentamente al tío Price.
Alzaron la vista al ver que la puerta se abría y sonrieron radiantes a tía Erin.
—Hola, tía Erin —la saludaron. Price giró la cabeza y estudió las femeninas
curvas, apenas cubiertas, de aquella figura que se hallaba apoyada contra la puerta.
Sus ojos se detuvieron fugazmente en la brevedad de su bata. Price había escogido el
camisón más sugestivo que ella tenía. El escote pronunciado y el género casi
transparente que apenas le cubría los muslos, hacían del conjunto una prenda casi
indecente como para pasearse por la casa. Con una sonrisita presuntuosa que casi no
pudo esconder, Price volvió a los niños.
—¿Te sientes mejor, tía Erin? —le preguntó el niño.

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—Algo mejor —cerró con más fuerza la parte delantera de su camisón,


apretándola contra sí. La presencia de Price allí la desconcertó—. Price, ¿qué estás
haciendo? —preguntó, acercándose.
—Parece que Huntley, el pequeño monstruo que tenemos aquí, no simpatizaba
mucho con el color del pobre E.T., de modo que decidió pintarlo de verde. Realmente
atractivo, ¿eh? —dijo Price, poniéndose de pie para que pudiera ver bien el mojado y
pegajoso perro, de color verde brillante.
—¡Huntley! —lo reprendió Erin, mirándolo con gesto de reproche—. ¿No te he
dicho que no te acercaras a la pintura?
—Tú me dijiste que no podía escribir mi nombre en la puerta del garaje, tía
Erin. No mencionaste al perro —razonó el pequeño diablo con toda calma,
mordiendo otra vez su manzana.
—Bueno, no hay problema —dijo Price conciliador.
Erin se sorprendió ante la paciencia que Price manifestaba a los niños.
—Creí que ya te habías marchado —murmuró ella suavemente. Sus ojos
estaban concentrados en las manos grandes de Price que no dejaban de refregar el
blanco pelo del animal.
—¿Y adonde creíste que iría? —bromeó él—. ¡Con dos niños de cinco años, una
tía enferma y un perro verde! —volvió a sentar al perro en el suelo para enjabonarlo
más. Los ojos de Erin se encontraron con la divertida mirada de Price y ambos, se
sonrieron con gesto de complicidad.
Los niños salieron corriendo, cansados de tanta calma. Price y Erin
permanecieron en el pequeño cuartito de los trastos. Cuando se dio cuenta de que
estaban a solas, Erin experimentó una embarazosa timidez.
—Price, pensé que irías a buscar a alguien que se hiciera cargo de la casa hasta
que yo me recuperase —le recordó, apartando los ojos de su mirada de esmeralda.
—Lo he intentado pero no tuve suerte. Nadie podía quedarse más que un solo
día —contestó él como al pasar y luego agregó—: A propósito. Vino el fontanero y
sacó la pelota del inodoro. Además, decidí que como no estoy extremadamente
ocupado, puedo quedarme algunos días. ¿Tienes algo que objetar a eso? —
finalmente, sus ojos encontraron los de ella.
—¿Y tu trabajo? —Erin luchó por encontrar alguna excusa que lo obligara a
marcharse.
Price rió con ironía.
—Soy propietario de una empresa en Menfis, de modo que no creo que nadie
pueda reprocharme que no me presente trabajar. Seaver Truckin seguirá
funcionando durante algunos días independientemente de que yo esté o no allí.
—¿No eres demasiado joven para ser propietario de una empresa? —preguntó
ella sorprendida.
—Tengo treinta y dos años, Erin. Siempre he trabajado muy duro para lograr lo
que necesito —dijo él con modestia. Sus ojos se negaban a abandonar los de ella—.
Me gustará quedarme uno o dos días para ayudarte.

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—Realmente no es necesario Price —contestó Erin brevemente, apartándose de


él para refugiarse en un lugar más espacioso. La proximidad de Price la ponía
nerviosa—. Estoy segura de que tendrás a alguien que te espere en tu casa. Ahora me
siento mucho mejor. De verdad —de pronto, un pensamiento despertó su curiosidad:
¿Price estaría casado?
Él la siguió hasta la cocina. Se apoyó sobre el fregadero, cruzó sus brazos y la
miró divertido.
—No. Simplemente las doscientas o trescientas mujeres hermosas que forman
interminables filas para poder verme aunque sea un segundo —bromeó con un
perverso brillo en sus ojos verdes—. Pero un hombre también se cansa de ver tanto
rostro bonito contemplándolo con adoración día y noche. Pensé que sería bueno para
mí quedarme aquí por algunos días, viéndote a ti nada más.
La sonrisa del hombre arrogante la enfureció. Era consciente de que Price,
deliberadamente, estaba tratando de provocar una riña, jugando con sus debilidades.
—Tú puedes pensar que eso es muy gracioso, Price, pero yo no —dijo ella
fríamente, con terribles ganas de abofetearlo—. Puede que yo no sea Miss Universo,
pero tampoco soy tan fea. Podría atraer a cualquier hombre si me lo propusiera.
La expresión de Price se tornó seria y dejó caer sus brazos a los costados de su
cuerpo.
—Bueno, bueno, bueno —dijo él tranquilamente—. Estaba empezando a
preocuparme por ti, mujer. ¿Es posible que te hayas quitado tu túnica de penitente
mojigata para mirarte en el espejo?
—Si te refieres a que me he dado cuenta de que no soy tan insulsa como he
estado repitiendo una y otra vez en los últimos días, la respuesta es sí —su voz sonó
desafiante en el momento en que ella volvió a mirar intensamente a Price.
—No podría estar más de acuerdo —dijo él—. Yo, hasta me animaría a llegar
algo más lejos y admitiría que me resultas una mujer terriblemente atractiva. Pero
supongo que es demasiado pedir, ¿no? —agregó él sarcásticamente.
Sin darse cuenta muy bien de lo que hacía, Erin se abalanzó sobre él y le
estampó una sonora bofetada en medio de su cara. La despavorida expresión de
Price la asustó.
Al instante, él le tomó la mano violentamente y la atrajo contra su vasto pecho.
Sus enfadados ojos se encontraron mientras él, entre dientes, decía:
—Nunca vuelvas a hacer cosa semejante, mujer. Estuve a punto de devolvértela
aquí mismo —la amenazó con voz muy seria.
—Atrévete a tocarme y grito —le juró ella acaloradamente, tratando de liberarse
de aquella mano de acero—. ¿Qué quieres de mí?
—Lo que tú necesitas, Erin, es un hombre que te tenga en línea. Alguien que te
lleve a la cama a cada momento hasta que te pruebe que eres una mujer deseable —
entonces su voz se tornó ronca, a medida que acercaba el iracundo rostro de la joven
al suyo—. Alguien que sea capaz de hacerte sentir amor por una vez en lugar de
compasión por ti misma.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—No tengo interés en cualquier… hombre —murmuró ella enfurecida.


—¿Y cómo diablos se supone que debo entender eso? —preguntó él iracundo.
—Quiero decir que sí tengo interés en encontrar un hombre, pero todavía no he
encontrado a la persona perf… este… adecuada.
—Creí que ibas a decir la persona "perfecta", ¿no? —Price seguía presionándola
contra su pecho. Su aliento le acariciaba el rostro—. Detesto ser la persona que te de
tan pésima noticia, pero estás totalmente loca si esperas encontrar una criatura así.
—Me niego a creer eso. Toma el ejemplo de Nathan… él es el hombre perfecto y
junto a Brenda, componen el matrimonio perfecto. El adora el suelo que ella pisa y
Brenda le corresponde con el mismo amor. Si por un solo instante, pasara que jamás
encontraré a esa clase de hombre en mi vida, bueno… creo que me daría por vencida.
Especialmente, después de Quinn… —su voz fue apagándose.
—¿Quinn? ¿Debo suponer que ése es el hombre que me ha metido en tantos
líos?
Erin suspiró y se apartó de Price; se dirigió hacia la ventana de la cocina.
Contempló hacia el exterior, a los mellizos que jugaban en la arena. ¿Cómo podía
contarle a Price, un hombre que tanto le recordaba a Quinn aunque no tuvieran nada
en común, lo mucho que este último la había herido, sin hacerle notar que una vez
más, sentía compasión por sí misma?
—Quinn Daniels era un hombre a quien creí amar profundamente… un hombre
con quien soñé formar el hogar perfecto desde que tenía diecinueve años. Me temo
que soy una persona que vuela muy alto y por consiguiente, cada vez que cae se da
fuertes porrazos. Price, quiero un matrimonio per… bueno. Hace seis meses, cuando
descubrí que no podría tener esa clase de matrimonio con Quinn, me prometí que
jamás dejaría que eso me deprimiese y me desilusionara. En algún sitio de este
mundo debe de existir un hombre que desee casarse del mismo modo que yo. Y lo
encontraré. Quizá me lleve meses, años o toda la vida, pero lo encontraré, Price. A
pesar de Quinn Daniels.
—¡Quinn Daniels! ¿El hermano de Nathan? —el rostro de Price denotó
sorpresa.
—Correcto. Estoy segura de que si conoces a Nathan, también tienes que
conocer a Quinn.
—Lo he visto un par de veces, nada más. ¿Por qué caíste en las redes de un
Romeo como él? Tú pareces tener mucho sentido común como para hacer tamaña
cosa.
Erin soltó una carcajada temblorosa y se dejó caer en una de las sillas de la
cocina.
—Mi único consuelo fue saber que no había sido la única. ¡Quinn atrae a las
muchachas tanto como la miel a las moscas! —sonrió a Price—. Sé que piensas que he
actuado terriblemente mal… y es cierto. Por favor, perdóname. Lo que sucedió fue
que mi jaqueca se había tornado insoportable y los mellizos más insoportables que la
jaqueca y…

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—No tienes que disculparte —la interrumpió Price suavemente—. Me di cuenta


de que las cosas no estaban saliéndote del todo bien —sonrió—. Y si esto te hace
sentir mejor, te diré que sé lo que debes de haber pasado por culpa de Quinn —sus
ojos denotaron entonces un profundo dolor. Aquella mirada esmeralda se
ensombreció, perdió vida—. Si todo hubiera sido diferente, esta noche yo estaría a
ciento cincuenta kilómetros de aquí. Sería un hombre casado, disfrutando de una
bella y apacible noche junto a mi flamante esposa.
Los ojos de Erin se alzaron de inmediato para encontrarse con los de él. Por
alguna razón, imaginar a Price casado la molestó.
—Al igual que tú, había pensado que tenía junto a mí a la mujer perfecta. Pero
aparentemente, no coincidíamos en muchas cosas, de modo que ella se buscó a
alguien que siempre le permitiera hacer las cosas a su modo —por primera vez, Erin
descubrió amargura en su voz.
—¿La amabas?
Price la miró exasperado.
—¡Por supuesto que la amaba! ¿Crees que me habría casado con alguien a quien
no amara?
—No. Quise decir… ¿la amabas mucho?
—Si quieres preguntarme si me dolió profundamente cuando me dejó, sí, Erin,
me mató.
—Lo sé. Yo me sentí del mismo modo cuando terminé con Quinn, seis meses
atrás.
—¿Seis meses atrás? ¡Qué curioso! También hace seis meses que Jeannie y yo
rompimos nuestro noviazgo.
—De verdad es muy llamativo —ambos se quedaron silenciosos, naufragando
en sus pensamientos.
—Bueno, no tiene ningún sentido que sigamos revolviendo el pasado. Lo
pasado, pasado. De todas maneras, llegué a la conclusión de que nací para ser
solterón. Probablemente, mi matrimonio jamás habría funcionado y probablemente
Jeannie se dio cuenta de eso antes que yo. Mira, sé que hemos empezado muy mal,
pero si estás de acuerdo, me gustaría que fuéramos amigos —su mirada verde se
cruzó con la de Erin y le transmitió un mensaje de sinceridad.
—Gracias, Price. Es muy amable de tu parte.
—Algo que puede servirnos de consuelo a ambos, es que tenemos la capacidad
de ser nosotros mismos. Yo sé positivamente que no quiero tener otra relación seria
con ninguna mujer por un largo tiempo, quizá nunca más. Y también es muy poco
factible que halles a tu hombre perfecto en los próximos días. Entonces, ¿qué te
parece si me quedo a echarte una mano con los mellizos hasta que Brenda y Nathan
regresen? Necesito tomarme unas vacaciones.
—Estos días no serán vacaciones para ti —le advirtió Erin frunciendo el ceño—.
Yo he pasado sólo dos días aquí y ya casi estoy extenuada.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Bueno —dijo Price, dirigiéndole otra mirada que la derritió—, entonces


cuatro manos serán más fuertes que dos.
—¡Oh, Price! —Erin quiso ocultar su rostro ante la vergüenza que sintió por
haber sido tan grosera con aquel hombre tan dulce—. Ojalá no fueras tan bueno.
—¿Por qué no? Me parece que hace bastante tiempo que un hombre no se porta
bien contigo. Tú me has preguntado qué quería de ti, Erin. Mi respuesta es nada. Me
temo que Jeannie me estropeó la imagen del matrimonio y de las mujeres en general,
por un largo tiempo. Pero si de verdad existe el hombre perfecto, espero de todo
corazón que lo encuentres. Me parece que te lo mereces.
—Creo que a esa Jeannie le falta un tornillo —dijo Erin con toda franqueza.
—Qué curioso. Yo estaba pensando lo mismo de Quinn. Entonces, trato hecho:
seremos amigos. Me quedaré aquí algunos días para ayudarte con los mellizos, iré de
pesca, descansaré un poco y luego regresaré a Menfis.
—Si es así como quieres pasar tus vacaciones… debo admitir que la ayuda me
vendrá como sortija al dedo —hizo una pausa—. Realmente me gusta mucho la idea
de ser tu amiga, Price… pero nada más —de pronto, toda la idea le pareció ridícula.
Seguro que él no estaba hablando en serio.
Price parecía divertido.
—No estoy pidiendo otra cosa más que poder escapar algunos días de aquella
infernal vida de ratas, Erin. Durante los seis últimos meses no he estado con ninguna
mujer, de modo que creo que en estos días no voy a flaquear. Nuestra amistad no
correrá peligro alguno.
El corazón de Erin se desplomó. Entonces hablaba en serio.
—¡En ese caso, bienvenido a bordo… amigo! —Erin extendió la mano y
estrechó la manaza de Price, tratando de contener la molestia que experimentaba.
Price le apretó la mano y su sonrisa se hizo más amplia.
—Gracias… amiga.

—Oigan —Price silbó sonoramente—. ¿Habéis mostrado a tía Erin lo que papi y
yo construimos para vosotros este invierno?
Los rostros de los pequeños se encendieron de inmediato cuando miraron la
plataforma de un metro y medio, que había sido construida sobre una gruesa rama
del viejo roble.
—Nuestra casa en el árbol —gritaron felices. Pasaron cual saeta junto a Erin y
treparon cuidadosamente sobre la pequeña escalera de madera, enganchada en la
plataforma.
—¿Qué es esto? —preguntó Erin, mientras contemplaba la enorme casa en el
árbol a la que los niños habían trepado. Había sido construida a poca altura del
suelo, para que pudieran trepar fácilmente y además, para que no se lastimaran en
caso de que se descuidaran y cayeran de ella. Tenía techo de paja y la plataforma

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

había sido inteligentemente cubierta con una capa de paja para evitar que los
mellizos se lastimaran. Constituía el lugar perfecto para jugar durante las calurosas
tardes de verano, un escondite encantador.
—Es de nosotros solos. Una casa que tío Price y papá nos han hecho —le dijo
Huntley orgulloso—. ¿Quieres subir a sentarte un rato aquí, tía Erin? —la invitó—.
¡Caracoles, está ordenada!
—No. Yo os miraré desde aquí. ¡Tened cuidado! —agregó.
—¿No quieres subir y mirar el panorama? Es espectacular —susurró Price a sus
espaldas—. Recuérdame que te lleve allí una noche de luna —le sonrió
sugestivamente y agregó—: Amiga.

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Capítulo 4
Cuando Price regresó después de haber llevado a la cama a los niños, había dos
vasos de té helado a la espera. Price entró en la sala y tomó asiento en el sofá, junto a
Erin, estirando su robusto cuerpo para descansar mejor.
—Creo que los demonios están agotados esta noche.
—Eres muy bueno con ellos —comentó Erin. Entregó a Price su vaso de té y
luego apoyó su cabeza en el respaldo. Cerró sus ojos.
—Sí, bueno… me encantan los niños. Siempre pensé que me habría gustado
tener cuatro o cinco. Ahora creo que ya estoy bastante viejo para ser padre de
semejante tribu.
—No creo. Aún eres muy joven —dijo ella suavemente.
—Bueno, quizá. Jeannie no quería tener hijos. Por lo menos, no de inmediato —
se quedó contemplando el fuego, con la mente ausente—. De un modo u otro, ya no
importa.
Permanecieron allí sentados, en serena compañía. La casa quedó rodeada de un
profundo silencio. La paz pareció envolver a la pareja que se hallaba en la sala. A
través de los ventanales, Erin contempló el brillo de la luna que se reflejaba sobre el
lago.
—¿Tienes hermanos? —preguntó Price, como para sacar un tema de
conversación.
—No, soy hija única. Sin embargo, lamento no tener hermanos —rió—. Cuando
niña, a partir del primero de octubre de cada año, solía acosar a mis padres
pidiéndoles un hermano o hermana como regalo de navidad. Nada más que eso: una
hermana o un hermano.
—Entonces debo asumir que tus padres prefirieron regalarte en cambio, las
muñecas y los patinetes de costumbre, ¿no?
—Sí —sonrió Erin—. Mami cuando fui una mujer me confesó que nunca habían
podido tener otro hijo. De hecho, siempre pensaron que había sido un milagro que
hubieran podido tener una hija.
—¡Qué mal…! Mi familia es casi un batallón. Tengo dos hermanos y dos
hermanas —dijo Price suavemente y luego agregó—: todos los días, cuando
regresaba de la escuela, mi casa olía a galletas recién horneadas, a carne de res cocida
a fuego lento. Mi madre acostumbraba esperarme en la puerta para recibirme con un
gran abrazo.
—Yo tuve una niñez similar —murmuró Erin—. La única diferencia era que me
sentía bastante sola. Todos los demás niños tenían algún hermano mayor que los
defendiera o alguna hermana con la que podían discutir sobre la ropa o por los
primeros noviecitos. En cambio, todo lo que yo tenía era un conejito que me llevaba a
la cama todas las noches y que escuchaba todos mis problemas.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¿Qué problemas? —Price sonrió afectivamente—. ¿Problemas como por


ejemplo, ser la niña más fea de la clase…?
—¡No, no lo era! —lo detuvo Erin en seco—. Yo era una pequeña bonita.
—¿De verdad? Bueno —se apoyó contra el respaldo del sofá y bebió otro sorbo
de su té helado—, ahora que estoy aquí sentado ante ti, creo que actualmente, como
muchacha crecidita, no eres nada fea.
Erin le dio un juguetón puñetazo.
—Gracias. ¿Estás tratando de decirme que Dios no hace cosas feas?
—En tu caso no —Price guiñó un ojo—. Por lo menos, no con lo que hasta ahora
he visto.
Erin se ruborizó. Recordó aquella noche cuando Price la había desvestido. Él
había visto todo lo que Erin Holmes tenía para mostrar. El corazón de la muchacha
dio un salto cuando pensó que a él le había gustado lo que viera entonces.
—¿Aún te llevas a tu conejo a la cama todas las noches?
—A falta de pan… sí —Erin le sonrió con picardía.
—¡Qué desperdicio! —Price meneó la cabeza como lamentándose. Sus ojos
vagaron perezosos por las femeninas curvas—. ¡Algunos conejos tienen una suerte…!
—Yo quiero niños —dijo Erin rápidamente, para volver al tema de conversación
anterior—. Solía decir que tendría ocho.
—¡Ocho! ¡Por Dios, mujer! Será mejor que te cases con un conejo, entonces.
Erin rió feliz.
—¿No te gustaría tener ocho hijos?
—Lo dudo muchísimo. De hecho, estoy pensando que tener cinco, ya sería casi
una locura. ¿Te imaginas ocho Huntleys corriendo por todas partes y destruyendo
cosas a troche y moche a su paso?
—Mis hijos no serán como los mellizos. Van a ser perfectos —dijo Erin
orgullosa.
Price contempló el suave juego de luces que la lámpara dibujaba sobre los
bellos rasgos de la muchacha.
—Naturalmente, de matrimonios perfectos, nacen hijos perfectos —dijo él
suavemente.
Erin abrió los ojos y lo contempló momentáneamente.
—¿Estás bromeándome por eso?
—No —contestó él, cansado. Se apoyó sobre el respaldo y contempló el
cielorraso—. Simplemente, detestaría ver que te hieran por segunda vez, Erin.
—¿Herir? ¿A qué te refieres?
—A que no existe el matrimonio perfecto, Erin. No existe un hombre perfecto,
ni una mujer perfecta. Estoy seguro de que te das cuenta de eso.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Nathan y Brenda…
—Nathan y Brenda tuvieron más de un problema, Erin. ¿Acaso Brenda nunca te
contó que Nathan había estado casado una vez?
Erin abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Qué?
—Pensé que lo sabías. Él nunca lo ocultó como a un secreto. Fue uno de esos
matrimonios de adolescentes que sólo duró un par de meses. Después del divorcio,
Nathan hizo el servicio militar. No conoció a Brenda sino hasta que lo terminó.
—Pero Quinn jamás me mencionó eso. —Erin estaba completamente azorada.
—Aparentemente, Quinn omitió contarte bastantes cosas —dijo Price con
agudeza—. Estoy seguro de que el matrimonio de Brenda y Nathan está lejos de ser
perfecto. De hecho, se me ocurren en este momento, dos rudimentarios ejemplos: ¡los
que están durmiendo en la habitación de al lado!
—Ese no es un buen ejemplo. Aman a esos niños con toda su devoción —
exclamó Erin indignada.
—Lo sé. Pero también los oí discutir un centenar de veces por la disciplina que
Nathan trata de imponerles.
—Por lo menos, Nathan no anda corriendo detrás de cada falda que se le cruza
en la ciudad, como su hermano —gruñó Erin—. Por lo menos, tiene la deferencia de
estar todas las noches en su casa, junto a sus ingobernables hijos y a su esposa.
—Sí, él es un buen esposo. Bueno… no perfecto.
—No me importa lo que digas, Price. Cuando me case, lo haré con un hombre
que me sea totalmente devoto. A mí y a mis hijos. Pasará todas las noches conmigo,
haremos cosas juntos. No necesitaremos a otras personas en nuestras vidas. Él jamás
mirará a otra mujer, nunca reñirá y yo haré su vida perfecta.
—¡Demonios, ya me estoy compadeciendo por ese pobre desgraciado!
—¿Por qué? ¿Acaso no se supone que el matrimonio debe ser así? ¿No crees que
Jeannie debió haber pensado mejor en todas esas cosas?
—Olvida a Jeannie —gruñó Price.
—¿Por qué? ¿Porque todavía la amas? —lo presionó—. ¿No quieres tener una
esposa que te necesite a ti y a nadie más?
—Sí, pero no quiero vivir en una cárcel. Mi esposa me necesitará a mí solo, pero
me amará lo suficiente como para no asfixiarme. Lo que acabas de describir es una
prisión, no un matrimonio normal.
Los ojos de Erin comenzaron a llenarse de lágrimas.
—No quise decir que no tendríamos amigos. Sólo me refería… —su voz se
apagó cuando las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro—. Simplemente me
refería a que no deseaba que mi esposo posara sus ojos en otras mujeres. Quiero ser
la única mujer de su vida… la única que duerma entre sus brazos cada noche.

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Price se movió hacia ella le atrajo el rostro contra su vasto pecho. Contra la
dulce fragancia de su rizada cabellera, murmuró:
—Y tú tienes todo el derecho de esperar eso del hombre a quien ames, Erin, sea
tu esposo o no. No me refería a que el matrimonio no puede tener todos los
ingredientes que acabas de enumerar y aun ser uno muy bueno. Sólo quería dejarte
bien en claro que no puedes tener un marido perfecto porque te la pasarías
buscándolo hasta que estuvieras blanca en canas y aun así, no lo encontrarías,
querida. Quinn Daniels no fue nada positivo. Ha dejado muchas cicatrices en tu vida.
No encontrarás a tu hombre perfecto, pero tampoco todos los hombres serán Quinns
Daniels.
Las lágrimas cayeron con mayor fluidez cuando Price la apretó con más fuerza
contra su pecho. Su masculina presencia y calidez fueron muy reconfortantes. Había
pasado tanto tiempo desde la última vez que Erin había abierto su corazón a alguien
para permitirle ver la profundidad de sus heridas… aquellas lágrimas, que todo
limpiaban a su paso, humedecieron la parte delantera de la camisa de Price. No
encontraba las palabras adecuadas, mientras la tenía allí, sollozando entre sus brazos.
¿Qué habría podido decirle? Si hubiera podido desatar el nudo que tenía en la
garganta, le habría confesado que él también había estado conteniendo un mar de
lágrimas durante los últimos meses. Se había sentido tan frustrado, con tanto
resentimiento contra Jeannie, que había llegado a la conclusión de que la vida era
una basura, que no valía la pena seguir adelante. Pero Price había enterrado su dolor
había enfrentado la vida, día tras día. La única manera lógica que tendría para evitar
que volvieran a herirlo de ese modo era evitar toda relación seria con cualquier otra
mujer. Si sólo pudiera demostrar a Erin que jamás podría formar el matrimonio
perfecto, o hallar al hombre perfecto, entonces conseguiría ahorrarle mucho dolor en
el futuro.
Erin se presionó más contra el pecho de Price, cuyos brazos la aferraron con
más fuerza. ¡Seis meses! Seis largos meses habían pasado desde la última vez que él
abrazara a una mujer, la besara, percibiera la fragancia de su cabello. Cuando Jeannie
se marchó, Price no había querido pensar en ninguna otra mujer. Conocía a muchos
hombres que habían tratado de matar el dolor con otra mujer, o de ahogar sus penas
con el alcohol, pero ése no era el estilo de Price. Para él el sexo no era una trivialidad,
sino que detrás de éste siempre debía existir cierta clase de compromiso. Sin embargo
su cuerpo lo traicionó. Cuando notó la terrible presión que incómodamente crecía en
su interior, cayó en la cuenta de que hacía muchísimo tiempo que no le hacía el amor
a una mujer.
Dejó escapar un profundo suspiro porque sabía que besaría a Erin. En un
principio, la idea de ser amigos le había parecido razonable, pero en ese momento en
el que Erin presionaba sus senos contra él, Price descubrió la estupidez de semejante
sugerencia. Colocó ambas manos sobre la cabeza de la joven y suavemente, le apartó
el rostro de su cuello. Los ojos de ambos se encontraron como vencido
reconocimiento de lo que estaba a punto de suceder. Los dos sabían qué necesitaba
en ese momento: el contacto entre los labios de ambos, la sensación de las manos del
otro, la estridente toma de conciencia de que podían llegar a estar mucho más vivos.
—Voy a besarte, Erin Holmes. No tengas miedo —le susurró con voz ronca—.
Sólo voy a besarte.

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Erin cerró los ojos y pasó la mano suavemente por la mandíbula de Price.
Asintió con serenidad.
—También yo lo deseo, Price. Deseo con todo el corazón que me beses.
—Abre los ojos, Erin. Quiero que me mires cuando te bese. Quiero que sepas
que eres increíblemente encantadora, que me importaría un rábano en este momento
que pesaras ciento cincuenta kilos o que fueras Miss América. Quiero que sepas que
esta Erin Holmes a quien voy a besar será la esposa perfecta de algún hombre
afortunado.
Erin abrió los ojos lentamente cuando Price le rozó los labios con los suyos,
suavemente.
—¿Crees eso? —murmuró Price.
—En este preciso momento me siento muy encantadora —susurró ella contra la
presión de aquella boca—. Tú me haces sentir muy… encantadora.
—Entonces vuelve a cerrar los ojos, Erin, porque voy a besarte de una manera
que jamás olvidarás.
Erin gimió. Price cerró la boca sobre la de ella y sus brazos la apretaron
fuertemente contra el fuerte pecho. El beso entre ellos se convirtió en una hambrienta
necesidad. Price ejerció una delicada presión sobre la boca de Erin para abrirla y para
que su lengua se encontrase con la de ella. Sus incansables manos investigaron de
inmediato los costados de aquellos prominentes senos. Se detuvo sólo un instante
para tomar uno de ellos con una mano y saborear la plenitud del otro. Sabía que lo
más probable era que Quinn la hubiese hecho mujer abruptamente. Pero ése era
Quinn, no Price. Él le había prometido una amistad, nada más, y no rompería su
promesa. En ese momento, Erin estaba muy vulnerable, muy sola, muy herida. Al
comprobar que la joven le respondía con idéntico apetito, Price supo que podrían
satisfacer el apetito sexual que habían sufrido durante los seis últimos meses. ¿Pero
era eso lo que él realmente quería? ¿Sería justo para Erin, considerando que esa
relación para Price no habría sido otra cosa más que algo meramente sexual?
Erin volvió a gemir suavemente como una gatita cariñosa, y entonces. Price
retiró su boca precipitadamente. Le besó los párpados, la nariz, las mejillas y
finalmente, hundió el rostro en su cabellera por última vez.
—Creo que será mejor que terminemos con esto… a menos que quieras seguir
adelante —dijo él serenamente. Tendría que ser una decisión de Erin, porque él la
deseaba con una profunda, desesperada necesidad. Pero también sabía que a la
mañana siguiente tendría que mirarla a los ojos.
—No sé… qué es lo que quiero —murmuró con dolor—. Jamás he estado con
otro hombre que no haya sido Quinn.
Price rió y le rozó los labios con los suyos una vez más.
—No tienes que decírmelo. Pero sé que, si estás sintiendo lo mismo que yo, seis
meses es mucho tiempo… —su boca se apoderó de la de ella en un lento y devorador
beso—. Tú lo dijiste. Creo que esta noche, ambos podemos ofrecernos mucho placer
—Price la apretó con mayor fuerza contra sí para demostrarle la veracidad de sus
palabras.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Los pensamientos de Erin giraban como un remolino. Price había despertado


un irresistible apetito dentro de ella. Un apetito que había permanecido en estado
latente durante largo tiempo. Erin había entregado todo su amor a un hombre, quien
la había desilusionado por completo. Pero por lo menos lo había amado. Con Price su
actitud sería incorrecta porque no lo amaba. Apenas lo conocía.
Con un suspiro quebradizo, la muchacha se apartó de sus brazos. Sabía que
tenía que significar algo para ella. Debía amar a un hombre antes de relacionarse
sexualmente con él.
—Lo lamento, Price, pero yo no soy Jeannie y tú no eres Quinn.
Una expresión de asombro sumió en tinieblas los rasgos de Price al oír
semejantes palabras:
—¡Quinn! Tú estabas pensando en él… ese mequetrefe… ¡estabas pensando en
él cuando yo te besaba! —dijo él con voz de incredulidad.
—Bueno, algo. ¡Y no me digas que no estabas pensando en Jeannie! —le
respondió ella sumamente irritada. Estaba segura de que aquella fogosa pasión no se
había inspirado exclusivamente en su persona.
—Claro que no —hizo una pausa, un tanto sorprendido ante su propia
respuesta. Realmente no había estado pensando en Jeannie. Por primera vez en un
largo tiempo, Price había besado a otra mujer… ¡y le había gustado!
—¿No? —Erin alzó sus ojos para mirarlo.
—No, no estaba pensando en ella. Y no te quepa ni la menor duda de que un
hombre no se siente para nada orgulloso al enterarse de que la mujer a quien ha
estado besando había pensado en otro hombre.
—Si mal no recuerdo, en la conversación que mantuvimos antes, ambos
coincidíamos en que no pretendíamos del otro más que una amistad. Y, si
casualmente, nos dio por intercambiar un beso amistoso… —sus mejillas se tornaron
rosadas. De pronto recordó el reciente beso, "amistoso". Por más que se rompiera la
cabeza tratando de pensar, no recordaba que Quinn la hubiera besado alguna vez
con tanta pasión. Ni en los momentos más íntimos.
—Quizá yo no sea el rey de la experiencia, muchachita. Pero jamás se me
ocurriría la estupidez de calificar el beso que nos dimos como una prueba de
amistad. Apostaría hasta mi último dólar a que…
—Pues entonces tendrías que ir a pedir limosna a la puerta de alguna iglesia —
vociferó indignada—. ¿Estás deslizando la posibilidad de que yo sea una mujer
muerta de hambre en el aspecto sexual, desesperada por acostarme con cualquiera?
—¡Baja el tonito! —le advirtió Price enfáticamente—. Despertarás a los niños.
—Quiero que retires lo que has dicho —le dijo Erin enfadada.
—¿De qué?
—Sobre eso de que soy una muerta de hambre en el aspecto sexual y que estoy
desesperada por acostarme con un hombre.
—¡Yo no he dicho eso!

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¡Señor Seaver! —Erin se puso de pie con aire altanero y lo miró fijamente a los
ojos—. Creo que tendremos que reconsiderar la idea de ser amigos. Mis amigos no
me hablan de la manera en que lo has hecho tú.
—¡Loca! ¡Decididamente, estás de atar! —le gritó, mientras abandonaba el sofá
—. Desde el primer momento en que puse mi maldito pie en esta casa, no has hecho
otra cosa más que maltratarme como a un perro viejo, porque da la p… casualidad
que me parezco a ese idiota. Y tienes razón. No pienso en ti como una amiga. Eres
una perversa y endemoniada mujer deseable…
—Ni te atrevas a llamar idiota a Quinn.
—¡Por el amor de Dios! ¿Y ahora lo defiendes?
—No, pero en ningún momento me has oído decir nada despectivo respecto de
aquella… de esa mujerzuela que salió contigo y de la que te enamoraste.
—Dejemos el nombre de Jeannie fuera de toda esta cuestión.
—¿Ves? —Erin lo señaló con un dedo acusador—. ¡Ves! Hasta tú admites lo que
es. ¿Por qué sigues enamorado de una mujer que te borró de su vida por otro… quizá
ni la mitad de agradable de lo que eres tú? ¿Por qué tendrías que permitir que una
mujer de esa clase te impida enamorarte otra vez y tener hijos con otra mujer?
—¿Cómo hicimos para llevar la conversación al terreno de mis problemas? ¿Por
qué mejor no tratamos la posibilidad de quitar a ese retardado e inútil Quinn Daniels
de tu pensamiento? ¿Qué razón tienes como para seguir venerando a un hombre que
ni siquiera podría gozar del privilegio de lustrarte los zapatos? Jamás será un marido
decente para ninguna mujer.
—No tengo nada que decirte, Price Seaver… ah, sí… ¡creo que debes marcharte
ya, esta misma noche!
—No, gracias. Estoy de vacaciones, ¿lo recuerdas? —mientras caminaba de aquí
para allá, encolerizado, frente a Erin, su rostro denunció una profunda obstinación.
Ella se puso de pie y lo enfrentó con hostilidad.
—Tú te marcharás esta misma noche.
—No, no. No me voy —Price, tranquilamente, volvió a sentarse en el sofá y
levantó su vaso de té—. Nathan es uno de mis mejores amigos y se enfadaría
conmigo si yo me hospedara en otro lugar. Además, le estoy haciendo un favor.
Estoy seguro de que no tiene ni la más remota idea de que ha dejado a sus hijos con
un tiro al aire que no sabe ni cómo controlarlos.
—¿Y tú sí? —gruñó ella—. ¿Qué me dices del perro verde, del desierto pintado
en el cuarto de los mellizos? ¡Y ni mencionar el estado del interior de tu auto!
—De todas maneras iba a venderlo —descartó la teoría de Erin encogiéndose de
hombros—. Por otra parte, pienso que los niños saben quién manda ahora.
—Entonces, está bien. Tú puedes hacerte cargo de ellos. Yo vuelvo a mi casa —
Erin, enfurecida, caminó hacia su habitación.
—Oye. Espera un momento… vuelve inmediatamente —Price se puso de pie
repentinamente—. Podemos solucionar todo esto como dos personas adultas y

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civilizadas, ¿no? Sólo me quedaré un par de días, iré a pescar y luego me marcharé.
Hace años que no tengo vacaciones. No le harías eso a un amigo, ¿verdad? —le
imploró él desesperado.
—A un amigo, no. Pero nosotros no somos amigos, señor Seaver. Nunca debí
haber sido tan estúpida como para creer que podríamos serlo —dijo Erin.
—Estás enfadada por lo del beso, ¿no? Te advertí que iba a besarte y si mal no
recuerdo, tus palabras exactas fueron —puso una voz muy femenina y aguda—:
"deseo con todo corazón que me beses". Pero si eso te hace sentir mejor, me
mantendré alejado de ti. Es decir, a menos que tú me pidas lo contrario.
—No contengas la respiración —dijo Erin, cortante. Si le quedaba algo de
sentido común, tenía que insistir para que él se marchara esa misma noche. Pero, por
otra parte, deseaba que él se quedara para ayudarla con los mellizos. Los dos días
siguientes serían mucho más llevaderos con su presencia… y sí, tenía que admitirlo:
Erin quería que Price se quedase—. Está bien, tengo que confesar que la ayuda con
los mellizos me viene de perillas. Pero en dos días te marchas.
—Sí, señora —aceptó, con una sonrisa muy bien dispuesta—. ¿Somos semi
amigos otra vez?
—Casi —admitió ella, los pálidos destellos de una sonrisa asomaron en su
rostro.
—Te diré algo. ¿Te gusta el pescado?
—Claro. ¿Por qué?
—Bueno, para que veas que realmente soy un hombre estupendo, pescaré unas
cuantas piezas para ti. Si lograra pescar ¿aceptarías cocinar para mí y para los niños?
—mientras Price trataba de hacer las paces, su rostro asumió una expresión infantil.
—Sólo trae un pescado grande y yo veré qué haré —Erin sonrió entre dientes.
—Es un trato, Erin. Te pido disculpas en serio por lo de hace un rato… no fue
mi intención decir tantas atrocidades de Quinn. No me importa lo que sientas por él.
—No hay cuidado, Price, tampoco yo debería haber dicho lo que dije de
Jeannie. Sé que debiste de haberla amado mucho. Debes de seguir amándola.
—No sé si la amo o no —esas palabras sorprendieron tanto a Price como a Erin.
Una amplia sonrisa brilló en el rostro del hombre—. Por lo menos, en este momento,
no la amo.
—¡Genial! —Erin le estrechó la mano—. Eres un hombre demasiado agradable
como para permitir que una mujer de esa clase te arroje como si fueras basura.
—Bien, bien… no sé qué opinas tú, pero yo tengo sueño —Price se desperezó y
bostezó—. ¿Qué te parece si mañana llevamos a los niños de paseo?
—¿No ibas a pescar?
—Me levantaré temprano e iré a pescar. Volveré a la tarde.
—Suena divertido. Sé que los mellizos estarán chochos.

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—Bien. Entonces, hasta mañana —caminó por la sala apagando todas las luces a
su paso. Erin lo seguía, bostezando. Esa noche, la cama le resultaría inusualmente
maravillosa.
La sala quedó envuelta en la oscuridad. Sólo había una tenue luz que provenía
del pasillo.
—Buenas noches… amiga —murmuró él, cuando se detuvieron junto a la
puerta del cuarto de Erin.
—Buenas noches… amigo —respondió ella con idéntico murmullo.
Somnolienta, recordó la calidez, la sensación que aquella boca había provocado sobre
la de ella.
—¡Qué mujer eres! —le dijo él suavemente. Extendió un dedo para apartar uno
de los errantes rizos de la muchacha—. Quinn Daniels no es sólo una rata; es el
estúpido más grande del mundo.
—No más grande que Jeannie.
—¿Jeannie qué? —preguntó él, con una tierna sonrisa.
—Hasta mañana —Erin abrió la puerta de su cuarto. No se atrevía a soportar la
presencia de aquel hombre ni un segundo más. Price había despertado todos
aquellos sentimientos largamente ocultos en su interior, y eso la ponía nerviosa.
—Sí, hasta mañana —dijo Price. Sus ojos, fijos en los senos de la muchacha.
Cuando Erin cerró la puerta, muy lentamente, Price aún seguía apoyado en el
marco. ¿Jeannie qué? ¿Quinn qué? En ese momento, Erin no quería pensar en
ninguno de los dos. En ese momento, ninguno de los dos era importante. Tontamente
estaba sucumbiendo a los encantos de Price Seaver. Y de pronto, ese hecho la asustó
sobremanera.

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Capítulo 5
Fiel a su palabra, al día siguiente, Price regresó poco antes del mediodía. Los
niños fueron a recibirlo a la puerta, parloteando entusiasmados sobre el paseo que
harían.
—Sólo dadme diez minutos para que tome una ducha rápida y luego nos
iremos, ¿sí? —dijo él tratando de liberarse de los abrazos y apretujones para ir
adonde deseaba. Alzó la vista y vio a Erin, quien desde la entrada, le guiñó
provocativamente un ojo—. ¡Hola, amiga!
—¡Hola, amigo! ¿Has tenido suerte con la cena de hoy?
—No, esta mañana no pesqué ni siquiera una mojarrita. El guardián de toda la
zona saldrá mañana por la mañana a pescar conmigo —agregó esperanzado.
El teléfono sonó.
—Hola —dijo Erin al levantar el auricular. Se sentó en uno de los bancos de la
barra de la cocina.
—Hola, ¿podría hablar con Price Seaver, por favor? —una voz imponente, de
seda, se oyó del otro lado de la línea—. En su oficina me informaron que podría
telefonearle a este número.
—Sí, él está aquí. Aguarde un momento —el estómago de Erin se convirtió en
un apretado nudo. Apoyó el auricular y fue hacia el cuarto de baño. No podía
imaginarse quién estaría llamando, pero unos ilógicos celos la invadieron.
—Price, teléfono para ti. ¿Puedes recibir la llamada?
—En un segundo.
Erin volvió al teléfono y transmitió el mensaje. En cuestión de minutos, Price
entró a la sala luciendo sólo unos pantalones jeans. Erin se esforzó para que sus ojos
mirasen cualquier cosa de la sala, a excepción de aquel desnudo, ancho e
increíblemente atractivo pecho masculino.
—¿Sí? Habla Price Seaver —aquella expresión de felicidad que apareciera sólo
minutos atrás, desapareció cuando reconoció la voz que lo llamaba—. Hola, Jeannie.
¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó él con toda calma.
Erin trataba de ignorar la conversación. Se encargó entonces de guardar
algunos vasos que habían quedado sobre la mesa.
—Bueno, lo lamento mucho. Sólo espero que ambos podáis encontrarle la
solución —Price permaneció muy sereno. Su mirada buscó la de Erin.
De pronto, Erin sintió que su presencia allí, mientras Price hablaba con Jeannie,
estaba fuera de lugar, de modo que decidió ir a ver qué estaban haciendo los
mellizos. No quería escuchar el resto de la conversación. Aparentemente, Jeannie no
había tenido éxito con su nuevo amor.
Por lo menos pasaron veinte minutos antes de que Price terminara la
conversación; se vistió y regresó a la sala. Erin estaba leyendo a Huntley y a Holly un

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cuento de uno de sus libros para pintar. Luchaba desesperadamente por convencerse
de que no tenía ninguna importancia que Price hablara con la mujer a quien había
amado, o a quien todavía amaba. El hecho de que le importara con quién hablase o
dejase de hablar, la confundía y la asustaba al mismo tiempo. ¿Acaso había salido de
Guatemala para meterse en Guatepeor?
—Perdón por tanta demora. ¿Todos estáis listos para partir? —los saludó Price,
ausente. Miró a Erin y sonrió.
—Estamos listos desde que nos levantamos esta mañana —gruñó Holly. Saltó
del sofá y se aferró a la rodilla de Price.
—¿Podemos ir a Fuego en el Ujero, tío Pwice?
—¿Qué es eso? —hizo una mueca, tratando de deshacerse de los regordetes e
implorantes deditos.
—¡Una montaña rusa! —le informó Huntley—. Pero no sé si somos lo
suficientemente altos para subir. Tendremos que medirnos hoy otra vez. Tienes que
ser asín de alto —se estiró, con las manos sobre la cabeza hasta la máxima altura que
pudo alcanzar.
—Bueno, lo haré, pero no sé respecto de ustedes dos, bribones —miró a Erin—.
¿Estás lista para partir, tiita?
—Sí, estoy lista —cada fibra del cuerpo de Erin urgía a preguntarle qué quería
Jeannie, pero sabía que se estaba comportando de una manera completamente
ilógica. Realmente, no era asunto de su incumbencia. Salieron de la casa como un
tropel. Los mellizos, entusiastas, no dejaban de parlotear.
—¡Por Dios! Me encantaría tener la mitad de las energías que tienen esos niños
—exclamó Price mientras echaba cerrojo a la puerta—. Si alguien pudiera
embotellarlas se haría millonario.
—¿Por qué no llevamos mi auto? —sugirió Erin, mientras bajaban los peldaños
—. En mi auto ya no queda qué destruir.
Se detuvieron frente al Volkswagen rojo y lo contemplaron.
—No anda del todo bien, pero creo que podrá llevarnos y traernos sin
problemas —agregó.
—Seguro, ¿por qué no? Vamos, niños, subamos a la albóndiga de tía Erin.
—¡Albóndiga! —los ojitos de Holly se encendieron—. ¡De verdad es una
albóndiga!
—No, por supuesto que no. Es sólo una broma de tío Price. Este es un autito
muy lindo y barato. No todos podemos tener un auto tan lujoso como el de él —miró
a Price intencionadamente.
Price ocupó su lugar detrás del volante y encendió el motor.
—Te diré algo. Te daré el Olds cuando Papá Noel me regale mi "Masherati"
amarillo.
—¿Y tus pantuflas pájaro? —agregó Huntley, como para que no las olvidara.

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—Y mis pantuflas pájaro —coincidió Price—. Pienso usarlas en todas partes.


En poco más de veinte minutos llegaron al parque de diversiones. El frondoso
paisaje de los Ozarks, aún espeso con verde follaje, al cabo de un mes más,
presentaría sus colinas radiantes con su belleza otoñal.
Price condujo el pequeño vehículo hacia uno de los espaciosos
estacionamientos. Los mellizos apenas podían contener su entusiasmo.
—No se alejen demasiado de nosotros —les gritó Erin, después de que los
pequeños salieran corriendo delante de ellos. Estaban ansiosos por entrar al parque.
—Estarán bien. Déjalos gastar un poco de energías. Price rió mientras se
encaminaban al tranvía que los llevaría hasta la entrada del parque—. ¿No vas a
preguntarme por la llamada telefónica que recibí hoy temprano? —preguntó
tomándola de la mano.
—No es asunto mío —respondió Erin. Cuando él la tocó, sintió que el estómago
le daba vueltas.
—No, pero como somos amigos, pensé que sería natural que desearas saber el
motivo de la llamada de Jeannie.
Caminaron en silencio durante algunos minutos y luego, la curiosidad de Erin
fue más fuerte que ella.
—¿Qué quería?
Price la miró con inocencia y preguntó.
—¿Quién?
—¡Price!
—Oh, te refieres a Jeannie.
—¿Qué quería?
—Bueno, parece que el nuevo galán que se ha encontrado no funcionó como
ella esperaba.
—Y quiere regresar contigo —terminó Erin.
—No lo dijo.
—¿Qué fue lo que dijo?
—En realidad, nada concreto. Creo que necesitaba contar sus penas a alguien, a
una persona que se compadeciera de ella.
—Y tú obedeciste.
—Yo escuché. No estuve de acuerdo con lo que ella decía.
—Serías un reverendísimo tonto si volvieras con ella, Price, y ten bien en cuenta
mis palabras: eso es lo que ella quiere —dijo Erin con toda franqueza, luchando
nuevamente contra aquel ilógico ataque de celos.
—Lo haré, tiita Erin. A propósito, siempre he querido preguntarte por qué los
mellizos te llaman tía.

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—No lo sé. Desde que aprendieron a hablar me llamaron tía. ¿Y a ti, por qué?
Tú tampoco eres tío de ellos.
—Brenda empezó a llamarme así delante de los niños y ellos lo aprendieron. No
me molesta, al contrario, me gusta —confesó—. Pero volviendo al tema de Jeannie.
Tú estabas diciéndome…
—Que yo creo que si vuelves con ella serías un reverendísimo tonto. Eso es
todo.
Caminaron juntos, tomados de la mano, ambos inmersos en sus pensamientos.
Finalmente, fue Price quien interrumpió el silencio.
—Mañana tomaré un avión a Menfis. Después de hablar con Jeannie telefoneé a
mi oficina y me enteré de que tengo algo que resolver allí. Regresaría a casa a tiempo
para cenar.
El corazón de Erin cayó a un vacío. Price iba a Menfis a verse con Jeannie y
estaba poniendo el trabajo como una excusa.
—No hay vuelos sino hasta las diez de la mañana y creo que aún podré cumplir
con mi cita con la pesca y con John.
—¿John?
—El guía de pesca. Me encantaría pescar una lobina digna de un trofeo
mientras esté allí.
Erin casi ni lo escuchó. Su mente estaba agitada pensando en que Price muy
pronto volvería a estar en los brazos de Jeannie… ¡esa mujer! ¡Price era tan
encantador! Se merecía mucho más de lo que Jeannie era capaz de darle durante toda
su vida. ¿Por qué los hombres son tan tontos y ciegos cuando van detrás de una
falda?
El tranvía llegó a la estación y todos se subieron a él. La tarde se presentaba
perfecta para pasear. El feroz calor del verano había cedido un poco, haciendo de
aquella jornada un momento agradable para el cuarteto.
—Cuando Dios creó Missouri no había dudas de que sabía lo que hacía —
señaló Price mientras sus ojos se colmaban con la belleza de las colinas y de los valles
que los rodeaban—. Un hombre tendría que recorrer muchos kilómetros para
encontrarse con otra belleza similar a la que se despliega ante nuestros ojos aquí.
—Es realmente hermoso —coincidió Erin, complacida de que él aún la tuviese
tomada de la mano.
El tranvía los dejó en la puerta de entrada. Price pagó los boletos. Durante las
horas siguientes, se convirtieron en visitantes del Viejo Oeste, en una época lejana
donde todas las cosas acontecían a un ritmo muy lento. Al entrar a la ciudad, los
recibió un torvo Sheriff, quien les dio la bienvenida y comisionó a los mellizos, muy
para el agrado de éstos. Por donde mirasen, encontraban siempre alguna exquisitez
que era capaz de tentar hasta al más voluntarioso en materia de dietas para
adelgazar. Pasteles tipo embudo, buñuelos fritos en grasa y luego espolvoreados con
azúcar impalpable, tartas frescas, frutillas y helados, pollo asado, maíz con mazorca,
gigantescas galletitas con trocitos de chocolate, recién horneadas, caramelos
caseros… los aromas y las variedades parecían no tener fin. Abundaban las

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artesanías manuales y por supuesto, no podían faltar las montañas rusas a las que los
niños estaban tan ansiosos por subir.
Habían ido a "The Great American Plunge", una montaña rusa construida con
leños que tenía a su fin una caída de cinco pisos de altura y que luego emergía del
agua entre risas y alboroto…
—Vayamos a "Fuego en el Ujero", tío Price —dijo Huntley, quien al parecer en
nada le había afectado el juego anterior, que a sus tíos les había puesto los pelos de
punta.
—Oh, anda, Huntley, ten un poco de piedad, viejo —se lamentó Price,
alejándose la camisa mojada del pecho.
—Nos prometiste —presionó Holly, envolviéndose en las piernas de su tío otra
vez.
—¿Sabes una cosa? Tienes una pésima costumbre, piojito. Cuando seas un poco
mayorcita tendrás que controlar eso. Algún hombre podría ofenderse si te envuelves
en su pierna de este modo —dijo él bromeándola. Tiró suavemente de uno de los
mechones de su cabellera y guiñó un ojo a Erin en gesto de complicidad.
—Oh, tío Pwice, tienes miedo —Holly rió—. ¿Podemos subir a Fuego en el
Ujero?
Price miró a Erin, implorante y le preguntó:
—¿No nos queda otra salida, tía Erin?
—Será mejor que vayamos a medirnos para comprobar si tenemos la altura
suficiente —le advirtió, con una sonrisa entre dientes.
—Oh, hermano —farfulló Price—. No tengo que encomendarme a los cielos
porque sé que soy lo suficientemente alto como para subir.
Pocos minutos más tarde, el rostro de Price denotó una enorme expresión de
alivio. Los mellizos no habían alcanzado la marca requerida por un centímetro y
medio.
—Ufa —se quejó Holly—. Me padece que nunca voy a ser tan alta —sus ojitos
redondos estudiaron la marca con hostilidad.
—Por supuesto que sí. El año que viene podrás subir a todos los juegos de este
parque de diversiones —le aseguró Erin.
—Hagamos algo más lógico y sano, como por ejemplo, sacarnos una fotografía
—sugirió Price. Levantó a Holly en los brazos y le mimó el cuello con sus cabellos.
Erin estaba sorprendida al ver lo bien que Price se desenvolvía con los mellizos.
Parecía que nunca se le terminaba la paciencia.
Disfrutaron de todos los juegos que los niños elegían. Cuando vieron la sección
de fotografías allá fueron y cada uno escogió un disfraz. Cuando el fotógrafo los hizo
tomar asiento, parecían un joven grupo familiar de pioneros. Price y Huntley lucían
sombreros de piel de mapache; Holly y Erin escogieron unas boinas para sol y unos
elegantes vestidos largos de algodón.

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—Bien, papi y mami, abracen a los niños y pónganse bien cerca para que pueda
tomarles la foto —dijo el fotógrafo a Price y a Erin. Price sonrió a Erin y tomó a uno
de los mellizos.
—Toma al otro, mami.
Por un momento, el mundo real desapareció. Erin sentaba en su falda a su hijo
y al hijo de Price. Les tomaron la fotografía.
Como el revelado de la fotografía llevaría un rato, decidieron ir a la montaña
rusa de la mina inundada. Subieron a los botes que los conducirían por la fría y
oscura cueva. Price sentó a Holly y a Huntley en el asiento de adelante.
—Así podremos vigilarlos más de cerca —le explicó él, guiñándole un ojo. En
juegos anteriores, cada, uno de ellos había tomado a un niño para sentarlo a su lado
—. Por otra parte, es probable que tenga que protegerte a ti en aquella oscuridad —
murmuró él, para que sólo Erin pudiese escucharlo.
—Siempre me las he arreglado muy bien sola —le sonrió ella—. Nadie me
atacó.
—Ah, entonces nunca has subido con la persona indicada —volvió a sonreírle
—. Quizá cambie tu suerte.
Por primera vez, los mellizos se sentaron en perfecto silencio. La escena que
presentaba la cueva y la música estridente atrajo su atención, haciendo que todo lo
demás no existiera para ellos.
Erin tomó plena conciencia de los brazos de Price que la rodeaban para atraerla
con fuerza contra su pecho. Luego, con voz ronca, le susurró:
—He esperado todo el día que me dieran alguna señal —su aliento cálido hizo
estremecer a Erin.
—¿Señal… de qué? —Erin fingió inocencia, pero estaba encantada por el modo
en que Price la abrazaba, tan posesivamente.
—¿Vas a jugar a hacerte la ruda? —murmuró, mirándole el cuello—. De
acuerdo, te lo diré directamente. He estado volviéndome loco durante el día de ganas
de besarte. ¿Qué te parece si me liberas de este sufrimiento? —mientras tanto, su
boca descendió serenamente sobre el cuello de Erin.
—Te estás perdiendo la mejor parte de este recorrido —protestó ella
débilmente, aunque su cuerpo se encendía de vida bajo el contacto con aquellos
labios—. Es oscuro, temerario.
—¿Por qué crees que he escogido esta montaña rusa en particular? No soy
ningún tonto. Además, ya lo conozco de punta a punta.
Al sentir que aquellos dedos le acariciaban la piel desnuda de sus brazos, Erin
creyó enloquecer. Apoyó su cabeza contra el hombro de él y recordó lo bien que
quedaba con los pantalones jeans y el torso desnudo. Hasta casi creyó sentir la
aspereza de aquellos vellos oscuros que lo cubrían por completo.
—Umm… ¿qué perfume usas? Siempre hueles tan bien… —murmuró él contra
sus cabellos.

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Con una de sus grandes manos le acarició suavemente el brazo.


—Perdóname, pero no puedo evitar imaginarme cómo me sentiría teniéndote
abrazada, a mi lado, por las noches… cómo me sentiría sabiendo que, con sólo
estirarme un poquito, podría tocar esas femeninas curvas que tienes…
—Price, por favor, me parece que no corresponde que me hables de este modo.
—No estoy sugiriéndote que hagamos todo esto, simplemente, estoy pensando
en voz alta —se defendió con cara de angelito. Avanzó con sus labios hasta la oreja
de Erin. Tomó el lóbulo entre sus blancos dientes y lo mordisqueó suavemente. Con
la lengua le acarició la oreja y con la mano un seno.
—Me alegro de que aquí adentro no se vea nada —murmuró Erin contra la
oreja de Price—. De lo contrario, ofreceríamos un espectáculo.
—No veo que tú estés haciendo nada… —de pronto, Erin silenció sus palabras
con un beso. Durante los minutos que siguieron, intercambiaron prolongados y
profundos besos. El aliento de ambos se tornó más penetrante; los besos, más
hambrientos e intensos. Erin parecía calzar perfectamente bien entre los brazos de
Price, quien exploraba con ternura su cuerpo, estrechándola con fuerza, permitiendo
que ella saborease el efecto de vivir un mundo privado con él, en las tinieblas. Entre
sus brazos, se sentía como una mujer nueva, completamente deseable.
Vacilante, Erin desabrochó el primer botón de la camisa de Price para dejar que
su mano se deslizara por el interior de la misma. La sensación que aquella piel le
produjo en las yemas de sus dedos, le encendió un nuevo deseo. Erin ya había
saboreado las delicias que pueden existir entre un hombre y una mujer y por eso, su
cuerpo pedía a gritos que volvieran a hacerle el amor.
—Erin —murmuró él con voz ronca. Su boca encontró la de ella con gran ardor
y sus lenguas se unieron en un frenesí de candentes besos.
—Tío Price —la vocecita de Holly interrumpió los pensamientos de los
mayores. Cada uno olvidó dónde estaba momentáneamente. La niñita señaló la
escena que tenía frente a sí. Erin alcanzó a ver una luz al final del recorrido y supo
que en poco tiempo más saldrían de la cueva.
—Sí, la veo, Holly —la voz de Price se oyó agitada.
De muy mala gana, soltó a Erin, y se abrochó la camisa. Se acercó y le dio un
último beso.
—Eso es lo que yo llamo una verdadera señal, mujer.
Cuando el bote salió a la luz del día, Erin parpadeó varias veces ante el terrible
resplandor del sol. Sin embargo, su mente aún seguía en la caverna y en el modo en
que había respondido a los besos de Price. ¿Qué ocurría con ella? ¿Podía haberse
enamorado tan de repente, tan inesperadamente? ¿Sería tan estúpida como para
volver a exponerse a que le rompieran el corazón y la destruyeran? Ella y Price nunca
llegarían a nada. Él no era su hombre perfecto. Price aún estaba enamorado de otra
mujer y no tenía ni la menor intención de comprometerse con otra mujer después de
su desastrosa última relación. El amor y el matrimonio presentaban para Price las
mismas dificultades emocionales que para Erin.

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—Te has quedado muy silenciosa —dijo Price mientras caminaban hacia el
zoológico—. ¿Algo anda mal?
Erin sonrió y le tomó la mano para caminar.
—No, sólo estaba pensando.
—¿Sobre algo en particular?
—No, nada.
—¿Crees que alguna vez podrás olvidar a Quinn? Quiero decir, olvidarlo de
verdad —le preguntó Price serenamente. Se detuvieron frente al zoológico y se
sentaron en uno de los bancos.
Erin se apoyó en el respaldo y levantó la vista hacia el cielo azul. Su mente trató
de dibujar el rostro de Quinn. Por alguna razón le resultó imposible. Para su mayor
sorpresa, Erin descubrió que no quería que apareciera.
—He pasado la mayor parte de mi juventud tratando de olvidarlo. Creo que
uno de estos días lo lograré. Quinn fue el primer hombre de quien me enamoré, el
primero y el único con quien… eh, bueno… es sólo que yo no soy una persona que se
toma las cosas a la ligera. Quizás yo pensé que podría pasarme el resto de la vida
junto a él y cuando descubrí que no sería así, bueno, me dolió terriblemente. Nunca
más quiero exponerme a esa clase de dolor.
—¿Pero no quieres casarte algún día? —preguntó Price suavemente.
—Pensé que sí, pero tú tienes razón. No existe el matrimonio perfecto ni
tampoco el hombre perfecto. Creo que los próximos años tendré que hacer un
examen de conciencia para ver qué es lo que realmente quiero de la vida. Quién
sabe… quizás haya nacido para vestir santos —rió—. Si tú eres un solterón y yo me
quedo para vestir santos, seremos unos amigos estupendos, ¿no te parece?
Simplemente, nos sentaríamos a esperar que todos nuestros amigos tuvieran hijos
que nos llamaran tío y tía y tendríamos que contentarnos con eso… —su voz se
apagó con un sollozo.
—Dudo que sea así —le aseguró Price—. Tengo la sensación de que has nacido
para ser madre y para vivir en el matrimonio perfecto. Sólo tienes que tener un
poquito de paciencia y esperar a que aparezca tu príncipe azul montado en su
caballo blanco.
—Si quieres conocer mi verdadera opinión, creo que el caballo se enfureció y lo
arrojó por los aires en medio de algún campo —Erin sonrió a pesar de su sombría
mirada.
—No, no, no lo creo —gruñó Price—. Él vendrá cabalgando algún día, te
levantará en sus brazos… es decir, siempre y cuando logres bajar esos cinco kilos de
exceso que tienes…
—¡Price Seaver! ¡Eres un cerdo!
—Vamos a buscar a los niños para ir a comer algo —Price rió y esquivó el
puñetazo que Erin le lanzó.
—¿Otra vez? ¡No puede ser que tengas hambre! Creo que no has hecho otra
cosa más que comer desde que llegamos al parque de diversiones.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Estoy famélico y no debo cumplir con ninguna dieta. Venga, gordinflona,


vamos a comer a la vieja mina —le tomó la mano y la llevó con él.
—¡Oh, Price! eres una ruina —le hizo una mueca y él se la contestó.

—Debo confesar que para ser alguien que no podía ni probar bocado, has hecho
una actuación estupenda con ese pollo frito —bromeó Price una hora más tarde,
cuando salían del restaurante.
—Sí, pero realmente no creí que me traerían ese pastel —le recordó ella con
severidad—. Te dije que no lo quería.
—Seguro que no —coincidió él, guiñando el ojo a Huntley y a Holly—. Si no te
lo hubiera comprado, habrías hecho una escena. Admítelo, gordinflona.
—Estaba apetitoso —sonrió—. Aunque ahora tenga cinco kilos más.
Price retrocedió un paso y analizó las curvas de la joven con aire crítico.
—Dondequiera que estén, te quedan muy bien —sus ojos se enfrentaron a los
de ella—. Realmente bien.
—Vayamos por nuestra fotografía, tío Price —dijo Huntley quien ya comenzaba
a evidenciar los primeros síntomas de cansancio.
—Excelente idea, Huntley —dijo Erin—. Vamos por la fotografía y después a
casa. Estoy muerta de cansancio.
Quince minutos más tarde, todos reían ante la imagen de aquella severa familia
de pioneros que presentaba la fotografía.
—Parece que hubiéramos perdido el último amigo que nos quedaba —dijo
Price con una carcajada—. Mirad qué solemne se ve nuestro colega Huntley.
Cuando vieron la expresión del niño, otra vez se oyó un estallido de carcajadas.
—Ese hombre dijo que teníamos que estar muy serios —protestó Huntley,
quien comenzaba a enfadarse por el hecho de que todos se rieran de él. Una cosa era
que se rieran con uno de algo y otra muy distinta, que se rieran de uno, por algo.
—Quiero palomitas de maíz —gritó Holly.
—¡Oh, Holly! ¡Claro que no! —Erin se desplomó contra Price en otro ataque de
risa. Él la tomó con sus fuertes brazos y la sostuvo durante algunos minutos. La risa
de Erin se desvaneció cuando miró a Price a los ojos. De pronto sintió el incontrolable
impulso de besarlo. Por la expresión de los ojos del hombre, él no hubiera opuesto
objeción alguna; al contrario, la habría alentado para que Erin diera rienda suelta a su
impulso.
—Huntley, toma este dinero. Lleva a tu hermana hasta aquel carrito para que
pueda comprarse las palomitas de maíz. ¿Te crees capaz de hacerlo? —impulsó Price
al niño.
—Claro, tío Price. Ya soy grande —Huntley se veía radiante ante la posibilidad
de mostrar su madurez.

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—Toma a Holly de la mano —les gritó Erin mientras se alejaban—. ¿Crees que
es correcto dejarlos ir solos? —preguntó ella preocupada.
—No los perderemos de vista ni un segundo.
—Son tan chiquitos… —Erin suspiró.
—¿Quién crees que tendría que quedarse con esta foto? —preguntó Price,
volviendo sus pensamientos a la fotografía que tenía en la mano—. Supongo que
tendríamos que dársela a Brenda y a Nathan.
Erin echó un vistazo a la fotografía, por encima del hombro de Price y la
envolvió una extraña sensación de tristeza. Ese día había sido uno de los más plenos
de toda su vida. Haber estado con Price la había hecho olvidar todas las penurias que
se había visto obligada a soportar durante los últimos meses. Por primera vez en
mucho tiempo se había reído a carcajadas. Esa jornada estaba llegando
indefectiblemente a su fin, y Erin deseaba con toda el alma que durase una eternidad.
—Debimos haber encargado más de una —dijo ella suavemente. No quería
decírselo, pero quería quedársela ella.
—¿La quieres? —preguntó Price, mirándola a los ojos.
—No sé… —vaciló ella, con tono cortés.
—Si tú no, yo sí —contestó Price sin titubeos—. ¿Seguro que no te importa?
¿Qué podía decir Erin? Ella tendría que haber sido honesta.
—No, no me importa. ¿Pero para qué querría esa fotografía un solterón como
tú? —preguntó ella con tono de broma.
—Quizás el solterón se siente a contemplarla y a soñar con la viejecita que se
quedó para vestir santos.
—Oh, Price…
—Lo compré, tío Price. Compré las palomitas de maíz —Huntley se les acercó
corriendo, arrastrando a la pobre Holly detrás de sí y dejando un reguero de
palomillas a sus espaldas.
Price miró la caja, casi vacía.
—Creo que se te han caído algunas, camarada.
—Quiero un helado —gritó Holly contra los jeans de Erin.
—Creo que ni tú misma sabes lo que quieres —le dijo Erin abrazando a la niñita
—. Creo que será mejor que regresemos a casa antes de que dejemos a tío Price en
bancarrota.
Se marcharon del parque de diversiones cansados pero contentos. Price rodeó a
Erin con su brazo y ella se recostó sobre su hombro mientras se dirigían al auto.
—Ha sido un día hermoso, Price. Gracias —murmuró la joven. Los mellizos,
corrían felices delante de ellos.
—Yo debo agradecerte a ti —protestó él con tono de felicidad—. No recuerdo
otro día mejor que éste.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Me gustaría que no tuvieras que marcharte mañana —agregó ella, con la
tonta esperanza de que Price olvidara a esa mujer llamada Jeannie.
—A mí también me gustaría —contestó él con simpleza—. Pero regresaré.
Se miraron a los ojos y luego Erin se apartó. Sentía la terrible e infantil
necesidad de hacerle prometer… prometer que regresaría. ¿Pero y si no volvía? ¿Y si
al volver a ver a Jeannie renacían los viejos sentimientos y volvía con ella? ¿Y si
volvía con Erin, qué? ¿Acaso ella tenía la remota idea de comprometerse con otro
hombre, de comprometer su amor, sus fragilísimos sentimientos, su tierno y herido
corazón a aquel hombre tan alto que caminaba a su lado?
En ese momento sólo había una cosa que Erin tenía muy clara, una cosa que
ocupaba el primer puesto en su lista de prioridades: antes de que sucediera algo muy
profundo y serio entre ella y Price tendría que asegurarse de que Jeannie estuviera
completamente alejada de la vida y de los pensamientos de Price. Rió con ironía para
sí. ¿Qué demonios la hacía pensar que Price podría considerar serio cualquier evento
entre ambos? A él lo habían herido tanto como a ella. Era cierto que habían pasado
un día maravilloso juntos, pero ¿podía ser que para él Erin sólo fuera una amiga?
Quizás, él sólo estaba pasando el tiempo mientras duraban sus vacaciones, lejos de
su trabajo, lejos de sus problemas. ¡Preguntas, preguntas y para Erin ninguna
respuesta!
Se zamarreó mentalmente. ¿Qué estaba sucediendo con ella? La gente no se
enamora en dos días.
Ese pensamiento fue alentador y la ayudó a levantar su caído estado de ánimo
en forma considerable.
Mientras conducían por el sereno paisaje, la noche estaba empezando a caer
sobre el lago. Holly se sentó sobre el regazo de Erin mientras Huntley, colgado del
asiento de Price, no dejaba de charlar.
El auto rojo entró al camino particular de la casa de los Daniels. Dos de sus
ocupantes se bajaron haciendo alboroto.
Price dirigió a Erin una mirada de desazón.
—Creo que me estoy volviendo viejo.
—Yo también —bostezó—. Creo que ambos necesitamos una ducha y un
refresco.
Price abrió la puerta del auto y bajó.
—¡Estupendo! Llamaré a la vecina de al lado, Cathy, para que nos cuide a los
niños.
—¿Que nos cuide a los niños? ¿Para qué? —Erin hizo una pausa y lo miró
sorprendida.
—Para que tomemos nuestra ducha —respondió Price con una sonrisa de
picardía.
—Price —sonrió Erin tolerante—. No vamos a ducharnos juntos. Yo voy a
ducharme sola.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

La expresión de Price se tornó sombría.


—Ya me parecía que era demasiado bueno para ser cierto.
—Tío Price, ¿puedo agarrar lucecitas? —Holly vino corriendo y se le colgó de
las piernas a Price, quien trataba de seguir caminando.
—No lo sé. ¿Qué es una lucecita?
—Bichos con linterna —con uno de sus dedos señaló en dirección a una
luciérnaga que se reunía con las demás en el jardín.
—Creo que los bichos con linterna prefieren ser libres, cariño —Price la estrujó
un poquito y le dio una palmadita en el trasero—. Ve a asearte un poco y a
prepararte para ir a dormir.
Entre protestas, Erin y Price consiguieron que finalmente, los mellizos se
pusieran sus respectivos pijamas. Besos, súplicas para conseguir agua fresca, varios
viajes al baño y oraciones inusualmente extensas, retrasaron la llegada de los niños a
la cama unos veinte minutos más.
Finalmente, Erin apagó la luz del cuarto con un suspiro de alivio y dejó a los
niños durmiendo apaciblemente. Price le rodeó la cintura con su brazo mientras
caminaban por el corredor y le preguntó:
—¿Tienes hambre?
Erin meneó la cabeza divertida.
—No, no tengo hambre. ¿Te sorprende?
—Estoy pasmado —Price le sonrió con ternura.
—Simplemente, estoy cansada. Ser madre es el trabajo más agotador del
mundo. ¡Nunca tienes días libres!
—¡Eres una excelente madre! ¿Lo sabías?
Mientras se dirigían a la sala, Erin apoyó la cabeza sobre el hombro de Price.
—Gracias. Tú, como padre, también te las ingenias muy bien… tus cinco aún
inexistentes hijos no saben lo que se pierden —bromeó.
Caminaron por la sala contemplando el lago a través de la ventana, sumida en
un baño de luna.
—La noche está como para nadar —Price la miró sugestivamente—, ya que no
quieres que nos duchemos juntos, ¿qué te parece si vienes a nadar conmigo? Prometo
comportarme como un caballero.
—¡Claaaro! —Erin se apartó de él y se sentó en el sofá.
—¡Lo prometo! —se defendió Price—. Vamos, tía Erin. Los mellizos duermen
como troncos y si se despertaran los oiríamos. El lago está prácticamente junto a la
puerta de atrás.
—¿Hablas en serio? —dijo ella riendo—. ¿Realmente quieres ir allí a nadar a
esta hora?
Price miró su reloj.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Ni siquiera son las diez de la noche.


—Pero no tenemos traje de baño…
—Sé dónde Brenda y Nathan guardan los suyos, si tú insistes en ponerte esas
cosas tan molestas.
—Que no te quepa la menor duda de que insisto —entonces, Price comenzó a
arrastrarla detrás de sí—. Bueno, por lo menos he conseguido que aceptaras venir
conmigo —Price le guiñó un ojo en un gesto muy sugestivo—. Estoy ansioso por ver
todas esas curvas metidas dentro del traje de baño de Brenda. Tercer cajón de la
izquierda.
—¿Prometes comportarte? —preguntó ella, mientras Price la empujaba hacia el
interior del cuarto y cerraba la puerta.
—Como un caballerito inglés —contestó él, aunque por alguna razón, su voz no
sonó a Erin del todo sincera.

Diez minutos más tarde, Erin seguía refunfuñando. Caminaba bajo la luz de la
luna luciendo uno de los bellísimos y diminutos trajes de baño de Brenda y sobre
éste, una bata de algodón gruesa. Gracias a Dios, estaba bastante oscuro y Price no
podía ver muy bien su atuendo, o lo poco que había de él. Brenda siempre había sido
mucho más osada que Erin en el vestir y aquel bikini con tirantes enfatizaba la
diferencia de gustos aún más.
—No nos alejemos demasiado de la casa —le advirtió ella, tratando de seguir el
ritmo a los enormes pasos de Price.
—Tenemos que alejarnos lo suficiente como para alcanzar el agua —le contestó,
tomándola del brazo—. No sólo eres hogareña, sino que también eres torpe, ¿no?
—La próxima vez que haga algún comentario sobre mí, señor Seaver, se
quedará sin unos cuantos dientes —le advirtió Erin.
Price se volvió y le dedicó una sonrisita inocente.
—¿Por qué no tratas de levantarme el ánimo? ¿Por qué no me dices que no
crees que mi apariencia sea tan lastimosa? Quizás hasta podías ser un poco más
atrevido con las mentiras y decirme que te gustan las chicas gordas.
—Ya te lo he dicho —dijo Price con paciencia. Dejó que una rama de un árbol le
golpeara el rostro a la joven—, pero no me crees. Por otra parte, me estoy cansando
de esta historieta de la amistad. Creo que por ahora, prefiero ser "amante" —dijo y
sonrió entre dientes.
—Piénsalo dos veces —dijo ella al llegar a destino.
Price se quitó su camisa y se desprendió sus pantalones.
—Espero que lleves algo puesto allí abajo —dijo Erin, girando la cabeza.
—Se supone que sí. ¡Uy! lo siento, pero los trajes de baño de Nathan me
resultaron demasiado grandes.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Erin apretó con fuerza los dientes.


—Será mejor que sólo sea una broma.
—Nunca bromeo. Mira.
—No.
—Vamos… ¿nunca has nadado desnuda?
—No… con un hombre… no —Erin se estaba poniendo nerviosa. Como Price
siempre jaraneaba, ella nunca sabía si hablaba en serio o no. Sin embargo, temía que
aquélla fuera la primera vez que el hombre dijese la verdad.
—Bueno —dijo ella rápidamente—. Te ofrezco la última oportunidad para que
te hagas un festín con los ojos… después, voy a meterme al agua.
—No hagas que te retenga —dijo Erin. ¡Seguro que estaba bromeando!
—¿No vas a quitarte la bata para venir conmigo?
—Sí. Vuelve la cabeza.
—¿Por qué? ¿Vas a sorprenderme? Sería demasiado esperar que debajo de toda
esa maciza máscara de seriedad que representas, se esconda una mujer seductora y
terriblemente endemoniada, capaz de hacerme sentir más hombre, ¿no?
Erin se quitó la bata con violencia.
—¿Hacerte sentir más hombre? Me temo que he llegado algunos años tarde
para eso.
—Veamos. Tengo treinta y tres años. Hace quince años, tendría más o menos…
dieciocho… ¡oye! ¡Eres imposible! ¿Cómo adivinaste? ¿Conociste a Boom Boom
Taggert?
—¡No! No conocía Boom Boom Taggert, pero presumo que tú sí —le contestó
Erin sumamente enfadada por la maliciosa frase del hombre.
La sonrisa de Price se desvaneció. Soltó un lento silbido de admiración.
La luna brillaba sobre el ondulado cuerpo de Erin. Aquel bikini negro con
tirantes revelaba a las claras lo encantador que era el cuerpo de aquella mujer.
—Por Dios, Erin. Sabía que eras una muñeca pero jamás pensé que fueras tan
bella… —su voz fue silenciándose mientras sus ojos la recorrían íntimamente.
—¿Me… me queda bien? —preguntó ella tímidamente, mirándolo a los ojos
bajo la luz de la luna.
—Muy bien —entonces, pareció devorarla con los ojos.
Erin descubrió que Price llevaba puesto un traje de baño, diminuto, pero traje
de baño al fin. No alcanzó a verle el color, pero en ese momento, ¿a quién le
importaba? Todo lo que veía era que su pecho era muy ancho, su abdomen, chato y
sus piernas, muy musculosas.
—¿Entonces dejarás de bromearme con mi aspecto?

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Probablemente no, pero cada vez que te lo diga, sabrás que sólo se trata de
una broma —su voz fue muy cariñosa, se acercó y le acarició el rostro—. Ven aquí y
dame un beso.
Price se encaminó hacia ella, pero Erin lo esquivó y pasó a su lado.
—Dijiste que te comportarías —le recordó ella riendo. El corazón le latía
aceleradamente, golpeaba contra su pecho, y se sintió casi sin aliento. No había
dudas de que si se quedaban allí, bajo la luz de la luna, admirándose mutuamente los
trajes de baño, tendrían graves problemas.
—¿Así que tú eres una de esas mujeres? —Price la tomó entre sus brazos y
corrió hacia el agua con ella.
—¡No, Price! —Erin se colgó de él con alma y vida mientras cayeron al agua
precipitadamente. El contacto con el agua fría le arrebató la respiración—. ¡Eso fue
muy cruel! —refunfuñó Erin, aferrándose con más fuerza al cuello de Price.
—Lo sé, soy un verdadero diablo. ¡Por Dios! ¡Qué bueno es tocarte! —le pasó
una mano exploradora por el abdomen.
Erin se extendió y le quitó los dedos de su cuerpo.
—Prometiste que te comportarías.
—Siempre hago promesas que no puedo cumplir —dijo Price regresando sus
manos al sitio donde habían estado.
—¡Quinn! ¡Basta! —suplicó Erin, empujándolo.
Price le quitó las manos de inmediato. Su rostro, solemne.
—No soy Quinn, Erin —dijo él tranquilamente.
Por fin Erin se dio cuenta del error gravísimo que había cometido. No sabía
cómo el nombre de Quinn se le había escapado.
—Lo sé, Price. Lo lamento. No sé ni por qué lo he dicho —se disculpó
sinceramente.
—¿Puede ser porque yo te hago recordarlo? ¿Porque piensas en él
constantemente? —la voz de Price encerró cierto tono sarcástico.
—No —respondió Erin con calma—. La verdad es que ya no pienso en él con
tanta frecuencia. Y con respecto a eso de que tú me haces recordarlo… —Erin hizo
una pausa y echó la cabeza hacia atrás. Volvió a rodearle el cuello con sus manos—.
Ya no me lo recuerdas. Hace varios días me di cuenta de que tú no eres ningún
Quinn Daniels.
—¡Oh! ¿Y en qué términos no soy ningún Quinn Daniels? —la atrajo con mayor
fuerza hacia sí. El encuentro de ambos cuerpos fue encantador—. Me gustan las
mujeres bellas tanto como a él.
—Sin embargo, aparentemente, puedes controlarte mejor que él —el corazón de
Erin saltó un latido: sintió aquel sólido cuerpo masculino contra el suyo.
—Que me controlo, ¿eh? —la apretó más contra su prominente deseo—. ¿A eso
llamas control?

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Price, recuerda que sólo somos amigos —Erin le arrojó agua a la cara con un
dedo—. Demasiado mal, ¿no?
—Bueno, lo que yo tenía en mente era muy amistoso —se defendió él, también
arrojándole agua a la cara.
—No me mojes el pelo.
—¿Hablas en serio? ¡Pareces una rata ahogada!
—¡Ya tenías que hablar de mi apariencia otra vez! Supongo que jamás viste a
Jeannie con el pelo mojado.
Price la soltó repentinamente y se zambulló en las oscuras aguas. Nadó durante
unos cuantos minutos, ignorando totalmente la frase de Erin. La muchacha nadó
hacia donde él estaba; no le había gustado para nada la idea de quedarse sola en la
oscuridad. Aunque la luna encendía la noche, le resultaba terriblemente extraño
nadar a esa hora de la noche. Los únicos ruidos que se oían eran los de los sapos, a la
orilla del lago.
Había dado un par de brazadas cuando se detuvo preocupada.
—¿Price? ¿Dónde estás?
El suave golpeteo de las olas contra la orilla fue la única respuesta que recibió.
—¡Vamos, Price! ¡Contéstame! ¡Sé que estás allí!
Erin siguió nadando lago adentro, a cada momento más nerviosa.
¿Dónde se había metido Price? Él le había dado toda la impresión de moverse
en el agua como un pez. Miró en la oscuridad tragándose el deseo de emitir un
sonoro y aterrador grito.
Dos minutos más. El grito se materializó. Erin sintió que algo se le ceñía con
fuerza alrededor de su pierna y la jalaba hacia abajo. Manoteando en el aire, tratando
desesperadamente de encontrar algo de qué asirse, sus manos tomaron contacto con
dos brazos fuertes que la atraían con fuerza contra su ancho pecho.
Cuando subieron juntos a la superficie, la boca de Price se cerró violentamente
sobre la de ella. Aunque no podía casi respirar, la sensación que los labios de Price le
producían sobre su boca era deliciosa. Aquella boca húmeda y fría le exigía una
respuesta que Erin entregó con toda libertad. Erin no protestó cuando Price le
desabrochó el sostén, que en pocos minutos más, estuvo nadando sobre las serenas
aguas, alejándose de ellos. Price le acarició los senos con suma delicadeza; sus dedos
de terciopelo la hicieron estremecer.
—No —logró decir ella finalmente, cuando sus bocas se separaron.
—¿Por qué no? —murmuró él con tono ronco—. Sabes que te quiero. ¿Por qué
sigues negándolo? —aquella voz denotó un curioso y profundo deseo, mientras su
boca exploraba el cuello de la joven.
—Porque… no creo que aún estés preparado para esto —balbuceó ella con total
inseguridad, dado que los labios de Price bajaron sensualmente sobre sus hombros.
Erin no podía quitarse de la cabeza la idea de que Price se marcharía al día siguiente
y que, probablemente, se encontraría con Jeannie. Quizá después de esa noche no

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

volviera a ver a Price nunca en la vida, y por eso tenía que recordar que por más que
deseara poseerlo con una ansiedad casi dolorosa, otra mujer era dueña de su
corazón.
—¿Qué no? —Price la apretó más—. Sé que ha pasado mucho tiempo, pero
estoy seguro de que ya estoy listo —rió íntimamente.
—No, no me refería… —Erin se interrumpió, bastante avergonzada.
Obviamente, Price estaba listo—. Me refería a que no creo correcto que debamos
llevar nuestra relación a un plano tan serio… no tan prematuramente.
—Déjame adivinar —Price suspiró y hundió su rostro en el cuello de la joven,
derrotado—, Quinn y Jeannie.
Sólo Jeannie, quiso decir ella, pero calló. Era mejor que Price pensara que aún
Erin amaba a Quinn. Sería más fácil así.
—Sí, Quinn y Jeannie —admitió.
—¿Sabes algo? En este momento, quisiera que nunca hubiera escuchado esos
dos nombres —susurró Price tiernamente contra el oído de la muchacha—. ¿Crees
que algún día podrás quitarte a ese canalla de tu cabeza?
—No lo sé. Quizás. ¿Y qué me dices de Jeannie? ¿Y de ti?
—¿Qué te digo de Jeannie y de mí? ¿Qué te digo de Jeannie y de mí? —dijo
Price irritado—. ¡Hace seis meses que rompimos, mujer! ¿Qué más puedo decirte?
—¡Podrías decirme que ya no la amas! —le gritó Erin enfadada.
—Tú podrías decirme lo mismo con respecto a Quinn, pero no escuché que
entre tu incesante parloteo lo mencionaras.
—¡Yo no parloteo! Y además, ¿por qué tendría que decir eso de Quinn? —lo
enfrentó Erin airadamente.
—Por la misma razón que yo no voy a decirte que no amo a Jeannie —dijo
Price, con idéntica altanería.
—¡Así tendría que ser! Que ambos habláramos con franqueza de todo —Erin no
pudo evitar decirlo—. ¡Somos amigos! ¿Recuerdas?
—¡Olvida ese disparate! No quiero ser tu amigo —dijo él directamente.
—Dijiste que sí —Erin lo contempló con hostilidad—. ¿Qué he hecho?
—Nada —refunfuñó Price—. Simplemente, fue una idea estúpida. He decidido
dedicarme a hacerme amigo de gente que no sea tan fuerte como la estructura de
ladrillos de una casa.
—Lo dices para ofenderme.
Price miró con los ojos llenos de deseo los senos desnudos de la muchacha,
bañados por la luz de la luna.
—Sería tu amigo si no hablaras tanto.
—Yo no hablo tanto. Básicamente, soy una persona muy serena, callada y con
buen nivel. Tú eres quien me pone algo loca —sollozó desdeñosamente. Aquélla era

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

una amistad de la que se sentía orgullosa de poder liberarse—. ¿Podrías tener la


gentileza de alcanzarme el sostén de mi traje de baño?
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque es probable que ahora esté a unos siete kilómetros lago adentro.
—Entonces ve a buscarlo.
—No —se volvió de espaldas haciendo la plancha, para flotar apaciblemente en
la superficie de aquellas aguas tan tranquilas—. Si fuéramos amigos, lo pensaría,
pero como no lo somos…
—Me estás haciendo enfadar, Price —le advirtió con calma.
Price siguió flotando, ignorando por completo el enfado de Erin. Erin nadó
hacia él y se le acercó considerablemente.
—Dije que estás haciéndome enfadar mucho, Price. No seguiremos siendo
amigos en tanto y en cuanto no vayas a rescatar el sostén de mi bikini.
Price se encogió de hombros.
—Me he dado cuenta —comentó él con tono solemne—, de que los amigos van
y vienen. Aparentemente, siempre son los enemigos los que mantienen su calidad de
tales… —su voz empezó a oírse ahogada. Erin estaba metiéndole la cabeza
lentamente debajo del agua. Erin se metió debajo del agua también y con un
movimiento violento, le quitó el traje de baño.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó indignado.
—Si piensas que regresaré caminando a esa colina medio desnuda, has
acertado… en más de un aspecto —salió corriendo hacia el banco.
Price aún seguía amenazándola a los gritos, mientras ella regresaba por el
camino iluminado por la luna, con el traje de baño de él bien aferrado contra su
pecho desnudo.
—¡Oye Holmes! —gritó él—. ¡He cambiado de idea! Seamos amigos otra vez,
¿sí?
—Para mí está bien, Seaver, en cuanto me contestes una pregunta —gritó ella,
mientras seguía ascendiendo por el caminito.
—¡Aguarda un momento! —se puso de pie en medio del agua, y su pecho
desnudo y mojado reflejó la luz de la luna—. ¿Qué pregunta? —colocó sus manos
sobre sus caderas en forma arrogante—. ¡No me lo digas! ¡Yo adivinaré!
Erin se volvió y sus ojos, por un momento, se fijaron en los de Price. Luego, al
unísono, los dos gritaron:
—¿Qué me dices de Jeannie?

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Capítulo 6
—Huntley ¿estás seguro?
Unos inmensos ojos castaños miraron a los de Erin con total seriedad.
—Estoy seguro, tía Erin.
El rostro de la joven denotó una expresión de tristeza. Se había perdido a Price
esa mañana. Y tanto que había querido verlo, al menos diez minutos, antes de que se
marchara a Menfis.
—Él volverá esta noche, ¿no? —preguntó Cathy, mientras servía a Erin su
segunda taza de café.
—Sí, pero me habría gustado hablar con él antes de que se marchara —en ese
momento, Erin lamentó que los mellizos la hubieran convencido para ir a la casa de
sus vecinos.
—Puso un enooorme pescado dentro de la nevera —dijo Holly.
—¡Sí, era tan grande como una casa! —coincidió Huntley.
Erin sonrió. Price debió de haber pescado esa pieza para la cena de esa noche.
Erin había pensado en comer carne vacuna, pero podía dejarla para la cena del día
siguiente. Mientras revolvía su café, muy pensativa, imploró en silencio que Price
regresara esa noche para comer "su pescado". Que nada, ni nadie demorase su
regreso.
—No olvides la fiesta esta noche —decía Cathy, mientras cortaba otra rebanada
de bizcocho y lo colocaba frente a Erin.
—Oh, no, por favor… —Erin apartó el plato—. ¡Ya comí más de lo debido!
—Estás segura —preguntó Cathy, mientras masticaba su delicioso pastel de
canela.
—Segurísima —Erin tenía que ponerse firme. Aunque muriera en el intento,
rebajaría esos detestables kilos de más. Probablemente, Jeannie era tan flaca como un
espárrago y si Erin tenía esperanzas de competir con ella… ¡pero por Dios! ¡Otra vez
con la misma cancioncita! ¡No comería otra porción de bizcocho porque quería
adelgazar para ella misma! Para nadie más. Ella era una persona con mucha fuerza
de voluntad y si se disponía a hacerlo, rebajaría esos cinco kilogramos casi sin darse
cuenta. Se animó mucho más cuando se imaginó con una silueta esmirriada y la
cintura pequeñita. Rechazar esa porción de bizcochuelo era un buen comienzo.
—Tráemelos alrededor de las cinco de la tarde. Voy a prepararles unos
emparedados de salchicha antes de llevarlos a los desfiles de carnaval —agregó
Cathy. Su pequeño hijo Michael y los mellizos salieron corriendo por la puerta de
atrás como una horda salvaje.
—No hay duda de que eres la persona más valiente que conozco —rió Erin. Por
alguna razón, no podía quitar los ojos de aquel delicioso bizcocho a la canela. Se le

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

hacía agua la boca. La panadería debía de tener a alguien muy especial, capaz de
hacer pasteles que tuvieran una apariencia y un sabor como aquéllos.
—Por suerte, Trev estará aquí para ayudarme con los niños. ¡Llevar a pasear a
seis niños de cinco años no es algo que me divierta, precisamente!
—Ha sido muy gentil de tu parte. Estoy segura de que se divertirán muchísimo.
Supongo que yo tendré que preparar el pescado que Price pescó esta mañana para la
cena. Me había preocupado mucho porque temía que los niños tuvieran que comerlo.
Tú sabes, por las espinas. Pero con esta invitación que tú les haces, me quito el peso
de encima —extendió la mano e, inconscientemente, levantó el platito con el bizcocho
—. Si es tan grande como se comenta, te mandaré un poco de pescado en una
bandeja para que tú y Trevor lo prueben —prometió, mientras se llevaba a la boca un
trozo de bizcocho y lo devoraba con todas las ganas.
—Sería estupendo. A Trev le encanta el pescado fresco.
—Bueno, si tuviera que guiarme por las referencias que me dieron los mellizos,
podría dar de comer a todo un regimiento —dijo ella, entre bocado y bocado—.
¡Maldición! ¡Ojalá hubieran venido a avisarme que Price había regresado ya de
pescar!
—Ya conoces a esos niños. Estarían demasiado ocupados jugando con algo.
Probablemente, Price los llamó para mostrarles el pescado y aunque quedaron
atónitos con su tamaño, lo más seguro es que se hayan olvidado de él no bien
salieron a jugar otra vez.
—Estoy segura de que él tenía prisa —concluyó Erin, mientras se llevaba el
último bocado de bizcocho a la boca—. Tenía que tomar el avión a las diez,
aproximadamente —echó un vistazo al plato vacío que tenía frente así—. ¡Oh, no!
¡Me comí el pastel!
Cathy miró el platito de porcelana vacío, al que sólo le habría faltado que Erin
le pasara la lengua.
—¡Por poco te comes el plato!
—¡Caracoles! —gruñó Erin, mientras alejaba el plato totalmente disgustada—.
Bueno, lo primero que haga por la mañana será empezar una dieta y ¡cumplirla!
—¿Por la mañana, eh? Bueno, yo también lo haré —sus ojos se cruzaron con la
última porción de pastel—. Pero como el día de hoy ya ha sido una ruina, ¿qué te
parece si partimos esta porción y nos comemos mitad cada una? —preguntó
ilusionada.
Erin miró el pastel ofensor.
—Bueno…
—Oh, sería una vergüenza tirarlo a la basura. A Trev no le gustan los dulces.
—¿No? —era una vergüenza tirar la comida a la basura, cuando hay tanta gente
en el mundo que muere de hambre—. De acuerdo —dijo Erin, tomando el último
trozo de pastel. Lo dividió en dos—, pero mañana empiezo la dieta sí o sí.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Era casi el mediodía cuando Erin pudo convencer a los mellizos de que debían
regresar a su casa y descansar para la fiesta que tendrían a partir de las cinco. Los
subió a su Volkswagen para ir de compras al almacén, y luego, a su regreso, los niños
irían a dormir una siesta breve.
—Quedaos cerca de mí y no toquéis nada —les advirtió severamente al entrar a
la tienda.
—¡No lo haremos! —contestaron a coro—. ¿Podemos comprar algunas gomas
de mascar, tía Erin? —fue la respuesta de ambos.
—Supongo que sí, Huntley —contestó Erin ausente, mientras estudiaba la lista
de las compras—. Id delante. Tomad las gomas de mascar que queráis y luego id a
mostrárselas a la muchacha que está en la caja registradora. Decidle que yo las
pagaré junto con el resto de la mercadería que estoy comprando —quizás con eso se
quedaran tranquilos y contentos hasta que Erin terminara con sus compras, pensó
ella esperanzada.
Los mellizos salieron corriendo hacia el sitio donde se exhibían las golosinas.
Pocos minutos después, se los oyó discutir acaloradamente respecto de cuál era la
marca más indicada para comprar. Mientras Erin seleccionaba la mercadería, con un
oído escuchaba atentamente el parloteo. Luego suspiró desilusionada cuando notó
que el parloteo se había convertido en una guerra sangrienta.
—¡Terminad ya! —les advirtió, mientras los separaba a los tirones—. ¡Id a llevar
esto! —un paquetito de goma de mascar de banana aterrizó en la mano de Huntley
—. ¡Y basta a los dos!
—¿De qué son? —protestó Huntley—. ¿De éstas cosas que están dibujadas
aquí? —señaló el dibujo de bananas que estaba en el envoltorio del paquetito.
—Sí, son de banana, ¿por qué?
Holly soltó un estruendoso lamento.
—¡Me devientan las bananas!
—¡Está bien, está bien! ¿Qué os parece de cereza?
Huntley y Holly levantaron sus narices en dirección a los paquetitos,
suspicazmente.
—¿No os gustan las cerezas? Aquí tenéis, probad las de uva. ¿Y de limón?
¿Tuttifrutti? ¡Oh, vamos! ¿Frutilla? ¿Qué tal si os lleváis las de frutilla? —cualquiera
habría pensado que trataban de escoger una rara marca de vinos—. ¡Sólo se trata de
goma de mascar! ¡Elegid cualquiera!
—Creo que podía probar la de banana —dijo Holly.
Erin soltó un suspiro de exasperación y le entregó el paquetito de goma de
mascar de banana. Huntley no perdió tiempo en arrebatarle el paquete a su hermana.
Rompió el envoltorio y rápidamente salieron corriendo, con goma de mascar en la
boca.
—No os alejéis —ordenó Erin, quien regresaba a su carrito de compras.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

El mostrador con las carnes ofrecía una tentadora variedad. Erin se detuvo a
mirar los bistecs. Los mellizos ya estaban cansándose y comenzaban a hacer un poco
de lío. Erin necesitaba regresar a la casa. Durante los últimos diez minutos habían
caminado junto a ella tranquilamente, pero ya empezaban a dar señales de su
descontento. Si podían aguantar unos minutitos más, Erin ya terminaba. Miró por
encima de su hombro y se quedó petrificada. Estaban parados cerca de las cajas de
huevos, discutiendo encarnizadamente cómo les gustaba comerlos. A Huntley le
agradaban revueltos; Holly los prefería "fditos". ¡Y en ese momento, a ninguno de los
dos les gustaba de la otra forma!
—¡Fditos!
—¡Revueltos!
—¡Fditos, Huntwwey, fditos! —la goma de mascar de Holly salió volando como
un misil de su boca y fue a dar contra el pie de su hermano.
—¡Revueltos! —dijo él, con severa determinación. Se agachó, tomó la goma de
mascar y la pegó en los rizos de Holly.
—¡Huntwey Daniels! —gritó la niña. Con la regordeta manita se dirigió a una
de las cajas de cartón en las que se envasaban los huevos. Su rostro aún de bebé, tenía
el ceño fruncido.
—¡Holly… no! —Erin soltó el tomate que tenía en la mano y salió corriendo
hacia ellos a toda marcha.
Un estallido de hostilidades hizo erupción. Al instante, volaron los misiles de
huevo. Erin seguía corriendo hacia ellos, aunque sus zapatos deportivos patinaban
peligrosamente sobre aquella masa pegajosa. Holly gritaba a más no poder,
preocupadísima por la sustancia viscosa que tenía en el rostro.
—¡No arrojéis ni un solo huevo más! —Erin experimentó una patinada letal: sus
pies se despegaron del suelo y haciendo un gran espiral en el aire, la pobre cayó
sobre la imponente variedad de productos enlatados. El rugido ensordecedor de las
latas cayendo sobre el suelo pareció quebrar el aire. El supervisor de la tienda miró
alarmado y salió corriendo en dirección al tumulto, agitando los brazos en el aire,
enloquecido.
—¡Niños! ¡Niños! Mi Dios… —su voz se cortó en la mitad de la frase; un huevo
pasó volando junto a él.
Erin trataba de salir de las docenas de latas de cócteles frutales, muerta de
vergüenza por lo que había pasado. Algunos clientes habían conducido sus carritos
en dirección al campo de batalla, pero se negaron a entrar a semejante caos. Se
quedaban parados, con la boca abierta; algunos, esquivando ocasionalmente un
huevo que otro.
Erin se puso de pie.
—Ya vais a ver —juró Erin determinada, mientras se encaminaba hacia los
mellizos bañados en huevo. Sus ojos, terriblemente salvajes.
El supervisor de la tienda se metió en el medio y tomando a los mellizos por los
cuellos de sus camisas, los separó.

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—¡Se lo contaré a mami! —amenazó Holly con un estruendoso chillido a su


hermano. Largas lágrimas le bañaban el rostro. Tenía goma de mascar pegada en el
cabello y huevo chorreándole por todas partes.
—¡Y yo se lo contaré a papi! —prometió Huntley, también al borde de las
lágrimas.
—¡Y yo se lo contaré a Price! —amenazó Erin en un mar de lágrimas.
—Tía Ewin —sollozó Holly, envolviendo sus bracitos alrededor del cuello de
Erin—. ¡Huntwey se está portando mal otra vez!
—Yo no fui tía Erin —gritó el niño desesperado, también aferrándose al cuello
de su tía—. ¡Fue ella!
—¿Está bien, señora? —preguntó el supervisor.
—Creo que sí —murmuró ella, tratando de sostener a los mellizos y de
mantenerse en pie a la vez—. No sé cómo disculparme por todo esto… —su voz fue
desvaneciéndose al examinar la zona de guerra. ¡Qué papelón!
—No se preocupe —dijo el hombre y sonrió lánguidamente—. Limpiaremos
todo —Erin sabía perfectamente que aquel hombre tenía ganas de estrangular a los
tres, pero abotonó en sus orejas la sonrisa de supervisor y apretó admirablemente los
dientes.
—¿Puedo pagar por los daños ocasionados? —preguntó ella, más bien gritó,
tratando de que su voz fuera más alta que el bullicio de los niños.
—No, porque no se ha producido ningún daño permanente —le aseguró él,
mientras la guiaba hacia la puerta de la tienda. Erin estaba segura de que él no quería
volver a verlos más por allí.
Erin los metió en el Volkswagen y salió a toda marcha del área de
estacionamiento. Los mellizos gritaban a vivo pulmón. ¡Por primera vez en la vida,
se sintió desbordante de felicidad de no ser madre!
Los bañó y los acostó para que durmieran la reparadora siesta. Ella se dirigió a
la cocina y abrió la nevera. Quedó boquiabierta por el asombro. El pescado más
grande que había visto en su vida la miraba fijamente. Sus abultados flancos le
parecieron monstruosos. ¡Vaya!, dijo ella en silencio. No había dudas de que había
tomado muy en serio su pedido de que obtuviera un pescado grande.
Soltó un cansado suspiro. Se apoyó contra la puerta abierta de la nevera.
Experimentó un gran resentimiento cuando se dio cuenta de que el pescado estaba
sin limpiar.
Bueno, pensó a las cansadas, cerrando la puerta de la nevera, Erin Holmes es
muy capaz de ofrecerle una cena que jamás olvidará. Se sentó en una de las sillas de
la cocina y bebió pensativamente su té helado. Sin Price, aquel día parecía muy
solitario. Al pensar en lo que estaría haciendo en ese preciso momento frunció el
ceño. Cerró los ojos y el rostro de Price se dibujó en su mente. Aquellos hermosos
ojos verdes la miraron y una contagiosa sonrisa encendió sus rasgos perfectos. Se dio
cuenta de que podía enamorarse de Price Seaver. La asombró el hecho de que fuera
capaz de admitirlo. Pero era cierto. Price no era perfecto, sino casi perfecto. Por lo

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menos, estaba tan cerca de la perfección como ella. Bien, era tiempo de dejar de soñar
y de empezar a trabajar.
Limpiar el pescado fue la tarea más ardua a la que Erin pudo haberse
enfrentado. Si quería volver a comer pescado, Price tendría que llevarla al
restaurante más cercano, pensaba ella furiosa.
¡Jamás volvería a hacer aquella detestable tarea, ni por amor ni por todo el
dinero del mundo!
Tenía sus manos llenas de cortes y su ánimo no estaba de lo mejor. Hasta el
momento, aquella jornada había sido una pesadilla para ella y aún tenía que vestir a
los mellizos para llevarlos a casa de Cathy a las cinco.
Alrededor de las tres terminó de preparar un banquete propio de un rey… o
para un hombre que fuera casi como un rey, pensó, mientras echaba un último
vistazo a la cocina. Salió de allí rumbo al cuarto de los mellizos para prepararlos.
¡Claro que sí! ¡Price Seaver recibiría una gran sorpresa!

Poco antes de las siete. Price llegó con su auto a la casa. Cuando se bajó, Erin
sintió que el estómago le flotaba. Se miró en el espejo una vez más. Se había puesto
un solero blanco bordado; una elección perfecta para que contrastara con el profundo
bronceado de su piel. Se acomodó con nerviosismo los pequeños pendientes que
llevaba y caminó hacia la puerta para recibirlo, un tanto tímida.
—Hola, hermosa —dijo Price al entrar al porche, con los ojos fijos en el
pronunciado escote del vestido.
—Hola —contestó ella. De pronto sintió que las rodillas la traicionaban con su
irrefrenable temblor.
—¿Te has mantenido alejada de los problemas, mujer? —preguntó con cierto
afecto en su voz.
—Sí, ¿y tú? —apenas pudo contener aquellas palabras que no debía pronunciar:
¿has visto a Jeannie? ¿Vas a intentarlo otra vez con ella?, todas esas preguntas que no
debían importarle, aunque la respuesta significaba todo un mundo para ella. No dijo
nada.
—¿Y ahora en qué piensas? —sonrió con picardía y descubrió que los ojos de la
muchacha se tornaban tormentosos.
—Lamento haber preguntado —dijo ella. Dio media vuelta y se marchó a la
cocina.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó Price mientras la seguía de cerca.
—Sí, pero creo que se escribe: "m-e-l-l-i-z-o-s" —dijo por encima de su hombro,
pensando en las desastrosas horas de ese día.
—¿Un mal día? —preguntó compasivo.
—Ni preguntes —le advirtió ella.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¿Dónde están las pequeñas bestias? —Price miró a su alrededor, en la cocina.


—Al lado. Han ido a una fiesta de cumpleaños.
—¿Quieres decir que estamos aquí ¡solos!? —le sonrió sugestivamente—.
¿Nosotros dos… solitos?
Tomó una enorme sartén de hierro fundido e ignoró las palabras de Price.
—Espero que tengas hambre. Te he preparado tu cena a base de pescado —
cubrió el fondo de la sartén con aceite y dejó que se calentara. Mientras tanto, pasaba
los trozos de pescado en crema y luego por harina.
—¿Pescado? ¡Bueno, estupendo! —dijo él, un poco sorprendido—, ni siquiera
he almorzado. Cuando empecé a meterme de lleno en el trabajo, sólo tuve tiempo
para comer una barrita de chocolate.
Erin dejó caer los trocitos de pescado dentro de la sartén y comenzó observarlos
mientras se tostaban.
—Oye, ¿sucede algo malo? —le preguntó, tomándola de la mano—, estás muy
callada esta noche.
Sus miradas se cruzaron y Erin tragó saliva. Price era tan viril, estaba tan
atractivo en ese momento… después del día que había tenido, Erin deseaba echarse
entre sus brazos para que él la estrujara con todas sus fuerzas y le susurrara palabras
de aliento.
—No, no sucede nada malo. Sólo estoy cansada —murmuró ella regresando al
pescado.
—¿Hay algo que pueda hacer para tranquilizarte? —sonrió.
—Sentarte y comer como un desaforado —dijo ella, mientras retiraba parte del
pescado y lo acomodaba sobre una bandeja.
—Bueno, no estaba pensando precisamente en eso, pero ya que insistes… —
tomó un trozo del pescado doradito y lo probó, hambriento.
—¡Vaya! está delicioso.
Erin sonrió satisfecha para sí y colocó más pescado en la sartén.
—Apuesto a que tú también estás cansado, ¿no? —preguntó ella.
—Un poco —admitió, tomando otro bocado de pescado—. Pero esto está
delicioso.
—Gracias. No eches a perder tu cena —le advirtió.
—¿Estás bromeando? ¡Se necesitaría mucho más que un pescado para echar a
perder mi apetito! —se sirvió más pescado. Erin frunció el ceño. Así, no quedaría
nada para Cathy y Trevor ¡y ella los había invitado!
—Lamento no haberte visto esta mañana —dijo ella, avanzando hacia la mesa
para sentarse—. Estaba en la casa de al lado.
—Sí, lo sé. Vi a los mellizos un minuto. ¡Demonios! Patatas, ensalada, maíz,
pan… ¿es pan casero? —preguntó incrédulo, mientras ella cortaba las rebanadas y las
untaba con mantequilla.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Claro. Te gusta el pan casero, ¿no?


—Supongo. No recuerdo haberlo comido muy a menudo. Erin, serás una
esposa perfecta para algún hombre afortunado —sus ojos examinaron la mesa con
gran apetito.
Lo sé, pensó Erin con orgullo.
Price comió como un león durante algunos minutos y elogió cada bocado. El
pescado iba desapareciendo rápidamente.
—¡Este es el mejor pescado que he comido en mi vida, Erin! ¡No bromeo! —
tomó la bandeja una vez más.
—Te enfermarás de tanto comer —sonrió. En ese momento se sentía muy bien.
—Eso me recuerda —dijo él, después de llevarse a la boca otro trozo de pescado
—, que después de cenar buscaré en la guía telefónica el taxidermista más cercano en
la zona. Quiero que me embalsame mi pescado —dijo orgulloso.
Erin estaba comiéndose sus patatas gratinadas con mucho apetito.
—¿Tu pescado? —sonrió.
—Voy a decirte una cosa, amorcito: jamás he gozado nada en la vida como
tener aquel pescado en la línea. Trabajé veinte minutos en el bote para sacarlo del
agua. Si John hubiese olvidado su red y no la hubiera puesto debajo del enorme
bicho, lo habría perdido en el último segundo —siguió comiendo pescado—. No
bromeo, Erin. ¡Ojalá hubieras estado allí! Es algo con lo que un hombre siempre
sueña. ¡Era como tener un Rembrandt en la línea! —suspiró orgulloso—. Pasé una
hora limpiando una pared de mi oficina para colgarlo.
Erin rió entusiasmada.
—¿Atrapaste tu lobina? ¿Cuándo?
—¿Cuándo? Esta mañana. ¿No la viste?
—¿Verla? —Erin frunció el ceño—. No, ¿dónde la pusiste?
—¿Dónde? ¿De qué hablas? —la miró sorprendido.
—¿Dónde pusiste tu lobina? —repitió ella, con una sonrisa de felicidad aún en
el rostro—. ¿John te la guardó hasta que volvieras?
Price la miró incómodo.
—No… la dejé aquí.
—¿De verdad? —ella pareció confundida—. ¿Dónde?
—Pero, maldita sea, Erin. No entiendo cómo pudiste no haberla visto. La puse
justamente allí, en la nev… —de pronto, se puso blanco como un papel. Bajó la vista
y contempló el pescado que tenía sobre el plato, a medio comer.
Erin sintió náuseas. Sus ojos se fijaron en la bandeja vacía.
—Erin —la voz de Price sonó finita, infantil en la cocina lúgubremente
silenciosa—. ¿Qué pescado estamos comiendo?

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Erin bajó su tenedor muy lentamente. Sus ojos no abandonaron ni por un


segundo la bandeja ya vacía.
—No lo sé —contestó tímidamente—. ¿Por qué?
—¿De dónde lo sacaste? —preguntó él vacilante. Su mano empezaba temblar.
Apartó la silla de la mesa y se puso de pie.
Erin también se puso de pie. Sus rodillas se habían tornado débiles.
—¡Erin! Contéstame —rugió Price—. ¿De dónde sacaste el pescado que
acabamos de comer?
Erin se tragó el nudo que tenía en la garganta y suspiró profundamente.
—De la neve…
—¡Oh, Dios, no! —Price prácticamente gritó—. ¡Por favor dime que no era el
mismo pescado que yo puse allí antes de marcharme esta mañana!
Erin empezaba a incomodarse. Price no parecía el mismo.
—Pero yo pensé que lo habías puesto allí para nuestra cena…
—Dije a Huntley que se asegurase de que no lo tocaras.
—El niño no me lo dijo, Price. ¿Cómo has podido quedarte tan tranquilo
delegando la responsabilidad de algo tan importante a un niño de cinco años? —
preguntó ella incrédula.
—Awww… ¡Erin! —Price se desplomó sobre una silla. Los restos de su
hermosa lobina estaban allí, frente a él, doraditos y aceitosos; Price de pronto sintió
que se descomponía.
—¡Oh, Price! —dijo Erin. Tenía el corazón destrozado al ver la agonía en los
ojos de aquel hombre.
Se arrodilló a su lado y le apoyó una mano sobre su pierna para consolarlo.
—¡Oh, lo siento tanto! Jamás se me habría ocurrido pensar que aquel pescado
era tu… tu lobina trofeo —si eso era posible, Erin se sentía tan apesadumbrada como
él.
Price se quedó con la mirada perdida.
—Me he comido mi lobina trofeo.
—Price, escucha —gritó ella, apretándole el brazo—. No te preocupes por nada.
Haré los arreglos necesarios con Cathy y le pediré que los mellizos se queden a
dormir en su casa. Mañana bien temprano nos iremos los dos juntos y pescaremos
otra igual —trató de parecer optimista. En ese momento, Price necesitaba una
sobredosis de optimismo. ¡Se veía tan… tan caído!
Los inexpresivos ojos de Price se fijaron en los de ella.
—Erin, me llevó veinte años, veinte largos años, atrapar una lobina como ésa.
¿De verdad piensas que mañana sacaremos otra igual así como así? —castañeó los
dedos débilmente.
—Yo no he dicho que sería fácil —dijo Erin a la defensiva.

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—Y pensé que tú me habías dicho que eras una persona serena y controlada.
¿Cómo pudiste destrozar mi hermoso trofeo en pedacitos… y espolvorearlos en
harina… y meterlos en aquella grasa…? —su voz fue desapareciendo hasta que se
transformó en un aullido—. Creo que voy a descomponerme —se puso de pie—.
Discúlpame, Erin. Creo que voy a acostarme un ratito. Realmente, no me siento bien.
Erin lo contempló desconsolada, mientras Price se alejaba en dirección al sofá
para acostarse. Como si de pronto hubiera recordado sus modales, Price la miró y
murmuró:
—Gracias por la cena. Ha estado… —Price buscó sin éxito las palabras
adecuadas para elogiarla, pero no las halló.
—Oh, Price. ¡Me siento tan mal! —se lamentó ella—. Descansa, mañana las
cosas no parecerán tan malas. Ya verás. Atraparemos otro pescado. Justo como…
—Erin, por favor. Déjame acostado aquí, sufriendo en paz. Ve a acostarte tú
también.
—¿Dormirás aquí toda la noche?
—En este momento todo lo que quiero es meterme dentro de un hoyo y
ponerme a gritar.
—¿Te sentirías mejor si me quedara contigo?
—No.
Suspiró profundamente.
—Estás enfurecido conmigo.
—No.
—¿No puedo hacer nada para ayudarte?
—No —su voz nunca cambia de tono.
—Bueno —dijo ella, con tono de derrota—. Supongo que iré a acostarme.
Al llegar a la puerta, contempló una vez más la lúgubre figura tendida en el
sofá. Miró hacia el cielorraso.
—No te preocupes… querido. Atraparemos tu pescado mañana por la mañana
—avanzó otro paso. Hizo una pausa y lo miró otra vez—. ¿No?
Erin casi ni lo oyó, aunque no tuvo dudas respecto de lo que Price le había
contestado. Sólo un breve, desesperanzado y agónico no.

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Capítulo 7
El aroma del café recién hecho penetraba en el ambiente. Erin estaba muy
ocupada preparando una canasta para el picnic. Miró el reloj de pared y se lamentó.
¡Las cinco y media de la mañana! Se frotó sus ojos cansados. Durante los poquitos
días que había estado allí, había hecho mucho más por aquel hombre tan irritable de
lo que había hecho por todo el mundo durante toda su vida. Lo que más le molestaba
era que hasta hacía muy poco tiempo, ni siquiera lo conocía. Y allí estaba, levantada a
las cinco y media de la madrugada, preparando con valentía un almuerzo para pasar
el día en un lago al que no quería ir, a tratar inútilmente de pescar una pieza que a él
le había llevado veinte años pescar. ¿Y todo para qué? Para halagar en cierto modo a
un hombre que seguramente se casaría con otra mujer a corto plazo. Erin meneó la
cabeza en señal de descreimiento.
—Debo de haber perdido la razón por completo —con un pesado suspiro, se
apartó de la mesa y fue por una taza. Una semana atrás su vida había sido tan
simple…
Caminó en puntillas hacia la puerta de calle y echó un vistazo al lago. Aún
conservaba su apariencia serena, con su superficie bañada por la luna.
—Tengo que intentar atrapar ese maldito pescado —dijo en voz alta,
preocupada. No quería quedarse con el cargo de conciencia de que Price tuviera
aquella pared desnuda en su oficina de Menfis por el resto de sus días. Aunque Price
no quisiera, Erin trataría, por lo menos, de pescar aquella lobina, con o sin la ayuda
de él.
Price daba vueltas y vueltas en el sofá. Aquel constante movimiento regresó a
Erin a la realidad. La muchacha alcanzaba a divisar la parte superior de su ondulada
cabellera, que apenas sobresalía del cobertor. Price, irritado, se cubrió los ojos para
que la luz de la mañana no lo molestara.
—¡Erin!
La muchacha pegó un salto al oír la estruendosa voz de Price.
—¿Qué?
—¿Podrías quitar esa luz de miér… coles de mi cara? —le preguntó enfurecido.
—¡Lo lamento! Me marcharé en pocos minutos más —contestó ella
conteniéndose un poco para no estallar como él. Tomó la canasta de picnic.
—¿Por qué no llevas tu redondeado cuerpo a la cama otra vez y te olvidas de
ese maldito pescado? —la voz del hombre sonó menos aguda entonces. Aunque
seguía cubierto, se había puesto boca arriba y había acomodado la almohada que
Erin le pusiera debajo de su cabeza, la noche anterior.
—¿Y por qué crees que tengo la mente fija en el pescado? —preguntó ella con
resentimiento, mientras se disponía a tomar su chaqueta.

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—Soy un hombre excepcionalmente inteligente —dijo él con sarcasmo—. Mi


mente entrenada y analítica no se pierde detalle. ¿Adónde más podrías ir a las cinco
y media de la mañana con un riel de pesca en una mano y lombrices en la otra?
Echó el cobertor a un lado y se sentó sobre el sofá. Se pasó la mano por su
cabellera espesa y enmarañada. Por un momento, a Erin le resultó difícil respirar. Sus
ojos se habían clavado en aquel pecho viril, ancho y bronceado. Mientras Price se
restregaba sus somnolientos ojos de esmeralda, ausente, un despliegue de músculos
desarrollaba su actuación en aquellos poderosos brazos.
—Hablo en serio, Erin, regresa a tu cama —dijo, cansado. Price debió de
haberse quitado su camisa después de que Erin lo cubriera la noche anterior.
—No —respondió ella firmemente—. Tú continúa durmiendo —Erin apagó la
luz y tanteando ya los golpes llegó a la puerta, con tanta mala suerte que la caña se le
enganchó en la cortina—. ¡Maldita seas!
Tironeó del extremo de la caña dos veces sin éxito. Luego, una enorme mano
bronceada le arrebató la caña de las manos.
—Puedo anticipar que éste será un día muy divertido —farfulló Price de mal
humor mientras trataba de desenredar el extremo de la caña de la cortina—. ¿Estás
segura de que no puedo hacerte cambiar esa obstinada idea que tienes?
La habitación estaba tan oscura que Erin apenas pudo distinguir aquella alta
silueta que se elevaba junto a ella. Miró desafiante en la oscuridad.
—¡Iré! —vociferó.
Él soltó una serie de palabritas subidas de tono y regresó al sofá. Tomó
abruptamente su camisa y se la puso con bastante violencia.
—¡Está bien! Vamos a ir al lago para que compruebes que no podrás pescar otra
lobina de cuatro kilogramos ningún día de esta semana. Después de este ridículo
viaje de pesca —Erin alcanzó a ver el dedo amenazante de Price que la señalaba
acusador—, no quiero volver a oír hablar del pescado. ¿Quedó claro?
—Perfectamente. Pero nadie te pidió que tú también vinieras —le aclaró ella.
—Tú no tienes ni la más remota idea de cómo manejar el bote de pesca de
Nathan —dijo Price, atándose los cordones de sus zapatos con movimientos
violentos—. ¿O me equivoco?
—Nunca es tarde para aprender —dijo ella, encogiéndose de hombros
despreocupadamente.
—¡Sí, claaro! ¡El día que las ranas críen pelo!
Erin se puso tiesa y abrió la boca para contestar.
—No digas nada más, Erin —rugió Price. Fue en busca de las llaves del baúl de
su auto, donde se hallaban sus pertrechos de pesca—. ¡Voy contigo!
Cuando llegaron al pequeño bote, Price estaba de pésimo humor. Subió al
movedizo bote, agitado y arrojó tres cañas de pescar en el interior, junto con dos cajas
con aparejos de pesca, la canasta de picnic, el termo para mantener las bebidas
frescas y un bolso, donde Erin había puesto su loción bronceadura, el repelente de

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insectos, sus gafas de sol, dos chalecos salvavidas, su lata de lombrices y tres novelas
de bolsillo que había traído por si la pesca resultaba lenta y aburrida.
Price le dirigió una mirada asesina y le preguntó con sorna:
—¿Estás segura de no olvidar nada?
Mirando intencionadamente el brillante despliegue de aparejos que aparecía
ante sus ojos, Erin quedó perpleja.
—A decir verdad, tuve toda la intención de traer un traje de baño muy bonito
para broncearme mejor, pero… —agregó ella repentinamente, al ver que los ojos
esmeraldas se tornaban peligrosamente violentos—, realmente, no lo necesito. Puedo
tostarme igual sin él —le aseguró ella con simpatía. Le dio un bidón con casi veinte
litros de combustible, pero Price ya no tenía lugar dónde ponerlo.
—Vamos —fue todo lo que Price dijo.
Trabajando juntos, como todo equipo bien organizado, en poco tiempo
consiguieron poner en marcha el pequeño bote de aluminio. El cielo comenzaba a
aclarar cuando salieron de la ensenada. Erin inspiró profundamente el aire fresco de
la mañana y fue así como el aroma del desayuno que los acampantes estaban
preparando, llegó hasta su nariz.
Un enorme halcón voló muy bajo sobre la superficie del lago, frente al bote.
Tocó apenas el agua con sus patas y luego regresó al azul cielo de la mañana. Hacia
donde se mirase, se encontraba un paisaje tranquilo que aguardaba serenamente a
que el nuevo día despuntara.
Price guió el bote de Nathan, cuyo motor tenía apenas diez caballos de fuerza,
hacia el interior del lago, sobre las aguas tranquilas. Unos quince minutos más tarde,
lo condujo hacia una pequeña ensenada. Apagó el motor y dejó que el bote se
deslizara suavemente y en silencio. El único ruido que se la era la charla de los
pájaros, proveniente de los árboles.
—¿Es aquí donde atrapaste la lobina? —susurró Erin.
Price estaba trabajando con una de las cañas de pescar, de espaldas a Erin.
—Casi.
Erin miró a su alrededor, tratando de localizar un sitio donde probablemente
hubiera alguna lobina.
—¿Dónde? —dijo ella suavemente.
—¿Por qué estás hablando en voz baja? —preguntó Price.
—No lo sé. Todo parece tan silencioso por aquí… —su voz, entonces, pareció
estallar en el agua.
—Tampoco grites. Habla con tu voz normal —le aconsejó entregándole una
caña con un enorme anzuelo en el extremo.
Erin contempló el anzuelo y luego a Price.
—¿Dónde está mi lombriz?

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—Si quieres que esas asquerosas lombrices te sirvan de carnada, tendrás que
ponerlas tú misma.
—Pero ningún pez que tenga dos dedos de frente decidiría comerse una cosa
así —le dijo Erin con escepticismo—. ¿Cómo se llama esta carnada?
—Sapo Hawg.
Erin lo observó con suspicacia.
—¿Realmente crees que los peces pican esta porquería?
—Así atrapé al otro —respondió él, cortante.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad —la imitó Price, aunque la irritación se leía claramente en su
voz—. ¿Sabes cómo arrojar la línea?
—No tienes que ser tan odioso —le dijo ella, mientras contemplaba el
intrincado riel que tenía la caña—. Por supuesto que sé hacerlo —por Dios, eso sí que
era meterse en camisa de once varas. Erin, en realidad, jamás había visto un riel tan
complicado como aquél. Gracias si había visto alguno en su vida.
Se dirigió hacia la parte posterior del bote. Lanzó la línea hacia un costado y
contempló fascinada el sedal, oyendo complacida el silbido que emitía. Pero la línea
cayó formando una enorme y enredada bola en la bobina.
Price no se movió. Sólo miró resignado la maraña de sedal.
—Pensé que sabías cómo hacerlo —dijo con voz de hielo.
—¡Y sé! —le gruñó Erin—. Es sólo que… hace mucho que no practico. Eso es
todo —terminó ella, a la defensiva—. Sólo concédeme unos minutos hasta que le
tome la mano.
Price le dirigió una mirada de disgusto cuando ella empezó a desenredar la
maraña de hilo que tenía en la caña. Se dedicó a concentrarse en su línea a la que
arrojó muy lejos, cerca del banco.
Los siguientes quince minutos transcurrieron en silencio. El bote se deslizaba
suavemente por las aguas de la ensenada mientras Erin trabajaba laboriosa con su
enredado sedal y Price estudiaba las costas sistemáticamente.
Finalmente, la muchacha logró desenredar todo su riel. Se puso de pie y arrojó
la línea hacia un costado, en forma casi perfecta. Sonrió orgullosa a Price.
—¿Has visto eso?
—Sí —contestó él como al pasar—. ¿Y ahora? ¿Quién de los dos va a separar tu
línea de la mía?
Erin se quedó boquiabierta, sus ojos, fijos en las dos líneas enredadas. Una de
las dos boyas se hundió repentinamente. El riel de Price hizo un sonoro chillido y el
hilo empezó a correr rápidamente. Se incorporó de un salto y casi echa a Erin al suelo
del bote. No dejaba de pronunciar improperios mientras trataba de recuperar el
control sobre su caña. Erin contemplaba fascinada la escena: Price que no dejaba de

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luchar contra el sedal enredado, tratando de que el enorme pez que aparecía de vez
en cuando en la superficie, no se le escapara.
—No recojas tu riel, Erin —gritó Price casi histérico, la empujó sobre el asiento
del bote. Cuando el pez se sumergió hacia las profundidades del lago, la línea de
Price se puso tensa y él se dirigió a la parte delantera del bote y le dio más hilo al pez.
Su rostro, una máscara de preocupación—. Vaya, este bebé es una hermosura —
suspiró.
La caña de Erin empezó a deslizarse sobre el suelo del bote ya que la
empujaban las líneas mezcladas. Erin cogió la caña y en secreto, giró un par de veces
a la manivela, con la esperanza de ayudar a Price.
Se oyó un repentino chasquido. Luego, la línea de la caña de Price voló
libremente en el aire. ¡La boya y el pez habían desaparecido!
Con un profundo odio en los ojos, Price se volvió y vio a Erin, que tenía la caña
en la mano.
—¿Recogiste el hilo de tu caña?
Cruzó los dedos y se animó a contestar.
—No, mi caña empezó a resbalarse por el suelo de modo que la recogí.
Price se sentó sobre el asiento delantero. La observó con escepticismo y abrió
una de las cajas para extraer otra boya.
—Ese era un pez estupendo —dijo por lo bajo. Erin recogió su línea, con la boya
intacta.
—¿Es cierto que la otra lobina pesaba cuatro kilos? —preguntó ella, como para
sacar un tema de conversación.
—Casi cuatro y medio —le confirmó apesadumbrado.
—Vaya, ése sí que era un buen pescado, ¿no? —lo elogió.
—Pero al final, no sirvió para nada —señaló él secamente, mirando una vez más
hacia el costado del bote—. Mira, tú arrojarás la línea hacia atrás y yo hacia adelante,
¿está bien? —dijo—. De ese modo, evitaremos que ocurra lo mismo que hace un rato
—finalizó con severidad.
—¡Claro! —coincidió ella con entusiasmo.
Durante las dos horas que siguieron, ambos permanecieron en silencio. Las
únicas palabras que intercambiaron fueron por incidentes de líneas y rieles.
Mientras Price enganchaba la cuarta boya del día en la línea de la muchacha, le
dio un amistoso consejo.
—Será mejor que te cases con un millonario si pretendes ir a pescar cuando seas
una señora.
Más tarde, Price atrapó una lobina y Erin le sostuvo la red hasta que él logró
subirla al bote.
—¡Oooh! —gritó ella entusiasmada—. ¡Qué grande!
Price la levantó para estudiarla mejor.

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—Sí, no está mal.


—¿Cuánto crees que pesa? ¿Casi tanto como la otra? —preguntó ella
esperanzada.
Él le dirigió una mirada de disgusto.
—Esta lobina no pesará más de un kilo, Erin.
—Mira tú, cualquiera diría que pesa mucho más —le dijo Erin, con la esperanza
de convencerlo—. ¿Crees que podrías embalsamarla para colocarla en esa pared que
desocupaste en tu oficina?
Price posó sus incrédulos ojos verdes en Erin.
—¿Embalsamar un pescado de un kilo?
—Bueno— si eres un poco optimista, podría verse imponente en tu oficina —
dijo ella, aún con la esperanza débil de que aquel pescado pudiera satisfacer la
ansiedad de Price.
—También podría pinchar diez mojarritas en un tablero y dibujarles unas
enormes bocas como para tener tema de conversación. Pero prefiero esperar a
obtener una lobina más grande, si es que a ti no te molesta, claro —dijo él, arrojando
el pez más pequeño al agua otra vez.
—¿Por qué lo arrojas? —protestó Erin—. Podría haberlo hecho frito para la ce…
¡oh! —dijo ella, sentándose nuevamente—. Creo que ya no te gusta el pescado, ¿no?
—Nunca volverá a gustarme —coincidió él con toda honestidad.
Erin abrió resignada la canasta con el almuerzo.
—¿Tienes hambre?
—Podría ser. ¿Qué tienes allí? —preguntó, espiando hacia el interior de la
canasta de mimbre.
—Emparedados de atún —dijo ella—. Sólo uno, porque como recordarás, no
sabía que tú vendrías también —agregó ella a la defensiva.
—¿No has traído otra cosa?
—Masitas de agua, una barrita de chocolate y algunos bizcochos salados.
—¡Por Dios! ¿Siempre comes así? —le preguntó disgustado—. Debes de tener
un estómago de hierro fundido.
En ese momento, Erin ya estaba disfrutando de su emparedado.
Aparentemente, la crítica de Price no le había causado ningún efecto.
—¿Quieres la mitad de este emparedado o no? —le preguntó con impaciencia
—. Está desapareciendo con rapidez.
—Dame la mitad de eso de una vez —dijo él con aspereza.
Erin dividió el emparedado en dos partes iguales y entregó una a Price.
—Supongo que Jeannie prepara almuerzos más balanceados y nutritivos —dijo
ella socarronamente, mientras alcanzaba a Price una lata de soda que había extraído
de la heladera térmica.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—No sería extraño —respondió, sonriendo por primera vez en lo que iba de ese
día—. Pero ahora que lo pienso… sí, ella es una muy buena cocinera.
—Naturalmente —contestó Erin, cortante.
—Y —agregó—, se viste muy bien, confecciona la ropa que usa, baila muy bien,
ella… —hizo una pausa y rió entre dientes—. Ahora que lo pienso… no se me ocurre
ninguna cosa que haga mal —hizo un bollito con su servilleta y se lo arrojó—.
¿Quieres compartir tu rosquilla?
—Puedes comértela toda —le ofreció Erin, dado que ya no tenía apetito—.
¿Disfrutaste en Menfis?
—No demasiado —contestó Price. Partió en dos la rosquilla y mordió el relleno
de crema.
—¿Viste a Jeannie? —Erin bajó los ojos hacia su emparedado a medio comer.
Tenía que saberlo.
Price guardó silencio momentáneamente. Masticaba muy feliz su postre
mientras contemplaba el agua. El silencio era incómodo, y finalmente decidió
responder.
—Sí, vino a mi oficina.
Un profundo dolor se apoderó de Erin. Ella supo desde un principio que Price
se vería con ella. Entonces, ¿por qué le dolía tanto?
—¿Tuvisteis una larga charla? —preguntó serenamente.
—Supongo que sí —Price aún seguía contemplando las aguas azules. Su rostro,
una máscara de expresión ilegible. Alzó la vista hacia Erin—. Charlamos mucho… y
yo la besé.
Erin se sobresaltó y se apartó de él. ¿Por qué estaba haciendo eso? Ella no
quería saberlo. Apoyó el emparedado sobre su asiento. Ya no tenía apetito.
—¿No quieres saber qué sucedió después? —preguntó él suavemente.
—No —respondió Erin con honestidad. Luchó con todas sus fuerzas por
contener las lágrimas que se le agolpaban en los ojos.
—Bueno, de todas maneras, te lo diré. La besé… y no sentí nada. Nada, Erin.
—Lo lamento —dijo la muchacha, con los ojos aún esquivos—. Quizás el
sentimiento reaparezca. Ella quiere volver a intentarlo, ¿no?
—Sí, eso fue lo que sugirió.
—¿Qué le dijiste tú? —finalmente, Erin lo miró a los ojos.
—Le dije que tenía que pensarlo.
Ella sintió náuseas.
—¿Qué dirías tú, Erin, si Quinn te pidiera de volver a ti?
Erin se sintió sorprendida por la pregunta. ¿Qué diría? En una época habría
dado su vida por aquella oportunidad. ¿Pero entonces?

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—No quiero que Quinn me lo pida —admitió—. Ya no lo amo. Quizá nunca lo


quise de verdad. Quizá sólo fue uno de esos estruendosos amores de la escuela
secundaria, del cual me recuperé recién pasados los seis años.
Price le acarició el rostro. Sus ojos de esmeralda también lo hicieron.
—Me alegra oír eso, encanto. Cuando te dije que besé a Jeannie y que no sentí
nada, lo dije en serio, Erin. Me dejó atónito, pero no sentí absolutamente nada.
Cuando Erin llevó su mano hacia la de Price, sus ojos amenazaron con
derramar el mar de lágrimas que venían conteniendo.
—Me alegro —sonrió.
—¿Sí? Como viejos amigos, pensé que querrías que regresara con Jeannie y que
te la presentara algún día —dijo él, acariciándole suavemente la mandíbula.
—Como vieja amiga, quizá. Hasta podríamos haber pedido a Quinn que se
uniera al grupo —contestó—. Estoy segura de que una vez que lo conocieras, te
caería en gracia, Price.
—Lo dudo —dijo él irritado, abandonando rápidamente la mejilla de la
muchacha—. Bueno, regresemos al trabajo, Holmes. Quiero terminar con este
ridículo viaje de una vez por todas.

La tarde fue insoportablemente calurosa. Erin se había puesto una gruesa capa
de bronceador y a pesar de eso tenía la nariz sumamente colorada. El terrible sol los
castigaba sin piedad. Erin tomó la lata de soda vacía, colocó adentro agua del lago y
la llevó a la conservadora. Después de un rato, derramó el líquido sobre su cuerpo
con la esperanza de aliviar aquel calor insoportable. Price levantó la vista y posó sus
ojos sobre la delantera de la blusa mojada. El agua había hecho del género algo
totalmente transparente y delicioso. Price sonrió con perversidad al ver el rostro
colorado de Erin.
—¿Qué estamos haciendo? ¿Comiendo el postre otra vez? —preguntó él
suavemente, mientras dejaba que sus ojos vagaran seductoramente sobre la curva de
aquellos voluptuosos senos.
Erin había estado sumida en sus pensamientos. Cuando levantó la vista, se
percató del tan intenso escrutinio.
—¿Qué?
—Te he preguntado qué estábamos haciendo.
—Sentados en un bote. Pero, ¿qué dices? ¿Qué estás haciendo tú? —preguntó
ella, confundida. Empezaba a creer que el calor le había dañado el cerebro.
—Te diré qué es lo que haré dentro de un rato si no dejas de mojarte tu blusa —
le contestó con una pícara sonrisa.
Erin se quedó boquiabierta y de inmediato se llevó los brazos a sus pechos para
cubrirlos.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Lo siento. No me había dado cuenta…


—No te preocupes. Probablemente, no debí haberte dicho nada. Claro que si me
hubiera callado, dentro de cinco minutos me habrías preguntado por qué tengo cara
de gozo. La verdad es que tienes uno de los mejores pares de…
—¡Price!
—¿Qué?
—Concéntrate en la pesca —le advirtió.
—¿Otra vez se te ha enredado la línea? —le preguntó él, cambiando
abruptamente el tema de la conversación.
—Creo que sí —respondió ella resignada, lanzando un suspiro—. Creo que me
quedaré sentada aquí, quieta, hasta que estés dispuesto a regresar.
Price arrojó la línea un par de veces más, ignorándola. No le importaría si ella se
quedaba allí hasta echar raíces, pensó Erin apesadumbrada.
Finalmente, Price apoyó cuidadosamente su caña de pescar sobre el suelo del
bote y preguntó:
—¿Todavía no estás lista?
—Sí —dijo Erin muy bien dispuesta. Tendría que irse a la tumba con el terrible
cargo de conciencia de haber cocinado el irreemplazable pescado de Price.
—Entonces, dame tu caña —le dijo él, cansado, con el rostro colorado por el
calor.
Feliz por poder liberarse de aquella odiosa caña, Erin se la entregó a Price con la
esperanza de no volver a enredarla con nada. El hombre le propinó unos cuantos
tirones, pero la línea seguía firme, enterrada y enganchada a una ramita que emergía
del agua. Price se impacientaba más con el paso de cada minuto. Murmuró por lo
bajo una serie de improperios hasta que al final, dio un fuerte tirón, bien
intencionado. El anzuelo se soltó repentinamente y fue volando en dirección a los
ocupantes del bote, a toda velocidad. Al oír el silbido del anzuelo que pasaba junto a
ella, Erin bajó súbitamente su cabeza. Rebotó contra la popa y justo en el momento en
que Price se dio vuelta para observar el misil, el anzuelo se le clavó en el brazo. El
descreimiento de Erin retumbó en la quietud de la ensenada. Price estaba de pie en la
parte delantera del bote, con el anzuelo clavado en su codo.
Erin se lanzó a la acción y corrió hacia Price.
—¡Oh, Price, querido! quédate quieto —gritó, compadeciéndolo—. Trataré de
quitártelo.
La expresión de Price era de completo terror. Escapó como un gato escaldado
de las manos de la muchacha.
—¡No! —gritó—. Ni te atrevas a tocarlo.
—Pero Price —dijo ella, estremeciéndose—, lo tienes hincado en el brazo.
Tenemos que hacer algo —aunque Erin era enfermera y, supuestamente, tenía que
mantener la calma en situaciones como aquélla, todo era totalmente diferente cuando
la víctima era justamente el hombre a quien amaba.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Price abandonó su estado de estupefacción de inmediato y la rodeó con su


brazo herido.
—Cálmate, querida. No puedes tratar de quitarlo. Tiene demasiadas púas.
Palmeándolo con ternura, Erin le dijo para consolarlo:
—Tranquilízate y regresaremos a casa. Luego te llevaré a un hospital. Allí te lo
quitarán en cinco minutos —inspiró profundamente y dirigió a Price una mirada
compasiva. Cuando Price se sentó, la preocupación nubló los perturbados ojos de la
muchacha—. ¡Oh, querido! ¿Te duele mucho?
Price sollozó irónicamente.
—Sólo cuando me muevo. Pero durante las próximas dos horas, me quedaré
muy quieto —le aseguró muy solemne.
Price encendió el motor y condujo el bote con la mano sana. Se dirigió hacia la
dársena con la mayor claridad posible. Cuando llegaron, Erin saltó a tierra
rápidamente y subió la colina para ir en busca de las llaves de su auto. Price la seguía
lentamente. Regresó al auto y prácticamente empujó a Price en el asiento del
copiloto, a pesar de las grandes protestas del hombre.
—No estoy herido, de verdad. Cálmate.
El insecto rojo salió como una flecha cuando Erin lo puso en marcha.
Abandonaron el camino particular de la casa y tomaron la cinta asfáltica como si el
vehículo hubiera tenido alas en lugar de ruedas. Erin condujo su auto mucho más
rápido de lo que jamás había imaginado. El Volkswagen rugía en cada curva, en los
caminos de ascenso y descenso de las colinas. Parecía un borrón rojo en los sinuosos
caminos.
Price iba firmemente aferrado al tablero. Su rostro, cada vez más pálido.
Durante los cuarenta y cinco minutos que siguieron, Erin luchó como mejor
pudo contra el tráfico pesado de la ciudad. Su paso en ocasiones, se tornaba muy
lento, como el de una tortuga y hasta debió quedarse completamente parada por el
lapso de diez minutos o más, golpeteando las uñas sobre el volante. Con un
exasperado suspiro, se dio cuenta de que tenía un lugarcito sobre la mano derecha.
Viró el Volkswagen alrededor del apilado tráfico y tocó enloquecidamente la bocina
para que los demás autos le dieran paso. Price se lamentó a viva voz. Apoyó la
cabeza sobre el descanso del asiento y cerró muy fuerte los ojos para no ver más
atrocidades.
—No te preocupes, cariño —lo tranquilizó ella—. ¡Ya falta muy poco!
Los demás conductores, iracundos, le tocaban bocina con toda la furia y
sacudían sus puños en el aire, al ver que la muchacha pasaba entre ellos como
Pancha por su casa y encima, les arrojaba piedritas en los parabrisas.
Casi sin respirar, Erin llegó hasta la puerta de la sala de primeros auxilios y se
detuvo abruptamente. Price, con cautela, volvió a abrir los ojos y soltó un suspiro de
alivio.
—¿Siempre conduces así? —preguntó, con voz agitada.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Erin miró severamente aquellos ojos esmeralda llenos de dolor y le contestó


apenada.
—Lamento haber tardado tanto… ¡mi auto no funciona del todo bien!
El rostro de Price denotó una expresión de descreimiento total. Erin lo ayudó a
bajar.
—Erin —dijo él bruscamente—, no tengo nada en las piernas. Puedo caminar —
sin embargo, Erin lo rodeó con su brazo protector y casi lo obligó a que se apoyara en
ella. Abrieron las puertas de la sala de emergencias.
La enfermera que estaba de servicio en ese momento levantó la vista e
inmediatamente, comprendió la situación. Entregó a Erin un formulario para que
llenara los datos necesarios para los registros del hospital.
—Señorita, por favor complete esto, y usted —dijo, dirigiéndose a Price—,
venga conmigo —desaparecieron tras una puerta cerrada y Erin se quedó sola en la
sala de espera. Se sentó en una silla de respaldo rígido y miró sin ver los papeles que
tenía frente a sí.
Empezó a reír casi histérica. Su mente se burlaba de ella por tan insólita
situación. No podía completar ninguno de esos papeles. ¡No sabía nada de él! No era
una locura. Rió. Aquel hombre que se había cruzado en la vida de Erin hacía sólo
cuatro días, no le había contado ni siquiera cuál era su domicilio en Menfis ni nada
de carácter personal. Jeannie conocería todos esos datos, pero Erin no.
Se secó una lágrima que le rodaba por el rostro y escribió el nombre y apellido
de Price en la hoja de papel. En el domicilio anotó el de Brenda y Nathan, y el resto
quedó en blanco. Observó a un médico que ingresaba a la sala donde se hallaba
Price. Treinta minutos después, salió la enfermera cuyo rostro maternal se veía
iluminado por una sonrisa.
—Todo está bien, señora Seaver. Su esposo podrá marcharse en pocos minutos
más. El médico ya está terminando.
Erin sonrió débilmente.
—¿Está bien?
—Pero sí, cariño, está bien —le aseguró la enfermera—. Esto es cosa de todos
los días por aquí —al ver el rostro pálido de Erin, la enfermera preguntó preocupada
—: ¿Y usted está bien, señora Seaver?
—Estoy bien —dijo Erin, aunque ni se molestó en corregir el error—. Me temo
que… eh… mi esposo tendrá que completarle estos datos —sus ojos grises se
encontraron con la confundida mirada de la enfermera—. No hace mucho que nos
hemos casado —le explicó Erin.
—Bueno, no hay problemas —dijo la enfermera—. Aquí está él.
Erin se incorporó de un salto y corrió hacia Price. Él la rodeó con un brazo para
tranquilizarla.
—Todo está en orden, cariño —dijo él con suavidad—. Puedes quitarte esa
expresión de terror.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¿Estás seguro de estar bien? —preguntó ella, abrazándolo con fuerza,


posesivamente.
—Bueno —le dijo él en voz baja—. Quizá necesite de los servicios de una
enfermera privada… pero primero salgamos de aquí.
—No tan rápido, señor Seaver —le dijo la enfermera—. Su esposa no ha podido
completar estos formularios —lo condujo hacia el escritorio donde Price tuvo que
llenar los datos requeridos.
Mientras caminaban en el atardecer, Price la miró y le sonrió entre dientes.
—¿Esposa, eh? —Erin se ruborizó.
—No he querido ponerla en una situación incómoda.
Él la abrazó.
—Me gustó. ¿Dónde están las llaves del auto?
Ella levantó la vista, sorprendida.
—¿Por qué?
—Porque yo conduciré de regreso a casa.
—¡Pero por el amor de Dios! ¿Por qué? ¿Y tú brazo? —Erin había pensado que
había hecho una tarea estupenda al llevar a Price al hospital.
Price la miró serio.
—Mi brazo está bien, y tú conduces como una demente.
Erin se ofendió. ¡Y así le agradecía! Casi había perdido la vida al conducir tan a
prisa para que él llegara pronto al hospital, y le pagaba su esfuerzo con críticas
destructivas.
Enganchando un brazo alrededor del cuello de Erin, Price empujó la cabeza de
la joven hacia la suya. Le sonrió airadamente y posó un ligero beso sobre su boca.
—No te lo tomes tan a pecho. Prefiero conducir yo para que tú descanses. Has
tenido un día terrible —agregó tiernamente.
Erin estaba demasiado cansada como para discutir. Apoyó la cabeza sobre el
ancho hombro de Price, feliz de que todo regresase a las hábiles y fuertes manos de
él. Durmió durante el trayecto de regreso, acurrucada contra él.
Su último pensamiento coherente fue el que había hecho un lío terrible con
todas las cosas. Era cierto que se había propuesto impresionar a Price. Y sin duda, lo
había conseguido, pero no del modo que había esperado. Pero por lo menos, Price
había regresado de Menfis… por lo menos había conseguido eso, que para ella, era
mucho.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Capítulo 8
Los sonidos de la noche se filtraban a través de la ventana abierta. Erin se había
acostado hacía ya una hora. Aún no había podido detener sus pensamientos para
poder dormir. Estaba nerviosa por la jornada vivida. Price la había ayudado a acostar
a los mellizos y luego se retiró a su cuarto, dado que el cansancio de aquel día
también se había evidenciado en su rostro.
Erin se sentó y se quitó los cobertores. ¿Por qué no podía dormir? ¿Por qué su
mente se negaba a darle un poco de respiro? A pesar de todas las solemnes promesas
que se había hecho de no volver a enamorarse de otro hombre, y especialmente de un
hombre que fuera tan parecido a su pasado, Erin se sorprendió nuevamente
enclaustrada en la conocida prisión.
Suspiró, se pasó su mano por el cabello. Por lo menos, Price había sido honesto.
Desde el principio Erin supo que él estaba enamorado de otra mujer. Su único error
había sido volver a flaquear y abrir su corazón a otro hombre. Era una maravilla de
error, sin duda, ¡pero lo había cometido!
Al darse cuenta de que le resultaría imposible dormir, se levantó y se puso su
bata. No podía quedarse acostada allí mientras su mente le repetía incansablemente
los errores en los cuales había incurrido. La casa estaba en completo silencio. Erin se
dirigió en puntillas hasta la cocina y salió de la casa por la puerta trasera. La luz de la
luna iluminaba el sendero que Erin escogió para dirigirse a la barranca junto al lago.
Una brisa suave le alborotaba los cabellos. Se apoyó contra un árbol. Su mano
rozó sin querer los peldaños de la escalera de madera. Miró hacia arriba y alcanzó a
distinguir la silueta de la casita de los mellizos… la casa del árbol que Price había
ayudado a construir. Ajustó el dobladillo de su camisón alrededor de su cintura y
tanteando el camino con una mano, empezó a subir. Al llegar al nivel de la
plataforma, su corazón casi se detuvo. ¡Acababa de tocar un pie descalzo! Un grito
desesperado atravesó el silencio de la noche cuando una enorme figura humana se le
acercó y le tomó con fuerza la mano. Erin lanzó otro grito de terror y empujó
violentamente al extraño, hasta que lo tumbó sobre el suelo cubierto de heno. Una
voz de hombre pronunció varias frases poco amistosas en el momento en que el
cuerpo cayó pesadamente contra el suelo.
El corazón de Erin latía enloquecido. A gatas se acercó al hombre para tratar de
descubrir su identidad.
—¡Price! ¿Eres tú? —dijo.
—¡Erin! ¿Qué demonios estás haciendo aquí a estas horas de la noche? —Price
se sentó y empezó a frotarse la espalda, obviamente dolorido.
—¿Qué estoy haciendo yo? ¿Qué estás haciendo tú? Pensé que hacía ya varias
horas que dormías —murmuró.
—No podía dormir —dijo él, mientras se incorporaba lentamente—, así que
vine aquí a pensar.
En Jeannie, ¡me juego la cabeza!, pensó Erin.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Price llegó a la plataforma cubierta de heno y se extendió con un gemido.


—¡Maldición…! ¡Creo que me rompiste la espalda!
—Tendrías que haberme avisado que estabas aquí arriba —gritó ella—. ¡Casi
me matas del susto!
—Ni siquiera te oí subir. Evidentemente, debo de haberme quedado dormido
—contestó a la defensiva y aun frotándose la espalda.
—¡Oh, pobre! Vuélvete —Erin tanteó el cuerpo de Price.
Price giró sobre su abdomen, agradecido. Erin le abrió la camisa para
masajearle la parte inferior de la espalda. Las manos de Erin trabajaban lentamente.
La sensación que le producía aquella piel desnuda contra las yemas de sus dedos la
hacía estremecerse. Price parecía cálido y vibrantemente vivo.
Erin sentía curiosidad por saber qué sentiría si pudiera tocarlo por todas partes.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él, contento—. Pensé que estarías
durmiendo.
—No, no podía dormir —admitió ella, mientras proseguía con el masaje.
—¿Alguna razón en especial?
—No, supongo que estaba demasiado cansada.
—Tus manos son maravillosas —dijo él suavemente—. Si me casara contigo,
¿prometerías que me harías estos masajes por lo menos dos veces al día? —preguntó
él.
Erin rió en silencio para sí, aunque ignoró la pregunta.
—Realmente es muy agradable estar aquí afuera por las noches —dijo ella,
mirando el agua—. Lo que se ve allí, en la ensenada, ¿es un bote?
Price volvió su cabeza para mirar el lago.
—Sí, es un bote… está anclado allí. ¿Oyes esa campana?
Erin trató de escuchar a pesar de los ruidos de la noche y finalmente, logró oír
el tintineo de una campana, mientras el bote subía y bajaba sobre la superficie de las
aguas.
—Sí, la oigo.
—Está atada en la parte superior del mástil. Me he roto la cabeza tratando de
adivinar de dónde provenía el ruido —susurró Price.
—Suena bien —suspiró—. Me perderé todo esto cuando regrese a la ciudad.
—¿Cuándo regresarás? —preguntó él serenamente.
—El domingo. Brenda y Nathan llegarán ese día al atardecer.
Erin deslizó sensualmente sus manos sobre los anchos hombros de Price. Se
sorprendió al descubrir que sentía deseos de llenar de besos aquel trayecto que sus
dedos acababan de delinear. Quería saborear aquella piel salada para comprobar si
sabía tan bien como olía.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¿Qué te aguarda en tu casa, Erin Holmes?


—Mi trabajo en el hospital, un apartamentito pequeño, algunos buenos
amigos…
—¿Hombres?
—De todo —dijo ella evasivamente—. Tengo amigos y amigas.
—¿Cuál es tu trabajo en el hospital? —Price giró sobre su espalda. Tomó las
manos de Erin y la miró—. Cuéntame de ti, preciosa dama. ¿Qué te hace palpitar?
—No querrás escuchar la aburrida historia de mi vida —rió. Sus manos
temblaron en las de él.
—Sí —insistió él—. Quiero conocer todo lo que se relacione contigo.
—¿De verdad? —preguntó ella contemplando las mágicas profundidades de
aquellas esmeraldas.
—Sí, de verdad —Price colocó la cabeza de Erin sobre su pecho y se quedó
tendido.
—Soy enfermera de pediatría. Muy buena, debo admitir.
—Me lo imaginé. Te desenvuelves muy bien con los niños como para no haber
estado nunca en contacto con ellos. ¿Te gusta tu trabajo?
—Mucho, me encantan los niños. A veces creo morir de pena cuando me entero
de que padecen alguna terrible enfermedad. Aunque en otras ocasiones me alegro de
poder estar allí para abrazarlos y brindarles todo mi amor cuando tienen miedo, en
mitad de la noche.
—¿Y quién te abraza a ti y te dice que te ama cuando estás sola y tienes miedo
per las noches? —preguntó.
—Nadie —admitió la joven—. Pero algún día, alguien lo hará.
—Algún día, cuando aparezca el tan mentado hombre perfecto.
—Aparecerá —contestó con firmeza—. Cuando Brenda y yo aún concurríamos
a la escuela secundaria, yo solía acostarme por las noches y dibujar en mi mente la
imagen del hombre perfecto. Tenía que ser alto, moreno y apuesto. Viviríamos en
una casa pequeña, alejada de la ciudad, y yo cuidaría de sus hijos. Envejeceríamos
juntos y cuando nuestros hijos fueran adultos, nos seguiríamos amando como el día
de nuestra boda. No… ¡más! Mucho más. Y cuando tuviéramos noventa años, él aún
seguiría siendo mi amor. Llevaríamos una vida simple, plena y cuando nos llegara el
momento de abandonar este viejo mundo, sería para yacer juntos y jamás despertar.
—¿Y tú creíste hallar todo eso en Quinn? —preguntó con ternura.
—Sí. Ahora me doy cuenta de que es imposible, pero entonces… bueno, tú
sabes. Yo jamás atraía a los muchachos que se morían por Brenda —admitió de
inmediato—. Brenda siempre era la elegida y los muchachos se peleaban por ella.
Price meneó la cabeza, pensativo.
—Brenda es una muchacha agradable, pero yo no comprendo por qué tú crees
que es tan excepcional. En mi opinión, tú eres más bonita.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Erin se incorporó y lo miró atónita.


—¿Bromeas?
—¡No! ¿Por qué tienes que tratarte tan mal?
—No lo sé —dijo ella en un suspiro. Volvió a apoyar su cabeza sobre el pecho
de Price—. Siempre me he sentido muy insegura con respecto a mi apariencia física.
—Bueno, ya no te sientas así. Eres la mujer más bonita a quien he abrazado de
este modo en toda mi vida —le aseguró él, abrazándola con fuerza.
—Supongo que has abrazado a muchas… me refiero, además de Jeannie —cerró
los ojos y saboreó la sensación de estar entre sus brazos.
—No puedo decir que sí. Por lo general, soy hombre de una sola mujer. Para ser
honesto, no puedo manejarme con más de una a la vez —rió íntimamente.
El abrazo de Erin también se acentuó.
—Por favor, Price. No quiero hablar de tu intimidad con nadie —su voz fue
desapareciendo.
—¿Por qué?
—No sé por qué…
—Bueno, de todas maneras no tenía en mente darte un informe detallado de mi
pasada vida amorosa. Sin embargo, me gustaría saber por qué te molestaría.
—¡Ya te he dicho que no lo sé! —se movió irritada—. Dejémoslo así.
—No. Quiero hablar de eso. ¿Por qué tendría que importarte con cuántas
mujeres haya andado? —insistió él.
—¡Price! —Erin se sentó y lo miró rabiosa—. ¡Esto es una locura!
—¿Y con eso? Esa es la consecuencia de estar bajo la luz de la luna con una
mujer hermosa —Erin estaba sumamente impresionada. Price le sonrió y trató de
abrazarla nuevamente—. Ven aquí y bésame.
—Me asustas —le advirtió ella, aunque de todas maneras se echó en sus brazos
con la mejor disposición.
Se besaron durante algunos minutos. Fue un beso cálido, explorador.
—Tú eres quien me asusta —murmuró él. Sus bocas hambrientas se buscaron
mutuamente.
—¿Por qué?
—Erin, acabo de salir de una relación caótica. No sé si ya estoy preparado como
para meterme de cabeza en otra —la respiración de Price se oyó agitada. Erin había
presionado todo su cuerpo contra el de él.
—¿Vas a volver con Jeannie?
—¡Pero, diablos! ¿Tenemos necesidad de hablar de Jeannie en este momento? —
su mirada se cruzó con la de ella—. No me mires así.

Nº Páginas 80-110
Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¿Así cómo? Simplemente, estoy mirándote —Erin besó los ojos cerrados de
Price—. Ahí tienes. ¿Te ayuda?
—No, creo que necesito que me beses aquí —señaló su mejilla—. Y aquí, y
aquí…
—Y aquí, y aquí… —fue Erin quien tomó las riendas de la situación. Con sus
manos envolvió el cuello del hombre. Estaba cansada de vivir conteniendo sus
sentimientos. Estaba perdidamente enamorada de él y después de aquella noche,
Price seguramente lo sospecharía. Probablemente Price no estaba preparado para
hacer ninguna promesa, pero el corazón de Erin ya había hecho la suya.
—Creo que será mejor que seas cuidadosa… —susurró Price contra los labios
de la muchacha—. Hace mucho tiempo que yo no…
—¡Te dije que no quería hablar de eso!
—Pero me temo que abusarás de mí —le sonrió con dulzura.
—¿Y te importaría? —Erin delineó los labios de Price con la punta de la lengua.
—No, si me prometes que aún me respetarás por la mañana —le mordió
juguetonamente la nariz.
—Te respetaré como siempre lo he hecho.
Price frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso de que…? —la boca de Erin se cerró sobre la de él,
silenciando el resto de la frase.
Cinco minutos después, ambos estuvieron tendidos en el suelo, completamente
desnudos, con los cuerpos presionados, llenos de deseo. No les había llevado mucho
tiempo desvestirse. Cuando Erin quedó totalmente desprovista de ropas, Price se
dedicó a besar cada centímetro de su piel, con suma ternura.
Erin, con las yemas de sus dedos, investigó la espalda de su amado, el cuello,
los labios, disfrutando de aquella fragancia tan masculina. Durante una décima de
segundo, la joven recuperó su lucidez y se preguntó cuáles serían las consecuencias
de aquel acto de amor tan espontáneo. No obstante, se relajó y recordó que estaría a
salvo.
—Yo sabía que experimentaría esta sensación al tocar tu piel —dijo Price con un
gemido, mientras sus manos se deslizaban sobre los muslos de seda de la muchacha.
La besó largamente, deleitándose ante el fuego que crecía cada vez más entre ambos.
Tomó una de aquellas nalgas desnudas y la presionó contra su órgano viril, para
demostrarle que la deseaba terriblemente—. Te quiero, Erin. Te quiero mucho más de
lo que siempre me permití creer.
El deseo la desbordó. Se presionó aún más contra Price, cuyo cuerpo la tomo
prisionera en una red de pasión. Con sus labios, Price le acarició los pezones, a los
que luego rindió honores con la lengua, hasta convertirlos en dos rubíes ardientes,
erectos.
Lentamente, las manos de Price descendieron por las costillas de Erin y aún
más abajo, sobre su firme abdomen.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Erin, contéstame con una mano en el corazón. ¿Realmente no te das cuenta de


lo mucho que un hombre puede llegar a desearte? ¿Acaso nunca ningún hombre te
ha dicho que tu piel es como el terciopelo, que tu cabello huele a rosas, que tus labios
saben a miel…? —gimió y se apoderó de su boca una vez más.
Erin extendió la mano. Aunque sentía timidez, tenía ganas de tocarlo y así lo
hizo. El cuerpo de Price se tensionó y luego se fusionó con el de ella. Los besos
fueron más urgentes, más difíciles de controlar.
Price la colocó debajo de sí y Erin sintió que parte de su cuerpo estaba dentro
del de ella. Al principio todo fue muy suave, luego, Price empezó a moverse
lentamente. Juntos conocieron una pasión que jamás habían experimentado antes.
Era la pasión que los dos habían soñado encontrar. Price como amante era un
maestro de la ternura; su cuerpo y el de Erin fueron uno solo, encontrados en un
ritmo armónico. En ese momento, Price era el hombre perfecto para Erin en todo lo
importante.
Erin gritó de satisfacción y Price la abrazó con más fuerza. Los temblores
sacudían ambos cuerpos, borrando toda tensión o frustración. Cuando finalmente
pudieron hablar, sólo se oyó un murmullo entre dos personas que se hallaban
tendidas y abrazadas. Reinaba la paz y la felicidad en aquel ambiente.
Cuando Erin abrió los ojos y observó aquel cielo tan azul, iluminado por
millones y millones de estrellas, en su rostro la luna dibujó un despliegue de exóticos
esquemas con su luz. No había necesidad de recurrir a las palabras. Lo que acababa
de acontecer entre ellos había sido algo extraño y hermoso, y Erin quería saborear
aquel momento.
—Price.
—Hmmm.
—Yo… fue…quiero decir…
—¿Si fue algo especial? —la ayudó él, somnoliento—. ¿No fue sólo que hacía
mucho tiempo que no estaba con una mujer? Sí, querida Erin. Fue algo muy especial.
Erin giró sobre sí para mirarlo.
—¿Realmente te mantuviste "casto y puro" todo el tiempo?
Price rió.
—No me mires como si fuera contagioso. Sí, lo fui. Ninguna mujer me despertó
ningún interés en especial después de Jean… durante un largo tiempo.
—Lo sé, después de Jeannie… ¡oh, Dios mío! —Erin se quedó boquiabierta,
mirando el cielo—. ¡Tu brazo! ¡Me olvidé de que lo tienes lastimado! ¿Por qué no
dices nada, Price? ¿Por qué no me detuviste?
—Dime, Erin —dijo Price serenamente con gesto serio—. ¿Te parezco un
hombre estúpido?
—Bueno, no, pero por la manera en que nos hemos abrazado… bueno… debió
dolerte —estaba furiosa y atónita a la vez. ¿Cómo había podido olvidarse de que
Price estaba herido?—. ¿No te dolió?

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—Terriblemente. Pero valía la pena.


Erin extendió la mano para tocar la hinchazón de aquel brazo.
—No puedo creer que no hayas dicho nada —murmuró.
—Si estás esperando a que te arroje de un puntapié de mi cama, olvídalo —le
dijo él, mordiéndole los dedos de la mano—. Bésame aquí —señaló su brazo.
Erin posó sus labios sobre el sitio donde él le indicó y le dio un beso muy suave.
—¿Mejor?
—Creo que me siento mejor en todo sentido —suspiró y la apretó contra su
pecho—. Por casualidad ¿no has traído ningún abrigo? Que yo recuerde, es la
primera vez que me acuesto en el banco de un lago, en el mes de setiembre, desnudo,
con un brazo hinchado y la espalda rota. ¿Tienes frío?
—Aquí tienes. Cúbrete con mi bata —dijo ella, tanteando entre el heno para
tomar la bata.
—¡Con esa cosa! ¡Oh, anda, Erin! —dijo Price, mientras Erin ponía la bata
extendida, cubriéndose ella y a Price.
—Deja de moverte o caerás fuera de casita otra vez —le advirtió ella.
—¿Y si alguien nos viera? Parezco una mariposa con esta cosa toda vaporosa.
Por otra parte, un simple par de calcetines me abrigarían mucho más que esta bata —
dijo, apretándola más contra su cuerpo.
—No tenías calcetines, ¿recuerdas?
—Ahhh… sí, lo recuerdo. ¿Tenía pantalones?
—¡Por supuesto que sí, tonto!
—Entonces, ¿por qué estoy envuelto en un negligée de mujer, medio desnudo?
—Porque acabas de hacerle el amor a una mujer muy… necesitada —bromeó
ella, rozándole suavemente los labios con los suyos.
—Correcto, lo hice, ¿no? Y ella me hizo un hombre muy feliz.
Intercambiaron varios besos prolongados, contentos de estar así abrazados.
—Me pregunto si Nathan y Brenda se estarán divirtiendo tanto como nosotros
ahora —susurró Price.
—Seguro. Ellos forman una pareja perfecta, digas lo que digas —le recordó
Erin.
—Oh, sí, estoy seguro de que han pasado toda la semana en completa felicidad
—dijo Price—. Eres una soñadora, encanto.
—¿Y con eso? ¿Qué mal puedo hacer? Algún día encontraré a mi hombre
perfecto, Price Seaver y cuando lo haga, serás el primero en enterarte —le acarició la
mandíbula con amor—. Sí, tú serás el primero en enterarte —concluyó suavemente
para sí.
Price se quedó allí tendido, pensativo, acariciándole la piel desnuda del brazo.

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—Espero que así sea —cerró los ojos, apesadumbrado. ¿Por qué no podía
confesarle qué era exactamente lo que sentía por ella en ese momento? ¿Acaso
Jeannie lo había dejado con tanta amargura que no podía decirle a aquella
maravillosa mujer cómo se sentía? ¿Algún día podría comprometerse otra vez?
—Quizá sea mejor que vaya a la casa a ver qué hacen los mellizos —dijo Erin,
somnolienta—. Sé que podríamos oírlos desde aquí, pero si se despertaran y tuvieran
miedo de la oscuridad…
—Espera unos minutos más —le imploró Price, mientras sus brazos la rodeaban
posesivamente—. Están dormidos como troncos, es muy tarde. Quédate en mis
brazos un ratito más, Erin.
Lo besó y el fuego de la pasión se encendió una vez más dentro de ellos. Price
atrajo el cuerpo de la joven hacia sí, nuevamente. Sus miradas se encontraron. El
mundo dejó de girar. Los ojos de Price enviaron un mensaje que sólo un hombre
puede telegrafiar a una mujer. Hablaba de amor, de deseo, de incertidumbre, de
dolor. La suavidad de aquella mirada era como una caricia para Erin. Esa vez, la
decisión que tomaron para hacer el amor nuevamente fue muy lenta, sabrosa,
deliciosa. Descubrieron los gustos de cada uno. Cuando el éxtasis alcanzó
dimensiones insoportables, el mundo se estrelló en un millar de brillantes diamantes.
Quedaron tendidos, el uno en brazos del otro, muertos de cansancio. Sus piernas
estaban entrelazadas y ambos escucharon el golpeteo suave del agua contra la orilla
del lago.
—¿Qué tenemos que hacer mañana? —preguntó Price, en el momento en que
Erin amenazaba con sucumbir al sueño de una amante satisfecha.
—No lo sé. ¿Alguna sugerencia?
—Es sábado, de modo que podríamos organizar un picnic con los mellizos y
hasta podríamos ir a nadar. Me gustaría pasar otro día más con ellos antes de volver
a Menfis.
Erin se tensionó al escuchar esas palabras. El siguiente sería el último día que
pasarían juntos.
—Lo que tú quieras. Quizá podríamos llevarlos a cenar afuera y al cine.
—Creo que será mejor que no los llevemos a comer afuera. Si mal no recuerdo,
Huntley es peor que un chimpancé para comer.
Erin se echó a reír al recordar los modales que los mellizos denotaban para
comer, muy lejos de ser perfectos. Price giró sobre sí y la miró.
—¿Qué te parece si pasamos la noche solos? Haré los arreglos necesarios para
contratar una niñera y tú y yo solos iremos a algún lugar tranquilo, recluido. ¿Qué
dices tiita Ewin?
—Me parece estupendo, tío Pwice —imitó Erin a la niña—. Pasaremos el día
con los niños y la noche… solos —delineó el rostro del hombre con un inmenso
cariño—. Gracias por haberme hecho sentir una mujer nuevamente, Price. Hacía
muchísimo tiempo que no me sentía así.

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—El placer ha sido mío. Recuérdame que te entregue mi tarjeta comercial y si


algún día necesitas de mis servicios, llámame —le guiñó el ojo con gesto muy
sugestivo.
Price trató de tocarle las costillas y ella le dio un suave empujón.
—¡Price! No hagas eso. Tengo cosquillas.
—¿Sí? —le sonrió con picardía—. ¿Dónde? ¿Aquí?
—¡Price! —dijo, tomándole ambas manos.
—¿Y aquí? ¿Y por aquí?
—¡Basta, tonto! —Erin se extendió con ambos brazos y tocó aire fresco con los
dedos. Se dio cuenta de que estaba al borde de la casita—. ¡Price! Nos cae… —la voz
de Erin fue desapareciendo. Ambos cayeron a la vez. Erin aterrizó sobre el cuerpo de
Price y los dos casi perdieron el aliento.
—¡Ay, caramba! ¡Esta vez sí que me has roto mi espalda… y mi brazo! —dijo él
con un gemido.
Erin trataba de levantarse, pero sin saber por qué, no podía dejar de reírse.
—¡Deja de reírte y bájate! —gritó él y sus alaridos provocaron más risas en Erin.
Si alguien los hubiera encontrado en tan ridícula situación, Erin se habría muerto de
vergüenza.
—¿Qué te resulta tan gracioso? Quita tu codo de mi estómago, Erin.
Como estaba riéndose a mandíbula batiente, las lágrimas comenzaban a rodarle
por las mejillas.
Erin se acercó a Price y lo abrazó con todas sus fuerzas. Su cuerpo aún temblaba
por las carcajadas.
—¡Oh, Price! ¡Me gustas tanto! —no se animaba a decir que lo amaba. Lo habría
asustado terriblemente—. ¡Eres el mejor amigo que he tenido en toda mi vida!
—Sí, bueno. Tú también me gustas, loca.
—¿De verdad? —las carcajadas iban haciéndose menos frecuentes. Erin se
enjugó una de sus lágrimas.
—De verdad —su mirada se cruzó con la de ella, con mucha ternura—. Debo
confesar que no sé qué haré al respecto.
—¿Me lo contarás cuando te enteres? —preguntó ella con toda solemnidad.
—Estoy seguro de que tú serás la primera en enterarte, encanto. La primera.

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Capítulo 9
—¿Cuándo vuelve mami a casa? —preguntó Holly.
—Mañana —Erin trató de que su voz no se oyera demasiado aliviada—. ¿Qué
os parecería hacer un picnic hoy?
Mientras comían sus cereales calientes, ninguno de los niños demostró mucho
entusiasmo ante la idea.
—¿Hoy es sábado? —preguntó Huntley preocupado.
—Sí. ¿Por qué? —Erin se sentó a la mesa con su taza de café.
—¿Tenemos que ir a la escuela dominical a la mañana? —preguntó Holly con
un largo suspiro.
—¿Vais todos los domingos?
—Sí, pero Huntwey se pota mal allá… ¡muy mal!
—¡No! —negó el niño indignado.
—¡Zíii! ¡Se supone que no tienes que hablad fuete y siempre guitas!
—¿Por qué no? ¿Quién me lo va a negar? —alzó la cabeza con gesto arrogante.
—¡Tía Ewin va a tenel que deciles a los papitos que te peguen!
—¿Qué papitos?
—Eshos papitos que siempde vienen con eshas bandejitas para que la gente
ponga dinero arriba. ¡Eshos papitos se llaman acomodadoles, Huntwey! —le gritó a
todo pulmón.
—Niños, dejen de reñir y dedíquense a su desayuno. Cuando tío Price se
levante, nos llevará a un picnic —interrumpió Erin presurosa.
—¿Todavía está numiendo? —Holly mordía su tostada con muy poco interés.
—Sí, anoche se quedó levantado hasta muy tarde —Erin dejó que sus
pensamientos volvieran deliciosamente a las horas anteriores. Casi había amanecido
cuando finalmente regresaron a la casa. Sonrió encantadoramente al recordar lo
apasionado, lo exigente, aunque tierno, que había sido Price.
—Me busta él —decidió Holly, mientras la mermelada caía de lo más melosa
por sus gorditos dedos—. ¿A ti te busta taimen, tía Ewin?
—Mucho, Holly. Él es un hombre encantador.
El sonido de un auto que se acercaba y un furibundo portazo atrapó la atención
de Erin. Comenzó a caminar hacia la ventana para ver qué sucedía y en ese
momento, la puerta de la cocina se abrió bruscamente. Brenda entró como una
estampida.
—¡Mami! —los niños saltaron de sus sillas con un terrible entusiasmo.
—¡Brenda!

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—Hola, mis cariñitos —dijo Brenda, abrazando a los mellizos con todo su amor
—. ¿Han echado de menos a mami?
—Sí, sí —contestaron a coro, empujándose mutuamente para rodear el cuello de
la mamá.
—¡Brenda! ¿Qué estás haciendo en casa hoy? No te esperaba sino hasta mañana
al atardecer —dijo Erin sorprendida—. ¿Dónde está Nathan?
—¡Ni menciones su nombre! —Brenda estaba furiosa—. ¡No quiero volver a
verlo en mi vida!
—¿Qué? ¿Qué demonios está sucediendo…?
—¿Dónde está papi? —Huntley dejó de apretujarle el cuello y de cubrirle el
rostro con besos para pensar un momento en su padre.
—Uh… probablemente llegue en cualquier momento —dijo Brenda, atrayendo
al pequeño contra sí para seguir abrazándolo y besándolo.
—Papi tendrá que pegadle mucho, mami. Huntwey se potó muy pero muy mal
—le dijo Holly a su madre—. Pero yo me poté muy ben.
—¿Se han portado mal? —preguntó Brenda a Erin preocupada.
—No. Han hecho las travesuras normales de los niños de su edad —Erin se
sentía agradecida por tener tanto tacto. En ese momento, esa cualidad le venía de
perillas.
De repente, el rostro de Brenda se ensombreció. Lo ocultó entre sus manos y
comenzó a llorar como un niño.
Inmediatamente, los mellizos corrieron hacia su mamá; casi al borde de las
lágrimas ambos al verla tan triste. Erin también se acercó para rodearla con sus
brazos.
—Brenda, por el amor de Dios. ¿Qué sucede?
—Es esa basura, repugnante e imbécil de… ¡Nathan! —sollozó terriblemente,
perdiendo todo el control sobre sí misma.
—¿Habéis reñido? —Erin se mordió la lengua cuando pensó en la estupidez
que acababa de decir. Era obvio que la relación de Brenda y de Nathan no estaba en
su apogeo.
—¡Sííííí! —sollozó con toda su alma.
Los mellizos comenzaron a aullar sonoramente y se entregaron nuevamente a
los brazos de su madre. Estaban confundidos y atemorizados por las lágrimas de ella.
—Por Dios, ¿qué cuernos está pasando aquí? —preguntó Price, mientras se
acercaba al cuarteto que no dejaba de gritar y llorar.
—Oh, Price —Erin corrió hacia él y en voz baja, muy preocupada, le dijo—:
Creo que Brenda y Nathan han reñido seriamente.
—¿Dónde está Nathan? —Price miró a su alrededor.
—Lo ignoro. Brenda llegó aquí sola, hace pocos minutos.

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—Vosotros dos, muchachitos —dijo Price a los mellizos, mientras trataba de


arrancarlos del cuello de su madre. Erin trataba de consolar a Brenda—. Vamos a ver
si podéis ir a jugar un ratito con Michael —tomó a ambos y se encaminó hacia la
puerta—. Regresaré enseguida, tía Erin.
Cuando la puerta se cerró, Erin hizo sentar a Brenda en una silla y le sirvió una
taza de café fuerte.
—Ahora, Brenda, tranquilízate y cuéntame bien qué ocurrió.
Brenda habló en un mar de lágrimas.
—Esta ha sido la semana más amarga de toda mi vida. Nathan y yo no hemos
hecho más que reñir desde que nos fuimos.
Erin no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Brenda y Nathan riñendo? ¡No
podían! ¡Tenían un matrimonio perfecto!
—Pensé que pasaríamos la semana juntos, sólo él y yo. Una larga y romántica
semana. Pero ese… ese desgraciado no ha hecho otra cosa más que refunfuñar y
gritarme toda la semana, ignorándome por completo.
—¿Pero dónde está Nathan? —insistió Erin preocupada.
—¿Cómo podría saberlo? Me escapé y lo dejé plantado en la última estación de
servicio en la que nos detuvimos —Brenda sollozaba.
—¡Brenda! ¡No! —Erin estaba atónita.
—¡Claro que sí! Le advertí que si volvía a mostrarme los dientes, volvería a casa
sola —Brenda se sonó la nariz audiblemente.
Todo aquello era absolutamente ridículo. Brenda y Nathan, quienes siempre se
habían llevado tan bien, a punto del divorcio sólo porque él le había mostrado los
dientes. Erin meneó la cabeza, incrédula. ¿Adónde iría a parar el mundo?
—O sea que te fugaste con el auto y lo dejaste plantado en… en…
—Arkansas.
—¡Arkansas! —gimió Erin.
—Tienes suerte, Erin. Tienes tanta suerte que eres soltera y no tienes necesidad
de soportar la obstinación de un tipo cabeza dura durante todos los días de tu vida
—volvió a sonarse la nariz con mucho ruido—. ¡Yo he tenido que cargar con Nathan
Daniels!
—Bueno, Brenda, no lo dices en serio. Amas a Nathan…
—¡Sé que lo amo! —estalló en otro mar de lágrimas—. ¡Pero él no me gusta!
—Oh, por el amor de Dios, termina —Erin mojó una toalla de papel y la pasó
por el rostro hinchado y afeado de su amiga—. Cálmate, por favor.
—¿Qué está haciendo Price aquí? —dijo ella, entre hipo e hipo, permitiendo,
agradecida, que Erin hiciera las veces de una madre—. ¿Conoces a Price?
—Nos hemos conocido —vaya, ¿nos hemos conocido?, se preguntó con ironía
—. Hace unos días, pasó por aquí a visitaros y… es una historia muy larga para
contártela ahora, Brenda. Te la contaré cuando estés más… más tarde.

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Brenda apretó con fuerza la mano de su amiga.


—Nunca te cases, Erin. Todos los esposos no son más que… asquerosas ratas.
—¡Brenda, no puedes estar hablando en serio! Tú y Nathan forman una familia
encantadora.
—Formábamos una familia encantadora… hasta la semana pasada. ¡Oh, Erin,
me siento tan desgraciada! —apoyó la cabeza sobre la mesa de la cocina y volvió a
echarse a llorar.
Erin, ausente, le golpeó la cabeza suavemente, tratando de reconfortarla, pero
no podía dejar de pensar en el pobre Nathan. ¿Cómo haría para volver a su casa
desde Arkansas?
Price entró a la cocina por la puerta trasera.
—Cathy dijo que los mellizos podrían quedarse en su casa por un rato —miró
nervioso a Brenda quien lloraba desconsoladamente—. ¿Todo anda bien por aquí?
—De maravillas —dijo Erin con una sonrisa nerviosa—. Brenda sostiene que no
quiere ver nunca más en su vida a la asquerosa rata de su esposo, y Nathan, debe de
estar en alguna parte de Arkansas, haciendo "auto stop" para llegar de regreso a su
casa.
—Ohhh.
—¡No se saldrá con la suya en esto! —declaro Brenda furiosa, apartando su silla
de la mesa—. Nathan cabeza de mula no va a hacer lo que se le ocurra —salió cual
estampida de la cocina, insultando por lo bajo.
Price rió entre dientes en dirección a Erin.
—No sé por qué, pero tengo la sensación de que el matrimonio perfecto
empieza a dilapidarse.
—No tienes necesidad de estar tan feliz, Price. Brenda se siente realmente muy
mal por él.
La sonrisa de Price fue desapareciendo lentamente.
—Sí, lo sé. ¿Qué deberíamos hacer?
—Me preocupa Nathan —confesó Erin—. Ella lo dejó plantado en una
gasolinera de Arkansas.
—¡Caramba! —Price emitió un silbido—. Esa es una actitud muy agresiva.
Erin lo miró.
—¡Fue culpa de él! ¡Protestó por todo!
—¿Y debo suponer que Brenda se comportó como la esposa perfecta durante
toda la semana? —se cruzó de brazos con gesto arrogante.
—¡Hombres! Siempre se unen para defenderse —dijo Erin disgustada—.
Entonces, ¿qué crees que tenemos que hacer? Quizá debieras ir en auto a Arkansas…
La frase de Erin se interrumpió: Brenda entró abruptamente a la cocina,
arrastrando dos pesadas maletas detrás de sí.

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—Si por casualidad ves a tu amigo, hazme el bien de informarle que acaba de
mudarse —Brenda arrojó las maletas a los pies de Price y salió de la cocina tan
abruptamente como había entrado.
—¡Ay, Dios! —se lamentó Price—. ¡Este sí que es un matrimonio perfecto!
—Mira, Price. Hay un camión de una panadería aparcando a la puerta —Erin
miró ansiosamente por la ventana.
Price espió por encima del hombro de la joven y farfulló por lo bajo.
—Bueno, prepárate. Parece que la asquerosa rata ha tenido que hacer auto stop
para volver a casa y… no se ve muy feliz que digamos. Será mejor que salga y le dé la
noticia de que ya no vive aquí.
El apuesto rostro de Price se veía ensombrecido por una mirada ceñuda. Erin
alcanzó a oír que hablaba con Nathan, quien en ocasiones, levantaba el tono de su
voz, completamente enfurecido.
—Él está aquí, ¿no? —gruñó Brenda desde la entrada.
Erin se volvió, asombrada, para mirarla.
—No te había oído entrar. Sí, Nathan ha llegado hace unos minutos. ¿Quieres
que Price y yo nos marchemos…?
—¡No! ¡No quiero volver a verlo! —gritó—. Prométeme que no me dejarás aquí
sola, Erin. Prométemelo.
—Brenda, no empieces a llorar otra vez —le advirtió Erin, aunque ya con cierta
impaciencia en su voz—. No voy a ninguna parte —ya estaba empezando a cansarse
de la dramatización de Brenda.
—¿Qué dicen? ¿Nathan está molesto?
—¿No lo estarías tú si hubieras tenido que volver desde Arkansas en un camión
de panadero?
—¡Probablemente quiera asesinarme! —dijo Brenda, estrujándose las manos y
espiando ansiosa por encima del hombro de Brenda.
—Nathan no va a asesinarte, pero tienes que admitir que le has hecho una
canallada, Brenda.
—Se la tenía merecida —murmuró a la defensiva—. ¡Oh, mira! ¡Viene hacia la
casa! ¿Qué debo hacer? ¡Dile que no puede entrar, Erin!
—No puedo decirle que no puede entrar —respondió Erin exasperada—. ¡Esta
es su casa!
—¡Entonces nos marcharemos nosotras! Vamos, Erin, salgamos de aquí antes de
que pierda la cabeza otra vez.
Erin suspiró, vencida, mientras Brenda la empujaba hacia la puerta. Pasaron
junto a los dos hombres en una atroz carrera hacia el auto de Erin. Erin sonrió con
complicidad al ver la mirada de asombro de Price.
—Nos vamos.

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—Brenda Daniels, quiero hablar contigo… —el rostro de Nathan se tornó rojo
vivo cuando atrapó el veloz cuerpo de su esposa.
—Bueno, yo no quiero hablar contigo… ¡porquería! —se liberó de la mano de su
esposo y salió corriendo hacia el auto, llorando.
—Brenda… ¡la put…!
—Nathan, quizá sea mejor que la dejes sola hasta que se calme —dijo Erin
suavemente—. Trataré de hablar con ella para que entre en razones.
—¿Lo harás? —Nathan pareció aliviado y agotado—. No sé qué demonios le ha
ocurrido toda esta semana. Ha estado tan pesada como una solterona histérica.
Erin y Price se sonrieron. ¿Dónde habían oído eso hacía muy poco tiempo?
—No te preocupes —dijo Erin, consolándolo y golpeándole el brazo—. Me
encargaré de todo.
—¿Cómo te imaginas a una mujer? —preguntó Nathan a Price cuando Erin se
volvió para marcharse—. Si Erin consigue aplacar a esa fiera enjaulada, ¡será un
milagro!
—Oh, no te preocupes —dijo Price ausente, contemplando el Volkswagen rojo
que se perdía en la distancia—. Erin le sacará el demonio que tiene adentro —se
volvió y sonrió a Nathan para alentarlo—. ¡Por lo menos, se pondrá blanca como un
papel cuando vea cómo conduce su amiguita!

—¿No crees que tendríamos que detenernos en algún sitio? —imploró Erin,
cansada—. ¡Hemos estado en este auto durante horas!
Brenda se secó los ojos una vez más y miró a Erin patéticamente.
—No me importa lo que hagamos.
—¿Tienes hambre?
—No —sollozó.
—¿Sed? ¿Ni siquiera tienes necesidad de ir al cuarto de baño? —Erin buscaba
cualquier excusa, hasta la más estúpida, para bajar del auto.
—¡No me importa, Erin! Puedes hacer lo que se te venga en gana, pero a casa no
vuelvo —le advirtió.
Hasta el momento Erin no había tenido ni el más mínimo éxito tratando de que
Brenda entrase en razones.
Después de veinte minutos, Erin detuvo el auto impacientemente en un lugar
reservado para camiones y apagó el motor.
—¡Por lo menos, voy a tomar una taza de café! —se bajó del auto y entró a un
bar, con la esperanza de que Brenda la siguiera. Supuestamente, aquél tenía que
haber sido un día lleno de paz, de tranquilidad, alegría y risas… el cual culminaría
con una romántica noche junto a Price… de pronto, detestó la actitud de Brenda.

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Brenda entró arrastrando sus pies, detrás de su amiga. Cuando se sentaron


enfrentadas, Brenda empezó a gimotear.
—¿Por qué la vida tiene que ser tan cruel?
—No conozco la respuesta a esa pregunta, Brenda, pero pienso que estás
magnificando toda esta cuestión.
—Tú no comprendes, Erin —Brenda contempló el cielorraso—. Nathan solía
pasar las horas a solas conmigo. Acostumbraba a repetirme una y otra vez lo mucho
que me amaba, lo bella que yo era y que se moriría sin mí.
—¿Y ya no lo hace más?
—Bueno… sí… ocasionalmente. ¡Pero no como antes!
—Nathan te ama mucho, Brenda. ¿No crees que después de haber estado
casados durante unos cuantos años, como tú y Nathan, la gente tiende a dar por
sentado el amor entre uno y otro?
—No tendría que ser así —contestó irritada.
—Lo sé, pero es lo que sucede —le respondió Erin con toda tranquilidad—. Y
no creo que eso signifique que Nathan te quiera menos que cuando se casó contigo.
¿Tú le dices todos los días lo mucho que lo amas? ¿Que no podrías vivir sin él?
Brenda pensó un momento.
—No todos los días, pero él sabe que es así. Lo amo, Erin, más que a nada en
este mundo —admitió con voz casi infantil.
—Sé que es así —dijo Erin con ternura—. Y él te ama a ti.
—Probablemente no vuelva a dirigirme la palabra después de lo que le he
hecho esta mañana —rió casi imperceptiblemente—. ¡Tendrías que haberle visto la
cara cuando salí disparada de la gasolinera!
—Puedo imaginarla.
—Oh, hice tanto lío, Erin… —Brenda suspiró largamente—. Nunca entregues tu
amor a ningún hombre —volvió a advertirle con tristeza.
—¿No crees que valga la pena? —preguntó Erin pensando en la noche que
había pasado en brazos de Price. Ese punto de la cuestión ya no tenía caso. Erin había
entregado su corazón—. ¿No te parece que echarías de menos al hombre que regresa
a tus brazos todas las noches, quien te ofrece su abrigo para que te acurruques en él
para dormir, quien puede escuchar todas las cosas que te han sucedido en el día,
quien está dispuesto a compartir tu vida? No puedo creer que quieras abandonar
todo eso, Brenda.
En ese momento las lágrimas habían vuelto a rodar por el rostro de Brenda.
—No, no quiero abandonar todo eso.
—Ningún matrimonio puede ser perfecto —Erin hizo una pausa y sonrió con
ironía—. Escúchame: yo he sido quien ha querido el matrimonio perfecto.

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—El matrimonio mío y de Nathan es perfecto —defendió Brenda y entonces, su


voz sonó ya más viva—. Por supuesto que tenemos disgustos como todo el mundo,
pero no lo cambiaría ni por un millón de dólares.
—Eso es lo que he estado tratando de decir a Price pero él no me cree —rió Erin
otra vez.
—¿Price? —Brenda bebió un sorbo del café que la camarera le había servido—.
¿Hay algo entre él y tú?
—No lo sé, Brenda. Trato de convencerme de que no… por lo menos, nada
serio, pero…
—Realmente no pensé que Price estuviera preparado para entablar otra relación
tan pronto, después de Jean…
—¿Jeannie? Lo sé todo —confesó Erin a las cansadas.
—Para ser totalmente franca, tampoco pensé que tú estuvieras dispuesta a
comprometerte con un hombre después de lo que te ocurrió con Quinn.
Erin se encogió de hombros.
—Yo tampoco. Quizá no esté preparada; o quizá sí. De todas maneras, no es el
tema en cuestión. Price tiene la oportunidad de volver con Jeannie. Podría
aprovecharla.
—¡Seguro que no! —vociferó Brenda indignada—. ¡Ella se ha portado pésimo
con ese pobre hombre!
—Bueno, entonces debo asumir que a Price le encanta que se porten
pésimamente con él porque el nuevo amorcito de Jeannie no dio resultado y ella
llamó a Price esta semana. Hasta se han visto nuevamente.
—¡Hombres! ¿No son un asco? Bueno, entonces todo lo que tú vas a hacer es
quedarte sentadita aquí, cruzada de brazos para que Jeannie vuelva a conseguirlo,
¿no?
—¿Y qué puedo hacer? Después de todo, hace cinco días, ni siquiera lo conocía.
—¡Pero ahora lo conoces! ¿No lo recuerdas? Tú pensabas que era un muñeco el
día de nuestra boda.
—En esa época yo era una jovencita tan tonta que creía que todo lo que llevara
pantalones era un muñeco. No, casi ni recuerdo haberlo conocido.
—Bueno, él sí te recuerda. Cada tanto solía preguntarme dónde estabas y si aún
seguíamos siendo amigas.
—¿No bromeas? —Erin la miró de frente—. Me pregunto por qué.
—Una vez, escuché que le decía a Nathan que tú eres una muchacha muy
bonita y que le habría gustado… —Brenda se ruborizó—. Bueno, ellos no se habían
dado cuenta de que yo estaba escuchando, y ya sabes lo directos que suelen ser los
hombres cuando hablan entre ellos —se excusó, bastante avergonzada.
La sonrisa de Erin fue radiante. ¡Hacía años que Price ya había pensado en ella
del modo más íntimo! ¡Qué maravilla! ¡Y eso había sido anterior a Jeannie!

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—Lo sé —coincidió Erin contentísima, y por lo distraída que estaba, echó cinco
cucharadas de azúcar dentro de su taza de café—. Extremadamente directos.
—Estoy agotada —admitió Brenda con un bostezo—. Terminemos el café y
volvamos a casa. Arreglaré todo este asunto con Nathan esta misma noche.
—Bueno, espero que así sea…
—Discúlpenme señoritas —dijo un hombre moreno acercándose a la mesa de
las dos mujeres—. ¿Ese Volkswagen rojo que está allí es de alguna de ustedes?
—De ella —dijo Brenda, señalando a Erin. Erin le dirigió una mirada
exasperada.
—Bueno, ahí afuera hay un hombre que me ha pedido que le avisara al dueño,
quienquiera que fuera, que tiene un neumático pinchado.
—¡Oh, demonios! Eso era lo único que me faltaba —se lamentó Erin. Trató de
ver su auto desde donde ella estaba pero no lo logró—. ¿Hay alguien por aquí que
pueda cambiármelo?
—No lo sé. Tendrá que preguntar —contestó el hombre alejándose de la mesa.
Se sentó en uno de los bancos junto al mostrador.
—¿Por qué no le pediste a él que te lo cambiara? —sugirió Brenda preocupada.
—Pensé que se ofrecería solo —dijo Erin con voz disgustada, mientras espiaba
de reojo al hombre que ordenaba una taza de café y una porción de pastel—.
Vayamos por alguien que nos ayude.
Abandonaron la mesa y se dirigieron a la caja registradora para pagar lo que
habían consumido. Fue en ese momento cuando tomaron plena conciencia de que
eran las dos únicas muchachas en aquel bar de camioneros. A excepción de las
camareras, el lugar estaba repleto de hombres.
—Mira cómo nos observa aquel hombre que está sentado en el tercer banco —
farfulló por lo bajo Brenda, muy incómoda.
Erin, disimulando, recorrió con la vista la hilera de bancos y se detuvo
momentáneamente en el gorila que estaba sentado en el tercero. Ella sonrió
tímidamente, pero el hombre le correspondió con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Oh Dios! Salgamos de aquí —Erin se esforzó por mantener una sonrisa
brillante en dirección a la bestia bruta que la observaba. Abandonaron el bar casi
empujándose la una a la otra por la prisa que llevaban.
—Espero que ese hombre no decida seguirnos —dijo Brenda—. Si así lo hace, tú
encárgate de entretenerlo mientras yo me voy corriendo en busca de ayuda… —
Brenda dejó de hablar repentinamente y pegó semejante grito que Erin creyó morir
de pánico. Un brazo apareció por detrás del Volkswagen y literalmente, la levantó en
el aire de un tirón.
El corazón de Erin se detuvo. Sintió que alguien la tomaba con fuerza desde
atrás y la empujaba contra un pecho que más bien parecía una pared. Cuando
empezó a gritar a todo pulmón, una enorme manaza le cubrió la boca.
—Shhh… ¿o quieres que los polizontes vengan corriendo a atraparnos?

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¡Price!
Le soltó la boca y le dio la vuelta repentinamente para que le viera el rostro.
—¿Llamaste?
—¡Price Seaver! Eres un sucio…
—Oye, espera un momento. No fue idea mía sino de Nathan —se apresuró a
aclarar Price—. Yo era partidario de entrar allí y tomaros de una oreja, como un
verdadero hombre, pero Nathan decidió hacerlo con mayor serenidad.
—¿Por qué no os limitasteis a avisarnos simplemente que estabais aquí? —gritó
ella, aun tratando de convencer a sus piernas que la sostuvieran. El corazón le
golpeaba como un constante martilleo por el susto que se había llevado.
—Claro. ¡Con el humor que tiene Brenda!
Erin miró a su alrededor desesperadamente.
—¿Dónde está Brenda? —todo lo que Erin recordaba era haber oído un
despavorido grito antes de que Price la tomara.
—Nathan la llevó a su auto. Creo que los tortolitos necesitan hablar —sonrió al
oír el chirrido de unos furiosos neumáticos sobre el asfalto y de la grava que levantó.
—¿Y tenían que hacerlo de este modo? —gritó ella, apartando las manos de
Price de su cintura con furia.
—Ha dado resultado, ¿no crees? —en ese momento, Price parecía estar muy
orgulloso consigo mismo—. Oye, reconoce que hemos estado estupendos. Nos llevó
tres horas encontrar el auto, amén de los cincuenta dólares que tuvimos que darle a
aquel tipo para que os dijera que teníais un neumático pinchado.
—¡Price eres incorregible! —lo reprendió Erin con una carcajada.
—Sí, lo sé —se estremeció al oír el último grito de Brenda cuando el auto de
Nathan salía de su estacionamiento—. ¡Ah, el amor!
—Realmente se adoran —le sonrió con ternura y sintió unos deseos terribles de
besarlo.
—Así parece —coincidió él—. Ven aquí, bola de grasa y dame un beso.
Erin se acurrucó muy feliz entre sus brazos y compartieron un prolongado y
explorador beso.
—¿Cómo habéis hecho para encontrarnos? —preguntó finalmente.
—Nos metimos en cada café y en cada bar de camioneros que encontramos en
los últimos setenta kilómetros —le besó la punta de la nariz.
—¡Qué lindo! Pero, ¿para qué molestarse tanto? Yo habría llevado a Brenda a su
casa más tarde.
—Ya me perdí el picnic que habíamos planeado para hoy —murmuró cuando
sus bocas se apartaron después de otro beso—. Y estaba dispuesto a no perderme
también la noche íntima que había planeado tener contigo.
—Parece que quieres jugar conmigo.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¡Nunca! Lo que sucede es que Nathan y yo hemos lanzado una moneda al


aire. A él le tocó en suerte quedarse con la más bella y glamorosa Brenda, y yo tuve
que conformarme contigo —suspiró con desazón y le acarició la boca con sus labios.
—¡No te creo una sola palabra! Sucede que me he enterado de que te diste
cuenta de mi existencia hace ya unos cuantos años, el día de la boda de Nathan y
Brenda. Hasta le preguntaste a ella, en varias ocasiones, acerca de mí —le reveló muy
orgullosa.
—¿Quién te ha informado? Jamás he mirado a una muchacha tan horrible y
hogareña como tú en mi vida —le guiñó el ojo y le pellizcó el trasero.
—Dime, ¿qué fue exactamente lo que le dijiste a Nathan que querías hacerme?
Brenda me dijo que un día escuchó que tú y Nathan estaban hablando…
Price la detuvo con un beso estupendo. Cuando Erin pudo, finalmente, volver a
hablar, preguntó:
—¿Qué le dijiste?
—Prométeme que no te enfadarás —le sonrió con arrogancia.
—No me enfadaré.
Price se agachó levemente y la empujó contra su fuerte y viril cuerpo. Se
restregó contra ella sugestivamente y le murmuró algo al oído.
—¡Por Dios, Price! ¡Eres increíble!
—Lo sé. Puedo serlo cuando me propongo —dijo orgulloso, frotándole la
espalda—. Ven. Unos quince kilómetros atrás he visto un hotel donde podríamos
registrarnos para que yo te lo demuestre —susurró contra la sedosa masa de cabello.
—No seas tonto, no vamos a pasarnos toda la noche en un hotel… —su voz fue
desapareciendo lentamente. Price le acarició el costado de un seno.
—¿Por qué no? —la besó lentamente—. Quiero volver a estrecharte entre mis
brazos, a besarte, a tocarte. Quiero que tú me toques como lo hiciste anoche.
Las defensas de Erin flaquearon cuando Price le imploró contra sus labios.
—¿Qué tiene de malo que un hombre quiera estar con su mujer? —insistió,
convincente.
—¡Su mujer!
Aquello sonaba tan, pero tan maravilloso… ¿había sido sólo una frase que
pronunció sin pensar o se había dado cuenta perfectamente de lo que había dicho?
En ese momento, poco importaba. Erin lo amaba y eso era todo lo que sabía. La llama
que leyó en aquellos ojos verdes la alivió. Price era el hombre signado por el destino
para pasar toda su vida junto a Erin. Pero claro que ella no iba a decírselo en ese
momento, precisamente. Suspiró, pasando la mano por el espeso vello de aquel
pecho tan masculino. Dejaría que él mismo lo descubriese.
Erin separó sus labios y alzó la boca para recibir los besos de Price, quien con
sus manos seguía explorando aquel cuerpo tan suave. En ese momento existía calidez
y amor entre ambos.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—¿No crees que sería mejor que nos marchásemos antes de ofrecer un
espectáculo en público? —insistió él con un tono de voz bastante agitado y con sus
ojos oscuros somnolientos de deseo.
Abrió la puerta del auto, aunque su boca no abandonó la de Erin ni por un
instante. Se sentaron muy juntos en el asiento y Price puso el motor en marcha.
—¿Podrás conducir si ambos nos sentamos en el mismo asiento? —le preguntó
ella entre beso y beso. Una extraña sensación comenzaba a invadirla.
—Si no puedo, caminaremos lo que nos falta para llegar —prometió con voz
agitada.
Se dirigieron hacia el hotel intercambiando prolongados besos. Aquella
necesidad que experimentaban les provocaba una sensación de urgencia, aunque los
dos deseaban prolongar lo inevitable lo más que pudieran. Erin quería tocarlo,
explorar cada centímetro del hombre que amaba. Quería besarlo, presionar su piel
desnuda contra su propio cuerpo, oír su voz agitada exigiéndole más.
Aunque el viaje fue sólo de diez minutos, a Erin le parecieron diez horas.
Price cerró la puerta de la habitación que había alquilado. La tomó entre sus
brazos y la llevó a la cama, donde la tendió suavemente. Empezó a desvestirla
lentamente y sus mejillas se tornaron color carmesí. Price le besó cada centímetro de
piel desnuda y arrojó sus prendas por doquier.
—¿No te parece que tendríamos que cerrar las persianas? Hay tanta luz aquí…
—protestó ella débilmente en el momento en que la boca de Price encontraba la de
ella una vez más.
—Quizás sí —coincidió él, tocándole las caderas—, pero vamos a encender una
luz. Quiero ver a mi hermosa dama cuando le haga el amor.
—¿Realmente te parezco hermosa? —le preguntó azorada. Price se apartó de
ella lo suficiente para poder mirarla a los ojos. Aquella mirada seria le dijo todo lo
que ella necesitaba saber.
—Esa es la pregunta más tonta que jamás me hayas hecho. Por supuesto que me
pareces hermosa. Siempre lo he creído así.
—Creo que también tú eres hermoso… —rió al ver que Price fruncía el ceño al
instante—. Bueno… tú sabes a qué me refiero.
—No, ¿por qué no me lo demuestras? —le sonrió. Cerró las persianas y
encendió una luz, junto a la cama.
Erin extendió sus manos y, metódicamente, comenzó a desabotonarle la camisa,
mientras murmuraba palabras de amor.
—Quizá yo no haga esto tan bien como tú, pero me parece que eres muy
apuesto —le acarició el pecho y recorrió con un dedo la línea de sus vellos ocultos
debajo de la cintura del pantalón—. Me encanta cómo quedas sin camisa. ¿Te diste
cuenta?
—Me di cuenta. Continúa —la urgió él—. Podría escucharte toda la noche.
—Bueno, me encanta el color de tus ojos…

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Odias a los hombres de ojos verdes. Tú lo dijiste, no yo —dijo él, besándola


con ternura.
—Y a mí me encanta el color de tu cabello y el sabor de tu piel cuando hemos
hecho el amor… y me encanta la manera en la que te estremeces cuanto te beso por
aquí… y por aquí… y por aquí…
Price gimió.
—Y creo que tus piernas son increíblemente bellas —continuó, ayudándolo a
quitarse los pantalones y los calzoncillos, para formar con ellos una pila en el suelo.
Pasó sus manos por las piernas del hombre, tocando y saboreando la sensación de
aquellos músculos contra su piel desnuda—. Adoro el tamaño de tus manos. ¿Sabías
que mis dos manos son iguales que una tuya? —levantó una mano de Price y la besó
con reverencia—. Me encanta cuando me tocas con tanta suavidad, aunque con
firmeza a la vez.
—Hazme tu hombre, Erin Holmes —le urgió él apasionadamente.
De pronto, ninguno de los dos fue capaz de contener la necesidad que sentían
mutuamente y se perdieron en un feroz mundo de sensaciones. Cada uno de ambos
entregaba un profundo y cariñoso placer. Las llamas de la pasión ardieron dentro de
ambos cuando Price penetró en Erin y comenzaron a moverse, lentamente al
principio. Luego aquel dique contenedor cedió y Erin se rindió completamente a
Price. Mientras hacían el amor, ella luchó por demostrarle la terrible necesidad que
sentía por él, lo mucho que le gustaba que él la tocara, y su perfume tan masculino.
No querían rendirse a la ardiente dulzura que parecía cautiva en el interior de
sus cuerpos. Trataban de prolongar el momento final de su unión, pero muy pronto
quedaron envueltos en un voraz estallido de sensaciones. Price gritó el nombre de la
muchacha cuando ambos llegaron a la satisfacción plena en forma simultánea.
Lentamente fueron volviendo al mundo de la realidad. Erin se acurrucó contra
Price. Ella no recordaba haberse sentido más feliz y satisfecha anteriormente. Por
primera vez en su vida descubría que Quinn Daniels no había sido más que el sueño
de una tonta muchacha. Nunca había amado a Quinn con la misma desbordante
fuerza que en ese momento la impelía hacia Price.
Erin hundió su rostro en los músculos de aquel amplio pecho y fue la primera
en hablar.
—Supongo que lo que he estado tratando de decir, por sobre todas las cosas, es
que te amo a ti, Price.
La habitación estaba en silencio. Sólo el ruido del tráfico exterior de tanto en
tanto se filtraba por las ventanas. Price se quedó callado durante algunos minutos.
Cuando habló, lo hizo con una voz serena.
—No sé qué decir, Erin. Tengo miedo —su voz se oyó quebradiza—. Todo esto
ha sucedido tan a prisa…
—Lo sé —le golpeó el pecho cariñosamente—. Lo sé. No estoy pidiéndote nada,
Price. Sólo quiero que sepas que te amo.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Reclamando los labios de Erin, Price la atrajo hacia sí con toda su fuerza, tanta,
que casi le provocó dolor con su actitud. Los besos de Price se tornaban cada vez más
ardientes, casi hambrientos en ocasiones. Volvió a hacerle el amor de forma salvaje,
aunque conservando una increíble ternura a la vez. Cuando el éxtasis los envolvió
completamente, gritaron sus nombres y se aferraron el uno al otro como si el mundo
se hubiera vuelto loco de golpe. Después, lentamente, todo regresó a la calma.
Transcurrieron así unas cuantas horas y luego se quedaron dormidos,
abrazados. Al día siguiente, Erin se marcharía a su casa. Si Price decidía que la
quería, entonces ella lo aguardaría con paciencia. Podría llevarle una semana, un
mes, quizá toda la vida, pero su hombre perfecto iría a buscarla, se recordó Erin con
lágrimas en los ojos. Bueno, quizá no perfecto, pero Price vendría por ella.
Simplemente, tenía que hacerlo.
—Amor, ¿me recordarás siempre? —fue la última pregunta de Erin antes de
quedarse completamente dormida.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Capítulo 10
—Insisto en decirte que eres una tonta —Brenda se sentó sobre el borde de la
cama y observó a Erin, quien empacaba sus últimas prendas. Cerró la maleta—.
¿Estás escuchándome por lo menos?
—Sí, pero tú no estás diciendo nada —contestó Erin con toda calma.
—¿Cómo puedes estar tan serena con todo esto? Si amas a Price, ¿cómo
demonios puedes quedarte aquí sentada tan tranquila mientras él toma su auto y se
va de regreso con… esa mujerzuela?
Erin suspiró fatigada.
—Primero: no hay nada en el mundo que yo pueda hacer para evitarlo.
Segundo: no puedo estar segura de que él regrese con Jeannie. Y tercero: todo lo que
Price tiene que hacer es pedirme que me comprometa a algo, cosa que no hará, y
entonces, de muy buen grado, yo le diría que sí. Pero tan simple como lo ves,
aparentemente, sólo estoy dándome la cabeza contra la pared.
—Pero tú sabes que le importas, Erin. Anoche pasaste todo el tiempo con él, ¿no
es verdad? —preguntó Brenda. El rostro de Erin se sonrió levemente—. No… Price
me alquiló una habitación separ…
—¡Oh, vamos!
—Está bien. Sí. Pasé toda la noche con él. ¿Y con eso qué? Es asunto mío, ya
tengo más de veintiún años —se defendió Erin débilmente. Brenda se recostó sobre la
cama y la miró fijamente.
—Espero que haya sido tan maravilloso, tan excitante y tan apasionado como
fue mi querido Nathan.
Erin miró a su amiga.
—¿Querido Nathan? ¡Mmm! parece que has cambiado un poquitito de opinión
desde la última vez que discutimos el tema… creo que las palabras que habías usado
eran "asquerosa rata".
—¡Pero eso de asquerosa rata fue ayer y hoy es hoy! —dijo Brenda, muy vivaz
—. Él consiguió cambiar mi opinión respecto de su persona por una más favorable.
—Bueno —dijo Erin, echando un último vistazo a todo el cuarto—. Ya debería
estar en camino. No me gustaría llegar a casa demasiado tarde.
—Eres una tonta —le advirtió Brenda una vez más, al abandonar el cuarto—.
¡Te arrepentirás!
—Por lo general sucede eso —coincidió Erin.
Cuando llegaron a la cocina, Price y Nathan estaban bebiendo café. Price se
levantó y tomó la maleta de Erin de manos de ella.
—Hola. ¿Todo listo?

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Todo listo —Erin le sonrió con cariño. Desde que habían llegado esa mañana
a casa de Nathan y Brenda, prácticamente no habían intercambiado palabra.
—Te acompañaré hasta tu auto.
Erin se puso de rodillas y estrujó a los mellizos. Rió muy complacida cuando los
pequeños le llenaron el rostro de besos.
—Decidle a mami que os traiga de visita a mi casa. Estaremos juntos toda la
tarde e iremos al zoológico. ¿Os gustaría?
—¡Seguro! —contestaron entusiasmados.
La familia Daniels en pleno acompañó a Erin y a Price hasta el pequeño
Volkswagen rojo, aunque para disgusto de la parejita.
Erin, desesperadamente, había deseado quedarse unos minutos a solas con
Price. No porque hubiera esperado obtener algo por parte de él en unos pocos
minutos, sino que había querido darle el beso de despedida en privado.
—Condushe bien tu caja de galletitas —le advirtió Holly en un tono muy adulto
—. Ete auto no me padeshe muy seguro.
Todos rieron y Erin tomó su lugar detrás del volante.
—Lo haré, Holly. Puedes estar tranquila.
Price y Erin se miraron con ansiedad.
—Oh… oid —de pronto, Nathan se dio cuenta de la situación—. ¿Qué os parece
si vamos a la casa y buscamos algo para comer? Estoy muerto de hambre.
—¡Hambre! Nathan tú no podrías… —Brenda captó la mirada furibunda de su
esposo.
—Sí, bueno… no has comido el postre. Vamos, niños —dijo ella, mientras se
inclinaba hacia el auto para dar un beso a su amiga—. ¡Llámame!
—Sí. Hasta luego —Erin la abrazó.
La familia Daniels regresó corriendo y riendo a la casa.
Price se apoyó sobre la puerta del auto rojo y se produjo entonces un incómodo
silencio.
—¿Cuánto tiempo te llevará regresar a tu casa? —los ojos de Price finalmente se
encontraron con los de ella.
—Una hora, más o menos. Depende del tráfico. ¿Cuándo te marchas?
—No bien salgas tú. Me esperan unas seis horas de viaje.
—Entonces llegarás a tu casa muy tarde —Erin lo miró con todo su amor.
—Sí. Creo que yo también te amo, Erin.
Erin se quedó con la boca abierta.
—¿Qué?
—He dicho que creo que yo también te amo, Erin. Pero quiero que esta vez
ambos estemos muy seguros —sus ojos encerraban una inmensa ternura. Tomó la

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

mano de la muchacha y la acarició suavemente—. Démonos un poco de tiempo. El


tiempo enfocará las cosas con una luz distinta. Evidentemente, no he podido ni
puedo pensar con coherencia cuando tú estás cerca de mí o en mis brazos…
—Está bien, Price. ¿Cuánto tiempo? ¿Una semana, un mes… un año? —aceptó
Erin.
—Lo que sea necesario. Ambos sabremos cuándo habrá llegado el momento
justo —colocó su mano debajo del mentón de Erin y le levantó la cabeza hacia él—.
En este momento tengo unas ganas locas de besarte, encanto, pero si lo hago, sé que
jamás te dejaría partir de esta casa —con uno de sus largos dedos delineó los
preocupados rasgos de la muchacha—. Espérame, Erin.
—Lo haré, pero no te tomes demasiado tiempo, Price. He esperado veinticinco
años para encontrarte. Te necesito.
—Lo sabremos al cabo de un mes —dijo él serenamente, con una promesa
brillando en sus ojos de esmeralda.
Erin giró la llave para encender el motor.
—Será mejor que me marche —estaba luchando contra las lágrimas que
amenazaban con vencerla. Lo último que habría hecho era presionarlo para que
formulara un compromiso para el cual no estaba preparado.
—Volveré a verte, Erin Holmes.
—Y yo estaré esperándote, Price Seaver.

Las lágrimas casi enceguecían a Erin mientras se dirigía a su casa. ¡Un mes!
Price había dicho un mes. ¿Pero lo había dicho en serio? Si la amaba de verdad, se
enteraría enseguida. No necesitaría un mes.
Cuando el auto rojo tomó velocidad, Erin supo sin lugar a dudas que amaba a
Price Seaver. Suspiró profundamente. Quizás las mujeres se dan cuenta de estas
cosas mucho antes que los hombres. Quizá se deba a que la maduración en la mujer
también es más temprana. Quizá había algo en sus genes. Erin descartó mentalmente
esa posibilidad. ¡Quizá sólo se trataba de que había vuelto a cometer la estupidez de
enamorarse del hombre equivocado! Cualquiera fuera la razón, la descubriría al cabo
de un mes. Si Price no reaparecía y su príncipe azul no venía pronto para llevarla
consigo al paraíso… no iba a cometer la estupidez de perderse toda la vida
esperando. Podía perder un mes… pero no más.
Atardecía cuando Erin entró el Volkswagen a su garaje. Se agachó para apagar
el motor y apoyó la cabeza sobre el volante, en gesto de descanso. Era bueno volver a
casa.
En su apartamento había tierra por todos lados. Como no lo había limpiado
durante una semana, Erin se dispuso a poner manos a la obra inmediatamente.
Dos horas más tarde todo estaba reluciente otra vez. Le resultaba
considerablemente más sencillo sin la ayuda de cuatro pequeñas manos tratando de
"colaborar" en el trabajo.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Una vez más, su mente regresó a las últimas palabras de Price. ¿Podría Erin
esperarlo un mes? ¿Valdría la pena vivir treinta días sin disfrutar del abrigo de
aquellos brazos musculosos, sin la calidez de aquella boca, sin saborear aquella
mirada de esmeralda? Para ella no tendría sentido alguno. ¿Y qué pasaría si sucedía
lo impensable y Price regresaba con Jeannie?
De repente, Erin descubrió que las lágrimas bañaban sus mejillas. Allí estaba,
llorando por un hombre otra vez. Todas las promesas, todos los juramentos que se
había hecho carecían de sentido al igual que las lágrimas que rodaban por su rostro.
Bueno, ella iría detrás de él. Si Price no aparecía al término de un mes, quizá
tres semanas, sin ninguna clase de inhibiciones ni vergüenza, Erin iría a Menfis y…
y… ¿y qué?
Con un cansado suspiro de resignación, hundió su rostro entre sus manos y
lloró durante un rato.

Alrededor de las diez de la noche, Erin se sentía vacía de lágrimas,


extremadamente fatigada y con mucho apetito. Decidió telefonear para que le
enviaran una pizza. Luego tomó un baño. Cuando terminó de secarse el cabello, sonó
el timbre.
—¡Gracias a Dios vinieron rápido! —dijo ella. Tomó el dinero y corrió hacia la
puerta.
Cuando la abrió, se le detuvo el corazón. En lugar de encontrar a un
muchachito con una pizza en la mano, frente a ella se hallaba un hombre alto,
moreno, con los ojos verdes más hermosos que había visto en toda su vida. Traía un
enorme ramo de rosas y tres paquetes envueltos con un papel de diseños navideños.
Erin no podía respirar. Se apoyó contra el marco de la puerta. Su corazón se
sintió repentinamente liberado, feliz. Con una sonrisita, preguntó:
—¿Sí?
—Discúlpeme, señora. ¿Erin Holmes vive aquí? —preguntó el hombre con
indiferencia.
—Sí. ¿Quién desea esa información?
—He venido aquí para entregar de parte de un príncipe azul, un esposo
perfecto, este ramo de rosas —arrojó las flores en los brazos de la joven sin ceremonia
alguna—, y tres regalos de navidad. ¿Ella los acepta?
—Bueno… eso depende —Erin se cruzó de brazos y estudió al "príncipe"
suspicazmente.
—¿De qué? —fue la pregunta.
—De quién envíe todo esto.
Él se extendió y la besó con ternura.
—Price Seaver, señora.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Erin sonrió.
—Lo lamento, pero hay un error. Él nada tiene que hacer aquí sino hasta dentro
de un mes —dijo ella y luego cerró la puerta violentamente en la asombrada cara de
él.
—¡Erin! —Price golpeó la puerta con alma y vida—. ¡Abre la puerta, mujer! Sé
que debí llegar mucho antes, cariño, pero mi caballo me arrojó en medio del bosque y
casi no pude volver a montarlo.
Las carcajadas hicieron erupción en la muchacha y las lágrimas le bañaron
nuevamente el rostro. ¡Price estaba allí! ¡Había ido tras ella! ¡Finalmente su príncipe
azul había aparecido!
La puerta se abrió y Erin se arrojó en sus brazos, riendo, llorando, besando. Sus
lágrimas se mezclaron con las de él.
—¡Oh, Erin, mi amor! Cinco minutos después de que te marchaste, me di cuenta
de que eres la única mujer que quiero en mi vida —sus besos fueron una hambrienta
reafirmación del amor que sentía por ella—. Quizá no sea el esposo perfecto, pero no
te quepa la menor duda de que me esforzaré como loco para lograrlo.
—¡Oh, Price! No quiero un matrimonio perfecto. Todo lo que deseo es pasar el
resto de mi vida siendo tu esposa. Para mí, eso será el matrimonio perfecto.
—Ayúdame a entrar en el apartamento —murmuró entre acalorados besos—.
¡Tus vecinos se harán un espectáculo!
Erin había olvidado por completo que estaba en el vestíbulo, apretando en un
apasionado abrazo a aquel hombre de ojos verdes.
—Oh, querido, nada me importaría menos. Pero quizá debamos entrar —
aceptó, cuando su vecina de enfrente abrió la puerta y miró significativamente a Erin.
Se besaron mientras entraron al apartamento y luego se dejaron caer juntos en
el sofá. Erin tomó los regalos de navidad de sus manos y los apoyó sobre la mesa.
Se volvió hacia Price y le dirigió una sonrisa pícara.
—Bueno… siempre soñé con lo que haría con mi príncipe azul cuando se
decidiera a aparecer —le guiñó un ojo—. Siéntate bien y disfruta de esto, principito.
¡Voy a hacer algo con lo que he fantaseado desde que llegué a la pubertad!
—¡Aleluya! ¡De modo que eres esa clase de mujer! —gimió Price con placer
cuando la muchacha, sin perder ni un segundo, le quitó la camisa y todas las demás
prendas que llevaba puestas.
Caminaron hacia el cuarto de Erin besándose con frenesí, hasta que sus cuerpos
volvieron a unirse ya en la cama. Los senos de Erin se encontraron contra la fortaleza
de aquel pecho de piedra. Sus manos exploraron aquel cuerpo tan encantador, con su
fragancia tan peculiar, tan familiar.
—Tuve tanto miedo de tener que esperar todo un mes… un largo mes… para
volver a besarte —confesó ella. La boca de Price buscó aquellos pezones rosados, a
los que delineó con su lengua.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Eso fue tan estúpido como pedirte que fueras mi amiga —dijo Price cuando la
mano de Erin halló su intimidad.
—¿Has cambiado de opinión otra vez? ¿Ya no somos amigos? —lo acarició con
manos de terciopelo.
—No, de ahora en adelante, seremos estrictamente amantes —murmuró él,
besándola posesivamente.
—Aún no te he escuchado decir las palabras mágicas, Price —susurró con
urgencia—. No has dicho…
—¿Que te amo? Te amo mi hermosa, adorable y pequeña mujer. Debe de haber
al menos cien maneras diferentes de decirte que te amo, Erin. Si tú me entregas todo
tu amor, encontraré el modo de decírtelo de todas esas maneras —le juró.
—Y ya se te pasó ese furibundo enojo conmigo porque freí tu hermoso
pescado…
—Dije que te amaba, cariño. No que hubiera perdido la memoria. Aún, tendría
ganas de acogotarte cada vez que me acuerdo de…
—Te lo compensaré —prometió ella y lo besó de una manera que lo hizo
olvidar del tema.
Él le dijo, poniéndola encima de sí:
—Voy a hacer que te disculpes conmigo de este modo al menos dos veces por
día —la abrazó con más fuerza—, durante el próximo año.
—Oh, mi Dios —dijo ella, con burlona desazón—. ¡Vaya, simplemente me
moriría!
—¡Sí, pero mira de qué modo!
—Bueno, visto y considerando que me has impuesto semejante castigo, creo
que será mejor que empiece a cumplir con mi sentencia. Ahora, veamos… ¿debo
conducirme según los procedimientos normales o tengo que ponerme agresiva,
salvaje…?
—Sí, sí, sí, así… limitémonos a amarnos durante el resto de nuestras vidas y
disfrutémoslo —murmuró él con ternura. La besó dulcemente otra vez.
¡Al fin el amor había recordado a Erin. De la manera más hermosa y
satisfactoria!
Sin descanso, Price recorrió el cuerpo de la muchacha, subiéndola sobre el suyo
para que ella hallase el centro de necesidad de Price. Todo su cuerpo se inundó por el
deseo hacia el hombre a quien tanto amaba. Sus físicos vibraron con un ardiente
fuego. Todo lo demás dejó de existir cuando ingresaron al mundo del amor, de las
caricias, de los gritos de pasión al alcanzar el éxtasis deseado.
—¡Oh, mi querida Erin, te amo tanto…! —dijo Prince con una voz muy baja
cuando recobró la capacidad de hablar.
Los ojos de Erin se pusieron muy serios.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Quiero que me ames, Price. Más que a nada y a nadie en este mundo. No
quiero que te sientas ahogado, pero quiero sentirme segura con ese amor.
—Ya te lo he dicho antes, Erin. Soy hombre de una sola mujer. Puedes
entregarme todo tu amor sin temer que yo lo destruya por ningún motivo. De alguna
manera, me parece que lo que debimos soportar con Quinn y Jeannie nos servirá
para fortalecer nuestra pareja. Ahora sabemos cuándo es correcto amar y cuándo no
lo es. Tenemos suerte: nos hemos encontrado. Y nuestro amor es positivo, Erin.
Intercambiaron un beso de amor mutuo, aún envueltos en un caluroso abrazo.

Tarde… mucho, pero mucho más tarde, quedaron tendidos juntos, con los
cuerpos húmedos de tanto hacer el amor. Price se negaba a soltarla. La besaba
suavemente, acariciando la cresta de cada seno.
—¿Cuánto tiempo te llevó darte cuenta de que lo nuestro se trataba de lo más
auténtico?
—Hace días ya.
Price se incorporó sobre uno de sus codos y la miró.
—¿Hablas en serio?
—Sí, lo digo en serio. Creo que me enamoré de ti aquella noche que me llevaste
al cuarto de baño y te quedaste a mi lado mientras yo sufría mi descompostura —
pasó su mano por el pecho del hombre—. Pero también pudo haber sido la mañana
siguiente, cuando llegué hasta tu cama y descubrí lo atractivo que es este velludo
pecho que tienes… —atrapó la boca de Price con la suya—. Price, sé que soy
repetitiva, pero…
—Pero… ¿y Jeannie? —se burló él.
—¡Sí! ¿Y Jeannie?
—¿Qué ocurre con ella? —se cruzó las manos sobre su nuca y miró el cielorraso
—. Me habría gustado ser fumador. Este es el momento ideal para encender un
cigarrillo.
Erin se sentó y lo miró furiosa.
—¿Podrías hablar en serio, por favor? ¡Quiero saber lo que dijo al enterarse de
tu respuesta! —lo miró con suspicacia—. Tú le diste una respuesta, ¿no?
—En las películas queda tan bien cuando el hombre enciende un cigarrillo y se
lo entrega a la mujer. Luego, ambos inhalan profundamente… —sus palabras se
interrumpieron. Erin le arrojó una almohada en medio de la cara.
Giró sobre ella y le tomó las manos.
—De acuerdo… si quieres saberlo… tomó un arma y se voló la tapa de los
sesos. Allí mismo, en mi oficina. Fue un horror. El pobre encargado tuvo que pasarse
una hora limpiando todo.
—Price, seguro que estás bromeando, ¿no?

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Price le sonrió y le besó la punta de la nariz.


—Claro que sí.
—¿Le has dicho ya? —preguntó Erin, mordiéndose el labio preocupada.
Después se lo mordió a él y le hizo doler.
—¡Ay! ¡Sí, se lo he dicho!
—¿Cuándo?
—El mismo día que ella me lo preguntó.
La expresión de Erin se suavizó.
—¿Te refieres a que no has tenido que pensarlo siquiera? ¿Se lo dijiste el mismo
día que estuviste en Menfis?
Price rió…
—Ya había pensado en eso un millón de veces, Erin, durante seis largos meses.
Me di cuenta de que todo había llegado a su fin hacía mucho tiempo —la besó otra
vez—. Si te hace sentir mejor, nunca la amé como te amo a ti. Eres la primera mujer
de mi vida que me ha hecho sentir como me siento ahora, señorita Holmes. Te amo
mucho, muchísimo.
—Me hace sentir mejor, señor príncipe. Yo también te amo.
—¿Y Quinn?
—¡Hasta olvidé cómo es! —admitió honestamente.
—Bien, porque de ahora en adelante, eres mi mujer. ¡Te guste o no!
—¡Me gusta!
Price deslizó las manos sobre los muslos de Erin.
—¿Sí? Demuéstramelo —la besó con desesperación. En el momento en que la
pasión empezó a arder otra vez, sonó el timbre—. ¿Quién será? —preguntó Price
disgustado.
—El muchacho con la pizza —contestó Erin, besándolo otra vez—. ¡Oh, por
Dios! ¡Es el muchacho con la pizza! —buscó una bata—. Encargué una pizza hace
como dos horas.

La feliz pareja se sentó en la sala a comer su pizza.


—Está buena —dijo Erin, entre bocado y bocado—. No tendría que estar
comiendo esto… tengo que rebajar cinco kilos.
Price frunció el ceño y comió otro bocado de su porción.
—Si pierdes un solo gramo de esas bellas curvas que tienes tendrás que vértelas
conmigo.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—No —dijo Erin con firmeza, tomando la tercera porción—. Lo digo en serio.
La primera cosa que haré por la mañana es empezar una dieta. Tengo mucha fuerza
de voluntad. Puedo hacerlo si me lo propongo. ¿Quieres la última porción?
—No, cómetela tú.
—Gracias. Como estaba diciéndote, bajaré de peso en un abrir y cerrar de ojos
—mordió la última porción y revoleó los ojos—. ¡Vaya, esto está excelente!
—Lo que tú digas. Sólo piensa en el vestido de novia.
Erin se detuvo en la mitad de su porción.
—¿Vestido de novia?
—¿Sabes una cosa? Por ser una muchacha terriblemente soñadora y romántica,
no eres muy curiosa. ¿No quieres saber lo que el tonto de tu príncipe azul te ha
traído?
Erin sonrió con dulzura.
—Pensé que ya me lo había dado. Dos veces.
—Eres una osada. Ahora no tendrás tus regalos de navidad.
Erin miró ansiosa los paquetes.
—¿De verdad son para mí?
—No sé a quién más podría regalárselos a esta altura del año.
Erin dejó la pizza, se acurrucó contra él y le rodeó el cuello con gran afecto.
—¿Pero por qué me traes estos regalos de Navidad en agosto?
—Cuando se ama, todo el año es Navidad. Papá Noel se siente identificado y
siempre viene primero aquí —le tomó las manos—. Y si no dejas de mover estas
manitos, probablemente pase otra hora más hasta que puedas abrir los paquetes.
—Me quedaré quieta —Erin dejó de moverse después de pellizcarlo por última
vez—. Primero quiero abrir la caja grandota.
Price le sonrió.
—¡Oh! ¿Te refieres a la caja?
—¡Price! —Erin rompió el papel con entusiasmo—. ¿Cómo supiste lo que
quería?
—¿No recuerdas que hicimos las listas la semana pasada?
Price estaba radiante de amor mientras la observaba. Erin se liberó de todo el
envoltorio y sacó un hermosísimo abrigo de visón.
—¡Oh, Price! —dijo ella, enloquecida—. No puede ser cierto.
—Es completamente serio, mi encantadora, dulce Erin.
—Pero es tan caro… no podría aceptarlo…
—Serás mi esposa. Será mejor que te acostumbres a que te malcríe. Tengo en
mente hacerlo muy a menudo. Ahora abre la caja pequeña.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

Los dedos de Erin temblaban tanto, que apenas podía sostener la cajita
pequeña. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Al levantar la tapa, una hermosa sortija
con un diamante brilló para ella.
Price tomó la sortija, y suavemente la colocó en el dedo anular de la joven.
—Ambos hemos esperado mucho tiempo para que llegara este día, Erin.
¿Confiarás en que pasaré el resto de mi vida amándote? Te prometo que jamás
tendrás oportunidad de arrepentirte.
—Seré muy feliz siendo tu esposa, Price.
—No será un matrimonio perfecto, cariño, pero sí será uno muy bueno —su voz
denotó mucha intimidad. Erin se estrechó contra él con la esperanza de recibir toda
su protección y todo su amor durante toda la vida.
—Bien. ¿Qué te parece si ahora abres el último regalo? Habría llegado aquí dos
horas antes si no hubiera tenido que poner la ciudad patas arriba para encontrar este
último regalito —dijo Price.
Erin lo miró y sonrió confundida. ¿Cuál sería el otro regalo? Él le había
entregado el abrigo de visón, la sortija de diamantes y la promesa de formar con ella
un matrimonio feliz. Todo lo que ella deseaba. Rompió el envoltorio y abrió la caja.
Su rostro lució una sonrisa radiante al descubrir su contenido. ¡Su vida estaba
completa!
Fue muy tarde cuando Erin y Price se sentaron nuevamente en el sofá, aún
abrazados.
Cuatro pantuflas pájaro color amarillo los miraban.
—¿No crees que será mejor que vayamos a acostarnos? Se está haciendo muy
tarde —Price la besó suavemente—. Mañana nos espera un gran día.
—¿Irás a tu casa?
—No, si no te importa renunciar repentinamente a tu trabajo, mañana iremos a
buscar un juez para que nos case, pasaremos los tres días siguientes haciendo el amor
y luego regresaremos juntos a Menfis —la besó nuevamente—. Pero por el momento,
¿qué te parece si empezamos a formar una familia?
—¿Aún quieres cinco hijos?
—En este momento consideraría mucho la idea de que fueran diez.
—¿Y si tenemos mellizos?
Los labios de Price se detuvieron.
—¿Mellizos?
—Es posible, sabes. Hay mellizos en la familia de mi padre.
Las manos de Price se detuvieron y su rostro apuesto dibujó una mirada
ceñuda.
—¿Hay por aquí alguna farmacia que esté abierta toda la noche?
Erin sonrió.

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Lori Copeland - El espejo de una aventura

—Creo que llegas un poquito tarde para preocuparte, tío Price. Pero descuida,
hace varios meses que tomo píldoras —le dijo ella para tranquilizarlo.
Price la miró con suspicacia.
—Puede hacer desaparecer esa expresión de su rostro, señor Seaver. Es por
prescripción médica, por un problema que he tenido —dijo ella, riendo—. Sólo me
quedan tres y termino el tratamiento.
—¿Dónde están? —preguntó.
—En mi bolso. ¿Por qué?
—Porque antes de que volvamos a hacer el amor, voy a hacer un atado con ellas
y las arrojaré —le contestó con firmeza. Le quitó la bata y le besó el cuello.
—¡Price! —vociferó ella—. El médico ha dicho…
—¿Qué son tres días? —le imploró él—. ¡Envejezco con el paso de cada minuto!
Quiero empezar a ser padre esta noche, ahora.
—Bueno, simplemente, tendrás que esperar tres días más —dijo ella. Las
rodillas se le debilitaron cuando la boca de Price le atrapó un seno—. ¿No crees que
tendrías que esforzarte para hacer de ésta la mejor situación y sólo concentrarte en
hacerle el amor a tu futura esposa? —dijo ella desabotonándole la camisa.
Price suspiró y la levantó entre sus brazos.
—¡Dios! Lo intentaré, tía Erin —dijo él con una sonrisa decididamente suspicaz
en su bello rostro—. No te quepa duda de que voy a intentarlo.

Fin

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