Desde 1982, cuando nació este “paraíso pagano”, Andrés Jaramillo tenía claro que quería ofrecer a sus comensales un sitio único para compartir con los amigos una buena comida, con buen trago y buena música. Inicialmente fue un pequeño quiosco, y hoy es el restaurante más grande de América Latina, con más de 60.000 metros cuadrados construidos en su sede de Chía. Muchas cosas han cambiado desde entonces, pero algo se mantiene intacto: es un sitio encantador en el que se la pasa bien, hay energía, amabilidad y alegría. Andrés Carne de Res bien podría ser el mejor laboratorio para una cátedra universitaria que se llame “Diseño de producto”. Aunque todo ha sido un proceso intuitivo, sin duda Andrés Jaramillo tiene mucho que enseñar a sus discípulos, como él llama a sus colaboradores. Este líder odia la palabra tercerización. No la concibe dentro de su vocabulario. Los platos, las mesas, las sillas y la decoración del lugar son hechas en un taller propio en el que trabajan más de cien personas. “Lo que haces con tu mano tiene tu energía”, dice. Por esa razón, no deja en manos de empresas externas la creación de los objetos que decoran y en los cuales se sirven las comidas. Este “restaurante-bar-bailadero”, como se puede leer en su entrada, cuenta con un comité creativo que vive en función de idear nuevas opciones gastronómicas para sus comensales. Primero, los cocineros, en conjunto con Andrés, desarrollan las recetas, y después empieza el proceso creativo en el taller donde se construyen las “piezas andresianas” que le agregarán valor a esa comida deliciosa y que harán aún más memorable la experiencia. Por ejemplo, para servir los pescados se inventaron unos platos fundidos en hierro que tienen un esqueleto de pescado labrado y en los que además aparece un mensaje que dice: “pi-las con las espinas”, a manera de advertencia para el comensal. Aunque parezca obvio, esto ha evitado muchos accidentes. Alguna vez un cliente se quejó porque el pescado traía muchas espinas. Y para solucionarlo sin tener que dañar los filetes, decidieron diseñar un plato especial para que la gente tuviera pre-caución al comer. Por otra parte, los tragos son servidos de la manera más autóctona posible. Por ejemplo, el mojito se sirve en un recipiente conocido como totuma, que es la vasija resultante de dejar secar una calabaza. Este es uno de los elementos más ancestrales de la cultura colombiana, pues los indígenas lo usan para el consumo de chicha, la bebida fermentada de maíz con la que se acompañaban bodas, sepelios y celebraciones. Sin embargo, como están atentos a todos los detalles, esa totuma es decorada con flores y corazones pintados. Ese mismo recipiente, pero en distintas presentaciones, es el que se usa para servir los populares “mandarinazo” y “lulazo”, que resul-tan de la mezcla del jugo de la fruta con vodka. Aunque sus productos son deliciosos, lo que antoja a sus comensales es una carta fuera de serie. Realmente se trata de una revista de 62 páginas a todo color con el mejor reflejo de lo que es la cultura andresiana. Cuando el comensal toma esta carta en sus manos sabe que no está en un sitio común y que se tra- ta de un lugar con una magia especial. En su portada aparece un aviso, a modo de primera plana de un periódico, que dice: “Extra, extra, conozca las últimas novedades de nuestro hogar encendido”. Es una revista diseñada con tanto esmero y buen gusto que se hizo merecedora en el año 2012 de una mención de honor por parte de Andigraf (Asociación Colombiana de la Industria de la Comunicación Gráfica) a lo mejor del año 2011-2012. Cada una de sus páginas es el fiel reflejo de la cultura andresia- na y confirma por qué a este sitio se lo conoce como el paraíso pagano. En sus páginas hay imágenes rediseñadas de santos y soldados del Imperio romano de la época de Cristo, con un toque kitsch, mezcladas con frases como: “No hay nada, sin duda, que calme el espíritu tanto como el ron y la verdadera religión”. Lord Byron. Sin embargo, el diseño del producto no para allí. En el restaurante, los comensales pueden observar que se experimenta un cambio permanente del establecimiento. Alterar el orden de las cosas es el hobbiede Andrés. “Aquí puedes volver en una semana y es posible que no encuentres una pared”, dice Marco Antonio Beltrán, el cocinero que ha pasado los últimos veinticuatro años de su vida trabajando en Andrés. El creador de esta experiencia es un observador por excelencia, toma nota de todo y da las instrucciones para que se satisfagan sus caprichos. Mandó a diseñar unas agendas muy pequeñas que se llaman “Anotación del pensamiento inmediato”, y las llena con miles de ideas que aterriza al día siguiente en su oficina. A veces viaja a Europa o Centroamérica, y, desde llama a su equipo para contarle que vio “algo buenísimo” en un restaurante y le pone de tarea hacer algo así en el suyo.