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Piñiero Iñiguez 1
Piñiero Iñiguez 1
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Como se advierte en el mismo título de la obra de Pinelo, el apelativo de Nuevo Mundo convivió
durante largo tiempo con otras sustanciaciones nominativas más concretas; si acaso del todo, recién
dejó de usarse hace apenas un par de generaciones, cuando la última oleada globalizadora pareció
privar de sentido a toda dimensión de proceso temporal: entre otros mitos -que el empecinado tiempo
se encargará de olvidar- se instauró el de un eterno presente, que hacía irrelevantes los pasados e in-
concebibles los futuros.
Retomando el relato sobre las otras formas de nombrarnos, cabe recordar que este continente, que
eurocéntricamente debió llamarse Colombia, tampoco se llamó América durante largo tiempo: los
españoles buscaban el camino de las Indias, así que Indias seríamos, a como diera lugar. E Indias
fuimos: las Indias Occidentales.
De allí que las burocráticas instituciones y los prolijos estatutos de la conquista y la colonización
americanas fuesen el Consejo de Indias y las Leyes de Indias, y que los testimonios de esos tiempos se
conserven en el Archivo de Indias. Así, el español que permanecía un buen tiempo en América, volvía
a la península como indiano; hay toda una literatura al respecto, donde se proyecta un imaginario de
riquezas impensables y hábitos extravagantes sobre los indianos, imaginario que expresa
elocuentemente lo que los españoles del común acariciaban como deseos realizables en el Nuevo
Mundo, cuyos habitantes originarios serían desde entonces y para siempre indios. Cabría agregar una
variante: el conde de Volney, literato francés de fines del siglo XVIII, hablaría en su novela, Las
minas de Palmita, de las Indias Castellanas.
La denominación de América comienza a imponerse bien andados los siglos, cuando los europeos
del norte asientan sus modestísimas colonias allá arriba en el mapa, en territorios sin oro, sin plata y
sin recursos naturales rápidamente realizables. No ha de creerse que, a fuer de flemáticos, no se les
encendiera antes la imaginación con las primeras crónicas de la conquista, pero la superioridad ibérica
en las ciencias de la navegación y en la ingeniería naviera los llevaron a concebir sueños más
limitados; a más, la naturaleza tropical siempre fue concebida como tormento por los nórdicos, menos
mestizados con la sangre caliente del cercano y medio Oriente.
La verdad es que fue a propósito de esas colonias que comenzó a generalizarse el uso de la
denominación América; su relativa autonomía y autarquía económica les permitieron asignarse esa
entidad, que se potenció con la temprana independencia y el notable desarrollo económico de lo que se
llamó la Unión. La autoconciencia de su ser y su potencialidad -que muy pronto se demostraría- los
llevaron a usar un América sin aditamentos; si no ya entonces, muy poco después lo harían también
porque consideraban que el resto del continente de un modo u otro sería suyo. Esta nórdica
apropiación de un nombre que era de todos -para 1776 el término América se había impuesto en todo
el continente- puso bajo nueva luz, introdujo un nuevo ángulo en la autoconciencia de los demás
pueblos americanos, manifestándose como epifenómeno de una problemática compleja que sigue en
gran medida sin resolverse. Aunque pudiera reputarse de asunto menor, desde el punto de vista de la
psicología colectiva y social, este aspecto tiene al parecer tanta importancia como la que la psicología
asigna al nombre propio del individuo en la construcción de su personalidad.
Generalizando, las soluciones planteadas ante la monopolización fueron dos: la pertinaz
reapropiación del "americano" a secas o él empleo de algún tipo de aditamento geográfico o genitivo.
Hubo también una tradición, que va de Francisco de Miranda a Eugenio María de Hostos y que
cosechó adeptos aquí y allá, consistente en aceptar el hecho consumado y restablecer un principio de
justicia hacia el Descubridor: si las colonias británicas norteamericanas ya independizadas adoptaban
el nombre de América, al independizarse las colonias portuguesas y españolas debían llamarse a sí
mismas Colombia. El intento, bien fundado -Miranda y Hostos eran hombres de talento si los hay-, no
prosperó, y terminó de sucumbir cuando la Gran Colombia bolivariana se resignó a limitarse a una
parte del antiguo Virreinato de Nueva Granada, pasando a ser la Colombia que hoy conocemos.
La determinación geográfica llevó al uso de la fórmula América del Sur, con sus calificativos de
sudamericanos o suramericanos, como todavía gustan decir los españoles. El problema subsiguiente
consistía en que, en sentido estricto, la denominación excluía a los pueblos ajenos al subcontinente, es
decir, a centroamericanos y mexicanos.
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Piñeiro Iñíguez, C. “Pensadores Latinoamericanos del Siglo XX”, Siglo XXI, 2006
1
Las referencias a Chevalier y Torres Caicedo, así como las fechas en las que se comienza a hablar de América latina y América
Latina, se encuentran en Ardao, Arturo: América Latina y la latinidad. México, UNAM, 1993, caps. II y III.
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Hacia fines del siglo XIX, la denominación América Latina parecía haber ganado la batalla. El
triunfo se reafirmaría en el mismo albor del nuevo siglo, cuando el Ariel del uruguayo José Enrique
Rodó conmueve a las nuevas generaciones con un discurso que se nutre, precisamente, de oponer lo
latino a lo sajón. Sin embargo, ya antes se había acuñado otra expresión, Nuestra América, de
connotaciones hondamente significativas, que permitía eludir lo que había de confuso -y en tantos
casos hasta impostado- en la idea de latinidad. Aunque seguramente otros ya la hubieran utilizado
coloquialmente, fue el cubano José Martí quien la usó para titular uno de sus trabajos capitales; como
es sabido, estos escritos recién alcanzaron una amplia difusión en los círculos latinoamericanistas
varios años después de la muerte de Martí.
Una nueva alternativa de autodenominación surgió en el siglo XX con el desarrollo de la llamada
interpretación indigenista. Aunque México fuera el país donde mayor peso político lograra la
reivindicación del indio -la Revolución de 1910 fue un terremoto social en el que emergió como actor
el campesinado indígena-, es en el mundo andino del sur donde el indigenismo alcanzó su mayor
difusión desde comienzos del siglo XX. Lo paradójico -aunque bien comprensible- es que, tal como lo
señalara certeramente el peruano José Carlos Mariátegui, los grandes autores indigenistas eran
mestizos letrados, bastante alejados en su realidad cultural de las masas indias, cuyo idioma, por lo
general, desconocían. El indigenismo, primero literario, luego político y casi nunca social, propuso
programáticamente la denominación de Indoamérica; como variante, el argentino Ricardo Rojas había
pergeñado la fórmula de Eurindia.
Que el componente racial y cultural indígena debía ser incorporado en la denominación identitaria,
era algo ya reconocido; desde 1816, cuando las Provincias Unidas -de Sudamérica, según formula
Manuel Belgrano- proclaman atrevidamente su completa independencia de España y "de todo poder
extranjero", San Martín había concebido la idea de coronar un rey inca como su representante. La
controvertida propuesta, refutada desde el republicanismo bolivariano, pretendía legitimar el nuevo
poder otorgándole un anclaje ancestral. Siglo y medio después, el colombiano Germán Arciniegas se
preguntaba si no sería interesante incorporar ese elemento adoptando la apelación de América Ladina;
ladino tiene una acepción de "indio que habla en castellano", pero también otras menos edificantes,
que hacían que el propio Arciniegas interrogara: "¿quién asume el riesgo de semejantes
expresiones?"2. Por añadidura, en las últimas décadas del siglo XX surgió un nuevo indigenismo en
los países andinos, esta vez protagonizado por indios puros que ya no querían ser ladinos ni en el
mejor sentido: la utópica recreación del Tahuantinsuyo que proponían incluía la oficialización de sus
lenguas autóctonas.
Aun cuando en la presentación de diversos autores se subraye el momento en que cada una de las
principales fórmulas tuvo su momento de eclosión, aquí debe apuntarse que todas, de un modo u otro,
han persistido. No faltaron contradicciones ni intencionalidades políticas más o menos legítimas: el
muy blanco Víctor Raúl Haya de la Torre fue, en su momento, el campeón de Indoamérica, y en la
Argentina inmigrante -con casi una mitad de su población con sangre italiana- florecieron los
defensores de una Hispanoamérica con sabor a Hispanidad (que, en realidad, no era más que coartada
para la adhesión al franquismo). Tampoco estuvo ausente la solución fácil pero fictiva de proclamar el
Panamericanismo, asociado desde fines del siglo XIX a iniciativas políticas del norte continental; el
problema subsistente es que los promotores de la fórmula no la adoptaban, pues seguían llamándose a
sí mismos americanos a secas.
Pareciera, pues, que la irresuelta polémica de las denominaciones no puede limitarse a lo formal.
Tras ella, se proyecta una angustia existencial pendiente: la de nuestra identidad. Hay, sin embargo,
hechos constatables, como que relevantes aspectos geopolíticos y de integración económica dan hoy
un contenido restringido a Sudamérica: pensamos en el Mercosur y en la Comunidad Sudamericana de
Naciones. En otro sentido, es evidente que al comenzar el siglo XXI, nos guste o no, a los ojos de los
Otros, somos genéricamente latinoamericanos. La mención de "los Otros" impone la reflexión sobre el
nosotros, y con ella la pregunta acerca de qué es lo que queremos colectivamente ser. Y entonces
2
Ver Arciniegas, Germán: América Ladina. Compilación de Juan Gustavo Cobo Borda. México, FCE, 1993, p. 429. El artículo
"¿América Ladina?" fue publicado por primera vez por Arciniegas en Los pinos nuevos (1982).
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Piñeiro Iñíguez, C. “Pensadores Latinoamericanos del Siglo XX”, Siglo XXI, 2006
parece oportuno volver al sentido profundo de la expresión de Martí, aquella de Nuestra América. Con
el tiempo, diversos autores -Arciniegas, por caso- derivaron de ella el gentilicio de
"nuestroamericanos" sin mayor repercusión; últimamente, el historiador de las ideas argentino Hugo
E. Biagini sincopó la expresión en otro neologismo cercano y afortunado: Nuestramérica 3. La
intención aquí no es salir a la palestra con el invento y romper lanzas para imponerlo, sino recuperar
toda la potente pertenencia que enuncia: en buena hora seamos hispanoamericanos, indoamericanos,
iberoamericanos o latinoamericanos, mientras anide en nosotros el sentir de una identidad por realizar,
que no es otra que la de los pueblos de Nuestra América.
3
Ver Biagini, Hugo E.: Ludia de ideas en Nuestramérica. Buenos Aires, Leviatán, 2000.