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Piñeiro Iñíguez, C.

“Pensadores Latinoamericanos del Siglo XX”, Siglo XXI, 2006

I. NUESTRA AMÉRICA, ENTRE ESPAÑA Y LOS ESTADOS UNIDOS

Los nombres que te nombran, Nuestramérica


No se sabe si los pueblos originarios de las Américas tuvieron una denominación común para tan
vasto territorio; aun los que vivieron en sus más altas civilizaciones fueron, al parecer, mejores
astrólogos que geógrafos; dato que acaso exprese lacónicamente las jerarquías de sus cosmovisiones.
El bautismo de este continente inesperado que se interpuso en la expansión occidental hacia el Oriente
es el primer acto de configuración de una conciencia alienada de sí, el primer paso de la larga visión
eurocéntrica.
Colón y los suyos no nombraron a un continente -cuyo volumen superaba todos sus sueños- sino a
tal o cual parte a la que arribaron sus cansadas naves. El sustantivo genérico es posterior y encierra
una injusticia y una paradoja; como se sostiene habitualmente, lo de América nos vendría de Vespucio
y de su narcisista costumbre de firmar sus imaginativas cartografías, ligada a una inusual capacidad
para publicitar su propia subjetividad.
La polémica sobre el nombre de nuestro continente es, sin embargo, dinámica. El diario La
jornada de México, por ejemplo, publicó a fines de 2005 un extenso artículo negando el origen
Vespuciano del vocablo América y asignándolo a la voz maya "Amerrique" cuyo significado sería
"tierra donde sopla el viento". Según el autor de la nota -José Steinsleger- fue el piloto mayor
Vespucci quien "fusionó" su propio nombre (que originalmente era "Alberico Vespucci") con el de la
palabra aborigen. Cualquiera fuera la verdad estricta al respecto, ambas voces hablan de la misma
tierra donde -soplaran o no los vientos alguna vez- sí soplan aún las esperanzas de unión y libertad.
Esperanzas hoy renovadas por vastos motivos.
Tampoco cabe ser injustos con Vespucio, un personaje excepcional, que intituló sus mapas con la
afortunada expresión de Nuevo Mundo. Esta primera denominación colectiva fue menos que un
nombre gramatical; más bien se trató de un bello adjetivo, calificativo y comparativo. Seríamos el
Nuevo Mundo, visto y dicho -otra vez- desde el eurocentrismo de considerar al Viejo Continente como
el centro esencial del universo. Tengámoslo en cuenta: quienes llamaban así a la gigantesca ballena de
tierra que los había interceptado en medio del mar, eran hombres del Renacimiento; aun cuando la ma-
yoría de los Grandes Capitanes y Adelantados fuesen gentes poco ilustradas, vivían el imaginario de
su tiempo. Un Renacimiento ibérico; distinto al de las ciudades italianas. Es decir, un renacimiento tan
nutrido de humanismo como de contrarreforma.
Lo de Nuevo Mundo implicaría una carga singular: en cuanto "lugar que no había sido antes" era,
pues, una Utopía, y desde tal óptica geográfica resultaba fácil proyectar la posibilidad de una vida
humana despojada de los dolores agregados por el orden social injusto. Cervantes, que estuvo a punto
de embarcarse hacia estas costas, diría que "el Nuevo Mundo es el refugio de los desesperados del
Viejo". Más aún: como tantos descubridores lo soñaron y buscaron desesperadamente, en el Nuevo
Mundo debía hallarse la Fuente de Juvencia, el antídoto mismo para esa suma del dolor que es la
muerte. El Adelantado Ponce de León la rastreó en La Florida, y murió sin saber -¿nosotros tampoco?-
si la había hallado.
En lo de Nuevo Mundo se contenía también la idea del Otro Mundo de los justos, la feliz visión
del Paraíso; León Pinelo, ya en el siglo XVII, escribió un encantador ensayo sobre El paraíso en el
Nuevo Mundo. Comentario Apologético. Historia natural y peregrina de las Indias Occidentales, Islas
y Tierra Firme del mar Océano donde nos dice: "esta opinión de que el Paraíso haya sido en el Nuevo
Mundo... ha tocado y referido autores graves. El primero que tuvo ese pensamiento fue el Primer
Descubridor del Nuevo Mundo, el Almirante don Cristóbal Colón", y continúa con una larga lista de
los autores que han compartido la creencia. Por su parte, Pedro Mártir de Anglería, en Décadas de
Orbe Novo, sostiene que "está probado que entre los indios la tierra pertenece a todos, como el sol o el
agua; no conocen ni lo tuyo ni lo mío, fuente de todos los males... reina entre ellos la Edad de Oro; no
hay fosos, ni murallas, ni odios que dividan los dominios. Viven en jardines abiertos a todos, sin leyes
ni códigos, ni jueces; obran naturalmente conforme a equidad y estiman malvado y criminal a
cualquiera que goce en hacer daño a su prójimo".

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Como se advierte en el mismo título de la obra de Pinelo, el apelativo de Nuevo Mundo convivió
durante largo tiempo con otras sustanciaciones nominativas más concretas; si acaso del todo, recién
dejó de usarse hace apenas un par de generaciones, cuando la última oleada globalizadora pareció
privar de sentido a toda dimensión de proceso temporal: entre otros mitos -que el empecinado tiempo
se encargará de olvidar- se instauró el de un eterno presente, que hacía irrelevantes los pasados e in-
concebibles los futuros.
Retomando el relato sobre las otras formas de nombrarnos, cabe recordar que este continente, que
eurocéntricamente debió llamarse Colombia, tampoco se llamó América durante largo tiempo: los
españoles buscaban el camino de las Indias, así que Indias seríamos, a como diera lugar. E Indias
fuimos: las Indias Occidentales.
De allí que las burocráticas instituciones y los prolijos estatutos de la conquista y la colonización
americanas fuesen el Consejo de Indias y las Leyes de Indias, y que los testimonios de esos tiempos se
conserven en el Archivo de Indias. Así, el español que permanecía un buen tiempo en América, volvía
a la península como indiano; hay toda una literatura al respecto, donde se proyecta un imaginario de
riquezas impensables y hábitos extravagantes sobre los indianos, imaginario que expresa
elocuentemente lo que los españoles del común acariciaban como deseos realizables en el Nuevo
Mundo, cuyos habitantes originarios serían desde entonces y para siempre indios. Cabría agregar una
variante: el conde de Volney, literato francés de fines del siglo XVIII, hablaría en su novela, Las
minas de Palmita, de las Indias Castellanas.
La denominación de América comienza a imponerse bien andados los siglos, cuando los europeos
del norte asientan sus modestísimas colonias allá arriba en el mapa, en territorios sin oro, sin plata y
sin recursos naturales rápidamente realizables. No ha de creerse que, a fuer de flemáticos, no se les
encendiera antes la imaginación con las primeras crónicas de la conquista, pero la superioridad ibérica
en las ciencias de la navegación y en la ingeniería naviera los llevaron a concebir sueños más
limitados; a más, la naturaleza tropical siempre fue concebida como tormento por los nórdicos, menos
mestizados con la sangre caliente del cercano y medio Oriente.
La verdad es que fue a propósito de esas colonias que comenzó a generalizarse el uso de la
denominación América; su relativa autonomía y autarquía económica les permitieron asignarse esa
entidad, que se potenció con la temprana independencia y el notable desarrollo económico de lo que se
llamó la Unión. La autoconciencia de su ser y su potencialidad -que muy pronto se demostraría- los
llevaron a usar un América sin aditamentos; si no ya entonces, muy poco después lo harían también
porque consideraban que el resto del continente de un modo u otro sería suyo. Esta nórdica
apropiación de un nombre que era de todos -para 1776 el término América se había impuesto en todo
el continente- puso bajo nueva luz, introdujo un nuevo ángulo en la autoconciencia de los demás
pueblos americanos, manifestándose como epifenómeno de una problemática compleja que sigue en
gran medida sin resolverse. Aunque pudiera reputarse de asunto menor, desde el punto de vista de la
psicología colectiva y social, este aspecto tiene al parecer tanta importancia como la que la psicología
asigna al nombre propio del individuo en la construcción de su personalidad.
Generalizando, las soluciones planteadas ante la monopolización fueron dos: la pertinaz
reapropiación del "americano" a secas o él empleo de algún tipo de aditamento geográfico o genitivo.
Hubo también una tradición, que va de Francisco de Miranda a Eugenio María de Hostos y que
cosechó adeptos aquí y allá, consistente en aceptar el hecho consumado y restablecer un principio de
justicia hacia el Descubridor: si las colonias británicas norteamericanas ya independizadas adoptaban
el nombre de América, al independizarse las colonias portuguesas y españolas debían llamarse a sí
mismas Colombia. El intento, bien fundado -Miranda y Hostos eran hombres de talento si los hay-, no
prosperó, y terminó de sucumbir cuando la Gran Colombia bolivariana se resignó a limitarse a una
parte del antiguo Virreinato de Nueva Granada, pasando a ser la Colombia que hoy conocemos.
La determinación geográfica llevó al uso de la fórmula América del Sur, con sus calificativos de
sudamericanos o suramericanos, como todavía gustan decir los españoles. El problema subsiguiente
consistía en que, en sentido estricto, la denominación excluía a los pueblos ajenos al subcontinente, es
decir, a centroamericanos y mexicanos.

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Piñeiro Iñíguez, C. “Pensadores Latinoamericanos del Siglo XX”, Siglo XXI, 2006

El barón de Humboldt, nuestro "segundo descubridor" (así se lo ha reconocido, con bastante


justicia), se valía de un "América Meridional" más inclusivo, pues pese a su connotación geográfica
encerraba una dimensión cultural que era, en definitiva, la que se quería atrapar. Para eludir la limita-
ción geográfica, se ha intentado una interpretación según la cual son sudamericanos quienes habitan al
sur del Río Bravo; el criterio, escurridizo, no terminó de imponerse.
El llamarse sencillamente "americanos" fue idea y práctica fuerte cuando las guerras de
emancipación; Bolívar comprendió la seducción del apelativo desnudo, y San Martín solía decir que
"mi patria es América". Como se verá, este uso se prolongó en el tiempo, y casi todos los hombres
cuyos perfiles se esbozan en el cuerpo de este libro hablaron de "americanos" a secas en el
convencimiento de que el contexto permitiría a sus interlocutores comprender a qué índole de
americanos se referían. Paralelamente, ellos mismos emplearon también fórmulas como españoles-
americanos, hispanoamericanos o iberoamericanos; cualquiera de estas dos últimas expresiones podía
incluir también a la América portuguesa, pues Ibérica es toda la última península europea, e Hispania
era el nombre romano que denotaba tanto a España como a Portugal. El brasileño Gilberto Freyre
insistiría especialmente en esta última interpretación.
El término "hispanoamericano" presenta connotaciones que no deben omitirse en un análisis
histórico. Comenzando por contemplar que las guerras de la independencia fueron eso, guerras, y en
las guerras no complace encontrar afinidades con el enemigo; las guerras no son cuestiones de justicia,
sino enfrentamientos a vida o muerte. En aquel marco, decirse hispanoamericano implicaba conceder
parte de razón a quienes pretendían mantener su dominio. Conviene recordar que si bien la suerte
histórica de esa guerra se selló en Ayacucho, en 1825, quedaron remanentes de espíritu y de práctica
colonial española en América. Hubo aventuras restauradoras como la pretendida en Santo Domingo,
incidentes oscuros como la ocupación de las islas peruanas de Chinchas y el bombardeo de Valparaíso
en 1865, la inicial colaboración española con los franceses en México y, sobre todo, la anacrónica
ocupación colonial de Puerto Rico y Cuba.
En suma, lo "hispano" no todos lo entendían en el sentido amplio en que lo haría Freyre, y luego
estaba Haití, la ex colonia francesa que había iniciado el camino emancipatorio y dado apoyo y cobijo
al gran Bolívar cuando le tocaron las malas.
Surge entonces la idea de calificarnos como América latina. Se ha polemizado abundante,
bizantinamente al respecto, y todavía quedan baluartes de resistencia, en especial entre los fieles
adeptos al concepto de Hispanidad (entre los cuales, dicho sea de paso, hay quienes en ello sólo les va
el interés de la llamada comunidad de negocios). Se sabe quién y cuándo acuñó el calificativo: fue el
bueno del francés Michel Chevalier, saintsimoniano convencido en su juventud y político realista de
hombre maduro, quien en 1836 utilizó por primera vez la expresión.
Sin duda, la concepción de una "América latina" fue subproducto de otra elaboración teórica
previa, por entonces más fuerte: la de la Europa latina o meridional, contrapuesta a la nórdica o
germánica. Chevalier conoció bien la América del Norte y algo del Caribe, y contabilizó y conceptuó
las diferencias. La aplicación utilitaria del término fue posterior, de cuando los franceses
emprendieron sus tan efímeras aventuras mexicanas, y el concepto se vilipendió en la intención de
crear una categoría metafísica que abarcara al Canadá, dejando apenas excluidas a las colonias
británicas. Pero en el interregno hubo una reapropiación del término por los propios implicados, y aquí
también pueden hacerse precisiones: el primero en usarlo fue, hacia 1855, el colombiano José María
Torres Caicedo.
Torres Caicedo, a la par que va exponiendo en su infatigable prédica ideas unionistas cada vez
más elaboradas -un programa de confederación para nuestras repúblicas que aún hoy sería de deseable
aplicación-, cambia el sentido de lo "latino", que de ser adjetivo pasa a ser sustantivo. El salto
epistemológico se evidencia en una simple modificación de la grafía: nos habla de América Latina, los
dos términos escritos con mayúsculas1.

1
Las referencias a Chevalier y Torres Caicedo, así como las fechas en las que se comienza a hablar de América latina y América
Latina, se encuentran en Ardao, Arturo: América Latina y la latinidad. México, UNAM, 1993, caps. II y III.

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Hacia fines del siglo XIX, la denominación América Latina parecía haber ganado la batalla. El
triunfo se reafirmaría en el mismo albor del nuevo siglo, cuando el Ariel del uruguayo José Enrique
Rodó conmueve a las nuevas generaciones con un discurso que se nutre, precisamente, de oponer lo
latino a lo sajón. Sin embargo, ya antes se había acuñado otra expresión, Nuestra América, de
connotaciones hondamente significativas, que permitía eludir lo que había de confuso -y en tantos
casos hasta impostado- en la idea de latinidad. Aunque seguramente otros ya la hubieran utilizado
coloquialmente, fue el cubano José Martí quien la usó para titular uno de sus trabajos capitales; como
es sabido, estos escritos recién alcanzaron una amplia difusión en los círculos latinoamericanistas
varios años después de la muerte de Martí.
Una nueva alternativa de autodenominación surgió en el siglo XX con el desarrollo de la llamada
interpretación indigenista. Aunque México fuera el país donde mayor peso político lograra la
reivindicación del indio -la Revolución de 1910 fue un terremoto social en el que emergió como actor
el campesinado indígena-, es en el mundo andino del sur donde el indigenismo alcanzó su mayor
difusión desde comienzos del siglo XX. Lo paradójico -aunque bien comprensible- es que, tal como lo
señalara certeramente el peruano José Carlos Mariátegui, los grandes autores indigenistas eran
mestizos letrados, bastante alejados en su realidad cultural de las masas indias, cuyo idioma, por lo
general, desconocían. El indigenismo, primero literario, luego político y casi nunca social, propuso
programáticamente la denominación de Indoamérica; como variante, el argentino Ricardo Rojas había
pergeñado la fórmula de Eurindia.
Que el componente racial y cultural indígena debía ser incorporado en la denominación identitaria,
era algo ya reconocido; desde 1816, cuando las Provincias Unidas -de Sudamérica, según formula
Manuel Belgrano- proclaman atrevidamente su completa independencia de España y "de todo poder
extranjero", San Martín había concebido la idea de coronar un rey inca como su representante. La
controvertida propuesta, refutada desde el republicanismo bolivariano, pretendía legitimar el nuevo
poder otorgándole un anclaje ancestral. Siglo y medio después, el colombiano Germán Arciniegas se
preguntaba si no sería interesante incorporar ese elemento adoptando la apelación de América Ladina;
ladino tiene una acepción de "indio que habla en castellano", pero también otras menos edificantes,
que hacían que el propio Arciniegas interrogara: "¿quién asume el riesgo de semejantes
expresiones?"2. Por añadidura, en las últimas décadas del siglo XX surgió un nuevo indigenismo en
los países andinos, esta vez protagonizado por indios puros que ya no querían ser ladinos ni en el
mejor sentido: la utópica recreación del Tahuantinsuyo que proponían incluía la oficialización de sus
lenguas autóctonas.
Aun cuando en la presentación de diversos autores se subraye el momento en que cada una de las
principales fórmulas tuvo su momento de eclosión, aquí debe apuntarse que todas, de un modo u otro,
han persistido. No faltaron contradicciones ni intencionalidades políticas más o menos legítimas: el
muy blanco Víctor Raúl Haya de la Torre fue, en su momento, el campeón de Indoamérica, y en la
Argentina inmigrante -con casi una mitad de su población con sangre italiana- florecieron los
defensores de una Hispanoamérica con sabor a Hispanidad (que, en realidad, no era más que coartada
para la adhesión al franquismo). Tampoco estuvo ausente la solución fácil pero fictiva de proclamar el
Panamericanismo, asociado desde fines del siglo XIX a iniciativas políticas del norte continental; el
problema subsistente es que los promotores de la fórmula no la adoptaban, pues seguían llamándose a
sí mismos americanos a secas.
Pareciera, pues, que la irresuelta polémica de las denominaciones no puede limitarse a lo formal.
Tras ella, se proyecta una angustia existencial pendiente: la de nuestra identidad. Hay, sin embargo,
hechos constatables, como que relevantes aspectos geopolíticos y de integración económica dan hoy
un contenido restringido a Sudamérica: pensamos en el Mercosur y en la Comunidad Sudamericana de
Naciones. En otro sentido, es evidente que al comenzar el siglo XXI, nos guste o no, a los ojos de los
Otros, somos genéricamente latinoamericanos. La mención de "los Otros" impone la reflexión sobre el
nosotros, y con ella la pregunta acerca de qué es lo que queremos colectivamente ser. Y entonces

2
Ver Arciniegas, Germán: América Ladina. Compilación de Juan Gustavo Cobo Borda. México, FCE, 1993, p. 429. El artículo
"¿América Ladina?" fue publicado por primera vez por Arciniegas en Los pinos nuevos (1982).

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Piñeiro Iñíguez, C. “Pensadores Latinoamericanos del Siglo XX”, Siglo XXI, 2006

parece oportuno volver al sentido profundo de la expresión de Martí, aquella de Nuestra América. Con
el tiempo, diversos autores -Arciniegas, por caso- derivaron de ella el gentilicio de
"nuestroamericanos" sin mayor repercusión; últimamente, el historiador de las ideas argentino Hugo
E. Biagini sincopó la expresión en otro neologismo cercano y afortunado: Nuestramérica 3. La
intención aquí no es salir a la palestra con el invento y romper lanzas para imponerlo, sino recuperar
toda la potente pertenencia que enuncia: en buena hora seamos hispanoamericanos, indoamericanos,
iberoamericanos o latinoamericanos, mientras anide en nosotros el sentir de una identidad por realizar,
que no es otra que la de los pueblos de Nuestra América.

3
Ver Biagini, Hugo E.: Ludia de ideas en Nuestramérica. Buenos Aires, Leviatán, 2000.

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