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Durante mucho tiempo, en un reino muy lejano, la «Muerte Roja» había

devastado a la mayoría de las personas.

Jamás una peste había sido tan fatal y espantosa.

La sangre su sello, el rojo y el horror que provocaba.

Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego, los poros


sangraban y, posteriormente, al cabo de unas horas, venía la muerte.

Las manchas escarlatas en el cuerpo, y el rostro de la víctima, eran el bando de la


peste que la aislaba de toda ayuda y compasión.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagas.

Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de


caballeros y damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una
de sus abadías fortificadas.

Era una construcción muy amplia y magnífica, una creación del propio príncipe,
de gusto excéntrico, pero grandioso.

Un fuerte y elevado muro la circundaba. Los cortesanos, una vez dentro, trajeron
fraguas y pesados martillos para soldar los cerrojos.

Habían resulto no dejar ninguna vía de acceso o salida a los súbditos impulsos de
la desesperación o del frenesí.

El mundo exterior, que se las arreglara por su cuenta. Por lo demás, sería una
locura apenarse o pensar en él.

El príncipe había reunido de todos los medios de placer.

Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus


formas, y había vino.
En el interior existía todo esto, además de la seguridad.

Afuera solo existía la «Muerte Roja» además de las tinieblas y la ruina.

Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su reclusión, mientras la peste hacía
grandes estragos afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de
amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

La noche del baile uno por uno comenzaron a entrar al salón decorado de una
forma magnifica y resplandeciente haciendo reverencia al príncipe y a sus
acompañantes, antes de empezar el príncipe realizó un brindis de lo más contento
junto su millar de amigos, olvidando todo aquello que ocurría fuera de los muros,
dando por terminado el brindis comenzó el baile, el cual se desarrollaba de una
forma inimaginable, todos bailaban y se paseaban por los aposentos a excepción
del negro, en el que se encontraba un reloj de ébano cada vez que este daba las
12, la fiesta paraba y todos escuchaban atónitos, como asombrados, a que algo
sucediera cuando el reloj terminara de dar la hora, pero nada sucedía y la fiesta
continuaba como si nada hubiera pasado.

Durante el transcurso de la fiesta la presencia de alguien que vestido de mortajas


de tumba y sangre, se hizo pasar por la muerte roja.

Este al ritmo de la música se iba llevando uno por uno las vidas con quienes
bailaba sin que nadie se diera cuenta, hasta que el príncipe muy alterado al ver
que tal sujeto se burlaba de él disfrazándose de la peste, ordenó que
desenmascararan al personaje, pero nadie tuvo el valor ya que el enmascarado
infundía respeto a quienes lo miraban.

Muy enojado el príncipe, avanzó hacia él, el cual estaba en la entrada de la


habitación negra; el príncipe sacó su daga pero cuando el desconocido se volvió
para enfrentarlo, la daga cayó al suelo seguida del cuerpo muerto del príncipe.

Poseídos por el terrible coraje de la desesperación la multitud se abalanzó sobre


el enmascarado y tras apoderarse del desconocido cuya figura permanecía alta y
erecta, retrocedieron con inexpresable horror al ver que no había forma tangible
alguna detrás de la máscara; y entonces reconocieron la presencia de la muerte
roja había venido como un ladrón en la noche y uno a uno, murieron esa noche
apagándose por completo el sonido del reloj.
Y las llamas de los candelabros se extinguieron. Y las tiniebla, y la ruina, y la
«Muerte Roja» lo dominaron todo.

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