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EL CASO FALCONÍ

Estamos en Febrero de este año. Gustavo Falconí es el director de un colegio hipotético.


Está orgulloso porque su plantel cuenta con buena infraestructura deportiva (canchas,
piscina, pistas de carrera), se enseña inglés, como segunda lengua y cuenta con dos, sí,
con dos psicólogas educacionales. A su colegio no le falta nada para ser la opción
educativa ideal. ¿Nada? Falconí olvidaba algo que la APAFA reclama desde los dos
últimos años: computación. El director sabe que ahora la computación es para los
padres, un argumento de peso al elegir el colegio de sus hijos. Así que este año, después
de largas conferencias con el cuerpo administrativo, decidió comprar las dichosas
computadoras, de las cuales, para ser sinceros, él mismo entiende muy poco.
Con ideas algo confusas sobre qué equipo necesita y para qué exactamente, el director
se acerca a una empresa de computadoras y explica la situación. El vendedor le muestra
distintas opciones, le da varios planes. Falconí se entusiasma hasta el momento en que
el vendedor le muestra el precio. ¿Tan caro? El vendedor contraataca mostrando la
ventaja de sus sistemas y menciona lo que para el director es ya un tópico “la
computación es la llave del hoy y del futuro”. Ante la insinuación de que los colegios sin
computadoras están desfasados, Falconí acepta. Los equipos (veinte computadoras)
serán entregados la próxima semana. El director debe apurarse para imprimir los nuevos
volantes, donde se incluya, en lugar destacado, que su colegio, ahora sí, enseña
computación.
Aliviado, la semana siguiente recibe las computadoras. Los técnicos las colocan en un
salón del segundo piso, “especialmente acondicionado” para su nueva finalidad (antes
era la sala de profesores). Los muebles han sido comprados de segunda mano, a toda
prisa el día anterior. Los técnicos al hacer la instalación, notan un problema: la sala solo
cuenta con dos tomacorrientes. La solución (provisional, por supuesto) es colocar
extensiones a los tomacorrientes, “pero tiene que colocar protectores para que no se
tropiecen con los cables, señor”. Falconí, en su felicidad, escucha y olvida rápidamente la
recomendación.
La elección del profesor de computación plantea un nuevo inconveniente. El director,
cauto, ha colocado con anticipación un aviso pidiendo un profesional capacitado, de
preferencia un ingeniero. Recibe una gran cantidad de currículos, que con ojo crítico,
compara junto al cuerpo administrativo. Llaman a los postulantes “más calificados”. Las
preguntas valorativas, han sido propuestas por el administrador general, “algo entendido
en el asunto”. Después de varias entrevistas, un ingeniero, precisamente es el elegido
para el puesto.
El ingeniero revisa las computadoras y es concluyente: las máquinas no son las más
adecuadas para un colegio (no tienen unidades lectoras de tarjetas por ejemplo), pero
aún pueden emplearse. Lo que sí es imperativo, subraya, es conectarse en red. Los

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directivos suspiran, pero, ya entrados en gastos, acceden. Las computadoras estarán en
red.
Comienzan las clases a finales de marzo. Cuando el presidente de la APAFA pregunta si
las computadoras “tienen Internet”, el director contesta que sí, que todas están
conectadas en red. Y los alumnos recibirán dos horas semanales de computación. En un
tiempo record, Falconí cree haber solucionado su problema.
¿Final feliz? No, desgraciadamente. Los directivos no saben que sus problemas no han
hecho más que comenzar. A la semana un niño tropieza con los cables y produce un
cortocircuito que deja inoperativas dos máquinas durante una semana. A reacomodar a
los alumnos. Diez días después, un alumno trae un archivo con virus e infecta la red. Otra
semana perdida, hasta que se limpia la red, se reconfigura e instala todos los programas.
Al mes, una alumna se desmaya por el calor con insuficiente ventilación y una mala
disposición de los muebles, el salón de computadoras se vuelve rápidamente un horno,
sobre todo porque ese grado lleva Educación Física antes de las clases de computación.
La solución temporal es invertir los horarios pero eso trae conflicto con otro grupo.
Para colmo, los alumnos de primer grado se quejan con sus padres porque no entienden
al profesor de computación. Pronto las quejas cunden en los demás años: los programas
son difíciles y los alumnos, resignados, se limitan a memorizar los comandos dictados en
clase.
Ante la queja de los padres, Falconí se ve “en la necesidad” de hablar con el profesor de
computación. El ingeniero responde a las críticas aduciendo que los niños no están
acostumbrados a que les digan qué hacer con las máquinas pero, que pronto,
aprendiendo los comandos necesarios, las van a usar muy bien. El director, que no sabe
hasta qué punto es cierta esta afirmación, le cree y calma a los padres. Al siguiente mes,
un grupo de miembros de la APAFA se presenta en su oficina para quejarse porque “no
se enseña diseño multimedia” a sus hijos. Uno de ellos exige que se les dé, además,
clases de Internet y diseño de páginas web.
Falconí no sabe que pensar. Consultando al proveedor, el precio de los nuevos
componentes es excesivo (ya están endeudados con las computadoras) y en lo referido a
Internet, no tiene aún los equipos, “pero llegan a fin de mes”. El director decide aplazar la
compra “hasta otra oportunidad” y promete a los padres complacerlos muy pronto.
Falconí comienza a arrepentirse de sus decisiones apresuradas. Algo que parecía tan
fácil, añadir el curso de computación a su currícula escolar, se ha convertido en un gran
dolor de cabeza sin trazas de soluciones

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